La Camarilla
Parte del gran misterio que rodea a los vetulus es que las pocas imágenes que tenemos de ellos guardan escaso parecido entre sí. Esto vale no sólo para los tapices y pergaminos que son copias de obras más antiguas y, por consiguiente, propensas a contener errores, sino también para las contadas imágenes de los vetulus que se conservan desde tiempos del rey Sapiencia. Algunas de esas imágenes guardan un parecido superficial con las leyendas de los dragones y presentan alas, garras, piel coriácea y grandes tamaños. Pero otras no. Al menos en un tapiz, el vetulus se muestra semejante a un ser humano, aunque con la piel dorada y de mayor tamaño. Las imágenes no coinciden siquiera en el número de extremidades que se atribuye a esa benévola raza. Pueden tener hasta cuatro patas y dos alas, o no tener alas y caminar sobre dos piernas como cualquier persona.
Se ha especulado que si se ha escrito tan poco sobre ellos es porque, en su época, el conocimiento de los vetulus era un saber general. Del mismo modo que nadie considera preciso redactar un tratado que verse sobre los atributos más elementales de lo que es un caballo, pues no tendría ninguna finalidad útil, tampoco nadie pensó que algún día los vetulus pudieran ser algo más que una leyenda. Hasta cierto punto, esto tiene sentido. Pero no hay más que echar un vistazo a todos los pergaminos y tapices donde se representa un caballo como elemento de la vida cotidiana para encontrar un fallo en esa teoría. Si los vetulus hubieran estado tan aceptados en la vida diaria, sin duda se los habría representado más a menudo.
Tras un par de horas sumamente confusas, me encontré de vuelta en la tienda con los demás. La noche parecía más fría aún tras haber pasado todo un día casi apacible en la ciudad. Estábamos arrebujados en nuestras mantas. Me dijeron que había desaparecido del borde del acantilado la noche anterior; les referí cuanto me había acontecido en la ciudad. Todos aceptaron mi relato con grandes dosis de incredulidad. Me conmovía y lamentaba a partes iguales la angustia que les había provocado mi desaparición. Era evidente que Estornino había estado llorando, en tanto Hervidera y Kettricken mostraban el aspecto desgreñado de quienes han pasado largas horas sin dormir. El bufón ofrecía el peor aspecto, pálido y callado, con las manos ligeramente temblorosas. Todos tardamos un rato en recuperarnos. Hervidera había preparado una comida dos veces más abundante de la que solía ofrecernos y todos salvo el bufón habíamos dado cuenta de ella con avidez. A él parecían faltarle las fuerzas. Mientras que los demás estaban sentados en círculo, escuchando mi relato, él se ovillaba en sus mantas, con el lobo echado a su lado. Parecía estar completamente agotado.
Después de desgranar mi aventura por tercera vez, Hervidera comentó crípticamente:
—Bueno, gracias a Eda que te embotaba la corteza feérica cuando te llevaron; de lo contrario jamás hubieras podido conservar la cordura.
—¿«Me llevaron»? —inquirí.
Me amonestó con la mirada.
—Ya sabes lo que quiero decir. —Todos la mirábamos fijamente—. A través del indicador o lo que quiera que sea. Algo tendrán que ver con todo esto. —El silencio respondió a sus palabras—. Para mí es evidente, eso es todo. Nos dejó en uno y llegó allí en otro. Y volvió con nosotros de la misma manera.
—Pero ¿por qué no se llevaron a nadie más? —protesté.
—Porque tú eres el único sensible a la Habilidad entre nosotros —señaló.
—¿También ellos están forjados con la Habilidad? —pregunté de pronto.
Me miró a los ojos.
—Eché un vistazo al indicador a la luz del día. Está hecho de piedra negra con amplias vetas de cristal reluciente. Como las paredes de la ciudad que has descrito. ¿Tocaste los dos postes?
Permanecí callado un momento, pensando.
—Creo que sí.
Se encogió de hombros.
—Bueno, ahí lo tienes. Un objeto imbuido con la Habilidad puede retener la intención de su hacedor. Esos postes fueron erigidos para facilitar el viaje de quienes supieran manejarlos.
—Nunca había oído nada parecido. ¿Cómo lo sabes?
—Sólo especulo con lo que me parece evidente —me dijo obstinada—. Y no pienso decir nada más. Me acuesto. Estoy molida. Nos hemos pasado toda la noche y buena parte del día buscándote y preocupandónos por ti. Cuando nos echábamos a dormir, el lobo no paraba de aullar.
¿Aullabas?
Te llamaba. No respondías.
No te oía, de lo contrario lo hubiera intentado.
Empiezo a asustarme, hermanito. Hay fuerzas que tiran de ti, que te llevan a lugares donde no puedo seguirte, cerrándome tu mente. Esto, ahora mismo, es lo más cerca que he estado jamás de ser aceptado en una manada. Pero si te pierdo a ti, perdería incluso esto.
No me perderás, le prometí, aunque me preguntaba si sería capaz de mantener mi palabra.
—¿Traspié? —preguntó Kettricken para sacarme de mi ensimismamiento.
—Estoy aquí.
—Enséñanos el mapa que copiaste.
Lo saqué y ella hizo lo propio con el suyo para comparar los dos. Resultaba difícil encontrar alguna semejanza, pues las escalas de los mapas eran distintas. Al final decidimos que el trozo que había copiado en la ciudad guardaba un parecido superficial con la porción de la senda que aparecía en el mapa de Kettricken.
—Este lugar —señalé un destino marcado en su mapa— podría ser la ciudad. De ser así, esto se correspondería con esto, y esto con esto.
El mapa con el que había partido Veraz era una copia de este mapa, más antiguo y borroso. En ése, la carretera que yo denominaba la senda de la Habilidad estaba marcada, pero curiosamente, como si comenzara de repente en las montañas y terminara abruptamente en tres destinos distintos. El significado de esos destinos estuvo señalado alguna vez en el mapa, pero ahora esos indicadores no eran más que manchas de tinta. Ahora teníamos el mapa que había copiado en la ciudad, también con esos tres puntos finales. Uno era la ciudad misma. Los otros dos eran los que nos interesaban ahora.
Kettricken estudió las inscripciones que había copiado del mapa de la ciudad.
—He visto señales así, de vez en cuando —admitió nerviosa—. Ya nadie sabe leerlas. Todavía se conoce un puñado de ellas. Te las puedes encontrar en los lugares más inverosímiles. En algunos rincones de las montañas se erigen piedras con marcas parecidas. Hay algunas en el extremo occidental del Puente de la Gran Sima. Nadie sabe cuándo se grabaron, ni quién lo hizo. Se cree que algunas marcan sepulturas, aunque otros dicen que delimitan territorios.
—¿Sabes lo que dicen? —pregunté.
—Algunas. Se emplean en un juego de desafíos. Algunas son más fuertes que otras… —Dejó la frase sin terminar mientras estudiaba mis garabatos—. Ninguna concuerda exactamente con las que conozco —dijo por fin, sin poder ocultar la decepción en su voz—. Ésta es casi igual que la que significa «piedra». Pero las demás es la primera vez que las veo.
—Bueno, es una de las que estaban señaladas aquí. —Intenté imprimir optimismo a mi voz. «Piedra» no me decía absolutamente nada—. Parece la más cercana. ¿Deberíamos dirigirnos hacia allí?
—Me gustaría haber visto la ciudad —dijo el bufón con voz débil—. Y también el dragón.
Asentí despacio.
—Es un lugar y una cosa que merece la pena ver. Allí hay muchos conocimientos, para quien tenga tiempo para desentrañarlos. Si no tuviera a Veraz metido en la cabeza diciéndome «ven conmigo, ven conmigo», creo que mi curiosidad me llevaría a explorar ese sitio.
No les había dicho nada de mis sueños con Molly y Chade. Eran asuntos privados, igual que mi anhelo por volver a casa con ella.
—Seguro que sí —convino Hervidera—. Y seguro que te hubieras metido en más líos. Me pregunto si no te habrá vinculado para que te atengas a la carretera y protegerte así de las distracciones.
Le habría preguntado otra vez cómo es que sabía ella esas cosas si el bufón no hubiera repetido con un hilo de voz:
—Me gustaría haber visto la ciudad.
—Será mejor que nos acostemos todos. Nos levantaremos al alba para recorrer un largo camino mañana. Me anima pensar que Veraz estuvo allí antes que Traspié Hidalgo, al mismo tiempo que me llena de presentimientos. Debemos llegar hasta él cuanto antes. No soporto seguir preguntándome por las noches por qué no ha regresado.
—Al catalizador le corresponde trocar la piedra en carne y la carne en piedra. Su contacto despertará a los dragones de la tierra. La ciudad dormida se estremecerá y despertará en su presencia. Al catalizador le corresponde… —musitó somnoliento el bufón.
—Las escrituras de Damir el Blanco —añadió con reverencia Hervidera. Me miró y pareció enfadarse—. Siglos de escrituras y profecías y todas conducen a ti.
—Yo no tengo la culpa —dije tontamente.
Ya me estaba metiendo en mi cama. Añoraba el día tan apacible que había tenido. El viento soplaba y me sentía helado hasta los huesos.
Me estaba quedando dormido cuando el bufón me rozó la cara con una mano cálida.
—Qué bien que estás vivo —musitó.
—Gracias —dije. Estaba conjurando el tapete y las fichas de Hervidera en un intento por preservar mi mente para pasar la noche. Acababa de contemplar el problema. De pronto me senté y exclamé—. ¡Tienes la mano caliente! ¡Bufón! ¡Tienes la mano caliente!
—Duérmete —me reprobó fastidiada Estornino.
No le hice caso. Aparté la manta de la cara del bufón y le toqué la mejilla. Abrió los ojos muy despacio.
—Estás caliente —le dije—. ¿Te sientes bien?
—Yo no me noto nada caliente —se lamentó—. Tengo frío. Y estov tan, tan cansado.
Empecé a avivar el fuego del brasero. Los demás se agitaron a mi alrededor. Al otro lado de la tienda, Estornino se había sentado y me observaba en la penumbra.
—El bufón nunca está caliente —les dije, intentando transmitirle mi preocupación—. Cuando tocas su piel, siempre está fría. Ahora está caliente.
—¿Sí? —preguntó Estornino con voz sarcástica.
—¿Está enfermo? —preguntó adormilada Hervidera.
—No lo sé. No lo he visto enfermo en mi vida.
—Rara vez enfermo —me corrigió suavemente el bufón—. Pero esta fiebre es nueva para mí. Acuéstate y duerme, Traspié. Me pondré bien. Seguro que se me ha pasado por la mañana.
—Tanto si se te pasa como si no, mañana por la mañana debemos emprender la marcha —dijo inflexible Kettricken—. Ya hemos perdido un día demorándonos aquí.
—¿Que hemos perdido un día? —exclamé, casi con enfado—. Hemos conseguido un mapa, o más detalles para un mapa, y la certeza de que Veraz había estado en la ciudad. Por mi parte, no dudo que estuvo allí antes que yo, y quizá volviera a este mismo sitio. No hemos perdido un día, Kettricken, hemos ganado todos los días que nos hubiera llevado encontrar la forma de bajar hasta los restos de la carretera allí abajo y llegar después a la ciudad, para luego desandar el camino. Que yo recuerde, fuiste tú la que propuso dedicar un día a encontrar la manera de bajar por esa pendiente. Bueno, pues ya lo hemos hecho y hemos encontrado el camino. —Hice una pausa. Tomé aliento y me obligué a proseguir con más calma—. No tengo intención de imponeros mi voluntad. Pero si el bufón no está en condiciones de viajar mañana, no pienso dar un solo paso.
Los ojos de Kettricken brillaron y me preparé para encararme con ella. Pero el bufón atajó la discusión.
—Viajaré mañana, con fiebre o sin ella —nos aseguró a ambos.
—En ese caso, no se hable más —se apresuró a decir Kettricken. Luego, con voz más humana, preguntó—: Bufón, ¿puedo hacer algo por ti? No te presionaría de este modo si nuestra necesidad fuera menos imperiosa. No he olvidado, nunca lo olvidaré, que sin ti jamás hubiera llegado a Jhaampe con vida.
Presentí una historia de la que no estaba enterado, pero me guardé mis preguntas.
—Me pondré bien. Es sólo que… ¿Traspié? ¿Me puedes prestar un poco de corteza feérica? Anoche me calentó como nunca nada lo había hecho antes.
—Desde luego.
Rebuscaba en mi hato cuando Hervidera le advirtió:
—Bufón, te aconsejo que no lo hagas. Es una hierba peligrosa, y a menudo hace más mal que bien. ¿Quién sabe si no estarás enfermo esta noche por haberla ingerido ayer?
—No es tan potente —dije desdeñoso—. Yo la tomo desde hace años y nunca he padecido ninguna enfermedad duradera por su culpa.
Hervidera soltó un bufido.
—Ninguna que tú sepas, por lo menos —dijo sarcásticamente—. Es una hierba tonificante que vigoriza la carne y merma el espíritu.
—A mí siempre me ha restaurado en vez de mermarme —repliqué mientras encontraba el pequeño envoltorio y lo abría. Sin que yo se lo pidiera, Hervidera puso agua a hervir—. Nunca he notado que me embotara la mente.
—El que la toma no suele darse cuenta. Y aunque aumente tu fortaleza física temporalmente, siempre debes pagar las consecuencias más tarde. Tu cuerpo no se deja engañar, jovencito. Ya lo comprenderás cuando tengas mis años.
Guardé silencio. Al rememorar las ocasiones en que había ingerido corteza feérica para restituirme, tuve la incómoda sospecha de que Hervidera tenía al menos una parte de razón. Pero mis sospechas no me impidieron preparar dos tazas en vez de una sola. Hervidera meneó la cabeza, pero se acostó y no dijo nada más. Me senté junto al bufón y bebimos nuestro té. Cuando me devolvió su taza vacía, su mano parecía más caliente, no más fría.
—Te está subiendo la fiebre-le dije.
—No. Sólo es el calor de la taza en mi piel —sugirió.
No le hice caso.
—Tiemblas de pies a cabeza.
—Un poco —admitió. Su desdicha se impuso y confesó—: Nunca había tenido tanto frío como ahora. Me duele la espalda y la boca de tanto tiritar.
Flanquéalo, sugirió Ojos de Noche. El gran lobo cambió de postura para apretarse contra el bufón. Añadí mis mantas a las que lo cubrían y me acurruqué a su lado. No dijo nada, pero sus temblores parecieron mitigarse un poco.
—No recuerdo haberte visto nunca así de enfermo en Torre del Alce —dije en voz baja.
—Alguna vez. Pero muy pocas, y me lo callaba para mí. Como recordarás, el curandero me toleraba tan poco como yo a él. No iba a dejar mi salud en manos de sus purgas y tónicos. Además, lo que surte efecto para tu raza a veces no le sirve de nada a la mía.
—¿Tan distintas son tu raza y la mía? —dije tras un momento.
Había planteado un tema que rara vez abordábamos.
—En algunos sentidos —suspiró. Se llevó una mano a la frente—. Pero a veces incluso yo me sorprendo. —Tomó aliento y exhaló como si hubiera soportado un fuerte dolor por un instante—. A lo mejor ni siquiera estoy realmente enfermo. Hace un año que experimento algunos cambios, como ya te habrás dado cuenta —añadió en susurros.
—Eres más alto, y has cogido color —convine en voz baja.
—Eso es parte de ello. —Una sonrisa aleteó en sus labios; se borró—. Me parece que ya casi he llegado a la edad adulta.
Resoplé suavemente.
—Hace muchos años que eres adulto, bufón. Me parece que alcanzaste la madurez antes que yo.
—¿Sí? ¡Qué gracia! —exclamó, y por un momento sonó como yo lo conocía. Se le cerraron los ojos—. A ver si me duermo —me dijo.
No respondí. Me arrebujé en las mantas junto a él y volví a erigir mis murallas. Me sumí en un descanso sin sueños y no exento de cautela.
Desperté antes de que saliera el sol presintiendo peligro. A lado, el bufón dormía profundamente. Le toqué la cara, caliente todavía y empapada de sudor. Me aparté y lo arropé con las mantas. Añadí un par de nuestras escasas ramas al brasero y empecé a vestirme en silencio. Ojos de Noche se alertó de inmediato.
¿Sales?
Sólo a echar un vistazo.
¿Quieres que te acompañe?
Manten caliente al bufón. No tardaré mucho.
¿Seguro?
Tendré cuidado. Te lo prometo.
El frío fue como una bofetada. La oscuridad, absoluta. Transcurrido un momento, mis ojos se acostumbraron, pero aun así veía poco más aparte de la tienda. El cielo nublado ocultaba incluso las estrellas. Me quedé quieto en medio del viento helado, forzando mis sentidos para encontrar lo que me había inquietado. No era la Habilidad sino la Maña lo que sondeaba la oscuridad por mí. Percibí nuestro grupo, y el hambre de las jeppas apiñadas. No resistirían mucho más a base de simple grano. Otra preocupación. La dejé a un lado resueltamente y forcé aún más mis sentidos. Me envaré. ¿Caballos? Sí. ¿Y jinetes? Eso parecía. Ojos de Noche apareció de pronto a mi lado. ¿Los hueles?
El viento es muy fuerte. ¿Quieres que vaya a mirar?
Sí. Pero que no te vean.
Claro. Cuida del bufón. Sollozaba cuando lo dejé. En la tienda, desperté discretamente a Kettricken. —Creo que podríamos correr peligro— le dije en voz baja. —Caballos y jinetes, posiblemente en la carretera detrás de nosotros. Todavía no estoy seguro.
—Cuando estemos seguros, los tendremos encima —refunfuñó—. Despierta a todo el mundo. Los quiero a todos arriba y listos para partir en cuanto amanezca.
—El bufón tiene fiebre todavía —dije mientras me agachaba junto a Estornino.
—Si se queda dejará de tener fiebre y estará muerto. Y tú con él. ¿Se ha ido a espiar el lobo?
—Sí.
Sabía que tenía razón, pero aun así me costó obligarme a despertar al bufón. Se movía como si estuviera mareado. Mientras las mujeres recogían nuestro equipo, le puse su abrigo y le insté a ponerse otro par de pantalones. Lo envolví en todas nuestras mantas y lo dejé plantado en la calle mientras los demás desmontábamos la tienda y la cargabamos. Pregunté a Kettricken en voz baja:
—¿Cuánto peso puede soportar una jeppa?
—Más de lo que pesa el bufón. Pero son incómodas de montar y no soportan bien los jinetes. Podríamos subirlo a una durante un trecho, pero él lo pasaría mal y la jeppa se volvería difícil de controlar. Era la respuesta que esperaba, pero eso no me hizo ilusión.
—¿Hay noticias del lobo? —me preguntó.
Sondeé en busca de Ojos de Noche y me abatió descubrir el esfuerzo que me costaba acercar mi mente a la suya.
—Seis jinetes —respondí.
—¿Amigos o enemigos?
—Eso él no puede saberlo —acoté.
Pregunté al lobo: ¿Qué pinta tienen los caballos?
Deliciosa.
¿Grandes, como Hollín? ¿O pequeños, como los caballos de montañas?
A medias. Una mula de carga.
—Vienen a caballo, no en ponis de las montañas —le dije a Kettricken.
Meneó la cabeza.
—Mi gente no acostumbra a utilizar caballos a tanta altura en las montañas. Montarían ponis o jeppas. Supongamos que son enemigos y actuemos en consecuencia.
—¿Huimos o peleamos?
—Las dos cosas, naturalmente.
Ya había sacado su arco de uno de los fardos cargados en una jeppa. Colocó la cuerda.
—Busquemos antes un sitio mejor para tender una emboscada. Luego esperaremos. En marcha.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Sólo la tersura de la carretera hacía posible la tarea. La luz era un rumor lejano cuando nos pusirmos en marcha ese día. Estornino conducía las jeppas al frente. Yo acompañaba al bufón detrás de ellas, en tanto Hervidera con su cayado y Kettricken con su arco nos seguían. Al principio dejé que el bufón intentara caminar solo. Arrastraba los pies muy despacio, y cuando las jeppas comenzaron a sacarnos ventaja lenta pero inexorablemente supe que no serviría de nada. Eché su brazo izquierdo sobre mis hombros, le rodeé la cintura con mi brazo derecho y tiré de él. No tardó en empezar a jadear y esforzarse para no arrastrar los pies. El calor antinatural de su cuerpo era preocupante. Le obligué cruelmente a seguir adelante, esperando encontrar pronto algún tipo de cobertura.
Cuando la encontramos, no fue al abrigo de los árboles sino la fría piedra. Una gran porción de la montaña sobre la carretera se había venido abajo en un alud. Se había llevado consigo más de la mitad de la senda, y había dejado el resto atestado de rocas y tierra. Estornino y las jeppas miraban dubitativas los escombros cuando llegamos renqueando el bufón y yo. Lo senté en una piedra, donde quedó con los ojos cerrados y la cabeza inclinada. Lo abrigué mejor con las mantas y me dirigí a Estornino.
—Es un deslizamiento antiguo —observó—. Quizá no sea tan difícil pasar por encima.
—Quizá —convine, buscando un lugar practicable. La nieve cubría las rocas, ocultándolas—. Si paso yo primero, con las jeppas, ¿podrás seguirme con el bufón?
—Supongo que sí. —Lo miró de reojo—. ¿Está muy mal, la pobre?
La voz de Estornino sólo denotaba preocupación, de modo que me tragué mi rabia.
—Puede caminar si tiene un brazo en que apoyarse. No me sigas hasta que haya cruzado el último animal. Después seguid nuestras huellas.
Estornino asintió con la cabeza, pero no parecía entusiasmada con la idea.
—¿No deberíamos esperar a Kettricken y Hervidera?
Lo pensé.
—No. Si esos jinetes nos dan alcance, no quiero estar aquí con esta pared a mi espalda. Cruzaremos el alud.
Deseé que el lobo estuviera con nosotros, pues su equilibrio era mucho mejor que el mío y era más rápido de reflejos.
No puedo reunirme contigo sin que me vean. Aquí sólo hay roca desnuda por encima y por debajo de la carretera, y se interponen entre tú y yo.
No te preocupes. Vigílalos y mantenme al corriente. ¿Avanzan deprisa?
Van al paso y no paran de discutir. Uno es gordo y está harto de cabalgar. Habla poco pero no tiene ninguna prisa. Ten cuidado, hermano.
Inspiré hondo y, dado que ningún lugar parecía más practicable que otro, seguí mi instinto. Al principio sólo había un puñado de piedras sueltas desperdigadas por la carretera, pero después se alzaba una pared de grandes peñascos, suelo pedregoso y guijarros sueltos y afilados. Me adentré en el traicionero terreno. La jeppa guía me siguió y las demás vinieron detrás sin rechistar. Pronto descubrí que la nieve se había congelado sobre las rocas formando una fina película que a menudo cubría hoyos y grietas. Pisé sin darme cuenta y metí la pierna hasta la rodilla en una grieta. La saqué con cuidado y seguí adelante.
Cuando me detuve un momento y miré alrededor, estuvo a punto de faltarme el valor. Sobre mí se alzaba una enorme pendiente de escombros resbaladizos que ascendía hasta una pared vertical de roca. Caminaba sobre una ladera de piedras sueltas. Si miraba al frente, no veía el final. En caso de ceder, me desplomaría y caería rodando hasta el borde del camino y saldría volando en dirección al profundo valle de abajo. No podría agarrarme a nada, ni siquiera a una brizna de hierba, ni a un canto rodado de ningún tamaño. Los pequeños detalles adquirieron de pronto un matiz aterrador. Los nerviosos tirones de la jeppa a la cuerda que aferraban mis dedos, un brusco cambio en la dirección de la brisa, aun el cabello que me tapaba los ojos, eran de repente una amenaza mortal. En dos ocasiones hube de apoyar las manos en el suelo y gatear. El resto del camino avanzaba agazapado, mirando dónde ponía el pie y cargando el peso de mi cuerpo muy lentamente.
Detrás de mí venía la columna de jeppas, todas ellas siguiendo a su guía. No ponían el mismo cuidado que yo. Oí cómo se movían las piedras a su paso, y los montoncitos de piedras que desprendían caían rodando y rebotando por la cuesta para saltar al vacío. Cada vez que ocurría, temía que resbalaran y se despeñaran. No estaba atadas juntas, salvo por mi presa sobre la guía. Temía ver en cualquier momento cómo se caía alguna por la ladera. Caminaban en fila a mi espalda como los flotadores de corcho de una red, y detrás de ella venían Estornino y el bufón. Me detuve una vez para observarlos y me maldije al comprender la difícil tarea que había encomendado a la juglaresa. Avanzaban mucho más despacio que yo, con Estornino agarrada al bufón y tanteando el terreno para los dos. Se me hizo un nudo en la garganta cuando tropezó una vez y el bufón cayó de bruces junto a ella. Estornino levantó la cabeza y me vio mirándola Con gesto airado, levantó un brazo y me indicó que siguiera adelante. Obedecí. No podía hacer nada más.
El montón de rocas terminaba tan abruptamente como había empezado. Bajé a la llana superficie de la carretera con gratitud. Tras de mí vino la jeppa guía y luego las demás bestias, brincando como cabras de piedra en piedra hasta alcanzar la carretera. En cuanto es tuvieron todas abajo, esparcí un poco de grano por la carretera para mantenerlas apiñadas y volví a escalar la pendiente de piedras.
No podía ver ni a Estornino ni al bufón.
Tuve el impulso de bajar corriendo la cuesta. En vez de eso me obligué a bajar despacio, desandando el camino que habíamos hollado las jeppas y yo. Me dije que sería fácil divisar sus coloridos ropajes en medio de aquel anodino paisaje de grises, blancos y negros. Y por fin los vi. Estornino estaba sentada, inmóvil, en medio de un montón de esquisto con el bufón tendido junto a ella sobre las piedras.
—¡Estornino! —la llamé en voz baja.
Levantó la cabeza. Tenía los ojos abiertos como platos.
Empezó a moverse todo a nuestro alrededor. Guijarros primero y luego piedras más grandes. Me detuve para esperar a que cesara el corrimiento. Ahora no puedo levantar a la bufona y tampoco puedo cargar con ella.
Se esforzaba para ocultar el pánico en su voz.
—Quédate quieta. Ya voy.
Saltaba a la vista una sección de la superficie rocosa que se había soltado y había empezado a desmoronarse. Los cantos rodados habían trazado surcos en la capa de nieve. Sopesé la situación lo mejor que pude y deseé saber algo más sobre avalanchas. El alud parecía haber comenzado muy por encima de ellos y había esquivado su posición. Seguíamos estando a una buena distancia del acantilado, pero cuando el esquisto empezara a moverse, nos arrastraría rápidamente hasta el borde. Aquieté mi corazón y confié en mi cabeza.
—¡Estornino! —la llamé suavemente. No hacía falta, toda su atención estaba puesta en mí—. Acércate. Muy despacio y con cuidado.
—¿Y la bufona?
—Olvídate de él. Cuando estés a salvo, volveré a por él. Si me acerco a vosotros, los tres correremos peligro.
Una cosa es comprender la lógica de un asunto y otra muy distinta obligarse a acallar la voz del miedo. No sé en qué pensaba Estornino cuando se puso de pie lentamente. No llegó a enderezarse por completo, sino que avanzó hacia mí agachada, meditando cada paso. Me mordí el labio y guardé silencio aunque deseaba gritarle que se apresurara. Sus pasos desprendieron dos montoncitos de guijarros. Cayeron cuesta bajo, arrastrando otras piedras mientras rodaban por la inclinación para luego saltar por el borde del acantilado. En cada ocasión ella se quedó petrificada en el sitio, con los ojos desesperadamente clavados en mí. Me erguí y me pregunté tontamente qué haría si empezara a caer con las piedras. ¿Saltaría inútilmente tras ella, o la vería despeñarse y conservaría para siempre el recuerdo de su plañidera mirada?
Pero por fin llegó a la relativa estabilidad de las rocas más grandes donde me encontraba. Se agarró a mí y la abracé, sintiendo cómo se estremecía de la cabeza a los pies. Tras un largo rato, así con fuerza sus antebrazos y la aparté ligeramente de mí.
—Tienes que seguir adelante. No falta mucho. Cuando llegues al otro lado, quédate con las jeppas y procura que sigan juntas. ¿Entendido?
Asintió apresuradamente e inspiró hondo. Se soltó de mí y empezó a seguir con cautela el rastro que habíamos dejado las jeppas y yo. Dejé que se alejara a una distancia prudencial antes de dar mis primeros y precavidos pasos en dirección al bufón.
Las rocas se movían y rechinaban más perceptiblemente bajo mi peso. Me pregunté si sería prudente caminar por encima de ella o por debajo en la cuesta. Pensé en volver junto a las jeppas para buscar una cuerda, pero no se me ocurría dónde anudarla. Y mientras tanto seguía avanzando con cautela, paso a paso. El bufón permanecía inmóvil.
Empezaron a moverse las piedras alrededor de mis pies, golpeándome los tobillos a su paso, deslizándose bajo la suela de mi calzado. Me quedé clavado en el sitio, con la grava cayendo a mi alrededor. Sentí cómo empezaba a resbalar uno de mis pies, y antes de que pudiera controlarme, di un paso adelante para afianzarme. El éxodo de piedritas ganó en determinación y velocidad. No sabía qué hacer. Pensé en tirarme de bruces para distribuir mi peso, pero enseguida decidí que así sólo conseguiría quedarme a merced del desprendimiento. Ninguna de las piedras en movimiento era mayor que mi puño, pero eran muchas. Me quedé estático donde me encontraba y conté diez inspiraciones antes de que se aquietara el pequeño alud.
Para dar el siguiente paso me hizo falta hasta el último ápice de valor que pude reunir. Estudié el terreno un momento y elegí el lugar que me pareció menos inestable. Cargué todo mi peso sobre ese pie y escogí un sitio donde apoyar el otro. Cuando llegué junto a la figura yaciente del bufón, tenía la camisa pegada a la espalda a causa del sudor y me dolían los dientes de tanto apretarlos. Me agaché a su lado.
Estornino había levantado la esquina de la manta para resguardarle la cara, y así tumbado y tapado parecía un cadáver. Lo levanté para mirarle a los ojos cerrados. Su piel mostraba un color que nunca antes había visto. La blancura mortecina que lucía en Torre del Alce había adquirido un tono amarillento en las montañas, pero ahora su color era cadavérico. Tenía los labios resecos y agrietados, y las pestañas ribeteadas de amarillo. Y seguía estando caliente al contacto.
—¿Bufón? —pregunté en voz baja, pero no respondió. Seguí hablando, con la esperanza de que me oyera—. Te voy a levantar para cargar contigo. El terreno es resbaladizo, y si patino, nos caeremos hasta el fondo. Así que cuando te tenga en mis brazos, tendrás que quedarte muy, muy quieto. ¿Entendido?
Inspiró ligeramente más fuerte. Lo tomé por un sí. Me arrodillé a su lado y colé las manos y los brazos debajo de su cuerpo. Cuando me enderecé, la cicatriz de mi espalda protestó encolerizada. Sentí cómo afloraban las gotas de sudor a mi rostro. Me quedé de rodillas por un momento, con el bufón en mis brazos, resistiendo el dolor y recuperando el equilibrio. Moví una pierna para tomar impulso, intenté levantarme despacio, pero al hacerlo empezaron a moverse piedras a mi alrededor. Combatí el poderoso impulso de agarrar con fuerza al bufón y salir corriendo. El repiqueteo y matraqueo del esquisto suelto era incesante. Cuando por fin se detuvo, temblaba a causa del esfuerzo que me suponía permanecer tan inmóvil. Estaba hundido hasta los tobillos en las piedras.
—¿Traspié Hidalgo?
Volví la cabeza despacio. Kettricken y Hervidera nos habían dado alcance. Estaban de pie colina arriba desde mi posición, lejos de la zona de piedras sueltas. Las dos parecían consternadas por lo peliagudo de mi posición. Kettricken fue la primera en recuperarse.
—Hervidera y yo intentaremos pasar por encima de vosotros. Quedaos donde estáis y no os mováis. ¿Ha cruzado ya Estornino con las jeppas?
Conseguí asentir con la cabeza. Me faltaba la saliva necesaria para articular palabra.
—Voy a buscar una cuerda y enseguida vuelvo. Tardaré lo menos posible.
Volví a asentir. Tenía que contorsionarme para verlas, de modo que me quedé inmóvil. Tampoco miré abajo. El viento soplaba a mi alrededor, las piedras se estremecían bajo mis pies, y miré al bufón a la cara. No pesaba demasiado para tratarse de un hombre adulto, siempre había sido delgado y menudo, dependiente de su lengua para defenderse, más que de sus puños y sus músculos. Pero conforme pasaba el tiempo con él en mis brazos, se volvía cada vez más pesado. El círculo de dolor que ardía en mi espalda se expandía y de alguna manera conseguía que me dolieran los brazos con él.
Sentí cómo se revolvía ligeramente en mis brazos.
—Quieto —susurré.
Abrió los ojos con dificultad y me miró. Su lengua pugnó por humedecerle los labios.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó con voz cascada.
—Estamos quedándonos muy quietos en medio de una avalancha —susurré.
Tenía la garganta tan seca que me costaba hablar.
—Me parece que puedo ponerme de pie —ofreció sin convicción.
—¡No te muevas! —le ordené.
Tomó aliento con fuerza.
—¿Por qué siempre estás cerca cuando me meto en este tipo de problemas? —se preguntó con voz ronca.
—Te podría preguntar lo mismo —repuse injustamente.
—¿Traspié?
Giré mi espalda dolorida para mirar a Kettricken, silueteada contra el firmamento. Había una jeppa a su lado, la guía. Llevaba un rollo de cuerda colgado del hombro. El otro extremo estaba sujeto a los arneses de la jeppa.
—Te voy a lanzar esta cuerda. No intentes agarrarla al vuelo, deja que pase por tu lado, cógela del suelo y enróllatela a la cintura. ¿Entendido?
—Sí. —No pudo escuchar mi respuesta, pero asintió dándome ánimos. En un momento la cuerda pasó oscilando y desenroscándose junto a mí. Desplazó un montoncito de guijarros, cuyo movimiento bastó para encogerme el estómago. La cuerda quedó tendida sobre la roca, a menos de un brazo de distancia de mi pie. La observé y sentí la desesperación en los labios. Hice acopio de fuerza de voluntad.
—Bufón, ¿puedes sujetarte a mí? Tengo que coger la cuerda.
—Me parece que puedo ponerme de pie —ofreció de nuevo.
—A lo mejor tienes que hacerlo —concedí a regañadientes—. Estate preparado. Pero en cualquier caso, agárrate a mí.
—Sólo si me prometes que tú te agarrarás a la cuerda.
—Haré lo que pueda —prometí solemnemente.
Hermano, se han detenido donde acampamos anoche. De los seis hombres…
¡Ahora no, Ojos de Noche!
Tres han bajado por donde tú, y tres se han quedado con los caballos.
¡Ahora no!
El bufón movió los brazos para agarrarse torpemente a mis hombros. Las dichosas mantas que lo arropaban estaban donde menos falta me hacía que estuvieran. Sujeté al bufón con el brazo izquierdo y liberé como pude el derecho sin sacarlo de debajo de él. Combatí el ridículo impulso de echarme a reír. Todo era tan estúpidamente torpe y peligroso. Jamás se me hubiera ocurrido pensar que podría morir de esta manera. Miré al bufón a los ojos y vi en ellos el mismo pánico histérico.
—Preparado —le dije, y me agaché en dirección a la cuerda.
Todos los músculos de mi cuerpo chirriaron y se agarrotaron. Mis dedos se quedaron a un palmo de la cuerda. Miré de reojo hacia el lugar donde Kettricken y la jeppa nos esperaban ansiosas. Se me ocurrió que no tenía ni idea de lo que haría cuando cogiera el cabo. Pero tenía los músculos demasiado dados de sí como para pararme a preguntar nada. Empujé la mano hacia la cuerda mientras sentía cómo mi pie derecho empezaba a patinar.
Todo ocurrió al mismo tiempo. El abrazo del bufón se tensó convulsivamente cuando toda la ladera que teníamos a nuestros pies pareció ponerse en movimiento. Así la cuerda pero seguí resbalando cuesta abajo. Antes de que se tensara el cabo, conseguí darle una vuelta alrededor de mi muñeca. Sobre nosotros y hacia el este, Kettricken arreó a la fiable jeppa. Vi cómo trastabillaba el animal al soportar nuestro peso. Clavó las patas y siguió avanzando por la zona de caída. La cuerda se tensó más todavía, clavándose en mi muñeca y mi mano. No la solté.
No sé cómo logré mantener el equilibrio, pero lo hice, y conseguí dar unos cuantos pasos titubeantes mientras la pendiente seguía desmenuzándose bajo mis pies. Me encontré oscilando como un péndulo ralentizado, con la cuerda tirante proporcionándome la resistencia necesaria para mantenerme en pie sobre la corriente de piedras que rodaban a mi alrededor. De repente encontré suelo firme. Tenía las botas llenas de diminutos guijarros, pero los ignoré mientras me mantenía agarrado a la cuerda y cruzaba firmemente la zona de caída. Ya estábamos muy por debajo de la senda original que había elegido. Me negué a mirar abajo y ver cuan cerca estábamos del borde. Me concentré en seguir sujetando torpemente al bufón y la cuerda y mantener los pies en movimiento.
De improviso, estuvimos fuera de peligro. Me encontré en una zona de rocas de mayor tamaño, libre del esquisto suelto que había estado a punto de acabar con nuestras vidas. Sobre nosotros, Kettricken seguía avanzando constantemente y nosotros con ella, hasta descender a la carretera, benditamente llana. Pocos minutos más tarde estábamos en suelo liso y nevado. Solté la cuerda y me agaché despacio con el bufón. Cerré los ojos.
—Ten. Bebe un poco de agua.
Era la voz de Hervidera, que me ofrecía un pellejo de agua mientras Kettricken y Estornino me quitaban al bufón de los brazos.
Bebí el agua y me quedé tiritando unos momentos. Sentía el cuerpo entero lleno de magulladuras. Cuando me senté para recuperar el aliento, una idea destelló en mi cabeza. Me puse en pie de repente, trastabillando.
—Seis jinetes, y tres han bajado por donde yo, me dijo.
Mis balbuceos propiciaron que todas las miradas se posaran en mí. Hervidera estaba obligando a beber al bufón, pero éste no parecía encontrarse mucho mejor. La anciana tenía los labios fruncidos a cauta de la preocupación y la contrariedad. Sabía cuáles eran sus temores. Pero el miedo que me había infundido el lobo era más inmediato.
—¿Qué has dicho? —me preguntó amablemente Kettricken, y comprendí que mis pensamientos divagaban de nuevo.
—Ojos de Noche estaba siguiéndolos. Seis hombres a caballo, un animal de carga. Se detuvieron en nuestro campamento. Y dice que tres de ellos han bajado igual que yo.
—¿A la ciudad? —preguntó lentamente Kettricken.
A la ciudad, respondió Ojos de Noche. Me heló la sangre ver cómo asentía Kettricken, como para sus adentros.
—¿Cómo es posible tal cosa? —preguntó suavemente Estornino—. Hervidera nos dijo que el indicador surtió efecto contigo únicamente porque estabas versado en la Habilidad. A los demás no nos afectó.
—Deben de ser hábiles —musitó Hervidera.
Me dirigió una mirada inquisitiva.
Sólo había una posible respuesta.
—La camarilla de Regio.
Me estremecí.
El vértigo del miedo se adueñó de mí. Estaban tan espantosamente cerca, y sabían cómo hacerme tanto daño. Un abrumador miedo al dolor inundó mi mente. Combatí el pánico.
Kettricken me dio una palmada en el brazo, incómoda.
—Traspié. No sortearán fácilmente esa cuesta. Con mi arco, puedo abatirlos según vayan apareciendo.
Esas palabras, en boca de Kettricken. Resultaba irónico que mi reina se ofreciera a proteger al asesino real. De algún modo eso me infundió valor, aunque sabía que su arco no era rival para la camarilla.
—No hace falta que vengan aquí para atacarme. O a Veraz. —Inspiré hondo, y de repente escuché un hecho añadido a mis palabras—. No es preciso que nos sigan físicamente hasta aquí para atacarnos. Entonces ¿para qué recorrer todo este camino?
El bufón se incorporó sobre un codo. Se pasó una mano por el semblante ceroso.
—Quizá no hayan venido hasta aquí siguiendo tus pasos —sugirió lentamente—. Quizá busquen otra cosa.
—¿El qué? —quise saber.
—¿Qué trajo aquí a Veraz? —preguntó.
Su voz era débil pero parecía estar meditando con suma atención.
—¿La ayuda de los vetulus? Regio nunca creyó en ellos. Para él sólo eran una manera de quitarse a Veraz de en medio.
—Es posible. Pero sabía que el rumor de la muerte de Veraz era invención suya. Tú mismo has dicho que su camarilla te acechaba y espiaba. ¿Para qué, mas que para descubrir el paradero de Veraz? A estas alturas, debe de preocuparle tanto como a la reina el hecho de que Veraz no haya regresado. Regio debe de preguntarse qué misión era tan importante como para que el bastardo renunciara a sus deseos de asesinarlo para embarcarse en ella. Mira a tu espalda, Traspié. Has dejado un reguero de sangre y caos. Seguro que Regio se pregunta adonde conduce.
—¿Por qué querrían bajar a la ciudad? —pregunté. Después se me ocurrió una pregunta aún más preocupante—. ¿Cómo sabían cómo bajar a la ciudad? Yo me topé con ella, pero ¿y ellos?
—Quizá sean mucho más fuertes que tú con la Habilidad. Quizás el indicador hablara con ellos, o quizá llegaran aquí sabiendo mucho más que tú.
Hervidera hablaba tentativamente, pero no había mucho lugar para «quizás» en su voz.
De pronto lo vi todo claro.
—No sé por qué han venido. Pero sí sé que los mataré a todos antes de que puedan alcanzar a Veraz, o causarme más problemas.
Me puse de pie.
Estornino se quedó sentada, mirándome con fijeza. Creo que comprendió en ese momento lo que yo era. No era un romántico principito exiliado que algún día terminaría por acometer alguna tarea heroica, sino un asesino. Y ni siquiera demasiado competente.
—Antes descansa un poco —me recomendó Kettricken.
En su voz había firmeza y aceptación.
Meneé la cabeza.
—Ojalá pudiera. Pero debo aprovechar la oportunidad que me ofrecen. No sé hasta cuándo seguirán en la ciudad. Espero que pasen allí algún tiempo. No pienso ir a su encuentro, veréis. No soy rival para ellos en la Habilidad. No puedo imponerme a sus mentes. Pero si puedo matar sus cuerpos. Si han dejado atrás caballos, guardias y suministros, les podré arrebatar esas cosas. Cuando regresen, estarán atrapados. Ni comida, ni refugio. Aquí ni siquiera hay animales que cazar, si es que recuerdan cómo se caza. No volveré a gozar de otra oportunidad igual.
Kettricken asentía a regañadientes. Estornino parecía mareada. El bufón había vuelto a acurrucarse en su lecho.
—Debería acompañarte —dijo débilmente.
Lo miré e intenté sonar serio al preguntar:
—¿Tú?
—Tengo el presentimiento…, de que debería acompañarte. De que no deberías ir solo.
—No estaré solo. Ojos de Noche me está esperando.
Sondeé brevemente y encontré a mi camarada. Tenía el vientre pegado a la nieve, no muy lejos de los caballos y los guardias. Éstos habían encendido una pequeña fogata y estaban cocinando algo. El lobo tenía hambre.
¿Cenaremos caballo esta noche?
Ya veremos, le dije. Me volví hacia Kettricken.
—¿Me prestas tu arco?
Me lo entregó a regañadientes.
—¿Sabes usarlo? —preguntó.
Era un arma de excelente factura.
—No demasiado bien, pero será suficiente. No están a cubierto y no esperan que los ataque. Con un poco de suerte, habré acabado con uno antes de que reparen siquiera en mi presencia.
—¿Piensas disparar sin anunciar antes tus intenciones? —preguntó Estornino con un hilo de voz.
Vi la desilusión reflejada en sus ojos. Cerré los míos y me concentré en el trabajo que me esperaba. ¿Ojos de Noche?
¿Quieres que empuje a los caballos por el acantilado, o sólo que los espante por el camino? Ya me han olido y se están poniendo nerviosos. Pero los hombres no hacen ni caso.
Me gustaría quedarme con sus víveres, si fuera posible. ¿Por qué me molestaba más matar a un caballo que a una persona?
Ya veremos, repuso prudente Ojos de Noche. Carne es carne, añadió.
Me colgué la aljaba de Kettricken a la espalda. El viento arreciaba de nuevo, augurando más nieve. La idea de cruzar otra vez la zona de caída hizo que se me encogiera el estómago.
—No hay otra elección —me recordé. Al levantar la cabeza vi que Estornino me rehuía con la mirada. Era evidente que había tomado mi comentario por la respuesta a su pregunta. En fin, tanto daba—. Si fracaso, vendrán a por vosotros —dije con cuidado—. Deberíais alejaros de aquí tanto como podáis; viajad hasta perder este sitio de vista. Si todo sale bien, os alcanzaremos enseguida. —Me agaché junto al bufón—. ¿Puedes andar?
—Por lo menos un trecho —dijo con abatimiento.
—Si hace falta, cargaré con él —anunció Kettricken con decisión.
La miré y creí sus palabras. Asentí sucintamente.
—Deseadme suerte —les dije, y encaré la pendiente.
—Voy contigo —anunció de pronto Hervidera. Se anudó los cordones de las botas y se puso de pie—. Dame el arco. Y sigue mis pasos.
Por un momento me quedé sin habla.
—¿Por qué? —pregunté al fin.
—Porque sé por dónde hay que cruzar esa roca. Y sé manejar el arco algo mejor que «no demasiado bien». Apuesto a que puedo abatir a dos de ellos antes de que reparen en nuestra presencia.
—Pero…
—Sabe escalar esa cuesta —observó con calma Kettricken—. Estornino, guía a las jeppas. Yo iré con el bufón. —Nos dedicó una mirada inescrutable—. Alcanzadnos en cuanto podáis.
Recordé que ya había intentando dejar atrás a Hervidera en una ocasión. Ya que iba a venir conmigo, prefería tenerla delante a que apareciera por mi espalda cuando menos me lo esperara. La fulminé con la mirada, pero asentí.
—El arco —me recordó.
—¿De verdad sabes disparar bien? —pregunté mientras se lo entregaba a regañadientes.
Una sonrisa extraña le deformó los rasgos. Contempló sus dedos torcidos.
—No te diría que sé hacer una cosa si no supiera hacerla. Todavía conservo algunas de mis antiguas habilidades —dijo en voz baja.
Emprendimos de nuevo el ascenso de la pendiente de roca. Hervidera abría la marcha, tanteando con su cayado, y yo iba detrás de ella, a una vara de distancia tal y como me había pedido. No dijo ni una palabra mientras escudriñaba el terreno a sus pies y el punto de llegada elegido. No lograba discernir qué era lo que la guiaba, pero la piedra suelta y la nieve cristalina permanecían inmutables bajo sus pasos cortos. Conseguía que pareciera tan sencillo que empecé a sentirme estúpido.
Ahora están comiendo. Y nadie monta guardia.
Transmití la información a Hervidera, que asintió con gesto adusto. Reservé para mis adentros el temor de que no fuera capaz de hacer lo que había que hacer. Una cosa era ser bueno con el arco. Disparar a un hombre mientras disfruta tranquilamente de su cena era otra bien distinta. Pensé en la objeción de Estornino y me pregunté qué clase de persona se mostraría y lanzaría un desafío antes de intentar matar a tres hombres. Acaricié la empuñadura de mi espada corta. En fin, era lo que Chade me prometió hacía tanto tiempo. Matar por mi rey, sin el honor ni la gloria del soldado en el campo de batalla. Aunque tampoco es que el honor o la gloria caracterizaran ninguno de mis recuerdos del campo de batalla.
De improviso nos vimos descendiendo desde las rocas sueltas de la zona de caída, sigilosamente y con cuidado. Hervidera habló en voz muy baja.
—Todavía falta un trecho. Pero cuando lleguemos, deja que escoja un sitio y dispare la primera flecha. En cuanto caiga el hombre, muéstrate y llama su atención. No me buscarán y podré disparar otra vez sin obstáculos.
—¿Habías hecho esto antes? —pregunté en susurros.
—No es tan distinto de nuestras partidas, Traspié. A partir de aquí, en silencio.
Supe entonces que nunca había matado de esa manera, si es que alguna vez había asesinado a otro ser humano. Empezaba a dudar de que fuera juicioso dejar el arco en sus manos. Al mismo tiempo, agradecía egoístamente su compañía. Me pregunté si no estaría perdiendo coraje.
A lo mejor es que empiezas a aprender que se caza mejor en manada.
A lo mejor.
La carretera ofrecía poca cobertura. Por encima y por debajo de nosotros, la ladera se erguía escarpada. La senda en sí era yerma y llana. Soslayamos un recodo de la montaña y su campamento apareció ante nosotros. Los caballos percibieron nuestro olor y se agitaron entre resoplidos. Pero dado que el lobo llevaba un rato poniéndolos nerviosos, los hombres no les prestaron atención. Hervidera preparó una flecha mientras caminábamos y levantó el arco. Al final, era fácil. Muerte sucia y sin sentido, sí, pero fácil. Disparó la flecha cuando nos vio uno de los hombres. Le traspasó el pecho. Los otros dos se pusieron en pie de un salto, se giraron hacia nosotros y se agacharon en busca de sus armas. Pero en ese breve espacio de tiempo, Hervidera había cargado otra flecha y la disparó mientras el impotente desventurado desenvainaba su espada. Ojos de Noche surgió de repente por la espalda del tercer hombre para derribarlo e inmovilizarlo hasta que pude rematarlo con mi espada.
Había ocurrido rápidamente, silenciosamente casi. Tres cadáveres despatarrados en la nieve. Seis caballos sudorosos e inquietos, una mula impertérrita.
—Hervidera. Comprueba si hay comida en las alforjas —le dije para sacarla de su espantoso ensimismamiento. Me miró y asintió despacio.
Me acerqué a los cuerpos para ver qué podían decirme. No lucían los colores de Regio, pero el origen de dos de ellos estaba plasmado en sus rasgos y en el corte de sus ropas. Lumbraleños. Cuando di la vuelta al tercero, casi se me para el corazón. Lo conocía de Torre del Alce. No mucho, pero sí lo suficiente como para saber que se llamaba Sebo. Me agaché contemplando su rostro inerte, avergonzado por ser incapaz de recordar nada más. Deduje que se había trasladado a Puesto Vado cuando Regio instaló allí su corte, como tantos otros sirvientes. Intenté decirme que daba igual de dónde hubiera partido, ése era el final de su viaje. Cerré mi corazón y me apliqué a mi tarea.
Tiré los cadáveres por el borde del acantilado. Mientras Hervidera registraba sus víveres y seleccionaba lo que pensaba que podríamos cargar entre los dos, despojé a los caballos de arreos y arneses, que luego lancé también al vacío. Registré sus bultos y encontré poco más aparte de ropa de abrigo. La mula cargaba únicamente con la tienda y enseres por el estilo. No había documento alguno. ¿Qué necesidad de instrucciones escritas podrían tener los miembros de la camarilla?
Llévate los caballos muy lejos por la carretera. No creo que vuelvan aquí por voluntad propia.
Toda esa carne, ¿y quieres que la espante?
Si sacrificáramos uno aquí, no podríamos comérnoslo ni cargar con él entero. La carne que dejáramos serviría para alimentar a esos tres cuando regresen. Portaban carne seca y queso. Esta noche me encargaré de que llenes bien el estómago.
Ojos de Noche no estaba demasiado contento, pero se avino a mi razonamiento. Creo que persiguió a los caballos más deprisa y más lejos de lo necesario, pero por lo menos los dejó con vida. No sabía qué posibilidades tenían de sobrevivir en las montañas. Seguramente acabarían en la barriga de algún lince de las nieves, o como carroña para los cuervos. De pronto me sentía tremendamente cansado de todo aquello.
—¿Nos ponemos en marcha? —pregunté sin necesidad a Hervidera, que asintió.
Había envuelto un buen botín de alimentos para transportarlo, pero me pregunté para mis adentros si tendría estómago para ellos. Lo poco que no pudimos cargar o que no engulló el lobo, lo tiramos al acantilado. Miré a nuestro alrededor.
—Si me atreviera a tocarlo, intentaría tirar también esa columna por el precipicio —le dije a Hervidera.
Me miró como si pensara que le estaba pidiendo que lo hiciera ella.
—Yo tampoco me atrevo a tocarlo —dijo por fin, y los dos le dimos la espalda.
La noche escapaba de las montañas mientras subíamos por el camino, con el anochecer pisándole los talones. Seguía a Hervidera y al lobo por la pendiente, casi a oscuras. Ninguno de los dos parecía atemorizado, y yo me sentía súbitamente demasiado agotado como para preocuparme de sobrevivir o no al ascenso.
—No te distraigas —me recriminó Hervidera cuando bajamos por fin de la pila de rocas y estuvimos de nuevo en la carretera.
Me agarró del brazo y apretó con firmeza. Anduvimos un rato casi completamente a oscuras, limitándonos a seguir la senda recta y llana que se extendía ante nosotros atravesando la ladera de la montaña. El lobo se adelantaba a nosotros y regresaba con frecuencia para controlar nuestros progresos. El campamento está cerca, me animo después de una de sus excursiones.
—¿Cuánto hace que te dedicas a esto? —me preguntó Hervidera un momento después.
No me molesté en fingir que no entendía la pregunta.
—Tendría unos doce años —le dije.
—¿A cuántos hombres has matado?
Su pregunta no era tan fría como sonaba. Respondí con seriedad.
—No lo sé. Mi… maestro me advirtió que no llevara la cuenta. Decía que no era buena idea.
Ésas no eran sus palabras exactas. Demasiado bien las recordaba. «Da igual cuántos sean después del primero —había dicho Chade—. Sabemos lo que somos. La cantidad no te hace ni mejor ni peor».
Pensaba ahora en el significado de sus palabras cuando Hervidera dijo a la oscuridad.
—Yo había matado una vez antes.
No contesté. Que me lo contara si quería, aunque en realidad no deseaba saberlo.
Su brazo, enganchado al mío, empezó a temblar ligeramente.
—La maté, en un arrebato. Pensaba que no podría, ella siempre había sido más fuerte. Pero yo viví y ella murió. Por eso me extinguieron y me apagaron. Me exiliaron de por vida.
Su mano encontró la mía y me la apretó con fuerza. Seguimos caminando. Frente a nosotros, divisé un diminuto fulgor. Lo más probable es que fuera el brasero, encendido fuera de la tienda.
—Era inimaginable, hacer lo que hice —dijo Hervidera con voz fatigada—. Nunca antes había ocurrido algo parecido. Oh, entre camarillas, claro, muy de tarde en tarde, rivalizando por el favor del rey. Pero yo me batí en duelo de la Habilidad con un miembro de mi propia camarilla, y acabé con su vida. Y eso era algo imperdonable.