Enfrentamientos
Se podría decir de la diplomacia que es el arte de manipular secretos, ¿a qué conduciría una negociación en la que no hubiera secretos que intercambiar u ocultar? Y esto se aplica tanto a los compromisos matrimoniales como a los acuerdos comerciales entre reinos. Cada una de las partes sabe cuánto está dispuesta a conceder a la otra para obtener lo que desea; en la manipulación de ese conocimiento secreto estriba la dificultad de la negociación. No hay acción alguna que tenga lugar entre dos personas sin que los secretos desempeñen algún papel, da lo mismo que hablemos de una partida de cartas o de la venta de una vaca. Siempre contará con ventaja aquel que con más astucia escoja qué secretos revelar y cuándo. El rey Artimañas acostumbraba a decir que no había mayor ventaja que conocer el secreto de tu enemigo cuando éste te cree desinformado al respecto. Quizá ése sea el secreto más poderoso que se pueda poseer.
Los días siguientes no fueron días para mí, sino períodos inconexos de vigilia intercalados con borrosos sueños febriles. O bien mi breve charla con el bufón había consumido mis últimas reservas, o bien por fin me sentía lo suficientemente a salvo como para rendirme a mi herida. Quizá fuese la suma de ambas cosas. Yacía tendido en una cama junto a la chimenea del bufón y me sentía miserablemente embotado, cuando sentía algo. Oía sin querer las conversaciones que matraqueaban a mi alrededor. Perdía y recuperaba la conciencia de mi lamentable estado, pero siempre próximo, como un tambor que dictara la cadencia de mi dolor, estaba la orden de Veraz: Ven conmigo, ven conmigo. Había otras voces que traspasaban ocasionalmente las brumas de mi delirio, pero la suya era una constante.
—Creo que eres el que busca. Opino que deberías verla. Ha recorrido un largo y arduo camino en busca del Profeta Blanco.
La voz de Jofron sonaba baja y razonable. Oí el golpazo que produjo el bufón al soltar su escofina.
—Pues dile que se equivoca. Dile que soy el Juguetero Blanco. Dile que el Profeta Blanco vive cinco puertas más abajo, a la izquierda.
—No pienso burlarme de ella —dijo Jofron con seriedad—. Ha recorrido una enorme distancia para verte y el viaje ha estado a punto de costarle la vida. Ven, santidad. Está esperando afuera. ¿No quieres hablar con ella, siquiera un momento?
—Santidad —dijo con desdén el bufón—. Lees demasiados pergaminos antiguos. Igual que ella. No, Jofron. —Luego suspiró, se ablandó—. Dile que hablaré con ella dentro de dos días. Pero no hoy.
—Conforme. —Era evidente que Jofron no estaba para nada conforme—. Pero hay otra con ella. Una juglaresa. No creo que ella se deje persuadir tan fácilmente. Me parece que lo busca a él.
—Ah, pero nadie sabe que él está aquí. Salvo tú, yo y la curandera. No quiere que nadie le moleste, hasta que sane.
Articulé los labios. Intenté decir que quería ver a Estornino, que ella sí podía pasar.
—Ya lo sé. Y la curandera está todavía en Cedrotero. Pero es lista, esta juglaresa. Ha preguntado a los niños si habían visto a algún forastero. Y los niños, como de costumbre, están al tanto de todo.
—Y todo lo cuentan —repuso malhumorado el bufón. Le oí soltar otra herramienta con enfado—. En fin, ya veo que no tengo elección.
—¿Vas a recibirlas?
El bufón soltó una risita ronca.
—Claro que no. Me refiero a que tendré que engañarlas.
El sol de la tarde caía sobre mis ojos cerrados. Me despertó el sonido de unas voces enfrentadas.
—Sólo quiero verlo. —Una voz de mujer, enojada—. Sé que está ahí dentro.
—Ah, supongo que he de darte la razón. Pero está dormido —dijo el bufón con su desquiciante serenidad.
—Sigo queriendo verlo —repuso Estornino, obstinada.
El bufón exhaló un exagerado suspiro.
—Te podría dejar entrar para que lo vieras. Pero luego querrías tocarlo. Y después de tocarlo querrías esperar a que se despertara. Cuando estuviera despierto, querrías tener unas palabras con él. La cosa no tendría fin. Y hoy tengo mucho que hacer. Los jugueteros no somos dueños de nuestro tiempo.
—No eres juguetero. Sé quién eres. Y también sé quién es él realidad.
Entraba frío por la puerta abierta. Se colaba bajo mis mantas, me tensaba la piel y tironeaba de mi dolor. Deseé que la cerraran.
—Ah, sí, Hervidera y tú conocéis nuestro gran secreto. Yo soy el Profeta Blanco y él es Tom el pastor. Pero hoy estoy ocupado, profetizando qué marionetas estarán listas para mañana, y él está dormido. Contando ovejitas, en sueños.
—No me refería a eso. —Estornino bajó la voz, pero ésta seguía teniendo alcance—. Él es Traspié Hidalgo, hijo de Hidalgo el Abdicado. Y tú eres el bufón.
—Puede que en el pasado fuese el bufón. Todo el mundo lo sabe aquí en Jhaampe. Pero ahora soy el juguetero. Puesto que ya no ostento ese título, te lo puedes quedar si quieres. En cuanto a Tom, creo que se hace llamar el Dormilón desde hace días.
—Pienso ir a hablar con la reina.
—Sabia decisión. Si lo que pretendes es convertirte en su bufón, sin duda ella es la persona con la que tienes que hablar. Pero por el momento permíteme que te muestre otra cosa. No, apártate un poco, por favor, para que puedas verla como es debido. Ahí la tienes. —Oí cómo se cerraba la puerta de golpe y cómo se corría el cerrojo—. La parte de fuera de mi puerta —anunció risueño el bufón—. La he pintado yo. ¿Te gusta?
Oí un golpe que bien pudiera ser el de una patada contra la puerta, seguido de varios más. El bufón regresó tarareando a su mesa de trabajo. Cogió la cabeza de madera de una muñeca y un pincel. Me miró de soslayo por encima del hombro.
—Vuelve a dormirte. No conseguirá ver a Kettricken. La reina recibe a pocas personas últimamente. Y cuando la vea, no es probable que la crea. Y eso es todo cuanto podemos hacer por ahora. Así que duerme mientras puedas. Y recupera las fuerzas, pues temo que las vas a necesitar.
Luz diurna sobre nieve blanca. El vientre pegado al suelo entre los árboles, contemplando un calvero. Jóvenes humanos que juegan, se persiguen, saltan y se revuelcan cabriolando sin cesar en la nieve. No son tan distintos a los lobeznos. En vida. Nosotros nunca tuvimos otros lobeznos con los que jugar cuando éramos pequeños. Es como un picor, el deseo de salir corriendo y sumarse a sus juegos. Se asustarían, nos advertimos. Mirar, nada más. Sus gritos de entusiasmo inundan el aire. ¿Crecerá nuestra lobezna para ser como éstos?, nos preguntamos. Las trenzas ondean mientras corren por la nieve, persiguiéndose.
—Traspié, despierta. Tengo que hablar contigo.
El tono de voz del bufón traspasó la niebla y el dolor. Abrí los ojos, los entorné dolorido. La habitación estaba a oscuras, pero había dejado un manojo de velas en el suelo al lado de mi cama. Se sentó junto a ellas, mirándome a la cara con avidez. Su expresión era inescrutable; parecía que la esperanza danzara en sus ojos y en la comisura de sus labios, pero también parecía armarse de valor, como si trajera malas noticias.
—¿Me estás escuchando? ¿Puedes oírme? —me apremió.
Conseguí asentir. Luego:
—Si —mi voz era tan ronca que apenas si la reconocí. En lugar de ser yo el que estaba recuperando las fuerzas para que me extrajera la flecha la curandera, parecía que fuese la herida la que se estaba fortaleciendo. La zona de dolor era mayor cada día. Acechaba siempre al borde de mi conciencia, consiguiendo que me resultara difícil pensar.
—He estado cenando con Chade y Kettricken. Chade tenía noticias. —Ladeó la cabeza y me observó atentamente mientras decía—: Chade dice que hay un pequeño Vatídico en Gama. Todavía un bebé, e hija bastarda a todo esto. Pero de la misma rama de los Vatídico que Veraz e Hidalgo. Está dispuesto a jurarlo.
Cerré los ojos.
—¡Traspié! ¡Traspié! Despierta y hazme caso. Quiere convencer a Kettricken para que reclame el bebé. Para que diga o bien que es su legítima hija, concebida por Veraz, oculta tras la cortina de humo de un parto malogrado para protegerla de posibles asesinos, o bien que la niña es la bastarda de Veraz, pero que la reina Kettricken ha decidido reconocerla y proclamarla heredera.
No me podía mover. No podía respirar. Estaba hablando de mi hija, lo sabía. Oculta, a salvo, atendida por Burrich. Sacrificada por el trono. Arrebatada a Molly, entregada a la reina. Mi híjita, cuyo nombre ni siquiera sabía todavía. Seleccionada para convertirse en princesa y, con el tiempo, en reina. Lejos de mi alcance, para siempre.
—¡Traspié!
El bufón me puso la mano en el hombro y me lo apretó suavemente. Era consciente de que se estaba conteniendo para no zarandearme. Abrí los ojos.
Me miró a la cara.
—¿No tienes nada que decirme? —preguntó dubitativo.
—¿Me das un poco de agua?
Mientras iba a buscarla, me recompuse. Me ayudó a beber. Cuando retiró la taza, yo ya había decidido qué pregunta sería la más convincente.
—¿Qué dijo Kettricken al enterarse de que Veraz había engendrado una bastarda? No creo que se alegrara.
La incertidumbre que había anticipado se extendió por los rasgos del bufón.
—La pequeña nació al final de la cosecha. Demasiado tarde para que Veraz la hubiera concebido antes de partir. Kettricken supo darse cuenta antes que yo —hablaba casi con dulzura—. Tú debes de ser el padre. Cuando Kettricken se lo planteó a Chade, éste se mostró de acuerdo. —Ladeó la cabeza para estudiarme—. ¿No lo sabías?
Meneé la cabeza despacio. ¿Qué significaba el honor para alguien como yo? Bastardo y asesino, ¿qué derecho tenía a aspirar a la nobleza de espíritu? De mis labios brotó la mentira por la que habría de despreciarme eternamente.
—Si la niña nació en época de cosecha no puede ser mía. Molly me apartó de su cama meses antes de irse de Torre del Alce. —Intenté que no me temblara la voz mientras hablaba—. Si la madre es Molly, y afirma que su hija es mía, miente. —Me esforcé por ser sincero al añadir—: Lo siento, bufón. No he engendrado ninguna heredera Vatídico para ti, ni pienso hacerlo. —No fue sin esfuerzo que evité que se me cortara la voz y se me llenaran los ojos de lágrimas—. Qué raro. —Meneé la cabeza contra la almohada—. Que una cosa así pueda hacerme tanto daño. Que intente hacer pasar a la niña por hija mía.
Cerré los ojos.
El bufón habló con delicadeza.
—Por lo que sé, no ha dicho nada por el estilo. De momento, creo que desconoce el plan de Chade.
—Supongo que debería ver a Chade y Kettricken. Decirles que estoy vivo y contarles la verdad. Pero cuando me sienta con fuerzas. En estos momentos, bufón, me gustaría estar solo —le rogué.
No quería ver la compasión ni el desconcierto en su rostro. Rezaba para que se creyera mi embuste al tiempo que me despreciaba por la calumnia que acababa de verter sobre Molly. De modo que cerré los ojos, y él cogió sus velas y se alejó.
Me quedé tendido un momento a oscuras, aborreciéndome. Si alguna vez regresaba con ella, podría enmendarlo. Y si no, al menos no le quitarían la niña. Me repetí una y otra vez que había hecho lo correcto. Pero no me sentía sensato. Me sentía mezquino.
Tuve un sueño vívido y sobrecogedor al mismo tiempo. Estaba tallando piedra negra. En eso consistía el sueño entero, incesante en su monotonía. Empleaba mi cuchillo a modo de cincel y una piedra como mazo. Tenía los dedos rasguñados e hinchados a causa de las muchas veces que se me habían escurrido las herramientas y me había golpeado en la mano en vez de la empuñadura del cuchillo. Pero eso no me detenía. Tallaba piedra negra. Y esperaba que alguien viniera a ayudarme.
Una tarde me desperté para encontrar a Hervidera sentada junto a mi cama. Parecía más anciana de lo que yo recordaba. La neblinosa luz invernal se filtraba por el papel de pergamino que cubría una ventana y le bañaba la cara. Pasé un momento observándola antes de que se diera cuenta de que estaba despierto. Meneó la cabeza.
—Tendría que haberlo sabido, con todas tus peculiaridades. Tú también buscabas al Profeta Blanco. —Se agachó y susurró—: Se niega a permitir que te vea Estornino. Dice que estás demasiado débil para recibir invitados tan enervantes como ella. Y que no quieres que nadie sepa que estás aquí, todavía no. Pero puedo llevarle un mensaje de tu parte, si quieres.
Cerré los ojos.
Una mañana radiante y un golpe en la puerta. No podía dormir, no podía permanecer despierto por culpa de la fiebre que me martirizaba. Había bebido té de corteza feérica hasta encharcarme el estómago. Aun así me seguía doliendo la cabeza, y si no tiritaba es que estaba sudando. El golpe se escuchó de nuevo, más fuerte, y Hervidera soltó la taza con la que me había estado acosando. El bufón trabajaba en su mesa. Dejó a un lado sus utensilios de tallado, pero Hervidera exclamó: «¡Voy yo!», y abrió la puerta mientras él protestaba:
—No, ya voy yo.
Estornino irrumpió como una exhalación, tan bruscamente que Hervidera profirió una exclamación de sorpresa. Estornino pasó junto a ella y entró en la estancia, sacudiéndose la nieve de la capa y la caperuza. Lanzó una mirada triunfal al bufón. Éste se limitó a asentir con cordialidad, como si la hubiera estado esperando. Retomó su talla sin pronunciar una sola palabra. Las rutilantes chispas de rabia que centelleaban en los ojos de Estornino se avivaron y percibí que la embargaba una satisfacción imprecisa. Cerró la puerta con fuerza a su espalda y se adentró en la sala como si fuese el viento del norte encarnado. Se dejó caer al suelo junto a mi cama y se sentó con las piernas cruzadas.
—Bueno, Traspié. No sabes cuánto me alegro de volver a verte. Hervidera me ha dicho que estabas herido. Te hubiera hecho antes una visita, pero me retenían en la puerta. ¿Qué tal te encuentras?
Intenté enfocar mi mente. Deseé que se moviera más despacio y hablara en voz más baja.
—Aquí hace demasiado frío —rezongué—. Y he perdido mi pendiente.
Acababa de descubrir la pérdida esa misma mañana. Me irritaba. No lograba recordar por qué era tan importante, pero mi mente se negaba a olvidarse de él. El mero hecho de pensar en el pendiente empeoraba mi dolor de cabeza.
Estornino se quitó las manoplas. Seguía teniendo una mano vendada. Me tocó la frente con la otra. Estaba deliciosamente fría. Qué raro, que el frío pudiera resultar tan agradable.
—¡Pero si está ardiendo! —acusó al bufón—. ¿Es que no se te ha ocurrido darle té de corteza de sauce?
El bufón lascó otra viruta de madera.
—Tienes un cazo al lado de la rodilla, si es que no lo has volcado aún. Si consigues que beba otro sorbo es que eres más macho que yo.
Otro rizo de madera.
—Eso no sería difícil —dijo Estornino con un susurro envenenado. Luego, con más delicadeza, dirigiéndose a mí—: No has perdido el pendiente. Mira, lo tengo aquí mismo.
Lo sacó de una bolsita que colgaba de su cinto. Una pequeña fracción de mi ser continuaba funcionando lo bastante para reparar en que iba abrigada con ropas montañesas. Sentí sus manos frías y un poco ásperas cuando volvió a colocarme el pendiente en la oreja. Encontré la pregunta que buscaba.
—¿Por qué lo tienes tú?
—Le pedí a Hervidera que me lo trajera —repuso, lacónica—. Cuando ése se negó a dejar que te viera. Necesitaba una prenda, algo que le demostrara a Kettricken que cuanto le dijese era verdad. Esta mañana he hablado con ella y con su consejero.
El nombre de la reina se abrió paso entre mis pensamientos dispersos y me prestó un momento de concentración.
—¡Kettricken! ¿Qué has hecho? —exclamé desolado—. ¿Qué le has contado?
Estornino parecía desconcertada.
—Cómo, pues todo lo que tenía que saber para ayudarte en tu misión. Que estás vivo. Que Veraz no ha muerto, y que te propones encontrarlo. Que se debe informar a Molly de que estás sano y salvo, para que no sucumba al desaliento y cuide de vuestra hija hasta q regreses. Que…
—¡Confiaba en ti! —chillé—. Te confié todos mis secretos y me has traicionado. ¡Pero qué estúpido he sido! —me lamenté.
Todo, todo estaba perdido.
—No, el estúpido soy yo —intervino el bufón. Cruzó la habitación despacio y se quedó de pie, mirándome—. Por pensar que confiabas en mí —continuó. Nunca lo había visto tan pálido—. Tu hija —musitó para sí—. Una heredera legítima del linaje de los Vatídico. —Sus ojos amarillos brillaron como rescoldos cuando nos miró, primero a Estornino y después a mí—. Sabes lo que significa esa noticia para mí. ¿Por qué? ¿Por qué me engañaste?
No sabía qué era peor, si el dolor que reflejaba la mirada del bufón o el triunfo que reflejaba la que le lanzó Estornino.
—¡Tenía que mentir para que siguiera siendo mía! ¡La niña es mía, no de la familia Vatídico! —exclamé, llevado por la desesperación—. Mía y de Molly. Una niña que criar y querer, no un instrumento de la corona. ¡Y nadie más que yo debe comunicar a Molly que estoy vivo! Estornino, ¿cómo has podido hacerme esto? ¿Cómo he podido ser tan idiota, por qué tuve que contarle nada a nadie?
Ahora Estornino parecía tan dolida como el bufón. Se incorporo envarada y, cuando habló, su voz sonaba quebradiza.
—Sólo pretendía ayudarte. Ayudarte a hacer lo que debes. —Detras de Estornino, un soplo de viento abrió la puerta—. Esa mujer tiene derecho a saber que su marido sigue con vida.
—¿A qué mujer te refieres? —inquirió otra voz helada.
Para mi consternación, Kettricken entró en la habitación seguida de Chade. Me observaba con una expresión terrible. El pesar había hecho mella en ella, había labrado profundos surcos junto a sus labios y le había consumido las mejillas. La rabia ardía en su mirada. La ráfaga de viento frío que entró con ellos me acarició por un instante. Después la puerta se cerró y mis ojos saltaron de una cara conocida a otra. El pequeño cuarto parecía atestado de rostros ávidos, de ojos helados clavados en mí. Pestañeé. Eran tantos, estaban tan cerca, y todos me observaban con fijeza. Nadie sonreía. Ni cálido recibimiento, ni alborozo. Tan sólo las salvajes emociones que había desencadenado con todos los cambios que yo había forjado. Así saludaban al catalizador. Ninguno de ellos lucía ninguna de las expresiones que había esperado ver.
Ninguno excepto Chade. Cruzó la estancia a largas zancadas, quitándose los guantes de montar sobre la marcha. Cuando echó hacia atrás la capucha de su capa de invierno, vi que llevaba la melena blanca recogida en una coleta de guerrero. Una cinta de cuero le cruzaba la frente, y en el centro brillaba un medallón de plata. Un alce con la cornamenta lista para embestir. El sello que me había dado Veraz. Estornino se apresuró a apartarse de su camino. Él ni siquiera le dedicó un vistazo mientras se agachaba ágilmente para sentarse en el suelo junto a mi cama. Me cogió de la mano, entornó los ojos al reparar en los daños producidos por la congelación. La sostuvo con delicadeza.
—Oh, mi niño, mi niño, te creía muerto. Cuando Burrich me comunicó que había encontrado tu cadáver, pensé que se me partía el corazón. Las palabras que nos dijimos antes de que te fueras…, pero estás aquí, vivo por lo menos.
Se acercó y me dio un beso. La mano con que me acarició la mejilla estaba encallecida, las picaduras apenas si eran visibles en su piel apergaminada. Lo miré a los ojos y vi el cálido recibimiento y alborozo. Los míos se cuajaron de lágrimas por tener que preguntar:
—¿De verdad me arrebatarías a mi hija para sentarla en el trono? Otro bastardo para el linaje de los Vatídico… ¿Dejarías que la utilizaran como me han utilizado a mí?
La impasibilidad se adueñó de su semblante. La determinación esculpió la línea de sus labios.
—Haré todo lo que sea necesario para ver a un verdadero Vatídico de nuevo en el trono de los Seis Ducados. Como juré hacer. Como tú también juraste hacer.
Sus ojos se clavaron en los míos.
Lo miré desolado. Me quería. Peor aún, creía en mí. Creía que habitaban en mí la fuerza y la devoción que constituían el pilar de su vida. Por eso podía someterme a penurias mayores de las que era capaz de concebir el odio de Regio. Su fe en mí era tal que no vacilaría en lanzarme a cualquier batalla, esperaba que yo fuese capaz de hacer cualquier sacrificio. Un ronco sollozo estalló en mi pecho y estremeció la flecha que tenía alojada en la espalda.
—¡No! —exclamé—. Mi deber me llevará a la muerte. ¡Ojalá estuviera muerto! ¡Dejad que me muera! —Liberé mi mano de la de Chade, sin importarme el dolor que me provocó ese gesto—. ¡Dejadme!
Chade no se inmutó.
—Arde de fiebre —recriminó al bufón—. No sabe lo que dice. Deberías haberle dado té de corteza de sauce.
Una torva sonrisa curvó los labios del bufón. Antes de que pudiera replicar, se produjo un tremendo sonido desgarrador. Una cabeza gris se introdujo por la ventana de cuero engrasado, asomando un hocico cuajado de dientes blancos. El resto del lobo la siguió derribando una balda de macetas sobre los pergaminos colocados bajo ellas. Ojos de Noche saltó, sus uñas rascaron el suelo de madera, y se detuvo patinando, interponiéndose entre Chade y yo, que se había apresurado a incorporarse. Dedicó un rugido a todos los presentes.
Los mataré a todos, si me lo pides.
Dejé caer mi cabeza sobre la almohada. Mi lobo, tan puro y salvaje. Eso era lo que había hecho con él. ¿En qué se distinguía de lo que había hecho Chade conmigo?
Volví a mirarlos a todos. Chade estaba de pie, con el semblante demudado. Hasta el último rostro reflejaba un ápice de conmoción, de tristeza, de decepción de la que yo era responsable. La desesperación y la fiebre me estremecían.
—Lo siento —dije con un hilo de voz—. Nunca he sido como tú pensabas que era —confesé—. Nunca.
El silencio se adueñó de la estancia. El fuego crepitó fugazmente.
Hundí la cara en la almohada y cerré los ojos. Pronuncié las palabras que me sentía obligado a decir.
—Pero iré y encontraré a Veraz. Os lo devolveré como sea. No porque sea como creéis que soy —añadí, levantando muy despacio la cabeza. Vi cómo se reavivaba la esperanza en el rostro de Chade—. Sino porque no tengo elección. Nunca la he tenido.
—¡Crees que Veraz está vivo!
La esperanza bramaba en la voz de Kettricken. Se cernió sobre mí como un maremoto.
Asentí. Luego:
—Sí —conseguí decir—. Sí, creo que está vivo. Lo he sentido muy cerca de mí.
Su cara estaba tan cerca que ocupaba todo mi campo visual. Parpadeé, y luego fui incapaz de enfocar la mirada.
—Entonces, ¿por qué no ha regresado? ¿Se ha extraviado? ¿Está herido? ¿Es que no le importan las personas que dejó atrás?
Sus preguntas repicaban contra mí como piedras lanzadas una detrás de otra.
—Creo —empecé, pero luego fui incapaz.
Incapaz de pensar, incapaz de hablar. Cerré los ojos. Escuché un largo silencio. Ojos de Noche gañó, profirió un gruñido ronco.
—Me parece que deberíamos marcharnos todos —aventuró Estornino, sin convicción—. Ahora mismo Traspié no se siente con fuerzas.
—Vosotros podéis iros —dijo el bufón—. Yo todavía vivo aquí.
De caza. Es hora de ir de caza. Miro hacia el lugar por el que entramos, pero el Sin Rastro ha bloqueado esa vía, cubriéndola con otra piel de ciervo. Puerta, una parte de nosotros sabe que ésa es la puerta y nos acercamos a ella, para gañir suavemente y empujarla con la nariz. Traquetea contra su cerrojo, igual que una trampa a punto de cerrarse. Viene el Sin Rastro, caminando sigiloso, cauto. Estira su cuerpo por encima de mí, para apoyar una mano pálida en la puerta y abrírmela. Salgo, de vuelta al frío mundo de la noche. Es agradable volver a relajar los músculos, y huyo del dolor, del asfixiante calor y del cuerpo que no funciona para refugiarme en este agreste santuario de carne y pelo, la noche nos traga y vamos de caza.
Era otra noche, otro momento, antes, después, no lo sé, mis días se habían deslabonado. Alguien me quitó una compresa caliente de la frente y me puso otra fría.
—Lo siento, bufón —dije.
—Treinta y dos —dijo con hastío una voz. Luego—: Bebe —añadió más suavemente.
Unas manos frías me alzaron el rostro. Una taza vertió líquido en mi boca. Intenté beber. Té de corteza de sauce. Torcí la cabeza, repugnado. El bufón me enjugó los labios y se sentó en el suelo junto a mi cama. Se apoyó en ella con desenvoltura. Levantó su pergamino a la luz y siguió leyendo. Era noche cerrada. Cerré los ojos y busqué el sueño de nuevo. Lo único que encontré fueron cosas que había hecho mal, confianzas que había traicionado.
—Lo siento mucho.
—Treinta y tres —dijo el bufón, sin levantar la cabeza.
—¿Treinta y tres qué?
Me miró sorprendido.
—Oh. ¿Estás despierto de verdad?
—Claro. ¿Treinta y tres qué?
—Treinta y tres «lo siento». Se lo has dicho a varias personas, aunque sobre todo a mí. Diecisiete veces el nombre de Burrich. He perdido la cuenta de las veces que has llamado a Molly, me temo. Y un abrumador total de sesenta y dos «ya voy, Veraz».
—Debo de estar volviéndote loco. Lo siento.
—Treinta y cuatro. No. Es un delirio monótono, nada más. La fiebre, supongo.
—Supongo.
El bufón reanudó su lectura.
—Estoy harto de estar tumbado boca abajo —dije.
—Siempre te puedes tumbar boca arriba —sugirió el bufón para incordiarme. Luego—: ¿Quieres que te ayude a echarte de costado?
—No. Así me duele más.
—Avísame si cambias de idea.
Sus ojos regresaron al pergamino.
—Chade no ha vuelto a verme —comenté.
El bufón suspiró y dejó su pergamino a un lado.
—Ni él ni nadie. La curandera vino y nos abroncó a todos por molestarte. Tendrán que dejarte en paz hasta que ella extraiga la flecha. Lo que hará mañana. Además, Chade y la reina tenían muchas cosas de las que hablar. Descubrir que Veraz y tú seguís con vida lo ha cambiado todo para ellos.
—En el pasado, él me habría incluido en esas conversaciones. —Hice una pausa, sabedor de que me estaba regodeando en la autocompasión, pero incapaz de contenerme—. Supongo que piensan que ya no pueden confiar en mí. No es que les eche la culpa. Ahora todos me aborrecen. Por los secretos que he guardado. Por todas las decepciones que les he procurado.
—Oh, no todo el mundo te aborrece —me reprendió suavemente el bufón—. Sólo yo.
Mis ojos saltaron a su rostro. El cinismo de su sonrisa me reconfortó.
—Secretos —suspiró—. Algún día tendré que escribir un prolijo tratado filosófico sobre el poder de los secretos, de los guardados tanto como de los desvelados.
—¿Te queda brandy?
—¿Otra vez tienes sed? Toma más té de corteza de sauce. —Ahora había ácida cortesía en su voz, edulcorada en exceso—. Hay un montón, sabes. Calderos llenos hasta arriba. Enteritos para ti.
—Creo que me ha bajado un poco la fiebre —respondí tímidamente.
Apoyó una mano en mi frente.
—Así es. De momento. Pero me parece que a la curandera no le haría gracia que te volvieras a emborrachar.
—La curandera no está aquí —señalé.
Enarcó una ceja pálida.
—Qué orgulloso de ti estaría Burrich.
Se incorporó ágilmente y se acercó a la alacena de roble. Sorteó con cuidado a Ojos de Noche, que dormía plácidamente al calor de la chimenea. Mis ojos buscaron la tela de la ventana y luego de nuevo al bufón. Supongo que ambos habían llegado a una especie de acuerdo, Ojos de Noche estaba tan profundamente dormido que ni siquiera soñaba. También tenía la barriga llena. Agitó las patas cuando sondeé en su dirección, de modo que me retiré. El bufón estaba poniendo la botella y dos copas en una bandeja. Parecía demasiado contenido.
—Lo siento, sabes.
—Ya me lo habías dicho. Treinta y cinco veces.
—Pero es que es verdad. Debería haber confiado en ti y contarte lo de mi hija. —Nada, ni la fiebre, ni una flecha clavada en la espalda podían impedirme sonreír al pronunciar esas palabras. Mi hija. Intenté explicar la verdad sin tapujos. El hecho de que pareciera una experiencia novedosa me avergonzaba—. No la he visto nunca, sabes. Sólo con la Habilidad. No es lo mismo. Y quiero que sea mía. Mía y de Molly. No una niña que pertenezca al reino, abrumada por las responsabilidades. Sólo una niña pequeña, que coja flores, que haga velas con su madre, que haga… —Vacilé antes de concluir—: Lo que sea que hacen los niños normales. Chade acabaría con eso. En cuanto alguien la señale y diga: «Mirad, ésa podría ser la heredera de los Vatídico», su vida correrá peligro. Habría que protegerla y enseñarle a tener miedo, a sopesar cada una de sus palabras y meditar cada uno de sus actos. ¿Por qué debería ser así? Ni siquiera es una heredera real. Tan sólo la bastarda de un bastardo —dije esas duras palabras con dificultad, y juré no permitir jamás que nadie las pronunciara delante de ella—. ¿Por qué habría que ponerla en peligro? Sería distinto si hubiera nacido en un palacio y tuviera cien soldados que la vigilaran. Pero sólo tiene a Molly y a Burrich.
—¿Burrich está con ellas? Si Chade eligió a Burrich es porque piensa que vale por cien guardias. Aunque resulta mucho más discreto —observó el bufón. ¿Se imaginaba cuánto me dolían sus palabras? Acercó las copas y el brandy, y me sirvió una. Conseguí sostenerla yo solo—. Por vuestra hija. Tuya y de Molly —brindó, y bebimos.
El brandy me abrasó la garganta.
—Bueno —carraspeé—. Chade lo sabía desde el principio y envió a Burrich a protegerla. Lo supieron antes que yo.
¿Por qué me sentía como si me hubieran arrebatado algo?
—Supongo, aunque no estoy seguro. —El bufón se interrumpió, como preguntándose si era prudente contármelo. Al final prescindió de subterfugios—. He estado juntando las piezas, echando cuentas. Creo que Paciencia sospechaba algo. Creo que ése fue el motivo de que enviara a Molly a cuidar de Burrich cuando éste se lastimó la pierna. No necesitaba tantas atenciones, él lo sabía tan bien como Paciencia. Pero Burrich sabe escuchar, más que nada por lo poco que habla.
Molly necesitaba a alguien con quien hablar, quizá alguien que supiera lo que era criar a un bastardo. El día aquel que estábamos todos en su cuarto…, tú me habías mandado allí, a buscar algo con que curarme el hombro. El día que impediste a Regio que entrara en los aposentos de Artimañas para protegerlo… —Por un momento pareció ensimismarse en sus recuerdos. Luego se repuso—. Cuando subí las escaleras de la buhardilla de Burrich los oí discutir. Bueno, Molly discutía y Burrich estaba callado, que es su particular forma de discutir. Así que me puse a escuchar a hurtadillas —admitió con franqueza—. Pero no me enteré de gran cosa. Ella insistía en que él debía conseguirle cierta hierba. Él se negaba. Al final, él le prometió a ella que no se lo diría a nadie, y la instó a pensárselo bien y hacer lo que le dictara el corazón, no lo que le dictara la cabeza. Después de eso dejaron de hablar y entré yo. Ella se disculpó y salió. Luego llegaste tú y nos dijiste que Molly te había abandonado. —Hizo una pausa—. Lo cierto es que, en retrospectiva, fui igual de obtuso que tú por no haber sabido encajar las pistas en su momento.
—Gracias —dije secamente.
—De nada. Aunque he de admitir que aquel día todos teníamos demasiadas cosas en la cabeza.
—Daría lo que fuera por ser capaz de retroceder en el tiempo y decirle que nuestro bebé sería lo más importante del mundo para mí. Más importante que mi rey o mi país.
—Ah. Así que aquel día te habrías ido de Torre del Alce, para seguirla y protegerla.
El bufón enarcó una ceja en mi dirección.
Después de un momento, respondí:
—No podía.
Las palabras se atravesaron en mi garganta y tuve que empujarlas con un sorbo de brandy.
—Ya sé que no podías. Lo entiendo. Verás, nadie puede oponerse al destino. Por lo menos, no mientras estemos atrapados en sus redes. Además —dijo más suavemente— no hay niño capaz de eludir el futuro que decrete la suerte para él. Ni los bastardos ni los bufones. Ni la hija de un bastardo.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Pese a toda mi incredulidad, me asaltó el temor.
—¿Me estás diciendo que sabes lo que le depara el futuro?
Suspiró y asintió. Luego sonrió y negó con la cabeza.
—Así son las cosas, para mí. Sé algo acerca de un heredero de los Vatídico. Si esa heredera es ella, entonces sin duda, dentro de unos años, leeré alguna antigua profecía y diré, ah, sí, eso es, estaba escrito que sería así. Nadie comprende realmente las profecías hasta que estas se hacen realidad. Es casi como una herradura. El herrero te enseña un trozo de hierro y piensas, eso no sirve. Pero después de trabajarlo con el fuego, el martillo y el yunque, ahí lo tienes, perfectamente ajustado al casco de tu caballo e incapaz de ser calzado por otro.
—Es como si dijeras que los profetas manipulan sus profecías para convertirlas en realidad después de haberse cumplido.
Ladeó la cabeza.
—Los buenos profetas, igual que los buenos herreros, te enseñan que encaja a la perfección. —Me quitó el vaso vacío de las manos—. Deberías dormir, sabes. La curandera va a extraer la flecha mañana. Necesitarás todas tus fuerzas.
Asentí, y de repente descubrí que me pesaban los párpados.
Chade me sujetó las muñecas y apretó con firmeza. Mi pecho y mi mejilla se apoyaban con fuerza contra el duro banco de madera. El bufón se montó a horcajadas sobre mis piernas y cargó su peso sobre mis caderas. Incluso Hervidera tenía las manos en mis hombros desnudos, empujándome sobre el sólido banco. Me sentía igual que un cerdo en el matadero. Estornino estaba a mi lado con vendas y una palangana de agua caliente. Cuando Chade tiró de mis manos, sentí como si se me fuese a partir el cuerpo entero desde la herida podrida que tenía en la espalda. La curandera se acuclilló junto a mí. Atisbé las tenazas que sostenía. Hierro negro. Seguramente las había tomado prestadas del cobertizo del herrero.
—¿Preparado? —preguntó.
—No —gruñí.
Me ignoraron. La pregunta no iba dirigida a mí. Se habían pasado toda la mañana manipulándome como si yo fuese un juguete roto, tanteándome y empujando las supurantes bolsas infectadas de mi espalda mientras yo me debatía y mascullaba maldiciones. Todos habían hecho caso omiso de mis imprecaciones, salvo el bufón, que me había sugerido algunas formas de mejorarlas. Volvía a ser el de antes. Había convencido a Ojos de Noche para que saliera. Podía percibir al lobo merodeando delante de la puerta. Yo había intentado explicarle lo que iban a hacer conmigo. Le había arrancado espinas suficientes desde que nos conocíamos como para que él comprendiera el concepto de dolor necesario. Aun así, compartía mi miedo.
—Adelante —ordenó Chade a la curandera. Su cabeza estaba cerca de la mía, su barba rascaba mi mejilla rasurada—. Aguanta, chico —me susurró al oído.
Las frías fauces de las tenazas me mordieron la carne inflamada.
—No jadees. Estate quieto —me advirtió seriamente la curandera. Lo intenté. Era como si me estuviera apuñalando en la espalda con ellas. Tras una eternidad de tantear, la curandera dijo—: Sujetadlo.
Sentí cómo se cerraban los dientes de las tenazas. Tiró, arrancándome la columna del cuerpo.
Al menos eso fue lo que sentí. Recuerdo el primer chirrido del metal contra el hueso, y toda mi determinación de no gritar cayó en el olvido. Rugí hasta dejar de sentir el dolor y perder el conocimiento. Volví a sumirme en ese territorio difuso que no pertenecía ni al sueño ni a la vigilia. Los días de fiebre me habían familiarizado con él.
Río de la Habilidad. Yo estaba en él y él estaba en mí. A un paso de distancia, había estado siempre a un paso de distancia. Alivio frente al dolor y la soledad. Rápido y dulce. Me disolvía en él, deshilvanándome igual que se deshilvana un ovillo cuando tiras del hilo adecuado. Todo mi dolor se disolvía a su vez. No. La prohibición de Veraz era tajante. Vuelve, Traspié. Como si estuviera diciéndole a un niño pequeño que no se arrimara tanto al fuego. Volví.
Como un buceador que sale a la superficie, regresé al duro banco y las voces que me rodeaban. La luz parecía tenue. Alguien exclamó algo acerca de la sangre y pidió un montón de nieve envuelta en un trapo. Sentí cómo lo apretaban contra mi espalda mientras sobre la alfombra del bufón caía un harapo teñido de rojo. La mancha se extendió por la lana y fluí con ella. Estaba flotando y la habitación se llenaba de motas negras. La curandera se afanaba junto al fuego. Extrajo otro útil de herrero de las llamas. Refulgía. Se giró hacia mí.
—¡Espera! —chillé horrorizado.
Rielé encima del banco, y Chade me sujetó por los hombros.
—Tenemos que hacerlo —me dijo con voz ronca, y me retuvo con su férrea presa mientras se aproximaba la curandera.
Al principio no sentí más que una ligera presión cuando me aplicó el hierro al rojo sobre la espalda. Olí la calcinación de mi carne y pensé que no era para tanto, hasta que un espasmo de dolor me sacudió con más violencia que el tirón de la soga de un verdugo. La oscuridad se cernió sobre mí.
—¡Ahorcado sobre el agua y quemado! —vociferé impulsado por la desesperación.
El lobo soltó un gañido.
Salía. Ascendía hacia la luz. La inmersión había sido profunda, las aguas cálidas y pobladas de sueños. Paladeé el resabio de la conciencia, inspiré una bocanada de vigilia.
—… por lo menos podrías haberme dicho que estaba vivo y que había venido a verte. —Decia Chade—. Por Eda y El benditos, bufón, ¿cuántas veces te he contado mis más íntimas confidencias?
—Tantas como me las has ocultado —repuso secamente el bufón—. Traspié me pidió que mantuviera en secreto su presencia en este lugar. Y en secreto se mantuvo, hasta que llegó esta juglaresa entrometida. ¿Qué hubiera tenido de malo dejarlo en paz hasta que se hubiese recuperado por completo antes de extraer la flecha? Ya has oído sus delirios. ¿Te parecen propios de alguien que esté en paz consigo mismo?
Chade exhaló un suspiro.
—Aun así. Me lo podrías haber dicho. Sabes lo que hubiera significado para mí saber que estaba con vida.
—Sabes lo que hubiera significado para mí saber que los Vatídico tenían una heredera —repuso el bufón.
—¡Te enteraste a la vez que la reina!
—Ya, pero ¿cuánto hacía que sabías de su existencia? ¿Desde que enviaste a Burrich a cuidar de Molly? Sabías que Molly estaba embarazada de él la última vez que viniste a visitarme y no me dijiste nada.
Chade inspiró hondo, antes de advertir:
—Preferiría que no pronunciaras esos nombres en voz alta, ni siquiera aquí. Ni siquiera a la reina le he dado yo esos nombres. Compréndelo, bufón. Cuanta más gente lo sepa, mayor será el peligro que corra la niña. Yo jamás hubiera revelado su existencia, de no ser por la muerte del hijo de la reina y por creer que Veraz estaba muerto.
—Ahórrate tus consejos sobre cómo guardar un secreto. Hay cierta juglaresa que conoce el nombre de Molly, y los rapsodas no saben tener la boca cerrada. —Su voz rezumaba desprecio por Estornino. Con tono más frío, añadió—: Así que, ¿qué te proponías hacer en realidad, Chade? ¿Decir que la niña no era de Traspié sino de Veraz? ¿Quitársela a Molly y entregársela a la reina para que la criara como si fuese suya?
La voz del bufón había adquirido una suavidad escalofriante.
—Me…, corren tiempos difíciles y la necesidad nos apremia…, pero…, quitársela, no. Burrich lo comprendería, y creo que sabría hacer entrar en razón a la chica. Además, ¿qué puede ofrecer esa madre a su hija? Una velera en la ruina, privada de su negocio… ¿Cómo va a cuidar de ella? La niña se merece algo mejor. Igual que la madre, a decir verdad, y yo me ocuparía de que tampoco a ella le faltara de nada. Pero la criatura no puede quedarse con ella. Piensa, bufón. Cuando se corra la voz de que el bebé tiene sangre de Vatídico sólo estará a salvo en el trono, o cerca de él. La chica escucha a Burrich. Él se lo explicará.
—No estoy yo tan seguro de que Burrich lo vea de esa manera. Ya entregó una vez un niño a la corona. Puede que repetir su gesto no le parezca una decisión acertada.
—A veces todas las decisiones son desacertadas, bufón, y aun así nos vemos obligados a tomar una.
Creo que produje algún tipo de sonido, pues los dos acudieron prestos a mi lado.
—¿Muchacho? —preguntó Chade con ansiedad—. Muchacho, ¿estás despierto?
Decidí que lo estaba. Entreabrí un ojo. Noche. Luz procedente de la chimenea y unas cuantas velas. Chade, el bufón y una botella de brandy. Y yo. No me parecía que tuviera mejor la espalda. No me parecía que me hubiera bajado la fiebre. Antes de que tuviera tiempo de decir nada, el bufón me acercó una taza a los labios. Condenado té de corteza de sauce. Tenía tanta sed que me la bebí entera. Lo siguiente que me ofreció era caldo, deliciosamente salado.
—Qué sed —conseguí decir al terminar la sopa.
Sentía la boca pastosa, pegajosa a causa de la sed.
—Has perdido un montón de sangre —me explicó Chade innecesariamente.
—¿Quieres más caldo? —preguntó el bufón.
Conseguí asentir con la cabeza. El bufón cogió la taza y se acercó a la chimenea. Chade se agachó y susurró, con extraña ansiedad:
—Traspié. Dime una cosa. ¿Me odias, muchacho?
Por un momento no supe qué responder. Pero la mera idea de odiar a Chade significaba una pérdida demasiado cuantiosa para mí. En el mundo no abundaban las personas que, como Chade, se preocuparan por mí. No podía permitirme el lujo de odiar a ninguna de ellas. Negué con la cabeza.
—Pero —dije despacio, formando con cuidado cada palabra— no me quites a mi hija.
—No temas —respondió suavemente. Su mano arrugada me apartó el pelo del rostro—. Si Veraz está vivo, no será necesario. Por ahora, no hay lugar más seguro que donde se encuentra. Y si el rey Veraz regresa y recupera el trono, Kettricken y él tendrán su propia descendencia.
—¿Me lo prometes? —imploré.
Me miró a los ojos. El bufón me trajo el caldo y Chade se hizo a un lado para dejarle sitio. Esta taza estaba más caliente. Era como si me insuflara nueva vida. Cuando acabé pude imprimir más fuerza a mi voz.
—No me lo has prometido —le recordé.
—No —repuso lacónico—. No te lo he prometido. Corren tiempos inciertos para formular promesas así.
Callé y me limité a observarlo con intensidad durante largo rato. Al cabo, meneó la cabeza y torció la cabeza. Era incapaz de mirarme a los ojos, pero tampoco quería engañarme. La elección dependía sólo de mí.
—Puedes contar conmigo —dije en voz baja—. Y haré todo lo posible por traer de vuelta a Veraz, y por devolverle su trono. Puedes contar con mi muerte, si hace falta. Más aún, puedes contar con mi vida, Chade. Pero no con la de mi pequeña. Con la vida de mi hija no.
Me miró a la cara y asintió despacio.
Mi recuperación fue lenta y agónica. Tenía la impresión de que debería deleitarme con cada día que pasaba en una cama tan blanda, con cada bocado de comida, con cada momento de sueño a salvo. Pero no era así. La piel congelada de mis dedos se desprendía y se enganchaba con todo, y la piel nueva era espantosamente tierna. La curandera venía a diario para martirizarme. Insistía en que había que mantener abierta y supurante la herida de mi espalda. Llegué a hartarme de los pestilentes vendajes que retiraba de mi cuerpo, y más todavía de que hurgara sin cesar en mi herida para procurar que no se cerrara antes de tiempo. Me recordaba a un cuervo cebándose con un animal moribundo, y cuando así se lo dije un buen día, sin miramientos, se rió de mí.
Transcurridos unos días pude volver a caminar, pero nunca a la ligera. Cada vez que daba un paso, cada vez que estiraba un brazo era después de mucho meditarlo. Aprendí a mantener los codos pegados al cuerpo para mitigar la tensión sobre los músculos de mi espalda, y a andar como si tuviera una cesta de huevos en equilibrio encima de la cabeza. Aun así, me fatigaba enseguida, y si daba un paseo demasiado largo corría el riesgo de padecer fiebre por la noche. Acudía a los baños a diario, y aunque mi cuerpo agradecía la inmersión en agua caliente, me resultaba imposible estar allí siquiera por un momento, sin recordar que Regio había intentado ahogarme en ese mismo sitio, que allí era donde Burrich había estado a punto de morir apaleado. Ven conmigo, ven conmigo, comenzaban entonces los cantos de sirena en mi cabeza, y mi mente no tardaba en inundarse de recuerdos y preguntas referentes a Veraz. Nada de todo aquello contribuía a serenar mi alma. Me encontraba, en cambio, planificando hasta el último detalle de mi próximo viaje. Tomaba nota mental del equipo que debía solicitar a Kettricken y debatía largo y tendido sobre la conveniencia de coger un caballo. Al final decidí no hacerlo. No habría pastos para él; mis reservas de crueldad irreflexiva se habían terminado. No estaba dispuesto a llevarme un poni o un caballo tan sólo para verlo morir. Sabía, además, que pronto tendría que pedir permiso para investigar en las bibliotecas en busca de un precursor del mapa de Veraz. Temía entrevistarme con Kettricken, pues ella en ningún momento había requerido mi presencia.
Todos los días me recordaba estas cosas, y todos los días las postergaba un día más. Todavía era incapaz de recorrer a pie el camino hasta Jhaampe sin pararme a descansar. A conciencia, empecé a obligarme a comer más y tantear los límites de mis fuerzas. El bufón me acompañaba a menudo en mis vigorizadores paseos. Sabía que él detestaba el frío, pero me agradaba demasiado su silenciosa presencia como para sugerirle que se quedara al abrigo del interior de la casa. Una vez me llevó a ver a Hollín, y esa plácida bestia me recibió tan calurosamente que a partir de ese día no pasó ni uno solo sin que volviera a visitarla. Tenía el vientre abultado con el potrillo de Rubí; pariría en primavera. Su aspecto era saludable, pero me preocupaba su edad. Era asombroso el consuelo que me proporcionaba la presencia de aquella vieja yegua. La herida que tenía en la espalda protestó cuando levanté los brazos para abrazarla, pero de todos modos lo hice, y también a Rubí. El impetuoso corcel necesitaba más cuidados de los que le estaban procurando. Me afané con él cuanto pude, y eché de menos a Burrich en todo momento.
El lobo iba y venía a su antojo. Se unía al bufón y a mí en nuestros paseos, y después entraba en la cabaña pisándonos los talones. Resultaba casi inquietante ver con qué facilidad se adaptaba. El bufón rezongaba a propósito de los arañazos de su puerta y los pelos que le ensuciaban la alfombra, pero lo cierto era que se gustaban. En la mesa de trabajo del bufón comenzó a surgir una marioneta con forma de lobo en secciones talladas de trozos de madera. Ojos de Noche se aficionó a cierto pastel de semillas que era asimismo el preferido del bufón. El lobo se quedaba mirándolo fijamente cada vez que lo estaba comiendo el bufón, derramando charcos de saliva en el suelo hasta que el bufón cedía y le daba un pedazo. Regañé a los dos por lo que podían hacer los dulces con los dientes y el pelaje del lobo, y los dos me ignoraron. Creo que me sentía un poco celoso por lo deprisa que había llegado a confiar Ojos de Noche en el bufón, hasta que el lobo me preguntó un buen día, mordaz: ¿Por qué tendría que desconfiar de quien tú te fías? No supe qué responder a eso.
—En fin. ¿Cuándo te hiciste juguetero? —pregunté distraídamente al bufón un buen día.
Estaba apoyado en su mesa, observando cómo sujetaban sus dedos las extremidades y el torso de un tentetieso a su armazón de madera. El lobo se había despatarrado bajo la mesa y dormía profundamente.
Encogió un hombro.
—Cuando llegué aquí me di cuenta enseguida de que no había sitio para un bufón en la corte del rey Eyod. —Exhaló un breve suspiro—. Tampoco me apetecía en realidad ser el bufón de nadie más que del rey Artimañas. De esta manera, me puse a buscar otra forma de ganarme el pan. Una noche, bastante borracho, me pregunté qué era lo que mejor sabía hacer. «Cómo, ser el títere de otros», me contesté. Primero, sujeto a los hilos del destino, y después abandonado en un montón deslavazado. De modo que me propuse dejar de bailar al son de los demás y empezar a mover yo los hilos. Al día siguiente puse mi determinación a prueba. Pronto descubrí que me gustaba. Los juguetes sencillos con los que crecí y los que vi en Gama son prodigiosos y extraños para los niños de las montañas. Vi que no tendría que tratar demasiado con los adultos, lo que me parecía bien. Los niños de aquí aprenden a cazar, pescar, tejer y labrar a muy temprana edad, y todo lo que les redunde su trabajo es para ellos. Así que vivo del trueque. Los niños, según he podido darme cuenta, están mucho más dispuestos a aceptar lo inusual. Complacen su curiosidad, sabes, en vez de desdeñar el objeto que la acicatea.
Sus pálidos dedos hicieron un nudo meticuloso. Después levantó su creación y la hizo bailar para mí.
Observé sus alegres cabriolas con el retroactivo deseo de haber poseído alguna vez una cosita de madera tan brillantemente pintada y bordes tan cuidadosamente limados.
—Quiero que mi hija tenga cosas así —me oí decir en voz alta—. Juguetes bien hechos y suaves camisas de colores, bonitas cintas para el pelo y muñecas que abrazar.
—Las tendrá —me prometió él, solemne—. Las tendrá.
Los días se sucedían con languidez. Mis manos comenzaron a recuperar su aspecto normal y a presentar incluso algunas callosidades. La curandera dijo que podía salir sin la espalda vendada. Comenzó a asaltarme la inquietud, pero sabía que todavía carecía de las fuerzas necesarias para partir. Mi intranquilidad, a su vez, agitaba al bufón. No me di cuenta del modo en que me paseaba de un lado para otro hasta la noche en que se levantó de su silla y empujó su mesa para interponerla en mi camino y obligarme a cambiar de rumbo. Los dos nos reímos, pero las risas no conjuraron la tensión subyacente. Empezaba a pensar que destruía la paz allí adonde iba.
Hervidera me visitaba a menudo y me distraía con sus conocimientos sobre los pergaminos relacionados con el Profeta Blanco. Éstos mencionaban un catalizador con demasiada asiduidad. A veces el bufón se inmiscuía en nuestras conversaciones. Por lo general se limitaba a hacer ruiditos no comprometedores mientras ella intentaba explicármelo todo. Casi echaba de menos su adusta taciturnidad. Confieso además que, cuanto más hablaba, más me preguntaba cómo era posible que una mujer de Gama hubiera osado jamás alejarse tanto de su tierra natal para convertirse en devota de unas enseñanzas lejanas que, a la larga, habrían de llevarla de vuelta al lugar del que partió. Pero la anciana Hervidera se desentendía y eludía mis preguntas veladas.
Estornino venía también, aunque no con la frecuencia de Hervidera, y por lo general, cuando el bufón había salido a hacer algún recado. Era como si no pudieran estar en la misma habitación sin que saltaran chispas. En cuanto fui capaz de dar un paso, empezó a persuadirme para que saliera a pasear con ella, seguramente para evitar al bufón. Supongo que esos paseos me venían bien, pero no disfrutaba con ellos. Estaba harto del frío del invierno y su conversación me hacía sentir inquieto y espoleado a un tiempo. Me hablaba sobre todo de la guerra en Gama, retazos de noticias que había oído comentar a Chade y Kettricken, pues a menudo estaba con ellos. Tocaba para ellos por las noches, como mejor podía con una mano lesionada y un arpa prestada. Se alojaba en el salón principal de la residencia real. Este estilo de vida en la corte, al parecer, casaba con ella. Con frecuencia se mostraba ilusionada y animada. Los vivos colores de las ropas de la montaña realzaban su cabello y sus ojos oscuros, en tanto el frío prestaba color a su rostro. Parecía haberse recuperado ya de todos sus infortunios y rebosaba de vida una vez más. Aun su mano se estaba curando bien, y Chade la había ayudado a recoger madera para confeccionar un arpa nueva. Me avergonzaba que su optimismo sólo consiguiera hacerme sentir más viejo, más débil y más cansado. Un par de horas con ella me dejaban tan exhausto como si hubiera estado domando una potra obstinada. Me sentía constantemente presionado a darle la razón. A menudo me resultaba imposible.
—Me pone nerviosa —me dijo un buen día, durante una de sus frecuentes diatribas contra el bufón—. No es por su color; son sus modales. Nunca tiene un detalle o una palabra amable para nadie, ni siquiera para los niños que vienen en busca de juguetes. ¿Te has fijado en cómo se burla y se ríe de ellos?
—Le caen bien, y él a ellos —dije, fatigado—. No les toma el pelo por crueldad. Les gasta bromas como se las gasta a todo el mundo. A los chavales les gusta. A ningún niño le hace gracia sentirse menospreciado.
El breve paseo me había agotado más de lo que deseaba reconocer ante ella. Y era tedioso tener que defender constantemente al bufón frente a ella.
No respondió. Me di cuenta de que Ojos de Noche nos estaba siguiendo. Pasó del refugio de un conjunto de árboles a los arbustos cargados de nieve de un jardín. Dudaba de que su presencia fuera ningún secreto, y aun así seguía resistiéndose a deambular abiertamente por las calles. Saber de su proximidad me proporcionaba un consuelo difícil de precisar. Intenté encontrar otro tema de conversación.
—Hace días que no sé nada de Chade —aventuré.
Detestaba tener que mendigar noticias de él, pero no había vuelto a verme y yo no pensaba ir a buscarlo. No lo odiaba, pero tampoco podía olvidar cuáles eran sus planes para mi hija.
—Anoche canté para él. —El recuerdo hizo sonreír a Estornino—. Sacó a relucir todo su ingenio. Es capaz de poner una sonrisa aun en el rostro de Kettricken. Cuesta creer que viviera tantos años aislado. Atrae a las personas igual que las flores a las abejas. Tiene una forma tan caballerosa de declarar su admiración a una mujer, y…
—¿Chade? —me impulsó a preguntar la incredulidad—. ¿Caballeroso?
—Claro que sí —respondió divertida—. Sabe ser sumamente encantador, cuando le apetece. Anoche canté para Kettricken y él, y me dio las gracias muy cortésmente. Sí, lengua de cortesano es lo que tiene. —Sonrió para sí y comprendí que lo que fuera que le había dicho Chade había calado hondo en ella. Intentar imaginarme a Chade como un encantador de mujeres requería que mi mente enfilara veredas inexploradas. No se me ocurría qué decir, de modo que dejé que se regodeara en su ensimismamiento. Después de un rato, añadió inesperadamente—: Sabes, no va a venir con nosotros.
—¿Quién? ¿Adonde?
Me costaba decidir si la fiebre había mermado mis entendederas o si la mente de la juglaresa daba más brincos que una pulga.
Me dio una palmadita de consuelo en el brazo.
—Estás fatigado. Será mejor que demos la vuelta. Cuando empiezas a hacer preguntas inanes es que te vence el cansancio. —Cogió aliento y retomó la conversación—. Chade no va a venir con nosotros a buscar a Veraz. Tiene que regresar a Gama para extender la noticia de tu búsqueda y alentar a las gentes de allí. Respetará tus deseos, naturalmente, y no mencionará tu nombre. Dirá sólo que la reina se propone encontrar al rey y devolverle su trono.
Hizo una pausa e intentó añadir con aire indiferente:
—Me ha pedido que le componga unas cantinelas sencillas, basadas en los antiguos cantares, para que sean más fáciles de memorizar y entonar. —Me dirigió una sonrisa y pude darme cuenta de cuánto le complacía el encargo—. Las propagará por las tabernas y posadas que encuentre por el camino, y allí arraigarán y florecerán como semillas. Cancioncillas que digan que Veraz regresará para arreglar las cosas y que surgirá un heredero Vatídico para unir a los Seis Ducados en la victoria y la paz. Dice que es de suma importancia avivar las esperanzas de la gente y recordar que Veraz volverá algún día.
Me abrí paso en medio de su cháchara sobre cantinelas y profecías.
—Antes has dicho «con nosotros». ¿Quiénes somos nosotros? ¿Y adonde se supone que vamos a ir?
Se quitó un guante y se apresuró a ponerme la mano sobre la frente.
—¿Otra vez tienes fiebre? Puede que un poco. Volvamos. —Mientras desandábamos el camino por las calles desiertas, añadió pacientemente—: Nosotros, Kettricken, tú y yo, a buscar a Veraz. ¿Se te ha olvidado el motivo de tu viaje a las montañas? Kettricken dice que el camino será complicado. No será tan difícil llegar al escenario de la batalla. Pero si Veraz siguió adelante desde allí, sería por uno de los antiguos caminos señalados en su viejo mapa, y es posible que ya no haya ningún sendero. Su padre no oculta el desagrado que le produce su empresa. En su mente sólo hay sitio para pensar en declararle la guerra a Regio. «¡Mientras tú buscas a tu marido, tu falso hermano pretende esclavizar a nuestro pueblo!», le ha dicho. Así que debe conformarse con los suministros que le dan de buen grado y con los pocos que prefieren ir con ella a quedarse y luchar contra Regio. De éstos no abundan, claro, y…
—Quiero volver a la casa del bufón —dije con un hilo de voz.
Me daba vueltas la cabeza y tenía el estómago del revés. Se me había olvidado que era así como funcionaban las cosas en la corte del rey Artimañas. ¿Por qué habrían de ser distintas aquí? Se harían planes, se dispondrían medidas y luego se me diría lo que tenía que hacer y yo lo haría. ¿Acaso no había sido siempre ésa mi función? Ir a tal o cual sitio, asesinar a tal o cual persona, alguien a quien no conocía, y todo acatando la voluntad de otro. No sé por qué de repente me asombraba tanto descubrir que tan azarosos planes se habían fraguado sin contar con mi opinión, como si yo no fuera más que un caballo encerrado en el establo, a la espera de ser ensillado, montado y sacado de cacería.
Bueno, como si no hubiera sido ése el trato que le ofrecí a Chade, me acordé. Que contaran con mi vida, con tal de dejar en paz a mi hija. ¿Por qué sorprenderse? ¿Por qué preocuparse de nada? Me limitaría a volver con el bufón, dormiría, comería y aunaría fuerzas hasta que me llamaran.
—¿Estás bien? —preguntó Estornino de improviso, preocupada—. Nunca te había visto así de pálido.
—Estoy bien —respondí sin convicción—. Pensaba que sería agradable ayudar al bufón a hacer marionetas.
Estornino frunció el ceño.
—Sigo sin comprender qué ves en él. ¿Por qué no te quedas en un cuarto cerca de Kettricken y de mí? Ya no necesitas tantos cuidados; ya es hora de que vuelvas al lugar que te corresponde, junto a la reina.
—Cuando la reina me llame, acudiré ante ella —dije, obediente y respetuoso—. Entonces será la hora.