19

Perseguidores

La paz entre los Seis Ducados y el Reino de las Montañas era relativamente reciente cuando comenzó el reinado de Regio. Durante décadas, el Reino de las Montañas había controlado el comercio a través de los pasos con la misma firmeza que los Seis Ducados controlaban el comercio entre los ríos Frío y Alce. El comercio y el tránsito entre ambas regiones eran regulados caprichosamente por las dos potencias, en detrimento de ambas. Pero durante el reinado de Artimañas, se firmaron tratados de comercio mutuamente ventajosos entre el Rey a la Espera Hidalgo de los Seis Ducados y el príncipe Rurisk de las montañas. La paz y la prosperidad de este acuerdo se reafirmaron cuando, una década después, la princesa de las montañas Kettricken contrajo matrimonio con el Rey a la Espera Veraz. Tras la precipitada muerte de su hermano mayor, Rurisk, la misma víspera de su boda, Kettricken se convirtió en la única heredera de la corona de las montañas. Por consiguiente, durante un tiempo pareció que los Seis Ducados y el Reino de las Montañas podrían compartir un mismo monarca y, con el tiempo, convertirse en un solo territorio.

Las circunstancias dieron al traste con tales esperanzas, no obstante. Los Seis Ducados sufrieron la amenaza externa de los Corsarios de la Vela Roja, y las disputas internas de sus príncipes. El rey Artimañas murió asesinado, el Rey a la Espera Veraz desapareció en el transcurso de una misión, y cuando el príncipe Regio reclamó el trono, el odio que profesaba a Kettricken era tal que ésta se vio obligada a huir a sus montañas natales por el bien del hijo que portaba en su vientre. El autoproclamado «rey». Regio consideró este gesto como el incumplimiento de una prometida rendición de territorio. Sus primeros intentos por destacar tropas en el Reino de las Montañas, supuestamente en calidad de «escoltas» para las caravanas de comercio, fueron rechazados por los montañeses. Sus protestas y amenazas propiciaron el cierre de las fronteras de las montañas al comercio de los Seis Ducados. Regio, ofendido, se embarcó en una vigorosa campaña de descrédito contra la reina Kettricken, alentando al mismo tiempo una patriótica hostilidad contra el Reino de las Montañas. Su objetivo parecía evidente: conquistar, por la fuerza si fuese necesario, las tierras del Reino de las Montañas y anexionarlas a la provincia de los Seis Ducados. Parecía un momento inadecuado para declarar semejante guerra y trazar esa estrategia. Los territorios que poseía justamente sufrían el asedio de un enemigo extranjero, un adversario que parecía inasequible a la derrota. Ninguna fuerza militar había conquistado jamás el Reino de las Montañas, y aun así esto era lo que parecía proponerse el rey Regio. Por qué deseaba adueñarse de este territorio con tanto afán era una pregunta que, en principio, nadie se veía capaz de responder.

La noche era fría y despejada. La brillante luz de la luna bastaba para mostrar por dónde discurría la carretera, pero nada más. Durante algún tiempo me limité a quedarme sentado en la carreta, escuchando el golpeteo de los cascos de los caballos en el camino e intentando asimilar todo lo que había ocurrido. Estornino cogió las mantas que habíamos sacado de mi celda y las sacudió. Me dio una y se arropó los hombros con la otra. Se sentaba encogida y apartada de mí, mirando hacia la parte trasera del carro. Presentía que quería estar a solas. Vi cómo se apagaba en la distancia el fulgor naranja que había sido Ojo de Luna. Transcurrido un momento, mi mente comenzó a funcionar de nuevo.

—¿Hervidera? —llamé por encima del hombro—. ¿Adonde vamos?

—Lejos de Ojo de Luna —respondió.

Pude percibir el cansancio en su voz.

Estornino se revolvió y me miró de reojo.

—Pensábamos que tú tendrías alguna idea.

—¿Adonde han ido los contrabandistas? —pregunté.

Sentí más que vi el encogimiento de hombros de Estornino.

—No quisieron decírnoslo. Dijeron que si pensábamos rescatarte, tendríamos que separarnos de ellos. Parecían pensar que Burl enviaría soldados en tu búsqueda, sin importarle los destrozos provocados en Ojo de Luna.

Asentí, más para mí que para ella.

—Lo hará. Me echará la culpa de los incendios. Y dirá que los asaltantes eran soldados del Reino de las Montañas, enviados a líberarme. —Enderecé la espalda y me aparté de Estornino—. Y cuando nos capturen, os matarán a las dos.

—No tenemos intención de permitir que nos capturen —comentó Hervidera.

—Y no lo harán —prometí—. No si somos sensatos. Deten los caballos.

Hervidera apenas si hubo de tirar de las riendas. Los animales habían adoptado un paso cansino hacía tiempo. Tiré mi manta a Estornino y me dirigí a la parte posterior de la carreta. Ojos de Noche se apeó de un salto y me siguió con curiosidad.

—¿Qué haces? —preguntó Hervidera mientras yo aflojaba los arneses y los dejaba caer al suelo nevado.

—Darle la vuelta a esto para que se puedan montar. ¿Sabes montar a pelo?

Estaba empleando el cuchillo que había robado para cortar las riendas mientras hablaba. Tendría que montar a pelo, tanto si sabía como si no. No teníamos sillas.

—Supongo que no me queda otro remedio —refunfuñó mientras bajaba del pescante—. Pero no iremos muy lejos ni muy deprisa si sobrecargamos a los caballos.

—Estornino y tú os las apañaréis —le prometí—. Seguid adelante.

Estornino se había puesto de pie en el suelo de la carreta y me observaba desde lo alto. No me hacía falta la luz de la luna para saber que era incredulidad lo que mostraba su rostro.

—¿Vas a dejarnos aquí? ¿Después de haber vuelto a por ti?

No era así como lo veía yo.

—Vosotras vais a dejarme a mí aquí —le dije con firmeza—. Jhaampe es el único asentamiento importante entre Ojo de Luna y el Reino de las Montañas. Cabalgad a un ritmo constante. No vayáis directamente a Jhaampe. Eso es lo que esperan que hagamos. Buscad alguna aldea pequeña y ocultaos allí una temporada. La gente de las montañas es hospitalaria. Si no oís rumores de búsqueda, seguid hasta Jhaampe. Pero llegad tan lejos y tan deprisa como podáis antes de parar a pedir comida o refugio.

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Estornino en voz baja.

Ojos de Noche y yo seguiremos nuestro camino. Como debimos hacer mucho antes. Solos viajamos más deprisa.

—Volví a buscarte —dijo Estornino. Mi traición le había cascado la voz—. A pesar de todo lo que he sufrido. A pesar de… mi mano… y todo lo demás…

—Pretende alejarlos de nuestro rastro —intervino de pronto Hervidera.

—¿Necesitas que te ayude a montar? —pregunté a la anciana.

—¡No necesitamos nada de ti! —declaró enojada Estornino. Meneó la cabeza—. Cuando pienso en todo lo que hemos tenido que pasar, por seguirte. En todo lo que hemos hecho para liberarte… ¡Te habrías quemado vivo en esa celda de no ser por mí!

—Ya lo sé. —No había tiempo para explicárselo todo—. Adiós —dije suavemente.

Y las dejé allí, alejándome de ellas hacia el bosque. Ojos de Noche caminaba a mi lado. Los árboles se cerraron a nuestro alrededor y pronto las perdimos de vista.

Hervidera había comprendido enseguida el núcleo de mi plan. En cuanto Burl tuviera los incendios bajo control, quizá antes, pensaría en mí. Encontrarían al anciano asesinado por un lobo, y nunca creería que yo había perecido en mi celda. Me perseguirían. Enviarían jinetes por todas las carreteras que conducían a las montañas y pronto darían alcance a Hervidero y Estornino. A menos que los cazadores tuvieran otro rastro más difícil de seguir. Uno que cruzara a campo traviesa, directamente hacia Jhaampe. Rumbo al oeste.

No sería fácil. No sabía qué era exactamente lo que se interponía entre la capital del Reino de las Montañas y yo. Ninguna ciudad, lo más probable, pues el Reino de las Montañas estaba escasamente poblado. Sus habitantes eran mayoritariamente tramperos, cazadores, cabreros y nómadas pastores de ovejas que acostumbraban a vivir en cabañas aisladas o en diminutas aldeas rodeadas de amplios territorios de caza. No abundarían las ocasiones de rogar o robar comida ni víveres. Lo que más me preocupaba era que terminara enfrentado a la fachada de un risco inaccesible o teniendo que vadear alguno de los numerosos ríos de aguas rápidas y frías que atronaban en las quebradas y los valles angostos.

No tiene sentido preocuparse antes de vernos bloqueados, acotó Ojos de Noche. Si ocurre algo así, tendremos que dar un rodeo. Nos retrasará, pero nunca llegaremos allí si nos quedamos parados, preocupándonos por lo que podría ocurrir.

De modo que Ojos de Noche y yo pasamos la noche caminando.

Cuando llegábamos a algún calvero, yo estudiaba las estrellas e intentaba atenerme al oeste en la medida de lo posible. El terreno resultó ser tan abrupto como cabía esperar. Elegí a propósito rutas más accesibles para un hombre y un lobo a pie que para un jinete. Trazamos nuestro rastro en medio de espesuras escarpadas y densas arboledas encajonada en estrechas quebradas. Me consolé mientras sorteaba esos obstáculos imaginando que Hervidera y Estornino avanzaban más deprisa por la carretera. Procuré no imaginar que Burl podía enviar rastreadores suficientes para seguir más de una pista. No. Tenía que sacarles ventaja y convencer a Burl para que volcara sobre mí todos sus recursos. La única manera de conseguirlo que se me ocurría era presentarme como una amenaza para Regio. Una amenaza que debiera anular de inmediato.

Levanté la vista hacia la cima de un acantilado. Tres cedros inmensos se agolpaban en lo alto. Me detendría allí, encendería una fogata e intentaría habilitar. No tenía corteza feérica, me recordé, de modo que tendría que aprovisionarme para descansar bien luego.

Yo montaré guardia, me aseguró Ojos de Noche.

Los cedros eran enormes. Sus largas ramas se entrelazaban sobre nuestras cabezas formando una celosía tan densa que el suelo estaba libre de nieve alrededor de sus troncos. La tierra estaba profusamente alfombrada con fragrantes briznas de fronda desprendidas con el paso del tiempo. Reuní un montón que me sirviera para aislar mi cuerpo del frío suelo y junté una generosa cantidad de leña. Por vez primera, registré la bolsa que había robado. Había una piedra de pedernal. También cinco o seis monedas, algunos dados, un brazalete roto y, recogido en un trozo de tela, un mechón de finos cabellos. Resumía a la perfección la vida de cualquier soldado. Escarbé un poco en el suelo y enterré juntos el mechón, los dados y el brazalete. Intenté no preguntarme si era un hijo o un amante lo que había dejado atrás la mujer. No había muerto a mis manos, me recordé. Empero, una voz helada susurraba la palabra «catalizador» dentro de mi cabeza. Pero si de mí dependiera, la mujer seguiría con vida. Por un momento, me sentí viejo, enfermo y cansado. Luego me obligué a dejar de pensar en mi vida y en la de la soldado. Encendí el fuego y lo aticé bien. Dejé a mano el resto de la leña. Me arropé en la manta y me tumbé en mi cama de hojas de cedro. Inspiré, cerré los ojos y habilité.

Fue como si me hubiera caído a un río crecido. No estaba preparado para tener éxito tan fácilmente y a punto estuvo de arrastrarme la corriente. De alguna manera, el río de la Habilidad parecía ser más profundo, fuerte y salvaje aquí. No sabía si se debía a un aumento de mi aptitud o a otra cosa. Hice pie, me centré y erigí resueltamente mi voluntad contra las tentaciones de la Habilidad. Me negué a considerar que desde aquí podría proyectar mis pensamientos hacia Molly y nuestra hija, podría ver cómo crecía la pequeña y cómo les iban las cosas a las dos. Tampoco quería sondear en busca de Veraz, por mucho que lo anhelara. La fuerza de su Habilidad era tal que no me cabía ninguna duda de que podría encontrarlo. Pero no estaba aquí para eso. Estaba aquí para provocar al enemigo y no debía bajar la guardia. Bajé todas las defensas que pudieran aislarme de la Habilidad y apunté mi voluntad hacia Burl.

Proyecté mi conciencia con cautela, buscándolo. Estaba listo para levantar mis murallas al instante en caso de ataque. Lo encontré sin dificultad y casi me sobresaltó comprobar cuan ajeno se mostrába a mi roce.

Entonces me asaltó su dolor.

Me replegué, más veloz que una anémona asustada en un charco en la playa. Me sorprendí al abrir los ojos y ver los cedros cargados de nieve. Tenía el rostro y la espalda empapados de sudor.

¿Qué ha sido eso?, preguntó Ojos de Noche.

Sé lo mismo que tú, respondí.

Había sido puro dolor. Un dolor independiente de una herida física, un dolor que no era temor ni pesar. Un dolor absoluto, como si cada parte del cuerpo, interna y externa, estuviera envuelta en llamas.

Un dolor provocado por Regio y Will.

Me quedé temblando, no a causa de la Habilidad, sino del dolor que sentía Burl. Era una monstruosidad mayor de lo que podía concebir mi mente. Intenté tamizar todo cuanto había sentido en ese instante fugaz. Will, y puede que una sombra de la Habilidad de Carrod, inmovilizando a Burl para que recibiera su castigo. De Carrod emanaba un horror mal disimulado, repulsa ante su tarea. Quizá temiendo que algún día se le pudiera dispensar a él el mismo trato. La emoción predominante de Will había sido la rabia; rabia porque Burl me había tenido en su poder y me había dejado escapar. Pero bajo su cólera subyacía una suerte de fascinación ante lo que le hacía Regio a Burl. Will no disfrutaba con ello. Todavía no.

Pero Regio sí.

Hubo un tiempo en que conocí a Regio. Nunca demasiado bien, cierto. Hubo un tiempo en que no era más que el más joven de mis tíos, el que no me quería. Mostraba su rechazo de forma infantil, con empujones y pellizcos clandestinos, provocándome y vapuleándome. No me gustaba su conducta, no me gustaba él, pero casi podía entenderlo. Eran los celos propios de un chiquillo cuyo hermano mayor, el favorito, había engendrado otro competidor por el tiempo y la atención del rey Artimañas. Hubo un tiempo en que no era más que un principito mimado, envidioso de sus hermanos mayores, que lo precedían en la línea sucesoria. Era pendenciero, egoísta y malcriado.

Pero era humano.

Lo que había percibido en él en estos instantes distaba tanto de lo que yo podía asimilar en términos de crueldad que se me antojaba casi incomprensible. Los forjados perdían su humanidad, pero conservaban la sombra de lo que habían sido. Si Regio se abriera el pecho ante mí y me mostrara un nido de víboras, no me sorprendería. Regio había desdeñado su humanidad para abrazar algo más siniestro. Y éste era el hombre que ocupaba ahora el trono de los Seis Ducados.

Éste era el hombre que iba a enviar soldados tras la pista de Hervidera y Estornino.

—Tengo que volver —le dije a Ojos de Noche, y no le di tiempo a rechistar. Cerré los ojos y me zambullí en el río de la Habilidad. Me abría a sus aguas de par en par, aceptando su fría fuerza en mi interior sin pensar en que el exceso podría devorarme. En el mismo instante que Will reparó en mi presencia, les hablé—. Vas a morir a mis manos, Regio. Tan cierto como que Veraz será rey de nuevo.

Volqué sobre ellos aquel poder acumulado.

Fue casi tan instintivo como apretar el puño. No lo había planeado así, pero de repente comprendí que eso era lo que les había hecho Veraz en Puesto Vado. No había ningún mensaje, nada salvo una furiosa descarga de poder sobre ellos. Me descubrí ante ellos y me revelé, y cuando se giraron hacia mí, me obligué a golpearlos hasta con el último ápice de Habilidad que había acumulado. Al igual que Veraz, no me contuve. Creo que si hubiera habido sólo uno, habría conseguido arrasar su Habilidad. En cambio, compartieron el impacto. Nunca sabré qué efecto tuvo sobre Burl. Quizá agradeciera mi ferocidad, pues acabó con la concentración de Will y lo liberó de la sofisticada tortura de Regio. Sentí el alarido de terror de Carrod cuando perdió el control de su Habilidad. Creo que Will me habría hecho frente si Regio no le hubiera ordenado débilmente: ¡Apártate, estúpido, no me sacrifiques en nombre de tu venganza! En el tiempo que dura un parpadeo, desaparecieron.

El día estaba avanzado cuando recuperé el conocimiento. Ojos de Noche yacía encima de mí y tenía el pelaje manchado de sangre. Le di un empujón muy flojo y se movió de inmediato. Se levantó y me olisqueó la cara. Olí mi propia sangre con su olfato; era repugnante. Me levanté de golpe y el mundo dio vueltas a mi alrededor. Muy despacio cobré conciencia del clamor de mis pensamientos.

¿Estás bien? Empezaste a temblar y luego a sangrar por la nariz. ¡No estabas aquí, no podía oírte!

—Estoy bien —dije con voz ronca—. Gracias por arroparme.

Mi fogata se había reducido a un puñado de rescoldos. Tanteé en busca del montón de leña y eché unos palos al fuego. Era como si mis manos estuvieran muy lejos de mí. Cuando las llamas cobraron fuerza, me senté y me calenté junto al fuego. Luego me puse de pie y di unos pasos titubeantes hacia la linde de nieve. Cogí un puñado y me la restregué por la cara para quitarme el sabor y el olor de la sangre.

Me metí un poco de nieve limpia en la boca. Sentía la lengua hinchada y apelmazada.

¿Necesitas dormir? ¿Necesitas comida?, me preguntó ansioso Ojos de Noche.

Sí y sí. Pero más que nada, necesitábamos huir. Estaba seguro de que mi acción los pondría sobre mi pista. Había conseguido lo que me proponía, superando todas mis expectativas, había ocurrido realmente. Les había dado motivos para temerme. Ahora no descansarían hasta destruirme. También les había indicado dónde me encontraba; sabrían adonde enviar a sus hombres. No debía estar aquí cuando llegaran. Regresé junto al fuego y lo cubrí de tierra. Lo pisoteé para cerciorarme de que se apagaba. Luego emprendimos la huida.

Corríamos tan deprisa como me lo permitían mis piernas. Era indudable que suponía un estorbo para Ojos de Noche. Me observaba con expresión lastimera mientras yo bregaba con las pendientes, hundido hasta la cintura en una nieve que sus patas le permitían sortear sin esfuerzo. No era inusual que cuando yo imploraba un respiro y me paraba a descansar apoyado en un árbol, él se adelantara y explorara en busca del camino más practicable. Cuando la luz diurna y mis fuerzas rayaban en la extenuación y me detenía para encender una fogata junto a la que pasar la noche, él desaparecía para regresar con carne para los dos. Por lo general cazaba liebres de las nieves, pero en una ocasión trajo un carnoso castor que se había aventurado demasiado lejos de su estanque cubierto de hielo. Intentaba convencerme de que cocinaba la carne, pero en realidad me limitaba a pasarla brevemente por encima del fuego. Estaba demasiado agotado y hambriento para hacer nada más. La dieta de carne no me ayudaba a engordar, pero me mantenía con vida y en movimiento. Dormía poco y mal, pues tenía que reavivar mi fuego constantemente para no congelarme y me levantaba varias veces en plena noche para pisotear el suelo y devolver la sensibilidad a mis pies. Resistencia. Ésa era la clave. No velocidad ni fortaleza, tan sólo el racionamiento de mi capacidad para obligarme a seguir caminando día tras día.

Mantenía erigidas mis murallas de Habilidad, pero aun así sentía cómo embestía Will contra ellas. Pensaba que no podría seguir mi rastro mientras me mantuviera en guardia, pero no estaba del todo seguro. La constante fatiga mental también mermaba mis fuerzas. Había noches en que anhelaba simplemente bajar todas mis defensas y dejarle entrar, acabar de una vez por todas. Pero en ocasiones así sólo tenía que recordar lo que era capaz de hacer Regio ahora. Sin falta me infundía terror y me inspiraba a esforzarme todavía más por poner tierra de por medio entre él y yo.

Cuando desperté al amanecer de nuestro cuarto día de viaje, supe que estábamos en el corazón del Reino de las Montañas. No había visto ni rastro de mis perseguidores desde que escapamos de Ojo de Luna. Sin duda estábamos a salvo en el hogar de Kettricken.

¿Cuánto falta para Jhaampe, y qué vamos a hacer cuando lleguemos allí?

No sé cuánto falta. Y no sé lo que vamos a hacer.

Me paré a pensarlo por primera vez. Me obligué a pensar en todo lo que no me había permitido considerar antes. No sabía a ciencia cierta qué había sido de Kettricken desde la última vez que la vi, cuando la aparté del lado del rey para que huyera al amparo de la noche. Ella tampoco había tenido noticias de mí. Su hijo habría nacido ya. Por lo que sabía, debía de tener la misma edad que mi hija. De pronto sentí una profunda curiosidad. Podía sostener a ese bebé en brazos y decirme: «Esto es lo que se debe de sentir al abrazar a mi hija».

Sólo que Kettricken me creía muerto. Ejecutado por Regio y enterrado hacía tiempo, eso era lo que habría oído ella. Era mi reina y la esposa de Veraz. Podía revelarle con confianza cómo había sobrevivido. Pero contarle la verdad sería como tirar una piedra a un estanque. Al contrario que Estornino, o Hervidera, o cualquier otra persona que hubiera deducido mi identidad, Kettricken me conocía de antes. No sería un rumor ni una leyenda, no sería la fantasía de alguien que me hubiera visto por un momento, sería un hecho. Ella podría decir a los demás que me habían conocido: «Sí, lo he visto, y es cierto que sigue con vida. ¿Cómo? Cómo va a ser, gracias a su Maña, naturalmente».

Caminé junto a Ojos de Noche en medio de la nieve y el frío y pensé en lo que sentiría Paciencia cuando la noticia llegara hasta ella. ¿Vergüenza? ¿Alegría? ¿Pesar, por no haberme confesado antes a ella? Por medio de Kettricken, la noticia se propagaría a todas las personas que me conocían. Con el tiempo, también llegaría a oídos de Burrich y Molly. ¿Cómo le sentaría a Molly enterarse por boca de otros que yo no sólo estaba vivo y no había regresado con ella, sino que además tenía la lacra de la Maña? A mí me había dolido profundamente que me ocultara su embarazo. Ése había sido mi primer atisbo verdadero de cuan traicionada y herida debía de sentirse por todos los secretos que le había ocultado a lo largo de los años. Restregarle otro más, y de tal magnitud, podría acabar con el amor que pudiera sentir todavía por mí. Mis oportunidades de reconstruir una vida a su lado eran suficientemente escasas de por sí; no podía permitir que se redujeran todavía más.

Y todos los demás, los mozos de cuadra que había conocido, los hombres a cuyo lado había remado y combatido, los soldados de a pie de Torre del Alce, se enterarían también. Con independencia de lo que opinara yo sobre la Maña, ya había visto la repulsa en los ojos de un amigo. Había visto incluso cómo cambiaba la actitud de Estornino hacia mí. ¿Qué pensaría la gente de Burrich, que había tolerado la presencia de un Mañoso en su establo? ¿Lo descubrirían también a él? Apreté los dientes. Tendría que permanecer muerto. Quizá fuese mejor pasar Jhaampe de largo y seguir mi camino en pos de Veraz. De no ser porque, sin víveres, tenía tantas posibilidades de conseguirlo como Ojos de Noche de hacerse pasar por un perro faldero.

Y aún quedaba otra cuestión. El mapa.

Cuando Veraz partió de Torre del Alce, lo hizo animado por la revelación de un mapa que había encontrado Kettricken en la biblioteca del castillo. Era un documento antiguo y raído, trazado en tiempos del rey Sapiencia, el primero en visitar a los vetulus y conseguir que socorrieran a los Seis Ducados. Los detalles del mapa se habían diluido, pero Kettricken y Veraz estaban convencidos de que uno de los caminos señalados conducía al lugar donde se reunió Sapiencia con esos seres esquivos. Veraz había salido de Torre del Alce decidido a seguir el mapa hasta las regiones que se extendían más allá del Reino de las Montañas. Se había llevado consigo la copia del mapa que había hecho. No sabía qué había ocurrido con el original; seguramente se lo llevaron a Puesto Vado cuando Regio saqueó las bibliotecas de Torre del Alce. Pero el estilo del documento y las peculiares características de las fronteras dibujadas me habían hecho sospechar que se trataba de la copia de un mapa más antiguo. El trazado de las fronteras era de estilo montañés; si el original se encontraba en alguna parte, sería en las bibliotecas de Jhaampe. Había podido acceder a ellas durante mis meses de convalecencia en las montañas. Sabía que su biblioteca era tan grande como cuidada. Aunque no encontrara el original de ese mapa en concreto, quizá pudiera hallar otros que cubrieran la misma zona.

Durante mi estancia en las montañas, me había impresionado también la confianza de sus gentes. Había visto pocos candados y ningún guardia como los que teníamos en Torre del Alce. Introducirme en la residencia real sería un juego de niños. Aunque hubieran establecido la práctica de apostar guardias, las paredes consistían en simples capas de corteza cohesionadas con arcilla y pintura. Estaba convencido de que podría entrar de una u otra manera. Una vez dentro, no tardaría mucho en registrar su biblioteca y sustraer lo que necesitaba. Al mismo tiempo tendría ocasión de reabastecerme.

Tuve la delicadeza de avergonzarme por pensar así. Aunque sabía que la vergüenza no me impediría hacerlo. De nuevo, no tenía elección. Ascendí a otra ladera en medio de la nieve mientras mi corazón parecía refrendar esa frase a cada latido. No tenía elección, no tenía elección, no tenía elección. Nunca la había tenido. El destino me había convertido en un asesino, un mentiroso y un ladrón. Y cuanto más me esforzaba por salir de mi encasillamiento, con más firmeza me hundía en mi papel. Ojos de Noche caminaba a mi lado, preocupado por mi mal humor.

Tan distraídos estábamos que coronamos la cima de la pendiente y los dos nos plantamos, nítidamente perfilados, a la vista de la tropa de jinetes que avanzaba por la carretera bajo nosotros. El amarillo y el pardo de sus chaquetas destacaban contra la nieve. Me quedé paralizado como un ciervo asustado. Aun así, podríamos haber pasado desapercibidos de no ser por la manada de perros que los acompañaban. La divisé de inmediato. Seis sabuesos, no cazadores de lobos, gracias a Eda, sino conejeros de patas cortas, no aptos para este clima o terreno. Había un perro de patas más largas, un chucho desgarbado de lomo rizado. Su cuidador y él caminaban al margen de la manada. Nuestros perseguidores estaban utilizando todo lo que tenían para buscarnos. Había una decena de hombres a caballo. Casi de inmediato el chucho levantó la cabeza y ladró. En un instante los sabuesos lo imitaron, agolpándose, husmeando el aire, celebrando el hallazgo de nuestro olor con sus ladridos. El cazador que controlaba a los perros levantó una mano y nos señaló cuando nos dábamos la vuelta. El chucho y su cuidador corrían ya detrás de nosotros.

—Ni siquiera sabía que pasaba una carretera por ahí —jadeé disculpándome con Ojos de Noche mientras huíamos pendiente abajo.

Teníamos muy poca ventaja. Descendíamos por el camino que habíamos arado en la nieve, mientras que los perros y los caballos que nos perseguían tendrían que coronar una pendiente de nieve ilesa. Esperaba que cuando alcanzaran la cima que acabábamos de abandonar, pudiéramos habernos perdido de vista en la frondosa quebrada que había debajo de nosotros. Ojos de Noche se contenía, reticente a dejarme atrás. Los perros ladraban y oí las voces frenéticas de los hombres que corrían detrás de nosotros.

¡CORRE!, ordené a Ojos de Noche.

No te voy a abandonar.

No tendría ninguna oportunidad si lo hicieras, admití. Mi mente trabajaba sin descanso. Baja al fondo de la quebrada. Deja todas las pistas falsas que puedas, corre en círculos, sigue el río corriente abajo. Cuando nos reunamos, huiremos pendiente arriba. Quizá eso los despiste un rato.

¡Trucos de zorro!, bufó, antes de adelantarme como una exhalación de pelo gris y adentrarse en la espesura de la quebrada. Intenté acelerar el paso en medio de la nieve. Cuando llegaba al borde de la garganta, miré atrás. Los perros y los jinetes acababan de coronar la cima. Me introduje en el refugio de arbustos cubiertos de nieve y bajé corriendo la pendiente. Ojos de Noche había dejado huellas suficientes para toda una manada de lobos. Cuando me detuve para recuperar el aliento, pasó corriendo junto a mí en otra dirección.

¡Salgamos de aquí!

No me quedé esperando su respuesta. Emprendí el ascenso de la quebrada tan deprisa como me lo permitían mis piernas. La nieve era menos profunda en el fondo, pues los árboles y los arbustos acaparaban la mayor parte. Avancé agachado, sabiendo que si zarandeaba las ramas éstas descargarían su fría carga sobre mí. Los ladridos de los perros atronaban en el aire helado. Los escuchaba mientras seguía corriendo. Cuando oí que su excitación daba paso a la frustración, supe que habían llegado al rastro confuso del fondo de la garganta. Demasiado pronto; habían llegado allí demasiado pronto y reanudarían la persecución demasiado deprisa.

¡Ojos de Noche!

¡Cállate, idiota! ¡Te van a oír los sabuesos! Y el otro.

Casi se me para el corazón. No me podía creer lo estúpido que había sido. Trastabillé entre los arbustos nevados, intentando escuchar lo que ocurría detrás de nosotros. Los cazadores se habían dejado engañar por el falso rastro de Ojos de Noche y obligaban a sus perros a seguirlo. Había demasiados hombres a caballo para la angostura de la quebrada. Galopaban en otra dirección, confundiendo quizá nuestro auténtico rastro. Habíamos ganado algo de tiempo, pero sólo un poco. Oí de repente gritos de alarma y gañidos salvajes. Percibí una confusa algarabía de pensamientos caninos. Un lobo se había abalanzado sobre ellos y había atravesado corriendo el centro de la manada, repartiendo mordiscos a su paso, colándose entre las patas de los caballos que cabalgaban tras los perros. Un hombre se había caído de la silla y tenía problemas para dominar a su enloquecida montura. Uno de los perros había perdido la mayor parte de una oreja y agonizaba de dolor. Intenté cerrar mi mente a su sufrimiento. Pobre bestia, y todo para nada. Sentía las piernas como si fueran de plomo y tenía la boca seca, pero intenté obligarme a correr más deprisa, a aprovechar el tiempo que me había conseguido Ojos de Noche arriesgando su vida. Quería gritarle que dejara de provocarlos, que huyera conmigo, pero no me atrevía a indicar a la manada la auténtica dirección de nuestra retirada. En vez de eso seguí corriendo.

La quebrada se tornaba más estrecha y empinada. Crecían zarzas, espinos y arbustos en las escarpadas laderas y apuntaban sus ramas hacia abajo. Deduje que corría encima de un curso de agua helado. Empecé a buscar la manera de salir de allí. Detrás de mí gañían de nuevo los perros, ladraban para anunciar que habían encontrado el rastro auténtico, que tenían que seguir al lobo, el lobo, el lobo. Supe con certeza que Ojos de Noche se había dejado ver otra vez premeditadamente e intentaba alejarlos de mí. ¡Corre, chico, corre! Me lanzó el pensamiento sin importarle que pudieran escucharlo los perros. Percibí en su mensaje una alegría salvaje, una temeridad histérica. Me recordó a la noche en que yo había perseguido a Justin por los pasillos de Torre del Alce, para matarlo en el Gran Salón delante de todos los invitados a la ceremonia de investidura de Regio. Ojos de Noche era presa de un frenesí que le impedía preocuparse de su propia supervivencia. Seguí adelante, con el corazón en un puño, combatiendo las lágrimas que me irritaban los ojos.

Llegué al final de la quebrada. Ante mí se alzaba una resplandeciente cascada de hielo, recuerdo del arroyo de montaña que cortaba ese cañón en los meses de verano. El hielo se derramaba en largos témpanos torneados sobre la fachada de una grieta practicada en la montaña, reluciendo aún con una fina pátina de agua en movimiento. La nieve de su base era cristalina. Me detuve, sospechando la existencia de un pozo profundo que podría descubrir demasiado tarde bajo una capa de hielo demasiado frágil. En otros lugares, sobresalían del manto de nieve trozos de roca desnuda. Crecían en sus orillas redrojos y arbustos dispersos que se inclinaban para capturar la luz del sol que brillaba en lo alto. Ninguno de los árboles era lo bastante robusto para encaramarme a sus ramas. Di media vuelta para desandar el camino y oí cómo nacía y moría un aullido. Ni de sabueso ni de lobo, sólo podía pertenecer al perro callejero. La certeza de su grito me convenció de que estaba sobre mi pista. Oí las voces de aliento de un hombre y el perro gañó de nuevo, más cerca. Me giré hacia la pared de la quebrada y empecé a trepar. Oí cómo el hombre llamaba a los otros, gritando y silbando para que le siguieran, que había encontrado las huellas de una persona, que se olvidaran del lobo, que sólo era un ardid de la Maña. A lo lejos, los perros ladraron de repente de forma distinta. En ese momento supe que Regio por fin había encontrado lo que buscaba. Un Mañoso dispuesto a cazarme. La Vieja Sangre se había vendido.

Salté y me agarré a un árbol pequeño que crecía en la pared de la quebrada. Me aupé, pisé en sus ramas, mantuve el equilibrio y busqué otro árbol sobre mi cabeza. Cuando cargué mi peso sobre él, sus raíces se desprendieron de la roca. Caí, pero conseguí agarrarme de nuevo al primer árbol. Arriba otra vez, me dije con fiereza. Me puse de pie encima de él y lo oí crujir bajo mi peso. Estiré los brazos para agarrarme a las ramas de un matorral vencido sobre la orilla socavada. Intenté trepar deprisa, sin dejar que mi peso colgara de ningún redrojo o arbusto más que unos momentos. Los puñados de ramas se me deshacían en las manos, las briznas de hierba se soltaban y me descubrí gateando por la fachada de la garganta sin llegar a ninguna parte. Oí un grito a mis pies y, contra mi voluntad, me obligué a mirar hacia abajo por encima de mi hombro. Había un hombre y un perro abajo en el calvero. Mientras el chucho ladraba al aire, el hombre colocaba una flecha en su arco. Colgaba impotente sobre ellos, el blanco más idóneo que pudiera desear cualquier tirador.

—Por favor —me oí jadear, antes de escuchar el diminuto e inconfundible tañido de la cuerda de un arco al liberarse.

Sentí cómo me golpeaba la flecha, un puñetazo en la espalda, como los que solía propinarme Regio cuando era niño, y luego un dolor más profundo, abrasador, en mi interior. Una de mis manos se había abierto sola, sin que yo se lo pidiera, soltándose de su asidero. Me columpiaba colgado de mi mano derecha. Oí nítidamente el gañido del perro cuando olió mi sangre. Oí el roce de las ropas del hombre mientras sacaba otra flecha de su aljaba.

Otra llamarada de dolor, esta vez en mi muñeca derecha. Grité al tiempo que se abrían mis dedos. En un acto reflejo impulsado por el terror, mis piernas patalearon frenéticas contra el matorral vencido que colgaba sobre la orilla socavada. De alguna manera ascendí, mi cara rozó la nieve compacta. Conseguí controlar mi brazo izquierdo y lo agité sin fuerzas. ¡Sube las piernas!, exclamó Ojos de Noche. No emitía ningún sonido, pues sus dientes estaban firmemente hundidos en la manga y la carne de mi brazo derecho mientras tiraba de mí. La posibilidad de escapar con vida me infundió ánimos. Pataleé sin orden ni concierto y encontré tierra firme bajo mi barriga. Gateé hacia delante, procurando hacer caso omiso del dolor concentrado en mi espalda, desde donde se propagaba en olas carmesíes por todo mi cuerpo. De no haber visto cómo disparaba la flecha aquel hombre, habría creído que era una estaca tan gruesa como el eje de una carreta lo que se me había clavado en la espalda.

¡Levántate, levántate! Tenemos que huir.

No recuerdo cómo conseguí ponerme de pie. Oí cómo gateaban los perros por la pendiente del acantilado. Ojos de Noche se apartó de la cornisa y salió a su encuentro. Sus fauces los desgarraban y lanzaban sus cadáveres contra el resto de la manada. Cuando cayó el perro callejero, la intensidad de los ladridos disminuyó en el fondo de la quebrada. Los dos experimentamos su agonía y oímos los gritos del hombre cuando su animal vinculado se desangró hasta morir en la nieve. El otro cazador estaba llamando de vuelta a sus perros, diciendo enfadado a los demás que no serviría de nada enviarlos al matadero. Oí cómo vociferaban y maldecían los jinetes mientras conducían a sus fatigadas monturas quebrada abajo, en busca de un lugar más practicable por el que subir e intentar encontrar nuestro rastro de nuevo.

¡Corre!, gritó Ojos de Noche. Nos resistíamos a hablar de lo que acabábamos de hacer. Me recorría la espalda una sensación de terrible calor que era al mismo tiempo de frío insoportable. Me llevé la mano al pecho, casi esperando palpar la punta de la flecha. Pero no, estaba enterrada en mi espalda. Trastabillé detrás de Ojos de Noche, con mi conciencia inmersa en demasiadas sensaciones, demasiados dolores distintos. Mi camisa y mi capa tiraban del asta de la flecha al moverme, un diminuto estremecimiento de la madera al que respondía la punta incrustada en mi cuerpo. Me pregunté cuánto estaba agravando el daño. Pensé en las veces en que había troceado algún ciervo abatido a flechazos, en la carne ennegrecida y abotargada, llena de sangre, que encontraba uno alrededor de la herida. Me pregunté si me habría dañado el pulmón. Un ciervo con una flecha en el pulmón no llegaría muy lejos. ¿Era sangre lo que sentía en el fondo de la garganta…?

¡No pienses en eso!, me ordenó con fiereza Ojos de Noche. Nos debilitas a los dos. Limítate a caminar. Sigue caminando.

Así que sabía tan bien como yo que no podía correr. Caminé y él caminó a mi lado. Un momento. Luego me encontré andando a tientas en la oscuridad, sin importarme en qué dirección avanzaba, y él no estaba allí. Sondeé en su búsqueda, pero no pude encontrarlo. En alguna parte, a lo lejos, oí los gañidos de los perros de nuevo. Seguí caminando. Tropezaba con los árboles. Las ramas me arañaban la cara pero daba igual porque tenía el rostro entumecido. La espalda de mi camisa era una capa fangosa de sangre coagulada que se adhería a mi piel. Intenté embozarme mejor en mi capa, pero el repentino dolor me derrumbó de rodillas. Tonto de mí. Había olvidado que tiraría del asta de la flecha. Qué tonto. Sigue caminando, chico. Seguí caminando.

Tropecé con otro árbol. Soltó una ducha de nieve sobre mí. Me aparté como pude y seguí caminando. Mucho tiempo. Luego me encontré sentado en la nieve, quedándome cada vez más frío. Tenía que levantarme. Tenía que seguir en movimiento.

Seguí caminando. No por mucho tiempo, creo que no. Al amparo de unos árboles enormes, donde la nieve era menos profunda, caí de rodillas.

—Por favor —dije, sin fuerzas para implorar perdón—. Por favor.

No sabía a quién me dirigía.

Vi una oquedad entre dos gruesas raíces. El suelo estaba densamente cubierto de agujas de pino. Me ovillé en un rincón. No podía tumbarme por culpa de la flecha que sobresalía de mi espalda. Pero podía apoyar la frente en el árbol acogedor y cruzar los brazos sobre mi pecho. Me acurruqué, recogiendo las piernas y hundiéndome en el hueco que había entre las raíces. Tendría frío si no estuviera tan cansado. Me sumí en el sueño. Cuando despertara, encendería un fuego v me calentaría. Me imaginé el calor, casi podía sentirlo.

¡Hermano!

Estoy aquí, respondí con calma. Justo aquí. Sondeé para acariciarlo y reconfortarlo. Venía hacia mí. El pelaje que le rodeaba la garganta estaba cuajado de saliva helada, pero ni un solo diente lo había traspasado. Tenía un corte a un lado del morro, pero no era profundo. Los había conducido en círculos y luego había espantado a sus caballos por la espalda antes de abandonarlos, inmersos en una zanja profunda cubierta de nieve en la oscuridad. Sólo dos de los perros seguían con vida y uno de los caballos cojeaba tanto que su jinete había tenido que montar en el de un compañero.

Ahora venía a mi encuentro, sorteando las pendientes nevadas con facilidad. Estaba cansado, sí, pero la energía del triunfo corría por sus venas. La noche era fría y despejada a su alrededor. Percibió el olor y luego el diminuto parpadeo de la liebre que se agazapaba bajo un arbusto, esperando que él pasara de largo. No lo hizo. Un único brinco fue todo lo que necesitó para apresarla. La agarramos por su cabeza huesuda y le partimos la columna de un solo meneo. Trotamos, con la carne oscilando cómodamente de sus fauces. Comeríamos bien. El bosque era todo negro y plata a nuestro alrededor.

Para. Hermano, no lo hagas.

¿Hacer qué?

Te quiero, pero no quiero ser tú.

Me quedé donde estaba. Sus pulmones trabajaban con fuerza, sorbiendo el frío aire nocturno entre la cabeza de la liebre que tenía en la boca. El suave escozor del corte en su hocico, la gracia con que impulsaban su cuerpo sus poderosas patas.

Tú tampoco quieres ser yo, cambiador. En realidad no.

No estaba seguro de que tuviera razón. Con sus ojos me vi y me olí. Me había encajonado en el espacio que había entre las raíces del gran árbol y me había ovillado como un cachorro pequeño. El olor de mi sangre impregnaba el aire. Parpadeé, y me encontré contemplando la oscuridad del brazo con que me cubría la cara. Levanté la cabeza despacio, dolorosamente. Me dolía todo, y todo el dolor se condensaba en la flecha que tenía clavada en la espalda.

Olí las entrañas y la sangre de la liebre. Ojos de Noche estaba de pie a mi lado, sujetando el cadáver con las patas mientras lo desgarraba. Come, está caliente.

No sé si puedo.

¿Quieres que te mastique la carne?

Lo decía en serio. Pero la única cosa más repugnante que comer era imaginarme comiendo carne regurgitada. Conseguí negar con la cabeza. Tenía los dedos entumecidos, pero vi cómo mi mano cogía el pequeño hígado y lo acercaba a mi boca. Estaba caliente y lleno de sangre. De pronto supe que Ojos de Noche tenía razón. Tenía que comer. Porque tenía que vivir. Había descuartizado la liebre. Cogí una porción y hundí los dientes en la carne cálida. Era difícil pero estaba decidido. Sin pensar, había estado a punto de abandonar mi cuerpo por el suyo, había estado a punto de entregarme a ese cuerpo de lobo, sano y perfecto. Ya lo había hecho una vez, con su consentimiento. Pero ahora los dos teníamos más experiencia. Podíamos compartir, pero no convertirnos el uno en el otro. No sin que saliéramos perdiendo los dos.

Me senté muy despacio. Sentí cómo se movían contra la flecha los músculos de mi espalda, protestando por la forma en que los irritaba. Podía sentir el peso del proyectil. Cuando me lo imaginé sobresaliendo de mí, casi vomito lo que acababa de ingerir. Me obligué a sentir una calma ilusoria. De improviso, curiosamente, se me apareció una imagen de Burrich. La impasibilidad de su rostro cuando flexionaba la rodilla y veía cómo se abría la antigua herida. Lentamente, estiré el brazo hacia atrás. Me tanteé la espalda con los dedos. Eso hizo que los músculos se apretaran contra la flecha. Al final conseguí rozar la pegajosa madera del asta de la flecha. Aun ese mero contacto me supuso un nuevo tipo de dolor. Con torpeza, cerré los dedos en torno al virote, cerré los ojos e intenté tirar de él. Aunque no hubiera dolor de por medio, sería una tarea complicada. Pero la agonía sacudió el mundo bajo mis pies, y cuando éste recuperó la normalidad, me descubrí apoyado a cuatro patas con la cabeza colgando hacia abajo.

¿Lo intento yo?

Meneé la cabeza, sin cambiar de postura. Todavía tenía miedo de desmayarme. Intentaba pensar. Si me la sacaba él, sabía que perdería el conocimiento.

Si la hemorragia era grave, no habría manera de detenerla. No. Sería mejor dejarla allí. Me armé de valor. ¿Puedes romperla?

Se acercó a mí. Sentí su cabeza contra mi espalda. La giró, maniobrando las fauces de modo que sus molares pudieran cerrarse sobre el asta. Apretó los dientes. Se produjo un chasquido, como si un jardinero estuviera podando un redrojo, y un escalofrío de nuevo dolor. Me bañó una oleada de vértigo. Pero de alguna manera conseguí estirar el brazo hacia atrás y desenganchar mi capa empapada de sangre del trozo de flecha. Me arropé en ella, tiritando. Cerré los ojos.

No. Enciende fuego primero.

Me pesaban los párpados. Todo era tan complicado. Reuní las ramitas que tenía a mi alcance. Ojos de Noche intentó ayudar, alcanzándome ramas más grandes, pero aun así transcurrió una eternidad antes de que consiguiera encender una llama diminuta. Despacio, eché más palos al fuego. Cuando ardía con fuerza la fogata, descubrí que amanecía un nuevo día. Hora de reanudar la marcha. Nos demoramos únicamente para terminar de devorar el conejo y calentarme a conciencia los pies y las manos. Después partimos de nuevo, con Ojos de Noche conduciéndome hacia delante sin compasión.