Jhaampe
Jhaampe, la capital del Reino de las Montañas, es más antigua que Torre del Alce, del mismo modo que el linaje regente del Reino de las Montañas es más antiguo que la casa de los Vatídico. Como ciudad, el estilo de Jhaampe se distingue del de la ciudad fortaleza de Torre del Alce, del mismo modo que se diferencian los monarcas Vatídico de los principios filosofales del linaje de sacrificios que gobierna las montañas.
No se trata de una ciudad inalterable según nuestros cánones. Pocos de sus edificios son permanentes. En cambio, a lo largo de las carreteras cuidadosamente trazadas y bordeadas de jardines hay espacios por donde los habitantes nómadas de las montañas pueden ir y venir. Hay un lugar designado para el mercado, pero los comerciantes migran en una procesión paralela a la de las estaciones. Una decena de tiendas puede surgir de la noche a la mañana y sus habitantes aumentarán la población de Jhaampe durante una semana o un mes, para luego desaparecer sin dejar rastro al concluir su visita y sus negocios. Jhaampe es una ciudad en cambio constante, de tiendas pobladas por los vigorosos moradores itinerantes de las montañas.
Los hogares de la familia regente y los compañeros que decidan estar a su lado durante todo el año no se parecen en absoluto a nuestros castillos y salones. Sus moradas se centran en torno a grandes árboles, vivos todavía, con sus troncos y ramas pacientemente dominados a lo largo de los años para constituir el armazón del edificio. Esta estructura viviente se envuelve después en un tejido formado por fibras de corteza y reforzado con celosías. De este modo, las paredes pueden adoptar las delicadas curvas de una flor de tulipán o la cúpula de una cascara de huevo. Un revestimiento de arcilla se extiende sobre la capa de tejido y se pinta a su vez con una resina brillante en tonos que agraden a la vista de los montañeses. Algunos se decoran con imaginativas criaturas o dibujos, pero la mayoría permanecen desnudos. Predominan los amarillos y los morados, por lo que llegar a la ciudad que crece a la sombra de los grandes árboles de montaña es como llegar a un macizo de azafrán en primavera.
Alrededor de estos hogares y en las intersecciones de las carreteras de esta «ciudad» nómada se encuentran los jardines. Cada uno de ellos es único. Pueden girar en torno a un tocón de forma curiosa, a un montón de piedras o a una grácil talla de madera. Pueden contener hierbas aromáticas, o flores brillantes, o cualquier combinación de plantas. Destaca uno que tiene en su centro un burbujeante manantial de aguas termales. Aquí crecen plantas de hojas carnosas y flores de exótico perfume, originarias de climas más cálidos y traídas aquí para deleitar a los montañeses con su misterio. A menudo, los visitantes dejan obsequios en los jardines cuando se marchan, tallas de madera, o vasijas, o quizá simplemente un montón de cuentas brillantes. Los jardines no pertenecen a nadie, y todos cuidan de ellos.
En Jhaampe se pueden encontrar también manantiales de agua caliente, algunos capaces de escaldar a una persona, otros simples surtidores de burbujas templadas. Éstos se confinan, para servir de baños públicos y fuente de calor, en algunas de las edificaciones más pequeñas. En cada edificio, en cada jardín, en cada recodo encuentra el visitante la austera belleza y la simplicidad de colores y formas que constituyen el ideal de las montañas. La impresión general que se lleva uno es la de serenidad y paz con el mundo natural. La simplicidad de la vida allí escogida puede llevar al visitante a cuestionarse la idoneidad de la vida que haya elegido para sí.
Era de noche. Recuerdo poco más aparte de que siguieron a esa noche largos días de dolor. Adelantaba mi cayado y daba otro paso. Volvía a adelantar mi cayado. No avanzábamos deprisa. Los remolinos de copos de nieve que cuajaban el aire eran más cegadores que la oscuridad. No lograba zafarme del viento que los transportaba. Ojos de Noche trazaba un sendero en zigzag a mi alrededor, guiando mis pasos vacilantes como si así pudiera espolearme. De vez en cuando gañía con ansiedad. Todo su cuerpo estaba tenso de miedo y fatiga. Olía a humo de leña y cabras… no para traicionarte, hermano, sino para ayudarte. Recuérdalo. Necesitas a alguien que tenga manos. Pero si intentan lastimarte, sólo tienes que llamarme y acudiré a tu lado. No estaré lejos…
No podía concentrar mi mente en sus pensamientos. Percibía su amargura por no poder ayudarme y su temor por estar conduciéndome a una posible trampa. Creo que estábamos discutiendo pero no conseguía recordar cuál era mi postura. Cualquiera que fuese, Ojos de Noche se había salido con la suya, aunque sólo fuese porque sabía lo que quería. Mis pies resbalaron en la nieve apelmazada de la carretera y caí de rodillas. Ojos de Noche se sentó a mi lado y esperó. Intenté tumbarme y me apresó las muñecas con su boca. Tiró de mí con delicadeza, pero la cosa de mi espalda estalló en llamas. Emití un sonido.
Por favor, hermano. Hay cabañas más adelante, y luces encendidas en ellas. Fuego y calor. Y alguien con manos, que podrá limpiar la fea herida de tu espalda. Por favor. Levántate. Sólo una vez más.
Levanté mi pesada cabeza e intenté ver. Había algo en la carretera delante de nosotros, algo para rodear por ambos lados que dividía la carretera. La luz argéntea de la luna resplandecía sobre ello pero no lograba distinguir qué era. Parpadeé con fuerza, y se transformó en una piedra tallada, más alta que un hombre. No había sido moldeada para ser un objeto, simplemente se había pulido su grácil forma. En su base, unos redrojos desnudos conmemoraban la fronda estival. La delimitaba una cerca irregular de piedras más pequeñas. Estaba engarzada de nieve. No sé por qué, me recordaba a Kettricken. Intenté incorporarme pero no pude. Junto a mí, Ojos de Noche gimió de agonía. Me era imposible formular un pensamiento para tranquilizarlo. Permanecer de rodillas requería todas mis fuerzas.
No oí los pasos, pero percibí un súbito aumento de la tensión que vibraba en Ojos de Noche. Volví a levantar la cabeza. A lo lejos, frente a mí, más allá del jardín, apareció alguien en mitad de la noche. Alto y delgado, embozado en telas robustas, con la caperuza tan calada que casi parecía una capucha monacal. Vi cómo se acercaba. La muerte, pensé. Sólo la muerte podría acudir tan sigilosa, caminar con tanta facilidad en esta noche helada.
—Corre —susurré a Ojos de Noche—. No tiene sentido que nos atrape a ambos. Vete de aquí.
Para variar, me obedeció, alejándose en silencio de mi lado. Cuando volví la cabeza no pude verlo, pero presentí que no estaba lejos. Sentí cómo me abandonaba su fuerza, como si me hubiera quitado un abrigo. Una parte de mí quería irse con él, aferrarse al lobo y ser el lobo. Anhelaba dejar atrás este cuerpo maltrecho.
Sí debes hacerlo, hermano, si debes, no te lo impediré.
Ojalá no lo hubiera dicho. No me ayudaba a resistir la tentación. Me había prometido que no le haría eso, que moriría si tenía que hacerlo, moriría y lo liberaría de mí para que construyera su propia vida. Pero cuando el momento de la muerte se aproximaba parecía que hubiera demasiadas buenas razones para incumplir esa promesa. El cuerpo sano y salvaje, esa vida sencilla del ahora me llamaba.
La figura se acercaba despacio. Me estremeció una tremenda sacudida de frío y dolor. Podía ir con el lobo. Apelé a mi último ápice de fuerza para desafiar mis deseos.
—¡Aquí! —llamé con voz ronca a la Muerte—. Estoy aquí. Ven a por mí y acabemos con esto de una vez por todas.
Me oyó. Lo vi detenerse y envararse, como si estuviera atemorizado. Luego se acercó con inesperada premura, con su capa blanca ondeando al viento. Se situó a mi lado, alto, delgado y silencioso.
—Te estaba buscando —susurré.
De pronto se arrodilló junto a mí y atisbé los marfileños rasgos cincelados de su rostro. Me rodeó con los brazos y me levantó para llevarme lejos. La presión de su brazo sobre mi espalda era una tortura. Perdí el conocimiento.
El calor regresaba a mi cuerpo, trayendo dolor consigo. Estaba tendido de costado, bajo techo, pues el viento rugía como el océano en el exterior. Olí a té e incienso, pintura y virutas de madera, y la manta de lana sobre la que estaba tumbado. Me ardía la cara. No podía interrumpir los escalofríos que me estremecían, pese a que cada nueva oleada despertaba el dolor abrasador de mi espalda. Me palpitaban los pies y las manos.
—Los nudos de los cordones de tu capa están congelados. Voy a cortarlos. Ahora, no te muevas.
La voz era extrañamente gentil, como si no estuviera acostumbrada a ese tono.
Conseguí abrir un ojo. Estaba tumbado en el suelo. Mi rostro encaraba una chimenea de piedra donde ardía el fuego. Había alguien inclinado sobre mí. Vi el destello de un cuchillo que se aproximaba a mi garganta, pero no podía moverme. Sentí cómo serraba y, sinceramente, no sé si me cortó la piel. Luego levantaron mi capa.
—Está pegada con hielo a tu camisa —musitó alguien. Me pareció reconocer la voz. Un jadeo—. Es sangre. Todo esto es sangre congelada.
Mi capa emitió un extraño sonido desgarrador al soltarse. Alguien se sentó en el suelo a mi lado.
Giré los ojos despacio pero no podía levantar la cabeza para ver ningún rostro. En cambio vi un cuerpo esbelto cubierto por una suave túnica de lana blanca. Unas manos del color del marfil me recogieron los puños de las mangas. Los dedos eran largos y delgados, huesudas las muñecas. Se incorporó de improviso para coger algo. Me quedé solo un momento. Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos tenía un amplio recipiente de cerámica azul junto a la cabeza. Surgía vapor de él, y olía a sauce y serbal.
—Quieto —dijo la voz, y por un momento una de esas manos descansó tranquilizadora en mi hombro. Luego sentí cómo se propagaba el calor por mi espalda.
—Estoy sangrando otra vez —susurré para mí.
—No. Estoy mojando la camisa para que se despegue. —De nuevo, la voz me resultó familiar. Cerré los ojos. Una puerta se abrió, se cerró, y una ráfaga de aire helado sopló a mi alrededor. El hombre que estaba a mi lado se detuvo. Sentí cómo levantaba la cabeza—. Podías haber llamado —dijo con falsa severidad. Volví a sentir el cálido reguero de agua en mi espalda—. Incluso yo espero otros invitados a veces.
Unos pasos se acercaron corriendo a mí. Alguien se agachó ágilmente en el suelo a mi lado. Vi los pliegues de sus faldas al arrodillarse. Una mano me apartó el pelo de la cara.
—¿Quién es, santidad?
—¿Santidad? —Había amargo humorismo en su voz—. No es santidad lo que necesitamos ahora, sino sanidad. Mira, echa un vistazo a su espalda. —Bajó la voz—. En cuanto a su identidad, la desconozco.
La mujer contuvo el aliento.
—¿Todo eso es sangre? ¿Cómo puede seguir con vida? Tenemos que conseguir que entre en calor, y limpiar esa herida. —Tiró de mis manoplas y me las arrancó de las manos—. Oh, sus pobres manos. ¡Las puntas de los dedos se le han puesto negras! —exclamó horrorizada.
Eso era algo que no me apetecía ver ni saber. Le di la espalda a todo.
Por un momento, me sentí como si fuese el lobo de nuevo. Recorría una aldea desconocida, en alerta por los perros o por cualquier movimiento brusco, pero todo era blanco silencio y nieve que caía en la noche. Encontré la cabaña que buscaba y merodeé a su alrededor, pero no me atreví a entrar. Al cabo, me pareció que había hecho todo cuanto podía. Así que me fui a cazar. Maté, comí, dormí.
Cuando volví a abrir los ojos, la pálida luz del día bañaba la estancia. Las paredes se curvaban. Al principio pensé que me fallaba la vista, antes de reconocer la estructura de una vivienda montañesa. Reparé poco a poco en los detalles. Gruesas alfombras de lana en el suelo, sencillos muebles de madera, una ventana de cuero engrasado. Encima de una balda, dos muñecas juntaban sus cabezas junto a un caballo de madera y una carreta diminuta. Un títere, un cazador, languidecía en un rincón. Encima de una mesa había trocitos de madera de vivos colores. Olí las virutas y la pintura fresca. Marionetas, pensé. Alguien estaba haciendo marionetas. Yacía boca abajo en una cama, tapado con una manta. Hacía calor. La piel de mi rostro, mis manos y mis pies ardía molestamente pero eso era algo que podía ignorar, pues el fuerte dolor que me horadaba la espalda tenía preferencia. No sentía la boca reseca. ¿Había bebido algo? Me pareció recordar un hilo de té caliente en mi boca, pero no era un recuerdo definido. Unas zapatillas de lana se acercaron a mi cama. Alguien se agachó y levantó mi manta. El aire frío me acarició la piel. Unas manos diestras me auscultaron, tanteando los alrededores de mi herida.
—Qué flaco. Si tuviera un poco más de carne, yo diría que tendría más posibilidades —se lamentó la voz de una anciana—. ¿Conservará los dedos?
La voz de otra mujer, cerca. Una mujer joven. No podía verla pero estaba cerca.
La otra mujer se agachó sobre mí. Me acarició las manos, doblándome los dedos y pellizcándome las yemas. Hice una mueca e intenté retirar la mano, sin fuerza.
—Si vive, conservará los dedos —dijo la anciana, limitándose a los hechos—. Los tendrá tiernos una temporada, porque tiene que mudar toda la piel y la carne congelada. Por sí solo, eso no es tan grave. La infección de su espalda es lo que podría matarlo. Hay algo dentro de esa herida. Una punta de flecha y un trozo de asta, por lo que parece.
—¿No puedes sacarla? —preguntó Manos de Marfil desde alguna parte del cuarto.
—Claro —repuso la mujer. Reparé en que hablaba la lengua de Gama, con acento de las montañas—. Pero sangrará y no le queda sangre de sobra. Y la infección de la herida podría extenderse al resto de su cuerpo. —Suspiró—. Ojalá viviera Jonqui todavía. Era una experta en este tipo de cosas. Fue ella la que sacó al príncipe Rurisk la flecha que le traspasó el pecho. La herida burbujeaba con el aliento de su misma vida y aun así ella no le dejó morir. No soy tan buena curandera como ella, pero lo intentaré. Encargaré a mi aprendiz que traiga un ungüento para sus manos, pies y cara. Untadle bien la piel con él a diario, y no os asustéis cuando mude la piel. En cuanto a su espalda, habrá que aplicarle una pomada que absorba y purgue los venenos como mejor pueda. Debéis darle de comer y beber, todo lo que pueda ingerir. Que descanse. Y dentro de una semana, le sacaremos esa flecha y rezaremos para que haya reunido las fuerzas necesarias para resistirlo, Jofron. ¿Sabes de alguna pomada que absorba bien?
—Conozco una o dos. La de salvado y grosella es buena —respondió la joven.
—Servirá. Ojalá pudiera quedarme a atenderle, pero tengo que ver a muchos otros. Cedrotero fue atacado anoche. Un ave ha traído la noticia de que resultaron heridos muchos hombres antes de que se retiraran los soldados. No puedo cuidar de uno y descuidar a muchos. Debo dejarlo en vuestras manos.
—Y en mi cama —comentó afligido Manos de Marfil.
Oí cómo se cerraba la puerta al paso de la curandera.
Inspiré profundamente pero no encontré las fuerzas necesarias para hablar.
A mi espalda, oí cómo deambulaba el hombre por la cabaña, el sonido de agua al verterse y de vajilla al moverse. Oí pasos que se acercaban.
—Me parece que está despierto —dijo suavemente Jofron.
Asentí contra mi almohada.
—En ese caso, a ver si se toma esto —sugirió Manos de Marfil—. Luego que descanse. Volveré con salvado y grosella para tu pomada. Y con un colchón para mí. Supongo que tendrá que quedarse ahí.
Una bandeja pasó por encima de mi cuerpo y delante de mis ojos. En ella había un cuenco y una taza. Una mujer se sentó a mi lado. No podía torcer la cabeza para mirarla, pero las telas de su falda eran propias de las montañas. Cogió algo del cuenco y me lo ofreció. Sorbí con cuidado. Algún tipo de caldo. De la taza emanaba la fragancia de la camomila y la valeriana. Oí cómo se abría una puerta, cómo se cerraba. Sentí un soplo de aire frío que recorrió el cuarto. Otra cucharada de caldo. Otra más.
—¿Dónde? —conseguí decir.
—¿Qué? —preguntó ella, agachándose más. Giró la cabeza y se inclinó para mirarme a la cara. Ojos azules. Demasiado cerca de los míos—. ¿Has dicho algo?
Rechacé la cuchara. De repente comer me suponía un esfuerzo demasiado grande, aunque lo que había ingerido me había infundido fuerzas. La estancia pareció oscurecerse. Cuando desperté era noche cerrada a mi alrededor. Todo estaba en silencio salvo por el quedo crepitar del fuego en la chimenea. La luz que proyectaba era oscilante, pero suficiente para mostrarme la sala. Me sentía febril, muy débil y espantosamente sediento. Había una taza de agua en una mesita junto a mi cama. Intenté alcanzarla, pero el dolor de mi espalda detuvo el movimiento de mi brazo. La herida hinchada me tensaba la piel. El menor movimiento reavivaba el dolor.
—Agua —boqueé, pero la sequedad de mi boca convirtió mi ruego en un susurro.
Nadie acudió.
Cerca de la chimenea, mi anfitrión había montado un catre para él. Dormía como un gato, relajado, pero rodeado de un aura de alerta constante. Apoyaba la cabeza en un brazo estirado y el fuego resplandecía sobre su cuerpo. Lo miré y el corazón me dio un vuelco en el pecho.
Tenía el cabello pegado al cráneo, confinado en una sola trenza, descubriendo las limpias líneas de su cara. Inerte e inexpresiva, parecía una máscara. La última traza de juventud se había evaporado, dejando únicamente los planos despejados de sus pómulos marcados, su frente alta y su nariz larga y recta. Tenía los labios más finos, la barbilla más firme de lo que recordaba. La danza de las llamas prestaba color a su semblante, tiñendo de ámbar su piel blanca. El bufón había madurado durante el transcurso de nuestra separación. El cambio parecía demasiado significativo para haberse producido en sólo doce meses, aunque ese año había sido el más largo de toda mi vida. Por un momento me limité a quedarme tumbado, observándolo.
Abrió los ojos despacio, como si le hubiera hablado. Me devolvió la mirada sin pronunciar palabra. Frunció el ceño. Se sentó despacio, y vi que en verdad era de marfil, con el cabello del color de la harina recién molida. Fueron sus ojos los que me paralizaron el corazón y la lengua. Capturaban la luz, amarillos como los de un gato. Por fin recuperé el aliento.
—Bufón —suspiré con tristeza—. ¿Qué te han hecho? Mis labios cuarteados apenas si acertaban a formar las palabras. Tendí una mano hacia él, pero el gesto me tensó los músculos de la espalda y sentí cómo se reabría mi herida. El mundo se alabeó y desapareció.
Seguridad. Ésa fue la primera sensación que me asaltó. Procedía de la suave calidez de la ropa de cama, de la fragancia herbácea de la almohada bajo mi cabeza. Algo cálido y ligeramente húmedo presionaba suavemente sobre mi herida y mitigaba las punzadas de dolor. La seguridad me abrazaba tan delicadamente como las manos frías que sostenían las mías, congeladas. Abrí los ojos y la estancia iluminada por el fuego apareció ante mí.
Estaba sentado en mi cama. Lo poseía una quietud que no era reposo mientras miraba por encima de mí el cuarto en penumbra. Se cubría con una sencilla túnica de lana blanca con el cuello redondo. Ese atuendo tan simple resultaba chocante tras tantos años de verlo ataviado con sus ropas de abigarrados colores. Era como ver un títere cómico despojado de su pintura. Una lágrima solitaria, argentina, se derramó sobre su mejilla junto a la afilada nariz. Estaba asombrado.
—¿Bufón? Esta vez mi voz surgió como un graznido.
Sus ojos buscaron al instante los míos y se arrodilló a mi lado. El aliento raspeaba en su garganta. Cogió la taza de agua y la sostuvo contra mis labios mientras yo bebía. Luego la soltó para tomar mi mano inerte. Habló suavemente al hacer esto, más para sí que para mí.
—¿Que qué me han hecho, Traspié? Dioses, ¿qué te han hecho a ti, para señalarte de este modo? ¿En qué me he convertido, que ni siquiera supe reconocerte aunque te cargaba en mis brazos? —Sus dedos helados me tantearon el rostro, trazando la cicatriz y la nariz fracturada. Se agachó para apoyar su frente en la mía—. Cuando recuerdo lo hermoso que eras —susurró con voz rota, y guardó silencio.
La calidez de su lágrima contra mi cara era abrasadora.
Se enderezó de pronto y se aclaró la garganta. Se enjugó los ojos con la manga, un gesto infantil que me emocionó todavía más. Inspiré hondo y me armé de valor.
—Has cambiado —conseguí decir.
—¿Sí? Supongo que sí. ¿Cómo no iba a cambiar? Te creía muerto, pensaba que mi vida ya no tenía sentido. Y ahora, este momento, recuperarte a ti y el propósito de mi vida… Al abrir los ojos y verte pensé que se me iba a parar el corazón, que la locura me había consumido por fin. Entonces dijiste mi nombre. ¿Que he cambiado, dices? Más de lo que imaginas, tanto como es evidente que también tú has cambiado. Esta noche, apenas si me reconozco. —Era lo más próximo al desvarío que había visto nunca al bufón. Tomó aliento, y su voz se truncó al pronunciar las siguientes palabras—. Durante todo un año te he creído muerto, Traspié. Todo un año.
No me había soltado la mano. Sentí los escalofríos que lo recorrían. Se levantó de pronto.
—Los dos necesitamos beber algo.
Se alejó de mí para cruzar la estancia en penumbra. Había crecido, pero en forma más que en tamaño. Dudaba que fuese mucho más alto, pero su cuerpo ya no era el de un niño. Era más ágil y esbelto que nunca, musculoso como un acróbata. Sacó una botella de una vitrina, dos copas sencillas. Descorchó la botella y olí la calidez del brandy antes de que lo sirviera. Luego volvió para sentarse junto a mi cama y me ofreció una copa. Conseguí rodearla con los dedos pese a mis yemas ennegrecidas. Parecía haber recuperado parte de su aplomo. Me observaba por encima del borde de la copa mientras bebía. Levanté la cabeza y vertió un sorbo en mi boca. La mitad se me derramó por la barba y me atraganté como si fuese la primera vez que probaba el brandy. Sentí su fuego líquido en mi estómago. El bufon meneó la cabeza mientras me limpiaba la cara con delicadeza.
—Debería haber escuchado mis sueños. Una y otra vez, soñé con tu venida. Eras lo único que decías, en mis sueños. Ya voy, ya voy. En vez de eso me aferré a la creencia de que había fracasado, de que el catalizador estaba muerto. Ni siquiera fui capaz de ver quién eras cuando te recogí del suelo.
—Bufón —musité.
Deseaba que dejara de hablar. Lo único que quería era sentirme a salvo un momento, y no pensar en nada. No me entendió.
Me miró y esbozó su vieja sonrisa taimada de bufón.
—Sigues sin comprenderlo, ¿verdad? Cuando nos enteramos de que habías muerto, de que Regio te había matado… mi vida acabó. Fue peor aún, en cierto modo, cuando empezaron a llegar los peregrinos, para adorarme como al Profeta Blanco. Yo sabía que era el Profeta Blanco. Lo sabía desde que era pequeño, igual que quienes me criaron. Crecí sabiendo que, algún día, vendría al norte para encontrarte y que entre los dos devolveríamos el tiempo a su debido curso. Durante toda mi vida supe que sería así.
»Era poco más que un crío cuando partí. Solo, viajé a Torre del Alce, para buscar al catalizador que sólo yo reconocería. Y te encontré, te reconocí, aunque ni siquiera tú te conocías a ti mismo. Presencié el pesado giro de los acontecimientos y vi cómo, en cada ocasión, tú eras el guijarro que apartaba esa gran rueda de su antiguo camino. Intenté explicártelo, pero no querías ni oír hablar de ello. ¿El catalizador? ¡Tú no, oh, no!
Se rió, casi con jovialidad. Apuró el resto de su brandy de un solo trago, antes de acercarme mi copa a los labios. Sorbí.
Se levantó, entonces, para deambular por la estancia, y se detuvo para rellenar su copa. Volvió a mi lado.
—Vi cómo se acercaba todo al borde del fracaso. Pero tú siempre estabas allí, la carta que nunca había sido puesta en juego, la cara del dado que nunca había caído hacia arriba. Cuando murió mi rey, como sabía que debía ocurrir, había un heredero de la línea de los Vatídico, y Traspié Hidalgo vivía todavía, el catalizador que cambiaría todas las cosas para que pudiera ascender un heredero al trono. —Engulló de nuevo su brandy y, cuando habló, su aliento transportaba su fragancia—. Huí. Huí con Kettricken y el bebé nonato, pesaroso, pero seguro de que todo se desarrollaría como debía. Pues tú eras el catalizador. Pero cuando nos llegó la noticia de tu muerte… —Se interrumpió de golpe. Cuando intentó hablar de nuevo, su voz se había enturbiado y perdido su musicalidad—. Me convertí en una mentira. ¿Cómo podía ser el Profeta Blanco si el catalizador había muerto? ¿Qué podía predecir? ¿Los cambios que podrían haberse producido, de vivir tú? ¿Qué podría ser más que un mero testigo mientras el mundo se hunde en la ruina? Ya no tenía ningún propósito. Tu vida era más que la mitad de la mía, date cuenta. Era en la intersección de nuestras vidas donde existía yo. Peor aún, empecé a preguntarme si habría alguna parte del mundo que fuese realmente como yo pensaba. ¿De veras era un profeta blanco, o sería todo un artificio demencial, un subterfugio destinado a consolar a una monstruosidad? Durante un año, Traspié. Un año. Lloré al amigo que había perdido, y lloré por el mundo al que, de alguna manera, había condenado. Todo era culpa mía. Y cuando el hijo de Kettricken, mi última esperanza, llegó al mundo inmóvil y azul, ¿qué podía ser sino culpa mía, de algún modo?
—¡No!
La palabra brotó de mis labios con una fuerza que no sabía que me quedara. El bufón se encogió como si le hubiera golpeado.
—Sí —dijo simplemente, cogiendo otra vez mi mano con delicadeza—. Lo siento. Debería haberme imaginado que no lo sabías. La reina se sintió desolada por la pérdida. Y yo. El heredero de los Vatídico. Mi última esperanza, hecha añicos. Me había infundido ánimo, diciéndome, bueno, si el niño vive y asciende al trono, quizá con eso sea suficiente. Pero cuando todos sus esfuerzos se vieron recompensados con un bebé muerto… sentí que toda mi vida había sido una farsa, un embuste, una broma cruel que me había gastado el tiempo. Pero ahora… —Cerró los ojos un momento—. Ahora descubro que estás vivo. Que yo estoy vivo también. Y de nuevo, de repente, puedo creer. De nuevo sé quién soy. Y quién es mi catalizador. —Se rió en voz alta, sin imaginar siquiera hasta qué punto me helaban la sangre sus palabras—. No tenía fe. ¡Yo, el Profeta Blanco, no creía en mis predicciones! Pero aquí estás, Traspié, y todo ocurrirá como está escrito.
De nuevo empinó la botella para llenar su copa. El licor, al servirlo, tenía el mismo color que sus ojos. Me vio observándolo fijamente y sonrió alborozado.
—Ah, dirás, pero si el Profeta Blanco ya no es tan blanco. Supongo que así es con los míos. Obtendré más color ahora, conforme pasen los años. —Hizo un gesto despreciativo—. Pero eso no tiene importancia. Estoy hablando demasiado. Dime, Traspié. Cuéntamelo todo. ¿Cómo sobreviviste? ¿Por qué estás aquí?
—Veraz me ha llamado. Debo ir con él.
El bufón inspiró hondo ante mis palabras, no un jadeo, sino una lenta inhalación, como si el aire le insuflara vida. Refulgió de placer al escuchar mis palabras.
—¡Así que está vivo! ¡Ah! —Antes de que yo pudiera decir nada más, levantó las manos—. Despacio. Cuéntamelo todo, por orden. Éstas son palabras que ansiaba escuchar. Debo saberlo todo.
Lo intenté. Tenía pocas fuerzas y, a veces, me sentía arrastrado por la fiebre hasta que mis palabras se extraviaban y no lograba rebordar dónde había dejado mi relato del último año. Llegué hasta la mazmorra de Regio, luego sólo pude decir:
—Ordenó que me apalearan y me mataran de hambre.
El rápido vistazo del bufón a mi rostro surcado de cicatrices y el modo en que apartó la mirada me indicaron que lo comprendía. Tambien él conocía a Regio demasiado bien. El bufón quería oír más, pero o meneé la cabeza despacio.
Asintió, plasmó una sonrisa en su cara.
—No pasa nada, Traspié. Estás agotado. Ya me has contado lo que más deseaba escuchar. El resto puede esperar. De momento, te contaré cómo ha sido mi año. —Intenté escuchar, aferrándome a las palabras importantes, guardándolas en mi corazón. Había tantas preguntas que me hacía desde hacía tanto tiempo. Regio había sospechado que se fraguaba una fuga. Kettricken había regresado a sus aposentos para descubrir que sus víveres, cuidadosamente escogidos y empaquetados, habían desaparecido, sustraídos por los espías de Regio. Había partido con lo puesto y con una capa recogida apresuradamente. Oí del tiempo espantoso al que hubieron de hacer frente el bufón y Kettricken la noche que huyeron de Torre del Alce.
Ella había montado a lomos de mi Hollín y él había conducido a la testaruda Rubí a través de los Seis Ducados en pleno invierno. Habían llegado al Lago Azul cuando agonizaban las tormentas invernales. El bufón había conseguido dinero para mantenerlos y conseguirles un billete a bordo de un barco pintándose la cara, tiñéndose el pelo y haciendo malabares en las calles. ¿De qué color se había pintado la piel? Blanco, naturalmente, lo más apropiado para camuflar la piel albina que estarían buscando los espías de Regio.
Habían cruzado el lago sin incidencias, y habían pasado por Ojo de Luna y viajado a las montañas. Kettricken había buscado de inmediato la ayuda de su padre para averiguar lo que había sido de Veraz. Había pasado por Jhaampe, cierto, pero no se había vuelto a saber nada de él desde entonces. Kettricken había enviado jinetes tras su pista y llegó a sumarse ella misma a la búsqueda. Pero todas sus esperanzas se truncaron el día que descubrió el escenario de una batalla. El viento y los carroñeros habían hecho su trabajo. No se pudo identificar a ningún hombre, pero el estandarte de Veraz estaba allí. Las flechas dispersas y el costillar hendido de un soldado indicaban que habían sido hombres los que los habían atacado, y no las bestias ni los elementos. No había cráneos suficientes para los cuerpos inertes, y la diseminación de los huesos dificultaba el cálculo del número de cadáveres. Kettricken se había aferrado a la esperanza hasta que encontraron una capa que ella recordaba haber embalado para Veraz. Sus manos habían bordado el alce en la insignia del pecho. Debajo de ella había un montón de huesos y jirones de tela. Kettricken había dado a su esposo por muerto.
Había regresado a Jhaampe para debatirse entre la devastación de su pérdida y la rabia incontenible por las maquinaciones de Regio. Su furia se había solidificado en la determinación de ver al hijo de Veraz sentado en el trono de los Seis Ducados y devolver a su pueblo un gobierno justo. Esos planes se habían mantenido en pie hasta el malogrado nacimiento de su hijo. El bufón apenas había vuelto a verla desde entonces, salvo para atisbarla paseando por sus jardines helados, con el semblante tan gélido como las nieves que cubrían los arriates.
Entremezcló más noticias en su relato, de mayor o menor importancia para mí. Hollín y Rubí vivían y estaban bien. Hollín estaba preñada del joven semental pese a su edad. Meneé la cabeza al escuchar eso. Regio había estado haciendo lo imposible por provocar una guerra. Se creía que las bandas de salteadores de caminos que infestaban las montañas estaban a su servicio. Los cargamentos de grano que se habían pagado en primavera nunca habían sido enviados, ni se permitía a los comerciantes montañeses cruzar la frontera con sus mercancías. Varias aldeas pequeñas próximas a la frontera con los Seis Ducados habían sido incendiadas y saqueadas, sin dejar supervivientes. La ira del rey Eyod, lenta en inflamarse, ardía ahora como una llama blanca. Aunque las gentes de las montañas no contaban con ejército que pudiera calificarse de tal, no había un solo montañés que no estuviera dispuesto a alzarse en armas a una orden de su sacrificio. La guerra era inminente.
Y tenía además noticias de Paciencia, que llegaban a él erráticamente por el boca a boca de los comerciantes y contrabandistas. Señora de Torre del Alce hacía cuanto podía por defender la costa de Gama. Escaseaba el dinero, pero la gente humilde le rendía lo que llamaban el Tributo de la Señora y ella disponía de él como mejor podía para pagar a sus soldados y marineros. Torre del Alce no había caído todavía, aunque ahora los corsarios acampaban a lo largo de todo litoral de los Seis Ducados. El invierno había aquietado la guerra pero la primavera bañaría de nuevo la costa de sangre. Algunos de los castillos más pequeños hablaban de parlamentar con las Velas Rojas. Algunos pagaban tributo abiertamente para evitar la Forja.
Los ducados costeros no sobrevivirían otro verano. Eso decía Chade. Enmudecí mientras el bufón hablaba de él. Había llegado a Jhaampe en secreto a mediados de verano, disfrazado de viejo buhonero, pero se había presentado ante la reina enseguida. El bufón lo había visto entonces.
—La guerra le sienta bien —observó el bufón—. Se conduce como si tuviera veinte años. Porta una espada en la cadera y tiene fuego en los ojos. Le satisfizo ver el vientre abultado de Kettricken, embarazada aún del heredero de los Vatídico, y hablaron con optimismo de ver al hijo de Veraz en el trono. Pero eso fue en verano. —Suspiró—. Ahora he oído que ha vuelto. Supongo que por el anuncio del mortinato de la reina. No lo he visto todavía. Qué esperanzas puede ofrecernos ahora, lo desconozco. —Meneó la cabeza—. El trono de los Vatídico debe tener un heredero —insistió—. Veraz debe tener un hijo. De lo contrario…
Hizo un ademán de impotencia.
—¿Por qué no Regio? ¿No serviría un hijo de sus entrañas?
—No. —Su mirada se perdió en la distancia—. No. Te lo puedo asegurar, aunque no sabría explicártelo. Sólo sé que, en todos los futuros que he visto, él no engendra ningún vastago. Ni siquiera un bastardo. En todas las épocas, reina como el último Vatídico, y se pierde en las tinieblas.
Me recorrió un escalofrío. Era demasiado extraño cuando hablaba de ese tipo de cosas. Y sus intrigantes palabras me habían traído otra preocupación a la memoria.
—Había dos mujeres. Una juglaresa, Estornino, y una anciana peregrina llamada Hervidera. Se dirigían hacia aquí. Hervidera decía que buscaba al Profeta Blanco. Poco me imaginaba que pudieras ser tú. ¿No sabes nada de ellas? ¿Han llegado a la ciudad de Jhaampe?
Negó despacio con la cabeza.
—No viene nadie en busca del Profeta Blanco desde que se cernió el invierno sobre nosotros. —Se interrumpió al interpretar la preocupación que reflejaba mi rostro—. Aunque, claro está, no estoy enterado de todos los que llegan aquí. Quizá se encuentren en Jhaampe. Pero no he oído hablar de dos mujeres así —a regañadientes, añadió—: I. os bandidos se ceban en los viajeros. Es posible que las hayan… retrasado.
Era posible que las hubieran matado. Habían vuelto a buscarme, y las había abandonado.
—¿Traspié?
—Estoy bien. Bufón, ¿me harías un favor?
—No me gusta la forma en que me lo preguntas. ¿De qué se trata?
—No le digas a nadie que estoy aquí. No le digas a nadie que estoy vivo, todavía no.
Suspiró.
—¿Ni siquiera a Kettricken? ¿Para decirle que Veraz sigue aún con vida?
—Bufón, lo que he venido a hacer, me propongo hacerlo solo. No quisiera darle falsas esperanzas. Ya ha soportado una vez la noticia del su muerte. Si consigo devolvérselo, habrá tiempo de sobra para alegrarse. Sé que pido demasiado. Pero déjame ser un desconocido al que estás auxiliando. Más adelante, necesitaré tu ayuda para sacar un viejo mapa de las bibliotecas de Jhaampe. Pero cuando me vaya de aquí, quiero irme solo. Proseguiré mejor con mi búsqueda con discreción. —Aparté la mirada y añadí—: Deja que Traspié Hidalgo permanezca muerto. Será mejor así.
—¿No quieres ver al menos a Chade? —preguntó con incredulidad.
—Ni Chade debe saber que sigo con vida. —Hice una pausa, para preguntarme qué enojaría más al anciano: que hubiera intentado asesinar a Regio cuando él siempre me lo había prohibido, o que mi atentado fracasara estrepitosamente—. Esta búsqueda es sólo mía.
Lo miré y vi la renuente aceptación que se plasmaba en su semblante.
Suspiró de nuevo.
—No puedo decir que esté completamente de acuerdo contigo. Pero no le diré a nadie quién eres.
Se rió por lo bajo.
La conversación languideció. La botella de brandy estaba vacía. Nos redujimos al silencio, mirándonos con fijeza, ebrios. La fiebre y el brandy ardían en mi cabeza. Tenía demasiadas cosas en que pensar y no había nada que pudiera hacer para remediar ninguna de ellas, me quedaba muy quieto, el dolor de mi espalda se mitigaba y transformaba en un pulso escarlata. Palpitaba al ritmo de mi corazón.
—Es una lástima que no consiguieras matar a Regio —comentó de repente el bufón.
—Ya lo sé. Lo intenté. Como conspirador y asesino, soy un inútil.
Se encogió de hombros por mí.
—Nunca se te dio demasiado bien, sabes. Poseías una ingenuidad que ninguna monstruosidad era capaz de mancillar, como si no creyeras realmente en el mal. Era lo que más me gustaba de ti.
El bufón se balanceó ligeramente en su asiento, pero se enderezó. —Era lo que las echaba de menos, cuando estabas muerto.
Esbocé una sonrisa bobalicona.
—Y yo que pensaba que era mi gran hermosura.
Por un momento, el bufón se limitó a contemplarme. Luego apartó la mirada y habló con voz queda.
—No es justo. Si tuviera un ápice de sensatez, nunca habría pronunciado esas palabras en voz alta. Aun así. Ah, Traspié. —Me observó y meneó la cabeza cariñosamente. Habló sin rastro de burla, traicionando casi su naturaleza—. Quizá se debiera en gran parte a que eras tan ajeno a ella. No como Regio. Él es hermoso, pero lo sabe demasiado bien. Tú nunca lo has visto con el cabello alborotado ni con las mejillas encendidas por el viento.
Por un momento me sentí extrañamente incómodo. Entonces dije:
—Ni con una flecha clavada en la espalda, mal que me pese.
Los dos rompimos a reír como sólo los borrachos saben hacerlo. Las carcajadas aumentaron el dolor de mi espalda, no obstante, un instante después jadeaba sin aliento. El bufón se incorporó, más entero de lo que yo hubiera podido imaginar, para quitarme una bolsa empapada de algo de la espalda y reemplazarla con otra, casi incómodamente caliente, que sacó de una olla sobre el fuego. Hecho eso, volvió a agazaparse a mi lado. Me miró directamente a los ojos. Los suyos, amarillos, eran tan inescrutables ahora como cuando eran incoloros. Apoyó una mano larga y fría en mi mejilla y me apartó el pelo de los ojos.
—Mañana —me dijo con solemnidad— volveremos a ser nosotros mismos. El bufón y el bastardo. O el profeta blanco y el catalizador, si lo prefieres. Tendremos que retomar esas vidas, lo queramos o no, y cumplir lo que ha decretado el destino para nosotros. Pero aquí, ahora, sólo entre nosotros, y sin más motivo excepto que yo soy yo y tú eres tú, deja que te diga una cosa. Me alegro, me alegro mucho de que estés vivo. Verte respirar me llena los pulmones de aire. Si tiene que haber otro al que esté unido mi destino, me alegra que ése seas tú. Se agachó y apoyó su frente en la mía. Exhaló un pesado suspiro y se apartó.
—Duérmete, muchacho —dijo, imitando a la perfección la voz de Chade—. Mañana amanecerá temprano. Y tenemos trabajo que hacer. —Se rió de forma desigual—. Tú y yo debemos salvar al mundo.