26

Indicadores

Si algo he aprendido en mis viajes es que los lujos de una región son cosa común en la siguiente. El pescado que no echaríamos ni a los gatos en Torre del Alce se considera un manjar en las ciudades terrales. En algunos lugares el agua es un bien escaso, en otros el curso constante del río puede suponer incluso una molestia y un peligro. Cuero elegante, cerámica delicada, cristales transparentes como el aire, pieles exóticas… todo esto he visto en tal abundancia que quienes los poseen dejan de percibir su valor.

De modo que tal vez, en cantidades suficientes, la magia se torne ordinaria. En vez de ser algo que provoque pasmo y asombro, se convierte en la materia prima de los caminos y sus indicadores, en un derroche incomprensible para quienes no la poseen.

Ese día viajé, como el anterior, por la ladera de una colina boscosa. Al principio el flanco de la colina era amplio y practicable. Podía caminar a la vista de la carretera y sólo ligeramente por debajo de ella en la ladera. Los inmensos árboles perennes contenían la mayor parte de la nieve de invierno sobre mi cabeza. El terreno era abrupto y había ocasionales pozos de nieve más profunda, pero caminar no se hacía demasiado difícil. Hacia el final de esa jornada, no obstante, los árboles comenzaron a menguar de tamaño y la pendiente de la colina se empinó pronunciadamente. La carretera se abrazaba a la ladera y yo caminaba por debajo de ella. Cuando llegó la hora de acampar esa noche, a mis compañeros y a mí nos costó trabajo encontrar un lugar llano donde clavar la tienda. Bajamos un buen trecho por la colina antes de encontrar un punto donde se alisaba. Cuando erigimos la tienda, Kettricken se quedó de pie contemplando la senda con el ceño fruncido. Sacó su mapa y estaba consultándolo a la menguante luz natural cuando le pregunté qué ocurría.

Señaló el mapa con una manopla e indicó la colina que se alzaba sobre nosotros.

—Mañana, si la carretera sigue ascendiendo y las cuestas siguen empinándose, no podrás seguir nuestro ritmo. Dejaremos los árboles atrás mañana por la tarde. El terreno será raso, abrupto y rocoso. Deberíamos proveernos de leña ahora, tanta como puedan transportar las jeppas sin fatigarse. —Arrugó el entrecejo—. Quizá debamos aminorar el paso para que no te rezagues.

—No lo haré —le prometí.

Sus ojos azules se clavaron en los míos.

—Pasado mañana, es posible que tengas que unirte a nosotros en la carretera.

Me miró fijamente.

—En ese caso, apechugaré con ello. —Me encogí de hombros e intenté sonreír pese a la intranquilidad que sentía—. ¿Qué otro remedio me queda?

—¿Qué otro remedio nos queda a ninguno? —masculló a modo de respuesta.

Esa noche, cuando terminé de fregar los cacharros, Hervidera sacó de nuevo el tapete y las piedras. Contemplé las fichas desplegadas y meneé la cabeza.

—No lo he resuelto —le dije.

—Bueno, menudo alivio. Si lo hubieras hecho, aunque fuera con ayuda de tu lobo, me habría quedado impresionada. Es un problema difícil. Pero esta noche echaremos unas cuantas partidas, y si tienes los ojos bien abiertos y agudizas el ingenio, quizá le veas la solución.

Pero no la vi, y me acosté con el tapete y las fichas colocadas en mi cabeza.

La marcha del día siguiente fue tal y como había predicho Kettricken. Al mediodía estaba abriéndome paso con dificultad en medio de abrojos y montones de rocas desnudas con Estornino pisándome los talones. Pese a lo arduo del esfuerzo que exigía el terreno, la juglaresa no cesaba de hacerme preguntas, todas acerca del bufón. ¿Qué sabía de sus padres? ¿Quién le hacía la ropa? ¿Había padecido alguna enfermedad grave? Para mí se había convertido ya en una rutina contestar proporcionándole poca o ninguna información. Esperaba que se cansara de este juego, pero era más terca que una mula. Por fin, me volví exasperado hacia ella y exigí saber exactamente qué era lo que tanto la fascinaba de él.

Asomó a su rostro una expresión extraña, como la de quien se dispone a acometer un desafío. Abrió la boca, la cerró, y ya no pudo resistirse. Sus ojos escudriñaban mi cara con avidez cuando anunció:

—El bufón es una bufona y está enamorada de ti.

Por un momento fue como si hubiera hablado en una lengua extranjera. Me quedé mirándola, intentando desentrañar el significado de sus palabras. Si no se hubiera echado a reír, quizá se me hubiera ocurrido alguna respuesta. Pero sus carcajadas me ofendieron hasta tal punto que le volví la espalda y seguí ascendiendo la empinada pendiente.

—¡Te has puesto colorado! —exclamó detrás de mí. La risa impregnaba su voz todavía—. ¡Se te nota en la nuca! ¿No lo sospechabas siquiera, después de todos estos años? ¿No te lo imaginabas?

—Es ridículo —dije sin mirar atrás.

—¿Ah, sí? ¿Qué parte?

—Todo —dije con voz glacial.

—Dime que estás completamente seguro de que me equivoco.

No me digné responder a sus provocaciones. Lo que hice fue atravesar un tupido matorral sin pararme a sujetar las ramas para ella. Sé que ella sabía que yo estaba enfadado, porque no paraba de reírse. Dejé atrás el último de los árboles y me vi frente a una pared de roca casi vertical. Apenas si había maleza y la resquebrajada piedra gris surgía de la nieve en crestas heladas.

—¡Atrás! —advertí a Estornino cuando llegó a mi lado. Miró alrededor y contuvo la respiración.

Miré hacia arriba por la empinada ladera hasta donde la carretera se inscribía en la cara de la montaña como un surco en una tabla de madera. Era el único camino seguro para sortear esa escarpada fachada montañosa. Sobre nosotros señoreaba la impracticable y rocosa pared montañosa. No era lo bastante vertical como para llamarlo acantilado. Había algunos árboles y arbustos vencidos por el viento, algunos con las raíces casi tan fuera como dentro del suelo pedregoso. La nieve se escarchaba de forma irregular en el firme. Subir hasta la senda sería todo un reto. La cuesta que atravesábamos llevaba toda la mañana volviéndose cada vez más empinada. No me debería haber cogido desprevenido, pero estaba tan obsesionado con elegir el mejor camino que hacía tiempo que no echaba un vistazo a la carretera.

—Tendremos que volver a la senda —le dije a Estornino, que asintió sin decir palabra.

Era más fácil decirlo que hacerlo. En varios lugares sentí la roca y el esquisto que resbalaban bajo mis pies, y más de una vez hube de apoyar las manos en el suelo. Estornino jadeaba detrás de mí.

—¡Sólo un poco más! —le dije cuando apareció Ojos de Noche subiendo la cuesta junto a nosotros.

Nos adelantó sin esfuerzo, avanzando a saltos hasta llegar a la orilla de la carretera. Desapareció tras su borde y luego volvió para quedarse en el borde, mirándonos. Un momento después apareció el bufón junto a él, para mirarnos con preocupación.

—¿Necesitáis ayuda?

—No. ¡Lo conseguiremos! —respondí.

Me detuve, me agazapé y me agarré al tronco de un árbol derribado para recuperar el aliento y enjugarme el sudor de los ojos. Estornino se detuvo a mi lado. Y de improviso sentí la senda sobre mí. Tenía una corriente como un río, e igual que la corriente de un río agita el aire sobre ella y lo convierte en viento, lo mismo hacía la carretera. Era un viento no de frío invernal, sino de vidas, tanto distantes como próximas. La extraña esencia del bufón flotaba en ella, y el temor que sellaba los labios de Hervidera, y la triste determinación de Kettricken. Eran tan distintas y reconocibles como lo son los sabores de distintos vinos.

—¡Traspié Hidalgo!

Estornino enfatizó mi nombre con un golpe entre los omoplatos.

—¿Qué? —pregunté distraído.

—¡No te pares! ¡No puedo aguantar aquí mucho más, tengo las pantorrillas cargadas!

—Oh.

Encontré mi cuerpo y resquilé la distancia restante que nos separaba del borde de la carretera. El torrente de la Habilidad me anunciaba sin ningún esfuerzo la presencia de Estornino a mi espalda. Podía sentirla apoyando los pies y asiéndose al raquítico sauce montañoso que crecía al filo del acantilado. Me quedé un momento al borde de la orilla de la senda. Luego bajé a la pulida superficie de la carretera, sumergiéndome en su caudal como un chiquillo en el río.

El bufón nos había esperado. Kettricken encabezaba la comitiva de jeppas y miraba hacia atrás, nerviosa, para ver cómo nos uníamos a ellas. Inspiré hondo y me sentí como si estuviera agrupando mi propio ser. Ojos de Noche, a mi lado, me tocó la mano de repente con el hocico.

Quédate conmigo, me sugirió. Percibí cómo buscaba un asidero más firme en nuestro vínculo. Me alarmó no poder ayudarle. Me miré en sus ojos profundos y de pronto encontré una pregunta.

Estás en la carretera. Pensaba que los animales no podían pisar la senda.

Soltó un estornudo de indignación. Existe una diferencia entre pensar que una acción es prudente y hacerla. Por si no te habías dado cuenta, hace días que las jeppas caminan por esta senda.

Era demasiado obvio. Entonces, ¿por qué la evitan los animales salvajes?

Porque seguimos dependiendo de nosotros mismos para sobrevivir. Las jeppas dependen de los humanos y los seguirán a cualquier peligro, da igual lo absurdo que les parezca. Por eso tampoco tienen el sentido común de escapar del lobo. En vez de huir vuelven a vosotros, los humanos, cuando las asusto. Pasa lo mismo con los caballos y las reses, que sólo nadan si la muerte les pisa los talones, cuando huyen de la hambruna o de los depredadores. Pero los humanos los convencen para que vadeen un río cada vez que les apetece ir a la otra orilla. Me parecen bastante estúpidos.

Entonces, ¿por qué estás en esta carretera?, le pregunté con una sonrisa.

No cuestiones la amistad, respondió seriamente.

—¡Traspié!

Me sobresalté y me volví hacia Hervidera.

—Estoy bien —le dije, aunque no era cierto.

Mi sentido de la Maña solía advertirme de la presencia de otros a mi alrededor. Pero Hervidera se había colocado justo a mi espalda y yo no me había percatado hasta que habló. La senda de la Habilidad embotaba mi Maña de alguna manera. Cuando no pensaba específicamente en Ojos de Noche, se convertía en una sombra borrosa en mi mente.

Serta menos que eso, si no me esforzara por permanecer a tu lado, comentó preocupado.

—No pasa nada. Sólo tengo que prestar más atención —le dije.

Hervidera supuso que me dirigía a ella.

—Sí, más te vale. —Me agarró del brazo decididamente y me instó a caminar. Los demás nos habían tomado la delantera. Estornino iba a la par del bufón y canturreaba una tonada de amor sobre la marcha, pero él me miraba con preocupación por encima del hombro. Incliné la cabeza y él me imitó sin demasiada convicción. A mi lado, Hervidera me pellizcó el brazo—. Presta atención. Habla conmigo. Dime. ¿Has resuelto ya el problema que te planteé?

—Todavía no —admití.

Los días eran más templados, pero el viento que corría ahora seguía cargado con la amenaza del hielo de las cumbres más altas. Si me paraba a pensar en ello, podía sentir el frío en mis mejillas, pero la senda de la Habilidad me impulsaba a ignorarlo. La carretera ascendía inexorablemente. Aun así, parecía caminar sin dificultad sobre su superficie. Mis ojos me decían que andábamos cuesta arriba, pero mis pasos eran tan ligeros como si estuviéramos bajando.

Otro pellizco.

—Piensa en el problema —me ordenó con aspereza—. Y no te dejes engañar. Tu cuerpo trabaja y hace frío. Que no seas consciente de ello no significa que puedas pasarlo por alto. Imponte un ritmo.

Sus palabras se me antojaban absurdas y lógicas a un tiempo. Comprendí que al colgarse de mi brazo, no sólo se estaba apoyando sino que me obligaba a aminorar el paso. Acorté y ralenticé mis zancadas para igualar el suyo.

—Los demás no parecen sufrir los efectos —le comenté.

—Cierto. Pero no son ni viejos ni sensibles a la Habilidad. Esta noche les dolerán los músculos y mañana caminarán más despacio. Esta carretera se construyó con la asunción de que quienes la transitaran serían ajenos a sus influencias más sutiles, o estarían entrenados para controlarlas.

—¿Cómo es que sabes tanto sobre la senda?

—¿Quieres saber cosas sobre mí o sobre esta carretera? —rechistó enfadada.

—Las dos cosas, en realidad.

No respondió. Transcurrido un momento, me preguntó:

—¿Recuerdas tus canciones de guardería?

No sé por qué me enojó tanto su pregunta.

—¡No lo sé! No recuerdo mi infancia, cuando las aprenden casi todos los niños. Se podría decir que en vez de eso aprendí rimas de establo. ¿Quieres que te recite las quince cualidades de un buen caballo?

—¡Recita mejor «A Jhaampe fueron seis hombres sabios»! —refunfuñó—. En mis tiempos, los niños no sólo se aprendían de memoria sus rimas, sino que sabían lo que significaban. ¡Ésta es la cuesta del poema, cachorro ignorante! ¡La que ningún hombre sabio sube para volverla a bajar!

Un escalofrío me recorrió la espalda. Ha habido contadas ocasiones en mi vida en que he reconocido alguna verdad simbólica de alguna manera que la exponía en su más aterradora desnudez. Ésta fue una de ellas. Hervidera me había aclarado algo que hacía días que sabía.

—Los hombres sabios eran hábiles, ¿verdad? —pregunté con un hilo de voz—. Seis, y cinco, y cuatro…, camarillas, y los supervivientes de esas camarillas… —Mi mente soslayó la escalera de la lógica, sustituyendo sus peldaños por intuición—. Eso es lo que ocurrió con los hábiles, los que no podíamos encontrar. Cuando la camarilla de Galeno salió huera y Veraz necesitaba más ayuda para defender Gama, entre el y yo buscamos hábiles más veteranos, personas formadas por Solícita antes de que Galeno se convirtiera en Maestro de la Habilidad —le ixpliqué a Hervidera—. Encontramos muy pocos nombres en los archivos. Y todos ellos estaban muertos o en paradero desconocido. Sospechamos traición.

Hervidera soltó un bufido.

—La traición no sería nada nuevo para las camarillas. Pero lo que ocurría más frecuentemente es que las personas que abundaban en Habilidad sintonizaban cada vez más con ella. Con el tiempo, la Habilidad las reclamaba. Si alguien era lo bastante fuerte con la Habilidad, podría sobrevivir a esta senda. De lo contrario, perecería.

—¿Y los que sobrevivían? —Hervidera me miró de soslayo, pero no dijo nada—. ¿Dónde termina esta carretera? ¿Quién la construyó, adonde conduce?

—A Veraz —respondió por fin en voz baja—. Conduce a Veraz. Tú y yo no necesitamos saber nada más.

—¡Pero tú sabes algo más! —la acusé—. Igual que yo. También conduce al origen de toda la Habilidad.

Su mirada se tornó primero preocupada, luego opaca.

—No sé nada —me dijo con aspereza. Remordida en su conciencia, añadió—: Sospecho muchas cosas, y he oído muchas verdades a medias. Leyendas, profecías, rumores. Eso es lo que sé.

—¿Y cómo es que las sabes? —insistí.

Se giró para mirarme a la cara.

—Porque estoy destinada a saberlas. Igual que tú.

Se negó a decir una sola palabra más sobre el tema. En vez de eso, me planteó hipotéticos tableros de juego y me preguntó qué movimientos haría, con piedras negras, rojas o blancas. Intenté concentrarme en la tarea, sabedor de que sólo quería ayudarme a poner mis ideas en orden. Pero ignorar la fuerza de la Habilidad de esa carretera era como ignorar un vendaval o un torrente de agua helada. Podía decidir no prestarle atención, pero eso no le ponía punto y final. Enfrascado en plantear una estrategia de juego, me preguntaba por el patrón de mis propios pensamientos y me parecían ajenos, pertenecientes a alguien a quien había sondeado de alguna manera. Aunque podía imaginar el tapete de juego ante mí, eso no detenía la galería de voces que susurraban en el fondo de mi mente.

La senda ascendía sinuosa. La montaña en sí se alzaba casi vertical a nuestra izquierda y caía casi igual de abrupta a nuestra derecha. Esta carretera discurría por donde ningún ingeniero cabal hubiera debido construirla. Las rutas de comercio se extendían por lo general entre colinas y pasos. Ésta seguía la cara de una montaña, conduciéndonos cada vez más arriba. Cuando empezó a atenuarse la luz del sol, nos habíamos quedado muy rezagados con respecto a los demás. Ojos de Noche se adelantó a nosotros y regresó trotando para informarme de que habían encontrado un lugar de descanso, amplio y llano, donde estaban montando la tienda. Con la proximidad de la noche, los vientos de la montaña afilaban sus dientes. Me consolaba la idea de descansar en un lugar caldeado e insté a Hervidera para que se apresurara.

—¿Que me dé prisa? —preguntó—. Eres tú el que nos retrasa. Aligera el paso, venga.

El último tramo antes del descanso siempre parece el más largo. Eso me decían siempre los soldados de Torre del Alce. Pero esa noche me sentía como si estuviéramos vadeando un estanque de jarabe, tanto me pesaban los pies. Creo que me paraba a cada rato. Sé que Hervidera me tiró varias veces del brazo y me dijo que siguiera adelante. Aun cuando doblamos un recodo en la cara de la montaña y vimos la tienda iluminada frente a nosotros, parecía incapaz de acelerar el paso. Como si estuviera inmerso en un sueño febril, mis ojos me acercaban la tienda y después la alejaban. Arrastraba los pies. A mi alrededor susurraban multitudes. La noche me empañaba la vista. Tenía que entornar los párpados para ver con aquel viento helado. Una muchedumbre nos adelantó en la senda, burros cargados, niñas sonrientes que portaban cestas de hilo brillante. Me di la vuelta para ver cómo pasaba junto a nosotros un campanillero. Llevaba un estante cargado sobre el hombro, y decenas de campanas de bronce de todas las formas y tamaños tintineaban y repicaban al compás de sus pasos. Tiré del brazo de Hervidera para que se diera la vuelta y mirara, pero se limitó a aferrar mi mano con una presa férrea y me arrastró hacia delante. Nos adelantó un niño que bajaba al pueblo con un cesto lleno de alegres flores de la montaña. Su fragancia era embriagadora. Me zafé de Hervidera. Corrí detrás de él, con la intención de comprar unas cuantas flores para las velas de Molly.

—¡Ayudadme! —gritó Hervidera.

Me giré para ver qué ocurría, pero no estaba a mi lado. La había perdido en medio de la multitud.

—¡Hervidera! —llamé. Miré por encima del hombro pero me di menta de que el vendedor de flores se alejaba—. ¡Espera! —le dije.

—¡Que se va! —chillaba Hervidera, con miedo y desesperación en la voz.

Ojos de Noche cargó contra mí por la espalda, golpeándome los hombros con las patas delanteras. Su peso y su velocidad me arrojaron de bruces sobre la fina capa de nieve que cubría la suave superficie de la senda. Pese a mis manoplas, me raspé las palmas de las manos y el dolor que sentí en las rodillas fue como una llamarada.

—¡Idiota! —rugí e intenté levantarme, pero me agarró un tobillo volvió a tirarme al suelo. Esta vez pude asomarme al filo del abismo. El dolor y el asombro aquietaron la noche, el gentío se desvaneció y me quedé solo con el lobo—. ¡Ojos de Noche! —protesté—. ¡Deja que levante!

Lo que hizo fue morderme la muñeca, apretar las mandíbulas y arrastrarme, aún de rodillas, lejos del borde de la carretera. No sabía que tuviera tanta fuerza, o más bien, nunca pensé que fuera a utilizarla contra mí. Le golpeé en vano con mi mano libre, sin dejar de vociferar e intentar ponerme de pie. Sentía el hilo de sangre que me recorría brazo, allí donde uno de sus colmillos había profundizado en mi carne.

Kettricken y el bufón me flanquearon de repente, me cogieron de los brazos y me incorporaron.

—¡Se ha vuelto loco! —exclamé, mientras Estornino acudía corriendo tras ellos.

Estaba pálida, tenía los ojos abiertos como platos.

—Oh, lobo —exclamó, e hincó una rodilla en el suelo para abrazarlo fuertemente.

Ojos de Noche se sentó jadeando, agradeciendo su abrazo.

—¿Qué mosca te ha picado? —le pregunté.

Me miró, pero no respondió.

Mi primera reacción fue estúpida. Me llevé las manos a las orejas. Pero nunca había sido así como escuchaba a Ojos de Noche. Gañó al reparar en mi gesto y lo oí nítidamente. El gañido de un perro.

—¡Ojos de Noche! —grité.

Se irguió sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en mi pecho. Era tan grande que casi podía mirarme directamente a los ojos. Percibí un eco de su preocupación y su desesperación, pero nada más. Sondeé hacia él con mi sentido de la Maña. No lograba encontrarlo. No podía percibir a nadie. Era como si los hubieran forjado a todos.

Miré a mi alrededor y vi sus rostros asustados, hablando, no, gritando casi, algo acerca del borde de la senda y la columna negra y qué ocurría, qué estaba pasando. Por vez primera reparé en lo torpe que era el lenguaje. Todas esas palabras aisladas, concatenadas, cada voz las pronunciaba de un modo distinto, y así era como nos comunicábamos entre nosotros. «Traspié, Traspié, Traspié», chillaban, refiriéndose a mí, supongo, pero cada voz imprimía un matiz distinto a la palabra, cada una con una imagen diferente de la persona a la que se referían y por qué necesitaban hablar conmigo. Qué desgarbadas eran las palabras, no podía concentrarme en lo que intentaban transmitir con ellas. Era como negociar con un mercader extranjero, señalando y levantando los dedos, sonriendo o frunciendo el ceño, y adivinando, adivinando siempre lo que quería decir el otro.

—Por favor —dije—. Silencio. ¡Por favor! —Sólo quería que se callaran, que cesaran sus ruidos y balbuceos. Pero el sonido de mi propia voz acaparó toda mi atención—. Por favor —repetí, maravillado por la cantidad de movimientos que debía realizar mi boca para articular ese sonido inexacto—. ¡Silencio! —dije de nuevo, y comprendí que esa palabra significaba demasiadas cosas como para tener sentido alguno. En cierta ocasión, cuando casi no conocía a Burrich todavía, me pidió que desenganchara un tiro de caballos. Era cuando todavía nos estábamos tomando la medida mutuamente, y ningún hombre cabal le encargaría una tarea así a un chiquillo. Pero lo conseguí, encaramándome a los dóciles brutos, desabrochando cada traba y hebilla reluciente hasta que el arnés quedó desmontado en el suelo. Cuando vino a ver qué me entretenía tanto, Burrich se quedó mudo de asombro pero incapaz de culparme por haber hecho lo que me pidió. En cuanto a mí, me sorprendía la cantidad de piezas que componían algo que pensaba que era una sola cosa cuando me puse manos a la obra. Así me sentía ahora. Todos esos sonidos para componer una sola palabra, todas esas palabras para sostener un pensamiento. El idioma se deleznaba en mis manos. Era la primera vez que me paraba a pensar en ello. Estaba paralizado ante ellos, tan empapado por la esencia de la Habilidad de esa carretera que el lenguaje me parecía tan infantilmente torpe como comer las gachas con los dedos. Las palabras eran lentas e inexactas, ocultaban casi tanto como revelaban.

—Traspié, por favor, tienes que… —empezó Kettricken, y tanto me enfrasqué en la consideración de cada posible significado de esas cinco palabras que no llegué a escuchar el resto de su frase.

El bufón me cogió de la mano y me llevó hasta la tienda. Me empujó hasta que me senté, y me quitó el gorro, las manoplas y el abrigo. Sin decir palabra, me puso una taza caliente en las manos. Eso podía entenderlo, pero la frenética y preocupada conversación de los demás era como la amedrentada algarabía de un gallinero. El lobo vino y se tendió a mi lado, para apoyar su enorme cabeza en mi muslo. Le acaricié la cabeza y jugué con sus suaves orejas. Se apretó contra mí como si suplicara. Le rasqué detrás de las orejas, pensando que era eso lo que quería. Era espantoso no saberlo con seguridad.

Esa noche no fui de gran ayuda para nadie. Intenté hacer mi parte de las tareas, pero los demás insistían en quitármelas de las manos. En varias ocasiones Hervidera me pellizcó, o me dio un codazo, o me gritó que despertara. Una vez me quedé tan fascinado con el movimiento de sus labios mientras me reñía que no me enteré cuando lo perdí de vista. No recuerdo qué estaba haciendo cuando sus dedos hicieron presa en mi nuca. Me agachó la cabeza y no me soltó mientras colocaba las piedras en el tapete. Me puso una piedra negra en mano. Por un momento me limité a contemplar los indicadores. Hasta que sentí de repente un cambio en mi percepción. No había espacio entre el juego y yo. Dediqué un rato a disponer mis piedras en varias posiciones. Por fin encontré el movimiento perfecto, y cuando puse la piedra en su sitio, fue como si mis oídos se destaponaran de pronto, como si el sueño abandonara mis ojos al pestañear. Miré a los que me rodeaban.

—Lo siento —musité inadecuadamente—. Lo siento.

—¿Mejor ahora? —me preguntó Hervidera en voz baja. Me hablaba como si yo fuera un bebé.

—Me siento mejor —le dije. La miré, súbitamente desesperado—. ¿Qué me ha pasado?

—La Habilidad —se limitó a decir—. No eres lo bastante diestro. Has estado a punto de seguir la senda hacia donde deja de ir. Hay allí una especie de indicador, y antes la carretera se bifurcaba en ese punto, donde un sendero bajaba al valle y el otro continuaba atravesando la montaña. El camino que baja ya no existe, desapareció hace años tras un cataclismo. En el fondo ya no hay nada más que ruinas, pero uno puede ver dónde sale la carretera de los escombros y continúa. Se pierde en otro amasijo de rocas en la distancia. Veraz no podría haber ido allí. Pero tú casi sigues su recuerdo hasta tu muerte. —Se interrumpió y me escudriñó con severidad—. En mis tiempos…, no has recibido la formación necesaria para hacer lo que has estado haciendo, menos aún para afrontar este reto. Si esto es cuanto te enseñaron… ¿Estás seguro de que Veraz vive todavía? —me preguntó de repente—. ¿De que sobrevivió él solo a esta prueba?

Decidí que uno de los dos debía dejar de guardar secretos.

—Lo he visto, en un sueño de la Habilidad. En una ciudad, rodeado de gente como la que he visto hoy. Se lavó las manos y los brazos en un río mágico y se alejó cargado de poder.

—¡Dios del pescado! —maldijo Hervidera.

En su rostro batallaban el horror y el temor reverencial.

—Hoy no nos hemos cruzado con nadie —objetó Estornino.

No me di cuenta de que estaba sentada a mi lado hasta que habló. Di un respingo, sobresaltado por que alguien pudiera estar tan cerca de mí sin que yo lo notara.

—Todos los que han hollado esta senda dejaron atrás algo de sí. Vuestros sentidos están ciegos a esos fantasmas, pero Traspié se pasea por aquí desnudo como un recién nacido. E igual de ingenuo. —Hervidera se recostó de repente contra su lecho y todas las arrugas de su semblante se hicieron más profundas—. ¿Cómo puede ser el catalizador un niño así? —preguntó, a nadie en particular—. No sabes cómo salvarte de ti mismo. ¿Cómo vas a salvar al mundo?

El bufón se apartó de su cama de improviso para tomarme de la mano. Algo parecido a la fuerza fluyó a través de mí con ese gesto reconfortante. Pese a la ligereza de su tono, sus palabras calaron hondo en mí.

—Las profecías nunca han garantizado la competencia. La persistencia sí. ¿Qué dice tu Columna Blanca? «Como gotas de lluvia caen sobre las pétreas torres del tiempo. Pero con el tiempo es siempre la lluvia la que prevalece, no la torre». Me apretó la mano.

—Tus dedos son como témpanos de hielo —le dije cuando me soltó.

—Estoy helado —convino. Recogió las rodillas sobre el pecho y se abrazó las piernas—. Helado y molido. Pero persisto.

Levanté la mirada por encima de él y encontré a Estornino con una sonrisa resabiada en los labios. Dioses, cómo me sacaba de quicio.

—Tengo corteza feérica en mi mochila —sugerí al bufón—. Da calor además de fuerza.

—Corteza feérica. —Hervidera hizo una mueca, como si fuera repugnante. Pero tras un momento de reflexión, dijo más animada—: De hecho, quizá sea buena idea. Sí. Té de corteza feérica.

Cuando saqué el narcótico de mi hato, Hervidera me lo quitó de las manos como si me pudiera cortar con él. Masculló para sí mientras medía diminutas porciones de corteza en nuestras tazas.

—He visto las dosis que ingieres —me reprochó, y preparó el té ella sola.

No puso nada de corteza feérica en el té que hizo para Kettricken, Estornino y ella.

Sorbí mi té caliente, saboreando primero el regusto acre de la corteza feérica y sintiendo después su calor en mi estómago. Su calidez vigorizante se extendió por todo mi cuerpo. Me fijé en el bufón y lo vi relajarse en su abrazo, al tiempo que comenzaban a brillarle los ojos.

Kettricken había sacado su mapa y lo estaba observando con el ceño fruncido.

—Traspié Hidalgo, estudia esto conmigo —ordenó de repente mi reina. Sorteé el brasero para sentarme a su lado. No me había acomodado todavía cuando empezó—: Creo que estamos aquí —me dijo, dedo señalaba el primer cruce del camino que aparecía señalado el mapa—. Veraz dijo que visitaría estos tres puntos marcados en mapa. Creo que cuando se dibujó este mapa, la carretera que te ponías a seguir esta noche todavía estaba intacta. Ahora ya no. Hace tiempo que no. —Sus ojos azules se clavaron en los míos—. ¿Qué supones que hizo Veraz al llegar a este punto?

Pensé un momento.

—Es un hombre pragmático. Este segundo destino no debe de estar a más de tres o cuatro días de aquí. Creo que iría allí primero buscar los vetulus. Y este tercero debe de quedar, oh, a una semana de viaje. Creo que decidiría que sería más rápido visitar antes esos dos lugares. Después, si allí no tenía éxito, volvería aquí para intentar ni encontrar un camino hasta…, lo que sea que hay allí.

Arrugó el entrecejo. Recordé cuan terso era cuando se comprometió con Veraz. Ahora rara vez la veía sin arrugas de preocupación en el rostro.

—Mi marido se fue hace mucho. No hemos tardado tanto tiempo en llegar hasta aquí. Quizá no haya regresado todavía porque está ahi abajo. Porque tardó mucho tiempo en encontrar la manera de bajar y proseguir su viaje.

—Quizá —convine preocupado—. Ten en cuenta que estamos bien pertrechados y viajamos en grupo. Cuando Veraz llegó aquí, estaba solo y carecía de víveres.

No quise decirle a Kettricken que sospechaba que había resultado herido en esa última batalla. No veía ningún motivo para acrecentar su ansiedad. Contra mi voluntad, sentí que una parte de sondeaba en busca de Veraz. Cerré los ojos y volví a cerrarme resueltamente en mi interior. ¿Me había imaginado una mancha en el caudal de la Habilidad, una sensación de poder insidioso que me resultaba demasiado familiar? Levanté mis muros de nuevo.

—¿… dividir el grupo?

—¿Cómo decís, alteza? —pregunté humildemente.

No sé si lo que brillaba en sus ojos era exasperación o temor. Me tomó de la mano y la sostuvo con firmeza.

—Escúchame —ordenó—. Digo que mañana buscaremos la forma de bajar. Si vemos algo que nos parezca prometedor, lo intentaremos. Pero creo que no deberíamos dedicar más de tres días a la búsqueda. Si no encontramos nada, seguiremos nuestro camino. Una alternativa sería dividir el grupo. Enviar…

—Creo que no deberíamos dividir el grupo —me apresuré a decir.

—No te falta razón —concedió—. Pero estamos tardando mucho tiempo, y ya hace demasiado que vivo sola con la duda.

No se me ocurrió nada que decir a eso, por lo que fingí distraerme acariciando las orejas de Ojos de Noche.

Hermano. Un susurro, nada más, pero miré a Ojos de Noche. Apoyé una mano en su pelaje, fortaleciendo nuestro lazo con el contacto. Estabas tan vacío como cualquier humano corriente. Ni siquiera podía conseguir que me sintieras.

Ya lo sé. No sé qué me ocurría.

Yo sí. Te alejas de mi parte para ir a la otra parte. Temo que te alejes demasiado y no puedas volver. Temía que hubiera pasado hoy.

¿A qué te refieres con tu parte y la otra parte?

—¿Puedes oír al lobo de nuevo? —me preguntó preocupada Kettricken.

Cuando la miré, me sorprendió ver la ansiedad de su mirada.

—Sí. Volvemos a estar unidos —le dije. Se me ocurrió una idea—. ¿Cómo sabías que no podíamos comunicarnos?

Se encogió de hombros.

—Supongo que lo deduje. Parecía tan ansioso, y tú parecías tan distante.

Tiene la Maña. ¿A que sí, mi reina?

No puedo afirmar con seguridad que se transmitiera algo entre ellos. Una vez, tiempo ha en Torre del Alce, me pareció presentir que Kettricken utilizaba la Maña. Supongo que bien pudiera haber estado empleándola entonces, pues mi propio sentido estaba tan atenuado que apenas si alcanzaba a percibir mi propio lazo animal. En cualquier caso, Ojos de Noche levantó la cabeza para observarla y ella le sostuvo la mirada sin vacilación. Con el ceño ligeramente fruncido, Kettricken añadió:

—A veces desearía poder hablar con él igual que tú. Si tuviera su velocidad y su robustez a mi disposición, podría estar más segura del estado de la carretera, tanto delante como detrás de nosotros. Quizá él pudiera encontrar un camino hasta ahí abajo, uno imperceptible para nuestros ojos.

Si pudieras conservar la lucidez el tiempo necesario para decirle lo que veo, no me importaría hacer ese trabajo.

—A Ojos de Noche le complacería ayudarte en esa tarea, mi reina —ofrecí.

Kettricken esbozó una débil sonrisa.

—Supongo que, en ese caso, si consigues prestarnos atención a los dos, podrías servirnos de enlace.

Su misteriosa repetición de los pensamientos del lobo me intranquilizó, pero me limité a asentir con la cabeza. Cada aspecto de la conversación requería ahora toda mi atención, so pena de que perdiera el hilo. Era como sentirse tremendamente cansado y tener que esforzarse continuamente para no quedarse dormido. Me pregunté si le habría costado tanto a Veraz.

Hay una forma de dominar la corriente, pero suave, suave, como domar a un potro temperamental que se rebela contra cada tirón de las riendas. Pero todavía no estás listo para hacerlo. De modo que lucha, muchacho, y mantén la cabeza fuera del agua. Ojalá hubiera otro camino para que llegaras hasta mí. Pero sólo hay esta senda, y debes seguirla… No, no me respondas. Has de saber que hay otros a la escucha, codiciosos, ya que no con el oído tan aguzado como yo. Ten cuidado.

Una vez, al describir a mi padre, Hidalgo, Veraz había dicho que cuando habilitaba era como ser pisoteado por un caballo, que Hidalgo irrumpía en su mente, vertía sus mensajes y se iba. Ahora entendía mejor lo que había querido decir mi tío. Me sentía como un pez abandonado de pronto en la orilla por una ola. Percibí una hueca sensación de vacío en el instante posterior a la partida de Veraz. Tardé un momento en recordar que era una persona. De no haberme fortalecido ya gracias a la corteza feérica, creo que me habría desmayado. Así las cosas, la droga aumentaba su presa sobre mí. Me sentía arropado por una manta cálida y suave. Mi cansancio había desaparecido, pero me sentía apagado. Apuré lo que quedaba en mi taza y esperé el brote de energía que me solía proporcionar la corteza feérica. No se produjo.

—Me parece que le has echado poca —le dije a Hervidera.

—Más que de sobra —repuso ella con aspereza.

Sonaba igual que Molly cuando pensaba que había bebido más de la cuenta.

Me preparé, esperando que mi mente se inundara de imágenes de Molly. Pero me mantuve en los márgenes de mi propia vida. No sé si me sentí aliviado o decepcionado. Ansiaba verlas, a Ortiga y a ella. Pero Veraz me había advertido… Tarde, anuncié a Kettricken:

—Veraz ha habilitado conmigo. Ahora mismo. —Me maldije por necio y mentecato cuando vi la esperanza que afloraba en su rostro—. No era un mensaje realmente —me corregí apresuradamente—. Tan sólo un recordatorio, para que procure no habilitar. Todavía piensa que podría haber alguien buscándome de esa manera.

Su semblante se demudó. Meneó la cabeza. Levantó la cabeza para inquirir:

—¿No te ha dejado ningún mensaje para mí?

—No creo que sepa que estás conmigo —dije, eludiendo su pregunta.

—Ni una palabra —musitó, como si no me hubiera escuchado. Tenía la mirada opaca cuando preguntó—: ¿Sabe cómo le he fallado? ¿Sabe lo de… nuestro hijo?

—Creo que no, mi señora. No siento ese pesar en él, y bien sé que lo lamentaría.

Kettricken tragó saliva. Lamenté la torpeza de mis palabras, y aun así, ¿me correspondía a mí dirigir palabras de consuelo y amor a su esposa? Kettricken enderezó la espalda de pronto y se puso de pie.

—Voy a traer más leña para pasar la noche —anunció—. Y a dar de comer a las jeppas. Aquí casi no tienen árboles que ramonear.

La vi cambiar el interior de la tienda por la oscuridad y el frío del exterior. Nadie dijo nada. Tras un par de alientos, me levanté y la seguí.

—No tardes —me advirtió enigmáticamente Hervidera.

El lobo salió tras mis pasos.

La noche era fría y despejada. El viento no soplaba más fuerte de lo habitual. La familiaridad ayuda a ignorar ciertas incomodidades. Kettricken no estaba recogiendo leña ni dando de comer a las jeppas. Estaba seguro de que ambas tareas se habían llevado a cabo con anterioridad. En vez de eso estaba de pie al borde de la carretera hendida, asomada a la negrura del acantilado que se abría a sus pies. Se erguía alta y firme como un soldado informando a su sargento, sin hacer ningún ruido. Sabía que estaba llorando.

Hay un momento para los modales de la corte, un momento para el protocolo formal, y un momento para la humanidad. Me dirigí a ella, apoyé las manos en sus hombros y la giré hacia mí. Irradiaba desdicha, y el lobo exhaló un gañido atiplado junto a mí.

—Kettricken —dije simplemente—. Él te quiere. No te culpará de nada. Lo lamentará, sí, pero ¿qué clase de hombre no lo haría? En cuanto a los actos de Regio, de Regio son. No cargues tú con sus culpas. No podías hacer nada para detenerlo.

Se frotó la cara con una mano y no habló. Me miraba sin verme; su rostro, una máscara pálida a la luz de las estrellas. Suspiró pesadamente, pero podía sentirla aferrada a su pesar. Rodeé a mi reina con los brazos y la atraje hacia mí, apoyando su cara en mi hombro. Le acaricié la espalda y sentí la tremenda tensión que se acumulaba en ella.

—No pasa nada —mentí—. Todo va a salir bien. Ya lo verás. Volveréis a estar juntos y tendréis otro hijo, los dos os sentaréis en el Gran Salón de Torre del Alce y oiréis cantar a los juglares. Volverá a reinar la paz, de algún modo. Nunca has visto Torre del Alce en paz. Veraz tendrá tiempo para cazar y pescar, y tú cabalgarás a su lado. Veraz reirá y gritará y rugirá por los pasillos de nuevo como el viento del norte. Perol siempre tenía que espantarlo de la cocina por coger la carne del espetón antes de que terminara de asarse, tal era el hambre que traía de sus excursiones. Entraba como un vendaval y arrancaba un muslo al primer pollo que encontraba en la cocina, eso hacía, y se lo llevaba contando historias a la sala de guardia, blandiéndolo como una espada…

Le di palmaditas en la espalda como si fuera una cría y le conté historias del hombre jovial y campechano que recordaba de mi niñez. Su frente descansaba en mi hombro y estaba completamente quieta. Entonces tosió, como si sufriera una arcada, pero fueron terribles sollozos los que surgieron de ella. Lloró tan repentina y desconsoladamente como una chiquilla que se cae y se asusta además de hacerse daño. Presentí que esas lágrimas estaban contenidas desde hacía tiempo y no hice nada por interrumpir su llanto. Seguí hablando y palmeando su espalda, sin oír casi mis propias palabras, hasta que sus hipidos comenzaron a remitir y se aquietaron sus temblores. Por fin se apartó de mí un poco para buscar un pañuelo en su bolsillo. Se enjugó la cara y los ojos y se sonó la nariz antes de intentar hablar.

—No pasa nada —dijo. Escuchar la firmeza de su fe en esas palabras hizo que se me encogiera el corazón—. Es sólo que… Me resulta muy difícil. Esperar a contarle todas estas cosas espantosas. Sabiendo cómo le van a doler. Me enseñaron tantas cosas sobre cómo ser un sacrificio, Traspié. Desde el principio, supe que tendría que soportar grandes penurias. Soy fuerte…, para cargar con ellas. Pero nadie me advirtió que podría llegar a enamorarme del hombre que eligieran para mí. Cargar con mi pena es una cosa. Herir a otra persona es algo muy distinto.

Sus palabras le constriñeron la garganta e inclinó la cabeza. Temí que empezara a llorar otra vez. Pero cuando me miró de nuevo sonreía. La luz de la luna se reflejó en las lágrimas prendidas de sus mejillas y sus pestañas.

—A veces pienso que sólo tú y yo vemos al hombre que hay detrás de la corona. Quiero que ría, y que cuente historias a gritos, y que deje sus botes de tinta destapados y sus mapas desperdigados por todas partes. Quiero que me abrace y me estreche entre sus brazos. A veces deseo tanto esas cosas que me olvido de las Velas Rojas y de Regio y… de todo lo demás. A veces pienso que si pudiéramos volver a estar juntos, todo lo demás se arreglaría. No es un pensamiento digno. Se supone que un sacrificio ha de ser más…

Un destello argénteo a su espalda me llamó la atención. Vi la columna negra por encima de su hombro. Se erguía ladeada sobre el borde irregular de la carretera, desaparecida la mitad de su soporte de piedra. No oí el resto de lo que dijo Kettricken. Me pregunté cómo podía haberla pasado antes por alto. Brillaba más que la luna sobre la nieve rutilante. Era de piedra negra veteada de cristal resplandeciente. Como un rayo de luna sobre el sinuoso río de la Habilidad. Sobre su superficie no se apreciaba escritura alguna. El viento aullaba a mi espalda cuando extendí un brazo y pasé una mano por esa piedra pulida. Me daba la bienvenida.