La Corteza Feérica
Circula un buen número de «Profecías Blancas» relacionadas con la traición del catalizador. La Columna Blanca se refiere a este hecho: «Su amor lo traiciona, y también su amor es traicionado». Un escriba y profeta menos conocido, Gant el Blanco, entra en detalles: «El corazón del catalizador se desvela a alguien de confianza. Toda confianza se deposita, y toda confianza es traicionada. El retoño del catalizador es cedido a las manos del enemigo por alguien cuyo amor y fidelidad están fuera de toda duda». Las demás profecías son más ambiguas, pero en todas ellas se infiere que el catalizador es traicionado por alguien que goza de su confianza implícita.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos tiras de carne de conejo asado, Kettricken y yo volvimos a consultar el mapa. Apenas si nos hacía falta, pues los dos nos lo sabíamos casi de memoria. Pero era algo que colocar entre nosotros y señalar mientras discutíamos las cosas. Kettricken trazó una línea borrosa en el maltrecho pergamino.
—Tendremos que volver hasta la columna del círculo de piedra, y luego seguir la senda de la Habilidad durante un trecho. Justo hasta nuestro destino definitivo, creo.
—No me apetece mucho volver a caminar por esa carretera —le dije con franqueza—. Hasta caminar por su orilla me supone un esfuerzo. Pero supongo que no queda más remedio.
—Ninguno que a mí se me ocurra.
Estaba demasiado preocupada como para mostrarse comprensiva. La miré. Su cabello rubio, antes lustroso, era ahora una corta trenza estropajosa. El frío y el viento le habían curtido la tez, agrietandole los labios y grabando finas arrugas en las comisuras de sus labios y ojos, por no hablar de los más profundos surcos de preocupación que lucía en su frente y entrecejo. Su atuendo se componía de prendas sucias y raídas por el viaje. La reina de los Seis Ducados no podría haber pasado por aceptable ni siquiera como criada en Puesto Vado. Sentí el impulso de tenderle la mano. No se me ocurrió cómo hacerlo. De modo que me limité a decir:
—Llegaremos allí y encontraremos a Veraz.
Sus ojos buscaron los míos. Intentó infundir confianza a su mirada y su voz cuando dijo:
—Sí, lo encontraremos.
Lo único que oí fue su coraje.
Habíamos desmontado y recogido nuestro campamento tantas veces que ya lo hacíamos sin pensar. Nos movíamos como una unidad, casi como una sola criatura. Como una camarilla, pensé para mis adentros.
Como una manada, me corrigió Ojos de Noche. Vino para apoyar su cabeza en mi mano. Me detuve y le rasqué a conciencia las orejas y el cuello. Cerró los ojos y agachó las orejas, complacido. Sí tu compañera te obliga a alejarme de ti, echaré esto de menos.
No dejaré que ocurra.
Crees que te obligará a elegir.
Me niego a pensar en eso ahora.
¡Ah! Se tumbó de costado y rodó panza arriba. Enseñó los dientes en una sonrisa lobuna. Vives en el ahora y te niegas a pensar en lo que vendrá. Pero yo, yo no puedo pensar en otra cosa. Éstos han sido buenos tiempos para mí, hermano. Vivir con otros, cazar juntos, compartir la comida. Pero la perra ladradora tenía razón anoche. Hacen falta crías para perpetuar una manada. Y tu cría…
No puedo pensar en eso en estos momentos. Tengo que pensar exclusivamente en lo que deberé hacer hoy para sobrevivir, y en todo cuanto me queda por hacer antes de volver a casa.
—¿Traspié? ¿Estás bien?
Era Estornino, que me agarró por el codo y me propinó un pequeño meneo. La miré, saliendo de mi ensimismamiento. La perra ladradora. Procuré no sonreír.
—Estoy bien. Estaba hablando con Ojos de Noche.
—Oh. —Miró al lobo de soslayo y la vi esforzarse por comprender lo que compartíamos. Se encogió de hombros—. ¿Listo para partir?
—Si lo están los demás.
—Eso parece.
Fue a ayudar a Kettricken a cargar la última jeppa. Busqué al bufón y lo vi sentado en silencio encima de su hato. Su mano descansaba liviana encima de uno de los dragones de piedra y su rostro mostraba una expresión ausente. Me acerqué a él con sigilo.
—¿Te encuentras bien? —susurré.
No se sobresaltó. Nunca se sobresaltaba. Se limitó a fijar sus ojos pálidos en los míos. Su expresión era de desesperada añoranza, carente de su acostumbrada agudeza.
—Traspié. ¿Alguna vez te ha parecido recordar algo, pero al intentar precisarlo no era nada?
—A veces —dije—. Me parece que le ocurre a todo el mundo.
—No. Esto es distinto —insistió con voz queda—. Desde que me encaramé a esa piedra anteayer, y atisbé de pronto el viejo mundo que había aquí… no dejo de tener extraños recuerdos a medias. Como él. —Acarició con delicadeza la cabeza del dragón, el roce de un amante para la afilada cabeza reptil—. Casi puedo recordar haberlo conocido. —Clavó en mí una mirada suplicante—, ¿qué viste tú entonces?
Me encogí de hombros.
—Era como la plaza de un mercado, rodeada de tiendas, con gente que vendía sus productos. Un día bullicioso.
—¿Me viste a mí? —preguntó muy suavemente.
—No estoy seguro. —De improviso me sentí incómodo al hablar de ello—. Donde estabas tú, había otra persona. Se parecía a ti, en cierto modo. No tenía color, y se comportaba, creo, igual que un bufón. Mencionaste su corona, tallada con cabezas y colas de gallo.
—¿Sí? Traspié, recuerdo poco de lo que dije inmediatamente después. Sólo recuerdo la sensación, y lo deprisa que se desvaneció. Por un instante estuve conectado a todas las cosas. Era parte de todo. Era estupendo, como sentir un arrebato de amor o atisbar la belleza perfecta de alguien o…
Se quedó sin palabras.
—La Habilidad es así —musité—. Lo que sentiste es su atracción. Es lo que debe resistir constantemente el usuario de la Habilidad, so pena de verse arrastrado por ello.
—Así que eso es habilitar —comentó para sí.
—Cuando saliste de tu trance, estabas extasiado. Dijiste algo acerca del dragón de alguien que te iban a presentar. No tenía mucho sentido. A ver si lo recuerdo… el dragón de Realder. Te había prometido un vuelo.
—Ah. Mi sueño de anoche. Realder. Ése era tu nombre. —Acarició la cabeza de la estatua mientras hablaba. Al hacerlo, ocurrió algo sumamente extraño. La impresión de la Maña que me producía la estatua se disparó y Ojos de Noche acudió corriendo a mi lado, con el pelo del lomo erizado. Sé que también el vello de mi nuca se atiesó y retrocedí un paso, esperando que la estatua cobrara vida de repente. El bufón nos miró desconcertado—. ¿Qué sucede?
—Las estatuas parece que estén vivas para nosotros. Para Ojos de Noche y para mí. Y cuando pronunciaste ese nombre, fue como si se agitara.
—Realder —repitió el bufón a modo de experimento. Contuve el aliento, pero no sentí ninguna respuesta. Me miró de reojo y meneé la cabeza—. Sólo piedra, Traspié. Fría y hermosa piedra. Creo que tienes los nervios a flor de piel.
Me tomó del brazo amigablemente y nos alejamos de las estatuas para volver al difuso sendero. Las mujeres ya estaban listas para partir, todas salvo Hervidera, que estaba apoyada en su cayado y nos miraba torvamente. Aceleré el paso por instinto. Cuando llegamos al lugar donde nos aguardaba, se agarró a mi otro brazo e instó imperiosamente al bufón para que se adelantara. Lo seguimos, pero más despacio. Cuando nos hubo sacado una ventaja considerable, me retorció el brazo con su presa de acero e inquirió:
—¿Y bien?
Por un instante, la observé sin saber qué responder. Luego:
—Todavía no lo he resuelto —me disculpé.
—Eso está claro —me dijo con severidad.
Se chupó los labios un momento, me miró con el ceño fruncido, estuvo a punto de decir algo más y al final zangoloteó la cabeza. Seguía apretándome el brazo. Durante gran parte del resto del día, mientras caminaba en silencio junto a ella, pensé en el problema del juego.
No creo que haya nada más tedioso que tener que volver sobre tus propios pasos cuando estás desesperado por llegar a algún sitio. Ahora que habíamos dejado de seguir una carretera antigua semienterrada por la maleza, seguimos el rastro que nosotros mismos habíamos allanado a través del bosque cenagoso hacia las colinas, y avanzábamos más deprisa en el camino de vuelta que en el de ida. Con el cambio de estación, la luz diurna duraba más tiempo y Kettricken nos obligó a marchar hasta el filo del crepúsculo. Fue así como nos encontramos a tan sólo una colina de distancia de la plaza de piedra negra cuando montamos nuestro campamento esa noche. Creo que fue por mi propio bien que Kettricken decidió acampar en la carretera vieja otra noche más. No tenía ninguna gana de dormir más cerca de lo necesario del cruce de caminos.
¿Salimos a cazar?, preguntó Ojos de Noche en cuanto estuvo listo nuestro refugio.
—Salgo a cazar —anuncié a los demás.
Hervidera me lanzó una mirada de reproche.
—Mantente alejado de la senda de la Habilidad —me advirtió.
El bufón me sorprendió poniéndose de pie.
—Yo también voy. Si al lobo no le importa.
El Sin Olor está invitado.
—Estás invitado a acompañarnos. Pero ¿te sientes con fuerzas?
—Si me canso, puedo volver —acotó el bufón.
Cuando nos adentramos en el creciente anochecer, Kettricken estaba estudiando su mapa y Hervidera montaba guardia.
—No te entretengas, si no quieres que vaya a buscarte —me advirtió mientras me alejaba—. Y no te acerques a la senda de la Habilidad.
En alguna parte sobre el dosel de ramas surcaba el cielo una luna llena. Su luz se filtraba y serpenteaba en anillos plateados a través de las hojas nuevas para alumbrarnos el camino. Durante un rato nos limitamos a recorrer juntos el bosque apaciblemente abierto. Los sentidos del lobo complementaban los míos. La noche estaba viva con la fragancia de plantas en crecimiento y el sonido de las ranas y los insectos. La brisa nocturna resultaba un ápice más fresca que durante el día. Encontramos un rastro y lo seguimos. El bufón mantuvo nuestro paso, sin decir palabra. Inspiré hondo y expulsé el aliento. Pese a todo lo demás, me oí decir: Esto es agradable.
Sí. Lo es. Lo echaré de menos.
Sabía que estaba pensando en lo que había dicho Estornino la noche anterior. No pensemos en mañanas que quizá nunca vengan. Cacemos, sugerí, y eso hicimos. El bufón y yo nos atuvimos al rastro y el lobo se adentró en el bosque para ahuyentar al animal hacia nosotros. Nos movíamos con el bosque, deslizándonos en la noche casi sin hacer ruido, con todos los sentidos en alerta. Me topé con un puercoespín que deambulaba sin rumbo en la noche, pero no me sentía con ganas de aporrearlo hasta matarlo, y menos de desollarlo para poder comérnoslo. Esa noche me apetecía carne fácil. No sin dificultad, convencí a Ojos de Noche para que buscara otra presa conmigo. Si no encontramos otra cosa, siempre podemos volver a por él. No se caracterizan por sus pies ligeros, le dije.
Accedió con renuencia y volvimos a rastrear. En una colina des pejada, cálida aún por el sol del día, Ojos de Noche divisó el aleteo de una oreja y el destello de un ojo. En dos saltos se plantó encima del conejo. Su brinco espantó a otro, que huyó hacia lo alto de la colina. Salí en pos de él, pero el bufón dijo que se disponía a regresar ahora. En medio de la colina, supe que no conseguiría alcanzarlo. Estaba agotado después del largo día y el temor por su vida daba alas al conejo. Cuando coroné la loma, no lo vi por ninguna parte. Me detuve, jadeando. El viento surcó la arboleda suavemente. Me trajo un olor, a un tiempo extraño y curiosamente familiar. No lograba identificarlo, pero todas sus connotaciones eran desagradables. Mientras me erguía, husmeando, intentando localizarlo, Ojos de Noche llegó corriendo sin hacer ruido. ¡Hazte pequeño!, me ordenó.
No me paré a pensar, simplemente obedecí, agazapándome donde estaba y escudriñando en busca de peligro.
¡No! Hazte pequeño en tu cabeza.
Esta vez comprendí de inmediato lo que quería decir y levanté mis muros de la Habilidad presa del pánico. Su agudo olfato había asociado inmediatamente el tenue rastro que transportaba el viento con el olor de las ropas de Burl que habíamos encontrado en sus alforjas. Me encogí todo lo posible y reforcé una y otra vez mis empalizadas mentales, al tiempo que me enfrentaba a la realidad de que era casi imposible que él estuviera aquí.
El miedo puede espolear poderosamente la imaginación. De repente comprendí algo que debería haber sido obvio desde el principio. No estábamos tan lejos de la plaza del cruce de caminos y el indicador de piedra negra. Los símbolos tallados en las columnas no sólo indicaban adonde conducían las carreteras adyacentes; también indicaban adonde podían transportarle a uno los indicadores. Dondequiera que hubiese una columna, uno se podía transportar a la columna siguiente. De la antigua ciudad a cualquier localización señalada no había más que un paso de distancia. Los tres podrían estar a meros pasos de mí en ese preciso instante.
No. Sólo hay uno, y ni siquiera está cerca de nosotros. Utiliza la nariz, ya que no la cabeza, me tranquilizó mordazmente Ojos de Noche. ¿Quieres que lo mate por ti?, preguntó como si tal cosa.
Por favor. Pero ten cuidado.
Ojos de Noche soltó un bufido desdeñoso. Está mucho más gordo que aquel jabalí que cacé. El mero hecho de caminar cuesta abajo le cuesta sudores. Quédate quieto, hermanito, mientras me libro de él. Sigiloso como la muerte, el lobo se adentró en el bosque.
Permanecí agazapado una eternidad, deseoso de escuchar algo, un gruñido, un grito, el sonido de alguien corriendo entre la maleza. No escuché nada. Husmeé, pero no conseguí percibir nada del elusivo rastro. Ya no podía soportar el seguir agachado y a la espera por más tiempo. Me puse de pie y seguí al lobo, tan silenciosamente letal como él. Antes, cuando estábamos cazando, no había prestado mucha atención a nuestro rumbo. Ahora percibía que nos habíamos acercado más de lo que sospechaba a la senda de la Habilidad; que nuestro campamento no estaba tan lejos de ella.
Como un conjunto de notas distantes, percibí su habilitación de repente. Me quedé clavado en el sitio, inmóvil. Me obligué a serenar mi mente y dejé que su Habilidad rozara mis sentidos sin inmutarme.
Estoy cerca. Burl, sin aliento a causa de la emoción y el miedo.
Lo presentía al acecho, expectante. Lo siento, se está acercando. Una pausa. Oh, qué poco me gusta este sitio. No me gusta nada.
Cálmate. Un toque es todo cuanto hará falta. Tócalo como te enseñé y sus murallas se derrumbarán. Will, de maestro a aprendiz.
¿Y si tiene un cuchillo?
No le dará tiempo a usarlo. Hazme caso. No hay barrera que resista ese toque, te lo prometo. Sólo tienes que tocarlo. Yo llegaré a través de ti y me encargaré del resto.
¿Por qué yo? ¿Por qué no Carrod o tú?
¿Preferirías ocuparte de la tarea de Carrod? Además, eras tú el que tenía al bastardo en su poder y fuiste tan estúpido de intentar retenerlo en una jaula. Ve y remata la faena que deberías haber rematado hace tiempo. ¿O acaso quieres volver a sentir la ira de nuestro rey?
Sentí el estremecimiento de Burl. También yo me estremecí, pues lo sentía. Regio. Los pensamientos eran de Will, pero de alguna forma, en alguna parte, Regio también los oía. Me pregunté si Burl sabía tan bien como yo que daba igual que matara al bastardo o no, Regio disfrutaría inflingiéndole dolor de nuevo. Que el recuerdo de su tormento era tan agradable que Regio era incapaz de pensar en él sin acordarse de cuan completamente lo había saciado. Por un instante.
Me alegré de no estar en el pellejo de Burl.
¡Ahí está! ¡Ése era el bastardo! ¡Encuéntralo!
Tendría que haber muerto entonces, con toda justicia. Will me había encontrado, se había topado con mi descuidado pensamiento flotando en el aire. Lo único que le había hecho falta era mi fugar conmiseración por Burl. Se lanzó sobre mi rastro como un sabueso. ¡Lo tengo!
Se produjo un momento de tensión. El corazón me martilleaba las costillas cuando sondeé con la Maña a mi alrededor. En las inmediaciones no había nada mayor que un ratón. Encontré a Ojos de Noche avanzando colina abajo desde mi posición, sigiloso y veloz. Pero Burl había dicho que estaba cerca de mí. ¿Habría encontrado la manera de escudarse de mi sentido de la Maña? La mera idea conseguía que me flojearan las rodillas.
En algún lugar colina abajo escuché el impacto de un cuerpo que atravesaba la maleza y el alarido de un hombre. Pensé que el lobo se había abalanzado sobre él.
No, hermano, yo no.
Apenas si pude entender el pensamiento del lobo. Rielé con un impacto de Habilidad, aunque no conseguí identificar su origen. Mis sentidos se contradecían, como si me hubiera lanzado al agua pero sintiera arena contra la piel. Sin saber con exactitud qué hacer, empecé a correr a trompicones cuesta abajo.
¡No es él! Will, nervioso y airado. ¿Qué es esto? ¿Quién es?
Una pausa de consternación. ¡Es esa rareza, el bufón! Rabia incontenible. ¿Dónde está el bastardo? ¡Burl, patán inepto! Nos has delatado a todos.
Pero no fui yo, sino Ojos de Noche, el que derribó a Burl. Aun desde donde me encontraba, pude oír sus rugidos. En los umbrosos bosques al pie de la colina, un lobo se abalanzó sobre Burl, y el chillido de Habilidad que profirió éste al ver las fauces implacables que se cernían sobre su cara fue tal que Will se distrajo. Aproveché ese instante para erigir mis murallas y corrí para sumarme al lobo en el asalto físico sobre Burl.
Estaba abocado al fracaso. Se encontraban mucho más lejos de lo que pensaba. Ni siquiera llegué a atisbar a Burl, salvo a través de los ojos del lobo. Por gordo y torpe que creyera Ojos de Noche a Burl, éste demostró ser un corredor excelente mientras el lobo le pisaba los talones. Aun así, Ojos de Noche lo habría derribado si hubiera tenido que correr mucho más. En su primer salto, Ojos de Noche atrapó únicamente la capa de Burl mientras éste se daba la vuelta. Su segundo ataque rasgó pantalón y carne, pero Burl emprendió la huida como si estuviera ileso. Ojos de Noche lo vio llegar al borde de la plaza pavimentada de negro y correr hacia la columna, con una mano implorante extendida. Burl apoyó la palma en la piedra resplandeciente y desapareció de pronto en el interior del pilar. El lobo tensó las patas para frenar, resbalando sobre el suelo deslizante. Se apartó de la piedra enhiesta como si Burl hubiera saltado al interior de una hoguera. Se detuvo a un palmo de ella, rugiendo enfurecido, no sólo de rabia sino también de miedo salvaje. Todo esto lo supe, aunque me encontraba a una ladera de distancia, mientras corría y trastabillaba en la oscuridad.
Surgió de repente una ola de Habilidad. No se produjo manifestación física alguna, pero el impacto me arrojó al suelo y me dejó sin respiración. Me quedé aturdido, con un pitido en los oídos, desvalidamente abierto a cualquiera que quisiera poseerme. Yacía desorientado y mareado. Quizá fuera eso lo que me salvó, el hecho de que en ese momento no sintiera traza alguna de Habilidad en mi interior.
Pero oía a los demás. Su habilitación carecía de propósito, guiada únicamente por un pavor reverencial. Después se desvanecieron en la distancia, como si los arrastrara el mismo río de Habilidad. Estuve a punto de partir tras ellos, tan asombrado estaba por lo que sentía.
Parecía que se hubieran hecho añicos. Su persistente perplejidad me bañaba como una ola. Cerré los ojos.
Oí entonces a Hervidera, que me llamaba desesperadamente por mi nombre. El pánico teñía su voz.
¡Ojos de Noche!
Voy hacia allí. ¡Date prisa!, me ordenó el lobo en tono grave. Hice lo que me pedía.
Cuando llegué a la tienda estaba cubierto de suciedad y arañazos, y tenía una pernera del pantalón desgarrada a la altura de la rodilla. Hervidera estaba de pie frente a la entrada, esperándome. Habían encendido la fogata a modo de almenara. Al verla, los desenfrenados latidos de mi corazón se aquietaron un poco. Había llegado a convencerme casi de que estaban siendo atacados.
—¿Qué sucede? —pregunté al llegar a su altura.
—El bufón —dijo la anciana, y añadió—: Oímos un grito y salimos corriendo. Entonces escuché los gruñidos del lobo. Buscamos el origen del sonido y encontramos al bufón. —Meneó la cabeza—. No sé muy bien qué le ha ocurrido.
Hice ademán de pasar junto a ella camino de la tienda, pero me agarró del brazo. Era asombrosamente fuerte para su edad. Me obligó a mirarla.
—¿Os han atacado? —preguntó.
—Algo así.
Le referí lo ocurrido a grandes rasgos. Abrió mucho los ojos cuando mencioné la ola de Habilidad.
Al término de mi relato, asintió para sí, torvamente confirmadas sus sospechas.
—Se lanzaron a por ti y lo encontraron a él, que no tiene ni la menor idea de cómo defenderse. Vete a saber, quizá esté aún en su poder.
—¿Qué? ¿Cómo? —pregunté atontado.
—En la plaza. Los dos os vinculasteis con la Habilidad, siquiera por un instante, debido a la fuerza de la piedra y de quien tú eres. Eso deja una… especie de camino. Cuanto más a menudo se vinculen dos personas, más fuerte se vuelve. Con frecuencia se convierte en un vínculo, como el de las camarillas. Quienes poseen la Habilidad pueden ver esos vínculos, si saben dónde mirar. Pueden actuar como puertas traseras, una forma segura de penetrar en la mente de un hábil. Esta vez, sin embargo, diría que encontraron al bufón en vez de a ti.
La expresión de mi rostro hizo que me soltara el brazo. Entré en la tienda. En el brasero ardía un fuego diminuto. Kettricken estaba arrodillada junto al bufón, hablándole en voz baja y ansiosa. Estornino estaba sentada e inmóvil en su lecho, pálida, mirándolo fijamente, en tanto el lobo deambulaba nervioso por el atestado interior de la tienda. Todavía tenía el pelo del lomo erizado.
Me acerqué corriendo al bufón y me arrodillé a su lado. Al ponerle la vista encima, retrocedí. Esperaba encontrarlo inconsciente. En cambio estaba rígido, con los ojos abiertos y saltando de un lado a otro como si fuera testigo de alguna batalla espantosa, invisible para nosotros. Le toqué el brazo. La rigidez de sus músculos y el frío de su cuerpo parecían propios de un cadáver.
—¿Bufón? —pregunté. No dio señales de haberme escuchado—. ¡Bufón! —lo llamé más alto, y me incliné sobre él.
Lo zarandeé, al principio con delicadeza y después con más ímpetu. No surtió efecto.
—Tócalo y habilita con él —me ordenó hoscamente Hervidera—. Pero ten cuidado. Si todavía lo tienen en su poder, tú también estarás en peligro.
Me avergüenza decir que dudé por un instante. Por mucho que quisiera al bufón, seguía temiendo a Will. Estiré el brazo por fin, un segundo y una eternidad después, para apoyar mi mano en su frente.
—No tengas miedo —me alentó en vano Hervidera. Sus siguientes palabras me paralizaron—. Si está con ellos y lo retienen todavía, es sólo cuestión de tiempo que aprovechen vuestro vínculo para apresarte también a ti. Deberás pelear con ellos por su mente, es tu única posibilidad. Ve, date prisa.
Puso su mano en mi hombro, y por un espeluznante momento, fue como si tuviera la mano de Artimañas encima, extrayéndome fuerza de la Habilidad. Me dio una palmadita tranquilizadora. Cerré los ojos, sentí la frente del bufón bajo mi mano. Bajé mis muros de Habilidad.
El río de la Habilidad era un torrente desatado y caí en sus aguas. Tardé un momento en orientarme. Experimenté un instante de terror cuando sentí a Will y Burl en la misma periferia de mi percepción. Algo los agitaba enormemente. Me aparté de ellos como si hubiera rozado una estufa al rojo y concentré mi búsqueda. El bufón, el bufón, sólo el bufón. Lo busqué, lo encontré casi. Oh, pasaba de lo extraño, sobrepasaba lo extraño. Surcaba veloz y me eludía, como una refulgente carpa dorada en un estanque lleno de algas, como las motas que danzan ante los ojos de uno cuando le ciega el sol. Lo mismo podría intentar capturar el reflejo de la luna en una fuente a medianoche, así de escurridiza era su mente radiante. Vi su belleza y su poder en fugaces instantes de lucidez. En un momento comprendí y me maravillé ante lo que era, y al instante siguiente olvidé lo que había descubierto.
Entonces, en un golpe de inspiración digno del juego de las piedras, supe lo que tenía que hacer. En lugar de intentar capturarlo, me rendí a él. No hice esfuerzo alguno por invadir ni apresar, sino que me limité a abarcar cuanto sabía acerca de él y lo aparté del daño. Me recordaba mis primeros pinitos con la Habilidad. Veraz hacía esto a menudo conmigo, ayudándome a contenerme cuando la comente que la Habilidad amenazaba con verterme en el mundo entero. Sostuve al bufón mientras éste volvía en sí paulatinamente.
Sentí de repente una fría presa que se cerraba sobre mi muñeca.
—Para —suplicó suavemente—. Por favor —añadió, y me mortificó el hecho de que creyera necesario añadir esas dos palabras.
Abandoné mi búsqueda y abrí los ojos. Pestañeé varias veces y me sorprendió descubrir que tiritaba a causa del sudor frío que empapaba mi cuerpo. Era imposible que el bufón palideciera más de lo que era habitual en él, pero sus ojos y su boca mostraban un aspecto indeciso, como si no estuviera seguro de haber despertado. Lo miré a los ojos y sentí casi un golpe de conciencia. Un vínculo de Habilidad, fino como un hilo, pero allí estaba. De no tener los nervios tan a flor de piel después de haber sondeado en su búsqueda, probablemente no lo hubiera sentido en absoluto.
—No me ha gustado eso —dijo débilmente.
—Lo siento —le dije con suavidad—. Pensaba que te habían apresado, por eso tenía que perseguirte.
Agitó una mano sin fuerza.
—Oh, tú no. Me refería a los otros. —Tragó saliva, como si combatiera la náusea—. Estaban dentro de mí. Dentro de mi cabeza, de mis recuerdos. Desbaratándolo y rompiéndolo todo como chiquillos perversos. Me…
Sus ojos se tornaron vidriosos.
—¿Era Burl?
—Ah. Sí. Ése es su nombre, aunque últimamente apenas si recuerda quién es. Will y Regio lo han convertido en su títere. Llegaron a mí a través de él, pensando que te tenían… —Dejó la frase inacabada—. O eso creo. ¿Cómo podría saber algo así?
—La Habilidad proporciona extrañas informaciones. No pueden adueñarse de tu mente sin exponer gran parte de la suya —rezongó Hervidera. Retiró del brasero una pequeña cazuela de agua hirviendo. Dirigiéndose a mí, añadió—: Dame tu corteza feérica.
Me apresuré a buscar mi hato para sacarla, pero no me pude resistir a comentar en tono reprobatorio:
—¿No decías que esta hierba no era beneficiosa?
—Y no lo es —repuso con brusquedad—. Para los usuarios de la Habilidad. Pero a él quizá le preste la protección necesaria que es incapaz de obtener por sí solo. Volverán a intentar algo así, no me cabe duda. Si consiguen invadirlo, siquiera por un momento, se valdrán de él para encontrarte. Es un viejo truco.
—Del que yo no sabía nada hasta ahora —señalé mientras le entregaba mi bolsa de corteza feérica.
Vertió un poco en una taza y añadió agua hirviendo. Después guardó tranquilamente mi bolsa de hierbas en su mochila. Era evidente que no lo hacía por descuido, y consideré inútil pedirle que me la devolviera.
—¿Cómo es que sabes tantas cosas sobre la Habilidad? —preguntó con intención el bufón.
Empezaba a recuperar parte de su aplomo.
—A lo mejor es que sé escuchar con atención en vez de pasarme el día haciendo preguntas personales —repuso la anciana—. Ea, bébete esto —añadió, como si diera por zanjado el asunto.
De no ser por la ansiedad que sentía, me habría divertido ver al bufón tan contrariado.
El bufón aceptó la taza y me miró.
—¿Qué era eso, lo que ocurrió al final? Me tenían, y de pronto, de golpe todo fueron terremotos, inundaciones e incendios a la vez. —Frunció el ceño—. Y luego desaparecí, desmenuzado. No lograba encontrarme. Entonces llegaste tú…
—¿Le importaría a alguien explicarme qué ha pasado esta noche? —preguntó Kettricken, un tanto irritada.
Esperaba que Hervidera respondiera, pero la anciana guardó silencio.
El bufón bajó su taza de té.
—Es algo difícil de explicar, mi reina. Es como si un par de rufianes irrumpieran en tu dormitorio, te sacaran a rastras de la cama y te zarandearan, sin dejar de gritar el nombre de otra persona. Cuando descubrieron que yo no era el Traspié, se enfadaron mucho conmigo. Después se produjo el terremoto y me caí. Por el hueco de una escalera inmensa. Metafóricamente hablando, por supuesto.
—¿Te soltaron? —pregunté animado. Me volví hacia Hervidera—. ¡Entonces es que no son tan listos como temías!
Hervidera arrugó el entrecejo en mi dirección.
—Ni tú tan listo como esperaba —masculló—. ¿Lo soltaron? ¿O fue una ráfaga de Habilidad lo que les obligó a soltarlo? Y en ese caso, ¿a quién pertenecía esa fuerza?
—A Veraz —dije con repentina certidumbre. Lo comprendí de golpe—. ¡Esta noche también han atacado a Veraz! ¡Y los ha derrortado!
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Kettricken, con aire de reina—. ¿Quién ha atacado a mi esposo? ¿Qué sabe Hervidera de quienes han agredido al bufón?
—¡No los conoce personalmente, alteza, te lo aseguro! —declaré atropelladamente.
—¡Oh, cierra la boca! —me espetó Hervidera—. Mi reina, mis cononocimientos son los de quien ha estudiado algo pero no puede practicarlo. Desde que el profeta y el catalizador se unieron por un instante en la plaza, temí que pudieran compartir un vínculo que otros usuarios de la Habilidad podrían utilizar en su contra. Pero o bien la camarilla desconoce este hecho, o bien algo los distrajo esta noche. Quizá esa ola de Habilidad de la que hablaba Traspié.
—Esta ola de Habilidad… ¿podría ser obra de Veraz?
La respiración de Kettricken se aceleró de repente, se le encendieron las mejillas.
—Él es la única persona en la que he sentido semejante fuerza —le dije.
—Eso es que vive —musitó—. Está vivo.
—Es posible —rezongó Hervidera—. Generar tal explosión de Habilidad puede matar a una persona. Y también es posible que ni siquiera fuera Veraz. Quizá se tratara del intento frustrado de Will y Regio por apresar a Traspié.
—No. Ya te lo he dicho. Salieron despedidos como hojas al viento.
—Y yo te he dicho que quizá se destruyeran a sí mismos intentando capturarte.
Pensé que Kettricken le regañaría, pero tanto ella como Estornino contemplaban boquiabiertas de asombro la súbita lección de Habilidad que nos estaba dando Hervidera.
—Os agradezco mucho a los dos que me previnierais con tiempo —dijo el bufón con mordaz cortesía.
—Yo no sabía… —protesté, pero Hervidera me interrumpió.
—Advertirte no habría servido de nada, salvo para que no dejaras de pensar en ello. Podemos establecer la siguiente comparación: ha hecho falta todo nuestro esfuerzo combinado para mantener a Traspié cuerdo y concentrado en la senda de la Habilidad. Jamás habría sobrevivido a su incursión en la ciudad si antes no hubiera embotado sus sentidos con la corteza feérica. Pero éstos recorren la carretera y utilizan las balizas de Habilidad a su antojo. Es evidente que su fuerza supera con creces a la de Traspié. Ah, ¿qué hacer, qué hacer?
Nadie respondió a su pregunta retórica. De repente dirigió una mirada acusadora hacia el bufón y hacia mí.
—Esto no puede estar bien. No puede estar bien, de ninguna manera. El profeta y el catalizador, dos niños casi. De bisoña virilidad, sin control sobre la Habilidad, absortos en sus travesuras y sus males de amores. ¿Estos dos tienen que salvar el mundo?
El bufón y yo cruzamos la mirada y le vi tomar aliento para replicar. Pero en ese momento, Estornino chasqueó los dedos.
—¡Y ahí está la canción! —exclamó de pronto, con el rostro transigurado de felicidad—. No una canción sobre heroica fortaleza y guerreros todopoderosos. No. Una canción sobre dos personas, investidos únicamente de la fuerza que confiere la amistad. Dotados ambos una lealtad inquebrantable para con su rey. Y para el estribillo…, «De bisoña virilidad», algo, ah…
El bufón me llamó la atención y bajó la mirada significativamente hacia su entrepierna.
—¿Bisoña virilidad? Tendría que habérsela enseñado —comentó en voz baja.
Y a pesar de todo, aunque mi reina nos traspasó con la mirada, me eché a reír.
—Ah, dejadlo ya —nos regañó Hervidera, con voz tan desalentadora que me puse serio de golpe—. No es momento de canciones ni groserías. ¿Es que los dos sois tan tontos que no os dais cuenta del peligro que corréis? ¿El peligro que corremos todos por culpa de vuestra vulnerabilidad? —Vi cómo sacaba de nuevo a regañadientes mi corteza feérica de su mochila y ponía su cacerola al fuego—. Es lo único que se me ocurre —se disculpó con Kettricken.
—¿El qué? —preguntó ésta.
—Drogar al bufón al menos con corteza feérica. Lo camuflará a sus ojos y les ocultará sus pensamientos.
—¡La corteza feérica no funciona así! —protesté indignado.
—¿No? —Hervidera se volvió hacia mí con ferocidad—. ¿Entonces por qué hace años que se emplea tradicionalmente para ese fin en particular? Si se administra a un bastardo real lo bastante joven, podría destruir todo su potencial para utilizar la Habilidad. Más de una vez se ha hecho.
Negué con la cabeza, desafiante.
—Hace años que la toma para recuperar fuerzas después de Habilitar. Igual que Veraz. Y nunca…
—¡Válgame Eda! —exclamó Hervidera—. ¡Por favor, dime que eso es mentira!
—¿Por qué querría mentir sobre algo así? La corteza feérica es reconstituyente, aunque uno puede sentirse alicaído después de tomarla. A menudo llevaba a Veraz té de corteza feérica a su torre de la Habilidad, para que repusiera fuerzas. —Me interrumpí. La expresión de desmayo de Hervidera era demasiado sincera—. ¿Qué? —musité.
—Entre los hábiles, es sabido de sobra que conviene evitar la corteza feérica —dijo la anciana con un hilo de voz. Aun así escuché cada palabra nítidamente, pues todo el mundo parecía haber dejado de respirar en el interior de la tienda—. Embota la Habilidad de uno, para que no pueda usarla y para que los demás tampoco puedan aprovechar su aturdimiento para llegar hasta él. Se dice que atrofia o destruye el talento para la Habilidad en los jóvenes, e impide su desarrollo en los usuarios de la Habilidad adultos. —Me dirigió una mirada de profundo pesar—. En su día debiste de tener un talento asombroso, para conservar aún siquiera una traza de Habilidad.
—No es posible… —dije casi sin voz.
—Piensa. ¿Alguna vez sentiste cómo disminuía tu fuerza con la Habilidad después de ingerir el té?
—¿Y mi señor Veraz? —preguntó de pronto Kettricken.
Hervidera se encogió de hombros. Se volvió hacia mí.
—¿Cuándo empezó a tomarla?
Me costaba mucho trabajo concentrarme en sus palabras. De repente veía tantas cosas de otro modo. La corteza feérica siempre había liberado mi cabeza de las fuertes jaquecas que provocaba el habilitar prolongadamente. Pero nunca había intentado habilitar justo después de tomarla. Veraz sí, eso lo sabía, pero desconocía con qué grado de éxito. Lo errático de mi talento para la Habilidad… ¿podría deberse a la ingestión de corteza feérica? Como un rayo cayó sobre mí la certeza de que Chade había cometido un error al procurárnosla a Veraz y a mí. De algún modo, jamás se me hubiera ocurrido pensar que podría equivocarse. Chade era mi maestro, había leído y estudiado y conocía todos los antiguos saberes. Pero nunca le habían enseñado a habilitar. Hijo bastardo como era, igual que yo, jamás le habían enseñado a habilitar.
—¡Traspié Hidalgo!
La voz de mando de Kettricken me sacó de mi ensimismamiento.
—Eh, que yo sepa, Veraz empezó a tomarla cuando empezó la guerra. Cuando era el único usuario de la Habilidad que se interponía entre las Velas Rojas y nosotros. Creo que nunca había utilizado la Habilidad tan intensamente como entonces, ni se había sentido tan fatigado por ello. Por eso Chade empezó a proporcionarle corteza feérica. Para que repusiera fuerzas.
Hervidera parpadeó varias veces.
—La Habilidad, si no se utiliza, no se desarrolla —dijo, casi para sí—. Si se utiliza, crece y comienza a asentarse, y uno aprende casi por instinto cuáles son sus distintas aplicaciones. —Me descubrí asintiendo a sus suaves palabras. Sus ancianos ojos buscaron los míos de repente. Habló sin reservas—. Lo más probable es que estéis embotados, los dos. Por culpa de la corteza feérica. Veraz, como adulto, quizá se haya recuperado. Es posible que haya visto cómo crecía su Habilidad en el tiempo que ha pasado alejado de la hierba. Como parece que ha ocurrido contigo. Lo cierto es que parece haber dominado la carretera sin ayuda. —Suspiró—. Pero sospecho que los otros no la han tomado, y su talento y dominio de la Habilidad ha crecido y superado el tuyo. De modo que ahora tienes que tomar una decisión, Traspié Hidalgo, y nadie más puede tomarla por ti. El bufón no tiene nada que perder si toma la droga. No puede habilitar, y al ingerir la corteza, quizá impida que la camarilla vuelva a encontrarlo. Pero tú… Te puedo dar esto, y embotará tu Habilidad. Les resultará más difícil llegar hasta ti, y a ti te costará mucho más sondear. Quizá eso sea lo más seguro. Pero estarás cortando las alas de nuevo a tu talento. El exceso de corteza feérica podría aniquilarlo por completo. De ti depende.
Agaché la cabeza. Luego miré al bufón. Nuestras miradas volvieron a cruzarse. Vacilante, sondeé hacia él con mi Habilidad. No sentí nada. Quizá fuera tan sólo que mi errático talento volvía a defraudarme. Pero se me antojaba probable que Hervidera estuviera en lo cierto; la corteza feérica que acababa de ingerir el bufón lo camuflaba.
Mientras hablaba, Hervidera había retirado la cacerola del fuego. El bufón le tendió su taza en silencio. La anciana le dio otra pizca de corteza feérica y le añadió agua. Luego me miró, expectante. Contemplé los rostros que me observaban, pero no encontré ayuda alguna en ellos. Cogí una taza del montón de vajilla. El arrugado semblante de Hervidera se ensombreció y apretó los labios, pero no me dijo nada. Se limitó a hurgar en la bolsa de corteza feérica hasta llegar al fondo, donde estaba el polvillo desmenuzado. Contemplé la taza vacía mientras aguardaba. Miré de reojo a Hervidera.
—¿Has dicho que la explosión de Habilidad podría haberlos destruido?
Hervidera meneó la cabeza despacio.
—No se puede contar con eso.
No había nada con lo que pudiera contar. Nada era seguro.
Solté la taza y gateé hasta mis mantas. De repente me sentía tremendamente cansado. Y asustado. Sabía que Will estaba en alguna parte ahí afuera, buscándome. Podía esconderme detrás de la corteza feérica, pero quizá ni siquiera así lograra burlarlo. Tan sólo conseguiría debilitar aún más mis maltrechas defensas. Supe de pronto que esa noche no conseguiría conciliar el sueño.
—Yo me ocupo de la guardia —me ofrecí, y volví a levantarme.
—No debería quedarse solo —refunfuñó Hervidera.
—El lobo estará a su lado —dijo con confianza Kettricken—. Él puede de ayudar a Traspié a enfrentarse a esta falsa camarilla, como nadie más puede.
Me pregunté cómo lo sabía, pero no me atreví a preguntárselo. Cogí mi capa y me acerqué a la reducida fogata para montar guardia, nervioso y expectante como un condenado a muerte.