La Ciudad
Atraviesa el Reino de las Montañas una antigua ruta comercial que no pasa por ninguna de las ciudades actuales del reino. Algunos tramos de esta vieja carretera se encuentran tan lejos del sur y del este como de la orilla del Lago Azul. La ruta no tiene nombre, nadie recuerda quién la construyó y pocos transitan siquiera los tramos que permanecen intactos. En algunos lugares la carretera ha sido destruida gradualmente por las marejadas de hielo que son frecuentes en las montañas. En otros, las inundaciones y los corrimientos de tierra la han reducido a escombros. Algunos jóvenes montañeses, impulsados por el afán de aventuras, se proponen en ocasiones seguir la senda hasta su origen. Quienes regresan lo hacen con descabelladas historias sobre ciudades en ruinas y valles inundados de humeantes lagos de azufre, y hablan también de la inhóspita naturaleza del territorio que atraviesa la carretera. Escasea la caza, dicen, y en ninguna parte hay constancia de que haya habido alguien alguna vez lo bastante impresionado como para hacer un segundo viaje hasta el final de la senda.
Caí de rodillas en la calle nevada. Me puse de pie lentamente, tanteando en busca de un recuerdo. ¿Me había emborrachado? Eso explicaría el vértigo y la debilidad que sentía. Pero no esta ciudad silenciosa que relucía con un fulgor oscuro. Miré a mi alrededor. Me encontraba en algún tipo de plaza, de pie a la sombra de un imponente monumento conmemorativo de alguna clase. Parpadeé, cerré los ojos con fuerza, los volví a abrir. La luz nebulosa me nublaba aún la vista. Apenas si alcanzaba a ver más allá de la longitud de un brazo en cualquier dirección. Esperé en vano a que mis ojos se acostumbraran a la vaga luz estelar. Pero pronto empecé a tiritar de frío, de modo que me puse a caminar en silencio por las calles vacías. Mi natural cautela fue lo primero que recuperé, seguida del tenue recuerdo de mis compañeros, la tienda, la carretera hendida. Pero entre ese recuerdo borroso y mi aparición en esta calle, no había nada.
Volví la vista atrás. La oscuridad había engullido la carretera a mi espalda. Incluso mis huellas empezaban a llenarse de blandos copos de nieve que caían lánguidamente. Pestañeé para quitarme unos copos de los ojos y miré alrededor. Vi el fulgor húmedo de las paredes de unos edificios de piedra a ambos lados de la calle. Mis ojos no acertaban a comprender aquella luz. Parecía provenir de ninguna parte y era equitativamente insuficiente. No había sombras amenazadoras ni callejones especialmente lóbregos. Pero tampoco conseguía columbrar mi destino. La altura y el estilo de las edificaciones, la dirección de las calles, seguían siendo un misterio.
Sentí cómo crecía el pánico en mi interior y lo doblegué. Las sensaciones que tenía me recordaban demasiado vividamente cómo me habían engañado con la Habilidad en la mansión de Regio. Me aterrorizaba sondear con ella por miedo a encontrar la impronta de Will sobre esta ciudad. Pero si avanzaba a ciegas, confiando en que no me estuvieran engañando, podría caer en una trampa. Al socaire de una pared, me detuve y me obligué a recuperar la compostura. Intenté recordar una vez más cómo había llegado hasta aquí, cuánto hacía que me había separado de mis compañeros y por qué. No se me ocurría nada. Sondeé con mi sentido de la Maña, intentando encontrar a Ojos de Noche, pero no percibí nada con vida. Me pregunté si realmente no habría ninguna criatura viva en los alrededores, o si es que mi sentido de la Maña volvía a fallarme. Tampoco tenía respuesta a esas preguntas. Si escuchaba, sólo oía el viento. Olía únicamente piedra mojada, nieve fresca y en alguna parte, quizá, agua de río. Se volvió a apoderar de mí el pánico y me apoyé en la pared.
La ciudad cobró vida de repente a mi alrededor. Percibí que estaba apoyado en la pared de una posada. Dentro se escuchaba un atiplado instrumento de viento y voces que entonaban una canción desconocida. Una carreta pasó por la calle, y luego una joven pareja traspuso la boca del callejón, cogidos de la mano, riendo mientras corrían. Era de noche en esta extraña ciudad, pero no dormía. Alcé la vista hacia las imposibles alturas de sus extraños edificios en espiral y vi luces encendidas en los pisos más altos. A lo lejos, un hombre llamaba a voces a alguien.
Mi corazón latía desbocado. ¿Qué me pasaba? Reuní valor y encontré la determinación necesaria para indagar y averiguar lo que pudiera sobre esta extraña ciudad. Esperé a que otra carreta cargada de barriles de cerveza pasara frente a la entrada de mi callejón y me aparté de la pared.
En ese instante todo se aquietó de nuevo, sólo hubo reluciente oscuridad. Nada de canciones y risas en la taberna; nada de transeúntes en las calles. Me atreví a llegar a la boca del callejón y miré precavidamente en ambas direcciones. Nada. Sólo la nieve, que caía húmeda y suavemente. Por lo menos, me dije, el tiempo era más apacible aquí que allí arriba en la carretera. Aunque tuviera que pasar toda la noche en la calle, no sufriría mucho.
Deambulé un rato por la ciudad. En cada intersección, tomaba el camino más amplio, y pronto vislumbré un patrón que descendía suavemente en todo momento. El olor del río se hizo más fuerte. Me detuve una vez para descansar en el borde de una gran cuenca circular que antaño podría haber albergado una fuente o un lavadero. De inmediato la ciudad cobró vida de nuevo a mi alrededor. Un viajero llegó y abrevó su caballo en la cuenca vacía, tan cerca que podría haber lo tocado con sólo estirar el brazo. No me prestó ninguna atención, pero yo sí reparé en lo extraño de su atuendo y en la curiosa forma de la alforja que llevaba el caballo. Un grupo de mujeres pasó por su lado, conversando y riendo en voz baja. Se cubrían con vestidos largos y rectos que caían suavemente desde sus hombros y se arremolinaban en torno a sus pantorrillas a cada paso. Todas tenían el cabello rubio pajizo y tierra, largo hasta las caderas, y sus botas repiqueteaban sobre el empedrado. Cuando me levanté para hablar con ellas, se esfumaron y la luz con ellas.
Otras dos veces desperté a la ciudad antes de darme cuenta de que sólo necesitaba apoyar la mano en una pared veteada de cristal. Me hizo falta una considerable cantidad de coraje pero empecé a caminar con las yemas de los dedos pegadas a los costados de los edificios. Así, la ciudad cobraba vida a mi alrededor conforme caminaba. Era de noche y seguía cayendo muda la nieve. Las ruedas de los carromatos no dejaban surcos en ella. Oí cerrarse de golpe puertas que hacía años que se habían podrido y vi personas que caminaban sin problemas por encima de un profundo cauce formado en una calle por alguna tormenta. Costaba considerarlos fantasmas cuando los veías saludarse a voz en grito. Era yo el que se paseaba entre ellos invisible y desapercibido.
Al cabo, llegué a un ancho río negro que discurría fluido a la luz de las estrellas. Varios embarcaderos espectrales se adentraban en él y dos grandes barcos flotaban anclados corriente adentro. Había luces encendidas en sus cubiertas. En el muelle aguardaban cubas y fardos a que alguien los cargara. Un grupo de personas se enfrascaba en algún tipo de juego de azar y la honradez de uno de ellos estaba siendo airadamente puesta en duda. Vestían de forma distinta a las razas de río que visitaban Gama y el idioma era diferente, pero en todo lo demás, a mis ojos, pertenecían a la misma raza. Ante mis ojos estalló una pelea que se extendió hasta convertirse en una batalla campal. Se dispersó rápidamente cuando sonó el silbato de los vigilantes nocturnos y los combatientes huyeron en todas direcciones antes de que llegara la guardia de la ciudad.
Separé la mano de la pared. Me quedé un momento en la penumbra punteada de copos de nieve, dejando que se acostumbrara mi vista. Barcos, embarcaderos, navegantes, todo había desaparecido. Pero las tranquilas aguas oscuras discurrían todavía, cubiertas de bruma. Me acerqué a la orilla, sintiendo cómo se tornaba la carretera más tosca y resquebrajada conforme avanzaba. Las aguas de este río habían crecido y cubierto esta calle, provocando sus destrozos sin que nadie se les opusiera. Cuando di la espalda al río y estudié el perfil de la ciudad, vi las tenues siluetas de espiras caídas y muros derruidos. Sondeé de nuevo a mi alrededor; seguía sin encontrar ni rastro de vida.
Encaré el río otra vez. Había algo en la configuración general del terreno que acicateaba mi memoria. No era precisamente aquí, lo sabía, pero estaba seguro de que éste era el río donde había visto a Veraz lavarse las manos y los brazos para luego sacarlos relucientes de magia. Caminé con cuidado sobre los adoquines rotos justo hasta la orilla del río. Parecía agua, olía a agua. Me agaché y me quedé pensativo. Había oído hablar de lagunas de fango bituminoso cubiertas de agua; bien sabía cómo flotaba el aceite. Quizá bajo la negra superficie fluyera otro río, uno de plateada energía. Quizá, río arriba o abajo, se encontrara el afluente de Habilidad pura que había contemplado en mi visión.
Me quité una manopla y descubrí mi brazo. Apoyé la mano en la superficie de las aguas, sintiendo su beso glacial en mi palma desnuda. Forzando mis sentidos, intenté detectar si había Habilidad bajo esa superficie; no sentí nada. Pero quizá si sumergía la mano y el brazo, los sacaría resplandecientes de poder. Me reté a descubrirlo por mí mismo.
Mi valor no daba para llegar más lejos. Yo no era Veraz. Conocía la fuerza de su Habilidad y había visto cómo su inmersión en la magia había puesto a prueba su voluntad. Yo no era rival para ella. Él había tomado la senda de la Habilidad en solitario mientras que yo… Mi mente se aferró a ese enigma. ¿Cuándo había abandonado la senda de la Habilidad y a mis compañeros? Quizá nunca. Quizá todo esto fuera un sueño. Me salpiqué la cara con agua fría. No me sentí distinto. Me clavé las uñas en la cara y rasqué hasta que me dolió. Eso no me demostró nada; tan sólo hizo que me preguntara si se podía soñar el dolor. No había encontrado ninguna respuesta en esta extraña ciudad fantasma, sólo más preguntas.
Con gran determinación desanduve mis pasos. La visibilidad era mala y la nieve tenaz se apresuraba a cubrir mis huellas. A regañadientes, toqué con los dedos la piedra de una pared. Era más sencillo seguir mi rastro de ese modo, pues la ciudad viviente tenía más indicadores que sus frías cenizas. Mientras recorría aprisa las calles nevadas, me pregunté cuánto hacía que no vivía nadie allí. ¿Estaba asistiendo a los acontecimientos de una noche acaecida hacía cien años? ¿Si hubiera llegado aquí cualquier otra noche vería los mismos sucesos, o una noche distinta sacada de la historia de la ciudad? ¿Se percibían acaso esas sombras como seres vivos ahora, era yo un frío espectro que irrumpía en sus vidas? Me obligué a dejar de pensar en cosas para las que no tenía respuesta. Tenía que seguir mi rastro hasta su origen.
O bien llegué al final de los lugares que lograba recordar o me equivoqué al tomar algún giro. El resultado era el mismo. Me encontré deambulando por una carretera a todas luces desconocida. Paseé los dedos por la fachada de una hilera de tiendas, todas ellas cerradas a cal y canto para pasar la noche. Pasé por delante de dos amantes fundidos en un abrazo en el zaguán de una casa. Un perro fantasmal se cruzó conmigo sin husmearme siquiera.
Pese a lo tibio de la noche, empezaba a tener frío. Y cansancio. Miré al cielo. Pronto amanecería. A la luz del día, quizá pudiera encaramarme a uno de los edificios y otear el terreno. Quizá al despertar recordara cómo había llegado hasta aquí. Miré alrededor tontamente en busca de algún alero pronunciado o un chamizo donde cobijarme antes de que se me ocurriera que no había ningún motivo para no entrar en cualquiera de los edificios. Aun así, me sentí extraño al elegir una puerta y colarme dentro. Al tocar una pared, vi un tenue interior. Mesas y baldas abarrotadas de fina cerámica y cristal. Un gato dormido junto a una chimenea con un banco. Cuando quité la mano de la pared, todo fue frío y oscuridad. De modo que tanteé la pared con los dedos, a punto de tropezar con los desmigajados restos de una de las mesas. Me agaché, recogí las astillas a ciegas y las eché a la chimenea. Con gran perseverancia, conseguí encender un fuego real con ellas donde ardía el fuego espectral.
Cuando ya ardía con fuerza y me incliné sobre él para entrar en calor, su luz titilante me mostró una imagen distinta de la estancia. Paredes desnudas y suelo cubierto de escombros. Ni rastro de las finas vajillas y cristalerías, aunque sí había más pedazos de madera procedentes de los estantes derrumbados tiempo ha. Di gracias a mi suerte por que estuvieran hechos de buena madera de roble, pues de lo contrario sin duda habrían sucumbido a la podredumbre hacía mucho. Decidí estirar mi capa en el suelo para resguardarme de la fría piedra y confié en que mi fuego me caldeara lo suficiente. Me tumbé, cerré los ojos e intenté no pensar en gatos fantasma, ni en los espectros que dormían en sus camas en el piso de arriba.
Procuré levantar mis muros de la Habilidad antes de quedarme dormido, pero era como intentar secarse los pies sin sacarlos del río. Cuanto más me acercaba al sueño, más me costaba recordar dónde estaban esos límites. ¿Cuánto de mi mundo era yo y cuánto las personas que me importaban? Soñé primero con Kettricken, Estornino, Hervidera y el bufón, que rastreaban con antorchas en la mano mientras Ojos de Noche corría de un lado para otro, gañendo de un lado para otro. No era un sueño reconfortante y le volví la espalda para profundizar en mi interior. O eso supuse.
Encontré la cabaña que me resultaba conocida. Conocía la sencilla habitación, la tosca mesa, la pulcra chimenea, el estrecho catre, primorosamente ordenado. Molly estaba sentada en camisón junto al hogar, meciendo a Ortiga y entonando suavemente una canción sobre las estrellas del cielo y las estrellas de mar. Yo no recordaba ninguna nana y me embelesé tanto como Ortiga. Los grandes ojos del bebé no se apartaban de la cara de Molly mientras cantaba su madre. Tenía uno de los dedos de Molly sujeto en su puño diminuto. Molly canturreaba la canción una y otra vez, pero no me parecía aburrida. Era una escena que podría contemplar durante un mes entero, un año, sin conocer el tedio. Pero los párpados de la niña pesaban, se cerraron una vez para volver a abrirse enseguida. Se cerraron por segunda vez, más despacio, y se quedaron cerrados. Sus pequeños labios fruncidos se movieron como si mamara en su sueño. Sus negros cabellos comenzaban a rizarse. Molly agachó la cabeza para rozar la frente de Ortiga con los labios.
Se levantó envarada y llevó al bebé hasta su cama. Apartó la manta, acomodó a la pequeña y volvió a la mesa para apagar de un soplido la vela solitaria que ardía en ella. A la luz de la chimenea, la vi meterse en la cama junto a la niña y echar la manta por encima de las dos. Cerró los ojos, suspiró y no volvió a moverse. Contemplé su sueño exhausto, el sueño de quien está agotado. Sentí una brusca vergüenza. Esta vida dura y adusta no era lo que deseaba para ella, menos aún para la niña. De no ser por Burrich, la vida sería todavía más dura para ellas. Huí de esa escena, prometiéndome que las cosas irían a mejor, que de algún modo conseguiría que fueran mejor para ellas. A mi regreso.
—Esperaba que las cosas fueran mejor a mi regreso. Pero no se puede confiar en tales anhelos.
Era la voz de Chade. Estaba inclinado sobre una mesa en una habitación en penumbra, estudiando un pergamino. Un candelabro iluminaba su semblante y el de la persona que estaba a su lado. Parecía cansado pero de buen humor. Tenía el cabello cano desmelenado, la camisa blanca entreabierta y por fuera del pantalón, de modo que le rodeaba las caderas como una falda. El anciano lucía fibroso y musculoso donde antes todo eran huesos. Dio un largo trago de una taza humeante y meneó la cabeza.
—Al parecer Regio no está ganando terreno en su guerra contra las montañas. Cada vez que ataca las ciudades fronterizas, las tropas del Usurpador fintan y después se repliegan. No se aprecia esfuerzo concertado alguno por apropiarse de las tierras asoladas, no hay tropas que se amasen para asediar Jhaampe. ¿A qué juega?
—Ven aquí y te lo mostraré.
Chade levantó la cabeza de su pergamino, medio divertido y medio irritado.
—Es una pregunta seria. No encontraré la respuesta en tu cama.
La mujer retiró las sábanas y se levantó para acercarse con paso suave a la mesa. Se movía como una gata al acecho. En ella la desnudez no era vulnerabilidad, sino armadura. Su largo cabello castaño, libre de las restricciones de su coleta de guerrera, le caía por debajo de los hombros. No era joven, y hacía tiempo que una espada había labrado su surco en su costado. Con todo seguía siendo asombrosa a su formidable y femenina manera. Se inclinó sobre el mapa y señaló algo.
—Mira aquí. Y aquí. Y aquí. Si fueras Regio, ¿por qué querrías atacar todos estos lugares al mismo tiempo, con tropas demasiado pequeñas como para adueñarte de ninguno?
Cuando Chade no respondió, ella señaló otro punto en el mapa.
—Ninguno de estos ataques fue inesperado. Las tropas montañesas que se habían reunido aquí se desviaron a estas dos aldeas. Una segunda fuerza fue desde este emplazamiento a esta tercera aldea. Ahora, ¿ves dónde no estaban las tropas montañesas?
—Ahí no hay nada que merezca la pena conquistar.
—Nada —convino ella—. Pero antaño había una ruta comercial que atravesaba el paso inferior, aquí, y desde allí se adentraba en el corazón de las montañas. Esquiva Jhaampe, por eso ya casi no se utiliza. Los comerciantes quieren una ruta que les permita comprar y vender en Jhaampe además de en las ciudades más pequeñas.
—¿De qué le sirve eso a Regio? ¿Pretende apoderarse de ella?
—No. No se han visto tropas en ella.
—¿Adonde conduce la senda?
—¿Ahora? A ninguna parte más que a un puñado de aldeas dispersas. Pero un contingente que quisiera avanzar deprisa podría aprovecharla.
—¿Qué dirección sigue?
—Termina en Shishoe. —La mujer indicó otro punto en el mapa—. Pero llevaría a esa hipotética banda de guerreros hasta las entrañas del territorio de las montañas. Muy por detrás de las tropas que vigilan y protegen la frontera. Al oeste de Jhaampe, por sorpresa.
—Pero ¿con qué objetivo?
La mujer se encogió de hombros, distraída, y sonrió cuando los ojos de Chade se apartaron del mapa.
—¿Para intentar asesinar al rey Eyod, quizá? Tal vez para intentar capturar de nuevo a ese bastardo que supuestamente se oculta en las montañas. Tú sabrás. Es tu especialidad, no la mía. ¿Para envenenar los pozos de Jhaampe?
Chade palideció de repente.
—Ya ha pasado una semana. Estarán en sus puestos, su plan estará ya en marcha. —Meneó la cabeza—. ¿Qué voy a hacer?
—Si por mí fuera, enviaría un mensajero veloz al rey Eyod. Un mozo a caballo. Le alertaría de que quizá haya espías a sus espaldas.
—Supongo que eso es lo mejor —convino Chade. Su voz denotaba una repentina fatiga—. ¿Dónde están mis botas?
—Tranquilízate. El mensajero partió ayer. A estas alturas los rastreadores del rey Eyod estarán sobre la pista. Tiene rastreadores muy buenos. Doy fe de ello.
Chade la escudriñó de una manera que nada tenía que ver con la desnudez de la mujer, mientras cavilaba.
—Conoces la calidad de sus rastreadores. Pero envías a uno de tus muchachos hasta su misma puerta, con una misiva redactada de tu puño y letra, para prevenirlo.
—No me pareció prudente demorar el aviso.
Chade se atusó la barba corta que le cubría el mentón.
—La primera vez que te pedí ayuda, me dijiste que trabajabas a cambio de dinero, no por patriotismo. Me dijiste que para una cuatrera, lo mismo daba un lado de la frontera que otro.
La mujer se desperezó y giró los hombros. Se volvió para encararse con él y le apoyó las manos en las caderas con confianza. Tenían casi la misma estatura.
—A lo mejor es que me has ganado para tu causa.
Los ojos verdes de Chade relampaguearon como los de un felino al acecho.
—¿Tú crees? —musitó mientras la atraía hacia sí.
Volví en mí con un sobresalto y me revolví incómodo. Me avergonzaba haber espiado a Chade, y también sentía celos de él. Aticé un poco las llamas y volví a acostarme, recordándome que también Molly dormía sola, salvo por la pequeña calidez que le procuraba nuestra hija. Era un pobre consuelo y mi sueño fue sincopado el resto de la noche.
Cuando volví a abrir los ojos, un cuadrado de dorada luz delicuescente me bañaba procedente de una ventana sin postigos. Mi fuego se había reducido a un puñado de rescoldos, pero no tenía tanto frío. A la luz del día, vi que la cámara en que me encontraba era un desastre. Me asomé a una segunda estancia, buscando una escalera que me condujera a los pisos superiores y me permitiera ver mejor el resto de la ciudad. Encontré los restos desvencijados de unos peldaños de madera que no me atreví a poner a prueba. También la humedad era mayor. La fría y húmeda piedra de las paredes y el suelo me recordaba las mazmorras de Torre del Alce. Salí del edificio para afrontar un nuevo día que casi parecía apacible. La nieve de la noche anterior formaba charcos. Me quité el gorro y dejé que la suave brisa me revolviera el cabello. Primavera, susurró una parte de mí. Se respiraba la primavera en el aire.
Esperaba que la luz diurna ahuyentara a los espectrales habitantes de la ciudad. En cambio, la luz parecía fortalecerlos. Se había empleado piedra negra con vetas de un mineral semejante al cuarzo en la construcción de los edificios, y sólo tenía que tocar cualquier parte para ver cómo cobraba vida la ciudad a mi alrededor. Mas aun cuando no tocaba nada me parecía atisbar destellos de personas, oír el murmullo de sus conversaciones y sentir el tumulto de su tránsito. Caminé durante algún tiempo, buscando un edificio alto y casi intacto que me ofreciera la vista que deseaba. A la luz del día, la ciudad se veía mucho más en ruinas de lo que me había imaginado. Se habían derrumbado cúpulas enteras y algunos edificios lucían grandes grietas reverdecidas por el musgo en sus paredes. En otros, los muros se habían caído por completo para revelar las habitaciones y llenar las calles de escombros que me veía obligado a sortear. Pocos de los edificios más altos estaban totalmente intactos y algunos se apoyaban inestables entre sí. Vi por fin un edificio adecuado con una alta espira que sobresalía entre sus vecinos y me encaminé hacia él.
Al llegar, dediqué un momento a contemplarlo. Me pregunté si habría sido un palacio. Grandes leones de piedra guardaban los escalones de la entrada. Los muros eran de la misma piedra negra reluciente que había llegado a considerar la materia prima de la ciudad, pero pegadas a ellos había siluetas de personas y bestias recortadas en algún tipo de piedra blanca y brillante. El marcado contraste del blanco sobre el negro y la majestuosa escala de estas imágenes las volvía impresionantes. Una mujer gigantesca empujaba un arado tras una yunta de bueyes monstruosos. Una criatura alada, tal vez un dragón, ocupaba toda una pared. Subí lentamente los amplios escalones de piedra hasta la entrada. Me pareció que mientras lo hacía, el murmullo de la ciudad se volvía más frenético e insistentemente real. Un joven sonriente bajó corriendo los escalones, con un pergamino en la mano. Me aparté para no tropezar con él, pero cuando pasó junto a mí no sentí el menor indicio de su ser. Me volví para seguirlo con la mirada. Sus ojos eran amarillos como el ámbar.
Las grandes puertas de madera estaban cerradas y trancadas, pero tan podridas que bastó un cauto empujón para soltar la cerradura. Una de las puertas se abrió mientras la otra se vencía chirriante sobre sus goznes hasta derrumbarse en el suelo. Escudriñé el interior antes de aventurarme dentro. Unas resquebrajadas y polvorientas ventanas de grueso cristal admitían la luz invernal. En el aire danzaban motas de polvo levantadas por la puerta caída. Esperaba ver murciélagos, o palomas, o alguna rata huidiza. No había nada, ni siquiera un olor que señalara la presencia de animales. Al igual que la senda, las bestias rehuían la ciudad. Mis botas dejaban marcas en el suelo cubierto de polvo.
Vi los andrajos de antiguas colgaduras, un banco de madera derruido. Contemplé un techo que se elevaba muy por encima de mi cabeza. Por sí sola, esta cámara podría haber contenido el campo entero de prácticas de Torre del Alce. Me sentía enano. Frente a mí, al otro lado de la cámara, había unos escalones de piedra que se adentraban en las tinieblas. Mientras me acercaba a ellos, oí el atareado murmullo de conversaciones, y de improviso las escaleras se llenaron de personas altas con túnicas que iban y venían. La mayoría portaba pergaminos o papeles, y el tono de su conversación indicaba que discutían sobre asuntos de importancia. Eran sutilmente distintas de otras personas que hubiera visto. El color de sus ojos era demasiado brillante; los huesos de sus cuerpos eran alargados. Pero por lo demás parecían gente corriente. Decidí que ésa debía de haber sido una sala de justicia o de mando. Sólo tales asuntos trazaban surcos así en tantas caras y fruncían de ese modo tantos ceños. Había varias personas vestidas con túnicas amarillas y pantalones negros, con una especie de placa emblemática sobre los hombros, y supuse que debían de ser oficiales. Mientras subía primero una escalera, y luego otra al llegar a la segunda planta, vi cada vez más túnicas amarillas.
Las escaleras gozaban de luz gracias a las amplias ventanas que había en cada rellano. Desde la primera vi sólo el piso superior del siguiente edificio. En el segundo rellano pude ver algunos tejados. Hube de atravesar la tercera planta antes de llegar a otra escalera. A juzgar por los generosos harapos que adornaban las paredes, este piso debía de haber sido más opulento todavía. Empecé a percibir mobiliario espectral además de personas, como si aquí la magia fuera más fuerte. Me atuve a los márgenes de los pasillos, reticente a sentir el noroce de la gente que caminaba a mi alrededor. Había varios bancos acolchados que auguraban largas esperas, otro indicio de oficialidad, y muchos escribanos menores sentados en mesas donde tomaban nota de la información contenida en los pergaminos que les presentaban.
Subí otro tramo de escaleras, pero una inmensa ventana de cristal tintado frustró mi búsqueda de una vista nítida de la ciudad. La imagen plasmada en la ventana mostraba una mujer y un dragón. No parecían estar enfrentados, sino que más bien parecían estar conversando. La mujer de esta ventana tenía el pelo y los ojos negros, y ceñía su frente una banda de rojo brillante. Portaba algo en su mano izquierda, aunque no podría decir si se trataba de un arma o de un bastón de mando. El inmenso dragón lucía un collar enjoyado, pero ni su postura ni su aspecto sugerían que estuviera domesticado. Contemplé fijamente la ventana, la luz que avivaba sus polvorientos colores, durante varios minutos antes de proseguir mi camino. Sentía que tenía un significado que me eludía. Finalmente le di la espalda para explorar esta cámara superior.
Esta planta estaba mejor iluminada que las demás que había visto. Era una sola cámara abierta, enorme, pero considerablemente más pequeña que la planta principal. Altas y estrechas ventanas de límpido cristal se alternaban con franjas de pared ostentosamente adornadas con frescos de batallas y escenas de la vida en el campo. Las obras de arte me llamaban la atención, pero me propuse dirigir mis pasos hacia otra escalera. Ésta no era amplia, sino una espiral que esperaba que me condujera hasta la torre que había atisbado desde el exterior del edificio. Los espíritus de la ciudad parecían ser menos numerosos aquí.
El ascenso resultó ser más largo y empinado de lo que me esperaba. Me desabroché el abrigo y la camisa antes de llegar a la cima. La sinuosa escalera estaba iluminada a intervalos por ventanas apenas más anchas que troneras. En una de ellas había una joven asomada a la ciudad, con un aire de desesperanza en sus ojos de color lavanda. Parecía tan real que me descubrí pidiéndole perdón al esquivarla. No me prestó atención, naturalmente. De nuevo tuve la espeluznante sensación de que aquí el fantasma era yo. En esta escalera había contados rellanos y puertas de habitaciones, aunque éstas estaban cerradas con llave y el tiempo parecía haber sido más clemente. El aire seco de los niveles superiores había conservado la madera y el metal. Me pregunté qué habría tras su fortaleza imperturbada. ¿Rutilantes tesoros? ¿El verdadero conocimiento? ¿Huesos pulverizados? Ninguna cedió ante mis empujones, y mientras continuaba subiendo, esperé no toparme con una puerta cerrada en lo alto de la torre.
La ciudad entera era un misterio para mí. La vida espectral con que bullía contrastaba con su absoluto abandono actual. No había visto señales de batalla; los únicos trastornos que se apreciaban parecían deberse a movimientos de tierra. Pasé junto a más puertas cerradas; sabría Eda lo que había tras ellas. Nadie cierra una puerta con llave a menos que espere volver. Me pregunté adonde habían ido los habitantes de esta ciudad que todavía deambulaban por ella como fantasmas. ¿Por qué se había abandonado esta ciudad fluvial, y cuándo? ¿Habría sido éste el hogar de los vetulus? ¿Serían éstos los dragones que había visto en los edificios y en la ventana de cristal tintado? Hay personas a las que les gustan los rompecabezas; a mí éste me proporcionaba una jaqueca con la que sazonar el hambre que me acuciaba desde el alba.
Llegué por fin a la cámara superior de la torre. Se abría todo a mi alrededor, una sala redonda de techo abovedado. Dieciséis paneles constituían las paredes del cuarto, y ocho eran de grueso cristal, sucio y agrietado. Atenuaban la luz invernal que se filtraba hasta la estancia, tornándola a un tiempo luminosa y lóbrega. Una de las ventanas se había roto y sus fragmentos descansaban tanto dentro como fuera de la cámara, pues había un estrecho parapeto que rodeaba el exterior de la torre. Había una gran mesa redonda derrumbada parcialmente en el centro del cuarto. Dos hombres y tres mujeres, todos ellos armados con punteros, gesticulaban hacia donde la mesa había dominado antaño la cámara, discutiendo sobre algo. Uno de los hombres parecía bastante enfadado. Rodeé la mesa fantasma y a sus burócratas. Una puerta estrecha se abrió con facilidad a la balconada.
Había una barandilla de madera que rodeaba el borde del parapeto, pero no me inspiraba confianza. Di una vuelta despacio a la torre, debatiéndome entre el asombro y el miedo a caer. En la cara sur, se desplegó ante mí un amplio valle fluvial. A lo lejos se divisaba la silueta de unas colinas de color azul oscuro que sostenían el pálido cielo de invierno. El río serpenteaba, una culebra gorda y parsimoniosa, a través de la región más próxima del valle. En la distancia vi otras ciudades ribereñas. Más allá del río había un vasto valle verde, densamente arbolado y poblado de diminutos caseríos que aparecían y desaparecían cuando zangoloteaba la cabeza para despejar mis ojos de fantasmas. Vi un amplio puente negro que cruzaba el río y la carretera que continuaba al otro lado. Me pregunté adonde conduciría. Por un instante fugaz, vi brillantes torres que destellaban a lo lejos. Alejé los fantasmas de mi mente y vi un lago lejano, brumoso a la delicuescente luz del sol. ¿Estaría Veraz en algún lugar de esos confines?
Mi mirada derivó hacia el sudeste y se desorbitó ante lo que allí había. Quizá ésa fuera la respuesta a algunas de mis preguntas. Toda una sección de la ciudad había desaparecido. Desaparecido sin más. No había allí montones de ruinas ni escombros ennegrecidos por el fuego. Tan sólo una enorme y abrupta fractura se abría en la tierra, como si un gigante descomunal hubiera utilizado su inmensa azada para partirla en dos. El río la había inundado, una resplandeciente lengua de agua que invadía la ciudad. Los restos de los edificios se erguían aún en el borde, las calles acababan de pronto en el agua. Mis ojos trazaron esta enorme herida en la tierra. Aun a esa distancia, vi que la enorme grieta se extendía más allá de la orilla lejana del río. La destrucción se había clavado como una lanza en el corazón de la ciudad. Las aguas plácidas refulgían argénteas bajo el cielo invernal. Me pregunté si habría sido un terremoto inesperado lo que había aniquilado la vida en este lugar. Meneé la cabeza. Había demasiados edificios en pie. Sin duda había sido una enorme catástrofe, pero eso no bastaba para explicar la muerte de la ciudad.
Caminé despacio hasta la cara norte de la torre. La ciudad se extendía a mis pies, y más allá de ella vi viñedos y campos de trigo. Y más allá de éstos, una extensión de bosque hendida por la carretera. A varios días a caballo se erguían las montañas. Volví a sacudir la cabeza. Por lo que sabía, debía de haber llegado por ese camino, pero no recordaba el viaje en absoluto. Apoyé la espalda en la pared y me pregunté qué hacer. Si Veraz estaba en alguna parte de esta ciudad, no percibía su presencia por ningún lado. Ojalá pudiera recordar por qué me había separado de mis compañeros y cuándo. Ven conmigo, ven conmigo, susurraban mis huesos. Una fatiga abrumadora se adueñó de mí y anhelé tenderme simplemente donde estaba y dejarme morir. Intenté decirme que era la corteza feérica. Parecían más bien las secuelas de un fracaso constante. Regresé a la sala central para resguardarme del viento glacial.
Al entrar por la ventana rota, un palo rodó bajo mis pies y estuve a punto de caer. Cuando me recobré, miré al suelo y me extrañó no haberlo visto antes. En la base de la ventana rota se apreciaban los restos de una fogata. El hollín había ensuciado parte de los cristales que se aferraban a un costado del marco de la ventana. Me agaché para tocarlo con cuidado; aparté el dedo manchado de negro. No era demasiado reciente, pero tampoco tenía más que unos pocos meses de antigüedad; de lo contrario, las tormentas de invierno lo habrían borrado. Me aparté e intenté obligarme a pensar. El fuego se había alimentado de madera, pero también había incluido ramitas de árboles o arbustos. Alguien había subido esas ramas hasta aquí, deliberadamente, para encender este fuego. ¿Por qué? ¿Por qué no aprovechar los restos de la mesa? ¿Y por qué subir tan arriba para encender una fogata? ¿Para disfrutar de la vista?
Me senté junto a los restos de la fogata e intenté pensar. Cuando apoyé la espalda en la pared de piedra, los airados fantasmas que rodeaban la mesa cobraron más sustancia. Uno de ellos gritó algo a otro y trazó una línea imaginaria con su puntero sobre la mesa derruida. Una de las mujeres se cruzó de brazos y pareció obstinarse, en tanto otra sonreía fríamente y tamborileaba encima de la mesa con su vara. Me maldije por estúpido, me puse en pie de un salto y corrí a examinar los antiguos restos de la mesa.
En cuanto percibí que era un mapa, me convencí de que había sido Veraz el que encendió el fuego. Una sonrisa bobalicona iluminó mi rostro. Estaba claro. Una torre de altas ventanas desde la que se dominaba toda la ciudad y la región circundante, y en el centro de la estancia, una gran mesa con el mapa más peculiar que había visto en mi vida. No estaba dibujado sobre papel, sino que estaba hecho de arcilla para imitar las ondulaciones del terreno. Se había resquebrajado con el desplome de la mesa, pero pude ver cómo se había señalado el río con relucientes trocitos de cristal negro. Había diminutas maquetas de los edificios de la ciudad junto a las carreteras rectas como flechas, fuentes diminutas llenas de pedacitos de cristal azul, incluso ramas con hojas de lana verde que representaban los árboles más grandes. A intervalos por toda la ciudad había pequeños cristales de piedra pegados al mapa. Supuse que representaban puntos de orientación. Todo estaba allí, aun minúsculas teselas que indicaban los puestos del mercado. Pese a su ruina, el grado de detalle era un prodigio para la vista. Sonreí, convencido de que meses después del regreso de Veraz a Torre del Alce habría una mesa y un mapa parecidos en su torre de la Habilidad.
Me incliné sobre él, haciendo caso omiso de los fantasmas, para rastrear mis pasos. Localicé sin problemas la torre del mapa. Quiso la suerte que esa sección del mapa estuviera muy dañada, pero aun así estaba bastante seguro de que mis dedos recorrían exactamente el camino que habían seguido mis pasos la noche anterior. De nuevo me maravillé ante la rectitud de las carreteras y la precisión de sus intersecciones. No sabía con seguridad dónde había «despertado» la noche antes, pero pude seleccionar una sección no demasiado extensa de la ciudad y afirmar con seguridad que estaba dentro de ese cuadrado. Volví la mirada hacia la torre y memoricé meticulosamente el número de cruces y giros que debía dar para regresar a mi punto de partida. Quizá una vez allí, si buscaba por los alrededores, pudiera encontrar algo que reavivara mis recuerdos de los días perdidos. Deseé tener papel y pluma para dibujar un boceto de la zona circundante. Al hacerlo, el significado de la fogata se me desveló de inmediato.
Veraz había empleado un tizón para dibujar su mapa. ¿Pero en qué? Miré alrededor y no vi colgaduras en las paredes. El espacio entre las ventanas mostraba sólo bloques de piedra blanca, grabados con… Me levanté para echar un vistazo más de cerca y me maravillé una vez más. Apoyé la mano en la fría piedra blanca y me asomé a la sucia ventana que había al lado. Mis dedos trazaron el río que se veía a lo lejos hasta encontrar la suave línea de la carretera que lo cruzaba. La vista de cada ventana estaba plasmada en el panel adyacente. Los diminutos glifos y símbolos podrían ser nombres de ciudades o edificios. Froté la ventana, pero casi toda la suciedad estaba en el exterior.
El significado de la ventana rota era obvio de repente. Veraz había roto ese cristal para ver mejor lo que había al otro lado y luego había encendido la fogata y utilizado una rama carbonizada para copiar algo, seguramente en el mapa que llevaba encima desde que salió de Torre del Alce. Pero ¿qué? Me acerqué a la ventana rota y estudié los paneles que la flanqueaban. Una mano había frotado el izquierdo para quitarle el polvo. Puse mi mano sobre la huella de la palma de Veraz en el polvo. Había limpiado ese panel y se había asomado a la ventana para copiar algo. No me cabía duda de que era su destino. Me pregunté si lo que mostraba el panel coincidiría de alguna forma con los indicadores del mapa que portaba. Deseé en vano tener la copia de Kettricken conmigo para poder comparar.
Por la ventana se veían las montañas al norte. Había venido de allí. Estudié el panorama e intenté relacionarlo con el panel inscrito a mi lado. Los parpadeantes fantasmas del pasado no eran de gran ayuda. Ora contemplaba un paisaje arbolado, ora viñedos y campos de trigo. La única característica en común que tenían ambas vistas era la negra franja de la carretera que se dirigía recta como una flecha hacia las montañas. Mis dedos trazaron la carretera por el panel. En la distancia alcanzaba las montañas. Había allí unos glifos, donde divergía la carretera, y se había incrustado una diminuta cuenta de cristal en el panel.
Acerqué la cara al panel e intenté estudiar las minúsculas inscripciones. ¿Coincidían con los marcadores del mapa de Veraz? ¿Eran símbolos que reconocería Kettricken? Salí de la sala de la torre y corrí escaleras abajo, pasando junto a fantasmas que parecían cada vez más sólidos. Ahora oía sus voces nítidamente y atisbaba destellos de los tapices que algún día habían engalanado las paredes. En ellos había muchos dragones.
—¿Vetulus? —pregunté a las impasibles paredes de piedra, y el trémulo eco de mis palabras me acompañó en mi descenso.
Buscaba algo donde escribir. Los estropeados tapices eran trapos cargados de humedad que se desmenuzaban al tocarlos. La madera que encontraba estaba podrida. Derribé la puerta de una de las cámaras interiores con la esperanza de encontrar su contenido mejor conservado. Dentro, vi las paredes revestidas de baldas de madera que formaban una cuadrícula, donde cada oquedad contenía un pergamino. Parecían sustanciales, igual que los útiles de escritura que había en la mesa en el centro del cuarto. Pero mis dedos encontraron poco más que fantasmas de papel, resquebrajadizos y frágiles como la ceniza. Vi un montón de vitela fresca en un estante. Aparté la escoria para hallar finalmente un pedazo útil, no mayor que mis dos manos. Estaba tieso y amarillento, pero serviría. Un pesado tarro con tapa contenía resecos posos de tinta. Las asas de madera de los útiles de escritura habían desaparecido, pero las puntas de metal sobrevivían y su longitud me permitía asirlas con firmeza. Armado con tales suministros, regresé a la sala del mapa.
Mi saliva devolvió la tinta a la vida y afilé la pluma de metal contra el suelo hasta sacarle brillo. Reavivé los restos de la fogata de Veraz, pues la tarde se estaba nublando y ya agonizaba la luz que entraba por las ventanas. Me arrodillé frente al panel que había limpiado la mano de Veraz y copié cuanto pude de la carretera, las montañas y otros accidentes del terreno en la tira de cuero acecinado. Estudié meticulosamente las diminutas inscripciones y trasladé cuantas pude a la vitela. Quizá Kettricken supiera interpretarlas. Quizá cuando comparáramos este torpe mapa que estaba confeccionando con el que llevaba ella encima, hubiera algún rasgo en común que tuviera sentido. Era todo lo que me impulsaba a seguir. El sol se ponía en el exterior y mi fuego consistía apenas en unas pocas brasas cuando concluí finalmente mi trabajo. Contemplé los garabatos, apesadumbrado. Ni Veraz ni Cerica lanzarían exclamaciones de asombro ante mi obra. Pero tendría que bastar. Cuando estuve seguro de que la tinta se había asentado y no se correría, guardé la vitela dentro de mi camisa. No quería que la lluvia o la nieve emborronaran mis trazos.
Abandoné la torre al anochecer. Mis espectrales compañeros se habían retirado hacía tiempo para cenar y calentarse junto a la chimenea. Paseé por las calles entre decenas de personas que se dirigían a sus hogares o salían en busca de entretenimientos con que pasar la noche. Pasé junto a tabernas y posadas que parecían incendiadas de tan iluminadas y oí voces alegres procedentes de su interior. Cada vez me costaba más distinguir la realidad de calles desiertas y edificios abandonados. Resultaba especialmente descorazonador caminar con el estómago vacío y la garganta reseca frente a posadas donde los fantasmas se saciaban con espectral apetito y se saludaban con voces cordiales.
Mi plan era sencillo. Iría al río y bebería. Luego haría lo que pudiera por regresar al primer lugar que recordaba de la ciudad. Encontraría algún tipo de asubiadero en las proximidades donde pasar la noche y, al rayar el alba, encaminaría mis pasos de vuelta a las montañas. Esperaba que si seguía la senda por la que probablemente había venido, algo estimularía mis recuerdos.
Estaba arrodillado en la orilla del río, apoyado con una mano en el pavimento de piedra, bebiendo agua fría cuando apareció el dragón. En un momento el cielo sobre mí estaba despejado. Al siguiente, una luz dorada lo bañó todo y se escuchó el batir de unas alas enormes, como el paso de una bandada de faisanes en pleno vuelo. La gente que me rodeaba rompió en exclamaciones, algunas de susto y otras de asombro. La criatura descendió en picado y describió un círculo en vuelo rasante. La estela de viento que dejaba a su paso estremecía la tierra y provocaba olas en el río. Describió un nuevo círculo y, sin previo aviso, se zambulló en el río. La luz dorada que emitía se apagó y la noche pareció oscurecerse aún más.
Me aparté en un acto reflejo de la ola onírica que chapaleó contra la orilla cuando el río absorbió el impacto del dragón. A mi alrededor, todo el mundo contemplaba expectante las aguas. Seguí su mirada. Al principio no vi nada. Después la superficie del río se rompió y emergió una cabeza gigantesca, chorreando agua que resplandecía por el cuello serpentino que surgió a continuación. Todas las historias que había oído describían a los dragones como gusanos, lagartos o serpientes. Pero cuando éste salió del río y extendió sus alas chorreantes, pensé ante todo en las aves. Gráciles cormoranes surgiendo del mar tras zambullirse en busca de pescado, o faisanes de brillante plumaje, acudieron a mi mente cuando emergió la enorme criatura. Era tan grande como uno de los barcos fondeados en el río, y la envergadura de sus alas ridiculizaba el tamaño de las velas. Se detuvo en la ribera y se sacudió el agua de sus alas escamosas, aunque el término «escama» no hace justicia a las ornamentadas placas que ceñían sus alas, si bien «pluma» es una palabra demasiado etérea para describirlas. Si se pudiera forjar una pluma en oro delicadamente batido, se aproximaría quizá al plumaje del dragón.
Estaba paralizado de alborozo y asombro. La criatura me ignoró y emergió del río tan cerca de mí que, de haber sido real, me habría empapado con el agua que goteaba de sus alas extendidas. Cada gota que volvía a caer en el río llevaba consigo el inconfundible destello de la magia pura. El dragón se detuvo en la orilla, con sus cuatro patas rematadas en poderosas garras hundidas en la tierra mojada mientras plegaba las alas y anillaba su larga cola bífida. La luz dorada me bañó e iluminó la multitud congregada. Di la espalda al dragón para observar a los espectadores. En sus caras se reflejaba la bienvenida y un profundo respeto. El dragón tenía los ojos brillantes de un águila pescadora y el porte de un brioso corcel al acercarse a ellos. La gente le abrió paso, musitando deferentes saludos.
—Vetulus —dije para mí en voz alta.
Lo seguí, rozando con mis dedos las fachadas de los edificios, uno con la multitud extasiada, mientras el dragón desfilaba lentamente por la calle. La gente salía de las tabernas para sumar sus saludos y aumentaba su séquito. Era evidente que este hecho no era algo común. No sé qué esperaba descubrir siguiéndolo. No creo que pensara en nada realmente en ese momento, salvo en seguir a esa inmensa y carismática criatura. Comprendía ahora el motivo de que las calles principales de esta ciudad fueran tan amplias. No era para permitir el paso de las carretas, sino para que nada obstaculizara el camino de estos majestuosos visitantes.
Me detuve una vez ante una gran cuenca de piedra. La gente se apiñaba y se disputaba el privilegio de formar parte de una suerte de cadeneta. Caldero tras caldero subía en un bucle de cadena para verter su contenido de magia líquida en la cuenca. Cuando ésta estuvo llena a rebosar de la tremolante sustancia, el vetulus inclinó graciosamente su cuello y bebió. Quizá fuera el espectro de la Habilidad pero aun su mera visión despertaba en mí ese apetito insidioso. Dos veces más se llenó la cuenca y dos veces más la vació el vetulus antes de seguir su camino. Lo seguí, asombrado por lo que había presenciado.
Frente a nosotros se abría la colosal fractura de destrucción que arruinaba la simetría de la ciudad. Seguí a la procesión espectral hasta su borde, sólo para ver cómo se desvanecían todos por completo, hombres, mujeres y vetulus, al adentrarse despreocupadamente en el vacío. Tardé poco tiempo en quedarme solo al filo de aquella inmensa sima, escuchando únicamente el viento que susurraba sobre las aguas calmas y profundas. Aparecieron cúmulos de estrellas en el ciélo encapotado para reflejarse en el agua negra. Cualquier secreto sobre los vetulus que pudiera haber descubierto había sido tragado hacía mucho tiempo por aquel gran cataclismo.
Me di la vuelta y me alejé despacio, preguntándome adonde se dirigía el vetulus y para qué. Me estremecí de nuevo al recordar cómo había bebido de la rutilante energía plateada.
Tardé un rato en seguir mis pasos hasta el río. Una vez allí, me propuse recordar lo que había visto anteriormente en el mapa. Mi hambre era un ente hueco que matraqueaba contra mis costillas, pero decidí ignorarla mientras recorría las calles. Mi fuerza de voluntad me transportó a través de un grupo de sombras enfrentadas, pero me abandonó la determinación cuando apareció la guardia de la ciudad, irrumpiendo en las calles a lomos de sus enormes monturas. Salté a un lado para permitirles el paso y cerré los ojos ante el estrépito de sus porrazos. Por irreal que fuera, me alegré de dejar atrás esa batahola discordante. Gire a la derecha por una calle algo más estrecha y dejé atrás otras tres intersecciones.
Me detuve. Aquí. Ésta era la plaza donde aparecí arrodillado la noche anterior. Allí, ese pilar erigido en su centro, recordaba una especie de monumento o escultura que se cernía sobre mí. Me acerqué a la columna. Estaba hecha de la misma y ubicua piedra negra veteada de reluciente cristal. Para mis ojos cansados parecía resplandecer con más fuerza con la misma noluz misteriosa que emitían las demás estructuras. El tenue fulgor silueteaba en su costado inscripciones grabadas profundamente en su superficie. Caminé lentamente a su alrededor. Algunas, estaba seguro de ello, me resultaban familiares; gemelas quizá de las que había copiado esa mañana. ¿Se trataba acaso de algún tipo de señal, etiquetada con destinos según los indicadores de dirección? Acaricié uno de los glifos familiares.
La noche se deformó a mi alrededor. Una oleada de vértigo se adueñó de mí. Me aferré a la columna en busca de asidero, pero de algún modo fallé y caí de bruces. Mis manos extendidas frente a mí no encontraron nada y mi rostro se estrelló contra la nieve y el hielo. Me quedé allí tendido un momento, con la mejilla pegada a la carretera helada, parpadeando en vano, envuelto por la negra noche. Cayó sobre mí un peso cálido, sólido. ¡Hermano!, me saludó emocionado Ojos de Noche. Me tocó la cara con su morro helado y me movió la cabeza con las patas para despertarme. Sabía que volverías. ¡Lo sabía!