Estrategia
A Jhaampe fueron seis hombres sabios
Subiendo una cuesta perdieron los labios
Se convirtieron en piedra y se quedaron sin piel
Volando se fueron con alas de papel.
A Jhaampe fueron cinco hombres sabios
Andando un camino ni arriba ni abajo
Se hicieron muchos y se quedaron en uno
Todo en el momento más inoportuno.
A Jhaampe fueron cuatro hombres sabios
Estando callados entonaban sus cantos
Se postraron humildes ante su alta reina
Desaparecieron sin gloria ni pena.
A Jhaampe fueron tres hombres sabios
Luchando entronaron a su soberano
Se volvieron ufanos a subir la cuesta
Gritando cayeron sin oír respuesta.
A Jhaampe fueron dos hombres sabios
Buscando encontraron damas de amación
Cambiaron su empresa por vidas tranquilas
Serían más sabios que todos los de arriba.
A Jhaampe fue un solo hombre sabio
Volviendo la espalda a reina y corona
Cumplió su tarea y se quedó dormido
Entregando sus huesos al pétreo olvido.
A Jhaampe no fue ningún hombre sabio
Andando caminos ni arriba ni abajo
Es mucho más sabio y de más bravura
Esperar en casa a la sepultura.
—¿Traspié? ¿Estás despierto?
El bufón estaba inclinado sobre mí, con su cara pegada casi a la mía. Parecía ansioso.
—Me parece que sí.
Cerré los ojos. Centelleaban en mi mente imágenes y pensamientos. No lograba decidir cuáles me pertenecían. Intenté recordar si eso era importante.
—¡Traspié!
Ésta era Kettricken, zarandeándome.
—Que se siente —sugirió Estornino.
Kettricken se apresuró a asirme por la pechera de mi camisa y tirar de mí hasta dejarme sentado. El brusco cambio me mareó. No alcanzaba a comprender por qué querían que estuviera despierto en plena noche. Se lo dije.
—Es mediodía —dijo con aspereza Kettricken—. La tormenta no ha amainado desde anoche. —Me escudriñó atentamente—. ¿Tienes hambre? ¿Quieres una taza de té?
Mientras intentaba decidirme, se me olvidó lo que me había preguntado. Había tantas personas hablando en murmullos que no conseguía separar mis ideas de las suyas.
—Os ruego que me perdonéis —dije educadamente a la mujer—. ¿Cuál era vuestra pregunta?
—¡Traspié! —siseó exasperado el hombre pálido. Buscó algo a mi espalda y tiró de un bulto hacia sí—. Aquí hay corteza feérica, para hacer té. Se la dejó Chade. Con esto volverá en sí.
—Eso no le hace falta —espetó la anciana.
Gateó hasta mí, alargó un brazo y me agarró una oreja. La pellizcó con fuerza.
—¡Ay! ¡Hervidera! —protesté, e intenté zafarme.
No dejaba de retorcerme la oreja.
—¡Despierta! —me ordenó inflexible—. ¡Vamos!
—¡Estoy despierto! —le aseguré, y tras un segundo escrutinio, me soltó la oreja.
Mientras miraba a mi alrededor, confuso, masculló enfadada:
—Estamos demasiado cerca de esa maldita senda.
—¿Sigue nevando en la calle? —pregunté, aturdido.
—Sólo es la sexta vez que te lo repetimos —repuso Estornino, aunque percibí la preocupación que impregnaba sus palabras.
—He tenido…, pesadillas esta noche. No he dormido bien. —Paseé la mirada por el círculo de personas apiñadas alrededor del pequeño brasero. Alguien se había enfrentado al viento para conseguir un nuevo suministro de leña. Colgaba un hervidor en un trípode sobre las llamas, lleno hasta arriba de nieve fundida—. ¿Dónde está Ojos de Noche? —pregunté nada más reparar en su ausencia.
—Cazando —dijo Kettricken.
Con muy poca fortuna, me llegó un eco de las montañas.
Sentí el viento que le azotaba los ojos. Tenía las orejas pegadas a la cabeza para resguardarlas. Con esta tormenta no se mueve nada. No sé por qué me molesto.
Vuelve y entra en calor, sugerí. En ese momento, Hervidera se agachó y me pellizcó el brazo con fuerza. Di un respingo y solté un grito.
—¡Que nos prestes atención! —exclamó.
—¿Qué estamos haciendo? —pregunté mientras me quedaba sentado, frotándome el brazo.
Nada de lo que hacía nadie tenía sentido para mí.
—Esperar a que pase la tormenta —me dijo Estornino. Se acercó más a mí para fijarse en mi rostro—. Traspié, ¿qué te pasa? Tengo la impresión de que no estás aquí realmente.
—No lo sé —admití—. Me siento como si estuviera atrapado en un sueño. Si no me concentro en permanecer despierto, empiezo a sumirme de nuevo en él.
—Pues procura concentrarte —me aconsejó secamente Hervidera.
No entendía por qué estaba tan enfadada conmigo.
—A lo mejor lo que le hace falta es dormir —sugirió el bufón—. Parece cansado, y con la de brincos y chillidos que dio anoche mientras dormía, no creo que su sueño fuera nada reparador.
—Por eso descansará más estando despierto que volviendo a tener sueños como ésos —insistió implacable Hervidera. Me propinó un golpe en las costillas—. Hablanos, Traspié.
—¿De qué?
Kettricken se sumó al asalto.
—¿Soñaste anoche con Veraz? ¿Por eso estás tan aturdido esta mañana, porque anoche estuviste habilitando?
Suspiré. Uno no contesta con una mentira a una pregunta directa de su reina.
—Sí —respondí, pero al ver cómo se iluminaban sus ojos tuve que añadir—: Pero fue un sueño que te reportará escaso consuelo. Vive, en un lugar frío y azotado por el viento. No me dejó ver nada más, y cuando le pregunté dónde estaba, se limitó a decirme que lo buscara.
—¿Por qué haría algo así? —preguntó Kettricken.
El dolor que reflejaba su rostro no hubiera sido menor si Veraz la hubiera apartado de sí de un empujón.
—Me previno severamente contra todo intento por habilitar. Estaba observando… a Molly y Burrich. —Me costó admitirlo, pues no deseaba hablar de lo que había visto allí—. Veraz vino y me sacó de allí, y me advirtió de que nuestros adversarios podrían encontrarlos a través de mí y hacerles daño. Creo que por eso me ocultó su paradero. Porque temía que si lo conocía, de algún modo Regio y su camarilla podrían llegar a averiguarlo también.
—¿Teme que lo busquen de esa manera? —preguntó extrañada Kettricken.
—Eso parece. Aunque no he sentido temblor alguno de su presencia, él parece creer que se proponen encontrarlo, ya sea mediante la Habilidad o en persona.
—¿Por qué se tomaría Regio tantas molestias, cuando todos piensan que Veraz está muerto? —me preguntó Kettricken.
Me encogí de hombros.
—Quizá para asegurarse de que nunca regrese y les demuestre a todos que se equivocan. No lo sé con seguridad, mi reina. Presiento que mi rey me oculta muchas cosas. Me advirtió de que los dones de la camarilla son tantos como poderosos.
—Pero ¿Veraz no es al menos igual de poderoso? —preguntó Kettricken con la fe de una niña.
—Controla una tormenta de poder como no he visto nunca antes, mi señora. Pero ha de recurrir a toda su fuerza de voluntad para dominarla.
—Un control así es un espejismo —musitó para sí Hervidera—. Una trampa para engañar al incauto.
—¡No digáis que el rey Veraz peca de incauto, dama Hervidera! —repuso enfadada Kettricken.
—No, no lo es —intervine en tono conciliador—. Y las palabras eran mías, no de Ver…, no del rey Veraz, mi señora. Sólo quiero que comprendáis que lo que está haciendo ahora escapa a mi comprensión. Lo único que puedo hacer es confiar en que sepa lo que se propone. Y cumplir sus órdenes.
—Buscarlo —convino Kettricken. Suspiró—. Ojalá pudiéramos partir ahora mismo, en este mismo momento. Pero sólo un loco desafiaría a esta tormenta.
—Mientras sigamos aquí, Traspié Hidalgo estará en constante peligro —nos informó Hervidera.
Todas las miradas se volvieron hacia ella.
—¿Por qué lo dices, Hervidera? —preguntó Kettricken.
La anciana vaciló.
—Cualquiera puede darse cuenta. Si no se le obliga a hablar, sus pensamientos se diluyen, se extravía su mirada. No puede dormir por las noches sin que lo asalte la Habilidad. Es evidente que la culpa la tiene esta carretera.
—Aunque lo que dices es cierto, a mí no me parece tan evidente que la culpa sea de la senda. Se podría deber a la fiebre provocada por su herida, o…
—No. —Me arriesgué a interrumpir a mi reina—. Es la carretera. No tengo fiebre. Y no me sentía así antes de caminar por ella.
—Explícate —ordenó Kettricken.
—Ni siquiera yo lo entiendo del todo. Sólo puedo deducir que de algún modo se utilizó la Habilidad para construir esta senda. Es más recta y llana que ninguna que haya visto jamás. Ningún árbol irrumpe en ella, pese a estar poco frecuentada. No hay huellas de animales en ella. Además, ¿te fijaste en el árbol que sorteamos ayer, el tronco que se había atravesado en el camino? El tocón y las ramas más altas permanecían casi intactos…, pero la parte del tronco que tocaba la carretera se había podrido casi por completo. Hay algún tipo de fuerza que recorre aún esa senda para mantenerla despejada. Y creo que, sea la que sea, tiene que ver con la Habilidad.
Kettricken consideró un momento mis palabras.
—¿Qué nos sugieres que hagamos? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
—Nada. De momento. La tienda está bien plantada aquí. Sería una imprudencia intentar trasladarla con este viento. Simplemente debo ser consciente del peligro y procurar evitarlo. Y mañana, o cuando quiera que amaine el viento, debería caminar por la orilla de la carretera sin meterme en ella.
—Eso te servirá de poco —rezongó Hervidera.
—Es posible. Pero dado que la senda nos guía hasta Veraz, sería estúpido abandonarla. Veraz sobrevivió a este camino, y lo recorrió solo. —Pensé que ahora comprendía mejor algunos de los fragmentados sueños de la Habilidad que había tenido con él—. No sé cómo, pero lo conseguiré.
El círculo de rostros que me observaban con recelo no resultaba tranquilizador.
—Supongo que debes hacerlo —concluyó apesadumbrada Kettricken—. Si te podemos ayudar en algo, Traspié Hidalgo…
—No se me ocurre nada —admití.
—Salvo mantener su mente tan ocupada como seamos capaces —sugirió Hervidera—. Sin dejar que permanezca ocioso, o que duerma demasiado. Estornino, tienes tu arpa, ¿no? ¿No podrías tocar y cantar para nosotros?
—Tengo un arpa —la corrigió contrariada Estornino—. Es un trasto comparada con la que me arrebataron en Ojo de Luna. —Por un momento su semblante se demudó y se apagó su mirada. Me pregunté si sería ésa la expresión que ponía yo cuando tiraba de mí la Habilidad. Hervidera estiró un brazo para darle una palmada conciliadora en la rodilla, pero Estornino dio un respingo—. En cualquier caso, es lo que tengo, y tocaré si pensáis que puede ser de alguna ayuda.
Buscó el hato a su espalda y sacó un arpa envuelta. Cuando deslió el instrumento, vi que era poco más que un marco de madera tosca atravesado por cuerdas. Tenía la forma básica de su antigua arpa, pero no su gracia ni su lustre. Comparada con la antigua arpa de Estornino era como una de las armas de entrenamiento de Capacho comparada con una buena espada; algo útil y práctico, nada más. Pero la apoyó en su regazo y empezó a afinarla. Tañía las primeras notas de una vieja balada de Gama cuando la interrumpió un hocico cubierto de nieve que asomó por la puerta de la tienda.
—¡Ojos de Noche! —lo saludó el bufón.
Tengo carne para compartir, anunció orgulloso. Para comer hasta hartarse.
No exageraba. Cuando gateé fuera de la tienda vi que había cazado una especie de jabalí. Los colmillos y el pelaje basto eran parecidos a los de otros que había visto con anterioridad, pero esta criatura tenía las orejas más grandes y su áspero abrigo presentaba motas blancas y negras. Cuando Kettricken se reunió conmigo, soltó una exclamación al ver la pieza y dijo que había visto muy pocos antes, pero tenían fama de merodear por los bosques y no dejarse abatir sin presentar batalla. Rascó al lobo detrás de una oreja con una mano enguantada y lo colmó de cumplidos por su bravura y su habilidad, hasta que Ojos de Noche se tendió en la nieve, abrumado por la vanagloria. Lo miré, tumbado casi de espaldas en medio de la nieve y el viento, y no pude reprimir una sonrisa. En un instante se puso de pie, me propinó un doloroso mordisco en la pierna y me exigió que abriera el vientre de su presa.
La carne era tierna y sabrosa. Kettricken y yo nos encargamos de la mayor parte del despiece, ya que el frío hacía estragos en Hervidera y el bufón, y Estornino pidió quedarse al margen por el bien de sus manos de arpista. El frío y la humedad no eran deseables para sus dedos, magullados todavía. No me importó. El trabajo y las duras condiciones impedían que mi mente divagara y me producía un extraño placer estar a solas con Kettricken, aunque fuera en esas circunstancias, pues al compartir la humilde tarea, los dos nos olvidamos del pasado y de nuestra condición para convertirnos tan sólo en dos personas que se solazaban en la abundancia de la carne a la intemperie. Cortamos tiras que luego ensartamos en pinchos para que se cocinaran enseguida en nuestro pequeño brasero, en cantidad suficiente para que comiéramos todos hasta saciarnos. Ojos de Noche se reservó las vísceras, se regaló el corazón, el hígado y las tripas y luego dio cuenta de una pata delantera, deleitándose con el chasquido de los huesos. Metió este cruento trofeo en la tienda, pero nadie hizo comentario alguno sobre el lobo cubierto de sangre y nieve que yacía junto a una de las paredes de la tienda y masticaba ruidosamente su carne salvo para elogiarlo. Me parecía insufriblemente pagado de sí mismo y así se lo hice saber; se limitó a informarme de que nunca había abatido una pieza tan complicada él solo, y menos aún la había arrastrado intacta para compartirla. Mientras tanto el bufón no dejaba de rascarle las orejas.
El apetitoso aroma de la carne asada pronto inundó la tienda. Hacía días que no comíamos carne fresca de ningún tipo y el frío que habíamos tenido que soportar hacía que su sabor nos resultara doblemente delicioso. Nos levantó el ánimo y casi logramos olvidarnos del frío que aullaba en la calle y del frío que asaltaba ferozmente nuestro pequeño refugio. Cuando todos estuvimos hartos de carne, Hervidera preparó el té. No hay cosa que dé más calor que la buena comida, el buen té y la buena compañía.
Esto es una manada, observó complacido Ojos de Noche desde su rincón. Tuve que darle la razón.
Estornino se limpió los dedos de grasa y reclamó su arpa al bufón, que se la había pedido para examinarla. Para mi sorpresa, el bufón se acercó a la juglaresa y recorrió el armazón del instrumento con una uña pálida.
—Si tuviera mis herramientas, podría lijar la madera aquí, y aquí, y pulir una curva así por este lado. Creo que así se amoldaría mejor a tus manos.
Estornino lo miró fijamente, debatiéndose entre la suspicacia y la vacilación. Escudriñó su expresión en busca de señales de burla, pero no encontró ninguna. Como si hablara para todos nosotros, comentó muy despacio:
—El maestro que me enseñó a tocar el arpa era además un buen artesano. Demasiado bueno, quizá. Intentó enseñarme y aprendí los rudimentos, pero no soportaba verme «sobar y arañar la madera de calidad», como él decía. De manera que nunca aprendí a dominar el arte de trabajar la madera. Y con esta mano envarada todavía…
—Si estuviéramos en Jhaampe, te dejaría sobar y arañar toda la que quisieras. La práctica es la verdadera maestra. Pero aquí y ahora, aun con los cuchillos de que disponemos, creo que yo podría darle una forma más delicada a esta madera —repuso con franqueza el bufón.
—Si te empeñas —aceptó en voz baja la rapsoda.
Me pregunté cuándo habían dejado de lado sus diferencias y comprendí que hacía días que no prestaba atención a nadie salvo a mí mismo. Había aceptado el hecho de que Estornino me quisiera para poco más que tenerme delante por si hacía algo de crucial importancia. No había hecho ningún esfuerzo por cultivar nuestra amistad. La condición y el dolor de Kettricken habían levantado entre nosotros una barrera que no me había atrevido a romper. Lo reservado del carácter de Hervidera dificultaba cualquier conversación cordial. Pero no se me ocurría ninguna excusa para haber excluido últimamente de mis pensamientos al bufón y al lobo.
Cuando eriges barreras contra quienes podrían utilizar la Habilidad contra ti, encierras entre ellas algo más que tu sentido de la Habilidad, comentó Ojos de Noche.
Me quedé sentado, pensativo. Era como si de un tiempo a esta parte se hubieran atenuado mi Maña y mi empatía con las personas. A lo mejor mi compañero tenía razón. De repente Hervidera me propinó un violento codazo.
—¡Que no te embobes! —me reprochó.
—Sólo estaba pensando —me defendí.
—Pues piensa en voz alta.
—Ahora mismo no se me ocurre nada que merezca la pena compartir.
Mi reticencia ofuscaba a Hervidera.
—Pues recita —dijo el bufón—. O canta. Lo que sea con tal de mantenerte despierto.
—Buena idea —convino Hervidera, y me tocó a mí ofuscarme con el bufón.
Pero todas las miradas estaban puestas en mí. Tomé aliento e intenté pensar en algo que recitar. Casi todo el mundo se sabía de memoria algún cuento o un poema preferido. Pero la mayoría de mis conocimientos versaban sobre hierbas venenosas y otras artes propias de los asesinos.
—Me sé una canción —admití finalmente—. «El Sacrificio de Fuego-cruzado».
Fue Hervidera la que frunció el ceño ahora, pero Estornino atacó las primeras notas con una sonrisa divertida en los labios. Tras entrar tarde la primera vez, me lancé y la canté de corrido bastante bien, aunque vi a Estornino torcer el gesto un par de veces al escuchar una nota disonante. Por algún motivo, la canción que había elegido desagradaba a Hervidera, que me observaba desafiante con el gesto torcido. Cuando acabé, le tocó el turno a Kettricken, que entonó una balada de caza montañesa. Luego le tocó al bufón, que nos entretuvo con una picara canción popular centrada en el cortejo de una lechera. Me pareció ver que su actuación despertaba una renuente admiración en Estornino. Ya sólo quedaba Hervidera, y medio esperaba que rogara para que la dispensáramos. En vez de eso, cantó la antigua melodía que empezaba: «A Jhaampe fueron seis hombres sabios, subiendo una cuesta perdieron los labios», sin dejar de observarme en ningún momento como si cada palabra de su voz vieja y cascada fuera un dardo apuntado en mi dirección. Pero si sus estrofas entrañaban algún insulto velado, no supe verlo, como tampoco el motivo de su inquina.
Los lobos cantan juntos, comentó Ojos de Noche en el preciso instante en que Kettricken sugería:
—Toca una que nos sepamos todos, Estornino. Algo para infundirnos ánimo.
De modo que Estornino tocó esa vieja canción que hablaba de coger flores para el ser querido y todos cantamos al unísono, unos con más brío que otros.
Cuando se apagó la última nota, Hervidera observó:
—El viento está amainando.
Todos escuchamos, y luego Kettricken salió de la tienda. La seguí y nos quedamos de pie y en silencio un momento, acariciados por una suave brisa. El anochecer había robado sus colores al mundo. Tras la estela del viento, había comenzado una densa nevada.
—La tormenta ya casi ha pasado —dijo Kettricken—. Mañana podremos seguir nuestro camino.
—Cuanto antes mejor —dije.
Ven conmigo, ven conmigo resonaba todavía al compás de mis latidos. En algún lugar, en lo alto de aquellas montañas o al otro lado de ellas, estaba Veraz.
Y el río de la Habilidad.
—Lo mismo digo —musitó Kettricken—. Ojalá hubiera hecho caso a mi instinto hace un año y hubiera llegado hasta los confines del mapa. Pero razoné que no podría haberlo hecho mejor que Veraz. Y me arriesgaba a perder a su hijo. Un hijo que perdí de todos modos, fallándole así doblemente.
—¿Fallarle? —exclamé horrorizado—. ¿Por haber perdido a su hijo?
—Su hijo, su corona, su reino. Su padre. ¿Qué me confió que yo no perdiera, Traspié Hidalgo? Aunque ansíe volver a reunirme con él, me pregunto cómo podré mirarle a los ojos.
—Oh, mi reina, en esto te equivocas, te lo aseguro. El no pensara que le has fallado. Sólo teme haberte abandonado al mayor de los peligros.
—Fue a hacer lo que sabía que era su deber —dijo Kettricken con un hilo de voz. Después añadió, suplicante—: Oh, Traspié, ¿cómo puedes saber cuáles son sus sentimientos cuando ni siquiera me puedes decir cuál es su paradero?
—Su paradero, mi reina, no es más que mera información, un punto en ese mapa. Pero sus sentimientos, lo que siente por ti…, eso es el aire que respira, y cuando estamos juntos en la Habilidad, unidos mente con mente, sé cuáles son sus sensaciones, tanto si me lo propongo como si no.
Recordé otras ocasiones en que había sido consciente contra mi voluntad de los sentimientos de Veraz hacia su reina, y me alegré de que la noche embozara mis rasgos.
—Ojalá esta Habilidad fuera algo que yo pudiera aprender… ¿Sabes cuánto y cuan a menudo me he enfadado contigo, tan sólo porque eras capaz de llegar hasta mi ser amado y conocer tan fácilmente su mente y su corazón? Los celos son una cosa espantosa y siempre he intentado mantenerlos alejados de mí. Pero a veces pienso que es monstruosamente injusto que seas tú el que esté así de unido a él y no yo.
Nunca se me había ocurrido que pudiera albergar ese tipo de ideas. Incómodo, señalé:
—La Habilidad es maldición y bendición a partes iguales. Al menos para mí. Aunque pudiera obsequiarte con ella, mi reina, no sé si sería capaz de hacerle un regalo así a una amiga.
—Sentir su presencia y su amor siquiera por un momento, Traspié…, por eso estaría dispuesta a cargar con cualquier maldición. Volver a experimentar su roce, en cualquier forma… ¿No te imaginas cuánto lo echo de menos?
—Creo que sí, mi señora —dije en voz baja.
Molly. Como una mano que me oprimiera el corazón. Troceando duros nabos de invierno en la mesa. El cuchillo estaba embotado, le pediría a Burrich que lo afilara cuando volviera. Estaba cortando leña bajo la lluvia, para llevarla al pueblo y venderla mañana. Ese hombre trabajaba tanto, esta noche seguro que le dolía la pierna.
—¿Traspié? ¡Traspié Hidalgo!
Volví en mí cuando Kettricken me sacudió por los hombros.
—Lo siento —musité. Me froté los ojos y me reí—. Qué ironía. Toda mi vida me ha costado utilizar la Habilidad. Iba y venía como el viento de las velas de un barco. Ahora que estoy aquí y habilitar me resulta tan fácil como respirar, ansío hacerlo, descubrir cómo se encuentran mis seres queridos. Pero Veraz me advierte que no lo haga y debo confiar en su sabiduría.
—Igual que yo —convino Kettricken con voz cansada.
Permanecimos un momento en la penumbra y combatí el impulso de rodearle los hombros con un brazo y decirle que todo iba a salir bien, que encontraríamos a su monarca y esposo. Por un instante me pareció de nuevo aquella muchacha espigada que había venido de las montañas para casarse con Veraz. Pero ahora era la reina de los Seis Ducados y había visto su fortaleza. No necesitaba el consuelo de alguien como yo.
Cortamos más lonchas de carne del jabalí congelado y volvimos a la tienda con nuestros compañeros. Ojos de Noche dormía a pierna suelta. El bufón tenía el arpa de Estornino sujeta entre las rodillas y estaba empleando un cuchillo de desollar a modo de gubia improvisada para desbastar el perfil del instrumento. La juglaresa estaba sentada a su lado, mirando y procurando disimular su nerviosismo. Hervidera había abierto una bolsita que llevaba colgada del cuello y rebuscaba entre un puñado de cuentas pulidas. Cuando Kettricken y yo preparamos un fuego en el brasero para asar la comida, la anciana insistió en explicarme las reglas de un juego. Lo intentó, al menos. Después de un rato se desesperó y exclamó:
—Ya lo entenderás cuando hayas perdido unas cuantas partidas.
Perdí más de unas cuantas. Me obligó a seguir jugando durante horas después de comer. El bufón continuó lijando el arpa de Estornino, interrumpiéndose varias veces para afilar su cuchillo. Kettricken estaba callada, taciturna casi, hasta que el bufón reparó en su melancolía y empezó a contarle historias de la vida en Torre del Alce antes de su llegada. Yo escuchaba con un oído y me vi devuelto a los tiempos en que los Corsarios de la Vela Roja no eran más que un cuento y mi vida era, ya que no dichosa, al menos segura. De algún modo la conversación derivó hacia los numerosos bardos que habían actuado en Torre del Alce, tanto célebres como principiantes, y Estornino acosó al bufón con preguntas sobre ellos.
Pronto me encontré absorto en el juego de las piedras. Resultaba extrañamente reconfortante: las cuentas eran rojas, negras y blancas, suaves y de tacto agradable. En las partidas cada uno de los jugadores sacaba una serie de piedras al azar de la bolsa y luego las distribuía por las intersecciones de una serie de líneas marcadas sobre un tapete cuadriculado. El juego era simple y complejo a un tiempo. Cada vez que ganaba una partida, Hervidera me presentaba estrategias más complicadas. Acaparaba mi atención y me distraía de recuerdos y cavilaciones. Cuando los demás se echaron por fin sus pieles por encima dispuestos a dormir, la anciana dejó las fichas colocadas sobre el tablero y me encargó que las estudiara.
—Se puede ganar moviendo una sola piedra negra —me dijo—. Pero la solución no es fácil de ver.
Miré fijamente el tapete y meneé la cabeza.
—¿Cuánto tardaste en aprender a jugar?
Sonrió para sí.
—Cuando era pequeña, aprendía deprisa. Aunque admito que tú eres más rápido.
—Pensaba que este juego venía de alguna tierra lejana.
—No, es un viejo juego de Gama.
—Es la primera vez que lo veo.
—No era tan raro cuando yo era pequeña, aunque no se le enseñaba a todo el mundo. Pero eso ahora no tiene importancia. Estudia la organización de las fichas y dime la solución mañana por la mañana.
Dejó el tapete ordenado junto al brasero. Las enseñanzas de Chade para agudizar la memoria me resultaron muy útiles. Cuando me acosté, visualicé el tablero y me di una piedra negra con la que ganar. Había una amplia variedad de movimientos posibles, pues las cuentas negras podían desplazar de su sitio a una roja y ponerla en otra intersección, facultad que tenían a su vez las piedras rojas sobre las blancas. Cerré los ojos pero me concentré en el juego, moviendo la piedra en distintas direcciones hasta que por fin me venció el sueño. No sé si soñé con el juego o si no soñé en absoluto. Los sueños de la Habilidad me eludieron esa noche, pero cuando desperté a la mañana siguiente seguía sin tener una solución al problema que me había planteado Hervidera.
Fui el primero en abrir los ojos. Gateé para salir de la tienda y regresé con una olla llena de nieve a rebosar para preparar el té del desayuno. La temperatura era mucho más agradable que en días anteriores. Eso me animaba, al tiempo que hacía que me preguntara si ya sería primavera en las tierras bajas. Antes de que mi mente tuviera ocasión de divagar, volví a concentrarme en la solución del problema. Me senté y Ojos de Noche vino a apoyar la cabeza en mi hombro.
Ya estoy harto de soñar con piedras. Levanta la cabeza y fíjate en el conjunto, hermanito. Es una manada de caza, no cazadores solitarios. Mira. Esa. Pon la negra ahí y no uses la roja para mover una blanca, sino para cerrar la trampa. Eso es todo.
Seguía maravillándome ante la genial simplicidad de Ojos de Noche cuando Hervidera se despertó. Con una sonrisa maliciosa me preguntó si había conseguido resolver el problema. A modo de respuesta, cogí una piedra negra de la bolsita y ejecuté los movimientos que me había sugerido el lobo. La sorpresa desencajó el semblante de la anciana, que me observó pasmada.
—Nunca nadie había conseguido resolverlo tan deprisa —me dijo.
—Me han ayudado —confesé avergonzado—. Ha sido idea del lobo, no mía.
Hervidera puso los ojos como platos.
—Te burlas de una anciana —me regañó dubitativa.
—No, en absoluto —le dije, temeroso de haber herido sus sentimientos—. Me pasé casi toda la noche dándole vueltas. Creo que llegué a soñar incluso con alguna estrategia. Pero al despertarme, fue Ojos de Noche el que me dio la solución.
Guardó silencio un momento.
—Pensaba que Ojos de Noche era… una mascota muy lista. Que sabía entender tus órdenes aunque no las dijeras en voz alta. Pero ahora afirmas que puede comprender las reglas de un juego. ¿No me dirás que también entiende mis palabras?
En la otra punta de la tienda, Estornino escuchaba nuestra conversación acodada en el suelo. Intenté pensar en alguna manera de escabullirme, pero al final rechacé la idea. Enderecé los hombros como si estuviera informando en presencia de Veraz y hablé con franqueza.
—Estamos unidos por la Maña. Lo que yo escucho y comprendo, él también. Lo que a mí me interesa, él lo aprende. No digo que sea capaz de leer un pergamino o de recordar una canción. Pero si algo suscita su curiosidad, piensa en ello, a su manera. A veces como un lobo, pero otras igual que cualquier persona… —Me esforcé por expresar lo mejor posible algo que ni siquiera yo alcanzaba a comprender por completo—. Para él, el juego era como una manada de lobos persiguiendo a su presa. Nada de fichas rojas, negras y blancas. Vio adonde iría él si estuviera cazando con la manada para garantizar la caza. Supongo que a veces también yo veo las cosas como las ve él…, como un lobo. No está mal, creo. Sólo es otra forma de percibir el mundo.
Una sombra de temor supersticioso empañaba los ojos de Hervidera cuando nos miró, primero a mí y luego al lobo dormido. Ojos de Noche escogió ese momento para levantar y bajar la cola lánguidamente e indicar que sabía perfectamente que estábamos hablando de él. Hervidera se estremeció.
—Lo que haces con él… ¿es como habilitar con otra persona, sólo que con un lobo?
Empecé a negar con la cabeza, pero me conformé con encogerme de hombros.
—La Maña empieza siendo más bien una forma de compartir sensaciones. Sobre todo cuando era pequeño. Siguiendo olores, persiguiendo un pollo porque corría, disfrutando juntos de la comida. Pero cuando unos llevan tanto tiempo juntos como Ojos de Noche y yo, empieza a ser algo más. Va más allá de las sensaciones y nunca se expresa con palabras. Yo soy más consciente del animal que reside en mi mente, y él es más consciente de…
El pensamiento. Lo que viene antes y después de decidir hacer algo. Se da cuenta uno de que siempre está tomando decisiones y considera cuáles son las mejores.
Exacto. Repetí sus palabras en voz alta para Hervidera. Ojos de Noche se había sentado ya. Se desperezó ostentosamente y luego se quedó mirándola, con la cabeza ladeada.
—Ya veo —dijo la anciana con un hilo de voz—. Ya veo.
Se incorporó y salió de la tienda.
Estornino se sentó recta y se desperezó.
—Rascarle las orejas nunca volverá a ser lo mismo —comentó.
El bufón respondió con una risita, se sentó en su lecho e inmediatamente se puso a rascar a Ojos de Noche detrás de las orejas. El lobo se inclinó hacia él, afectuoso. Les dediqué un gruñido a los dos y seguí preparando el té.
Tardamos algo más en recoger nuestros bártulos y reemprender el camino. Una gruesa capa de nieve blanda lo cubría todo, lo que hizo que levantar el campamento fuera mucho más difícil. Cortamos en pedazos lo que quedaba del jabalí y nos lo llevamos. Buscamos las jeppas; pese a la tormenta, no se habían alejado demasiado. El secreto parecía estar en la bolsa de grano edulcorado que llevaba Kettricken encima para atraer a la cabecilla. Cuando lo tuvimos todo cargado y estábamos listos para partir, Hervidera anunció que no se me debía permitir pisar la carretera y que debía haber alguien conmigo en todo momento. Eso me irritó un poco, pero nadie me hizo caso. El bufón se apresuró a ofrecerse voluntario para ser el primero en vigilarme. Estornino esbozó una extraña sonrisa y sacudió la cabeza. Acepté sus ridiculeces ofendiéndome vigorosamente. Tampoco entonces me hicieron caso.
En poco tiempo las mujeres y las jeppas avanzaban aprisa por la senda, en tanto el bufón y yo nos abríamos paso a través de la maleza que demarcaba su orilla. Hervidera se dio la vuelta y ondeó su cayado.
—¡Apártalo más! —riñó al bufón—. Alejaos todo lo posible sin perdernos de vista. Venga, vamos. Deprisa.
Obedientes, nos internamos en el bosque. En cuanto nos perdieron de vista, el bufón se volvió hacia mí y me preguntó intrigado:
—¿Quién es Hervidera?
—Sabes lo mismo que yo —respondí, lacónico. Añadí una pregunta de mi propia cosecha—: ¿Qué os traéis entre manos Estornino y tú?
Enarcó las cejas y me guiñó un ojo con picardía.
—Lo dudo mucho —repuse.
—Ah, no todo el mundo es tan inmune a mis encantos como tú, Traspié. ¿Qué quieres que te diga? Bebe los vientos por mí, me desea en lo más hondo de su alma, pero no sabe cómo expresar lo que siente, la pobre.
Me arrepentí de haber preguntado nada.
—¿A qué te refieres con «quién es Hervidera»?
Me observó con expresión compungida.
—La pregunta no es tan difícil, principote. ¿Quién es esta mujer que sabe tan bien lo que te preocupa, que de repente saca de su bolsa un juego que sólo he visto mencionado una vez en un pergamino sumamente antiguo, que nos canta «A Jhaampe fueron seis hombres sabios» añadiendo dos estrofas que nunca antes había escuchado? ¿Quién, oh luz de mi vida, es Hervidera, y por qué querría una mujer tan anciana pasar sus últimos días escalando montañas con nosotros?
—Esta mañana estás de muy buen humor —comenté fastidiado.
—¿A que sí? Y tú estás empeñado en eludir mi pregunta. Vamos, ¿no tienes ninguna idea que compartir con un humilde bufón?
—Tampoco ella me da información suficiente como para hacerme idea alguna.
—Ya. ¿Qué pensar de alguien que mide tanto sus palabras? ¿De alguien que parece saber no poco sobre la Habilidad? ¿Y sobre los antiguos juegos de Gama, y sobre viejas poesías? ¿Cuántos años crees que tiene?
Me encogí de hombros.
—No le gustó que cantara sobre la camarilla de Fuegocruzado —se me ocurrió de pronto.
—Ah, pero eso cabría atribuirlo a tu pésima entonación. No empecemos a agarrarnos a clavos ardiendo.
A mi pesar, sonreí.
—Hace tanto tiempo que no veía tu lengua tan afilada que es casi un alivio oír cómo te burlas de mí.
—Si llego a saber que lo echabas de menos, te hubiera cubierto de groserías mucho antes. —Sonrió, pero enseguida se puso serio—. Traspié Hidalgo, el misterio flota alrededor de esa mujer igual que las moscas alrededor de… un charco de cerveza derramada. Apesta a presagios, augurios y profecías confluyendo en una misma dirección. Me parece que va siendo hora de que le hagamos unas cuantas preguntas directas. —Volvió a sonreír—. Tendrás tu oportunidad esta tarde, cuando pasee a tu lado. Sé sutil, claro. Pregúntale quién reinaba cuando era pequeña. Y por qué se exilió.
—¿Exiliarse? —Me reí con ganas—. Menuda imaginación.
—¿Eso crees? Pues yo no. Pregúntaselo. Y asegúrate de decirme todo lo que ella se calle.
—Y a cambio de todo esto, ¿tú me dirás qué os traéis de verdad entre manos Estornino y tú?
Me miró de soslayo.
—¿Seguro que quieres saberlo? La última vez que hicimos un trato parecido, cuando te desvelé el secreto que me pedías, no te gustó.
—¿Esto es un secreto parecido?
Enarcó una ceja en mi dirección.
—Sabes, ni siquiera yo estoy seguro de conocer la respuesta. A veces me sorprendes, Traspié. La mayoría de las veces no, claro. La mayoría de las veces soy yo el que me sorprendo. Como cuando me ofrezco voluntario para anadear por la nieve derretida y sortear árboles en compañía de un bastardo cualquiera, cuando podría estar desfilando por una calzada perfectamente recta con una columna de encantadoras jeppas.
El resto de la mañana conseguí sonsacarle la misma información. Por la tarde, mi compañera de camino no fue Hervidera sino Estornino. Esperaba que la situación fuera embarazosa. Todavía no había olvidado que había ofrecido información sobre mi hija a cambio de formar parte de esta expedición. Pero de algún modo, en los días que llevábamos de viaje, la rabia que sentía hacia ella había dado paso a una suerte de hastío. Ahora sabía que no tendría escrúpulos al utilizar contra mí cualquier posible información, por eso cuidaba mi lengua, resuelto a no desvelar nada sobre Molly o mi hija. Como si eso pudiera servir de algo ahora.
Pero para mi sorpresa, Estornino se mostró afable y conversadora. Me asedió a preguntas, no sobre Molly, sino sobre el bufón, hasta tal punto que empecé a preguntarme si no habría desarrollado un súbito afecto por él. En la corte, se habían dado contados casos en que alguna mujer se interesó por él y lo cortejó. Con quienes se sentían atraídas exclusivamente por la novedad de su aspecto, era implacablemente cruel a la hora de exponer la vacuidad de sus afanes. Hubo cierta jardinera que admiraba su ingenio hasta tal punto que se le trababa la lengua en su presencia. Por las cocinas circulaba el rumor de que le dejaba ramos de flores al pie de la escalera de su torre, y había quienes aventuraban que alguna vez había sido invitada a subir esos escalones. La doncella tuvo que dejar el castillo de Torre del Alce para ir a cuidar de su madre enferma en una ciudad lejana, y ése había sido el fin de la historia, que yo supiera.
Mas por intrascendente que fueran estos rumores sobre el bufón, no guardé de compartirlos con Estornino, eludiendo sus preguntas con banalidades tales como que los dos éramos amigos de la infancia cuyas obligaciones nos habían dejado muy poco tiempo para hacer vida social. Esto se aproximaba realmente a la verdad, pero veía cómo la frustraba y divertía a un tiempo. Las demás preguntas fueron igual de extrañas. Me preguntó si alguna vez me había preguntado cuál era su nombre real. Le dije que ser incapaz de recordar el nombre que mi propia madre me había puesto de pequeño hacía que me cuidara de hacer preguntas similares a los demás. Eso la silenció durante un rato, pero luego quiso saber cómo vestía cuando era pequeño. Mis descripciones de los distintos jubones para cada estación que tenía el bufón no la complacieron, pero fui sincero al decirle que hasta Jhaampe nunca lo había visto vestido con otra cosa que no fueran sus ropas de bufón. Al finalizar la tarde, el intercambio de preguntas y respuestas más parecía una pelea que una conversación. Me alegré de reunirme con los demás en el campamento, montado a bastante distancia de la senda de la Habilidad.
Aun así, Hervidera me mantuvo ocupado, encargándome hacer sus tareas además de las mías a fin de que tuviera la mente ocupada. El bufón preparó un caldo bastante digno con nuestros víveres y un poco de carne de jabalí. A Ojos de Noche le correspondió otra pata del animal. Cuando terminamos de cenar y recogimos los platos, Hervidera sacó rápidamente el tapete y la bolsita con las piedras, resuelta a obligarme a jugar.
—Ahora veremos lo que has aprendido —me prometió.
Pero media decena de partidas más tarde, me miró de soslayo con el ceño fruncido.
—¡Así que era verdad! —me acusó.
—¿El qué?
—Que fue el lobo el que te dio la solución. Si hubieras elaborado esa estrategia tú solo, ahora jugarías de otra manera. Como te dieron la respuesta en vez de llegar a ella por tus propios medios, sigues sin comprender el juego del todo.
En ese momento el lobo se levantó y se desperezó. Estoy harto de piedras y trapos, me informó. Mi forma de cazar es más divertida, y al final me ofrece carne de verdad.
¿Tienes hambre?
No. Es que me aburro. Levantó la lona de la tienda con el morro y se adentró en la noche.
Hervidera lo vio partir con los labios fruncidos.
—Estaba a punto de preguntarte si no podíais formar equipo para echar una partida. Sería interesante veros jugar.
—Me parece que se lo ha olido —mascullé, un tanto despechado porque el lobo no me había invitado a ir con él.
Cinco partidas después, comprendí la brillante simplicidad de la táctica de Ojos de Noche. La había tenido delante todo ese tiempo, pero de repente era como si viera las piedras en movimiento y no paradas en los vértices del dibujo del tapete. Al turno siguiente, la empleé para ganar con facilidad. Gané tres partidas sucesivas con facilidad, pues ahora entendía cómo emplearla también en una situación adversa.
Tras mi cuarta victoria, Hervidera recogió el tapete. A nuestro alrededor, los demás dormían profundamente. Hervidera echó un puñado de ramas al brasero para proporcionarnos un último instante de luz. Con sus dedos nudosos desplegó con rapidez las piedras sobre el tapete.
—Otra vez, ésta es tu partida, y éste es tu movimiento —me informó—. Pero ahora sólo tienes una piedra blanca que colocar. Una pieza débil y solitaria, pero puede ganar para ti. Piénsalo bien. Y no hagas trampas. Deja al lobo fuera de esto.
Contemplé fijamente el escenario para grabar la partida en mi mente y me dispuse a dormir. La partida que había organizado para mí parecía perdida de antemano. No veía la manera de ganar con una piedra negra, mucho menos con una blanca. No sé si fue el juego de las piedras o nuestro distanciamiento de la carretera, pero pronto me sumí en un sueño sin sueños casi hasta el amanecer. Después me uní al lobo en su paseo campestre. Ojos de Noche había dejado la carretera lejos a su espalda y exploraba dichoso las colinas circundantes.
Nos topamos con dos gatos monteses que estaban cebándose con su presa y pasamos un rato acosándolos, dando vueltas fuera de su alcance para hacer que bufaran y sisearan. Ninguno de los dos se dejó atraer lejos de su presa y, al cabo, renunciamos a la carne y regresamos al campamento. Al acercarnos a la tienda, fuimos sigilosos hasta las jeppas, las asustamos para que se apiñaran y las condujimos hasta las proximidades de la tienda. Cuando el lobo entró a hurtadillas y pegó la nariz helada a la cara del bufón, yo seguía con él.
Me alegra ver que no has perdido todo tu brío y energía, me dijo mientras desenredaba mi mente de la suya y me incorporaba con mi propio cuerpo.
También a mí, convine, y me levanté para afrontar un nuevo día.