El Jardín de Piedra
El Torreón de Dimity, un pequeño asentamiento en la costa de Gama, cayó poco antes de que Regio se coronara a sí mismo rey de los Seis Ducados. Un gran número de aldeas resultaron destruidas en aquella época fatídica, y nunca se ha llegado a elaborar un recuento fiable de las vidas que se perdieron. Las pequeñas fortalezas como la de Dimity eran blanco frecuente de los ataques de las Velas Rojas. Su estrategia consistía en atacar aldeas modestas y pequeños asentamientos para debilitar la línea defensiva en general. Lord Bronce, al que se había confiado el Torreón de Dimity, era un hombre anciano, pero aun así comandó a sus hombres en la defensa de su pequeño castillo. Por desgracia, los fuertes impuestos que requería la protección del litoral hacía tiempo que mermaban sus recursos, y las defensas del Torreón de Dimity habían quedado obsoletas. Lord Bronce fue una de las primeras víctimas del asedio. Los Corsarios de la Vela Roja ocuparon la fortaleza casi sin contratiempos, y con fuego y acero la redujeron a la montaña de escombros que es hoy en día.
Al contrario que la senda de la Habilidad, la carretera que transitamos al día siguiente había conocido todos los estragos del paso del tiempo. Si antaño era una amplia avenida, los envites del bosque la habían reducido a poco más que una vereda. Aunque para mí era un alivio marchar por un camino que no amenazaba con arrebatarme la mente a cada momento, los demás mascullaban sin cesar protestando por los baches, las raíces, las ramas caídas y otros obstáculos que nos salían constantemente al paso. Me guardé mis pensamientos y disfruté del manto de musgo que cubría la superficie antaño empedrada, la sombra que proporcionaban las ramas pobladas de hojas suspendidas sobre la carretera y el ocasional correteo furtivo de los animales que se ocultaban en la maleza.
Ojos de Noche campaba a sus anchas, adelantándose corriendo y regresando luego al galope, para trotar intencionadamente junto a Kettricken por un momento. Después salía disparado de nuevo. En una ocasión acudió a la carrera al bufón y a mí, con la lengua colgando, para anunciar que esa noche cazaríamos jabalí, pues abundaban sus rastros. Se lo comuniqué al bufón.
—No se me ha perdido ningún jabalí. Por consiguiente, no pienso ir en busca de ninguno —repuso altanero.
Compartía su opinión. La pierna lastimada de Burrich me había inspirado algo más que respeto por los colmillos de esas bestias.
Conejos, sugerí a Ojos de Noche. Vayamos a cazar conejos.
Conejos para los conejos, bufó desdeñoso, y volvió a desaparecer corriendo.
Pasé por alto el insulto. El día era apaciblemente fresco para andar y los perfumes del verde bosque eran como el aroma del hogar para mí. Kettricken encabezaba la marcha, sumida en sus pensamientos, en tanto Hervidera y Estornino nos seguían, enfrascadas en su conversación. Hervidera tendía aún a caminar más despacio, aunque la anciana parecía haber ganado en resistencia y fortaleza desde el comienzo de nuestro viaje. Aun así, se encontraban a buena distancia de nosotros cuando pregunté al bufón:
—¿Por qué consientes que Estornino crea que eres una mujer?
Me miró, enarcó las cejas y me lanzó un beso.
—¿Es que no lo soy, mi apuesto principito?
—Hablo en serio —repuse—. Piensa que eres una mujer y que estás enamorado de mí. Según ella, anoche tuvimos una cita.
—¿Es que no la tuvimos, mi recatado galán?
Sonrió con indignante lubricidad.
—Bufón —lo previne.
—Ah. —Suspiró de pronto—. Quizá la verdad sea que temo mostrarle mis pruebas, no sea que a partir de ese momento dejen de interesarle los demás hombres.
Se señaló con un gesto inequívoco.
Le sostuve la mirada con ecuanimidad hasta que se puso serio.
—¿Qué más da lo que piense? Que opine lo que le parezca más seguro opinar.
—¿Y eso qué significa?
—Necesitaba un confidente y, durante algún tiempo, me eligió a mí. Quizá le resultara más fácil hacerlo tomándome por una mujer como ella. —Volvió a suspirar—. Eso es algo a lo que, en todos los años que llevo entre vuestro pueblo, todavía no consigo acostumbrarme. La enorme importancia que conferís al sexo de cada uno.
—Bueno, importante sí que es… —empecé.
—¡Bobadas! —exclamó—. Conjuntos de tubos y cañerías, nada más. ¿Qué tiene eso de importante?
Me quedé mirándolo, sin palabras. Para mí era tan evidente que no creía necesario tener que explicarlo. Al cabo, dije:
—¿Por qué no te limitas a decirle que eres un hombre y nos olvidamos de este asunto?
—Así no conseguiríamos olvidarnos de nada, Traspié —repuso meditabundo. Pasó por encima de un árbol caído y esperó a que lo siguiera—. Porque entonces querría saber por qué, si soy un hombre, no la deseo. El motivo tendría que ser un defecto por mi parte, o algo que percibiera como un defecto por su parte. No. Opino que es mejor no tocar ese tema. Estornino, no obstante, adolece del punto débil de todos los rapsodas. Para ella, todo lo que haya en el mundo, da igual cuan íntimo sea, debería ser tema de discusión. O mejor aún, material para una canción. ¡Ah, sí!
Adoptó una pose en medio del sendero del bosque. Su postura era una copia tan exacta de la que adoptaba Estornino cuando se disponía a cantar que me erizó el vello. Volví la vista hacia ella por encima del hombro mientras el bufón entonaba con garra un sonsonete:
¿Cómo orina el bufón,
hacia arriba o abajo?
¿Vela su pantalón,
conejo o badajo?
Mis ojos volaron de Estornino al bufón, que ensayó una reverencia, remedo de los elaborados saludos con que culminaba Estornino sus interpretaciones. Me dieron ganas de reírme a carcajadas y de que me tragara la tierra al mismo tiempo. Vi cómo Estornino se ruborizaba y hacía ademán de acelerar el paso, pero Hervidera asió su manga y le dijo algo con severidad. Las dos me fulminaron con la mirada. No era la primera vez que el bufón me abochornaba con una de sus salidas de tono, pero sí había sido una de sus ocurrencias más hirientes. Hice un ademán de impotencia dirigido a las mujeres y me giré hacia al bufón, que cabriolaba camino arriba alejándose de mí. Aceleré el paso para darle alcance.
—¿No te has parado a pensar que podrías herir sus sentimientos? —le pregunté airado.
—Me he parado a pensar en eso tanto como ella en que su alegato podría herir los míos. —Se volvió hacia mí de repente, blandiendo uno de sus largos dedos—. Confiesa. También tú has formulado tu pregunta sin pararte a pensar que podrías herirme en mi vanidad. ¿Qué te parecería si yo te exigiera pruebas que demostraran tu virilidad? ¡Ah! —Agachó los hombros de repente y pareció perder toda su energía—. Qué manera de malgastar saliva, con la de cosas a las que debemos hacer frente. Dejémoslo correr, Traspié. Que se refiera a mí como «la bufona» todo lo que le dé la gana, que yo me esforzaré por hacer oídos sordos.
Debería haberlo dejado correr, sí, pero no lo hice.
—Es sólo que cree que me quieres —intenté explicarle.
Me miró con extrañeza.
—Y te quiero.
—No, digo, como un hombre quiere a una mujer.
Tomó aliento.
—¿Y cómo es eso?
—Pues… —Me irritaba que fingiera no entenderme—. Para acostarse. Para…
—¿Para eso quiere un hombre a una mujer? —me interrumpió bruscamente—. ¿Para acostarse?
—¡Eso es sólo una parte!
De repente me sentía a la defensiva, pero no sabría decir por qué.
Enarcó una ceja y dijo con calma:
—Vuelves a confundir las cañerías con el amor.
—¡Esto no tiene nada que ver con las cañerías! —grité.
Un pájaro emprendió el vuelo de pronto, entre graznidos. Volví la vista hacia Hervidera y Estornino, que se miraron extrañadas.
—Ya veo. —El bufón se quedó pensativo un momento mientras yo me adelantaba. Luego, detrás de mí, me llamó—: Traspié, dime una cosa, ¿quieres a Molly o lo que hay bajo sus faldas?
Ahora me tocaba a mí sentirme indignado. Pero no iba a permitir que sus groserías me silenciaran.
—Quiero a Molly y todo lo que forma parte de ella —declaré.
Detestaba el calor que sentía en las mejillas.
—Ea, tú mismo lo has dicho —repuso el bufón, como si acabara de darle la razón—. Yo también te quiero a ti y todo lo que forma parte de ti. —Ladeó la cabeza y pronunció las siguientes palabras como si fueran un desafío—. ¿Y tú no me correspondes?
Esperó. Deseé con toda mi alma no haber empezado nunca esta discusión.
—Sabes que te quiero —dije por fin, a regañadientes—. Después de todo lo que hemos pasado juntos, ¿cómo puedes preguntármelo siquiera? Pero te quiero como quiere un hombre a otro…
Aquí el bufón esbozó una sonrisa burlona. Sus ojos destellaron de repente y supe que estaba a punto de jugármela.
Subió de un brinco a lo alto de un tronco caído. Desde su pulpito, lanzó a Estornino una mirada triunfal y exclamó con voz dramática.
—¡Ha dicho que me quiere! ¡Y yo a él!
Con un acceso de risa desquiciada, bajó de un salto y me adelantó.
Me pasé la mano por el pelo y soslayé el tronco despacio. Oí la risa de Hervidera y feos comentarios provenientes de Estornino. Caminé en silencio por el bosque, deseando haber tenido la sensatez de morderme la lengua a tiempo. Estaba seguro de que Estornino hervía de furia. El que últimamente apenas se dignara dirigirme la palabra ya era bastante malo de por sí. Había llegado a aceptar que para ella mi Maña fuera una especie de abominación. No era la primera en pensar así; por lo menos ella parecía tolerarme hasta cierto punto. Pero ahora la rabia que sentía poseía un matiz más personal. Otra pequeña pérdida de lo poco que me quedaba. Un parte de mí añoraba enormemente la intimidad que habíamos compartido una temporada. Echaba de menos el calor humano que suponía tenerla dormida a mi espalda, o que me tomara del brazo de repente mientras caminábamos. Pensaba que había cerrado mi corazón a esas necesidades, pero ahora comprendía que extrañaba aun ese contacto tan simple.
Como si esas ideas hubieran abierto una brecha en mis defensas, de repente me acordé de Molly. Y de Ortiga, las dos en peligro por mi culpa. Sin previo aviso, sentí el corazón en la garganta. No debo pensar en ellas, me recriminé, y me recordé que no podía hacer nada al respecto. No había forma de que pudiera advertirlas sin traicionarlas. Era imposible que llegara hasta ellas antes que los secuaces de Regio. Lo único que podía hacer era confiar en la valentía de Burrich, y aferrarme a la esperanza de que Regio desconociera su paradero exacto.
Sorteé de un salto un pequeño arroyo y encontré al bufón esperándome al otro lado. No dijo nada mientras igualaba mi paso. Su alborozo parecía haberlo abandonado.
Me recordé que tampoco yo sabía dónde se encontraban exactamente Molly y Burrich. Sí, conocía el nombre de una aldea cercana, pero mientras me reservara esa información, estarían a salvo.
—Lo que tú sabes, lo sé yo.
—¿Qué has dicho? —pregunté preocupado al bufón.
Aquellas palabras parecían responder a mis pensamientos con tanta exactitud que me produjeron escalofríos.
—He dicho que lo que tú sabes, lo sé yo —repitió con gesto ausente.
—¿Por qué?
—Lo mismo opino. ¿Por qué querría saber lo mismo que tú?
—No. Digo que por qué has dicho eso.
—La verdad, Traspié, no tengo ni idea. Las palabras me vinieron a la mente y las dije. A menudo digo las cosas sin pararme a pensar.
Esto último parecía ser una disculpa.
—Igual que yo —convine.
No dije nada más, pero seguía preocupado. Desde el incidente junto a la columna, parecía ser de nuevo el bufón que recordaba de Torre del Alce. Agradecía su inesperado aumento de confianza y optimismo, pero también temía que quizá confiara demasiado en que los acontecimientos fueran a desarrollarse como él esperaba. Recordaba además que su afilada lengua era más propensa a desencadenar conflictos que a resolverlos. Yo mismo había sentido su filo más de una vez, pero en el contexto de la corte del rey Artimañas, era de esperar. Aquí, en el seno de un grupo tan reducido, los cortes parecían más profundos. Me pregunté si habría alguna forma de suavizar su hiriente sentido del humor. Meneé la cabeza, decidí conjurar el último problema de juego que me había planteado Hervidera y lo mantuve fijo en mi mente mientras sorteaba los escollos del bosque y esquivaba las ramas más bajas.
Conforme agonizaba la tarde, nuestro camino nos adentraba cada vez más en un valle. En un momento dado, la antigua senda nos mostró una vista de lo que nos aguardaba más abajo. Atisbé las largas ramas perladas de verde de los sauces, cubiertas de yemas nuevas, y los troncos teñidos de rosa de los abedules de papel que señoreaban sobre una esplendorosa pradera. Valle adentro, vi los erguidos cascarones pardos de las nébedas del año pasado. La exuberante variedad de hierbas y heléchos presagiaba terrenos pantanosos, tanto como el ligero olor a aguas estancadas. Cuando el lobo regresó de una de sus exploraciones con los flancos empapados, supe que tenía razón.
No tardamos mucho en llegar al lugar donde un vigoroso arroyo había arrastrado un puente hacía tiempo y devorado la carretera en sus márgenes. Ahora discurría brillante y plateado en su lecho de guijarros, pero los árboles caídos en cada orilla atestiguaban la furia de sus crecidas. Un coro de ranas enmudeció de golpe al acercarnos. Caminé sobre las rocas para pasar al otro lado con los pies secos. No mucho después se cruzó un segundo arroyo, más amplio, en nuestro camino. Obligado a elegir entre llegar a la otra orilla con los pies mojados o las botas caladas de agua, opté por lo primero. El agua estaba helada. La única ventaja era que me entumecía los pies e impedía que sintiera los aguijonazos de las piedras del fondo. Nuestra pequeña compañía había cerrado filas al tornarse más complicado el camino. Ahora continuamos desfilando juntos y en silencio, rodeados del trino de los mirlos y el zumbido de los insectos.
—Cuánta vida hay aquí —musitó Kettricken.
Sus palabras parecieron flotar en el aire, calmo y dulce. Asentí. Cuánta vida nos rodeaba, tanto vegetal como animal. Inundaba mi sentido de la Maña y parecía suspendida en el aire como la bruma. Tras los yermos rocosos de las montañas y la desierta senda de la Habilidad, esta abundancia de vida resultaba embriagadora.
Entonces vi al dragón.
Me detuve en seco y levanté los brazos en un gesto repentino, tanto para solicitar silencio como para indicar que nos detuviéramos, que todos parecieron reconocer. Las miradas de mis compañeros siguieron la mía. Estornino jadeó y el lobo erizó el lomo. Nos quedamos contemplándolo, inmóvil como estaba.
Verde y dorado, tumbado a la sombra jaspeada de los árboles, estaba lo bastante apartado del camino como para que sólo pudiera verlo a intervalos en medio de la arboleda, pero aun éstos bastaban y sobraban para impresionarme. Su inmensa cabeza, tan larga como el cuerpo de un caballo, descansaba profundamente enterrada en el musgo. El ojo que yo podía ver estaba cerrado. Una enorme cresta de escamas plumosas, con todos los colores del arco iris, yacía lasa en torno a su garganta. Casi parecían cómicos los dos penachos similares que coronaban cada uno de sus ojos, salvo por el detalle de que una criatura tan inmensa y extraña no podía tener nada de cómico. Vi un hombro cubierto de escamas, y un trozo de cola que serpeaba entre dos árboles. Sobre ella se amontonaban hojas secas, como si estuviera en una suerte de nido.
Tras un largo momento de aliento contenido, intercambiamos las miradas. Kettricken enarcó las cejas en mi dirección, pero le cedí el privilegio con un discreto encogimiento de hombros. No tenía ni la más remota idea de los peligros que podía representar, ni de cómo hacerles frente. Muy despacio y con sigilo desenvainé mi espada. De pronto se me antojaba un arma sumamente ridicula. Lo mismo podría enfrentarme a un oso armado con un cuchillo de mesa. No sé durante cuánto tiempo permanecimos en la misma postura. Me pareció un eternidad. Empezaban a dolerme los músculos a causa de la tensión acumulada por la inmovilidad. Las jeppas se agitaban inquietas, pero se quedarían en sus puestos siempre y cuando Kettricken mantuviera quieta a la guía. Por fin la reina hizo un ademán y reemprendimos la marcha muy lentamente.
Cuando perdí de vista a la bestia dormida, empecé a respirar con menor dificultad. Las reacciones se sucedieron rápidamente. Me dolía la mano de aferrar con fuerza la empuñadura de mi espada y sentía todos los músculos correosos de repente. Me aparté el pelo empapado de sudor de la cara. Me giré para intercambiar una mirada de alivio con el bufón, tan sólo para descubrirlo mirando a través de mí, fijamente y con incredulidad. Me volví de inmediato y, como una bandada de aves en pleno vuelo, los demás imitaron mi gesto. Nos detuvimos de nuevo, sorprendidos y mudos, para contemplar un dragón dormido.
Éste yacía a la sombra más tenaz de las perennes. Como el primero, descansaba en un nido de musgo, hojas y ramas. Pero ahí terminaban las similitudes. Tenía la larga cola sinuosa enroscada a su alrededor como una guirnalda, y su piel de bruñidas escamas relucía con tintes pardos y cobrizos. Vi unas alas plegadas sobre su cuerpo alargado. Su largo cuello se doblaba sobre su lomo como el de un cisne dormido y también la forma de su cabeza recordaba la de un ave, hasta el punto de lucir un pico aguileno. Brotaba de la testuz de la criatura un reluciente cuerno en espiral, tremendamente afilado en su punta. Las cuatro extremidades recogidas bajo su cuerpo parecían más propias de un ciervo que de un lagarto. Llamar dragones a estas dos criaturas parecía contradictorio, pero no tenía otra palabra para semejantes seres.
De nuevo guardamos silencio y nos quedamos mirando mientras las jeppas se agitaban inquietas. Kettricken habló de pronto.
—Creo que no están vivos. Me parece que sólo son estatuas de piedra.
Mi sentido de la Maña me decía lo contrario.
—¡Están vivos! —le advertí con un susurro. Hice ademán de sondear hacia uno de ellos, pero Ojos de Noche enloqueció de pánico. Retraje mi mente. Duermen profundamente, como si hibernaran todavía a causa del frío. Pero sé que están vivos.
Mientras Kettricken y yo conferenciábamos, Hervidera fue a forjarse su propia opinión. Vi cómo mi reina abría mucho los ojos y me giré para mirar al dragón, temiendo que hubiera despertado. En vez de eso vi a Hervidera que apoyaba una mano avellanada en la frente inerte de la criatura. Parecía que le temblaban los dedos, pero luego sonrió, casi con tristeza, y acarició el cuerno en espiral.
—Qué hermoso —musitó—. Qué artísticamente forjado.
Se volvió hacia nosotros.
—Fijaos en cómo se enrosca en la punta de su cola la hiedra del año pasado. Mirad cuan profundamente descansa en las hojas caídas de una decena de años. O quizá de decenas de décadas. Pero cada escama diminuta resplandece todavía, tal es la perfección con que lo crearon.
Estornino y Kettricken se adelantaron entre exclamaciones de asombro y regocijo, y pronto estuvieron agachadas junto a la escultura, llamándose la atención mutuamente sobre un minucioso detalle tras otro. Las escamas individuales de cada ala, la gracia fluida con que se anillaba la cola y todos los demás prodigios del diseño del artista fueron objeto de admiración. Pero mientras ellas señalaban y palpaban con avidez, el lobo y yo nos manteníamos a distancia. El lomo de Ojos de Noche era un acerico de pelos enhiestos, pero no gruñía, sino que profería unos gañidos tan atiplados que casi parecían silbidos. Transcurrido un momento, me di cuenta de que el bufón no se había unido a las mujeres. Me giré para encontrarlo observándolo de lejos, como podría contemplar un avaro una montaña de oro mayor que las de sus propios sueños. Tenía la mirada desorbitada. Aun sus pálidas mejillas parecían sonrosadas por el rubor.
—¡Traspié, ven a verlo! Sólo es piedra fría, tallada tan bien que parece que esté vivo. ¡Y mira! ¡Hay otro, con la cornamenta de un ciervo y la cara de una persona!
Kettricken levantó una mano para señalar y atisbé otra figura yaciente, dormida en el lecho del bosque. Todas se apartaron de la primera efigie para contemplar la nueva, exclamando de nuevo a cada hermoso detalle que encontraban.
Empecé a caminar con pies de plomo, con el lobo pegado a mi talones. Cuando llegué al astado, vi con mis propios ojos la bolsa de telarañas que ocupaba el hueco de un pie hendido. Las costillas de la criatura no se movían al compás de respiración alguna, como tampoco se desprendía de ella calor corporal. Por fin me obligué a apoyar una mano en la fría piedra labrada.
—Es una estatua —dije en voz alta, como si quisiera obligarme a creer lo contrario de lo que me decía mi sentido de la Maña.
Miré a mi alrededor, más allá del hombreciervo que admiraba aún Estornino, hasta otra escultura que Hervidera y Kettricken contemplaban con sonrisas de arrobo. Su cuerpo, semejante al de un jabalí, estaba tendido de costado y los colmillos que sobresalían de su hocico eran tan largos como alto era yo. Se parecía en todo al cerdo silvestre que había cazado Ojos de Noche, salvo en la inmensidad de su tamaño y en las alas recogidas sobre sus flancos.
—Veo al menos una decena de estas cosas —anunció el bufón—. Y detrás de esos árboles, hay otra columna tallada como las que hemos visto antes.
Posó una mano curiosa sobre la piel de la escultura y a punto estuvo de retirarla enseguida al sentir su frío contacto.
—Me resisto a creer que sean de piedra inerte —le dije.
—Yo tampoco he visto nunca este grado de realismo en una escultura —convino.
No intenté decirle que había malinterpretado mis palabras. En vez de eso, me quedé dándole vueltas a una cosa. Aquí presentía vida, pero bajo mi mano sólo había piedra fría. Con los forjados era siempre al contrario; una vida salvaje impulsaba obviamente sus cuerpos, pero para mi sentido de la Maña era como si estuvieran hechos de fría piedra. Intenté encontrar algún tipo de relación, pero tan sólo se me ocurría esa extraña comparación.
Miré a mi alrededor pero encontré a mis compañeros diseminados por el bosque, yendo de escultura en escultura, llamándose a voces cada vez que descubrían una nueva bajo un manto de hiedra o una montaña de hojas caídas. Fui tras ellos con paso lánguido. Pensé que éste podría ser el destino señalado en el mapa. Lo era casi con toda certeza, si la escala era correcta. Empero ¿por qué? ¿Qué tenían de importante estas estatuas? El significado de la ciudad era evidente; antaño podría haber sido el hogar original de los vetulus. Pero ¿esto?
Di alcance a Kettricken, que estaba contemplando un toro alado. Dormía, con las patas recogidas bajo el cuerpo, agolpados los hombros poderosos, con el pesado hocico entre las rodillas. Era la réplica perfecta de un toro en todos los sentidos, desde su impresionante cornamenta hasta el penacho de su cola. Tenía las pezuñas enterradas en el lecho del bosque, pero sin duda estaban allí. Kettricken había extendido los brazos para medir la envergadura de los cuernos. Como las demás criaturas, tenía alas, plegadas en reposo sobre su amplio lomo negro.
—¿Puedo ver el mapa? —le pedí, y salió de su ensimismamiento sobresaltada.
—Ya lo he comprobado —me dijo en voz baja—. Estoy convencida de que ésta es la zona indicada. Hemos pasado junto a los restos de dos puentes de piedra. Eso se corresponde con lo que muestra el mapa. Y las inscripciones de la columna que ha encontrado el bufón se corresponden con las que copiaste en la ciudad para este destino. Creo que estamos en lo que antes era la orilla de un lago. Por lo menos así es como he estado interpretando el mapa.
—Las orillas de un lago. —Asentí para mí mientras consideraba lo que me había mostrado el mapa de Veraz—. Es posible. Quizá se sedimentara y se convirtiera en una ciénaga. Pero entonces, ¿qué significan todas estas estatuas?
Kettricken hizo un gesto vago que abarcaba el bosque.
—¿Algún tipo de jardín o parque, tal vez?
Miré a mi alrededor y meneé la cabeza.
—No se parece a ningún jardín que haya visto antes. Las estatuas parecen repartidas al azar. ¿No debería haber en un jardín una especie de unidad, una temática definida? Eso era lo que decía Paciencia al menos. Aquí sólo veo estatuas desperdigadas, sin rastro de senderos, ni arriates, ni… ¿Kettricken? ¿Todas las estatuas representan criaturas dormidas?
Frunció el ceño un momento.
—Me parece que sí. Y creo que todas tienen alas.
—Puede que se trate de un cementerio —aventuré—. Quizá haya tumbas debajo de estas criaturas. Quizá ésta sea una suerte de heráldica extraña, que señala el lugar de reposo de distintas familias.
Kettricken miró en rededor, pensativa.
—Es posible. Pero ¿por qué tendría que estar señalado en el mapa?
—¿Por qué tendría que estarlo un jardín? —repuse.
Pasamos todo el resto de la tarde explorando la zona. Encontramos muchos más animales. Los había de todo tipo y estilo, pero todos tenían alas y dormían. Y hacía mucho tiempo que estaban allí. Un examen más minucioso me desveló que estos grandes árboles habían crecido alrededor de las estatuas, no que las esculturas se hubieran distribuído entre ellos. Algunos estaban atrapados en jaulas de musgo y hojas secas. De una de ellas se veía poco más que un gran hocico colmilludo que sobresalía de una cenagosa parcela de terreno. Los dientes descubiertos brillaban argénteos y estaban muy afilados.
—Pero no he visto ninguno que tenga muescas o grietas. Todos lucen tan perfectos como el día que se crearon. Tampoco logro entender cómo se imprimió el color a la piedra. No parece pintura ni suciedad, ni se nota el desgaste de los años.
Desgranaba paulatinamente mis pensamientos a los demás esa noche, sentados en torno a la fogata de nuestro campamento, mientras intentaba rastrillar mi pelo mojado con el peine de Kettricken. A finales de la tarde, me había alejado de los demás para lavarme a conciencia por primera vez desde que saliéramos de Jhaampe. También había intentando lavar algunas de mis ropas. Al regresar al campamento, había descubierto que todos los demás habían tenido la misma idea. Las mejillas de Kettricken lucían más sonrosadas de lo habitual y se había recogido el cabello húmedo en una trenza tirante. Estornino parecía haber olvidado su enfado conmigo. De hecho, parecía haberse olvidado por completo del resto de nosotros. Contemplaba fijamente las llamas de la fogata, con expresión cavilosa, y casi podía ver las palabras y notas que daban vueltas en su cabeza mientras intentaba hacerlas encajar. Me pregunté cómo sería, si era algo parecido a resolver los problemas que me planteaba Hervidera. Resultaba extraño observar su semblante, sabiendo que en su mente se estaba gestando una canción.
Ojos de Noche vino a apoyar la cabeza en mi rodilla. No me hace gracia pernoctar entre estas rocas vivientes, me confesó.
—Parece que pudieran despertar de un momento a otro —observé en voz alta.
Hervidera se había sentado en el suelo a mi lado con un suspiro. Meneó la cabeza despacio.
—No lo creo —musitó.
Parecía apesadumbrada.
—En fin, puesto que no podemos desentrañar su misterio, y lo que queda de la carretera termina aquí, mañana tendremos que reanudar nuestro viaje y dejarlas atrás —anunció Kettricken.
—¿Qué harás si Veraz no se encuentra en el último destino del mapa? —preguntó el bufón con voz queda.
—No lo sé —nos confesó suavemente Kettricken—. No quiero preocuparme de eso hasta que ocurra. Todavía me queda una acción que tomar, no desfalleceré hasta haberla agotado.
Pensé entonces que hablaba como si se refiriera a una partida, donde un último movimiento podría otorgarle la victoria. Decidí que había pasado demasiado tiempo enfrascado en los problemas de juego de Hervidera. Deshice un último nudo de mi pelo y me lo recogí en una coleta.
Ven a cazar conmigo antes de que oscurezca por completo, sugirió el lobo.
—Creo que hoy voy a salir de caza con Ojos de Noche —anuncié mientras me levantaba y desperezaba.
Enarqué una ceja en dirección al bufón, pero éste parecía absorto en sus pensamientos y no respondió. Mientras me alejaba del fuego, Kettricken me preguntó:
—¿Estarás a salvo, tú solo?
—Estamos lejos de la senda de la Habilidad. Hacía tiempo que no disfrutaba de un día tan tranquilo como éste. En algunos sentidos.
—Es cierto que nos hemos apartado de la carretera de la Habilidad, pero seguimos estando en el corazón de una tierra antaño ocupada por usuarios de la Habilidad. Han dejado su impronta por todas partes. Mientras recorramos estas colinas, no podrás decir que estás a salvo. No deberías ir solo.
Ojos de Noche gañó guturalmente, ansioso por partir. Anhelaba ir de caza con él, acechar y emboscar, recorrer la noche sin pensamientos humanos. Pero no podía obviar la advertencia de Kettricken.
—Yo iré con él —se ofreció de repente Estornino.
Se levantó y se sacudió el polvo de las manos en las caderas. Si a alguien, aparte de mí, le pareció extraño, nadie dio muestras de ello. Esperaba al menos un adiós burlón por parte del bufón, pero éste tenía la mirada perdida aún en la oscuridad. Esperaba que no fuera a caer enfermo de nuevo.
¿Te importa que nos acompañe?, pregunté a Ojos de Noche.
A modo de respuesta exhaló un pequeño suspiro de resignado y se alejó trotando del fuego. Lo seguí más despacio y Estornino fue tras mis pasos.
—¿No deberíamos darle alcance? —me preguntó momentos después.
A nuestro alrededor se cerraban poco a poco el bosque y el creciente crepúsculo. No se veía a Ojos de Noche por ninguna parte, pero claro, tampoco me hacía falta verlo.
Hablé, no en susurros, pero sí en voz baja.
—Cuando cazamos, actuamos cada uno independientemente del otro. Cuando uno de los dos espanta una presa, el otro acude enseguida, ya sea para interceptarla o para sumarse a la persecución.
Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Nuestra búsqueda nos condujo lejos de las estatuas, al interior de una noche selvática ajena a la mano del hombre. La fragancia de la primavera flotaba en el aire y nos envolvía el canto de las ranas y los insectos. Pronto encontré un rastro y empecé a seguirlo. Estornino venía detrás de mí, no en silencio, pero sin moverse torpemente. Cuando uno recorre el bosque, ya sea de día o de noche, puede hacerlo con él o contra él. Algunas personas saben hacerlo instintivamente; otras no aprenden jamás. Estornino se movía con el bosque, esquivando las ramas bajas y soslayando otros obstáculos mientras caminábamos en la noche. No intentaba abrirse paso por la fuerza a través de la maleza, sino que procuraba no engancharse con las ramas más sarmentosas.
¡Estás tan pendiente de ella que no verías un conejo ni aunque lo pisaras!, me reprochó Ojos de Noche.
En ese momento, una liebre salió brincando de un arbusto que había a mi derecha. Salté tras ella, agachándome para seguirla por el sendero. Era mucho más rápida que yo, pero sabía que probablemente daría un rodeo. También sabía que Ojos de Noche se acercaba corriendo para interceptarla. Oí a Estornino apresurándose a mi espalda, pero no tenía tiempo para pensar en ella mientras procuraba no perder de vista a la liebre, esquivar los árboles y evitar enganchones. En dos ocasiones estuve a punto de atraparla, y en dos ocasiones se zafó de mí. Pero la segunda vez que giró bruscamente, fue a parar directamente a las fauces del lobo. Ojos de Noche saltó, la clavó al suelo con las patas delanteras y apresó su pequeña cabeza con los dientes. Se levantó y la zarandeó para partirle el cuello.
Estaba destripándola y dándole las visceras al lobo cuando nos alcanzó Estornino. Ojos de Noche engulló las tripas con deleite. Vayamos en busca de otra, sugirió, y se perdió sigilosamente en la noche.
—¿Siempre deja que te quedes con la carne? —preguntó Estornino.
—No deja que me la quede. Deja que cargue con ella. Sabe que ahora es el mejor momento para cazar y espera abatir otra presa enseguida. Si no lo consigue, sabe que yo le habré guardado la comida y podremos compartirla más tarde.
Colgué la liebre muerta de mi cinturón. Reemprendí la marcha, con el cálido cadáver golpeándome suavemente el muslo a cada paso.
—Oh. —Estornino me siguió. Poco después, como si respondiera a algo que hubiera dicho yo, comentó—: Tu vínculo de la Maña con el lobo no me parece ofensivo.
—A mí tampoco —repliqué en voz baja.
Había algo en las palabras que había escogido que me irritaba. Seguí recorriendo la vereda, con los ojos y los oídos bien abiertos. Podía oír el suave pisar de Ojos de Noche a mi izquierda y al frente. Esperaba que ahuyentara alguna presa en mi dirección.
Un instante después, Estornino añadió:
—Dejaré de llamar «bufona» al bufón. Pese a mis sospechas.
—Eso está bien —repuse distraído.
No aminoré el paso.
Me parece que te puedes ir olvidando de cazar nada esta noche.
No es culpa mía.
Lo sé.
—¿Quieres que me disculpe además? —preguntó Estornino en voz baja, tirante.
—Eh…, ah —tartamudeé, y guardé silencio, sin saber qué pensar.
—De acuerdo —dijo con glacial determinación—. Lo siento mucho, lord Traspié Hidalgo.
Me volví hacia ella.
—¿A qué viene esto ahora? —pregunté.
Hablé con voz normal. Podía sentir a Ojos de Noche. Ya estaba coronando la colina, cazando en solitario.
—Mi reina me ha rogado que deje de sembrar la discordia en el seno del grupo. Dice que lord Traspié Hidalgo soporta cargas de las que no sé nada, y que no es justo que cargue además con mi desaprobación —me informó con voz queda.
Me pregunté cuándo había tenido lugar esa conversación entre ambas, pero no me atrevía a inquirir al respecto.
—Esto no es necesario —musité. Me sentía extrañamente avergonzado, como un niño malcriado que se enfurruña hasta que los demás acceden a complacerlo. Inspiré hondo, decidido a hablar con franqueza y ver qué sacaba en claro de ello—. No sé qué ha hecho que me tires tu amistad, salvo el hecho de que te haya desvelado mi Maña. Tampoco comprendo tus sospechas acerca del bufón, ni por qué parecen molestarte tanto. Detesto que nos comportemos de forma tan embarazosa. Ojalá pudiéramos ser amigos, como antes.
—Entonces, ¿no me desprecias? ¿Por atestiguar tu paternidad sobre la hija de Molly?
Rebusqué entre los sentimientos perdidos en mi interior. Hacía tiempo que no pensaba en ello siquiera.
—Chade ya lo sabía —musité—. Habría encontrado la manera, aun sin tu ayuda. Tiene muchos… recursos. Y he aprendido a aceptar que tu vida no se rige por las mismas normas que la mía.
—Antes sí —dijo con un hilo de voz—. Hace mucho tiempo. Antes de que saquearan el castillo y me dieran por muerta. Después de aquello, las normas perdieron su peso. Me lo arrebataron todo. Todo lo que era bueno y bello y verdadero sucumbió aplastado por la maldad, el frenesí y la codicia. No. Por algo más obsceno aún que el frenesí y la codicia, por un impulso que no alcanzo a entender. Cuando me violaron los corsarios, era como si ni siquiera encontraran placer en ello. Al menos, no la clase de placer… Se burlaban de mi dolor y mis pataleos. Los que observaban se reían mientras aguardaban su turno.
Miraba a través de mí, con la vista puesta en las tinieblas de pasado. Creo que hablaba para sí tanto como para mí, intentando comprender algo que desafiaba toda comprensión.
—Era como si los impulsara algo, pero no un frenesí o una codicia que se pudieran satisfacer. Era algo que me podían hacer, de modo que lo hacían. Siempre había creído, quizá ingenuamente, que si seguías las normas estarías protegida, que no te podrían ocurrir cosas como ésa. Después de aquello me sentí… estafada. Estúpida. Ingenua, sí, por pensar que los ideales podrían mantenerme a salvo. El honor, la cortesía, la justicia… no son reales, Traspié. Todos fingimos que lo son y los blandimos como escudos. Contra quienes se han desecho de ellos, no son escudos, sino armas adicionales que empuñar contra sus víctimas.
Me sentí mareado por un instante. Nunca había oído a una mujer hablar de algo semejante con tanto desinterés. Por lo general ni siquiera se mencionaba. Las violaciones que tenían lugar durante una incursión, los consiguientes embarazos, aun los hijos de los corsarios que tenían las mujeres de los Seis Ducados… nada de todo eso se mencionaba en esos términos. Caí en la cuenta de pronto de que llevábamos mucho tiempo parados. Comenzaba a sentir el frío de esa noche de primavera.
—Volvamos al campamento —sugerí de improviso.
—No —repuso tajantemente—. Todavía no. Creo que voy a echarme a llorar, y preferiría hacerlo a oscuras.
Era noche cerrada, pero la conduje a un sendero más amplio y encontramos un tronco donde sentarnos. A nuestro alrededor, el cortejo de las ranas y los insectos llenaba la noche.
—¿Estás bien? —pregunté cuando llevábamos un rato sentados en silencio.
—No. No estoy bien —dijo, sucinta—. Necesito que lo entiendas. No traicioné a tu hija por frivolidad. No te traicioné a ti por capricho. Al principio, ni siquiera pensaba en ello en esos términos. ¿Quién no querría que su hija fuera una princesa, y luego una reina? ¿Quién no desearía finos ropajes y un hogar lujoso para su hija? No pensaba que la mujer o tú lo vierais como una desgracia para la niña.
—Molly es mi esposa —musité, pero creo que en realidad no me escuchaba.
—Después, aun cuando ya sabía que no te complacería, lo hice de todos modos. Sabedora de que así me ganaría un lugar aquí, a tu lado, para ser testigo… de lo que sea que vayas a hacer. Para ver prodigios sobre los que ningún juglar ha cantado antes, como esas estatuas de hoy. Porque era mi única oportunidad de labrarme un futuro. Debo componer una canción, debo presenciar algo que me garantice para siempre un puesto de honor entre los rapsodas. Algo que me asegure el vino y la sopa cuando sea demasiado mayor para viajar de castillo en castillo.
—¿No podrías haber buscado un hombre con el que compartir tu vida y tener hijos? —pregunté suavemente—. Yo diría que no tienes problemas para llamar la atención de los hombres. Seguro que hay alguno que…
—Ningún hombre quiere a una mujer yerma por esposa —dijo. Su voz se apagó, perdió su timbre—. En la caída del Torreón de Dimity, Traspié, me dieron por muerta. Y yací mezclada con los cadáveres, convencida de que pronto moriría, pues seguir viviendo me parecía inimaginable. A mi alrededor ardían los edificios, gritaban los heridos, podía oler la carne abrasada… —Se interrumpió. Cuando reanudó su discurso, había un poco más de templanza en su voz—. Pero no morí. Mi cuerpo era más fuerte que mi voluntad. Al segundo día, me arrastré en busca de agua. Me encontraron otros supervivientes. Vivía, y había salido mejor parada que muchos. Hasta dos meses después. Entonces supe que me habían hecho algo peor que matarme. Sabía que portaba en mi vientre un niño engendrado por una de esas criaturas.
»De modo que acudí a la curandera, que me suministró unas hierbas que no surtían efecto. Volví a verla y me dijo que, si no habían actuado ya, lo mejor sería dejar que las cosas siguieran su curso. Pero visité a otra curandera, que me dio una poción diferente. Me hizo… sangrar. Me arrancó el bebé de las entrañas, pero la hemorragia no se detenía. Acudí a las curanderas, a las dos, pero ninguna supo ayudarme. Decían que pararía sola, a su debido tiempo. Pero una me dijo también que era probable que jamás pudiera volver a tener hijos. —Su voz se tornó tirante, pastosa—. Sé que te parezco una fresca, por cómo trato a los hombres. Pero cuando te han violado es… distinto. Para siempre. Me digo, en fin, ahora sé que me puede ocurrir en cualquier momento. Así que, de esta forma, decido por lo menos cuándo y con quién. Nunca podré tener un hijo, y por eso nunca podré tener un marido. Entonces, ¿por qué no aprovechar lo que tengo? Hiciste que me lo cuestionara por un momento, sabes. Hasta Ojo de Luna. En Ojo de Luna comprendí que tenía razón. Y de Ojo de Luna me dirigí a Jhaampe, con la certeza de que era libre de hacer lo que fuera necesario para garantizar mi supervivencia. Pues no habrá esposo ni hijos que cuiden de mí cuando sea vieja. —Se le quebró la voz, temblorosa, al añadir—: A veces pienso que hubiera sido mejor que me forjaran…
—No. Nunca digas eso. Nunca. —Temía tocarla, pero se giró de repente y enterró su rostro en mi camisa. La rodeé con un brazo y la descubrí tiritando. Me sentía obligado a confesar mi estupidez—. No te entendí. Cuando dijiste que los soldados de Burl habían violado a algunas de las mujeres… No me di cuenta de que habías tenido que pasar por eso.
—Oh. —Su voz era apenas audible—. Pensaba que no le habías dado importancia. Había oído decir que en Lumbrales la violación sólo preocupa a las vírgenes y las casadas. Pensaba que quizá creías que, siendo como soy, tan sólo me había llevado mi merecido.
—¡Estornino!
El que pudiera haberme creído tan desalmado me provocó un arrebato de rabia irracional. Luego hice memoria. Había visto las magulladuras en su rostro. ¿Por qué no lo había adivinado? Ni siquiera había hablado con ella del modo en que Burl le había roto los dedos. Había asumido que sabría el malestar que eso me había producido, que sabría que lo único que me había contenido era la amenaza de Burl de hacerle más daño. Pensaba que me había retirado su amistad por culpa de mi relación con el lobo. ¿Qué opinaría ella de mi distanciamiento?
—He traído tanto dolor a tu vida —confesé—. No creas que desconozco el valor de las manos de un bardo. Ni que no me importa la violación de tu cuerpo. Si quieres hablar de ello, estoy dispuesto a escuchar. A veces, hablar ayuda.
—A veces no —replicó. Me abrazó con más fuerza—. El día que nos contaste con todo detalle lo que te había hecho Regio. Ese día lloré por ti. Eso no deshizo lo que te había ocurrido. No. No quiero hablar de ello, ni pensar en ello.
Le cogí la mano y besé con delicadeza los dedos que habían resultado lastimados por mi culpa.
—No confundo lo que te ocurrió con la persona que eres —dije—. Cuando te miro, veo a Estornino Gorjeador, la juglaresa.
Asintió con su cara pegada a la mía y supe que mis suposiciones eran correctas. Los dos habíamos compartido ese temor. Los dos estábamos dispuestos a no volver a ser víctimas.
No dije nada más, me limité a quedarme allí sentado. Se me ocurrió de nuevo que aunque encontráramos a Veraz, aunque por algún milagro su regreso cambiara las tornas de la guerra y nos diera la victoria, para algunos esa victoria llegaría demasiado tarde. El mío había sido un camino largo y complicado, pero todavía osaba creer que al final del mismo hallaría una vida de mi elección. Estornino ni siquiera tenía eso. Daba igual cuan lejos huyera tierra adentro, jamás dejaría la guerra atrás. La abracé con más fuerza y sentí cómo penetraba en mí su dolor. Transcurrido un momento, remitieron sus temblores.
—Ya es noche cerrada —dije por fin—. Será mejor que volvamos al campamento.
Exhaló un suspiro, pero se puso de pie. Me cogió de la mano. Hice ademán de regresar por donde habíamos venido, pero me retuvo.
—Quédate conmigo —dijo simplemente—. Aquí y ahora, un momento. Dame tu ternura y tu amistad. Para expulsar… lo otro. Dame aunque sólo sea eso de ti.
La quería. La quería con una desesperación que nada tenía que ver con el amor, e incluso poco, creo, con la pasión. Desprendía vida y calor, y me procuraría dulce y simple consuelo humano. Si hubiera podido estar con ella, y de algún modo no cambiar la opinión que tenía de mí mismo y lo que sentía por Molly, lo habría hecho. Pero lo que sentía por Molly no era algo que se limitara a los momentos en que estábamos juntos. Había otorgado a Molly ese control sobre mí; no podía rescindirlo únicamente porque lleváramos algún tiempo separados. No creía que hubiera palabras capaces de hacer entender a Estornino que, al elegir a Molly, no la estaba rechazando a ella. De modo que en vez de eso, dije:
—Viene Ojos de Noche. Trae un conejo.
Estornino se acercó más a mí. Pasó una mano por mi pecho hasta descansarla en mi cuello. Sus dedos trazaron la línea de mi mentón y me acariciaron los labios.
—Dile que se vaya —susurró.
—No podría enviarlo lo bastante lejos como para que no supiera todo lo que compartiéramos —le dije con sinceridad.
Su mano se quedó paralizada sobre mi rostro.
—¿Todo? —preguntó.
Su voz rezumaba desconsuelo.
Todo.
Ojos de Noche se sentó junto a nosotros. Otro conejo colgaba de sus fauces.
—Estamos vinculados por la Maña. Lo compartimos todo.
Apartó la mano de mi cara y retrocedió. Contempló la negra silueta del lobo.
—Entonces, lo que acabo de contarte…
—Lo entiende a su manera. No como lo haría otra persona, sino…
—¿Qué pensaba Molly de eso? —quiso saber de repente. Tomé aliento. No esperaba que nuestra conversación tomara estos derroteros.
—Ella no lo sabe —le dije.
Ojos de Noche emprendió el regreso al campamento. Lo seguí, más despacio. Estornino vino detrás de mí.
—¿Y cuando se entere? —insistió—. ¿Aceptará así como así este… vínculo?
—Seguramente no —mascullé a regañadientes.
¿Cómo era posible que Estornino siempre me hiciera pensar en cosas que evitaba considerar?
—¿Y si te obliga a elegir entre ella y el lobo?
Me quedé clavado en el sitio. Cuando reanudé el paso, caminaba más deprisa. La pregunta flotaba a mi alrededor, pero me negaba a pensar en ella. No era posible, jamás llegaría a ese extremo. Pero una voz susurraba en mi cabeza: «Si le dices la verdad a Molly, llegará a ese extremo. Es inevitable».
—Se lo dirás, ¿no?
Estornino, implacable, me hizo la pregunta que yo intentaba evitar.
—No lo sé —mascullé.
—Oh —dijo. Al cabo, añadió—: Cuando un hombre dice eso, lo que quiere decir en realidad es: «No, no pienso hacerlo, pero de vez en cuando me lo pensaré, para poder fingir que me lo propongo hacer algún día».
—¿Quieres hacerme el favor de cerrar la boca?
Mis palabras carecían de fuerza.
Estornino me siguió en silencio. Un rato después, comentó:
—No sé quién me da más lástima, si tú o ella.
—Quizá debas sentir lástima por los dos —sugerí impertérrito.
No me apetecía seguir hablando del tema.
El bufón montaba guardia cuando llegamos al campamento. Hervidera y Kettricken dormían.
—¿Buena caza? —preguntó afable mientras nos acercábamos.
Me encogí de hombros. Ojos de Noche ya había empezado a comerse su conejo. Yacía satisfecho a los pies del bufón.
—No se ha dado mal.
Sostuve en alto la liebre. El bufón la cogió y la colgó de la vara de la tienda.
—El desayuno —me dijo con calma.
Sus ojos volaron a la cara de Estornino, pero si se dio cuenta de que ésta había llorado, no hizo ningún comentario al respecto. No sé qué vería en mi rostro, pues no hizo mención alguna. Estornino me siguió al interior de la tienda. Me descalcé y me acurruqué agradecido en mi lecho. Cuando la sentí arrimarse a mi espalda instantes después, no me sorprendió. Decidí que significaba que me había perdonado. Eso no me ayudó a conciliar el sueño.
Pero al cabo me quedé dormido. Había levantado mis defensas, pero de algún modo conseguí tener un sueño propio. Soñé que estaba sentado junto a la cama de Molly y las veía dormir, a ella y a Ortiga. El lobo estaba a mis pies, en tanto en el rincón de la chimenea, el bufón ocupaba un taburete y asentía para sí, complacido. El tapete de Hervidera estaba encima de la mesa, pero en lugar de piedras, las fichas eran diminutas estatuas de dragones blancos y negros. Las piedras rojas eran barcos, y me tocaba mover. Tenía en mi mano la ficha con la que podría ganar la partida, pero lo único que deseaba era ver dormir a Molly. Fue un sueño casi tranquilo.