Las Montañas
Podría imaginarse uno que el Reino de las Montañas, con sus escasas aldeas y su población dispersa, era un reino nuevo aunque recientemente cohesionado. Lo cierto es que su historia data de mucho antes que cualquier documento escrito de los Seis Ducados. Llamar reino a esta región es incurrir en un error de nomenclatura. En la antigüedad, los distintos cazadores, pastores y granjeros, tanto nómadas como sedentarios, juraron fidelidad paulatinamente a una jueza, una mujer de gran sabiduría, que residía en Jhaampe. Aunque esta persona se ha llegado a conocer como rey o reina de las montañas por parte de los extranjeros, para los residentes del Reino de las Montañas sigue siendo el sacrificio, el que está dispuesto a darlo todo, incluso la vida, por sus súbditos. La primera jueza que vivió en Jhaampe es ahora una figura misteriosa que mora en las leyendas, cuyas proezas sólo se recuerdan en las canciones que sobre ella entonan todavía las gentes de la montaña.
Mas por antiguas que sean estas canciones, circula un rumor todavía más antiguo sobre un regente y una capital aún más vetustos. El Reino de las Montañas, tal y como lo conocemos hoy en día, se compone casi por entero de nómadas y asentamientos en las estribaciones orientales de las montañas. Más allá de éstas se encuentran las glaciales orillas que bordean el Mar Blanco. Algunas rutas comerciales serpentean todavía entre los escarpados riscos de las montañas para llegar a los cazadores que habitan esas tierras nevadas. Al sur de las montañas se yerguen los inhóspitos bosques de los Territorios Pluviales, y en alguna parte se encuentran las fuentes del río Pluvia, que marca la frontera comercial con los Estados de Chalaza. Éstas son las únicas tierras y gentes de las que se tiene pleno conocimiento más allá de las montañas. Pero siempre ha habido leyendas sobre otra tierra, encajonada y perdida entre las cumbres al otro lado del Reino de las Montañas. Conforme se adentra uno en las montañas, dejando atrás las lindes de los pueblos leales a Jhaampe, el terreno se torna todavía más abrupto e inhóspito. La nieve no abandona nunca los picos más altos y algunos valles albergan únicamente hielo glacial. En algunas zonas, se dice que emanan grandes vapores y humos de grietas abiertas en la roca, y que la tierra es propensa a ligeros temblores o violentas sacudidas. Pocos motivos impulsarían a alguien a aventurarse en esa región de pedregales y acantilados. La caza es más abundante y gratificante en las verdes lomas de las montañas. El pasto es insuficiente para atraer a los rebaños de ningún pastor.
Con independencia de las características del terreno, tenemos además las acostumbradas historias que generan todas las tierras lejanas. Dragones y gigantes, ciudades antiguas en ruinas, unicornios salvajes, cuevas del tesoro y mapas secretos, calles polvorientas pavimentadas de oro, valles de perenne primavera donde el agua surge humeante del suelo, peligrosos hechiceros encerrados mediante conjuros en cuevas repletas de piedras preciosas y antiguos males aletargados bajo tierra. Se dice que todo esto abunda en esa tierra antigua y sin nombre que se extiende más allá de los límites del Reino de las Montañas.
Kettricken esperaba realmente que me negara a ayudarla a buscar a Veraz. Mientras duró mi convalecencia había decidido que partiría tras él ella sola, y a tal fin había amasado suministros y animales. En los Seis Ducados, cualquier reina podría disponer a su antojo de las arcas reales, además de forzar la generosidad de sus nobles. No era éste el caso en el Reino de las Montañas. Aquí, mientras viviera el rey Eyod, ella no era más que una pariente del sacrificio. Aunque se esperaba que sucediera algún día, eso no le daba ningún derecho a disponer de los bienes de su pueblo. En verdad, aunque fuera sacrificio, no tendría acceso a las riquezas y recursos. El sacrificio y su familia más cercana vivían modestamente en su hermosa residencia. Todo Jhaampe, el palacio, los jardines, las fuentes, todo pertenecía a las gentes del Reino de las Montañas. Al sacrificio no le faltaba de nada, pero tampoco nadaba en la abundancia.
De modo que Kettricken no apeló a las arcas reales ni a los nobles ávidos de granjearse su favor, sino a antiguos amigos y primos para conseguir lo que necesitaba. Había preguntado a su padre, pero éste le había dicho, entristecido pero con firmeza, que encontrar al rey de los Seis Ducados era asunto de ella, no del Reino de las Montañas. Por mucho que lamentara que su hija llorara la desaparición del hombre al que amaba, no podía prescindir de los suministros precisos para defender el Reino de las Montañas de Regio de los Seis Ducados. El lazo que unía a padre e hija era tal que ella supo comprender la negativa de él. Me avergonzaba pensar que la legítima reina de los Seis Ducados tuviera que apelar a la caridad de sus parientes y amigos, pero sólo cuando no estaba ocupado acicateando mi rencor hacia ella.
Había planificado la expedición como mejor le convenía a ella, no a mí. Pocos de sus preparativos se merecían mi aprobación. En los escasos días previos a nuestra partida, se dignó consultarme algunos aspectos, pero mis opiniones caían en oídos sordos la mayoría de las veces. Nos dirigíamos el uno al otro civilizadamente, sin la calidez que nos podrían procurar la ira o la amistad. Había muchos puntos en los que no estábamos de acuerdo, y cuando esto ocurría ella actuaba como mejor le parecía. Tácito pero implícito estaba el hecho de que, en el pasado, mi criterio había resultado ser defectuoso y corto de miras.
No quería bestias de carga que pudieran morirse de frío y de hambre. La Maña me hacía vulnerable a su dolor, por mucho que intentara bloquearlo. Kettricken, no obstante, se había procurado media decena de criaturas que, según ella, eran inmunes al frío y la nieve, y que ramoneaban en vez de pastar. Eran jeppas, animales oriundos de algunos de los rincones más recónditos del Reino de las Montañas. Por su aspecto se dirían cabras cuellilargas con zarpas en vez de pezuñas. No me fiaba de que pudieran resistir el tiempo suficiente como para compensar la molestia de tener que tratar con ellas. Kettricken me dijo tranquilamente que no tardaría en acostumbrarme a las jeppas.
Todo depende de qué tal sepan, sugirió filosóficamente Ojos de Noche. Me sentía inclinado a darle la razón.
Los compañeros de viaje elegidos por Kettricken me irritaban todavía más. No tenía sentido que ella se pusiera en peligro, pero sabía que no tenía sentido discutir ese punto. Me molestaba que fuera Estornino, y más tras descubrir que había tenido que suplicar para que la dejaran unirse a la expedición. Insistía aún en que andaba en busca de una canción que impulsara su fama. Había comprado su lugar en nuestro grupo con la amenaza velada de no plasmar por escrito que la hija de Molly era también mía a menos que la dejaran venir. Sabía que yo pensaba que me había traicionado, y evitaba prudentemente mi compañía. Nos acompañarían además tres primos de Kettricken, los tres fornidos y musculosos, versados en el tránsito de las montañas. No iba a ser una comitiva populosa. Kettricken aseguraba que si nosotros seis no éramos capaces de encontrar a Veraz, tampoco lo serían seiscientos. Convine con ella que resultaba más fácil abastecer a un contingente reducido, y que por lo general éstos viajaban más deprisa que las grandes caravanas.
Chade no se uniría a nuestra partida. Regresaría a Torre del Alce para informar a Paciencia de que Kettricken iba a salir en busca de Veraz y plantar las semillas del rumor de que había, por cierto, un heredero del trono de los Seis Ducados. Visitaría también a Burrich, Molly y la pequeña. Se había ofrecido a comunicar a Molly, Paciencia y Burrich que yo seguía con vida. El ofrecimiento fue incómodo, pues sabía de sobra que yo detestaba el papel que había representado al reclamar a mi hija para el trono. Pero me tragué mi rabia, hablé civilizadamente con él y me vi recompensado con su solemne promesa de no decirles nada sobre mí a ninguno de ellos. En ese momento me parecía la decisión más acertada. Pensaba que sólo yo podría explicarle realmente a Molly por qué había actuado como lo hice. Además, ella ya había llorado mi muerte una vez. Si no sobrevivía a esta empresa, no tendría que volver a guardar luto por mí.
Chade vino a despedirse de mí la noche que partía hacia Gama. Al principio los dos intentamos fingir que todo seguía igual entre nosotros. Hablamos de minucias que antaño nos importaban a ambos. Lo lamenté de veras cuando me dijo que Sisa había muerto. Intenté convencerle de que se llevara a Rubí y Hollín, para devolvérselos a Burrich. Rubí necesitaba una mano más dura de la que le estaban dispensando, y el corcel sería para Burrich mucho más que un medio de transporte. Podría vender o cambiar sus servicios, y el potro de Hollín representaba más dinero por venir. Pero Chade meneó la cabeza y dijo que debía viajar deprisa y sin llamar la atención. Un hombre con tres caballos sería una víctima codiciada por los salteadores de caminos, cuando menos. Había visto el malencarado capón que tenía Chade por montura. Pese a su mal carácter, era resistente y ágil y, según me aseguró Chade, muy veloz cuando tocaba galopar por terrenos abruptos. Sonrió al decir esto y supe que esa característica en particular del caballo había sido puesta a prueba más de una vez. El bufón tenía razón, pensé con amargura. La guerra y la intriga casaban con él. Lo miré, con sus botas altas y su capa arremolinada, con el alce rampante que lucía abiertamente en la frente, sobre sus ojos verdes, e intenté reconciliarlo con el anciano de discretos modales que me había adiestrado en las artes del asesinato. Seguía llevando a cuestas sus años, pero de otra manera. Me pregunté qué drogas tomaría para prolongar su vitalidad.
Pero por cambiado que estuviera, seguía siendo Chade. Quise acercarme a él y comprobar que todavía existía algún tipo de lazo entre nosotros, pero no pude. No lograba entenderme. ¿Cómo me podía importar tanto su opinión todavía, cuando sabía que estaba dispuesto a arrebatarme a mi hija y mi felicidad por el bien del trono de los Vatídico? Para mí era una debilidad el no poder encontrar la fuerza de voluntad necesaria para odiarlo. Busqué ese odio y sólo encontré un enfurruñamiento infantil que me impidió estrechar su mano y desearle buen viaje. Él pasó por alto mi enfado, lo que me hizo sentir aún más pueril.
Tras su partida, el bufón me dio la alforja de cuero que había dejado para mí. Dentro había un práctico cuchillo enfundado, una bolsita con monedas y un surtido de venenos y hierbas curativas, entre ellas una generosa provisión de corteza feérica. Envuelta y meticulosamente etiquetada con la advertencia de no consumirse salvo con mucha cautela, y sólo en caso de suma necesidad, había una pequeña porción de semillas de carris. Envainada en una raída funda de cuero había una espada corta, simple pero eficaz. De repente sentí una rabia que no alcanzaba a explicar.
—Qué típico de él —exclamé, y volqué el contenido de la alforja sobre la mesa para que lo viera el bufón—. Cuchillos y venenos. Ésa es la opinión que le merezco. Así me ve todavía. La muerte es lo único que me desea.
—No creo que espere que los apliques sobre ti —observó con suavidad el bufón. Apartó el cuchillo de la marioneta a la que le estaba colocando sus hilos—. A lo mejor piensa que podrías utilizarlos para defenderte.
—¿Es que no te das cuenta? Estos regalos son para el niño al que Chade convirtió en un asesino. No comprende que ya no soy el mismo. No puede perdonarme que desee tener una vida propia.
—Como tú no le perdonas que ya no sea tu benevolente e indulgente tutor —dijo secamente el bufón. Estaba anudando los hilos de las varas de control a las articulaciones de la marioneta—. Es exasperante, ¿verdad?, ver cómo cabalga por ahí como un guerrero, arriesgando gustoso la vida por algo en lo que cree, coqueteando con las mujeres y, en pocas palabras, comportándose como si estuviera viviendo la vida que ha escogido vivir.
Fue como si me tirara una jarra de agua fría a la cara. A punto estuve de confesar los celos que sentía porque Chade había alcanzado lo que a mí se me seguía escapando entre los dedos.
—¡Eso es mentira! —rugí al bufón.
La marioneta con la que estaba trabajando me recriminó con un dedo mientras el bufón me sonreía por encima de su cabeza.
—Me he fijado —observó para nadie en particular— en que no es la cabeza de alce de Veraz lo que luce sobre la frente. No, el emblema de su elección se parece más bien a, a ver, déjame que lo piense, a uno que el príncipe Veraz escogió para su sobrino bastardo. ¿No notas tú cierto parecido?
Guardé silencio un momento.
—¿Y qué? —rezongué.
El bufón bajó su títere al suelo, donde la huesuda criatura se encogió de hombros.
—Ni la muerte del rey Artimañas ni la supuesta muerte de Veraz sacaron a esa comadreja de su guarida. Sólo cuando te creyó asesinado se apoderó tanto la rabia de él que prescindió de escondites para jurar que vería a un auténtico Vatídico sentado en el trono.
La marioneta me señaló con un dedo.
—¿Me estás diciendo que todo esto lo hace por mí, por mi bien? ¿Cuando lo último que querría es ver a mi hija reclamada por el trono?
La marioneta se cruzó de brazos y meneó la cabeza, pensativa.
—Yo diría que Chade siempre ha hecho lo que pensaba que era mejor para ti. Tanto si estabas de acuerdo como si no. A lo mejor aplica lo mismo a tu hija. A fin de cuentas, es su bisnieta y la última superviviente de su linaje. Sin contaros a Regio y a ti, naturalmente. —La marioneta ensayó unos pasos de baile—. ¿Cómo si no esperas que cuide un hombre tan viejo de una niña tan pequeña? No espera vivir eternamente. A lo mejor le parece que la pequeña estará más segura sentada en el trono que humillada por quien pudiera ocuparlo en su lugar.
Di la espalda al bufón y fingí recoger algunas prendas para lavarlas. Me haría falta mucho tiempo para pensar en lo que me acababa de decir.
Acepté de buen grado las tiendas y prendas de vestir elegidas por Kettricken para la expedición, y me sentí agradecido al ver que se había preocupado también de mi alojamiento y mi vestimenta. Si me hubiera excluido totalmente de su séquito no la habría culpado. En cambio, Jofron se presentó un día cargada con un montón de ropa y mantas para mí, y dispuesta a tomarme la medida del pie para confeccionar las botas como sacos que utilizaban las gentes de las montañas. Resultó ser una compañía agradable, pues el bufón y ella no dejaron de intercambiarse pullas y risas en todo momento. Su dominio del chyurdo superaba el mío, y en ocasiones me costaba seguir la conversación, mientras que la mitad de los juegos de palabras del bufón se me escapaban. Me pregunté de pasada qué habría exactamente entre esos dos. A mi llegada, pensé que ella debía de ser una especie de discípula de él. Ahora me preguntaba si no habría fingido ese interés a fin de tener una excusa para estar cerca del bufón. Antes de irse tomó también la medida del pie al bufón y le preguntó qué colores y rebordes quería que lucieran sus botas.
—¿Botas nuevas? —le pregunté cuando se fue Jofron—. Con lo poco que sales a la calle, no sé para qué las necesitas.
Me observó con ecuanimidad. Toda jovialidad desapareció de su semblante.
—Ya sabes que tengo que acompañarte —dijo tranquilamente. Esbozó una extraña sonrisa—. ¿Por qué si no crees que hemos coincidido en este lugar tan remoto? Es por medio de la interacción del catalizador y el Profeta Blanco que los sucesos de esta época retomarán su curso natural. Creo que, si tenemos éxito, las Velas Rojas serán expulsadas de la costa de los Seis Ducados y un Vatídico heredará el trono.
—Eso coincidiría con casi todas las profecías —convino Hervidera desde su rincón junto a la chimenea. Estaba sujetando la última hilera de puntos de una gruesa manopla—. Si la plaga del ansia irreflexiva es la Forja y tus acciones acaban con ella, se cumpliría además otra profecía.
El talento de Hervidera para adornar cualquier ocasión con una profecía empezaba a atacarme los nervios. Tomé aliento y pregunté al bufón:
—¿Y qué le parece a la reina Kettricken que te unas a su comitiva?
—Todavía no se lo he comentado —repuso con indiferencia—. No me uno a su comitiva, Traspié. Me uno a ti. —Una especie de regocijo asomó a sus rasgos—. Desde que era pequeño sé que acometeríamos juntos esta empresa. Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza preguntar si puedo ir contigo. Llevo preparándome para este día desde que llegaste.
—Igual que yo —acotó en voz baja Hervidera.
Los dos nos volvimos para mirarla. Fingió no reparar en nosotros mientras se probaba la manopla.
—No —espeté.
Por si no tuviera bastante con la posibilidad de que murieran los animales de carga, me arriesgaba a presenciar la muerte de otra amiga. No hacía falta decir en voz alta que era demasiado anciana para semejante viaje.
—Pensaba que te podrías quedar aquí, en mi casa —ofreció más amablemente el bufón—. Hay leña de sobra para pasar el invierno, comida y…
—Espero morir durante el trayecto, por si os sirve de consuelo. —Hervidera se quitó la manopla y la puso con su pareja. Inspeccionó distraída lo que quedaba de su madeja de lana. Empezó a dar puntadas, con el hilo fluyendo veloz entre sus dedos—. Y tampoco hace falta que os preocupéis por mí hasta entonces. He juntado unas cuantas provisiones. No se me da mal el trueque, y tengo comida y otros enseres. —Levantó la vista de sus agujas para mirarme de reojo y, en voz más baja, añadió—: Cuento con los recursos necesarios para llegar al final de este viaje.
No pude por menos de admirar su serena asunción de que su vida seguía siendo suya para hacer con ella lo que le placiera. Me pregunté cuándo había empezado a pensar en ella como una anciana desvalida de la que tendrían que cuidar los demás. Volvió a concentrarse en su labor sin necesidad, pues sus dedos seguían trabajando tanto si ella los miraba como si no.
—Veo que me comprendes-musitó.
Y eso fue todo.
No sé de ninguna expedición que comience exactamente según lo planeado. Por lo general, cuanto mayor sea, más dificultades habrá. La nuestra no fue una excepción. La mañana previa a nuestra partida, me despertaron sin miramientos.
—Levántate, Traspié, tenemos que salir enseguida —dijo bruscamente Kettricken.
Me senté despacio. Me había despejado al instante, pero la herida de mi espalda no me permitía moverme más deprisa. El bufón estaba sentado al borde de la cama, más nervioso que nunca.
—¿Qué sucede? —quise saber.
—Regio. —Nunca había escuchado tanto veneno destilado en una sola palabra. El rostro de Kettricken estaba blanco como la nieve y abría y cerraba los puños sin cesar a sus costados—. Ha enviado un mensajero bajo bandera de tregua a parlamentar con mi padre y dice que estamos cobijando a un conocido traidor a los Seis Ducados. Afirma que si te entregamos a él, lo tomará como una señal de buena voluntad para con los Seis Ducados y no nos declarará adversarios. De lo contrario, dará la orden de avanzar a las tropas que ha destacado en nuestras fronteras, pues sabrá que conspiramos con sus enemigos y contra él. —Hizo una pausa—. Mi padre está considerando qué hacer.
—Kettricken, yo sólo soy un pretexto. —El corazón martilleaba en mi pecho. Ojos de Noche gruñó, ansioso—. Sabrás que ha tardado seis meses en amasar estas tropas. No están ahí porque yo esté aquí. Están ahí porque planea invadiros con cualquier excusa. Ya conoces a Regio. Esto no es más que un farol para ver si consigue que me entreguéis a él. Si lo hacéis, buscará cualquier otro pretexto para atacar.
—No soy tonta —dijo con voz glacial—. Hace semanas que nuestros oteadores avistaron sus tropas. Nos hemos preparado lo mejor posible. Pero nunca antes nos hemos enfrentado a un enemigo tan organizado y numeroso. Mi padre es el sacrificio, Traspié. Hará lo que considere más conveniente para el Reino de las Montañas. Por eso ahora debe sopesar si, al entregarte, cabría la posibilidad de pactar con Regio. No creas que mi padre es tan estúpido como para confiar en él. Pero cuanto más consiga posponer un ataque contra su pueblo, más preparados estaremos cuando se produzca.
—Parece que queda poco por decidir —mascullé.
—Mi padre no tenía ningún motivo para informarme de lo que le dijera el mensajero —observó Kettricken—. La decisión es sólo suya. —Me miró a los ojos, con una sombra de nuestra antigua amistad—. Es posible que me ofrezca la posibilidad de sacarte a hurtadillas antes de que contradiga sus órdenes de entregarte a Regio. Quizá planee decirle a Regio que has escapado pero que se propone darte caza.
Detrás de Kettricken, el bufón se estaba poniendo los pantalones por debajo de su camisón.
—Será más complicado de lo que había planeado —confesó Kettricken—. No puedo implicar en esto a ningún habitante de las montañas. Seremos tú y yo, y Estornino. Solos. Y habrá que irse enseguida, en menos de una hora.
—Estaré preparado —le aseguré.
—Reúnete conmigo detrás del cobertizo de Joss —concluyó antes de marcharse.
Miré al bufón.
—Bueno. ¿Avisamos a Hervidera?
—¿Por qué me lo preguntas a mí?
Me encogí de hombros. Me levanté y empecé a vestirme a toda prisa. Pensé en los pequeños detalles que aún no había preparado y terminé descartándolos. El bufón y yo tardamos muy poco tiempo en preparar nuestros hatos. Ojos de Noche se incorporó, se desperezó a conciencia y nos precedió camino de la puerta. Echaré de menos la chimenea. Pero la caza será mejor. Con qué calma lo aceptaba todo.
El bufón inspeccionó detenidamente su cabaña antes de cerrar la puerta a nuestras espaldas.
—Es el primer sitio donde he vivido que era sólo mío —dijo mientras nos alejábamos.
—Dejas tantas cosas atrás por esto —dije torpemente, pensando en sus herramientas, sus marionetas sin acabar, aun las plantas que crecían en el alféizar de la ventana.
A mi pesar, me sentía culpable. Quizá se debiera a lo mucho que me alegraba no tener que afrontar esto en solitario.
Me miró de reojo y se encogió de hombros.
—Me llevo conmigo. Soy lo único que necesito realmente, o poseo. —Volvió la vista atrás, a la puerta que él mismo había pintado—. Jofron cuidará bien de la casa. Y también de Hervidera.
Me pregunté si no estaría dejando atrás más de lo que me imaginaba.
Ya casi habíamos llegado al cobertizo cuando vi a unos niños que se dirigían corriendo hacia nosotros.
—¡Ahí está! —exclamó uno, señalando con el dedo.
Miré de soslayo al bufón y me preparé para lo que pudiera ocurrir. ¿Cómo se defendía uno de unos chiquillos? Desconcertado, me dispuse a recibir el asalto. Pero el lobo no esperó. Pegó el vientre a la nieve, con la cola estirada. Mientras los niños acortaban distancias, se abalanzó de repente sobre el líder.
—¡NO! —grité horrorizado, pero nadie me prestó atención.
Las patas delanteras del lobo se estrellaron contra el pecho del muchacho, que cayó de espaldas en la nieve. En un instante Ojos de Noche se irguió y salió corriendo detrás de los demás, que huyeron entre carcajadas conforme iban siendo capturados y tirados al suelo. Cuando derribó al último de ellos, el primero ya se había incorporado y perseguía al lobo, intentando en vano darle alcance y agarrarle el rabo mientras Ojos de Noche brincaba a su alrededor, con la lengua colgando.
Volvió a tirarlos a todos, dos veces más, antes de detenerse en pleno giro. Vio cómo se levantaban los niños y me miró por encima del hombro. Agachó las orejas avergonzado y volvió a mirar a los chiquillos, meneando la cola a ras de suelo. Una niña sacaba ya un mendrugo de pan de su bolsillo mientras otro rapaz le ofrecía una cinta de cuero, arrastrándola por la nieve para incitarle a jugar al tira y afloja. Fingí no darme cuenta.
Os alcanzaré luego, me dijo.
Seguro, respondí secamente. El bufón y yo seguimos caminando. Me giré una vez para ver al lobo, que tenía los dientes hincados en el cuero y las cuatro patas firmemente asentadas, mientras dos niños tiraban del otro extremo de la cinta. Ahora sabía a qué dedicaba las tardes. Creo que sentí una punzada de envidia.
Kettricken nos estaba esperando con seis jeppas cargadas y amarradas en fila. Deseé haber dedicado más tiempo a familiarizarme con ellas, aunque suponía que los demás se harían cargo de las jeppas.
—¿Nos las llevamos a todas? —pregunté, abatido.
—Tardaríamos demasiado en deshacer los bultos y volver a embalar sólo lo necesario. A lo mejor más tarde podemos abandonar los suministros y animales de sobra. De momentos me conformaría con partir cuanto antes.
—En ese caso, partamos —sugerí.
Kettricken se fijó en el bufón.
—¿Y tú qué haces aquí? ¿Has venido a despedirte de Traspié?
—Voy adonde va él —dijo suavemente el bufón.
La reina lo miró y su expresión pareció suavizarse.
—Hará frío, bufón. No se me ha olvidado lo mal que lo pasaste a causa del frío cuando vinimos aquí. Adonde vamos ahora, el frío persistirá aun mucho después de que llegue la primavera a Jhaampe.
—Voy adonde va él —repitió el bufón.
Kettricken meneó la cabeza y se encogió de hombros. Se dirigió a la cabeza de la fila de jeppas y chasqueó los dedos. El animal más adelantado agitó sus peludas orejas y la siguió. Los demás lo siguieron a él. Me impresionó su obediencia. Sondeé brevemente hacia ellas y descubrí un instinto gregario tan fuerte que apenas si pensaban en sí mismas como entes individuales. Mientras su líder siguiera a Kettricken, las demás no nos causarían ningún problema.
Kettricken nos llevó por un camino que era poco más que un sendero. Serpenteaba principalmente entre las cabañas dispersas que albergaban a los residentes de invierno de Jhaampe. En poco tiempo, dejamos atrás la última de las cabañas y nos adentramos en el antiguo bosque. El bufón y yo caminábamos detrás de la columna de animales. Me fijé en el que nos precedía, en cómo se extendían sus pies anchos y planos sobre la nieve, casi como los del lobo. La marcha que imprimían era ligeramente más rápida que un paseo tranquilo.
No habíamos cubierto aún mucha distancia cuando oí un grito a nuestras espaldas. Di un respingo y me apresuré a mirar por encima del hombro. Era Estornino, que llegaba corriendo, con la mochila rebotando sobre sus hombros. Cuando nos alcanzó, dijo con tono acusador:
—¡Os ibais sin mí!
El bufón sonrió. Yo me encogí de hombros.
—He partido cuando me lo ordenó mi reina —dije.
Nos fulminó con la mirada y nos adelantó con paso airado, vadeando la nieve suelta que bordeaba el camino para pasar junto a las jeppas y llegar hasta Kettricken. El viento frío transportaba nítidamente sus voces.
—Te dije que me iba —dijo con aspereza la reina—. Y me fui.
Para mi asombro, Estornino tuvo el sentido común de morderse la lengua. Durante unos momentos caminó pesadamente junto a Kettricken, atravesando la nieve suelta. Al cabo desistió y dejó que la adelantaran primero las jeppas, luego el bufón y por último yo. Se colocó a mi espalda. Sabía que le costaría seguir nuestra marcha. Lo sentí por ella. Luego pensé en mi hija y ni siquiera me di la vuelta para ver si se quedaba rezagada.
Fue el comienzo de un día largo y anodino. El sendero conducía siempre hacia arriba, sin llegar a ser empinado, pero lo ininterrumpido de la subida resultaba agotador. Kettricken no permitía que decayera el ritmo y mantenía una marcha constante. Nadie tenía demasiadas ganas de charlar. Yo estaba demasiado ocupado respirando e intentando ignorar el creciente dolor de mi espalda. Ya había carne nueva encima de la herida de flecha, pero los músculos que cubría distaban de estar plenamente recuperados.
Sobre nosotros señoreaban árboles majestuosos. La mayoría eran perennes, algunos desconocidos para mí. Convertían en perpetuo crepúsculo la agrisada mañana de invierno. Había pocos abrojos con los que lidiar; el paisaje se componía principalmente de desordenados montones de troncos inmensos y algunas ramas bajas. Por lo general, las ramas vivas de los árboles comenzaban muy por encima de nuestras cabezas. De vez en cuando pasábamos junto a pequeños sotos caducifolios que habían brotado en claros creados por la caída de un gran árbol. El sendero estaba bien prensado, transitado a menudo por animales y personas calzadas con esquís. Era angosto, y si se despistaba uno resultaba fácil salirse y hundirse profundamente en la nieve sin apelmazar. Procuré prestar atención.
El día era templado, según el criterio de las montañas, y pronto descubrí que las ropas que me había procurado Kettricken eran sumamente eficaces a la hora de mantenerme abrigado. Me desabroché el abrigo a la altura de la garganta y luego el cuello de la camisa para facilitar la transpiración. El bufón echó hacia atrás la capucha ribeteada de piel de su abrigo, revelando así el colorido gorro de lana con que se cubría la cabeza. Me fijé en cómo oscilaba la tesela que lo remataba al compás de sus pasos. Si el ritmo le parecía demasiado exigente, no dijo nada al respecto. Quizá, como a mí, le faltara el aliento para quejarse.
Ojos de Noche se reunió con nosotros poco después del mediodía.
—¡Perro bueno! —le dije en voz alta.
Eso no es nada comparado con lo que te llama Hervidera, comentó resabiado. Ya veréis cuando alcance la perra vieja a la manada. Tiene un palo.
¿Nos sigue?
Se le da bastante bien seguir rastros, para tratarse de una humana sin olfato. Ojos de Noche nos adelantó al trote, caminando con sorprendente facilidad aun por la nieve suelta que bordeaba el camino. Sabía que disfrutaba con el nerviosismo que su olor imprimía a las esforzadas jeppas. Lo vi adelantarlas a todas y luego a Kettricken. Cuando tomó la delantera, siguió adelante confiado, como si supiera adonde iba. No tardé en perderlo de vista, pero no me preocupaba. Sabía que volvería a echarnos un vistazo de vez en cuando.
—Hervidera nos sigue —dije al bufón.
Me interrogó con la mirada.
—Ojos de Noche dice que está muy enfadada con nosotros.
Subió y bajó los hombros en un rápido suspiro.
—En fin. Tiene derecho a decidir por sí misma —dijo para sí. Dirigiéndose a mí, añadió—: Todavía me pone nervioso que hagáis eso el lobo y tú.
—¿Te incomoda que tenga la Maña?
—¿Te incomoda mirarme a los ojos?
Estaba todo dicho. Seguimos caminando.
Kettricken mantuvo el paso constante mientras hubo luz diurna. Nuestro punto de descanso designado era una zona de tierra prensada al abrigo de unos grandes árboles. Aunque no parecía un lugar muy frecuentado, nos encontrábamos en una especie de ruta comercial a Jhaampe. Kettricken era categórica en su trato de superioridad con nosotros. Indicó a Estornino un pequeño montón de leña seca, protegida de la nieve por una lona.
—Enciende una fogata y procura reemplazar toda la madera que utilices. Aquí para mucha gente, y cuanto el frío se recrudece, más de una vida podría depender de esa leña.
Estornino obedeció mansamente.
Al bufón y a mí nos ordenó ayudarla a levantar un refugio. Cuando acabamos, teníamos una tienda con forma de sombrero de hongo. Una vez hecho eso, repartió los quehaceres de descargar la ropa de cama y meterla en la tienda, aligerar a las jeppas y amarrar al animal que hacía de guía, y derretir nieve para obtener agua. Ella colaboró en todas las tareas. Al reparar en la eficiencia con que organizaba nuestro campamento y se ocupaba de nuestras necesidades, recordé con añoranza a Veraz. Kettricken hubiera sido una buena guerrera.
Establecido nuestro campamento, el bufón y yo nos miramos. Me acerqué a Kettricken, que estaba echando un vistazo a nuestras jeppas. Las robustas bestezuelas se ocupaban ya en rumiar flores y la corteza de los brotes que se alineaban a un lado del campamento.
—Me parece que Hervidera nos sigue —le dije—. ¿Quieres que vaya a buscarla?
—¿Para qué? —me preguntó Kettricken. Sonó cruel, pero continuó—: Si consigue darnos alcance, compartiremos lo que tenemos y tú lo sabes. Pero sospecho que se agotará antes de llegar aquí y regresará a Jhaampe. Quizá ya haya dado la vuelta.
Y quizá ya se haya agotado y desplomado en la orilla del sendero, pensé. Pero no fui a buscarla. En las palabras de Kettricken reconocí el inflexible pragmatismo de las gentes de la montaña. Respetaría la decisión de Hervidera de seguirnos. Aunque pudiera perecer en el intento, Kettricken no contrariaría sus deseos. Sabía que para los montañeses no era inusitado que las personas mayores escogieran lo que ellos llamaban aislamiento, un exilio voluntario donde el frío pudiera poner fin a todas sus penurias. También yo respetaba el derecho de Hervidera a elegir entre vivir o morir intentando seguirnos. Pero eso no me impidió enviar a Ojos de Noche camino abajo para ver si seguía buscándonos. Decidí creer que era simple curiosidad por mi parte. Acababa de volver al campamento con una liebre ensangrentada entre las fauces. Ante mi petición, se irguió, se desperezó y, pesaroso, me encargó: Guárdame la comida. Desapareció en la creciente oscuridad.
La cena a base de gachas y galletas cocidas acababa de cocinarse cuando llegó Hervidera al campamento con Ojos de Noche pisándole los talones. La anciana se acercó al fuego y se calentó las manos mientras nos fulminaba con la mirada al bufón y a mí. El bufón y yo cruzamos sendas miradas de culpabilidad. Me apresuré a ofrecer a Hervidera la taza de té que acababa de servirme. La aceptó y se la bebió antes de decir con tono acusatorio:
—Os habéis ido sin mí.
—Sí —admití—. En efecto. Kettricken nos dijo que debíamos partir de inmediato, así que el bufón y yo…
—He venido de todos modos —me interrumpió, triunfal—. Y pretendo acompañaros.
—Somos fugitivos —dijo Kettricken con suavidad—. No podemos aminorar el paso por ti.
Los ojos de Hervidera lanzaban saetas.
—¿Os lo he pedido acaso? —preguntó secamente a la reina.
Kettricken se encogió de hombros.
—Sólo quería que lo supieras —musitó.
—Pues ya lo sé —repuso Hervidera en voz igualmente baja. Se zanjó la cuestión.
Había asistido a su conversación con una suerte de temor reverencial. Después de aquello sentí un creciente respeto por ambas mujeres. Creo que comprendí plenamente entonces cómo se veía Kettricken. Era la reina de los Seis Ducados y no lo dudaba. Pero al contrario que cualquier otro, no se había ocultado detrás de un título ni se había ofendido por la airada respuesta de Hervidera. Al contrario, le había respondido, de mujer a mujer, con respeto pero sin renunciar a su autoridad. De nuevo despuntaba su temple y no descubría ningún defecto en él.
Aquella noche compartimos todos el mismo techo. Kettricken llenó un pequeño brasero con rescoldos de nuestra fogata y lo metió en la tienda. El refugio era asombrosamente acogedor. Ordenó montar guardia y se incluyó con Hervidera en esa tarea. Los demás se durmieron enseguida. Yo me quedé despierto un buen rato. De nuevo estaba tras los pasos de Veraz. Eso me procuraba un leve respiro de la incesante orden de la Habilidad. Pero también estaba tras la pista del río donde se había lavado las manos con Habilidad pura. Esa seductora imagen acechaba ahora y en todo momento al filo de mi conciencia. Resolví apartar la tentación de mi mente, pero aquella noche mis sueños giraron en torno a ella.
Levantamos el campamento temprano y emprendimos la marcha antes de que terminara de despuntar el alba. Kettricken ordenó abandonar una segunda tienda, más pequeña, incluida en principio para acomodar a nuestro contingente original, más numeroso. La dejó pulcramente guardada en el lugar de descanso, donde otros podrían encontrarla y hacer uso de ella. La bestia aligerada se cargó en cambio con el conjunto de mochilas que llevábamos encima hasta entonces. Lo agradecí, pues el palpitar de mi espalda era ya incesante.
Durante cuatro días mantuvimos el ritmo que nos imponía Kettricken. No dijo si esperaba que nos persiguieran. No se lo pregunté. No había ocasión para hablar en privado con nadie. Kettricken iba siempre en cabeza, seguida de los animales, el bufón y yo, Estornino, y a menudo bastante rezagada, Hervidera. Las dos mujeres se mantenían fieles a sus respectivas promesas. Kettricken no aminoró la marcha por la anciana y Hervidera no se quejó en ningún momento. Todas las noches llegaba la última al campamento, acompañada por lo general por Ojos de Noche. A menudo llegaba justo a tiempo para compartir la cena y el refugio, pero se levantaba con Kettricken a la mañana siguiente y de sus labios no escapaba una sola protesta.
La cuarta noche, cuando estábamos todos dentro de la tienda y nos disponíamos a acostarnos, Kettricken se dirigió a mí de repente.
—Traspié Hidalgo, me gustaría consultarte un particular —declaró.
Me senté, intrigado por la formalidad de su pregunta.
—Estoy a vuestro servicio, mi reina.
A mi lado, el bufón sofocó una risita. Supongo que los dos debíamos de tener una pinta ridícula, sentados en medio de un lío de mantas y pieles, y dirigiéndonos el uno al otro con tanta formalidad. Pero me atuve a mis modales.
Kettricken añadió unos pedazos de madera seca al brasero para alimentar las llamas y la luz. Sacó un cilindro lacado, le quitó la tapa y extrajo una hoja de vitela. Cuando la desenrolló con cuidado, reconocí el mapa que había inspirado el viaje de Veraz. Resultaba extraño contemplar el mapa desdibujado en ese entorno. Pertenecía a una época mucho más segura de mi vida, cuando los platos calientes y repletos de alimentos sabrosos eran algo que daba por supuesto, cuando mi ropa estaba hecha a medida y sabía dónde dormiría cada noche. Me parecía injusto que todo mi mundo hubiera cambiado tanto desde la última vez que vi ese mapa, en tanto él permanecía inalterado, un ajado trozo de vitela con una borrosa tracería de líneas encima. Kettricken lo alisó sobre su regazo y señaló con el dedo un lugar despejado.
—Estamos más o menos aquí —me dijo. Inspiró hondo como si se preparara para lo que venía a continuación. Señaló otro punto, también sin señalizar—. Aproximadamente aquí es donde encontramos los indicios de batalla. Donde encontré la capa de Veraz y… los huesos. —Esas palabras imprimieron un ligero temblor a su voz. Levantó la cabeza de repente y me miró a los ojos como no lo hacía desde los tiempos de Torre del Alce—. Sabes, Traspié, esto me resulta muy difícil. Reuní esos huesos pensando que eran los suyos. Durante muchos meses lo creí muerto. Y ahora, gracias sólo a tu magia, que yo ni poseo ni comprendo, intento creer que sigue con vida. Que todavía hay esperanza. Pero… he tenido esos huesos en mis manos y no consigo olvidar su peso, su frío tacto, su olor.
—Está vivo, mi señora —aseguré en voz baja.
Suspiró de nuevo.
—Esta es mi pregunta. ¿Deberíamos ir directamente al lugar donde están señalados los senderos en el mapa, los que dijo Veraz que iba a seguir? ¿O prefieres acudir antes al escenario de la batalla?
Lo pensé un momento.
—Estoy seguro de que cogiste de ese lugar cuanto había que coger, mi reina. Desde entonces ha pasado mucho tiempo, parte de un verano y más de la mitad de un invierno. No, no creo que pueda encontrar nada que no descubrieran ya tus rastreadores cuando el suelo estaba libre de nieve. Veraz vive, mi reina, y no está allí. De modo que no lo busquemos allí, sino donde dijo que iría.
Asintió despacio, pero si mis palabras le prestaron aliento, no dio muestras de ello. Volvió a señalar el mapa.
—Esta carretera de aquí nos es conocida. Antaño fue una ruta de comercio, y aunque nadie recuerda siquiera cuál era su destino, se sigue transitando. Las aldeas más remotas y los tramperos solitarios tienen sus caminos hasta ella y la siguen hasta Jhaampe. Podríamos haber viajado por ella desde el principio, pero he preferido no hacerlo. La frecuentan demasiadas personas. Hemos seguido la ruta más rápida, ya que no la más cómoda. Sin embargo, mañana la cruzaremos. Y cuando lo hagamos, daremos la espalda a Jhaampe y subiremos hasta las montañas. —Su dedo trazó la línea marcada en el mapa—. Nunca he estado en esa parte de las montañas —dijo simplemente-Pocos han estado, aparte de los tramperos y los ocasionales aventureros que van a ver si las antiguas leyendas son ciertas. Generalmente vuelven con historias propias, más extrañas incluso que las que impulsaron sus viajes.
Vi cómo recorrían lentamente sus pálidos dedos el mapa. Las tenues líneas de la antigua carretera divergían en tres senderos distintos con otros tantos destinos. Comenzaba y acababa, esa carretera, sin aparente punto de origen ni final. Lo que fuera que estuviera marcado alguna vez al final de esas líneas se había convertido en fantasmas de tinta. Ninguno de nosotros tenía manera de saber qué destino había elegido Veraz. Aunque los destinos no parecían muy separados en el mapa, el terreno montañoso podía hacer que los separaran días o incluso semanas. Tampoco confiaba mucho en la fiabilidad de la escala de un mapa tan antiguo.
—¿Adonde iremos primero? —le pregunté.
Vaciló un instante, antes de señalar con el dedo el extremo de uno de los senderos.
—Aquí. Creo que es el más cercano.
—Entonces es la decisión más sabia.
Volvió a mirarme a los ojos.
—Traspié. ¿No podrías habilitar con él y preguntarle dónde se encuentra? ¿O pedirle que se reúna con nosotros? ¿O preguntarle al menos por qué no ha vuelto conmigo?
Con cada movimiento negativo de mi cabeza, sus ojos se desorbitaban un poco más.
—¿Por qué no? —preguntó con voz trémula—. ¿Es que esta gran y secreta magia de los Vatídico no sirve ni siquiera para convocarlo en un momento de tanta necesidad?
Sostuve su mirada, pero deseé que no hubiera tantos oídos a la escucha. Pese a lo mucho que me conocía Kettricken, seguía sintiéndome incómodo hablando de la Habilidad con nadie que no fuera Veraz. Elegí mis palabras con cuidado.
—Al habilitar con él podría ponerlo en grave peligro, mi señora. O meternos en problemas nosotros.
—¿Cómo? —quiso saber.
Pensé por un momento en el bufón, Hervidera y Estornino. Me costaba explicarme a mí mismo la intranquilidad que me producía hablar sin ambages de una magia cuyo secreto se guardaba desde hacía tantas generaciones. Pero ésta era mi reina y me había hecho una pregunta. Bajé la mirada y hablé.
—La camarilla que formó Galeno nunca fue leal al rey. Ni al rey Artimañas, ni al rey Veraz. Han sido siempre la herramienta de un traidor, empleada para arrojar la sombra de la duda sobre las aptitudes del rey y socavar su capacidad para defender el reino.
Hervidera inspiró entre dientes, en tanto los ojos azules de Kettricken se agrisaban al enfriarse su mirada. Continué.
—Ahora mismo, si intentara habilitar abiertamente con Veraz, podrían encontrar la forma de escuchar. Al habilitar de ese modo, podrían encontrarlo. O a nosotros. Se han hecho fuertes en la Habilidad y han averiguado formas de emplearla que yo desconozco. Espían a otros usuarios de la Habilidad. Por medio de la Habilidad pueden infligir daño o crear ilusiones. Temo habilitar con mi rey, reina Kettricken. El que él haya decidido no habilitar conmigo me impulsa a creer que comparte mis reservas.
Kettricken había palidecido como la nieve mientras digería mis palabras. Con un hilo de voz, preguntó:
—¿Siempre han sido desleales a él, Traspié? Sé sincero. ¿Nunca le han ayudado a defender los Seis Ducados?
Sopesé mis palabras como si estuviera informando ante el mismo Veraz.
—No tengo pruebas, mi señora. Pero sospecho que hubo avisos de la Habilidad sobre las Velas Rojas que jamás llegaron a remitirse, o que se demoraron a propósito. Creo que las órdenes que habilitaba Veraz a los miembros de la camarilla destacados en las atalayas no se transmitían jamás a los torreones que supuestamente guardaban. Les decían lo justo para que Veraz no pudiera saber que sus mensajes y ordenes se habían impartido horas después de que él las enviara. Para sus duques, sus esfuerzos parecerían los de un inepto, inapropiadas o inoportunas sus estrategias.
Perdí la voz al reparar en la ira que se adueñaba del semblante de Kettricken. El color afloró a sus mejillas como rosas encendidas.
—¿Cuántas vidas? —preguntó con voz ronca—. ¿Cuántas ciudades? ¿Cuántos muertos, o peor aún, forjados? Y todo por la inquina de un príncipe, porque un mocoso malcriado ambicionaba el trono. ¿Cómo podría haber sido capaz, Traspié? ¿Cómo podría haber permitido que muriera su pueblo tan sólo para que su hermano pareciera inepto e incompetente?
No tenía la respuesta a su pregunta.
—Quizá no pensara en ellas como personas y ciudades —me oí decir en voz baja—. Quizá para él sólo fueran fichas de un juego. Posesiones de Veraz que debían ser destruidas cuando no pudiera apropiárselas.
Kettricken cerró los ojos.
—Esto no se puede perdonar —musitó para sí. Parecía asqueada. Con tersa determinación, añadió—: Tendrás que matarlo, Traspié Hidalgo.
Qué extraño, recibir al fin esa orden real.
—Lo sé, mi señora. Ya lo sabía la última vez que lo intenté.
—No —me corrigió—. La última vez que lo intentaste fue por ti mismo. ¿No sabías que me enfureció tu atentado? Esta vez te pido que lo mates por el bien de los Seis Ducados. —Meneó la cabeza, casi como si estuviera sorprendida—. Sólo así podrá ser sacrificio para su pueblo. Siendo asesinado antes de que pueda causar más daños.
De repente miró alrededor al corro de personas calladas que, arrebujadas en sus lechos, la miraban fijamente.
—A dormir —nos dijo a todos, como si fuéramos un puñado de tercos chiquillos—. Mañana nos levantaremos temprano y partiremos enseguida. Dormid mientras podáis.
Estornino salió a montar el primer turno de guardia. Los demás se tendieron, y conforme disminuían las llamas del brasero y se apagaba la luz, estoy seguro de que fueron quedándose dormidos. Pero yo, pese al agotamiento que sentía, me quedé contemplando la oscuridad. A mi alrededor sólo percibía la respiración de los demás, el viento nocturno que soplaba sin fuerza entre los árboles. Si sondeaba, podía sentir a Ojos de Noche merodeando por los alrededores, siempre en busca de algún ratón despistado. La paz y la quietud del bosque invernal nos rodeaban. Todos dormían profundamente, salvo la vigilante Estornino.
Nadie más oía el impetuoso clamor del impulso de la Habilidad que crecía en mi interior con cada día de viaje. No había compartido mi otro temor con la reina: que si sondeaba hacia Veraz con la Habilidad, jamás regresaría, sino que me sumergiría en ese río de la Habilidad que había atisbado y me dejaría arrastrar por su caudal. El mero hecho de pensar en esa tentación me acercaba tembloroso al borde de la aquiescencia.
Levanté con ferocidad mis muros y barreras, interponiendo entre la Habilidad y yo todas las defensas que me habían enseñado. Pero esta noche las erigía, no sólo para impedir que Regio y su camarilla entraran en mi mente, sino para impedirme salir a mí.