Playa Capelán
La Maña es blanco de grandes desprecios. En muchas regiones se considera una perversión, y se cuentan historias de mañosos que copulan con bestias para conseguir esta magia, o que ofrecen cruentos sacrificios de niños humanos para recibir el don del idioma de los animales. Algunos agoreros hablan de pactos forjados con antiguos demonios de la tierra. A decir verdad, creo que la Maña es la magia más natural que puede poseer una persona. Es la Maña lo que permite que una bandada de aves en pleno vuelo cambie de dirección al unísono, o que un banco de alevines se mantenga unido frente a la corriente de un río crecido. Es asimismo la Maña lo que envía a una madre al lecho de su bebé cuando éste está a punto de despertarse. Creo que se encuentra en el corazón de toda comunicación que no necesita expresarse con palabras, y que todos los seres humanos poseen siquiera un ápice de aptitud para ella, reconocido o no.
Al día siguiente llegamos de nuevo a la senda de la Habilidad. Cuando pasamos frente al formidable pilar de piedra, me sentí atraído hacia él.
—Veraz podría estar a un simple paso de distancia —musité.
Hervidera resopló.
—También podría estarlo tu muerte. ¿Es que has perdido completamente la cabeza? ¿Crees que un solo usuario de la Habilidad podría ser rival para una camarilla entrenada?
—Veraz les hizo frente —repuse, recordando Puesto Vado y cómo me había salvado.
Durante el resto de la mañana, la anciana caminó con expresión pensativa.
No intenté tirarle de la lengua, pues me acuciaban mis propios pensamientos. Sentía en mi interior una molesta sensación de pérdida. Era casi como la irritante sensación de saber que se te ha olvidado algo, pero sin poder recordar el qué. Había dejado algo atrás. O se me había olvidado hacer algo importante, algo que tenía intención de hacer. Entrada la tarde, abatido, supe qué era lo que echaba de menos.
Veraz.
Cuando estaba a mi lado, rara vez estaba seguro de su presencia. Como una semilla oculta esperando a abrirse, así pensaba en él. Las numerosas ocasiones en que lo había buscado dentro de mí sin encontrarlo de repente no tenían ningún sentido. Esto no era una duda ni una corazonada. Era una creciente certeza. Veraz había estado conmigo durante más de un año. Y ahora no estaba.
¿Significaba eso que había muerto? No podía estar seguro. Esa inmensa ola de Habilidad que había sentido podría haber acabado con él. O algo más, algo que lo había obligado a replegarse en su interior. Seguramente eso era todo. Era un milagro que la marca de Habilidad que me había dejado hubiera durado tanto tiempo. Varias veces empecé a hablar de ello con Hervidera o Kettricken. Con ninguna de ellas supe justificar mi razonamiento. ¿Qué podía decir? ¿Que antes de esto era incapaz de saber si Veraz estaba conmigo y que ahora no lo sentía en absoluto? De noche, alrededor de nuestra fogata, estudiaba las arrugas que surcaban el rostro de Kettricken y me preguntaba qué sentido tenía aumentar su preocupación. De modo que me guardé mis temores y guardé silencio.
Lo repetitivo de las penalidades genera monotonía y una sucesión de días que terminan por volverse indistinguibles entre sí. El tiempo era lluvioso, a su racheada y ventosa manera. Nuestros suministros se caracterizaban por su escasez, de modo que adquirieron suma importancia para nosotros las hortalizas que recogíamos por el camino y la poca carne que pudiéramos llevar Ojos de Noche y yo al campamento por las noches. Caminaba junto a la carretera y no por ella, pero en ningún momento pasaba desapercibido para mí su murmullo de Habilidad, como si paseara a orillas de un caudaloso torrente. El bufón estaba generosamente embotado merced a la corteza feérica. No tardó en exhibir tanto la energía incontenible como el abatimiento de ánimo que eran potestad de la hierba. En el caso del bufón, eso se traducía en incesantes cabriolas y volteretas mientras recorríamos la senda de la Habilidad, y en una cruel amargura añadida a sus chanzas y comentarios. Bromeaba hasta el hastío con la futilidad de nuestra empresa, y respondía a cualquier comentario de aliento con un sarcasmo feroz. Al cabo del segundo día, me parecía el vivo retrato de un mocoso malcriado. No acataba los reproches de nadie, ni siquiera los de Kettricken, como tampoco consideraba que el silencio pudiera ser una virtud. No es que temiera que sus interminables peroratas y sus mordaces canciones pudieran delatar nuestra posición a la camarilla; lo que me preocupaba era que la constante batahola pudiera enmascarar su acercamiento. Rogarle que anduviera con sigilo daba el mismo resultado que gritarle que cerrara la boca de una vez. Me sacaba de mis casillas, hasta tal punto que llegué a soñar que lo estrangulaba. Creo que no era yo el único que sentía tales impulsos.
Mientras seguíamos la carretera de la Habilidad, la única mejoría que experimentó nuestra caravana a lo largo de esos días inacabables, fue la del tiempo. Las lluvias se tornaron más ligeras e intermitentes. Se abrían las hojas de los árboles caducifolios que flanqueaban la senda y las colinas reverdecían a nuestro alrededor casi de la noche a la mañana. El vigor de las jeppas se beneficiaba de la generosidad del ramoneo y Ojos de Noche encontraba multitud de presas pequeñas. Dormía pocas horas y pagaba las consecuencias, pero dejar que el lobo cazara en solitario no habría resuelto nada. El sueño me causaba pavor. Peor aún, el que yo durmiera causaba pavor a Hervidera.
Por iniciativa propia, la anciana se hizo cargo de mi mente. Eso me irritaba, pero no era tan estúpido como para oponerme. Tanto Kettricken como Estornino habían aceptado los conocimientos sobre la Habilidad de los que hacía gala Hervidera. Ya no se me permitía ir solo a ninguna parte, ni tampoco con el bufón por toda compañía. Cuando el lobo y yo salíamos a cazar por las noches, nos acompañaba Kettricken. Estornino y yo compartimos una guardia, durante la cual, a petición de Hervidera, la juglaresa mantuvo mi mente ocupada en el aprendizaje de canciones y cuentos de su repertorio. Durante mis breves horas de sueño me vigilaba Hervidera, con una oscura tisana de corteza feérica junto a ella para que, llegado el caso, no tuviera que perder tiempo antes de obligarme a ingerir el té y embotar así mi Habilidad. Todo esto resultaba irritante, pero peor aún era durante el día, cuando caminábamos juntos. No se me permitía hablar de Veraz, ni de la camarilla, ni de nada que pudiera tener algo que ver con ellos. En vez de eso resolvíamos problemas de juego, o recogíamos hierbas de las orillas para la cena, o le recitaba a Estornino sus propias historias. En cualquier momento, cuando sospechaba que mis pensamientos no estaban del todo con ella, me propinaba un pescozón con su cayado. Las pocas veces que intenté encauzar nuestra conversación con preguntas acerca de su pasado, me informaba con altanería de que las respuestas podrían desembocar en temas que era mejor evitar.
No hay tarea más ardua que intentar no pensar en algo. En mitad de cualquier faena, la fragancia de una flor silvestre me traía a Molly a la cabeza, y de mi amada pasaba a Veraz, que me había apartado de ella. O si no, cualquier gracia del bufón me recordaba la tolerancia de la que hacía gala el rey Artimañas frente a sus burlas y también cómo había muerto mi monarca, y a manos de quién. Lo peor de todo era el silencio de Kettricken. Ya no podía hablarme de la preocupación que sentía por Veraz. Era incapaz de verla sin percibir cuánto anhelaba encontrarlo, y entonces me recriminaba por pensar en él. Así transcurrían para mí los interminables días de nuestro periplo.
El paisaje cambiaba gradualmente a nuestro alrededor. Empezamos a bajar cada vez más en un sinuoso valle tras otro. Nuestro camino discurrió durante algún tiempo paralelo a un río gris lechoso. En algunos tramos, las crecidas de su caudal habían erosionado los márgenes de la carretera hasta reducirla a una mera vereda. A la larga llegamos a un puente inmenso. Cuando lo divisamos por primera vez en la distancia, la intrincada delicadeza de su envergadura me hizo pensar en huesos, y temí que lo encontráramos reducido a astillados fragmentos de maderos y tablas. En vez de eso cruzamos una creación que se arqueaba innecesariamente alta por encima del río, como jactándose de poder hacerlo. La carretera que transitábamos relucía negra y brillante, en tanto la arquería que adornaba la parte superior e inferior del puente mostraba un color polvoriento. No logré identificar cómo estaba forjado, si en metal o en alguna piedra extraña, pues más parecía hilo trenzado que metal batido o roca cincelada. Su gracia y elegancia consiguieron callar incluso al bufón por unos momentos.
Después de cruzar el puente ascendimos una serie de pequeñas colinas, tan sólo para iniciar un nuevo descenso. Esta vez el valle era profundo y angosto, una abrupta hendidura practicada en la tierra, como si algún gigante hubiera enterrado su hacha de guerra en ella en el pasado. La carretera se aferraba a una cara de la quebrada y conducía inexorablemente hacia abajo. Veíamos muy poco de nuestro destino, pues el mismo valle parecía estar repleto de nubes y vegetación. Esto me desorientó hasta que se cruzó en nuestro camino el primer reguero de agua caliente. Sus vapores brotaban de un manantial sito justo a la orilla del camino, pero hacía tiempo que desdeñaba las ornamentadas paredes de piedra labrada y el canal de desagüe que algún ingeniero olvidado había construido para contenerlo. El bufón aprovechó el tufo reinante para hacer no pocos comentarios jocosos y preguntarse si cabría achacarlo a algún huevo podrido o a que el suelo tuviera flatulencia. Por una vez ni siquiera sus groserías consiguieron hacerme sonreír. Para mí era como si, al prolongar tanto su picardía, hubiera perdido toda su gracia y sólo quedara la crudeza y la crueldad.
Pronta la tarde llegamos a una región de estanques vaporosos. La tentación del agua caliente era irresistible, y Kettricken nos permitió acampar antes de tiempo. Disfrutamos del añorado lujo de poder bañar nuestros fatigados cuerpos, aunque el bufón prescindió de las aguas termales alegando la fetidez que se desprendía de ellas. A mí no me olían peor que los vapores que surgían para caldear los baños de Jhaampe, pero por una vez me alegré de no tener que soportar su compañía. Partió en busca de más agua potable, en tanto las mujeres se apropiaban del estanque más amplio y yo buscaba la relativa intimidad de un pozo más pequeño, a cierta distancia. Tras pasar un tiempo sumergido en el agua, decidí aligerar de mugre mis ropas. El tufo mineral del agua era con mucho menos ofensivo que el olor que había dejado impreso mi cuerpo en mi atuendo. Una vez hecho eso, estiré las prendas sobre la hierba para que se secaran y volví a meterme en el agua. Ojos de Noche vino a sentarse en la orilla y me observó desconcertado, con la cola firmemente recogida entre las patas.
Es una maravilla, le dije sin necesidad, pues sabía que podía percibir mi placer.
Debe de estar relacionado de alguna manera con tu carencia de pelo, decidió al cabo.
Métete en el agua para que te frote. Así te librarás de los restos de tu abrigo de invierno, le ofrecí.
Bufó con desdén. Me parece que prefiero rascarme y quitármelo poco a poco.
Bueno, tampoco hace falta que te quedes ahí sentado mirando y te aburras. Puedes ir a cazar si te apetece.
Lo haría, pero la perra importante me ha pedido que te vigile. Así que eso es lo que voy a hacer.
¿Kettricken?
La misma.
¿Cómo te lo ha pedido?
Me dirigió una mirada de sorpresa. Igual que tú. Me miró y vi su mente. Le preocupaba que estuvieras solo.
¿Sabe ella que la oyes? ¿Te oye ella a ti?
Casi, a veces. De pronto se tumbó en el césped y se estiró, enroscando su lengua rosada. A lo mejor tendría que vincularme a ella, cuando tu compañera te pida que te alejes de mí.
No tiene ninguna gracia.
No respondió, sino que se tendió panza arriba y procedió a rodar para rascarse el lomo. El tema de Molly se había convertido en una espina incómoda entre nosotros, un abismo al que no me atrevía a acercarme y al que él insistía obsesivamente en asomarse. Deseé que volviéramos a estar como antes, unidos en armonía, viviendo sólo el presente. Me recosté, apoyé la cabeza en la orilla, con medio cuerpo fuera del agua. Cerré los ojos y dejé de pensar en nada.
Cuando los abrí de nuevo, tenía al bufón encima, observandome. Me sobresalté visiblemente. Ojos de Noche también, y se puso en pie de un salto, gruñendo.
—Menudo guardián —comenté para el bufón.
¡No tiene olor, y sus pies son como copos de nieve!, protestó el lobo.
—Siempre está a tu lado, ¿verdad? —observó el bufón.
—De una u otra forma —convine, y volví a acomodarme en el agua. Tendría que salir dentro de poco. La tarde estaba dando paso al anochecer. El frío añadido al aire no hacía sino volver más acogedora el agua caliente. Transcurrido un momento, miré de soslayo bufón. Seguía plantado en el mismo sitio, observándome con fijeza—. ¿Ocurre algo? —le pregunté.
Ensayó un gesto ambivalente, antes de sentarse torpemente en orilla.
—Estaba pensando en tu velera —dijo de pronto.
—¿Sí? —musité—. Yo estaba procurando no pensar en ella.
Consideró esto por un momento.
—Si mueres, ¿qué será de ella?
Me giré y me apoyé en los codos para mirar fijamente al bufón. Esperaba que ésta fuese la primera línea de alguna nueva broma de su invención, pero su expresión era seria.
—Burrich cuidará de ella —dije suavemente—. Mientras necesita ayuda. Es una mujer muy capaz, bufón. —Tras un momento de consideración, añadí—: Supo cuidar de sí misma durante años antes de que… Bufón, lo cierto es que yo nunca he cuidado de ella. Estaba a su lado pero Molly siempre se las componía por sí sola.
Decir esto me avergonzaba y enorgullecía a un tiempo. Me avergonzaba haberle proporcionado tan pocas cosas aparte de problemas, y me enorgullecía que una mujer así se hubiera interesado por mí.
—Pero por lo menos querrías que le transmitiera algún mensaje, ¿no?
Meneé la cabeza despacio.
—Cree que estoy muerto. Los dos lo creen. Si muero de verdad, preferiría que siguiera creyendo que perecí en las mazmorras de Regio. Descubrir lo contrario empañaría aún más la imagen que tiene de mí. ¿Cómo le explicarías por qué no acudí corriendo a su lado? No. Si me ocurre algo, no quiero que nadie le transmita ningún mensaje.
El abatimiento hizo presa en mí de nuevo. ¿Y si sobrevivía y volvía con ella? Esa posibilidad era casi peor todavía. Intenté imaginarme de pie ante Molly, explicándole que de nuevo había antepuesto mi rey a ella. La imagen me hizo cerrar los ojos con fuerza.
—En cualquier caso, cuando todo esto haya acabado, me gustaría volver a verla —dijo el bufón.
Abrí los ojos.
—¿Tú? Ni siquiera sabía que os hubierais dirigido la palabra alguna vez.
Esto pareció sorprender al bufón.
—Pero en fin, lo digo pensando en ti. Para asegurarme de que no pase penalidades.
Me sentí extrañamente conmovido.
—No sé qué decir.
—En ese caso, no digas nada. Únicamente dónde podría encontrarla —sugirió con una sonrisa.
—Ni siquiera lo sé con exactitud —le confesé—. Chade lo sabe. Si…, si no sobrevivo a nuestra empresa, pregúntaselo a él. —Me parecía que hablar de mi muerte llamaba a la mala suerte, de modo que añadí—: Claro que ambos sabemos que sobreviviré. Está predicho, ¿no?
Me miró con extrañeza.
—¿Quién lo predice?
Me dio un vuelco el corazón.
—No sé, algún Profeta Blanco, supongo —mascullé. Se me ocurrió que nunca le había preguntado al bufón si mi supervivencia estaba vaticinada. No todos los hombres sobreviven a una victoria. Reuní coraje—. ¿Se prevé que sobreviva el catalizador?
Pareció pensarlo detenidamente. De repente observó:
—Chade lleva una vida muy peligrosa. Nada garantiza tampoco que vaya a sobrevivir él. Y si muere, en fin, deberías saber más o menos dónde se encuentra la chica. ¿No me lo quieres decir?
El que hubiera decidido dejar mi pregunta sin respuesta se me antojaba respuesta más que suficiente. El catalizador no iba a sobrevivir. Era como ser arrollado por una gigantesca ola de agua salada. Me sentí dar vueltas en ese frío conocimiento, sentí cómo me ahogaba. Jamás sostendría en brazos a mi hija, jamás volvería a sentir la calidez de Molly. Sentí un dolor casi físico, y me mareé.
—¿Traspié Hidalgo? —insistió el bufón.
Se tapó la boca con la mano de improviso, como si ya no pudiera decir nada más. La otra mano asió de pronto su muñeca. También él parecía mareado.
—No pasa nada —dije con un hilo de voz—. Quizá sea mejor que sepa lo que se avecina. —Suspiré y me devané los sesos—. Los he oido hablar de una aldea. Burrich va allí a comprar. No puede estar lejos. Podrías empezar por ahí.
El bufón asintió débilmente con la cabeza para alentarme. Tenía lágrimas en los ojos.
—Playa Capelán —dije en voz baja.
Se sentó y se quedó mirándome sin decir nada. De repente cayó de costado.
—¿Bufón?
No hubo respuesta. Me levanté, chorreando agua caliente, y lo observé. Yacía de lado como si estuviera dormido.
—¡Bufón! —lo llamé irritado. Al ver que no respondía, salí del pozo anadeando y me acerqué a él. Estaba tendido en la hierba de la orilla, imitando incluso la acompasada y profunda respiración del sueño—. ¿Bufón? —insistí, esperando casi que se levantara de un brinco.
En vez de eso hizo un gesto vago, como si perturbara sus sueños. Me sacaba de mis casillas que pudiera pasar tan de repente de tener una conversación seria a otra de sus memeces. Pero éste había sido su comportamiento en los últimos días. De pronto el agua caliente dejó de parecerme relajante y pacífica. Chorreando todavía, empecé a recoger mis ropas. Me negué a dirigirle la mirada mientras me frotaba y sacudía para librarme de la mayor parte del agua que me empapaba. De todos modos, mi ropa seguía estando un poco húmeda. El bufón se quedó durmiendo cuando me alejé de él y regresé al campamento. Ojos de Noche vino tras mis pasos.
¿Es una especie de juego?, me preguntó sobre la marcha.
Una especie de juego, supongo que sí, rezongué. Una especie de juego que no tiene gracia.
Las mujeres ya habían vuelto al campamento. Kettricken repasaba el mapa mientras Hervidera repartía el grano que quedaba entre las jeppas. Estornino estaba sentada junto al fuego, desenredándose el cabello con ayuda de un peine, pero levantó la cabeza cuando me acerqué.
—¿Ha encontrado agua limpia el bufón? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
—La última vez que lo he visto, no. O, por lo menos, no cargaba con ella.
—De todos modos, tenemos agua suficiente en los pellejos. Es sólo que prefiero el agua fresca para el té.
—Y yo.
Me senté junto a la fogata y la observé. Era como si sus dedos actuaran por volición propia mientras danzaban entre sus cabellos, conteniendo los húmedos y lustrosos mechones en pulcras trenzas. Se las recogió sobre la cabeza y las sujetó con alfileres.
—Detesto que el pelo mojado me abofetee la cara —observó, y comprendí que la estaba mirando fijamente. Aparté la vista, azorado—. Ah, todavía puede sonrojarse —rió. Con intención, añadió—: ¿Quieres que te preste el peine?
Me palpé la melena enmarañada.
—Supongo que estaría bien —musité.
—Muy bien —acotó, pero no me lo pasó. En vez de eso vino a arrodillarse a mi lado—. ¿Cómo te has hecho esto? —se preguntó en voz alta mientras empezaba a rastrillarme el cabello.
—Se pone así solo —musité.
Su delicado contacto, los suaves tirones en mi cuero cabelludo eran sensaciones exquisitas.
—Es muy fino, ése es el problema. En Gama no he visto nunca este pelo en un hombre.
Mi corazón se agitó en mi pecho. Una playa de Gama un día de viento, y Molly en una manta roja a mi lado, con su blusa descuidadamente anudada. Me había contado que se decía de mí que era lo mejor que había salido nunca de los establos desde Burrich. «Creo que es por tu pelo. No es tan basto como el de los demás hombres de Gama». Un breve interludio de coquetos cumplidos, charla intrascendente y su dulce roce bajo el cielo azul. Estuve a punto de sonreír. Pero no podía acordarme de ese día sin recordar también que, como tantos de nuestros encuentros, había terminado con discusiones y lágrimas. Se me formó un nudo en la garganta y meneé la cabeza, intentando ahuyentar los recuerdos.
—Estáte quieto —me regañó Estornino con un fuerte tirón—. Ya casi he conseguido domarlo. Prepárate, éste es el último nudo. —Me sujetó el mechón y deshizo el nudo con un rápido tirón que casi ni sentí siquiera—. Pásame la cinta —me dijo, y se la di para que la anudara por mí.
Hervidera volvió de atender a las jeppas.
—¿Algo de comer? —preguntó con intención.
Suspiré.
—Todavía no. Enseguida-prometí.
Me puse en pie lentamente.
—Vigílalo, lobo —ordenó Hervidera a Ojos de Noche, que meneó ligeramente la cola y me condujo lejos del campamento.
Había oscurecido por completo cuando regresamos a la tienda. Estábamos satisfechos con nuestra batida de caza, pues no traíamos ningún conejo, sino una criatura con pezuñas parecida a un cabrito pero de piel más suave. Le había abierto el vientre donde lo capturamos, tanto para dar las entrañas a Ojos de Noche como para aligerar la carga. Me colgué la pieza del hombro, pero no tardé en arrepentírme. Los irritantes parásitos que infestaban su pellejo se alegraron de emigrar a mi cuello. Tendría que darme otro baño esa noche.
Sonreí a Hervidera cuando salió a recibirme y desaté el cabrito para mostrárselo. En vez de felicitarme, se limitó a preguntar:
—¿Te queda corteza feérica?
—Te la di toda —le dije—. ¿Por qué? ¿Se nos ha terminado? Por la forma en que se comporta el bufón, sería una buena noticia.
Me dirigió una mirada extraña.
—¿Habéis discutido? —quiso saber—. ¿Le has pegado?
—¿Qué? ¡Claro que no!
—Lo hemos encontrado tirado junto al pozo donde te bañaste —dijo suavemente—, estremeciéndose en sueños como un perro. Lo desperté, pero aun despierto parecía aturdido. Lo hemos traído hasta aquí, pero corrió a refugiarse bajo sus mantas. Desde entonces, duerme como si estuviera muerto.
Habíamos llegado a la fogata. Solté el cabrito junto a las brasas y me apresuré a entrar en la tienda, con Ojos de Noche corriendo delante de mí.
—Revivió, pero sólo un momento —prosiguió Hervidera—. Luegí volvió a sumirse en su sueño. Se comporta como si estuviera completamente exhausto, o como si se recuperara de una larga convalecencia. Temo por él.
Apenas si escuchaba sus palabras. Una vez dentro de la tienda me arrodillé al lado del bufón. Yacía de costado, hecho un ovillo. Kettricken estaba de rodillas junto a él, con expresión preocupada. A mi me parecía que estaba dormido, simplemente. El alivio y la irritación batallaban en mi interior.
—Le he dado casi toda la corteza feérica —prosiguió Hervidera-Si le doy ahora lo que queda, no tendremos reservas si la camarilla intenta atacarle.
—¿No hay otra hierba…? —empezó Kettricken, pero la interrumpí.
—¿Por qué no le dejamos dormir y ya está? Quizá se trate de la última fase de su enfermedad. O puede que se trate de un efecto secundario de la misma corteza feérica. Aun con drogas tan potentes, no se puede engañar al cuerpo indefinidamente, y luego éste te pasa factura.
—Cierto —convino a regañadientes Hervidera—. Pero esto es tan impropio de él…
—Se comporta de forma extraña desde el tercer día consecutivo de ingerir corteza feérica —señalé—. Tiene la lengua desatada y sus bromas son demasiado hirientes. Por mí, podría pasarse todo el día dormido en vez de despierto.
—Bueno. Quizá no te falte razón. Dejaremos que duerma —concedió Hervidera.
Tomé aliento, como si quisiera añadir algo, pero no lo hizo. Volví afuera para preparar el cabrito para la cena. Estornino me siguió.
Pasó un rato en silencio, viéndome desollar el cabrito. No era un animal demasiado corpulento.
—Ayúdame a alimentar el fuego y lo asaremos entero. La carne cocinada se conservará mejor con este tiempo.
¿Entero?
Salvo una generosa porción para ti. Rebané con el cuchillo alrededor de una rodilla, arranqué la pata y corté la ternilla restante.
Quiero algo más que huesos, me recordó Ojos de Noche.
Confía en mí, le dije. Cuando acabé, tenía la cabeza, la piel, las cuatro espinillas y todo un muslo para él solo. Eso dificultó el espetar el resto de la carne, pero lo conseguí. Era un animal joven, y aunque no tenía demasiada grasa, esperaba que la carne fuera tierna. Lo más difícil sería esperar a que estuviera asado del todo. Las llamas lamían la carne, churruscándola, y el sabroso aroma del asado era tentador.
—¿Estás enfadado con el bufón? —me preguntó Estornino.
—¿Cómo?
La miré de soslayo por encima del hombro.
—Desde que viajamos juntos, me he dado cuenta de cómo os comportáis el uno con el otro. Estáis más unidos que si fuerais hermanos. Esperaba que te quedaras sentado a su lado, preocupado, como hiciste cuando estaba enfermo. Pero te comportas como si no le pasara absolutamente nada.
Los bardos, quizá, tienen olfato para cosas así. Me aparté el cabello de la cara y pensé.
—Hoy vino a verme y hablamos. De lo que haría él, por Molly, si yo no sobrevivía para volver con ella. —Miré a Estornino y sacudí la cabeza. El nudo que se formó en mi garganta me sorprendió—. No espera que yo salga con vida de ésta. Y cuando un profeta te dice algo así, resulta complicado pasar por alto sus palabras.
La expresión de abatimiento que se adueñó de su rostro no era reconfortante. Desmentía sus palabras cuando insistió:
—Los profetas no siempre tienen razón. ¿Dijo, con certeza, que había visto tu muerte?
—Cuando se lo pregunté, no quiso contestar —repuse.
—No debería haber sacado ese tema —exclamó Estornino, enfadada de repente—. ¿Cómo espera que tengas el coraje necesario para hacer lo que debes, si crees que terminará con tu muerte?
Me encogí de hombros sin decir nada. Me había negado a pensar en ello mientras cazaba. En vez de desvanecerse, los sentimientos no habían hecho sino aumentar. La desolación que sentí de repente era abrumadora. Sí, y también la rabia. Estaba furioso con el bufón por habérmelo dicho. Me obligué a pensar en ello.
—Las nuevas no son invención suya. Y no puedo culparlo por lo que dicen. Pero es difícil enfrentarse a la muerte, no como algo que tendrá que acaecer algún día, en alguna parte, sino como algo que probablemente tenga lugar antes de que este verano pierda su verdor.
Levanté la cabeza y miré a mi alrededor, a la exuberante pradera que nos rodeaba.
Es asombroso cuan distinta puede parecer una cosa cuando se sabe que es la última que tendrás. Cada hoja destacaba en cada rama, en multitud de verdes. Las aves intercambiaban trinos, o batían sus alas en haces de color. El aroma de la carne asada, de la tierra misma, aun el sonido que producía Ojos de Noche al triturar los huesos con sus dientes se me antojaban de repente cosas únicas y preciadas. Cuantos días como éste había vivido a ciegas, pensando únicamente en conseguir una jarra de cerveza cuando bajara a la ciudad o en qué caballo había que herrar hoy. Tiempo atrás, en Torre del Alce, el bufón me había advertido que debería vivir cada día como si fuera importante, como si todos los días el destino del mundo dependiera de mis actos. Ahora comprendía de pronto lo que me había querido decir. Ahora, cuando ya podía empezar a desgranar los días que me restaban.
Estornino me puso las manos en los hombros. Se inclinó y apoyó su mejilla en la mía.
—Traspié, cuánto lo siento —musitó.
Apenas si escuché sus palabras, sólo percibía su fe en mi muerte Miré fijamente la carne que se asaba sobre las llamas. Había sido un cabrito vivo.
La muerte acecha siempre al filo del ahora, opinó con delicadeza Ojos de Noche. Las emboscadas de la muerte siempre se cobran su pieza. No es algo que haya que recordarse, sino algo que todos sabemos, en nuestros huesos y entrañas. Todos menos los humanos.
Con un sobresalto, rememoré lo que había intentando enseñarme el bufón acerca del tiempo. De improviso deseé volver atrás, volver a tener cada día por separado para volver a emplearlo. Tiempo. Estaba atrapado en él, confinado en una diminuta jaula del presente que era la única porción de tiempo sobre la que tenía autoridad. Todos los mañanas que intentara planificar no eran sino espectros que se podían evaporar en cualquier momento. Las intenciones no tenían ningún valor. El presente era lo único que tenía. Me puse en pie de repente.
—Ahora lo entiendo —dije en voz alta—. Tenía que decírmelo para espolearme. Tengo que dejar de comportarme como si hubiera un mañana donde enmendar las cosas. Todo debe hacerse ahora, de inmediato, sin pensar en el futuro. Sin creer en el futuro. Sin temer el futuro.
—¿Traspié? —Estornino se apartó un poco de mí—. Me da la impresión de que estás a punto de cometer una estupidez.
La preocupación habitaba en sus ojos negros.
—Estupideces —dije para mí—. Estupideces como las que hace el bufón. Sí. ¿Me haces el favor de echar un ojo a la carne? —pregunté humildemente a Estornino.
No aguardé su respuesta. Esperé a que me cediera el paso y me encaminé hacia la tienda. Hervidera estaba sentada junto al bufón, velando su sueño. Kettricken estaba remendando una bota. Las dos me miraron cuando entré.
—Tengo que hablar con él —dije sin más—. A solas, si no os importa.
Hice caso omiso de sus miradas de asombro. Me arrepentía ya de haber contado a Estornino lo que me había dicho el bufón. Sin duda se lo diría a las demás, pero en esos momentos no me apetecía compartirlo con ellas. Tenía que decirle algo importante al bufón, y tenía que ser ahora. No esperé a ver cómo salían de la tienda. En vez de eso me senté al lado del bufón. Le acaricié la mejilla, sintiendo la frialdad de su piel.
—Bufón —dije suavemente—. Tengo que hablar contigo. Ahora lo entiendo. Por fin comprendo lo que llevas tanto tiempo intentando enseñarme.
Me hicieron falta varios intentos para despertarlo. Por fin compartí la preocupación de Hervidera. Este no era el sueño normal de una persona al cabo del día. Pero terminó por abrir los ojos y me escudriñó en la penumbra.
—¿Traspié? ¿Ya es de día?
—De noche. Estamos asando carne fresca, y pronto estará lista, creo que una buena comida te ayudará a recobrar el ánimo. —Empecé a vacilar, pero recordé mi nueva determinación. Ahora—. Antes me enfadé contigo por lo que me dijiste. Pero ahora creo que entiendo por qué. Tienes razón, he estado refugiándome en el futuro, malgastando mis días. —Tomé aliento—. Quiero darte el pendiente de Burrich, para que lo guardes por mí. Des…, después, me gustaría que se lo entregaras a él. Y que le digas que no morí delante de la cabaña de los pastores, sino cumpliendo el juramento a mi rey. Eso significará algo para él, quizá compense en parte todo lo que ha hecho por mí. Me enseñó a ser un hombre. No quiero que eso caiga en el olvido.
Abrí el broche del pendiente y me lo quité de la oreja. Lo deposité en la mano floja del bufón, que estaba tendido de lado, escuchando en silencio. Su expresión era solemne. Meneé la cabeza.
—No tengo nada que enviar a Molly, nada para nuestra hija. Conservará el alfiler que me dio Artimañas hace tanto tiempo, pero poco más que eso. —Intentaba mantener la firmeza en mi voz, pero la importancia de mis palabras me estrangulaba—. Quizá fuera más prudente no decir a Molly que sobreviví a las mazmorras de Regio. Si tal cosa es posible. Burrich comprendería que quiera guardar ese secreto. Ya ha llorado mi muerte una vez, desengañarla no tiene ningún sentido. Me alegra que quieras ir a buscarla. Hazle bonitos juguetes a Ortiga.
Contra mi voluntad, las lágrimas asomaron a mis ojos.
El bufón se sentó, preocupado. Apoyó una mano suavemente en mi hombro.
—Si quieres que vaya a buscar a Molly, sabes que lo haré, llegado el caso. Pero ¿por qué debemos pensar en estas cosas ahora? ¿Qué temes?
—Temo mi muerte —confesé—. Pero temerla no impedirá que ocurra. Por eso quiero tomar las medidas oportunas. Como tendría que haber hecho ya, tiempo atrás. —Le miré directamente a los ojos vidriosos—. Prométemelo.
Contempló el pendiente que tenía en la mano.
—Te lo prometo. Aunque no sé por qué crees que tengo más posibilidades de sobrevivir que tú. Tampoco sé cómo voy a encontrarlas, pero lo haré.
Me invadió un gran alivio.
—Te lo dije antes. Sólo sé que su cabaña está cerca de un pueblo que se llama Playa Capelán. En Gama hay más de una Playa Capelán, cierto. Pero si me aseguras que vas a encontrarlas, sé que lo harás.
—¿Playa Capelán? —Extravió la mirada—. Creo recordar… Pensaba que lo había soñado. —Sacudió la cabeza y sonrió débilmente—. Asi que ahora conozco uno de los secretos mejor guardados de Gama Chade me dijo que ni siquiera él sabía exactamente dónde se ocultaban Burrich y Molly. Sólo tenía un lugar donde dejar un mensaje para Burrich, de modo que Burrich pudiera ir a reunirse con él. «Cuantas menos personas conozcan el secreto, menos podrán desvelarlo», me dijo. Pero tengo la impresión de haber oído antes ese nombre. Playa Capelán. Puede que lo soñara.
Sentí cómo se me helaba el corazón.
—¿A qué te refieres? ¿Has tenido una visión de Playa Capelán?
Negó con la cabeza.
—Una visión no, no. Pero sí una pesadilla más vivida de lo normal, así que cuando Hervidera me encontró y me despertó, me sentía como si no hubiera dormido nada, como si hubiera pasado horas fuera de mi vida. —Volvió a sacudir la cabeza, despacio, se frotó los ojos y bostezó—. Ni siquiera recuerdo haberme echado a dormir en la calle. Pero ahí es donde me encontraron.
—Debería haberme imaginado que te ocurría algo —me disculpé—. Estabas junto al manantial de agua caliente, hablando conmigo sobre Molly y… otras cosas. De pronto te tendiste y te echaste a dormir. Pensé que te estabas burlando de mí —confesé avergonzado.
Abrió la boca en un bostezo desmesurado.
—Ni siquiera recuerdo haberte buscado —admitió. Olisqueó de repente—. ¿Dices que hay carne en el fuego?
Asentí.
—El lobo y yo hemos cazado un cabrito. Es joven y debería estar tierno.
—Con el hambre que tengo hasta me podría comer un zapato viejo —declaró.
Apartó las mantas y salió de la tienda. Lo seguí.
Esa cena fue uno de los mejores momentos que habíamos compartido en días. El bufón parecía cansado y pensativo, pero tenía su afilada lengua envainada. La carne, aunque no era tan jugosa como la de un cordero bien cebado, era lo más delicioso que probábamos desde hacía semanas. Al concluir la cena, compartía la saciada somnolencia de Ojos de Noche. El lobo se ovilló afuera junto a Kettricken para compartir su turno de guardia mientras yo buscaba mis mantas en la tienda.
Esperaba que el bufón estuviera desvelado después de pasarse toda la tarde durmiendo. En cambio, fue el primero en acostarse y se había quedado profundamente dormido antes incluso de que yo me descalzara. Hervidera sacó su tapete y me dio un problema que considerar. Me tumbé para descansar cuanto pudiera mientras la anciana velaba mi sueño.
Mas esa noche descansé poco. En cuanto empecé a adormilarme, el bufón se puso a revolverse e hipar en sueños. Incluso Ojos de Noche asomó la cabeza al interior de la tienda para ver qué ocurría. Hervidera hubo de intentarlo varias veces antes de despertarlo, y cuando se adormiló de nuevo, retomó al instante sus escandalosos sueños. Esa vez alargué el brazo para zarandearlo. Cuando le toqué el hombro, me invadió una parte de su conciencia y, por un instante, compartí su frío terror.
—¡Bufón, despierta! —grité, y se sentó de golpe como si respondiera a mi orden.
—¡Suéltame, suéltame! —chilló desesperadamente.
Entonces, al mirar alrededor y ver que nadie lo retenía, volvió a tumbarse en su lecho. Giró la cabeza para mirarme a los ojos.
—¿Qué soñabas? —le pregunté.
Pensó, pero meneó la cabeza.
—Ya se me ha olvidado. —Tomó aliento con los labios temblorosos—. Pero temo que regrese, en cuanto cierre los ojos. Me parece que voy a salir a ver si Kettricken quiere compañía. Prefiero estar despierto que enfrentarme… a lo que sea que me estuviera enfrentado en mi sueño.
Lo vi salir de la tienda y me arropé con mis mantas. Cerré los ojos. Lo encontré, tenue como un rutilante hilo de plata. Había un lazo de Habilidad entre nosotros.
Ah. ¿Eso es lo que es?, se maravilló el lobo.
¿Tú también lo sientes?
Sólo a veces. Es como lo que tenías con Veraz.
Sólo que más débil.
¿Más débil? No lo creo. Ojos de Noche meditó unos instantes. No es más débil, hermano. Sólo distinto. Más parece un vínculo de la Maña que un lazo de la Habilidad.
Observó al bufón mientras éste abandonaba la tienda. Transcurrido un momento, el bufón frunció el ceño y miró a Ojos de Noche.
Ahí lo tienes, dijo el lobo. Me presiente. Vagamente, pero me presiente. Hola, bufón. Me pican las orejas.
Fuera de la tienda, el bufón se agachó de repente para rascar las orejas al lobo.