La Partida
Chade Estrellafugaz ocupa un lugar exclusivo en la historia de los Seis Ducados. Aunque nunca fue reconocido, su gran parecido físico con los Vatídico pone de manifiesto sus lazos de sangre con el linaje real. Sea como fuere, el quién era palidece en comparación con el qué era. Hay quienes aseguran que hizo de espía para el rey Artimañas durante décadas antes de la guerra de las Velas Rojas. Otros relacionan su nombre con el de lady Tomillo, quien casi con toda seguridad ejercía de ladrona y envenenadora para la familia real. Jamás se han podido refrendar estas habladurías.
Lo que puede demostrarse sin ninguna duda es que salió a la luz pública tras el abandono de Torre del Alce por parte del Pretencioso, Regio Vatídico, para poner sus servicios a disposición de lady Paciencia. Ésta supo aprovechar su intrincada red de contactos tejida a lo largo y ancho de los Seis Ducados para recabar información y distribuir recursos con los que defender el litoral. Abundan los indicios que sugieren que, al principio, Chade se proponía seguir siendo un personaje reservado y secretista. Su llamativa apariencia imposibilitaba tal cosa y él terminó renunciando a seguir intentándolo. Pese a su edad, se convirtió en una especie de héroe, un anciano temerario, si se prefiere, que entraba y salía de tabernas y posadas a todas horas, eludiendo y provocando a la guardia de Regio, trayendo noticias y transportando fondos para la defensa de los ducados costeros. Sus hazañas le ganaron la admiración de muchos. Siempre alentaba a las gentes de los Seis Ducados para que perseveraran y les auguraba el regreso del rey Veraz y la reina Kettricken, que descargarían sus espaldas del yugo de los impuestos y las guerras que padecían. Aunque se han compuesto numerosas canciones sobre sus proezas, las más exactas se comprenden en el ciclo El día del juicio de Chade Estrellafugaz, atribuido a la juglaresa de la reina Kettricken, Estornino Gorjeador.
Mi memoria se rebela al recordar aquellos últimos días en Jhaampe. Se había abatido sobre mí una pesadumbre que no lograban alterar ni la camaradería ni el brandy. Era incapaz de encontrar fuerzas, la voluntad necesaria para despertarme.
—Ya que el destino es una ola gigante dispuesta a arrastrarme y estrellarme contra una pared, da igual lo que yo decida, prefiero dejarme llevar. Que haga conmigo lo que le plazca —declaré con grandilocuencia, y con un deje de ebriedad, al bufón una noche.
Él no dijo nada. Se limitó a seguir limando las asperezas del pelaje de la marionetalobo. Ojos de Noche, alerta pero callado, yacía a los pies del bufón. Cuando bebía me cerraba su mente y expresaba su repulsa ignorándome. Hervidera estaba sentada en el rincón de la chimenea, tejiendo y componiendo gestos ora de decepción, ora de desaprobación. Chade ocupaba una silla de respaldo recto al otro lado de la mesa frente a mí. Tenía delante una taza de té y sus ojos eran fríos como el jade. Huelga decir que yo estaba bebiendo solo, por tercera noche consecutiva. Estaba poniendo a prueba los límites de la teoría de Burrich, según la cual, aunque la bebida no resuelve nada, ayudaba a hacer tolerable lo insoportable. Al parecer conmigo no daba resultado. Cuanto más bebía, menos tolerable se me antojaba mi situación. Y más intolerable me volvía con mis amigos.
Aquella jornada me había deparado más de lo que podía soportar. Chade había venido a verme por fin, para anunciar que Kettricken deseaba verme al día siguiente. Me comprometí a estar allí. Con un poco de insistencia por parte de Chade, convine además que me presentaría adecentado: aseado, afeitado, con ropa limpia y sobrio. En ese momento no hacía gala de ninguna de esas cualidades. Era el momento menos indicado para enzarzarme en una justa de agudezas e ingenio con Chade, pero tenía el juicio tan embotado que lo intenté. Formulé preguntas belicosas y acusadoras. Me ofreció respuestas serenas. Sí, ya sospechaba que Molly estaba embarazada de mí, y sí, había animado a Burrich a convertirse en su protector. Burrich se había ocupado de procurarle dinero y cobijo; al principio se opuso a dormir bajo el mismo techo que ella, pero cuando Chade le recalcó los peligros que correrían la niña y ella, si alguien dedujera las circunstancias de su aislamiento, Burrich se atuvo a razones. No, no me lo había dicho. ¿Por qué? Porque Molly había obligado a Burrich a jurar que no me hablarían de su embarazo. Como condición para protegerla como Chade quería, había solicitado a Chade que respetara asimismo esa promesa. Al principio Burrich esperaba que yo fuera capaz de deducir por mí mismo los motivos de la desaparición de Molly. También había confiado a Chade que en cuanto naciera el bebé se consideraría libre de su promesa y me diría, no que estaba embarazada, sino que tenía una hija. Aun en mi estado, me daba cuenta de que eso era todo lo artero que era capaz de ser Burrich. Una parte de mí apreció la profundidad de la amistad que lo había llevado a retorcer su juramento de ese modo por mí. Pero cuando partió dispuesto a comunicarme el nacimiento de mi hija, lo que había encontrado eran pruebas de mi muerte.
Había acudido directamente a Gama, para dejar recado a un cantero que allí trabajaba, quien a su vez transmitió la noticia a otro, y así hasta que Chade vino al encuentro de Burrich en los embarcaderos. Los dos se habían reiterado en su incredulidad.
—Burrich no se creía que hubieras muerto. Yo no lograba entender por qué habrías de seguir allí. Había puesto sobre aviso a mis vigías, destacados a lo largo de la carretera de la costa, pues estaba convencido de que no huirías al Mitonar, sino que partirías inmediatamente hacia las montañas. Tan seguro estaba de que, pese a todo lo que habías soportado, tu corazón era leal. Eso fue lo que le dije a Burrich aquella noche: que debíamos dejarte solo para que descubrieras por ti mismo de qué lado caía tu lealtad. Había asegurado a Burrich que, a tu albedrío, serías como una flecha que saldría disparada de su arco para volar directa hasta Veraz. Creo que eso fue lo que más nos sorprendía a ambos. Que hubieras muerto allí en vez de en la carretera, en busca de tu rey.
—Bueno —declaré con la elaborada satisfacción de los borrachos—, pues los dos os equivocabais. Pensabais que me conocíais tan bien, que habíais forjado la herramienta perfecta para servir a vuestros propósitos. ¡Pero NO morí allí! Ni fui a buscar a mi rey. Fui a asesinar a Regio. Por decisión propia. —Me retrepé en mi silla y me crucé de brazos. Volví a enderezar la espalda de pronto, incomodado por la presión sobre mi herida—. ¡Por decisión propia! —repetí—. No por mi rey, ni por Gama, ni por ninguno de los Seis Ducados. Fui a matarlo por mí. Por mí.
Chade se limitó a mirarme. Desde el rincón donde se mecía Hervidera, su voz surgió cargada de complacencia.
—Las Blancas Escrituras dicen: «Tendrá sed de la sangre de los suyos, y esa sed quedará sin saciar. En vano tendrá el Catalizador hambre de hogar y prole, pues sus vastagos serán de otro, y ajena su descendencia…».
—¡Nadie puede obligarme a cumplir esas profecías! —juré con un rugido—. Además, ¿quién las ha escrito?
Hervidera continuó meciéndose. Fue el bufón el que me respondió. Habló con voz suave, sin apartar la vista de su trabajo.
—Las escribí yo. Cuando era pequeño, en los días de mi ensueño. Antes de saber que existías fuera de mis sueños.
—Estás abocado a cumplirlas —me dijo Hervidera en voz baja.
Aporreé la mesa con mi taza.
—¡Maldita seas, agorera! —chillé. Nadie dijo nada ni dio un respingo siquiera. En un terrible instante de cristalino recuerdo, oí la voz del padre de Molly que salía de su rincón junto a la chimenea. «¡Maldita seas, mocosa!». Molly se había encogido pero no le había hecho caso. Sabía que no tenía sentido intentar razonar con un borracho—. Molly —hipé, y hundí la cabeza entre los brazos para llorar.
Transcurrido un momento, sentí las manos de Chade sobre los hombros.
—Vamos, muchacho, así no conseguirás nada. Acuéstate. Mañana vas a ver a la reina.
En su voz había mucha más paciencia de la que me merecía, y de pronto comprendí hasta qué punto estaba siendo desconsiderado.
Me froté la cara con una manga y conseguí levantar la cabeza. No ofrecí resistencia cuando me ayudó a incorporarme y me condujo hacia el catre que me aguardaba en un rincón. Al sentarme al filo de la cama, musité:
—Tú lo sabías. Lo has sabido todo este tiempo.
—¿Qué es lo que sabía? —preguntó con cansancio.
—Sabías todo esto acerca del catalizador y el Profeta Blanco.
Expulsó el aire por la nariz.
—No «sé» nada de eso. Sabía algo de lo que se ha escrito sobre ellos. Recuerda que las cosas estaban relativamente tranquilas antes de que abdicara tu padre. Pasé muchos y largos años recluido en mi torre, cuando mi rey no requería mis servicios más que cada varios meses. Tenía mucho tiempo para leer y muchas fuentes que me proporcionaban pergaminos. Por eso tropecé con algunos relatos y escritos extranjeros que hablan de un catalizador y un Profeta Blanco. —Su voz se apaciguó, como si hubiera olvidado la rabia que impregnaba mi pregunta—. Sólo después de que llegara el bufón a Torre del Alce y yo descubriera su afición a dichas escrituras se acicateó mi interés por ellas. Tú mismo me dijiste una vez que te había llamado catalizador. Así que empecé a hacerme preguntas…, pero lo cierto es que cualquier profecía me merece poca credibilidad.
Me tendí con cuidado. Ya casi podía volver a dormir echado sobre mi espalda. Me giré, me quité las botas a patadas y me tapé con una manta.
—¿Traspié?
—¿Qué? —pregunté a Chade a regañadientes.
—Kettricken está enfadada contigo. Mañana no cuentes con su paciencia. Pero ten en cuenta que no sólo es tu reina. Es una mujer que ha perdido un hijo y desconoce la suerte de su marido desde hace más de un año, que fue expulsada de su país adoptivo y ha visto cómo la perseguían los problemas hasta su tierra natal. La irascibilidad de su padre es comprensible. Ve los Seis Ducados y a Regio con los ojos de un guerrero, y no tendría tiempo para pensar en buscar al hermano de su enemigo aunque creyera que sigue con vida. Kettricken está sola, mucho más sola de lo que nos podamos imaginar. Sé tolerante con la mujer. Y respetuoso con tu reina. —Hizo una pausa, incómodo—. Necesitarás ambas cualidades mañana. No podré ayudarte con ella.
Creo que siguió hablando después de eso, pero yo ya había dejado de escuchar. El sueño no tardó en sumergirme bajo sus aguas.
Hacía ya tiempo que no me perturbaban los sueños de la Habilidad. No sé si es que mi debilidad física había disipado por fin los sueños de batalla, o si es que mi constante vigilancia frente a la camarilla de Regio les había cerrado mi mente. Esa noche mi breve respiro tocó a su fin. La fuerza del sueño de la Habilidad que me arrancó de mi cuerpo era semejante a una mano gigante que me hubiera agarrado el corazón y tirara para sacarme a rastras de mi ser. De repente me vi en otro lugar.
Era una ciudad, en el sentido de que vivía allí un gran número de personas. Pero las gentes de ese lugar no se parecían a nadie que yo hubiera visto jamás, como tampoco había visto nunca construcciones semejantes. Los edificios se alzaban en espiral hasta alcanzar alturas vertiginosas. La piedra de las paredes parecía haber solidificado con esa forma. Había puentes de delicada tracería y jardines que caían y escalaban a un tiempo por los laterales de las estructuras. Había fuentes danzarinas y otras que se remansaban en silencio. Por doquier se veían gentes ataviadas con vivos colores, numerosas como hormigas.
Más todo estaba en calma y en silencio. Percibía el deambular de las personas, el rumor de las fuentes, el perfume de las flores que se abrían en los jardines. Todo estaba allí, pero cuando me giraba para contemplarlo, desaparecía. La mente presentía la delicada tracería del puente pero el ojo sólo veía escombros cedidos a la herrumbre y la podredumbre. El viento había reducido las paredes, otrora cubiertas de frescos, a montones de ladrillos toscamente enyesados. Al volver la cabeza se trocaba una fuente cantarina en una capa de polvo mohoso contenido en una cuenca resquebrajada. La bulliciosa muchedumbre del mercado hablaba sólo con la voz de una brisa preñada de arena lacerante. Paseé por aquella ciudad fantasma, incorpóreo e incansable, incapaz de dilucidar por qué estaba allí o qué era lo que me atraía. Estoy fuera del tiempo, pensé, y me pregunté si sería éste el infierno definitivo de la filosofía del bufón o el culmen de la libertad.
Vi por fin, a lo lejos, una pequeña figura que caminaba por una de las vastas calles. El viento le obligaba a inclinar la cabeza y se tapaba la boca y la nariz con el dobladillo de su capucha, mientras andaba, para guarecerse de la arena que llenaba el aire. No formaba parte de la población fantasmal del lugar; sorteaba los escombros, soslayaba aquellos lugares donde algún temblor de tierra había hundido o levantado el pavimento. Supe en cuanto lo divisé que se trataba de Veraz. Lo supe por el pálpito de vida que sentí en mi pecho, como supe también que lo que me había arrastrado hasta allí era el diminuto guijarro de la Habilidad de Veraz que se escondía aún dentro de mi conciencia. Presentí además que corría un grave peligro, aunque no veía nada que lo amenazara. Estaba muy lejos de mí, envuelto en las sombras brumosas de lo que habían sido edificios, embozado en los fantasmas de la aglomeración de gente de un día de mercado. Arrastraba los pies, solo e inmune a la ciudad fantasma, aunque imbricado en ella. No veía nada, pero el peligro se cernía sobre él como la sombra de un gigante.
Corrí en su dirección y llegué a su lado en un pestañeo.
—Ah —me saludó—. Así que por fin has venido, Traspié. Bienvenido.
No detuvo sus pasos, ni giró la cabeza. Pero sentí una calidez como si me hubiera estrechado la mano y no vi necesidad de responder. Lo que vi en vez de eso, con sus ojos, fue la tentación y el peligro.
Delante de nosotros discurría un río. No era de agua. No era de piedra reluciente. Compartía características comunes con ambas cosas, pero no era ninguna de ellas. Cortaba la ciudad como un filo rutilante, vertiéndose desde la montaña hendida a nuestra espalda hasta desaparecer en un caudal de agua más antiguo. Como una franja de carbón expuesta por la marea baja, como una veta de oro y cuarzo, yacía sobre el cuerpo de la tierra. Era magia. La más pura magia antigua, inexorable y ajena al hombre, fluía por allí. El río de la Habilidad que tan tediosamente había aprendido a navegar, era para esta magia como el aroma de la uva para el vino. Lo que había atisbado con los ojos de Veraz poseía una existencia física tan concreta como la mía. Me vi atraído hacia él de inmediato, como una polilla a la llama de una vela.
No era sólo la belleza de aquel caudal esplendoroso. La magia inundaba hasta el último de los sentidos de Veraz. El sonido de su caudal era música, un fluir de notas que le mantenía a uno expectante y a la escucha, con la certidumbre de que el sonido estaba cobrando forma. El viento transportaba su fragancia, elusiva y veleidosa, ora a flores de limón, ora a humo de especias. Lo paladeaba con cada aliento y ansiaba sumergirme en él. De repente estaba seguro de que podría saciar todos mis apetitos, no sólo los del cuerpo sino también los vagos arbitrios de mi alma. Deseé que mi cuerpo estuviera también allí para experimentarlo con la misma plenitud que Veraz.
Veraz se detuvo, alzó el rostro. Inspiró hondo, con el aire tan cargado de Habilidad como la niebla de humedad. Percibí entonces un dejo metálico, caliente, en el fondo de la garganta de Veraz. El deseo que había sentido por aquello se convirtió de improviso en un ansia irrefrenable. Tenía sed de ello. Cuando lo alcanzara, se arrodillaría y bebería hasta saciarse. Se embebería de la conciencia del mundo, formaría parte del todo y se convertiría en el todo. Por fin conocería la plenitud.
Pero el mismo Veraz dejaría de existir.
Me aparté fascinado y horrorizado al mismo tiempo. No creo que haya nada más aterrador que encontrar el verdadero afán de autodestrucción en uno. Pese a la atracción que me producía el río, despertaba también la rabia en mi interior. Esto no era digno de Veraz. Ni el hombre ni el príncipe que yo había conocido serían capaces de cometer un gesto tan cobarde. Lo miré como si fuera la primera vez que lo veía.
Y comprendí cuánto tiempo hacía que no lo veía.
La brillante negrura de sus ojos se había convertido en sorda oscuridad. La capa que agitaba el viento a su alrededor era una colección de harapos. El cuero de sus botas se había agrietado hacía tiempo, las costuras se habían roto y abierto. Los pasos que daba eran inseguros, irregulares. Aunque el viento no lo azotara, dudo que hubiera caminado con paso firme. Tenía los labios pálidos y resquebrajados y su piel mostraba un tono agrisado, como si aun la misma sangre de su cuerpo la eludiera. Había veranos en que habilitaba de tal modo contra las Velas Rojas que la carne y el músculo rehuían su cuerpo, dejándolo reducido a un esqueleto enjuto sin resistencia física alguna. Ahora era un hombre de resistencia sola, músculos nudosos, tirantes sobre un armazón de huesos que apenas si alcanzaba a cubrir su carne. Era la encarnación del afán agotador. Sólo su voluntad lo mantenía en pie y en movimiento. En busca del caudal mágico.
No sé de dónde saqué el coraje para resistirme. Seguramente lo logré porque me había detenido y concentrado en Veraz por un instante, y había visto que todo el mundo saldría perdiendo si él dejaba de existir. Saliera de donde saliera mi fuerza, la opuse a la suya. Me interpuse en su camino pero caminó a través de mí. Aquí yo no era nada.
—¡Veraz, por favor, espera, aguarda! —grité, y me abalancé sobre él, como una pluma furiosa sobre el viento.
No surtió ningún efecto. Ni siquiera aminoró el paso.
—Alguien tiene que hacerlo —musitó. Tres pasos después añadió—: Al principio esperaba que no tuviera que ser yo. Pero luego he tenido que preguntarme tantas veces: «¿Quién si no?». —Se giró para observarme con esos ojos consumidos—. No hay otra respuesta. Tengo que ser yo.
—Veraz, detente —supliqué, pero siguió caminando. Sin apresurarse, sin demora, caminando simplemente como hace uno cuando ha calculado la distancia que debe recorrer y las fuerzas que le restan. Le quedaban energías suficientes para llegar a su destino si caminaba.
Me aparté un momento, percibiendo el fluir de mis fuerzas. Por un momento temí perderlo al ser arrastrado de vuelta a mi cuerpo dormido. Luego me invadió un temor no menos imperioso. Vinculado tanto tiempo, arrastrado tras él incluso ahora, podría ahogarme con él en esa veta de magia. Si hubiera tenido un cuerpo en ese reino, seguramente me habría agarrado a algo. En cambio, mientras suplicaba a Veraz que se detuviera y me escuchara, me afiancé de la única manera que pude imaginar. Sondeé con mi Habilidad, tanteando en busca de aquellos cuyas vidas se engarzaban con la mía: Molly, mi hija, Chade y el bufón, Burrich y Kettricken. Al no unirme a ellos ningún lazo real de la Habilidad, mi presa era tenue a lo sumo, disminuida por el pánico a que Will, Carrod o incluso Burl pudieran percatarse de mi presencia en cualquier momento. Me pareció que eso frenaba a Veraz.
—Espera, por favor —dije de nuevo.
—No —respondió con voz queda—. No intentes disuadirme, Traspié. Es lo que tengo que hacer.
Nunca se me había ocurrido medir mi fuerza con la Habilidad con la de Veraz. Nunca había imaginado que pudiéramos enfrentarnos. Pero cuando procedí a oponerme a él me sentí igual que un chiquillo que chilla y patalea mientras su padre lo lleva tranquilamente a la cama. Veraz no sólo ignoraba mi ataque, sino que presentía que su voluntad y su concentración estaban en otra parte. Avanzaba inexorable hacia el negro caudal y mi conciencia se iba con él. El instinto de conservación prestó nueva y desesperada fuerza a mis denuedos. Bregué por desviarlo, por sujetarlo, pero todos mis esfuerzos fueron en vano.
Una terrible dualidad impregnaba mis forcejeos. Deseaba que ganara él. Si me superaba y me arrastraba en su caída, no tendría que asumir ninguna responsabilidad. Me abriría a ese torrente de poder y me empaparía de él. Eso pondría fin a todos mis tormentos, paz al fin. Estaba harto de dudas y culpas, cansado de deberes y deudas. Si Veraz me hundía con él en ese caudal de Habilidad, por fin podría rendirme sin deshonra.
Llegó el momento en que llegamos al filo de ese iridiscente caudal de energía. Lo contemplé con sus ojos. No había orilla gradual. Había, en cambio, un precipicio abrupto donde el terreno sólido daba paso a una nada torrencial. Me quedé mirándola, viéndola como algo ajeno a nuestro mundo, una perversión de la misma naturaleza de nuestro mundo. Muy despacio, Veraz hincó una rodilla en el suelo. Se asomó a esa luminiscencia negra. No sé si vacilaba en despedirse de nuestro mundo o si estaba haciendo acopio de fuerza de voluntad para destruirse. Mi capacidad de resistencia estaba en suspenso. Esta puerta daba a algo tan extraño que no alcanzaba a imaginarlo siquiera. El ansia y la curiosidad nos acercaron más al filo.
Un instante después sumergía las manos y los antebrazos en la magia.
Compartí ese repentino conocimiento con él. Grité con él cuando el caudal abrasador le arrancó la carne y los músculos de los brazos. Juro que sentí la acidez en los huesos desnudos de sus dedos, su muñeca y su antebrazo. Experimenté su dolor. Más lo mantuvo lejos de su expresión, la sonrisa embelesada que se adueñó de su rostro. Mi lazo con él era de pronto un feble obstáculo que me impedía experimentar plenamente lo que sentía él. Deseaba estar a su lado, rendir mi carne a ese río mágico. Compartía su convicción de que podría terminar con todo el dolor si se entregara y se sumergiera por entero en el torrente. Era tan fácil. Sólo tenía que inclinarse un poco más y dejarse llevar. Se agachó sobre el caudal, de rodillas, con la cara perlada de gotas de sudor que caían para desaparecer en diminutas vaharadas al tocar la corriente. Tenía la cabeza inclinada y sus hombros subían y bajaban al compás de sus jadeos. De repente, con un hilo de voz, me suplicó:
—Sácame de aquí.
Antes me habían faltado fuerzas para oponerme a su determinación. Pero cuando sumé mi voluntad a la suya y combatimos juntos la espantosa tentación del poder, fue suficiente. Consiguió sacar los brazos, aunque era como si los estuviera sacando de la piedra sólida. Aquella sustancia renunció a él con renuencia y, cuando trastabilló de espaldas, percibí completamente por un instante lo que había compartido. Allí fluía la unidad del mundo, como una dulce nota tañida en toda su pureza. No era la canción de la humanidad sino otra más antigua, mayor, de vastos equilibrios y pura existencia. De haberse rendido Veraz a ella, habría puesto fin a todos sus tormentos.
En vez de eso se puso en pie, tambaleante, y le dio la espalda. Extendió los brazos ante sí, con las palmas hacia arriba y ahuecadas, en actitud mendicante. Su forma no había cambiado, pero ahora los brazos y los dedos relucían argénteos con el poder que había penetrado en ellos y se había fundido con su carne. Cuando empezó a alejarse de la corriente con la misma determinación calculada con que antes se había acercado a ella, sentí cómo ardían sus brazos y manos, como si la congelación se hubiera adueñado de ellas.
—No lo entiendo —le dije.
—No quiero que lo entiendas. Todavía no. —Percibí en él cierta dualidad. La Habilidad ardía en él como el fuego de una forja imposible, pero la fortaleza de su cuerpo alcanzaba a duras penas para impulsar sus pasos. Ahora no le suponía ningún esfuerzo cerrar mi mente al influjo de ese río, pero mover su cuerpo por el sendero constituía una tortura para su carne y su voluntad—. Traspié. Ven conmigo. Por favor. —Esta vez no era ninguna orden de la Habilidad, ni siquiera la orden de un príncipe, tan sólo la súplica de un hombre a otro—. No tengo ninguna camarilla, Traspié. Sólo a ti. Si la camarilla que creó Galeno para mí hubiera sido leal, tendría más fe y pensaría que lo que debo hacer es posible. Pero no sólo son desleales, además aspiran a derrotarme. Se ceban conmigo como aves carroñeras con un alce moribundo. No creo que sus ataques puedan destruirme, pero temo que me debiliten hasta el punto de negarme el éxito. O peor aún, que me distraigan y tengan éxito en mi lugar. No podemos consentirlo, muchacho. Tú y yo somos lo único que se interpone entre ellos y su triunfo. Tú y yo. Los Vatídico.
No estaba allí en ningún sentido físico, pero me sonrió y levantó una mano terriblemente fulgurante hacia mi rostro. ¿Se proponía hacer lo que hizo? No lo sé. La conmoción fue tan poderosa como si un guerrero me hubiera estampado su escudo en la cara. Pero no hubo dolor. Conciencia. Como el sol que irrumpe entre las nubes para iluminar un calvero en el bosque. De repente todo se perfilaba nítidamente y vi los motivos y razones ocultas que excusaban sus actos, y comprendí con dolorosa pureza de entendimiento por qué era preciso que siguiera la senda que se abría ante mí.
Después, todo aquello se esfumó y me sumí en la oscuridad. Veraz se había ido y mi comprensión con él. Pero por un fugaz instante había atisbado la compleción. Ahora sólo quedaba yo, pero mi yo era tan diminuto que sólo podría existir si lo intentaba con todas mis fuerzas. Eso fue lo que hice.
A un mundo de distancia oí exclamar a Estornino, horrorizada:
—¿Qué le ocurre?
Y Chade refunfuñó:
—Es sólo un ataque, como los que le dan de vez en cuando. Su cabeza, bufón, sujétale la cabeza o se le saldrán los sesos.
Sentí a lo lejos manos que me agarraban y contenían. Me entregué a su cuidado y me hundí en las tinieblas. Volví en mí, por un momento, tiempo después. Recuerdo poco de ello. El bufón me enderezó los hombros y me sostuvo la cabeza para que pudiera beber de la taza que me acercaba a los labios un preocupado Chade. El amargor familiar de la corteza feérica me abrasó la boca. Atisbé a Hervidera de pie junto a mí, con los labios fruncidos en tensa desaprobación. Estornino estaba algo más apartada, con los ojos desorbitados como los de un animal acorralado, sin dignarse a tocarme.
—Eso debería ayudarle a recuperar el conocimiento —oí que decía Chade antes de sumirme en un profundo sueño.
A la mañana siguiente me levanté temprano pese al martilleo de mi cabeza y busqué los baños. Me escabullí tan sigilosamente que el bufón no se despertó, pero Ojos de Noche se levantó y salió conmigo.
¿Adonde te fuiste anoche?, quiso saber, pero yo no tenía respuestas para él. Percibió mi reticencia a pensar en ello. Salgo a cazar, me informó con aspereza. Te aconsejo que no bebas nada más que agua a partir de ahora. Asentí humildemente y me dejó en la puerta de la casa de baños.
En su interior gobernaba el tufo mineral del agua caliente que emanaba de la tierra. Las gentes de las montañas la almacenaban en grandes tanques y la canalizaban mediante tuberías a otras bañeras para que uno pudiera escoger el calor y la profundidad que deseara. Me lavé en una tina antes de sumergirme en el agua más caliente que podía soportar, intentando no recordar los antebrazos escaldados por la Habilidad de Veraz. Salí colorado como un cangrejo cocido. En el extremo más fresco de la caseta de baño había una pared con varios espejos. Procuré no fijarme en mi cara mientras me afeitaba. Me recordaba demasiado a la de Veraz. Parte de mi enjutez me había abandonado a lo largo de la última semana, pero el mechón de canas volvía a adornar mi frente y resultaba aún más evidente si me anudaba el cabello en una coleta de guerrero. No me hubiera sorprendido ver la marca de la mano de Veraz en mi rostro, o descubrir que mi cicatriz había sido erradicada y mi nariz enderezada, tal había sido la fuerza de su contacto. Pero la cicatriz que me había dejado Regio en la cara resaltaba lívida contra mi semblante enrojecido. Mi nariz seguía igual de torcida. No se apreciaba ningún indicio externo de mi encuentro de la noche anterior. Una y otra vez giraba mi mente en torno a ese momento, a ese roce del más puro poder. Intenté rememorarlo y a punto estuve de conseguirlo. Pero lo absoluto de la experiencia, como el dolor o el placer, era imposible de recordar por entero, únicamente en forma de pálida semblanza. Sabía que había experimentado algo extraordinario. Los placeres de la Habilidad, contra los que se previene a todos sus usuarios, eran como diminutos rescoldos comparados con la hoguera del conocimiento, el sentimiento y el ser que había compartido fugazmente la noche anterior.
Me había cambiado. La rabia que había alimentado contra Kettricken y Chade se había apagado. Todavía podía encontrar la emoción, pero no lograba sentirla con toda su fuerza. Había visto por un instante no sólo a mi hija sino la situación entera desde todos los ángulos posibles. No había malicia en sus intenciones, ni siquiera egoísmo. Creían en la moralidad de lo que hacían. Yo no. Pero ya no podía rechazar por completo la sensatez de lo que buscaban. Me hacía sentir desalmado. Iban a arrebatarnos nuestra hija a Molly y a mí. Podía odiar lo que hacían, pero no podía canalizar esa ira hacia ellos.
Meneé la cabeza y me devolví al presente. Me miré en el espejo, preguntándome cómo me vería Kettricken. ¿Vería aún al joven que bebía los vientos por Veraz y tan a menudo la había servido en la corte? ¿O repararía en las cicatrices de mi semblante y pensaría que no me conocía, que el Traspié que había conocido se había perdido para siempre? Bueno, a estas alturas ya sabía cómo me había ganado mis cicatrices. Mi reina no debería sorprenderse de nada. Dejaría que juzgase por sí misma quién había detrás de esas cicatrices.
Templé mis nervios y di la espalda al espejo. Miré por encima del hombro. El centro de la herida en mi espalda parecía una estrella de mar roja enterrada en mi carne. A su alrededor la piel se veía tirante y lustrosa. Flexioné los hombros y vi cómo se tensaba la piel sobre la cicatriz. Extendí mi brazo diestro y sentí un diminuto tirón de resistencia. En fin, de nada servía preocuparse por ello. Me puse la camisa.
Volví a la cabaña del bufón para ponerme ropa limpia y me encontré, para mi sorpresa, con que él ya estaba vestido y listo para acompañarme. Había ropa tendida encima de mi catre: una camisa blanca de mangas holgadas, de lana suave y cálida, y pantalones oscuros de lana más fuerte. También había un abrigo corto y oscuro a juego con los pantalones. Me dijo que lo había dejado Chade. Todo era sencillo y sin adornos.
—Te pega —observó el bufón.
Él se había vestido como todos los días, con una túnica de lana, aunque ésta era azul marino con bordados en las mangas y el dobladillo. Resaltaba su palidez mucho más que la blanca, y acentuaba a mis ojos el tono leonado que comenzaban a adquirir su piel, ojos y cabello. Su pelo se veía más vaporoso que nunca. Suelto, parecía flotar alrededor de su cara, pero hoy se lo había recogido en una coleta.
—No sabía que te hubiera llamado Kettricken —comenté, a lo que él repuso solemnemente:
—Tanto más motivo para presentarme. Chade vino a verte esta mañana y se preocupó cuando supo que te habías ido. Creo que teme que hayas vuelto a escaparte con el lobo. Por si acaso no lo habías hecho, te dejó un mensaje. Aparte de quienes han estado en esta cabaña, no hay nadie en Jhaampe que conozca tu verdadero nombre, por mucho que te sorprenda que la juglaresa haya sabido ser tan discreta Ni siquiera la curandera sabe a quién ha curado. Recuerda, seguirás siendo Tom el pastor hasta que la reina Kettricken considere oportuno dirigirse a ti más abiertamente. ¿Entendido?
Suspiré. Lo entendía de sobra.
—No sabía que anidaran tantas intrigas en Jhaampe.
Soltó una risita.
—Nunca habías pasado aquí tanto tiempo. Créeme, en Jhaampe anidan intrigas tan enrevesadas como las de Torre del Alce. Como forasteros que somos, haremos bien en no acercarnos a ellas, en la medida de lo posible.
—Sólo a las que portamos encima —le dije, y asintió con una amarga sonrisa.
El día era fresco y soleado. El cielo que se atisbaba entre las oscuras ramas perennes era de un azul inagotable. Corría junto a nostros una suave brisa que estremecía los cristales de hielo seco que coronaban los montículos de nieve. Bajo nuestras botas crujía la seca nieve y el frío besaba con sus labios helados mis mejillas recién afeitadas. A lo lejos, en la aldea, se oían las voces de los niños entregados a sus juegos. Ojos de Noche atiesó las orejas, pero siguió caminando detrás de nosotros. Las vocecitas en la distancia me trajeron a la mente los gritos de las aves marinas y de pronto añoré las costas de Gama.
—Anoche sufriste un ataque —dijo el bufón en voz baja.
No era una pregunta.
—Ya lo sé.
—Hervidera parecía muy preocupada. Interrogó a Chade sobre las hierbas que te estaba preparando. Cuando éstas no consiguieron reanimarte como él dijo que harían, ella se retiró a su esquina. Pasó allí sentada casi toda la noche, tejiendo airada y lanzándole miradas de desaprobación. Respiré aliviado cuando se fueron todos.
Me pregunté si se habría quedado Estornino, pero no en voz alta.
Ni siquiera quería saber por qué me importaba.
—¿Quién es Hervidera? —preguntó de pronto el bufón.
—¿Quién es Hervidera? —repetí, sobresaltado.
—Eso acabo de decirlo yo, me parece.
—Hervidera es… —Era extraño que supiera tan poco acerca de alguien que viajaba conmigo desde hacía tanto tiempo—. Creo que se crió en Gama. Y luego viajó, y estudió pergaminos y profecías, y volvió en busca del Profeta Blanco.
Me encogí de hombros ante la parquedad de mis conocimientos.
—Dime una cosa. ¿Te parece…, agorera?
—¿Cómo?
—¿No tienes la impresión de que hay algo en ella, algo que…? —Zangoloteó la cabeza, enfadado. Era la primera vez que veía al bufón quedarse sin palabras—. A veces pienso que es importante. Que está ligada a nosotros. Y a veces pienso que no es más que una vieja entrometida con una desafortunada falta de buen gusto a la hora de elegir compañía.
—Lo dices por mí —me reí.
—No. Lo digo por esa rapsoda metomentodo.
—¿Por qué os caéis tan mal Estornino y tú? —pregunté con cansancio.
—No es que nos caigamos mal, querido Traspié. Por mi parte es desinterés. Lamentablemente, a ella no le cabe en la cabeza que pueda haber un hombre capaz de mirarla sin sentir deseos de llevársela a la cama. Se toma mi indiferencia como una afrenta y se afana en atribuirla a alguna carencia o tara por mi parte. Mientras que para mí, la afrenta es el modo en que se comporta como si fuera tu dueña. No siente verdadero afecto por ti, Traspié. Lo que de verdad le interesa es poder decir que conoce a Traspié Hidalgo.
Guardé silencio, temeroso de que lo que decía fuera verdad, y así llegamos al palacio de Jhaampe. Era tan distinto a Torre del Alce como se pueda imaginar. He oído decir que las viviendas de Jhaampe deben su origen a las tiendas abovedadas que utilizan algunas tribus nómadas. Las moradas de menor tamaño se asemejaban aún a dichas tiendas, tanto como para no sobresaltarme como seguía haciéndolo el palacio. El árbol vivo que constituía su pilar central se erguía majestuoso sobre nosotros. Se habían contorsionado otros árboles secundarios pacientemente a lo largo de muchos años para sustentar las paredes. Al establecerse este armazón viviente, se habían enrollado delicadas esteras de corteza a su alrededor para formar la base de los muros ligeramente combados. Las casas, revestidas de una especie de arcilla que luego se pintaba de vivos colores, siempre me recordaban capullos de tulipán o sombreros de champiñones. A despecho de su colosal tamaño, el palacio parecía orgánico, como si hubiera brotado del fértil suelo del bosque que lo cobijaba.
El tamaño lo convertía en un palacio. No había más indicios externos, ni banderas, ni guardias reales flanqueando las puertas. Nadie nos prohibió el paso. El bufón abrió las puertas de madera tallada de una entrada lateral y las traspusimos. Lo seguí mientras se abría paso por un laberinto de cámaras individuales. Había otras habitaciones elevadas sobre plataformas a las que se llegaba subiendo unas escalerillas o, en el caso de las más ostentosas, por unas escaleras de madera. Las paredes de las cámaras eran endebles; algunos cuartos temporales no contaban más que con tapices de corteza estirados sobre el armazón. El interior del palacio era ligeramente más cálido que el bosque del exterior. Las cámaras individuales se caldeaban en invierno con braseros independientes.
Seguí al bufón hasta una cámara cuyas paredes exteriores estaban decoradas con delicadas ilustraciones de aves acuáticas. Era ésta una habitación más permanente, con puertas correderas de madera igualmente talladas con pájaros. Escuché las notas del arpa de Estornino al otro lado y el murmullo de voces apagadas. El bufón llamó a la puerta, esperó un momento e hizo la puerta a un lado para permitirnos el paso. Kettricken estaba dentro, igual que la amiga del bufón, Jofron, y varias personas más que no reconocí. Estornino estaba sentada en un banco bajo en un lateral, tocando suavemente mientras Kettricken y los demás tejían una colcha en un bastidor casi tan grande como la estancia. En la cabecera de la colcha se estaba creando un radiante jardín de flores. Chade estaba sentado no muy lejos de Estornino. Se cubría con una camisa blanca y pantalones oscuros con un largo chaleco de lana, de alegres bordados, encima de la camisa. Llevaba el cabello recogido en una canosa coleta de guerrero y en la banda de cuero que le ceñía la frente se veía el sello del alce. Parecía décadas más joven que en Torre del Alce. Estaban conversando en voz más baja que la música.
Kettricken levantó la cabeza, aguja en mano, y nos dio la bienvenida sin aspavientos. Me presentó al resto como Tom, y me preguntó educadamente si estaba recuperándome de mi herida. Le dije que así era, y me rogó que me sentara y descansara un momento. El bufón dio una vuelta a la colcha, halagó a Jofron por su destreza y, cuando ésta lo invitó, se sentó a su lado. Cogió aguja e hilo de seda, lo hilvanó y empezó a añadir mariposas de su invención en una esquina de la colcha mientras Jofron y él comentaban en voz baja los jardines que habían conocido. Parecía estar en su casa. Yo me sentía perdido, sentado de brazos cruzados en un cuarto lleno de personas silenciosas y atareadas. Esperaba que Kettricken me dijera algo, pero continuó con su trabajo. La mirada de Estornino se cruzó con la mía y sonrió, aunque con envaramiento. Chade rehuyó mirarme a la cara, como si fuéramos dos desconocidos.
Había conversación en la sala, pero era suave e intermitente, principalmente para pedir un ovillo o comentar el trabajo de los demás. Estornino tocaba las viejas baladas de Gama, aunque sin voz. Nadie me dirigía la palabra ni me prestaba ninguna atención. Esperé. Al cabo, empecé a preguntarme si no sería algún tipo de castigo sutil. Intentaba permanecer relajado, pero la tensión no dejaba de acumularse en mi interior. Cada pocos minutos me recordaba que debía aflojar los dientes y desentumecer los hombros. Tardé un momento en percibir una ansiedad parecida en Kettricken. Había pasado muchas horas atendiendo a mi señora en Torre del Alce, cuando llegó a la corte por primera vez. La había visto aletargada mientras bordaba, o jovial en su jardín, pero ahora cosía con furia, como si la suerte de los Seis Ducados dependiera de que acabara esa colcha. Estaba más delgada de lo que recordaba, los huesos y planos de su rostro resaltaban más pronunciados. Su cabello, un año después de que se lo cortara en señal de luto por Veraz, todavía era demasiado corto como para recogerlo de manera adecuada. Constantemente le caían sobre la frente pálidas hebras. Había arrugas en su cara, alrededor de los ojos y la boca, y con frecuencia se mordía los labios, algo que nunca antes le había visto hacer.
La mañana parecía interminable, pero por fin uno de los jóvenes se enderezó en su asiento, se desperezó y declaró que tenía la vista demasiado cansada como para seguir trabajando ese día. Preguntó a la mujer que había a su lado si le apetecía salir a cazar con él y ella aceptó encantada. Como si esto fuera algún tipo de señal, los demás empezaron a levantarse y estirarse y se despidieron de Kettricken. Me sorprendió la familiaridad con que se dirigían a ella, hasta que recordé que aquí no era considerada una reina, sino un posible sacrificio a las montañas. Su papel entre su propio pueblo nunca sería el de regente, sino el de guía y coordinadora. Su padre, el rey Eyod, era llamado el Sacrificio por sus súbditos, y se esperaba de él que estuviera siempre a disposición de su pueblo para prestarle su ayuda desinteresada en todo lo que requiriera. Era un puesto menos regio que el de la nobleza de Gama, pero al mismo tiempo más querido. Me pregunté distraídamente si no habría sido más apropiado que viniera Veraz aquí, en calidad de consorte de Kettricken.
—Traspié Hidalgo.
La orden de Kettricken me hizo levantar la cabeza. En la estancia sólo quedábamos Estornino, Chade, el bufón, ella y yo. A punto estuve de mirar a Chade buscando consejo. Pero sus ojos me habían excluido antes. Presentía que dependía sólo de mí. El tono de voz empleado por Kettricken hacía de ésta una entrevista oficial. Me incorporé y conseguí ensayar una reverencia con dificultad.
—Mi reina, me habéis convocado.
—Explícate.
El viento que soplaba en la calle era más cálido que su voz. La miré fugazmente a los ojos. Hielo azul. Agaché la cabeza e inspiré hondo.
—¿Queréis que os presente un informe, mi reina?
—Si con eso puedes explicar tus errores, adelante.
Eso me sobresaltó. Mis ojos saltaron a los suyos, pero aunque nuestras miradas se cruzaron, no hubo reconciliación en el gesto. Lo que había de niña en Kettricken se había esfumado, como se funden y liman las asperezas de una barra de hierro en la fragua. Con ello parecía haberse esfumado a su vez cualquier consideración para con el sobrino bastardo de su marido. Estaba sentada ante mí como juez y regente, no como amiga. No me esperaba lamentar tan profundamente esa pérdida.
Pese a mis reservas, dejé que asomara también a mi voz un tono cortante.
—Dejaré esa decisión en manos de mi reina —ofrecí.
Fue despiadada. Me ordenó empezar, no con mi muerte, sino días antes, en los albores de nuestra conspiración para alejar en secreto al rey Artimañas de Torre del Alce y de la influencia de Regio. Hube de erguirme ante ella y admitir que los duques costeros se habían acercado a mí con la oferta de reconocerme como Rey a la Espera, en lugar de Regio. Peor aún, hube de confesar que había rechazado su oferta, les había prometido aliarme con ellos y asumir el mando del castillo de Torre del Alce y la defensa de la costa de Gama. Chade me había advertido en cierta ocasión que eso rayaba en la traición hasta tal punto que no había casi diferencia. Pero estaba mortalmente aburrido de todos mis secretos y los desgrané infatigable. Más de una vez deseé que Estornino no estuviera en la sala, pues temía escuchar mis propias palabras convertidas en una canción que me delatara. Pero si mi reina la consideraba digna de confianza, no me correspondía a mí cuestionar su presencia.
De modo que seguí refiriendo el pasado devenir de mi situación. Por vez primera, Kettricken escuchó de mis labios cómo había muerto el rey Artimañas entre mis brazos, y cómo había dado caza y abatido a Serena y Justin en el Gran Salón, a la vista de todos. Cuando me tocó dar cuenta de mis días en la mazmorra de Regio, no tuvo conmiseración de mí.
—Ordenó que me apalearan y me mataran de hambre, y hubiera perecido allí de no haber fingido mi muerte —dije.
No se dio por satisfecha.
Nadie, ni siquiera Burrich, conocía con todo detalle lo que había ocurrido en el transcurso de aquellos días. Hice acopio de valor y afronté mi relato. Transcurrido un momento, empezó a temblarme la voz. Mi discurso se tornó inconexo. Miré a la pared detrás de Kettricken, tomé aire y continué. La miré de reojo una vez y la vi pálida como el hielo. Dejé de pensar en los hechos que refrendaban mis palabras. Oí cómo mi voz refería desapasionadamente todo cuanto había ocurrido. Kettricken jadeó cuando conté cómo había habilitado con Veraz desde mi celda. Aparte de eso, no hubo más sonido en toda la estancia. Mis ojos repararon en Chade una vez. Lo descubrí sentado, mortalmente quieto, con los dientes apretados como si estuviera soportando su propia tortura.
Seguí desgranando mi historia, hablando sin emitir juicio alguno de mi resurrección a manos de Burrich y Chade, de la magia de la Maña que lo hizo posible y de los días siguientes. Hablé de nuestra airada separación, de mis viajes sin omitir detalle, de las ocasiones en que podía sentir a Veraz y los breves encuentros que compartíamos, de mi atentado contra la vida de Regio y aun de cómo Veraz había sembrado en mi alma, sin proponérselo, la orden que me impelía a buscarlo. Conforme pasaba el tiempo mi voz se volvía más ronca y se me secaban la boca y la garganta. No hice pausa alguna ni me tomé ningún respiro hasta que le hube descrito mi último y tambaleante paseo hasta Jhaampe. Y cuando por fin hube puesto punto y final a la historia completa de mis días, me quedé de pie, exhausto y vacío. Algunas personas dicen que compartir las preocupaciones y los dolores ayuda a mitigarlos. Para mí no hubo catarsis, tan sólo la profanación de pútridos cadáveres de recuerdos, la exposición de heridas supurantes todavía. Tras un momento de silencio, tuve la crueldad de preguntar:
—¿Explica el informe mis errores, alteza?
Más si pretendía conmoverla, fracasé.
—Has omitido mencionar a tu hija, Traspié Hidalgo.
Era verdad. Había omitido mencionar a Molly y a la pequeña. El miedo penetró en mí como un frío puñal.
—No me parecía pertinente incluirla en mi informe.
—Es evidente que lo es —dijo implacable la reina Kettricken. Me obligué a mirarla. Tenía las manos enlazadas ante sí. ¿Temblaban, le producía algún remordimiento lo que sabía que iba a decir a continuación? Imposible saberlo—. Dado su linaje, es mucho más que «pertinente» para esta discusión. Lo ideal sería que estuviera aquí, donde podríamos garantizar un ápice de seguridad a la heredera de los Vatídico.
Infundí calma a mi voz.
—Mi reina, os equivocáis al calificarla de tal. Ni ella ni yo tenemos derecho alguno sobre el trono. Los dos somos ilegítimos.
Kettricken sacudía la cabeza.
—No tenemos en cuenta lo que haya o deje de haber entre su madre y tú. Tan sólo su linaje. Con independencia de lo que digas, su linaje la reclamará. Yo no tengo hijos. —Hasta que no la oí pronunciar esas palabras en voz alta, desconocía la magnitud de su aflicción. Apenas unos instantes antes la consideraba despiadada. Ahora me pregunté si no se habría vuelto completamente loca. Tales eran el dolor y la desesperación que podían llegar a transmitir unas simples palabras. Se obligó a continuar—. El trono de los Vatídico debe tener un heredero. Chade me ha indicado que yo sola no podré inspirar coraje al pueblo. Todavía me ven como a una extranjera. Pero da igual cómo me vean, sigo siendo su reina. Tengo que cumplir con mi deber. Debo encontrar la manera de unir los Seis Ducados y expulsar a los invasores de nuestras orillas. A tal fin, el pueblo necesitará un líder. Había pensado en ti, pero Chade dice que tampoco te aceptarán. Tu supuesta muerte y la magia de las bestias constituyen un obstáculo insalvable. Así las cosas, sólo queda tu hija como representante del linaje de los Vatídico. Regio ha demostrado ser desleal incluso a su propia sangre. Así pues, ella habrá de ser el sacrificio de tu pueblo. A ella le profesarán fidelidad.
—No es más que una niña, mi reina —me atreví a decir—. ¿Cómo podría…?
—Es un símbolo. Existe, y eso es todo lo que le pedirán sus súbditos por ahora. Más adelante se convertirá en su verdadera reina. Sentía como si me faltara el aliento. Kettricken continuó: —Voy a encargar a Chade que la traiga aquí, donde estará a salvo y recibirá una educación adecuada cuando crezca—. Suspiró. —Me gustaría que su madre estuviera con ella. Por desgracia, debemos presentar a la niña como si fuera mía, de alguna manera. Cómo detesto estos ardides. Pero Chade me ha convencido de que es preciso. Espero que sepa convencer también a la madre de tu hija. —Casi para sí, añadió—: Tendremos que decir que anunciamos que mi hijo nació muerto para que Regio pensara que no había heredero que supusiera una amenaza para él. Mi pobre hijito. Su pueblo nunca sabrá jamás que no llegó a nacer. Y así, supongo, es como él se sacrifica por ellos. Observé a Kettricken detenidamente y vi que quedaba muy poco de la reina que había conocido en Torre del Alce. Odiaba sus palabras; eran un ultraje. Pero mi voz se mantuvo suave cuando pregunté:
—¿Por qué es preciso todo esto, mi reina? El rey Veraz está vivo. Lo encontraré y haré todo lo posible por devolvéroslo. Juntos, gobernaréis en Torre del Alce, y vuestros hijos después de vosotros.
—¿Me lo devolverás? ¿Gobernaremos? ¿Nuestros hijos? —Casi negó con la cabeza—. Es posible, Traspié Hidalgo. Pero ya hace mucho tiempo que confío en que las cosas salgan como deberían. No volveré a caer presa de tales expectativas. Hay cosas que deben garantizarse antes de asumir ningún riesgo. Es perentorio que haya un sucesor Vatídico. —Me miró a los ojos, serena—. He redactado la declaración y le he dado una copia a Chade, junto con otra que permanecerá aquí. Tu hija es heredera del trono, Traspié Hidalgo.
Había conseguido mantener intacta mi alma durante todo ese tiempo con una diminuta esperanza. Durante meses, me había tentado con la idea de que cuando todo hubiera acabado, podría volver junto a Molly y recuperar su amor, reclamar la paternidad de mi hija. Que soñaran otros con altos honores, con riquezas o proezas de las que dieran cuenta los juglares. Yo sólo quería regresar a una pequeña cabaña al caer la noche, sentarme en una silla junto al fuego, con la espalda dolorida por el trabajo de la jornada, las manos encallecidas por la labor, y aupar a una niñita a mi regazo mientras la mujer que me amaba me contaba cómo le había ido el día. De todas las cosas a las que había tenido que renunciar por el simple hecho de portar la sangre que portaba, ésa era la más preciada. ¿Debía conformarme? ¿Debía convertirme para Molly en el hombre que la había engañado, que la había dejado embarazada para no volver a verla, y que luego había permitido que le quitaran también a su hija?
No era mi intención hablar en voz alta. No me di cuenta de que lo había hecho hasta que oí responder a la reina:
—Eso es lo que conlleva ser un sacrificio, Traspié Hidalgo. No se puede ser egoísta. Nunca.
—En ese caso, no la reconoceré como mía. —Esas palabras me abrasaron la lengua—. No reconoceré su paternidad.
—No hará falta, pues yo la reclamaré como mía. Sin duda tendrá los rasgos de los Vatídico. Vuestra sangre es fuerte. Para nuestros propósitos, bastará con que yo sepa que la niña es tuya. Ya lo has reconocido ante Estornino la juglaresa. Le dijiste que habías tenido una hija con Molly, una velera de la ciudad de Torre del Alce. En todos los Seis Ducados, la palabra de un rapsoda tiene peso ante la justicia. Ya ha puesto la mano sobre el documento y jurado que sabe que la hija es una verdadera Vatídico, Traspié Hidalgo —continuó, y en su voz había dulzura, aunque mis oídos tañían con cada una de sus palabras y rielaba casi en el sitio—. Nadie puede escapar del destino. Tampoco tú, ni tu hija. Vuelve la vista atrás y date cuenta de que ésta es su razón de ser. Cuando todas las circunstancias conspiraban para negar un heredero al linaje de los Vatídico, a pesar de todo nació uno. Gracias a ti. Acéptalo y resígnate.
Eran las palabras equivocadas. Quizá ella se hubiera criado con ellas, pero a mí me habían enseñado que la lucha nunca termina hasta que la has ganado. Levanté la cabeza y paseé la mirada por todos ellos. No sé qué vieron en mi rostro, pero sus semblantes se demudaron.
—Puedo encontrar a Veraz —dije con voz ronca—. Y lo haré.
Guardaron silencio.
—Tú quieres a tu rey —dije a Kettricken. Esperé hasta ver el asentimiento en su expresión—. Yo quiero a mi hija.
—¿Qué estás diciendo? —inquirió Kettricken con voz glacial.
—Estoy diciendo que quiero lo mismo que tú. Quiero estar con la persona que amo y criar a nuestra hija a su lado. —La miré a los ojos—. Dime que puedo conseguirlo. Es todo cuanto anhelo.
Me sostuvo la mirada.
—No puedo hacerte esa promesa, Traspié Hidalgo. Es demasiado importante como para renunciar a ella por amor.
Sus palabras se me antojaron completamente absurdas y ciertas al mismo tiempo. Incliné la cabeza, aunque no en señal de aquiescencia. Clavé la mirada en un agujero que había en el suelo mientras buscaba otra solución, otra posibilidad.
—Ya sé lo que vas a decir a continuación —dijo con amargura Kettricken—. Que si reclamo tu hija para el trono, no me ayudarás a encontrar a Veraz. Lo he meditado mucho, sabedora de que esto me privaría de tu ayuda. Estoy dispuesta a partir yo sola en su busca. Tengo el mapa. No sé cómo, pero…
—Kettricken. —Interrumpí su discurso pronunciando su nombre con un susurro, despojado de títulos. No era mi intención. Vi que eso la sobresaltó. Meneé la cabeza, despacio—. No lo entiendes. Aunque Molly estuviera aquí de pie con nuestra hija, yo tendría que ir en busca de mi rey. Da igual lo que me ocurra, no importan las afrentas que sufra. Debo buscar a Veraz.
Mis palabras provocaron un cambio en todas las caras del cuarto. Chade levantó la cabeza y me miró con un brillo de feroz orgullo en los ojos. Kettricken torció la cabeza y parpadeó para disipar sus lágrimas. Creo que se sentía un poco avergonzada. Para el bufón, volvía a ser su catalizador. En Estornino floreció la esperanza de que yo aún pudiera estar a la altura de mi leyenda.
Pero en mí sólo había sitio para el ansia de lo absoluto. Veraz me lo había enseñado, en su pura forma física. Acataría la orden de la Habilidad de mi rey y le serviría como había jurado. Pero ahora sentía además otra llamada. La llamada de la Habilidad.