24

La Senda de la Habilidad

¿Cuál es el verdadero origen de la magia? ¿Nace uno con ella en la sangre, igual que nacen algunos perros para seguir rastros mientras que a otros se les da mejor gobernar los rebaños? ¿O quizás se trata de algo que puede conseguir cualquiera que posea la voluntad necesaria para aprender? ¿O acaso es la magia inherente a las piedras, el agua y la tierra del mundo, de modo que se infunde en el niño con el agua que bebe o el aire que respira? Formulo estas preguntas sin tener ni idea de cómo encontrar las respuestas. Si conociéramos su origen, ¿podría forjarse deliberadamente un brujo poderoso con sólo desearlo? ¿Podría cultivarse la magia en un niño del mismo modo que se cultiva la resistencia o la velocidad en un caballo? ¿O seleccionar un bebe y empezar a instruirlo incluso antes de que el niño aprendiera a hablar? ¿O levantar uno su hogar donde pudiera aprovechar la magia de las tierras más ricas en ella? Estas preguntas me sobrecogen hasta tal punto que me quitarían las ganas de averiguar las respuestas, salvo que si no lo hago yo, quizá lo haga otro.

Atardecía cuando llegamos al amplio camino señalado en el mapa. El estrecho sendero que habíamos seguido desembocaba en él igual que un afluente en su río. Hubimos de recorrerlo durante varios días. En ocasiones nos conducía junto a aldeas encajonadas en abrigados reductos de las montañas, pero Kettricken nos instaba a seguir adelante sin detenernos. Nos cruzamos con otros viajeros en el camino y la reina los saludaba con cortesía, pero rechazaba firmemente cualquier conato de conversación. Si hubo alguien que reconoció en ella a la hija de Eyod, nadie dijo nada. Llegó un día, no obstante, que pasamos sin atisbar siquiera a otro viajero, menos aún aldeas o cabañas. El sendero se angostaba y las únicas marcas que presentaba eran antiguas, borrosas a causa de la nieve reciente. Cuando nos levantamos a la mañana siguiente y emprendimos la marcha, no tardó en reducirse a poco más que una trocha vaga entre los árboles. No pocas veces se detuvo Kettricken para mirar a su alrededor, y en cierta ocasión nos hizo volver sobre nuestros pasos y tomar una nueva dirección. Fueran cuales fuesen las señales por las que se guiaba, eran demasiado sutiles para mí.

Esa noche, cuando acampamos, volvió a sacar su mapa y lo estudió. Presentí su incertidumbre y fui a sentarme a su lado. Sin hacerle preguntas ni ofrecerle consejo alguno, me limité a contemplar junto a ella las borrosas marcas del mapa. Por fin levantó la cabeza y me miró.

—Creo que estamos aquí —dijo. Su dedo me mostró el final de la senda de comercio que habíamos seguido—. En algún lugar hacia el norte deberíamos encontrar esta otra carretera. Esperaba que hubiera algún antiguo camino entre las dos. Me parecía lógico que esta vieja carretera conectara tal vez con otra más olvidada. Pero ahora… —Suspiró—. Supongo que mañana tendremos que andar a ciegas y confiar en la suerte.

Sus palabras no infundieron ánimo a nadie.

En cualquier caso, al día siguiente reanudamos el camino. Avanzamos constantemente hacia el norte, atravesando un bosque que parecía ajeno a los estragos del hacha. Las ramas se entrelazaban e imbricaban sobre nuestras cabezas, en tanto generaciones de hojas y agujas yacían enterradas bajo la desigual alfombra de nieve que había logrado filtrarse hasta el suelo del bosque. Para mi sentido de la Maña, estos árboles estaban imbuidos de una vida espectral, casi animal, como si el mero peso de su edad los hubiera dotado de conciencia. Pero era una conciencia del mundo más amplio que constituían la luz y la humedad, el suelo y el aire. No prestaban la menor atención a nuestro paso, y al caer la tarde me sentía menos importante que una hormiga. Nunca antes se me hubiera ocurrido que podría llegar a sentirme desdeñado por un árbol.

A medida que avanzábamos, una hora tras otra, estoy seguro de que no fui el único que se preguntó si no nos habríamos extraviado sin remisión. Un bosque tan antiguo como aquel podría haber devorado cualquier carretera hacía una generación. Las raíces habrían levantado el empedrado, las hojas y las agujas la habrían enterrado. Quizá lo que buscábamos no existiera ya más que en forma de raya en un mapa viejo.

Fue el lobo, que caminaba muy por delante de nosotros como siempre, el primero en dar con ella.

Esto no me gusta nada, anunció.

—La carretera está por allí —dije a Kettricken, que abría el camino.

Mi diminuta voz humana sonó como el zumbido de una mosca en un salón inmenso. Casi me sorprendió ver que ella me había escuchado y volvía la cabeza. Reparó en la dirección que yo señalaba con el dedo y luego, encogiéndose de hombros, orientó su recua de jeppas hacia el oeste. Aun así caminamos un buen rato más antes de que viera una abertura recta como una flecha entre los árboles apiñados frente a nosotros, donde penetraba una franja de luz. Kettricken llevó sus bestias de carga a su amplia superficie.

¿Qué tiene de malo?

Se sacudió de arriba abajo como si quisiera limpiar su pelaje de agua. Es demasiado humano. Como el fuego para asar la carne.

No te entiendo.

Plegó las orejas. Como una gran fuerza empequeñecida y sometida a la voluntad del hombre. El fuego siempre busca la manera de escapar de su jaula. Esta carretera también.

Su respuesta no tenía sentido para mí. Luego llegamos a la carretera. Kettricken y las jeppas me precedían. La amplia senda discurría en línea recta entre los árboles, por debajo del nivel del suelo del bosque, como cuando un chiquillo arrastra un palo por la arena y deja un surco a su paso. Los árboles crecían en sus lindes y se cernían sobre ella, pero ninguno había enviado sus raíces a horadar la carretera, como tampoco brotaban retoños en ella. La nieve que cubría la superficie estaba intacta, no se veían siquiera huellas de aves, tampoco la señal borrosa de huellas antiguas cubiertas por la nieve. Nadie había hollado esta senda desde que cayeran las primeras nieves del invierno. Hasta donde alcanzaba mi vista, no la cruzaba ninguna vereda de animales.

Pisé la superficie de la carretera.

Era como caminar entre telarañas abriéndose paso con la cara. Un pedazo de hielo en la espalda. Entrar en una cocina caldeada después de estar a la intemperie. Era una sensación física que se apoderó de mí, tan pronunciada como cualquiera de las que ya he mencionado, pero a la vez tan indescriptible como la humedad o la sequedad. Me quedé paralizado. Pero ninguno de mis compañeros parecía haber percibido nada extraño al saltar del filo del bosque a la superficie de la carretera. Tan sólo Estornino comentó para sí que aquí por lo menos la nieve no era tan profunda y se caminaba mejor. Ni siquiera se preguntó por qué tendría que haber menos nieve en la carretera, se limitó a seguir la columna de jeppas. Yo seguía plantado en la carretera, mirando a mi alrededor, cuando minutos después Hervidera apareció entre los árboles y puso el pie en la senda. También ella se detuvo. Por un instante, pareció sobresaltarse y musitó algo.

—¿Has dicho forjada con la Habilidad? —pregunté.

Me miró como si no hubiera reparado antes en que estaba plantado justo delante de ella. Entrecerró los ojos. Guardó silencio un momento, antes de declarar:

—He dicho que me conformaba con la impracticabilidad del otro camino. Casi me tuerzo el tobillo al bajar. Estas botas de las montañas tienen la consistencia de unos calcetines.

Me dio la espalda y partió en pos de los demás. La seguí. Por algún motivo me sentía como si estuviera vadeando una charca, aunque sin la resistencia del agua. Es una sensación difícil de describir. Como si algo fluyera a mi alrededor y me empujara la corriente.

Busca la manera de escapar de su jaula, observó el lobo de nuevo, malhumorado. Levanté la cabeza para encontrarlo trotando a mi lado, pero en la linde del bosque en vez de en la lisa superficie de la carretera. Harías bien en subir aquí, conmigo.

Pensé en ello. No pasa nada. Por aquí se camina más fácil. Es más llano.

Ya, y el fuego te hace entrar en calor, justo hasta que te abrasa.

No supe qué responder a eso. Me limité a caminar junto a Hervidera durante un trecho. Tras días de viajar en fila de a uno por el angosto sendero, esto parecía más fácil y agradable. Pasamos el resto de la tarde en la antigua carretera. Ascendía constantemente, pero siempre en zigzag por la cara de las laderas, por lo que la subida nunca era demasiado empinada. Lo único que manchaba el liso manto de nieve que cubría su superficie eran algunas ramas secas caídas de los árboles, y la mayoría se habían descompuesto hasta quedar reducidas a aserrín. Ni una sola vez vi huellas de animales, ni siguiendo la carretera ni atravesándola.

Ni rastro de caza, confirmó apesadumbrado Ojos de Noche. Esta noche tendré que alejarme para encontrar carne fresca.

Podrías ir ahora, sugerí.

No quiero dejarte solo en esta carretera, me informó con toda seriedad.

¿Qué me podría pasar? Hervidera está justo a mi lado, así que no me quedaría solo.

Es igual de mala que tú, insistió, terco, Ojos de Noche. Pese a mis preguntas, no supo explicarme qué quería decir.

Mas conforme la tarde daba paso al anochecer, empecé a hacerme una idea. Una y otra vez descubría mi mente prendada de vividas ensoñaciones, pensamientos tan absorbentes que salir de ellos era como despertar sobresaltado. Y como tantos sueños, estallaban como pompas, sin dejarme casi ningún recuerdo de lo que había estado pensando. Paciencia impartiendo órdenes militares como si fuera la reina de los Seis Ducados. Burrich bañando a un bebé y canturreando para sí. Dos personas que no conocía colocando una piedra calcinada sobre otra mientras reconstruían una casa. Eran imágenes absurdas, de vivos colores, pero calaban tan hondo en mi interior que casi parecían reales. El sencillo paseo que tan agradable parecía al principio empezó a antojárseme una premura obligada, como si me arrastrara una corriente a despecho de mi propia voluntad. Aunque no debía de apresurarme demasiado, pues Hervidera estaba a mi lado en todo momento. La anciana irrumpía con frecuencia en mis pensamientos para hacerme preguntas intrascendentes, para enseñarme un pájaro posado en las ramas o preguntarme si me dolía la espalda. Me proponía responder, pero instantes después no lograba recordar de qué estábamos hablando. No la culpaba por mirarme con el ceño fruncido, tal era mi embotamiento, pero tampoco conseguía encontrar un remedio para mi despiste. Sorteamos un tronco atravesado en la carretera. Se me ocurrió una idea extraña al respecto y quise comentarla con Hervidera, pero el pensamiento huyó antes de que pudiera evitarlo. Tan absorto estaba en nada en particular que cuando me detuvo el bufón, me sobresalté. Escudriñé la carretera, pero ni siquiera se veían las jeppas.

—¡Traspié Hidalgo! —exclamó de nuevo el bufón, y me giré, para descubrir que lo había dejado atrás no sólo a el, sino a toda nuestra expedición.

A mi lado, Hervidera masculló algo mientras daba media vuelta.

Los demás habían hecho un alto y estaban descargando las jeppas.

—¿No iréis a levantar la tienda en medio de la carretera? —preguntó Hervidera, alarmada.

Estornino y el bufón la miraron desde donde estaban tendiendo el suelo de cuero de cabra de la tienda.

—¿Temes que te atropellen las carretas y te pisoteen las aglomeraciones de transeúntes? —preguntó con sarcasmo el bufón.

—Es liso y llano. Ayer me pasé toda la noche con una raíz o una piedra clavada en la espalda —añadió Estornino.

Hervidera no les hizo caso y se dirigió a Kettricken.

—Nos verá todo el que aparezca en la carretera en cualquiera de los dos sentidos. Creo que deberíamos salir y acampar bajo los árboles.

Kettricken miró en rededor.

—Ya es casi de noche, Hervidera. No creo que debamos temer que nos persigan. Creo…

Di un respingo cuando el bufón me agarró del brazo y tiró de mí hacia la orilla de la carretera.

—Sube —refunfuñó cuando llegamos a la linde del bosque.

Lo hice, resquilando hasta pisar de nuevo el musgo boscoso. Una vez allí, bostecé y sentí cómo se destaponaban mis oídos. Casi al instante me sentí más alerta. Eché un vistazo a la carretera, donde Estornino y Kettricken reunían las pieles de la tienda para trasladarlas. Hervidera ya estaba sacando las pértigas de la carretera.

—Así que al final hemos decidido acampar fuera de la carretera —observé, embobado.

—¿Estás bien? —me preguntó con ansiedad el bufón.

—Claro. La espalda no me duele más de lo normal —añadí, pensando que se refería a eso.

—Estabas ahí plantado, con la mirada perdida, sin hacer caso a nadie. Hervidera dice que te has pasado así casi toda la tarde.

—Estaba un poco atontado —admití. Me quité una manopla para tocarme la cara—. Creo que no tengo fiebre. Pero era algo parecido…, como sueños febriles.

—Hervidera dice que es la carretera. Dice que dijiste que estaba forjada con la Habilidad.

—¿Dice que dije? No. Fue ella la que lo dijo cuando llegamos. Que estaba forjada con la Habilidad.

—¿Qué significa «forjada con la Habilidad»? —me preguntó el bufón.

—Creada por la Habilidad —respondí, antes de añadir—: Supongo. Nunca he oído que la Habilidad se utilice para forjar ni crear nada.

Extrañado, contemplé la carretera. Discurría fluidamente por el bosque como una cinta de puro blanco que se perdía en la distancia bajo los árboles. Llamaba la atención; casi podía verse lo que había al otro lado de la ladera poblada de árboles.

—¡Traspié!

Fastidiado, volví a fijarme en el bufón.

—¿Qué?

Estaba temblando.

—Te has quedado ahí pasmado, con los ojos clavados en la carretera desde que te dejé. Pensaba que habías ido a buscar leña, hasta que levanté la cabeza y vi que seguías aquí. ¿'Qué te pasa?

Parpadeé despacio. Había paseado por una ciudad mientras contemplaba las frutas rojas y amarillas que colgaban de los puestos del mercado. Pero al mismo tiempo que tanteaba en busca de ese sueño, desapareció, dejando en mi mente una confusión de colores y olores.

—No lo sé. A lo mejor sí que tengo fiebre. O será el cansancio. Iré a recoger la leña.

—Te acompaño —anunció el bufón.

Junto a mi rodilla, Ojos de Noche gañó ansioso. Lo miré.

—¿Qué ocurre? —pregunté en voz alta.

Me miró, con el pelaje entre sus ojos arrugado por la preocupación. Es como si no me oyeras. Y tus pensamientos no son… pensamientos.

No pasa nada. El bufón viene conmigo. Vete a cazar. Puedo sentir tu apetito.

Y yo el tuyo, fue su ominosa respuesta.

Se marchó, aunque a regañadientes. Me adentré en el bosque con el bufón, pero hice poco más que cargar con la leña que él recogía y me entregaba. Me sentía como si no pudiera despertarme del todo.

—¿Alguna vez estabas estudiando algo tan sumamente interesante que, al levantar la cabeza de repente, te diste cuenta de que llevabas horas sentado? Así me siento yo ahora.

El bufón me pasó otra brazada de madera.

—Me estás asustando —dijo en voz baja—. Hablas igual que el rey Artimañas cuando empezó a mostrar síntomas de debilidad.

—Pero él estaba sedado, contra el dolor —señalé—. Y yo no.

—Eso es lo que me asusta.

Regresamos juntos al campamento. Habíamos tardado tanto que Hervidera y Estornino habían reunido unas cuantas ramas y habían encendido ya una pequeña fogata. Su luz iluminaba la tienda abovedada y a las personas que deambulaban por su interior. Las jeppa eran sombras difusas que ramoneaban en las proximidades. Mientra apilábamos nuestra leña cerca del fuego para utilizarla más tarde Hervidera levantó la vista de la cena que estaba preparando.

—¿Cómo te encuentras?

—Un poco mejor —respondí.

Miré alrededor en busca de algo que hacer, pero el campamento se había organizado sin mí. Kettricken estaba en la tienda, repasando el mapa a la luz de una vela. Hervidera removía las gachas junto fuego mientras, aunque parezca extraño, el bufón y Estornino conversaban en voz baja. Me quedé inmóvil, intentando recordar alguna cosa, algo que estaba a punto de hacer. La carretera. Quería echa otro vistazo a la carretera. Me di la vuelta y me encaminé hacia alli.

—¡Traspié Hidalgo!

Me giré, sorprendido por la agresividad en la voz de Hervidera.

—¿Qué pasa?

—¿Adonde vas? —preguntó. Se interrumpió, como si su misma pregunta la desconcertara—. Quiero decir, ¿anda cerca Ojos de Noche? Hace rato que no lo veo.

—Ha ido a cazar. Volverá enseguida. Me dispuse a seguir mi camino.

—Normalmente ya ha cazado y vuelto a estas horas —continuó ella.

Me detuve.

—Dijo que no abundaba la caza cerca de la carretera. Así que habrá tenido que alejarse.

Volví a darme la vuelta.

—Qué cosa más curiosa —siguió la anciana—. No hay ni rastro de tráfico en la carretera. Y aun así los animales la rehuyen. ¿No suelen tomar los animales el camino más fácil?

—Algunos sí —dije sin detenerme—. Otros prefieren mantenerse a cubierto.

—¡Sujétalo, niña! —oí que ordenaba a alguien Hervidera.

—¡Traspié! —me llamó Estornino, pero fue el bufón el primero en alcanzarme y agarrarme del brazo.

—Vuelve a la tienda —me dijo, tirando de mi brazo.

—Sólo quiero echar otro vistazo a la carretera.

—Es de noche. No se ve nada. Espera a mañana, cuando volvamos a caminar por ella. Ahora entra en la tienda.

Cedí, pero le dije irritado:

—Eres tú el que se comporta de forma extraña, bufón.

—No dirías eso si hubieras visto tu cara hace un momento.

Las raciones de esa noche eran como lo habían sido desde que salimos de Jhaampe: espesas gachas de trigo con trozos de manzana, un poco de carne seca y té. Saciaba el apetito, pero no resulta apetitoso. No conseguía distraerme de la intensidad con que me observaban los demás. Al final dejé mi taza de té y pregunté:

—¿Qué?

Nadie dijo nada al principio. Al cabo, fue Kettricken la que respendió secamente:

—Traspié, esta noche no te toca montar guardia. Quiero que te quedes en la tienda y descanses.

—Estoy bien, puedo montar guardia —empecé a protestar, pero mi Reina me interrumpió.

—Te he dicho que te quedes en la tienda esta noche.

Por un momento me quedé sin palabras. Luego incliné la cabeza.

—Como ordenéis. Puede que esté un poco cansado, es verdad.

—No. Es más que eso, Traspié Hidalgo. Esta noche apenas si has probado bocado, y a menos que se te tire de la lengua no haces más que andar con la mirada perdida. ¿Qué te distrae?

Intenté encontrar una respuesta a la franca pregunta de Kettricken.

—No lo sé exactamente. Cuesta explicarlo, al menos. —Sólo se escuchaba el crepitar de las llamas. Todas las miradas estaban puestas en mí—. Cuando uno está versado en la Habilidad —proseguí más despació— comprende que la magia conlleva un riesgo inherente. Atrae la atención del practicante. Cuando se vale de la Habilidad para hacer algo, debe concentrar toda su atención en ese objetivo y no dejarse distraer por la tentación de la Habilidad. Si el usuario de la Habilidad pierde su concentración, si se rinde a la Habilidad, puede perderse en ella. Ser absorbido por ella.

Levanté la vista del fuego y contemplé las caras que me rodeaban. Todo el mundo estaba inmóvil salvo Hervidera, que asentía imperceptiblemente.

—Hoy, desde que encontramos la carretera, siento algo parecido al tirón de la Habilidad. No he intentado habilitar; de hecho, hace días que procuro bloquear mi Habilidad en la medida de lo posible, pues temo que la camarilla de Regio intente invadir mi mente para hacerme daño. Pero a pesar de todo, siento como si la Habilidad me tentara. Es como una música inaudible, o el olor casi imperceptible de una presa. Me descubro rastreando en busca de ello, intentando decidir qué es lo que me llama…

Volví a mirar a Hervidera y vi la sombra del ansia en sus ojos.

—¿Es porque la carretera está forjada con la Habilidad?

Un destello de rabia surcó sus rasgos. Se miró las manos, encogidas en su regazo. Exhaló un suspiro de exasperación.

—Es posible. Las antiguas leyendas que he oído dicen que cuando una cosa está forjada con la Habilidad, puede resultar peligrosa para algunas personas. No para la gente corriente, sino para las que tienen talento para la Habilidad pero no han sido adiestradas en ella. O para aquellas cuyo adiestramiento no es lo suficientemente avanzado como para inspirarles cautela.

—Nunca he oído ninguna leyenda sobre cosas forjadas con la Habilidad. —Me volví hacia el bufón y Estornino—. ¿Y vosotros?

Los dos negaron despacio con la cabeza.

—Cualquiera diría —señalé a Hervidera— que alguien tan instruido como el bufón debería conocer semejantes leyendas. Y está claro que una juglaresa avezada tendría que haber oído algo sobre ellas.

Me quedé mirándola con ecuanimidad.

Hervidera se cruzó de brazos.

—Yo no tengo la culpa de lo que leo o escucho —se defendió—. Sólo te digo lo que me contaron, hace mucho tiempo.

Frente a mí, Kettricken arrugó el entrecejo, pero no se inmiscuyó.

—Mucho —repuso fríamente Hervidera—. Cuando los jóvenes respetaban a sus mayores.

Una sonrisilla maliciosa iluminó los rasgos del bufón. Hervidera parecía sentirse como si hubiera salido victoriosa de algo, pues soltó su taza de té en el cuenco de sus gachas y me los ofreció.

—Te toca fregar los platos —me dijo con severidad. Se levantó y se alejó del fuego para adentrarse en la tienda. Mientras recogía lentamente los platos para enjugarlos con nieve limpia, Kettricken se puso a mi lado.

—¿Qué sospechas? —me preguntó con su acostumbrada franqueza—. ¿Crees que es una espía, una enemiga entre nosotros?

—No. No creo que sea ninguna enemiga. Pero sí que creo que es… algo. Algo más que una simple anciana con un interés religioso por el bufón. Algo más que eso.

—Pero ¿no sabes qué?

—No. No lo sé. Es sólo que me he dado cuenta de que parece saber mucho más sobre la Habilidad de lo que me esperaba de ella. Aun así, las personas mayores acumulan muchos y extraños conocimientos a lo largo de toda su vida. Quizá sea simplemente eso. —Desvié la mirada hacia las copas de los árboles, agitadas por el viento—. ¿Crees que nevará esta noche?

—Es casi seguro. Y tendremos suerte si para por la mañana. Deberíamos recoger más leña y apilarla cerca de la puerta de la tienda. No, tú no. Métete en la tienda. Si te extraviaras ahora, de noche y a punto de que empiece a nevar, nunca te encontraríamos.

Quise protestar, pero me interrumpió con una pregunta.

—Mi Veraz. ¿Está más versado que tú en la Habilidad?

—Sí, mi señora.

—¿Crees que esta carretera lo tentaría igual que a ti?

—Seguramente. Pero siempre me ha superado en talento con la Habilidad y en testarudez.

Una sonrisa triste le curvó los labios.

—Sí que es testarudo. —Suspiró pesadamente, de pronto—. Ojalá no fuéramos más que un hombre y una mujer, y viviéramos lejos del mar y de las montañas. Ojalá las cosas fueran así de simples para nosotros.

—Yo deseo lo mismo —musité—. Deseo que el trabajo duro me deje ampollas en las manos y que las velas de Molly iluminen nuestro hogar.

—Espero que lo consigas, Traspié —musitó Kettricken—. De veras que sí. Pero hasta entonces nos queda un largo camino por recorrer.

—Así es —convine.

Y una especie de tregua se forjó entre nosotros. Sabía que si lo requerían las circunstancias, me arrebataría a mi hija para el trono. Pero cambiar su actitud hacia el deber y el sacrificio era tan imposible para ella como cambiar la sangre y los huesos que formaban su cuerpo. Era quien era. No es que deseara robarme a mi hija.

Lo único que tenía que hacer para conservar a mi hija era devolverle a su marido sano y salvo. Esa noche nos acostamos más tarde de lo que teníamos por costumbre. Todos estábamos más cansados de lo habitual. El bufón hizo la primera guardia pese a la fatiga que se reflejaba en su rostro. El nuevo tono marfileño que había adoptado su piel le confería un aspecto espantoso cuando estaba helado, como si fuera la viva imagen de la desolación tallada en hueso viejo. El resto de nosotros no acusábamos tanto el frío cuando caminábamos durante el día, pero creo que el bufón nunca llegaba a entrar en calor. Aun así se abrigó y salió a la calle sin un solo murmullo de protesta. Los demás nos dispusimos a dormir.

La tormenta era, al principio, algo que ocurría sobre nuestras cabezas, en las copas de los árboles. Caían agujas sueltas que repicaban contra la tela de la tienda y, cuando arreció la tormenta, ramas pequeñas y ocasionales puñados de nieve helada. El frío se recrudeció y se convirtió en algo que se colaba por cada abertura en las mantas o la ropa. A mitad de la guardia de Estornino, Kettricken la llamó y dijo que la tormenta montaría guardia por nosotros. Cuando entró Estornino, el lobo la siguió pisándole los talones. Para mi alivio, nadie puso demasiadas pegas a su presencia. Cuando Estornino comentó que metía la nieve consigo, el bufón repuso que no metía ni más ni menos que ella. Ojos de Noche acudió de inmediato a nuestra parte de la tienda y se tumbó entre el bufón y la pared. Apoyó su enorme cabeza en el pecho del bufón y exhaló un pesado suspiro antes de cerrar los ojos. Casi me daba envidia.

Tiene más frío que tú. Mucho más. Y en la ciudad, donde había tan poca caza, a menudo compartía su comida conmigo.

Ya. ¿Es manada, entonces?, pregunté con un dejo de humorismo.

Tú sabrás, me retó Ojos de Noche. Te salvó la vida y compartió sus presas y su guarida contigo. ¿Es manada o no?

Supongo que sí, dije tras considerarlo un momento. Nunca había parado a pensarlo de ese modo. Discretamente, cambié de postura para estar un poco más cerca del bufón.

—¿Tienes frío? —le pregunté en voz alta.

—Sólo cuando dejo de tiritar —se lamentó. Luego añadió—: Lo cierto es que estoy mejor con el lobo entre la pared y yo. Desprende un montón de calor.

—Está agradecido contigo por todas las veces que le diste de comer en Jhaampe.

El bufón guiñó los ojos para verme mejor en la penumbra de la tienda.

—¿En serio? No sabía que los animales recordaran tanto tiempo las cosas.

Eso me sobresaltó y me hizo pensar en ello.

—No, por lo general. Pero esta noche recuerda que le diste de comer y te muestra su gratitud.

El bufón levantó una mano para rascar con cuidado las orejas a Ojos de Noche. El lobo profirió un gruñido de placer, como un cachorro, y se acurrucó más contra él. Volví a pensar en todos los cambios que se estaban operando en él. Cada vez con más frecuencia, sus reacciones y pensamientos eran una mezcla de humanos y lupinos.

Estaba demasiado cansado como para darle muchas vueltas a la cabeza. Cerré los ojos y empecé a sumirme en el sueño. Transcurrido un momento, me di cuenta de que tenía los ojos fuertemente cerrados, los dientes apretados, y seguía sin quedarme dormido. Lo único que quería era desembarazarme de la vigilia, tal era mi cansancio, pero la Habilidad me amenazaba y tentaba de tal manera que no lograba relajarme lo suficiente para dormir. No dejé de dar vueltas, intentando encontrar una postura más cómoda hasta que Hervidera, que estaba tendida a mi otro lado, preguntó malhumorada si tenía pulgas. Procuré quedarme quieto.

Contemplé la oscuridad del techo de la tienda, escuchando el viento que soplaba en el exterior y la acompasada respiración de mis compañeros en el interior. Cerré los ojos y relajé los músculos, intentando descansar al menos el cuerpo. Deseaba quedarme dormido con todas mis fuerzas. Pero los sueños de la Habilidad tiraban de mí como diminutos anzuelos clavados en mi mente hasta que me dieron ganas de gritar. La mayoría eran horribles. Una especie de ceremonia de los forjados en una aldea costera, un fuego inmenso ardiendo en un pozo, y cautivos arrastrados por marginados que se mofaban de ellos y les obligaban a elegir entre ser forjados o saltar voluntariamente al foso. Había niños mirando. Aparté mi mente de las llamas.

Recuperé el aliento y calmé mis ojos. Sueño. En una cámara en el castillo de Torre del Alce, Cordonia quitaba con cuidado los lazos de un viejo traje de novia. Tenía los labios fuertemente fruncidos en señal de desaprobación mientras tiraba de los diminutos hilos que sujetaban los adornos.

—Alcanzará un buen precio —le dijo Paciencia—. Suficiente quizá para abastecer nuestras atalayas un mes más. Él entendería que debemos hacerlo por Gama.

Tenía la cabeza muy erguida, y había más canas de las que yo recordaba entremetidas en sus negros cabellos mientras sus dedos desabrochaban los collares de perlas que refulgían en festones en el cuello del traje. El tiempo había marfilado el blanco del traje, la suntuosa amplitud de las faldas se derramaba en cascadas sobre sus regazos. Paciencia ladeó la cabeza de pronto como si escuchara con expresión inquisitiva. Huí.

Recurrí a toda mi fuerza de voluntad para obligarme a abrir los ojos. El fuego del pequeño brasero, casi apagado, proyectaba una luz rojiza. Estudié las pértigas que sujetaban las pieles tirantes. Me obligué a respirar más despacio. No me atrevía a pensar en nada que pudiera sacarme de mi propia vida, ni en Molly, ni en Burrich, ni en Veraz. Intenté encontrar una imagen neutral sobre la que reposar mi mente, algo que no tuviera connotaciones especiales en mi vida. Conjuré un paisaje anodino. Una tersa planicie cubierta de nieve, con un sereno firmamento nocturno. Bendita quietud… Me hundí en ella como en un mullido colchón de plumas.

Llegó un jinete, veloz, agazapado, aferrado al cuello de su caballo, urgiéndolo a continuar. La pareja era bella en su simplicidad, el caballo que corría, la capa del hombre ondeando al aire como la cola de su montura. Por un momento no hubo más que esto, el oscuro caballo y su jinete cruzando la llanura bajo un cielo raso con luna. El caballo galopaba bien, tensando y distendiendo los músculos sin esfuerzo, y el hombre montaba ligero, como si no tocara su lomo siquiera. La luna refulgía plateada en la frente del hombre, reflejada en el alce rampante que lucía. Chade.

Aparecieron tres jinetes más. Dos llegaban desde atrás, pero esos caballos corrían pesadamente, agotados. El jinete solitario se distanciaría de ellos si se prolongaba la carrera. El tercer perseguidor atravesaba la planicie en diagonal. Su caballo picazo galopaba con ahínco, ajeno a la nieve más profunda que batían sus cascos. Su jinete menudo montaba alto y bien, una mujer o un hombre joven. La luz de la luna se reflejó un momento en una hoja desenfundada. Por un momento pareció que el joven jinete iba a cruzarse en el camino de Chade, pero el viejo asesino lo vio. Dijo unas palabras a su caballo, el castrado apretó el paso y alcanzó una velocidad asombrosa. Dejó muy atrás a los dos perseguidores más lentos, pero el picazo había llegado ya al sendero de tierra prensada y estiraba las patas cuan largas eran en su esfuerzo por acortar distancias. Por un momento parecía que Chade conseguiría escapar limpiamente, pero el caballo picazo estaba más fresco. El castrado no pudo mantener su estallido de velocidad y el paso constante del picazo devoraba lentamente su ventaja. La distancia se acortaba lenta pero inexorablemente. Por fin el picazo estuvo justo detrás de la cola del castrado. El caballo de Chade aminoró el paso y éste se giró en su silla y levantó un brazo a modo de saludo. El otro jinete exclamó, con voz atiplada por el aire frío:

—¡Por Veraz, el verdadero rey!

Le lanzó una bolsa y Chade le arrojó un paquete. Se separaron bruscamente, apartándose ambos caballos del sendero apelmazado en direcciones opuestas. El sonido de los cascos se perdió en la noche. Las esforzadas monturas de los perseguidores estaban empapadas de sudor, que humeaba al aire frío. Sus jinetes tiraron de las riendas, entre blasfemias, cuando llegaron al lugar donde Chade y su compinche se habían separado. En el aire flotaban retazos de conversación mezclados con maldiciones.

—¡Condenados partisanos Vatídico!

—¡Ahora es imposible saber quién lo tiene!

—No pienso volver para que me azoten por este fracaso. Debieron de llegar a un acuerdo, pues dejaron que sus caballos recuperaran el aliento y reemprendieron la marcha más despacio, siguiendo el camino de tierra prensada en dirección contraria a la que habían venido.

Volví en mí brevemente. Curioso, descubrí que sonreía pese a tener la cara perlada de sudor. La Habilidad era poderosa. Resollaba causa del esfuerzo. Intenté apartarme de ella, pero el dulce afán de saber era demasiado pronunciado. Me regocijaba saber de la fuga de Chade, me regocijaba saber que había partisanos que actuaban en nombre de Veraz. El mundo se extendía vasto y amplio ante mí, tentador como una bandeja de pasteles. Mi corazón escogió al instante.

Un bebé lloraba, de esa forma interminable y desconsolada que tienen de llorar los bebés. Mi hija. Estaba tendida en una cama, envuelta todavía en una manta salpicada de lluvia. Tenía el rostro congestionado con la fuerza de su llanto.

—¡Cállate! ¡Te quieres callar de una vez!

La frustración acumulada en la voz de Molly era sobrecogedora.

—No te enfades con ella. —Burrich, severo y cansado—. Sólo es una cría. Seguramente tendrá hambre.

Molly se puso de pie, apretados los labios, fuertemente cruzados los brazos sobre el pecho. Tenía las mejillas encendidas, su cabello era una colección de mechones empapados. Burrich colgó su capa chorreante. Habían estado en alguna parte, todos, y acababan de regresar. Las cenizas languidecían en la chimenea, hacía frío en la cabaña. Burrich se acercó al hogar y se arrodilló con torpeza junto a él, resintiéndose de su rodilla, y empezó a seleccionar astillas para encender un fuego. Podía percibir la tensión en él y sabía cuánto se estaba esforzando por controlar su temperamento.

—Ocúpate de la niña —sugirió en voz baja—. Encenderé el fuego y pondré agua a hervir.

Molly se quitó la capa y fue a colgarla junto a la de él, arrastrando los pies. Sabía cómo detestaba que le dijeran lo que tenía que hacer. El bebé seguía quejándose, tan implacable como el viento invernal en el exterior.

—Estoy aterida, cansada, calada de agua y muerta de hambre. Tendrá que aprender que a veces ella también debe esperar.

Burrich se agachó para soplar sobre una chispa y maldijo cuando ésta no prendió.

—También ella está aterida, cansada, calada de agua y muerta de hambre —señaló. Su voz sonaba cada vez más seca. Prosiguió infatigable con sus intentos por encender el fuego—. Y desde luego es demasiado pequeña para hacer algo al respecto. Por eso llora. No lo hace para atormentarte, sino para decirte que necesita ayuda. Es como un cachorro cuando gañe, mujer, o un pollo cuando pía. No lo hace para molestarte.

Con cada frase, alzaba la voz un poco más.

—¡Bueno, pues sí que me molesta! —declaró Molly, dispuesta a tener guerra—. Tendrá que llorar hasta desgañitarse. Estoy demasiado cansada para hacerme cargo de ella. Además, es una consentida. Lo único que hace es llorar para que la cojan en brazos. Ya no tengo nunca un momento para mí. Ni siquiera consigo dormir una sola noche del tirón. Da de comer al bebé, baña al bebé, cambia al bebé, coge al bebé. A eso se ha reducido mi vida.

Enumeró sus quejas agresivamente. Tenía ese brillo en la mirada que yo había visto cuando desafiaba a su padre, y sabía que esperaba que Burrich se levantara y se abalanzara sobre ella. En vez de eso Burrich sopló sobre un diminuto fulgor y gruñó satisfecho cuando surgió una pequeña lengua de fuego que se enroscó alrededor de un trozo de corteza de abedul. Ni siquiera se giró para encararse con Molly o la niña. Añadió una ramita tras otra al pequeño fuego y me maravilló que consiguiera permanecer ajeno a la airada Molly que tenía a su espalda. Yo no hubiera sabido mantenerme tan impasible de saber que ella estaba detrás de mí y con esa cara.

No se levantó hasta que el fuego estuvo bien establecido, y entonces se giró, no hacia Molly, sino hacia la pequeña. Pasó junto a Molly como si ésta no estuviera allí. No sé si vio cómo se preparaba ella para no esquivar el brusco golpe que esperaba de él. Se me encogió el corazón al ver hasta qué punto la había marcado su padre. Burrich se inclinó sobre la niña, hablándole con su acostumbrada voz calma mientras la descubría. Con una suerte de temor reverencial vi cómo le cambiaba el pañal. Miró alrededor, cogió una camisa de lana suya que colgaba del respaldo de una silla y la envolvió con ella. La niña siguió llorando, aunque con un tono distinto. Se la cargó contra el hombro y utilizó la mano libre para llevar el hervidor y ponerlo al fuego. Era como si Molly no estuviera allí en absoluto, con el semblante pálido y los ojos desorbitados mientras él tomaba la medida del grano. Cuando vio que el agua no hervía todavía, se sentó y dio rítmicas palmaditas en la espalda al bebé. El llanto perdió un poco de su determinación, como si la niña estuviera aburriéndose de llorar.

Molly se acercó a ellos.

—Dame el bebé. Yo me ocupo de ella.

Burrich levantó la cabeza despacio para mirarla a los ojos. Su gesto era impasible.

—Cuando te calmes y quieras sujetarla, te la daré.

—¡Dámela ahora mismo! ¡Es mi hija! —espetó Molly, y alargó los brazos. Burrich la detuvo con una mirada. Molly retrocedió—. ¿Quieres avergonzarme? —La voz de Molly era cada vez más chillona—. Es mi hija. Tengo derecho a criarla como considere oportuno. No hace falta que la coja en brazos a todas horas.

—Cierto —convino él débilmente, pero no hizo ademán de entregarle a la pequeña.

—Piensas que soy una mala madre. ¿Qué sabrás tú de niños para decirme que lo hago mal?

Burrich se levantó, trastabilló medio paso con su pierna mala y recuperó el equilibrio. Cogió el medidor de grano. Lo espolvoreó sobre el agua en ebullición y lo removió para que se reblandeciera por igual. Tapó la olla y la apartó un poco del alcance del fuego. Durante todo este tiempo mantuvo al bebé cobijado en el hueco de un brazo. Sabía que había estado meditando cuando respondió:

—No sé mucho de niños, tal vez. Pero sí de animales jóvenes. Potros, cachorros, terneros, lechones. Hasta gatos de presa. Sé que si quieres que confíen en ti tienes que tocarlos a menudo cuando son pequeños. Con suavidad pero con firmeza, para que aprendan a confiar también en tu fuerza.

Se entusiasmó con su tema. Había escuchado esa lección más de cien veces, dirigida por lo general a mozos de cuadra impacientes.

—No les chillas ni haces movimientos bruscos que parezcan amenazadores. Les das buena comida y agua limpia, los limpias y los cobijas de la intemperie. —Bajó la voz acusadoramente para añadir—: No desatas tu mal genio sobre ellos, ni confundes el castigo con la disciplina.

Molly pareció sorprenderse ante sus palabras.

—La disciplina llega a través del castigo. Se enseña disciplina a un chiquillo castigándolo cuando hace algo mal.

Burrich negó con la cabeza.

—Me gustaría «castigar» a la persona que te inculcó esas ideas —dijo, y un ápice de su antiguo genio asomó a su voz—. ¿Qué aprendiste realmente de las veces que tu padre descargó su temperamento sobre ti? ¿Que mostrar ternura a tu bebé es un síntoma de debilidad? ¿Que ceder y coger a tu hija en brazos cuando llora porque quiere que la cojas no es propio de adultos?

—No quiero hablar de mi padre —declaró Molly de repente, pero había incertidumbre en su voz. Abrazó al bebé como una cría aferrada a su juguete favorito y Burrich permitió que se la llevara. Molly se sentó en las piedras de la chimenea y se abrió la blusa. El bebé buscó su pecho con glotonería y se calló al instante. Por un momento sólo se escuchó el viento que susurraba en la calle, el borboteo de la olla de gachas y el chasquido de los palos que echaba Burrich al fuego—. No siempre eras tan paciente con Traspié cuando era pequeño —rezongó Molly.

Burrich se rió con un bufido.

—Creo que nadie podría ser paciente eternamente con ése. Cuando me lo entregaron tenía cinco o seis años y no sabía nada de él. Y yo era joven, tenía otras preocupaciones. Se puede encerrar a un potro en un cercado, o amarrar un perro una temporada. Con los niños no es así. Ni por un instante se te puede olvidar que tienes un chiquillo. —Encogió los hombros en señal de impotencia—. Antes darme cuenta, se había convertido en el eje de mi vida. —Una pausa incómoda—. Luego me lo quitaron, y yo lo consentí… Y ahora está muerto.

Silencio. Quería sondear hacia los dos desesperadamente, hacerles saber que seguía con vida. Pero no podía. Podía oírlos, podía verlos, pero no podía llegar hasta ellos. Como el viento fuera de la casa, rugía y aporreaba las paredes, en vano.

—¿Qué voy a hacer? ¿Qué será de nosotras? —preguntó Molly de repente, a nadie en particular. La desesperación que impregnaba su voz era desgarradora—. Mírame. Sin marido, con una niña, y sin forma de abrirme camino en el mundo. Todo lo que ahorré se ha perdido. —Miró a Burrich—. Qué estúpida fui. Siempre creí que vendría a buscarme, que se casaría conmigo. Pero no lo hizo. Y ahora no podrá hacerlo nunca. —Empezó a mecerse abrazada al bebé. Las lágrimas corrían incontenibles por sus mejillas—. No te creas que no oí a ese viejo hoy, el que decía que me había visto en la ciudad de Torre del Alce y que yo era la puta del bastardo mañoso. ¿Cuánto tardará el rumor en llegar a Playa Capelán? Ya no me atrevo a ir a la ciudad, no puedo caminar con la cabeza erguida.

Sus palabras afectaron a Burrich. Se encorvó, con el codo en una rodilla y la cabeza apoyada en una mano.

—Pensé que no lo habías oído. De no ser porque tenía más años que Eda, le hubiera obligado a tragarse sus palabras.

—No puedes culpar a un hombre por decir la verdad —repuso Molly, abatida.

Eso hizo levantar la cabeza a Burrich.

—¡No eres ninguna puta! —declaró acaloradamente—. Eras la esposa de Traspié. No es culpa tuya que no lo supiera todo el mundo.

—Su esposa —musitó burlona Molly para sí—. No lo era, Burrich. Nunca se casó conmigo.

—Por lo menos así me hablaba de ti. Te lo juro, es verdad. Si no hubiera muerto, habría vuelto contigo. Seguro que sí. Siempre quiso convertirte en su esposa.

—Oh, sí, tenía muchas intenciones. Y contaba muchas mentiras. Las intenciones no son hechos, Burrich. Si cada mujer que hubiera oído prometer a un hombre que se casaría con ella fuera una esposa, en fin, habría muchísimos menos bastardos en este mundo. —Se enderezó y se enjugó las lágrimas con fatigada determinación. Burrich no respondió a sus palabras. Molly contempló la carita que por fin lucía en calma. El bebé se había quedado dormido. Introdujo el meñique en la boca de la niña para liberar su pezón de la somnolienta presa de la criatura. Mientras Molly se abotonaba la blusa, sonrió débilmente—. Me parece que le está saliendo un diente. A lo mejor llora porque duelen las encías.

—¿Un diente? ¡A verlo! —exclamó Burrich, y se inclinó sobre el bebé mientras Molly le apartaba con cuidado el labio inferior para revelar una diminuta media luna blanca que asomaba en su encía.

Mi hija rehuyó el contacto y frunció el ceño, dormida. Burrich la tomó con delicadeza de brazos de Molly y la llevó a la cama, donde la dejó envuelta todavía en su camisa. Junto al fuego, Molly levantó la tapa de la olla y removió las gachas.

—Yo cuidaré de vosotras —dijo torpemente Burrich. Observaba a la pequeña mientras hablaba—. No soy tan viejo como para no conseguir trabajo, sabes. Mientras sea capaz de empuñar un hacha, podremos vender leña en la ciudad. Nos las apañaremos.

—No eres viejo en absoluto —dijo Molly distraída mientras echaba una pizca de sal a las gachas. Se acercó a la silla y se dejó caer en ella. De una cesta que había junto a la silla sacó un trozo de zurcido y le dio vueltas en sus manos, decidiendo por dónde empezar—. Es como si cada día te levantaras rejuvenecido. Mira esta camisa. Desgarrada por la costura del hombro, como si perteneciera a un mozo en plena edad de crecer. Me parece que cada día eres un poco más joven. Pero yo me siento más vieja a cada hora que pasa. Y no puedo vivir de tu bondad eternamente, Burrich. Tengo que seguir con mi vida. De alguna manera. Es sólo que ahora mismo no se me ocurre por dónde empezar.

—Entonces no te preocupes por ello, ahora mismo —la reconfortó él. Se quedó de pie junto a su silla. Levantó las manos como si quisiera apoyarlas en sus hombros. En vez de eso cruzó los brazos sobre el pecho—. Pronto será primavera. Plantaremos una huerta y volverá a abundar la pesca. Habrá trabajo que hacer en Playa Capelán. Ya lo verás, saldremos adelante.

Su optimismo avivó algo en Molly.

—Debería ponerme manos a la obra y preparar unas colmenas de paja. Con suerte, quizá atraiga a un enjambre de abejas.

—Conozco un campo de flores arriba en las colinas donde las abejas trabajan como locas en verano. Si colocamos allí las colmenas, ¿entrarán las abejas?

Molly sonrió para sí.

—No son como los pájaros, tonto. Sólo forman un nuevo enjambre cuando la antigua colmena tiene demasiadas abejas. Podríamos conseguir un enjambre de esa manera, pero no hasta mediados de verano u otoño. No. En primavera, cuando empiezan a moverse las abejas, intentaremos encontrar un árbol con colmena. Ayudaba a mi padre a capturar abejas cuando era pequeña, antes de aprender a encontrar las colmenas. Les dejas un plato de miel caliente para atraerlas. Primero vendrá una y luego las demás. Si una es hábil, y yo lo soy, se puede seguir la fila de abejas hasta su colmena. Eso es sólo el principio, claro. Luego hay que expulsar al enjambre de su colmena y meterlo en la tuya. A veces, si el árbol donde está la colmena es pequeño, se puede talar y sacar la médula del panal.

—¿Médula del panal?

—La parte del árbol donde anidan.

—¿Y no te pican? —preguntó Burrich, incrédulo.

—Si lo haces bien no —respondió ella tranquilamente.

—Tendrás que enseñarme.

Molly se giró en su asiento y lo miró. Sonrió, pero no era como su sonrisa de antaño. Era una sonrisa que reconocía que ambos fingían que todo saldría según lo planeado. Demasiado bien sabía ya que no se podía confiar por completo en ninguna esperanza.

—Cuando tú me enseñes a escribir. Cordonia y Paciencia empezaron, y sé leer un poco, pero la escritura se me resiste.

—Te enseñaré, y luego tú podrás enseñar a Ortiga —prometió Burrich a Molly.

Ortiga. Había llamado a mi hija Ortiga, como la planta que tanto le gustaba, aunque le deje grandes sarpullidos y ronchas en las manos si no se tiene cuidado al cogerla. ¿Así veía a nuestra hija, como algo que le producía dolor aunque también le procurara alegrías? Me mortificó ese pensamiento. Algo tiró de mi atención, pero me quedé firmemente anclado donde estaba. Si esto era todo lo cerca que podía estar de Molly, intentaría aprovecharlo al máximo.

No, rechazó categórico Veraz. Apártate enseguida. Las pones en peligro. ¿Crees que tendrían algún reparo en destruirlas, si pensaran que así podrían herirte y debilitarte?

De improviso me encontré con Veraz. Estaba en algún lugar frío, oscuro y azotado por el viento. Intenté ver más de lo que nos rodeaba, pero me tapó los ojos. Con qué facilidad me había llevado allí contra mi voluntad, con qué facilidad me cegaba. Su fuerza con la Habilidad era aterradora. Pero podía percibir su cansancio, una fatiga mortal pese a la vastedad de su poder. La Habilidad era como un corcel indómito y Veraz era la frágil cuerda que lo sujetaba. Tiraba de él a cada minuto y cada minuto conseguía resistir.

Vamos a por ti, le dije sin necesidad.

Ya lo sé. Daos prisa. Y no vuelvas a hacer esto, no vuelvas a pensar en ellos, y no dediques ni un solo pensamiento a los nombres de quienes querrían perjudicarnos. Aquí cada susurro es un grito. Tienen poderes que no te imaginas, fuerzas que no puedes desafiar. Allá donde vayas, tus adversarios te seguirán. No dejes ningún rastro.

Pero ¿dónde estás?, pregunté mientras me apartaba de él.

¡Búscame!, me ordenó, y me devolvió de golpe a mi cuerpo, a mi vida.

Me senté encima de mis mantas, jadeando convulsivamente en busca de aire. Era como pelear con alguien y que te tiraran de golpe contra el suelo. Por un momento me quedé resollando mientras intentaba llenar mis pulmones. Por fin conseguí inhalar una bocanada de aire. Miré a mi alrededor en la oscuridad. Fuera de la tienda, aullaba la ventisca. El brasero era un pequeño fulgor rojo en el centro que iluminaba poco más que la acurrucada forma de Hervidera, que dormía cerca de él.

—¿Estás bien? —me preguntó el bufón.

—No —musité.

Me tendí a su lado. De repente estaba demasiado cansado para pensar, demasiado cansado para decir otra palabra. El sudor que empapaba mi cuerpo se enfrió y empecé a tiritar. El bufón me sorprendió rodeándome con un brazo. Me arrimé a él agradecido, compartiendo su calor. La simpatía de mi lobo me envolvió. Esperé a que el bufón dijera alguna palabra de consuelo. Era demasiado sabio para intentarlo. Me quedé dormido anhelando unas palabras que no existían.