La Corona de Gallos
Hay un juego célebre entre las gentes de las montañas. Es un juego complejo de aprender y difícil de dominar. Se juega con una combinación de cartas y piedras de runas. Hay diecisiete cartas, por lo general del tamaño de una mano y hechas de madera clara. Cada una de estas cartas muestra un emblema perteneciente a la cultura popular montañesa, como el Anciano Tejedor o La que Sigue el Rastro. Estas imágenes, sumamente estilizadas, suelen pintarse sobre un perfil grabado con fuego. Las treinta y una piedras de runas se confeccionan con una piedra gris originaria de las montañas y se inscriben con los glifos que representan la Piedra, el Agua, los Pastos, etcétera. Se reparten las cartas y las piedras entre los jugadores, por lo general tres, hasta agotar los montones. Tanto las cartas como las piedras tienen un peso tradicional que varía según la combinación en que se jueguen. El juego tiene fama de ser muy antiguo.
Caminamos en silencio el resto del trayecto hasta la tienda. Lo que me había confesado Hervidera era tan inmenso que no se me ocurría nada que decir. Hubiera sido fatuo dar voz al centenar de preguntas que borbotaban en mi interior. Ella tenía las respuestas y ella decidiría cuándo ofrecérmelas. Ahora lo sabía. Ojos de Noche regresó a mi lado silenciosa y rápidamente. Se agazapó junto a mis talones.
¿Mató dentro de su manada?
Eso parece.
A veces pasa. No es buena cosa, pero pasa. Díselo.
Ahora no.
Nadie dijo gran cosa cuando nos acercamos a la tienda. Nadie quería hacer preguntas. De modo que dije en voz baja:
—Hemos matado a los guardias, espantado a los caballos y despeñado sus suministros.
Estornino se limitó a mirarnos fijamente, alelada. Tenía los ojos muy abiertos y oscuros, como los del ave de la que tomaba su nombre. Kettricken sirvió tazas de té para todos y añadió en silencio el aprovisionamiento de comida que habíamos traído a nuestros mermados víveres.
—El bufón se encuentra un poco mejor —ofreció a modo de conversación.
Lo vi dormido, envuelto en sus mantas, y lo dudé. Tenía los ojos hundidos. El sudor le había pegado los finos cabellos a la cabeza y su sueño sincopado se lo había apelmazado en mechones. Pero cuando le toqué la cara con la mano, me pareció casi fría al contacto. Lo arropé mejor con la manta.
—¿Ha comido algo? —pregunté a Kettricken.
—Ha tomado un poco de sopa. Creo que se pondrá bien, Traspié. Ya estuvo enfermo una vez, durante un día más o menos, en el Lago Azul. Igual, fiebre y debilidad. Entonces dijo que quizá no se tratara de ninguna enfermedad, sino de uno de los cambios que atraviesa su especie.
—Ayer me comentó algo parecido —convine.
Kettricken me puso un cuenco de sopa caliente en las manos. Por un instante olió bien. Luego olió como los restos de la sopa que los aterrorizados guardias habían derramado en la senda nevada. Apreté los dientes.
—¿Has visto algún rastro de los miembros de la camarilla? —me preguntó Kettricken.
Negué con la cabeza, antes de obligarme a hablar.
—No. Pero había un caballo grande, y las ropas de sus alforjas serían de la talla de Burl. Otro portaba las prendas azules que tanto le gustan a Carrod. También había atuendos más austeros, para Will.
Pronuncié sus nombres incómodamente, renuente a mentarlos en cierto modo, por miedo a conjurar su presencia. Por otra parte, estaba mentando a los que ya había matado. Hábiles o no, las montañas acabarían con ellos. Pero no me enorgullecía lo que había hecho, como tampoco lo creería del todo hasta ver sus huesos. Lo único que sabía por ahora es que no era probable que me atacaran esta noche. Por un instante me los imaginé regresando al pilar, esperando encontrar alimento, refugio y un fuego. Sólo encontrarían frío y oscuridad. No verían la sangre vertida en la nieve.
Me di cuenta de que se me estaba enfriando la sopa. Me obligué a tomarla, bocados que tragaba sin más, sin querer saborearlos. Sebo tocaba la flauta metálica. De pronto lo recordé sentado en los escalones de la parte posterior de la trascocina, tocando para un par de fregonas. Cerré los ojos, deseando en vano que acudiera a mi mente algún recuerdo negativo de él. Sospechaba que su único crimen había consistido en servir al amo equivocado.
—Traspié —me pinchó Hervidera al instante.
—No estaba divagando —protesté.
—Pronto estarías haciéndolo. Hoy el temor ha sido tu aliado. Te ha mantenido concentrado. Pero tendrás que dormir esta noche, y cuando lo hagas, protege bien tu mente. Cuando regresen a la columna, reconocerán tu intervención y saldrán a cazarte. ¿No te parece?
Sabía que así era, pero me seguía resultando enervante escucharlo expresado en voz alta. Ojalá Kettricken y Estornino no estuvieran mirándonos.
—En fin. ¿Te apetece echar una partida? —me invitó la anciana.
Jugamos cuatro partidas. Gané dos. Luego organizó un tablero compuesto casi por completo de fichas blancas y me dio una negra para ganar. Intenté concentrarme en el juego, sabedor de que ya lo había conseguido antes, pero me vencía el cansancio. Me descubrí pensando que hacía más de un año que había salido de Torre del Alce siendo un cadáver. Más de un año que no dormía por última vez en una cama de verdad que pudiera considerar mía. Más de un año que no disfrutaba de cada comida a su hora. Más de un año que no tenía a Molly en mis brazos, más de un año desde que me pidió que la dejara en paz para siempre.
—Traspié. No lo hagas.
Aparté los ojos del tapete para encontrar a Hervidera observándome atentamente.
—No puedes permitírtelo. Tienes que ser fuerte.
—Estoy demasiado cansando.
—Hoy tus enemigos han sido descuidados. No esperaban que los descubrieras. No volverán a confiarse.
—Espero que estén muertos —dije con una ufanía que no sentía.
—No es tan sencillo —repuso Hervidera, sin darse cuenta de cómo me helaban la sangre sus palabras—. Dijiste que hacía menos frío en la ciudad. Cuando vean que no les quedan víveres, volverán allí. Encontrarán agua, y estoy segura de que se llevaron al menos algunos suministros para pasar el día. Creo que es pronto para olvidarse de ellos. ¿Tú no?
—Supongo que sí.
Ojos de Noche se sentó a mi lado con un gañido de ansiedad. Aquieté mi desolación y lo tranquilicé con una caricia.
—Ojalá —dije suavemente— pudiera dormir sin más por un momento. Sólo en mi cabeza, soñando mis propios sueños, sin temer adonde ir o quién podría atacarme. Sin miedo a que se apodere de mí el ansia de la Habilidad. Dormir, simplemente.
Hablaba con ella con franqueza, a sabiendas ahora de que entendía lo que quería decir.
—No te puedo dar todo eso —me dijo Hervidera con calma—. Sólo puedo darte este juego. Confía en él. Lo han utilizado generaciones de usuarios de la Habilidad para mantener a raya peligros así.
Así que volví a concentrarme en el tapete y grabé la partida en mi mente, y cuando me acosté junto al bufón esa noche, lo mantuve ante mis ojos.
Floté esa noche, como un ave melífera, en algún punto entre el sueño y la vigilia. Podía llegar a un lugar próximo al sueño y quedarme allí mientras contemplaba el juego de Hervidera. Más de una vez regrese a la vigilia. Reconocía la tenue luz del brasero y las formas de mis compañeros dormidos a mi alrededor. Varias veces estiré el brazo para auscultar al bufón; su piel parecía más fría cada vez y más profundo su sueño. Kettricken, Estornino y Hervidera se turnaron para montar guardia esa noche. Reparé en el hecho de que el lobo hacía compañía a Kettrickcen. Seguían sin fiarse de que yo pudiera mantenerme alerta durante mi turno, y me sentí egoístamente agradecido por ello.
Poco antes del amanecer, desperté de nuevo para encontrarlo todo en calma. Eché un vistazo al bufón, volví a tenderme y cerré los ojos, con la esperanza de disfrutar de unos instantes más de calma. En vez de eso, en espantoso detalle, vi un ojo enorme, como si al cerrar los míos hubiera abierto ése. Pugné por volver a abrir mis ojos, braceé desesperado hacia la vigilia, pero estaba atrapado. Sentía un tirón horrible en mi mente, como el abrazo de la corriente sobre un nadador. Lo resistí con toda mi voluntad. Podía sentir la vigilia inmediatamente sobre mi cabeza, como una pompa en la que podría refugiarme si lograra tocarla. Pero no podía. Me debatí, con el rostro contorsionado, pugnando por abrir mis ojos rebeldes.
El ojo me observaba. Un ojo oscuro, inmenso, solitario. No era el de Will. Era el de Regio. Me miraba fijamente y supe que mis pataleos lo divertían. Parecía que no le costara ningún esfuerzo retenerme allí, como a una mosca atrapada bajo una fuente de cristal. Mas pese a mi pánico, sabía que si pudiera hacer algo más que retenerme, lo haría. Había traspasado mis defensas, pero carecía del poder necesario para hacer nada más que amenazarme. Incluso así, mi corazón martilleaba aterrorizado.
Bastardo, dijo con voz meliflua. La palabra rompió contra mi mente como una fría ola oceánica. Me empapó el peligro que destilaba. Bastardo, sé lo de la niña. Y lo de tu mujer. Molly. Ojo por ojo, bastardo. Se interrumpió y su diversión aumentó al tiempo que crecía mi terror. Ah, se me ocurre una cosa. ¿Tiene los ojos bonitos, bastardo? ¿Me complacerá?
¡NO!
Me zafé bruscamente de él, sintiendo también por un instante a Carrod, Burl y Will. Conseguí escabullirme.
Me desperté de golpe. Gateé fuera de mi lecho y salí corriendo a la calle, sin botas ni capa. Ojos de Noche vino tras mis pasos, gruñendo en todas direcciones. El cielo estaba negro y sembrado de estrellas, el aire era frío. Inspiré una trémula bocanada tras otra, intentando aplacar el miedo que me invadía.
—¿Qué ocurre? —preguntó Estornino, atemorizada.
Estaba montando guardia fuera de la tienda.
Me limité a sacudir la cabeza, incapaz de dar voz al horror que sentía. Transcurrido un momento, me di la vuelta y volví al interior. Como si me hubieran envenenado, me recorrían el cuerpo regueros de sudor. Me senté en mi potreado nido de mantas. No podía dejar de jadear. Cuanto más me esforzaba por aplacar mi pánico, más se recrudecía. Sé lo de la niña. Y lo de tu mujer. Esas palabras eran un eco incesante en mi interior. Hervidera se agitó en su lecho, se levantó y cruzó la tienda para sentarse a mi lado. Me apoyó las manos en los hombros.
—Han llegado hasta ti, ¿verdad?
Asentí, intenté tragar la saliva.
La anciana buscó un pellejo de agua y me lo ofreció. Di un trago, me atraganté, y conseguí ingerir un sorbo.
—Piensa en el juego —me instó—. Libera tu mente de todo lo que no sea el juego.
—¡El juego! —exclamé violentamente, despertando de sopetón al bufón y a Kettricken—. ¿El juego? Regio sabe lo de Molly y Ortiga. Las amenaza. ¡Y yo no puedo hacer nada! Me siento inútil.
El pánico volvía a bullir en mi interior, la furia sin sentido. El lobo gañó y formó un ronquido sordo en el fondo de su garganta.
—¿No puedes habilitar con ellas, prevenirlas de alguna forma? —preguntó Kettricken.
—¡No! —intervino Hervidera, tajante—. Ni siquiera deberíamos pensar en ellas.
Kettricken me dirigió una mirada en la que se mezclaban la conmiseración y la determinación.
—Me temo que Chade y yo teníamos razón. La princesa estará más segura en el Reino de las Montañas. No olvides que su misión consistía en recogerla. Ten fe. Quizá ahora Ortiga esté con él, camino de un lugar seguro, lejos del alcance de Regio.
Hervidera reclamó mi atención.
—Traspié. Concéntrate en el juego. Sólo en el juego. Sus amenazas podrían ser un ardid para que delates su paradero. No hables de ellas. No pienses en ellas. Ten. Fíjate en esto. —Sus manos viejas y temblorosas retiraron mi manta y extendieron el tapete. Cogió un puñado de piedras y seleccionó las blancas para recrear el problema—. Resuélvelo. Concéntrate en esto, y sólo en esto.
Era casi imposible. Contemplé las piedras blancas y me pareció una tarea estúpida. ¿Qué jugadores podrían ser tan torpes y miopes como para permitir que la partida degenerara en un revoltijo de piedras blancas? No era un problema que mereciera la pena resolver. Pero tampoco podía acostarme y dormir. No me atrevía casi ni a parpadear por miedo a ver de nuevo ese ojo. Si hubiera sido la cara de Regio o al menos sus dos ojos quizá no hubiera sido tan espantoso. Pero el ojo incorpóreo parecía omnisciente y constante, ineludible. Miré fijamente las fichas del juego hasta que las piedras blancas parecieron flotar sobre las intersecciones de las líneas. Una piedra negra, para aportar un patrón ganador a ese caos. Una piedra negra. La sostuve en mi mano, acariciándola con el pulgar.
Durante todo el día siguiente, mientras seguíamos la carretera que bajaba por el flanco de la montaña, tuve la piedra en mi mano desnuda. Con el otro brazo rodeaba la cintura del bufón, que me rodeaba el cuello a su vez. Estas dos cosas mantenían mi mente enfocada.
El bufón parecía encontrarse algo mejor que el día anterior. La fiebre había remitido, aunque parecía incapaz de ingerir alimentos sólidos o incluso té. Hervidera lo obligó a beber agua hasta que se plantó y la rechazó, meneando la cabeza sin decir palabra. Parecía tan poco inclinado a hablar como yo. Estornino y Hervidera con su cayado encabezaban nuestra pequeña y fatigada procesión. El bufón y yo caminábamos tras las jeppas, en tanto Kettricken con su arco cargado vigilaba nuestra retaguardia. El lobo deambulaba incansable arriba y abajo, ora adelantándose a nosotros, ora desandando nuestros pasos.
Ojos de Noche y yo habíamos recuperado una especie de vínculo tácito. Comprendía que yo no deseaba pensar en absoluto y hacía lo posible por no distraerme. Aun así me enervaba presentir cómo intentaba comunicarse con Kettricken por medio de la Maña. Ni rastro de nadie detrás de nosotros, le decía al regresar de alguna de sus interminables excursiones. Después se adelantaba a las jeppas y a Estornino, tan sólo para volver junto a Kettricken y asegurarle de pasada que todo estaba despejado frente a nosotros. Intenté decirme que Kettricken simplemente confiaba en que Ojos de Noche me avisara si descubría algo extraño en sus batidas de reconocimiento, pero sospechaba que cada vez sintonizaba más con él.
La senda nos conducía rápidamente hacia abajo. El paisaje cambiaba conforme descendíamos. Entrada la tarde, la cuesta sobre la carretera se suavizó y empezamos a pasar junto a árboles retorcidos y cantos cubiertos de musgo. La nieve menguaba y escaseaba en la ladera mientras que la carretera se veía seca y negra. En la orilla del camino había matas secas de hierba con las bases reverdecidas. Resultaba difícil conseguir que las hambrientas jeppas mantuvieran el paso. Hice un vago esfuerzo con la Maña por comunicarles que más adelante habría pastos más suculentos, pero dudo que tuviera la suficiente confianza con ellas como para transmitirles ninguna impresión duradera. Intenté limitar mis pensamientos al hecho de que esa noche abundaría la leña, y a mi gratitud por que cuanto más abajo nos llevaba la carretera, más se templaba la temperatura.
En una ocasión, el bufón señaló un arbusto cargado de diminutas flores blancas.
—Ahora sería primavera en Torre del Alce —dijo en voz baja, para luego apresurarse a añadir—: Perdona. No me hagas caso, lo siento.
—¿Te encuentras mejor? —le pregunté, expulsando resueltamente de mi cabeza las flores, las abejas y las velas de Molly.
—Un poco. —Le tembló la voz e inspiró bruscamente—. Ojalá pudiéramos avanzar más despacio.
—Acamparemos enseguida —le dije, consciente de que no podíamos aminorar la marcha en ese momento. Sentía una urgencia creciente y había desarrollado la idea de que provenía de Veraz. Expulsé su nombre también de mi mente. Aun caminando por la amplia carretera a plena luz del día, temía que el ojo de Regio estuviera a un parpadeo de distancia y que si lo divisaba volvieran a tenerme en su poder. Por un instante esperé que Carrod, Will y Burl hubieran perecido de frío e inanición, pero entonces se me ocurrió que tampoco era seguro pensar en ellos—. Ya has estado así de enfermo una vez —comenté al bufón, más que nada para pensar en otra cosa.
—Sí. En el Lago Azul. Mi señora reina gastó el dinero de nuestros víveres en una habitación para guarecerme de la lluvia. —Giró la cabeza para observarme—. ¿Crees que pudo ser ésa la causa?
—¿De qué?
—De que su hijo naciera muerto…
Se le apagó la voz. Intenté pensar en algo que decir.
—No creo que se debiera a una sola cosa, bufón. Sencillamente, padeció demasiados infortunios mientras portaba al bebé en su seno.
—Burrich tendría que haber ido con ella y abandonarme. Habría sabido cuidar mejor de ella. Por aquel entonces no pensaba con propiedad…
—Entonces yo estaría muerto —acoté—. Entre otras cosas. Bufón, no tiene sentido intentar cambiar el pasado. Aquí es donde estamos hoy, y desde aquí debemos planificar nuestro siguiente paso.
Y en ese instante, percibí de repente la solución al problema de Hervidera. De pronto era tan evidente que me pregunté cómo podía no haberla visto antes. Entonces me di cuenta. Cada vez que estudiaba el tapete, me preguntaba cómo era posible que hubiera terminado en unas condiciones tan lamentables. Lo único que veía eran los movimientos sin sentido que habían precedido a los míos. Pero esos movimientos ya no importaban, una vez que la piedra negra estaba en mi mano. Una media sonrisa me torció los labios. Acaricié la piedra negra con el pulgar.
—Donde estamos hoy —repitió el bufón, y sentí que su estado de ánimo empañaba el mío.
—Kettricken dijo que quizá no estuvieras enfermo realmente. Que podría ser algo… propio de tu especie.
Me sentía incómodo acercándome tanto a ese tema.
—Es posible. Supongo. Mira.
Se quitó una manopla, levantó la mano y se pasó las uñas por la mejilla, dejando estelas blancas y secas. Se frotó y la piel se desmenuzó bajo sus manos. En el dorso de su mano, la piel se estaba pelando como si hubiera tenido una ampolla.
—Parece que te hayas quemado por culpa del sol. ¿Crees que puede deberse al tiempo que has tenido que soportar?
—También eso es posible. Sólo que si es como la última vez, mudaré toda la piel de mi cuerpo. Y ganaré un poco más de color en el proceso. ¿Me están cambiando los ojos?
Me asomé a ellos. Pese a la familiaridad que tenía con él, seguía sin ser tarea fácil. ¿Se habían oscurecido un ápice más esos orbes incoloros?
—A lo mejor están un poco más oscuros. No más que la cerveza expuesta a la luz. ¿Qué va a pasar? ¿Seguirás teniendo fiebre y ganando color?
—Es posible. No lo sé —admitió después de un momento.
—¿Cómo no vas a saberlo? ¿Qué aspecto tenían tus padres?
—El mismo que tú, bobo. Eran humanos. Hubo un Blanco en algún momento de mi linaje. En mí, como rara vez ocurre, esa sangre antigua cobra forma de nuevo. Pero no soy más Blanco que humano. ¿Pensabas que los casos como el mío eran comunes entre mi gente? Ya te lo he dicho. Soy una anomalía, aun entre quienes comparten mi linaje mixto. ¿Creías que nace un Profeta Blanco en cada generación? Entonces nadie nos tomaría en serio. No. Mientras viva, seré el único Profeta Blanco.
—Pero tus maestros, con todos esos escritos que dices que guardaban, ¿no pudieron decirte lo que podías esperar?
Sonrió, pero en su voz había amargura.
—Mis maestros estaban demasiado seguros de saber qué esperar. Planeaban escalonar mi aprendizaje, para que les revelara lo que pensaban que debería saber cuando pensaban que debería saberlo. Cuando mis profecías eran distintas de lo que esperaban, se enfadaban conmigo. ¡Intentaban interpretar mis propias palabras en mi lugar! Verás, ha habido otros Profetas Blancos. Pero cuando intenté hacerles entender que yo era el Profeta Blanco, se negaron a aceptarlo. Me mostraron un documento tras otro, para intentar convencerme de que pecaba de soberbia al afirmar semejante cosa. Pero cuanto más leía, más me reafirmaba en mi convicción. Intenté decirles que se aproximaba mi hora. Lo único que supieron aconsejarme fue que esperara y estudiara un poco más hasta estar seguro. Cuando me fui, nuestra relación no era todo lo buena que cabría desear. Me imagino que se sobresaltaron al descubrir que los había abandonado siendo tan joven, aunque hacía años que se lo había profetizado. —Me dedicó una sonrisa curiosamente compungida—. Quizá si me hubiera quedado hasta completar mi aprendizaje, ahora sabríamos mejor lo que debemos hacer para salvar el mundo.
Sentí un repentino vacío en la boca del estómago. Había llegado a confiar en que el bufón, al menos, sabía a qué nos enfrentábamos.
—¿Qué sabes realmente sobre lo que nos espera?
Inspiró hondo y expulsó el aire.
—Sólo que estaremos juntos, triste Traspié. Sólo que estaremos juntos.
—Pensaba que habías estudiado todos esos escritos y profecías…
—Así es. Y cuando era joven tenía muchos sueños, e incluso visiones. Pero ya te lo he dicho antes; nada encaja con precisa exactitud. Mira, Traspié. Si te mostrara una madeja de lana, un huso y unas tijeras, ¿lo verías y dirías, oh, ése es el abrigo que me pondré algún día? Pero una vez se tiene puesto el abrigo, resulta sencillo mirar atrás y decir, ah, esas cosas presagiaban este abrigo.
—¿De qué sirve, entonces? —pregunté contrariado.
—¿Que de qué sirve? —repitió—. Ah. Nunca me he parado a pensarlo de esa manera. De qué sirve.
Caminamos en silencio un momento. Me daba cuenta de que le costaba trabajo mantener el ritmo, y deseé en vano que hubiera habido alguna forma de quedarse con uno de los caballos y sortear con él la pendiente deslizante.
—¿Sabes interpretar las señales climatológicas, Traspié? ¿O el rastro de los animales?
—Sólo algunas, hablando del tiempo. Las huellas de animales se me dan mejor.
—Pero en cualquier caso, ¿siempre estás seguro de haber acertado?
—Nunca. Nunca se sabe con certeza hasta que amanece el nuevo día, o hasta que se ensarta la presa en el espetón.
—Lo mismo me pasa a mí al leer el futuro. Nunca sé… Por favor, paremos un rato, aunque sólo sea un momento. Tengo que recuperar el aliento, y beber un poco de agua.
Le hice caso a regañadientes. Había un canto musgoso a un lado del camino y lo senté en él. No muy lejos de la senda había árboles perennes de un tipo desconocido para mí. Ver árboles de nuevo era un regalo para mis ojos. Me aparté de la carretera para sentarme junto a él y noté la diferencia al instante. El efecto de la senda era tan sutil como el zumbido de las abejas, pero cuando cesó de pronto, lo sentí. Bostecé para destaponarme los oídos y sentí la cabeza más despejada.
—Hace años tuve una visión —comentó el bufón. Bebió un poco más de agua y me pasó el pellejo—. Vi un alce negro que se levantaba de un lecho de reluciente piedra negra. Cuando vi por primera vez las negras murallas de Torre del Alce erguidas sobre las aguas, me dije: «¡Ah, eso quería decir!». Ahora veo a un joven bastardo cuyo emblema es un alce recorriendo una senda construida con piedra negra. Quizá sea eso lo que significaba el sueño. Pero mi visión fue debidamente anotada, y algún día, en los años venideros, los sabios convendrán cuál era su significado. Seguramente mucho después de que hayamos muerto tú y yo.
Había una pregunta que me acuciaba desde hacía tiempo.
—Hervidera dijo que hay una profecía sobre mi hija…, la hija del catalizador…
—La hay —confirmó con calma el bufón.
—Entonces, ¿crees que Molly y yo estamos predestinados a que el trono de los Seis Ducados nos arrebate a Ortiga?
—Ortiga. Sabes, me gusta su nombre. Me gusta mucho, sí.
—No has respondido a mi pregunta, bufón.
—Pregúntame otra vez dentro de veinte años. Estas cosas resultan mucho más fáciles en retrospectiva.
La mirada de soslayo que me dirigió indicaba que no pensaba seguir hablando del tema. Probé a intentarlo de otro modo.
—Así que recorriste todo ese camino para evitar que los Corsarios de la Vela Roja ocuparan los Seis Ducados.
Me miró con extrañeza y sonrió como si le asombrara mi observación.
—¿Es así como lo ves? ¿Que hacemos todo esto para salvar tus Seis Ducados? —Cuando asentí, meneó la cabeza—. Traspié, Traspié. Vine para salvar el mundo. El que los Seis Ducados caigan en poder de las Velas Rojas no es sino el guijarro que presagia la avalancha con su caída. —Inspiró profundamente de nuevo—. Ya sé que los corsarios te parecen desastre suficiente, pero las desgracias que se abaten sobre tu pueblo no son más que un grano en las posaderas del mundo. Si todo se limitara a eso, si no se tratara más que de un grupo de bárbaros que intenta arrebatar sus tierras a otros, estaríamos hablando del funcionamiento corriente del mundo. No. Ellos no son sino la primera gota de veneno que se propaga por un arroyo. Traspié, ¿cómo atreverme a decirte esto? Si fracasamos, la propagación será rápida. La Forja arraigará en forma de costumbre, no, de divertimento para los poderosos. Mira a Regio y su «Justicia del Rey». Él ya ha sucumbido. Deleita su cuerpo con drogas y adormece su alma con salvajes entretenimientos. Sí, y propaga la enfermedad a quienes lo rodean, hasta que éstos dejan de sentirse satisfechos con cualquier competición de habilidad donde no se derrame sangre, hasta que los juegos sólo resulten divertidos si la apuesta es la vida. El valor mismo de la vida se devalúa. La esclavitud será una costumbre extendida, pues si arrebatarle la vida a un hombre por diversión se considera aceptable, ¿cuánto más sabio no será arrebatársela con fines lucrativos?
Su voz había ganado en fuerza y pasión a medida que hablaba. Se quedó sin aliento de repente y acercó la frente a las rodillas. Le puse una mano en el hombro, pero zangoloteó la cabeza. Transcurrido un momento, se enderezó.
—Hablar contigo es más cansado que caminar, proclamo. Hazme caso, Traspié. Por malos que sean los Corsarios de la Vela Roja, no dejan de ser bisoños y principiantes. He tenido visiones donde el mundo se sumerge en un ciclo en el que prosperan. Te juro que no será éste el ciclo.
Se puso de pie con un pesado suspiro y me ofreció su brazo. Lo acepté y reemprendimos la marcha. Me había dado mucho en qué pensar y hablé poco. Aproveché las bondades del paisaje para caminar por la orilla de la carretera y no en ella. El bufón no se quejó del irregular terreno.
Conforme se adentraba la senda en el valle, se caldeaba el día y se incrementaba la vegetación. Al anochecer, el terreno se había atemperado tanto que pudimos plantar la tienda, no sólo al margen de la carretera, sino a mucha distancia de ella. Antes de que llegara la hora de acostarse, enseñé a Hervidera cómo había resuelto su problema y asintió como si estuviera complacida. De inmediato se puso a idear un nuevo rompecabezas. La detuve.
—Creo que no me hará falta esta noche. Me muero de ganas de dormir de verdad.
—¿Seguro? Esas ganas de dormir te matarían de verdad.
La miré asombrado.
Siguió colocando sus fichas.
—Eres uno contra tres, y esos tres forman una camarilla —comentó más amablemente—. Y es posible que esos tres sean cuatro. Si los hermanos de Regio podían habilitar, probablemente también él tenga ciertas aptitudes. Con la ayuda de los otros, podría aprender a prestarles su fuerza. —Se acercó más a mí y bajó la voz, aunque los demás estaban ocupados con las tareas del campamento—. Sabes que es posible matar con la Habilidad. ¿Desearía hacerte menos que eso?
—Pero si duermo lejos de la carretera… —empecé.
—La fuerza de la senda es como el viento que sopla por igual sobre todas las cosas. Los malos deseos de una camarilla son como una flecha apuntada sólo hacia ti. Además, no hay forma de que duermas sin preocuparte por la mujer y la niña. Y cada vez que pienses en ellas, es posible que la camarilla las vea a través de tus ojos. Debes expulsarlas de tu mente.
Agaché la cabeza sobre el tapete de juego.
A la mañana siguiente me despertó el tamborileo de la lluvia sobre las pieles de la tienda. Me quedé tumbado un momento, escuchando, agradecido por que no fuera nieve pero temiendo pasar todo un día de camino bajo un chaparrón. Presentí cómo se despertaban los demás con una agudeza que hacía días que no experimentaba. Me sentía casi descansado. Al otro lado de la tienda, Estornino observó somnolienta:
—Ayer pasamos del invierno a la primavera.
El bufón se revolvió a mi lado, se rascó y rezongó:
—Típico de los juglares. Todo lo exageran.
—Ya veo que te sientes mejor —repuso Estornino.
Ojos de Noche coló la cabeza dentro de la tienda, con un conejo ensangrentado en las fauces. También la caza es mejor.
El bufón se sentó rodeado de mantas.
—¿Se ofrece a compartir eso?
Mi presa es tu presa, hermano.
Me zahirió en cierto modo que llamara «hermano» al bufón, ¿Sobre todo cuando ya te has zampado dos esta mañana?, pregunté con sarcasmo.
Nadie te obligaba a pasarte el amanecer entero en la cama.
Guardé silencio un momento. Últimamente no he sido muy buen compañero, me disculpé.
Lo entiendo. Ya no somos sólo los dos. Ahora somos una manada.
Tienes razón, convine humildemente. Pero esta noche saldré a cazar contigo.
El Sin Olor puede venir también, si quiere. Podría llegar a ser un buen cazador, si lo intentara, pues su olor nunca lo delataría.
—No sólo se ofrece a compartir la carne, sino que te invita a venir de caza con nosotros esta noche.
Esperaba que el bufón declinara la invitación. En Gama nunca había mostrado inclinación alguna por la caza. En vez de eso, cabeceó solemnemente en dirección a Ojos de Noche y le dijo:
—Será un honor.
Levantamos rápidamente el campamento y proseguimos nuestro camino. Subí igual que antes a la orilla de la carretera en vez de andar por ella, y me sentí con la cabeza más despejada. El bufón había dado cuenta con voracidad de su desayuno y ahora parecía casi el mismo de siempre. Caminaba por la senda, pero no muy lejos de mí, y conversaba alegremente en todo momento. Ojos de Noche se adelantaba y regresaba como de costumbre, frecuentemente al galope. Todos parecíamos contagiados del mismo alivio que nos producía la placidez del buen tiempo. La llovizna pronto dio paso al sol y de la tierra emanaba un olor fragante. Sólo mi constante preocupación por la seguridad de Molly y el molesto temor de que en cualquier momento Will y sus cohortes pudieran asaltar mi mente impedían que el día resultara completamente placentero. Hervidera me había advertido que no debía permitir que mi mente reflexionara sobre ningún problema, so pena de llamar la atención de la camarilla. De modo que guardaba mis miedos en mi interior como una piedra negra y fría, diciéndome resueltamente que no había nada que pudiera hacer al respecto.
No cesaron de asaltarme extrañas ideas a lo largo del día. Era incapaz de ver una flor sin preguntarme si Molly la habría empleado para aromatizar o dar color a sus velas. Me descubría preguntándome si Burrich sería tan bueno talando leña como blandiendo un hacha de batalla, y si eso sería suficiente para salvarlos. Si Regio sabía de su existencia, enviaría soldados tras ellos. ¿Podría saber de su existencia sin conocer su paradero exacto?
—¡Para ya! —me reprendió bruscamente Hervidera, al tiempo que me propinaba un coscorrón con su cayado.
Salí de golpe de mi ensimismamiento. El bufón nos observó con curiosidad.
—¿Que pare el qué?
—Para de pensar. Ya sabes a qué me refiero. Si estuvieras más atento, no habría podido acercarme a ti por la espalda. Apela a tu disciplina.
Eso hice, y a regañadientes recurría al problema del juego de la noche anterior para tener algo en lo que concentrarme.
—Eso está mejor —aprobó suavemente Hervidera.
—¿Qué haces aquí atrás? —pregunté de pronto—. Pensaba que Estornino y tú guiabais a las jeppas.
—Hemos llegado a una bifurcación del camino. Y a otra columna. Antes de seguir adelante, queremos que la reina eche un vistazo.
El bufón y yo apretamos el paso, dejando que Hervidera retrocediera para hablar a Kettricken del cruce. Encontramos a Estornino sentada en una especie de roca ornamental junto a la carretera mientras las jeppas ramoneaban con avidez. La bifurcación estaba señalada por un gran círculo pavimentado, rodeado de un pastizal abierto, con otro monolito en su centro. Se podría esperar que estuviera cubierto de musgo y surcado de liqúenes. En vez de eso, la piedra negra lucía limpia y suave salvo por el polvo depositado por el viento y la lluvia. Me quedé contemplando la piedra, estudiando las inscripciones mientras el bufón deambulaba por los alrededores. Me estaba preguntando si alguna de las marcas de esta roca encajaría con las inscripciones que había copiado en el mapa cuando el bufón exclamó:
—¡Aquí hubo un pueblo una vez!
Hizo un amplio gesto con las manos.
Levanté la mirada y vi a qué se refería. Había surcos en la hierba abatida que cubría unas antiguas calzadas pavimentadas. Un camino amplio y recto, que alguna vez debió de ser una calle, atravesaba el prado y se perdía bajo los árboles. Sólo quedaban escombros cubiertos de hiedra y musgo donde antes hubo paredes de casas y tiendas. Los árboles crecían donde antaño ardían las chimeneas y cenaba la gente. El bufón encontró un gran bloque de piedra y se encaramó para otear en todas direcciones.
—Debió de ser una aldea de gran tamaño, en sus buenos tiempos.
Tenía sentido. Si esta senda había sido la carretera de comercio que había contemplado en mi visión de la Habilidad, era lógico que hubiera alguna ciudad o mercado en cada cruce de caminos. Podía imaginármela en un radiante día de primavera, cuando los granjeros traían huevos frescos y hortalizas a la ciudad y los tejedores colgaban sus productos para tentar a los clientes y…
Por un instante, el círculo que rodeaba el pilar se pobló de gente. La visión comenzaba y acababa en las piedras pavimentadas. Sólo en la inmediata proximidad de la piedra negra reían las personas y gesticulaban y regateaban. Una muchacha tocada con una corona de hiedra verde se abría paso entre la multitud, mirando a alguien por encima del hombro. Me pareció escuchar mi nombre y volví la cabeza. En lo alto de un estrado había una figura ataviada con prendas vaporosas que tremolaban con el brillo del hilo de oro. Lucía una corona de madera dorada, decorada con cabezas de gallo delicadamente labradas y pintadas y plumas de cola. Su cetro no era más que un plumero, pero lo blandía con solemnidad mientras anunciaba algún tipo de decreto. En el círculo que me rodeaba, la gente rompió a reír. Yo sólo tenía ojos para su piel blanca como el hielo y sus ojos incoloros. Me miró directamente.
Estornino me propinó una sonora bofetada. La fuerza del impacto me hizo torcer el cuello. La miré asombrado, con la sangre encharcándome la boca allí donde me había mordido la mejilla. Volvió a levantar el puño y comprendí que no era una bofetada lo que me había dado. Me apresuré a retroceder un paso, agarrándola por la muñeca sobre la marcha.
—¡Para! —grité enfadado.
—¡Para…, tú! —jadeó—. ¡Y dile a ella que pare también!
Señaló airadamente al bufón, encaramado aún a su piedra, pétreo como si imitara a una estatua. Ni siquiera respiraba ni parpadeaba. Pero ante mis ojos se cayó lentamente, como una roca.
Esperaba que diera una cabriola en el aire, para caer de pie como tantas veces había hecho para divertir al rey Artimañas en la corte. En cambio, se desplomó cuan largo era en la hierba y se quedó inmóvil.
Me quedé paralizado un momento, antes de correr a su lado. Así al bufón por los brazos y lo arrastré lejos del círculo negro y la piedra negra a la que se había subido. El instinto me hizo llevarlo a la sombra y apoyarlo en el tronco de un roble vivo.
—¡Trae agua! —grité a Estornino, que cesó en sus aspavientos.
Corrió hacia las jeppas cargadas y cogió un pellejo de agua.
Apoyé los dedos en la garganta del bufón y encontré su pulso firme. Tenía los ojos entrecerrados y parecía aturdido. Lo llamé por su nombre y le di palmadas en la mejilla hasta que volvió Estornino con el agua. Destapé el pellejo y vertí un frío reguero sobre su cara. Tardó un momento en haber respuesta. Después boqueó, estornudó agua y se sentó de golpe. Tenía la mirada extraviada. Luego sus ojos buscaron los míos y esbozó una sonrisa desaforada.
—¡Esas personas y ese día! Era el anuncio del dragón de Realder, y había prometido que me subiría… —Frunció el ceño de repente y miró en rededor, desconcertado—. Se desvanece, como se desvanecen los sueños, dejando atrás algo menos que su sombra…
Hervidera y Kettricken llegaron a nosotros corriendo a su vez. Estornino contó atropelladamente todo lo que había ocurrido en tanto yo ayudaba al bufón a beber un poco de agua. Cuando la juglaresa acabó de relatar los hechos, Kettricken parecía muy seria, pero fue Hervidera la que descargó con nosotros.
—¡El Profeta Blanco y el catalizador! —exclamó contrariada—. El bufón y el payaso, habría que llamarlos. ¡No se os podía haber ocurrido otra necedad más grande! Carece de entrenamiento alguno, ¿cómo va a protegerse de la camarilla?
—¿Sabes lo que ha pasado? —pregunté, interrumpiendo su retahila.
—Me…, en fin, pues no. Pero me lo puedo suponer. La piedra a la que se ha encaramado debía de ser una piedra de Habilidad, el material del que están hechas la carretera y las columnas. Y de alguna manera la carretera os atrapó a los dos con su poder en vez de a ti solo.
—¿Sabías que podía pasar algo así? —No esperé su respuesta—. ¿Por qué no nos lo advertiste?
—¡No lo sabía! —repuso, y luego añadió con tono de culpabilidad—. Sólo lo sospechaba, y nunca pensé que pudierais ser tan imprudentes como para…
—¡Qué más da! —la interrumpió el bufón. De repente se rió y se puso de pie, apartándome el brazo—. ¡Oh, esto! Esto es algo que hacía años que no sentía, desde que era pequeño. La certidumbre, el poder… ¡Hervidera! ¿Te apetece escuchar las palabras de un Profeta Blanco? Pues abre bien los oídos y regocíjate conmigo. No sólo estamos donde tenemos que estar, sino que además estamos cuando tenemos que estar. Todas las junturas coinciden, estamos cada vez más cerca del centro de la telaraña. Tú y yo. —Me cogió la cabeza de pronto con ambas manos y apoyó su frente en la mía—. ¡Somos incluso quienes tenemos que ser!
Me soltó de improviso y se alejó girando sobre los talones. Dio la voltereta que esperaba que diera antes, aterrizó de pie, ensayó una honda reverencia y volvió a carcajearse, exultante. Todos lo mirábamos boquiabiertos.
—¡Estás en grave peligro! —le dijo seriamente Hervidera.
—Ya lo sé —repuso él, casi con sinceridad, antes de añadir—: Acabo de decirlo. Estamos donde tenemos que estar. —Hizo una pausa, antes de preguntarme inopinadamente—. ¿Viste mi corona? ¿No era espléndida? Me pregunto si seré capaz de tallarla de memoria…
—Vi la corona de gallos —dije despacio—. Pero no sé qué pensar de todo esto.
—¿No lo sabes? —Ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa de conmiseración—. Oh, triste Traspié, te lo explicaría si pudiera. No es que quiera guardar ningún secreto, es que estos secretos desafían las simples palabras. Son algo más que un presentimiento, un atisbo de certidumbre. ¿No te fías de mí?
—Estás vivo de nuevo —dije meditabundo.
No veía esa luz en sus ojos desde los tiempos en que conseguía que el rey Artimañas aullara de risa.
—Sí —dijo suavemente—. Y cuando hayamos terminado, te prometo que tú también lo estarás.
Las tres mujeres nos observaban airadas y excluidas. Cuando reparé en el ultraje plasmado en el rostro de Estornino, el reproche en el de Hervidera y la exasperación en el de Kettricken, no pude por menos de sonreír. El bufón cloqueaba a mi espalda. Por mucho que lo intentáramos, no podríamos explicarles satisfactoriamente lo que había sucedido. Aun así, perdimos un buen rato en intentarlo.
Kettricken sacó los dos mapas y los consultó. Hervidera insistió en acompañarme cuando llevé mi mapa a la columna central para comparar las inscripciones de ambos. Compartían un buen número de marcas en común, pero la única que reconoció Kettricken era la misma que ya había mentado antes. Piedra. Cuando me ofrecí a regañadientes para ver si este pilar podía transportarme igual que el otro, Kettricken se negó categóricamente. Me avergüenza confesar que me sentí aliviado.
—Empezamos juntos nuestro viaje, y me propongo acabarlo juntos —dijo malhumorada.
Sospechaba que el bufón y yo le estábamos ocultando algo.
—¿Qué propones? —pregunté humildemente.
—Lo mismo que propuse antes. Seguiremos esa vieja carretera que se adentra en la arboleda. Parece coincidir con la que aparece aquí señalada. Recorrerla entera no puede llevarnos más de dos jornadas de marcha. Sobre todo si empezamos ahora.
Sin más preámbulo, se levantó y azuzó a las jeppas. La guía acudió de inmediato y las demás, obedientes, formaron una columna tras ella. Contemplé sus zancadas, largas y silenciosas, mientras mi reina se las llevaba por la umbrosa carretera.
—¡Venga, vosotros dos, poneos en marcha! —nos espetó Hervidera al bufón y a mi.
Agitó el cayado y me pareció que se proponía reagruparnos como si fueramos dos ovejas descarriadas. Pero el bufón y yo seguimos obedientes a las jeepas, dejando que nos siguieran Estornino y Hervidera.
Esa noche el bufón y yo abandonamos el refugio de la tienda y nos reunimos con Ojos de Noche. Tanto Hervidera como Kettricken habían aceptado con reservas nuestra iniciativa, pero les aseguré que tendríamos mucho cuidado. El bufón había prometido no perderme de vista. Hervidera puso los ojos en blanco al escucharlo, pero no dijo nada. Era evidente que, para ella, los dos seguíamos siendo sospechosos de estupidez, pero nos dejaron salir de todos modos. Estornino guardaba un silencio enfurruñado, pero puesto que no nos habíamos dicho nada, supuse que su enfado provenía de alguna otra parte. Cuando nos apartábamos de la fogata, Kettricken musitó:
—Cuida de ellos, lobo —y Ojos de Noche respondió moviendo la cola.
Ojos de Noche nos condujo veloz lejos de la carretera cubierta de hierba hacia las colinas boscosas. La senda nos había adentrado constantemente hacia abajo en un terreno más guarecido. Los bosques que atravesábamos eran calveros abiertos de robles separados por amplios prados. Vi rastros de jabalíes pero me sentí aliviado cuando no nos topamos con ninguno. En vez de eso, el lobo emboscó y mató dos conejos que cortésmente me permitió transportar en su lugar. Cuando regresábamos al campamento dando un rodeo llegamos a un arroyo. El agua estaba fría y sabía dulce, y había un denso macizo de berros en una de sus orillas. El bufón y yo intentamos capturar algún pez hasta que las aguas heladas nos entumecieron los brazos y las manos. Cuando saqué un último pescado, éste salpicó con la cola al entusiasmado lobo, que dio un respingo y me lanzó un mordisco en represalia. El bufón, divertido, ahuecó las manos para coger más agua y se la lanzó. Ojos de Noche saltó con la boca abierta para engullirla al vuelo. Momentos después, los tres estábamos enzarzados en una guerra de agua, pero yo fui el único que cayó de cuerpo entero al arroyo cuando el lobo se abalanzó sobre mí. El bufón y el lobo se reían de buena gana cuando salí, empapado y aterido. Me sorprendí echándome a reír a mi vez. No recordaba cuándo había sido la última vez que me reía tanto por algo tan simple. Volvimos tarde al campamento, pero con carne fresca, pescado y berros que compartir.
Frente a la tienda ardía una pequeña y acogedora fogata. Hervidera y Estornino ya habían preparado gachas para la cena, pero la anciana se ofreció voluntaria a cocinar de nuevo con tal de disfrutar de la comida fresca. Mientras la preparaba, Estornino me miró fijamente hasta que me obligó a preguntar:
—¿Qué?
—¿Por qué estáis los tres calados de agua?
—Oh. En la orilla del riachuelo donde estábamos pescando, Ojos de Noche me dio un empujón.
Le di un golpecito con la rodilla de pasada, mientras me dirigía a la tienda. Él hizo ademán de morderme la pierna.
—¿Y la bufona se cayó también?
—Nos estábamos tirando agua los unos a los otros —admití con ironía.
Sonreí, pero ella no me devolvió la sonrisa. En vez de eso soltó un ligero bufido de desdén. Me encogí de hombros y entré en la tienda. Kettricken estaba estudiando su mapa y me miró de soslayo, pero no dijo nada. Revolví mi hato y encontré ropa seca, ya que no limpia. Kettricken estaba de espaldas a mí, de modo que me cambié deprisa. Nos habíamos acostumbrado a concedernos intimidad mutuamente ignorando cosas así.
—Traspié Hidalgo —dijo de pronto, con un tono de voz que me llamó la atención.
Me puse la camisa y me la abroché.
—¿Sí, mi reina?
Me arrodillé junto a ella, pensando que quería que examinara el mapa. En cambio, lo dejó a un lado y se volvió hacia mí. Sus ojos azules se clavaron en los míos.
—Somos un grupo pequeño donde cada uno depende de los demás —me dijo de improviso—. Cualquier tipo de disensión en nuestro seno favorece al enemigo.
Aguardé, pero no añadió nada más.
—No entiendo por qué me dices esto —dije humildemente, al cabo.
Suspiró y meneó la cabeza.
—Me lo temía. Quizá haga más mal que bien mencionándotelo. Las atenciones que prodigas al bufón atormentan a Estornino.
Me quedé sin palabras. Kettricken me traspasó con su mirada azul, antes de apartar la vista.
—Cree que el bufón es una mujer y que esta noche habéis tenido una cita. La mortifica tu absoluto desprecio hacia ella.
Hablé con esfuerzo.
—Alteza, yo no desprecio a la dama Estornino. —La indignación prestaba formalidad a mis palabras—. A decir verdad, es ella la que evita mi compañía y me rehuye desde que descubrió que tengo la Maña y estoy vinculado al lobo. Por respeto hacia sus deseos, no he querido imponerle mi amistad. En cuanto a lo que opina del bufón seguro que te parece tan disparatado como a mí.
—¿Sí? —dijo Kettricken en voz baja—. Lo único que puedo asegurar con certeza es que no es un hombre como los demás.
—En eso estoy de acuerdo. De todas las personas que he conocido, él es único.
—¿No puedes ser un poco más amable con ella, Traspié Hidalgo? —me espetó de pronto Kettricken—. No te pido que la cortejes, tan sólo que no permitas que la corroan los celos.
Fruncí los labios, obligándome a buscar una respuesta cortés.
—Alteza, le ofreceré, como siempre he hecho, mi amistad. Últimamente me parece que no buscaba ni siquiera eso, mucho menos algo más. Pero en cuanto a ese tema, diré que no es que la desprecie, ni a ella ni a ninguna mujer. Mi corazón ya está ocupado. Decir que desprecio a Estornino sería tan justo como decir que tú me desprecias a mí porque tu corazón está entregado a mi señor Veraz.
Kettricken me lanzó una mirada extrañamente sobresaltada. Por un momento pareció ruborizarse. Volvió a contemplar el mapa que tenía aún en las manos.
—Lo que me temía. Sólo he conseguido empeorar las cosas hablando contigo. Estoy agotada, Traspié. La desesperación me oprime siempre el alma. Ver a Estornino enfurruñada es como si me frotaran una llaga con arena. Pero esperaba arreglar las cosas entre vosotros. Te ruego que me perdones si me he entrometido. Pero todavía eres un joven apuesto, y no será la última vez que se fije en ti alguna mujer de esta manera.
—¿Apuesto? —Me reí a carcajadas, de incredulidad y amargura—. ¿Con la cara llena de cicatrices y el cuerpo maltrecho? En mis pesadillas, cuando Molly me ve se aparta de mí repugnada. Apuesto…
Le di la espalda, con un nudo en la garganta que me impedía hablar. No es que lamentara tanto mi aspecto, sino que temía que algún día Molly tuviera que ver mis cicatrices.
—Traspié —musitó Kettricken. De pronto su voz era la de una amiga, no la de una reina—. Te hablo como mujer al decirte que aunque luzcas cicatrices, distas de ser tan grotesco como te imaginas. En verdad sigues siendo un joven apuesto, de una manera que nada tiene que ver con tu cara. Y si mi corazón no estuviera ocupado por mi señor Veraz, yo no te despreciaría.
Extendió la mano y acarició con dedos fríos el viejo surco que me dividía la mejilla, como si pudiera borrarlo con su roce. El corazón me dio un vuelco, rescoldos de la pasión que sentía Veraz por ella, amplificada por la gratitud que me inspiraban sus palabras.
—Siempre te merecerás el amor de mi señor —le dije, sin gracia, pero con el corazón en la mano.
—Oh, no me mires con esos ojos —protestó tímidamente.
Se levantó de pronto, apretó el mapa contra su pecho como si fuera un escudo y salió de la tienda.