18

Ojo de Luna

Ojo de Luna es una pequeña ciudad fortificada que se levanta en la frontera entre los Seis Ducados y el Reino de las Montañas. Es un puesto de aprovisionamiento y parada habitual de las caravanas que liguen el camino de Chelika hasta el paso de Anchovalle y las tierras más allá del Reino de las Montañas. Fue en Ojo de Luna donde el príncipe Hidalgo negoció su primer gran tratado con el príncipe Rurisk del Reino de las Montañas. Casi al mismo tiempo que se firmaba este acuerdo se descubrió que Hidalgo era el padre de un hijo ilegítimo concebido con una mujer de la zona, un hijo que ya contaba seis años de edad. El Rey a la Espera Hidalgo concluyó sus negociaciones y regresó cuanto antes a Torre del Alce, donde ofreció a su reina, a su padre y a todos sus subditos sus más sinceras disculpas por ese error de juventud, y abdicó del trono para evitar cualquier posible confusión en la línea de sucesión.

Burl cumplió su palabra. De día caminaba flanqueado por guardias, con las manos atadas a la espalda. De noche me alojaba en una tienda y me desataban las manos para que pudiera comer sin ayuda. Nadie me prodigaba un trato innecesariamente cruel. No sabía si Burl habría ordenado que me dejaran en paz, o si se habrían propagado tantos rumores sobre el venenoso y Mañoso bastardo que nadie se atrevía a molestarme. En cualquier caso, mi viaje a Ojo de Luna no contó con más incomodidades que las debidas al mal tiempo y a la frugalidad de las raciones militares. Se me aisló de los peregrinos, por lo que no sabía nada de Hervidera, Estornino y los demás. Mis guardias no conversaban en voz alta entre sí en mi presencia, por lo que ni siquiera contaba con la información de los rumores del campamento. No me atrevía a preguntar por nadie. El mero hecho de pensar en Estornino y en lo que le habían hecho me revolvía el estómago. Me pregunté si alguien se apiadaría de ella lo suficiente para enderezarle y entablillarle los dedos. Me pregunté si Burl consentiría a que alguien lo hiciera. Me sorprendía lo mucho que pensaba en Hervidera y en los hijos de los peregrinos.

Tenía a Ojos de Noche. Mi segunda noche bajo la custodia de Burl, tras una parca cena consistente en sendos trozos de pan y queso, me quedé solo en un rincón de una tienda que albergaba además a seis soldados. Tenía las muñecas y los tobillos sujetos con firmeza, aunque las ligaduras no eran excesivamente crueles, y una manta echada por encima. Mis guardias pronto se enfrascaron en una partida de dados a la luz de la vela que iluminaba la tienda. Ésta era de buen cuero de cabra, y la habían alfombrado con ramas de cedro para su comodidad, de suerte que el frío no me afectaba demasiado. Me sentía dolorido, cansado y, con el estómago lleno, somnoliento. Pero me esforzaba por permanecer despierto. Sondeé en busca de Ojos de Noche, temeroso casi de lo que podría encontrar. Tenía únicamente una débil traza de su presencia en mi mente desde que le pedí que se durmiera. Ahora lo busqué y me sobresaltó encontrarlo bastante cerca. Se reveló como si saliera de detrás de una cortina y parecía que le hiciera gracia mi sorpresa.

¿Cuándo has aprendido a hacer eso?

Hace tiempo. Me puse a pensar en lo que nos había dicho el hombreoso. Y cuando nos separamos, descubrí que tenía una vida propia. Encontré un hueco para mí en mi propia mente.

Sentí cierta vacilación en esta idea, como si esperara que lo regañara. En vez de eso lo abracé, lo envolví en la calidez del afecto que sentía por él. Temía que fueses a morir.

Yo temo lo mismo por ti, ahora. Casi con humildad, añadió: Pero sobreviví. Y ahora al menos uno de nosotros es libre, para rescatar al otro.

Me alegra que estés a salvo. Pero me temo que no puedes hacer nada por mí. Si te descubren, no descansarán hasta haberte matado.

Entonces no me descubrirán, me prometió. Esa noche me llevó a cazar con él.

El día siguiente requirió toda mi capacidad de concentración para ponerme de pie y en movimiento. Se había desatado una tormenta. Intentamos imprimir un paso militar a nuestra marcha pese a la nieve que cubría los caminos que seguíamos y la violencia de los vientos, que nos azotaban constantemente con trallas de hielo. Conforme nos alejábamos del río y nos adentrábamos en las estribaciones, se veían más árboles y arbustos. Oíamos el viento en los árboles sobre nuestras cabezas, pero se hacía sentir menos. El frío se tornaba más seco y penetrante por las noches cuanto más ascendíamos. La comida que recibía bastaba para mantenerme en pie y con vida, pero poco más. Burl viajaba a la cabeza de su procesión, seguido de su guardia a caballo. Yo caminaba detrás en medio de mi escolta. Tras nosotros venían los peregrinos, flanqueados por soldados profesionales. Detrás de todo eso avanzaba el tren de equipaje.

Al final de cada día de marcha se me confinaba en una tienda apresuradamente montada, se me daba de cenar y se me ignoraba hasta el amanecer del día siguiente. Mis conversaciones se limitaban a aceptar mis comidas y a los pensamientos compartidos con Ojos de Noche. La caza a ese lado del río era un lujo comparada con donde habíamos estado. Encontraba presas casi sin esfuerzo e iba camino de recuperar todas sus fuerzas. No le costaba ningún esfuerzo mantener nuestro paso y aún le sobraba tiempo para cazar. Ojos de Noche acababa de arrancarle las entrañas a un conejo, en mi cuarta noche como prisionero, cuando levantó la cabeza de pronto y olfateó el viento.

¿Qué sucede?

Cazadores. Al acecho. Abandonó su comida y se levantó. Se encontraba en la cara de una colina sobre el campamento de Burl. Avanzando hacia éste, de árbol a árbol, había al menos dos decenas de sombras. La mitad portaban arcos. Ante la atenta mirada de Ojos de Moche, dos de los cazadores se agazaparon al abrigo de la espesura. En cuestión de momentos, su agudo olfato percibió el olor del humo. Un fuego diminuto refulgía a sus pies. Hicieron una seña a los demás, que se dispersaron, silenciosos como sombras. Los arqueros buscaron un lugar estratégico mientras los demás se infiltraban en el campamento. Algunos se dirigieron a las cercas de los animales. Con mis propios oídos escuché pasos sigilosos fuera de la tienda donde yacía maniatado. No se detuvieron. Ojos de Noche captó el tufo de la brea quemada. Un instante después, dos virotes de fuego hendieron la noche. Impactaron en la tienda de Burl. En un momento se produjo una gran algarabía. Cuando los soldados adormilados salieron dando tumbos de sus tiendas y se dirigieron hacia el lugar del incendio, los arqueros de la colina descargaron una lluvia de flechas sobre ellos.

Burl salió de la tienda incendiada a trompicones, envolviéndose en sus mantas mientras aullaba órdenes.

—¡Buscan al bastardo, idiotas! ¡Vigiladlo cueste lo que cueste!

Una flecha pasó rozándolo para clavarse en el suelo helado. Burl chilló y se tendió de bruces al abrigo de una carreta de víveres. Un suspiro después, dos flechas se clavaron en el vehículo.

Los hombres de mi tienda se habían incorporado de un salto nada más iniciarse la conmoción. Yo los había ignorado, prefiriendo la perspectiva de Ojos de Noche. Pero cuando el sargento irrumpió en la tienda, su primera orden fue:

—Sacadlo de aquí antes de que prendan fuego a la tienda. Vigiladlo. ¡Si vienen a por él, cortadle el cuello!

Las órdenes del sargento fueron acatadas al pie de la letra. Un hombre se arrodilló sobre mi espalda, con su cuchillo apoyado en mi garganta. Otros seis nos rodearon. A nuestro alrededor, en la oscuridad, otros hombres corrían y vociferaban. Se produjo un segundo tumulto cuando estalló en llamas otra tienda, uniéndose a la de Burl, que ahora ardía con fuerza e iluminaba su lado del campamento. La primera vez que intenté levantar la cabeza y ver qué ocurría, el joven soldado que tenía encima me estampó enérgicamente la cara contra el suelo helado. Me resigné al hielo y la grava y seguí observando a través de los ojos del lobo.

Si la guardia de Burl no hubiera estado tan concentrada en vigilarme, y en proteger a Burl, podrían haberse dado cuenta de que ni él ni yo éramos los objetivos de este asalto. Mientras las flechas caían alrededor de Burl y su tienda incendiada, en la zona oscura del campamento los silenciosos invasores se ocupaban de liberar a los contrabandistas, los peregrinos y los ponis. El escrutinio de Ojos de Noche me había revelado que el arquero que había disparado contra la tienda de Burl lucía los rasgos de la familia Asicar. Los contrabandistas habían acudido al rescate de los suyos. Los cautivos escapaban del campamento como la miel de un tarro agujereado mientras los hombres de Burl seguían obsesionados con defendernos a él y a mí.

La opinión que tenía Burl de sus hombres no andaba desencaminada. Más de un soldado aguardaba a que escampara la tormenta de flechas refugiado en alguna tienda o carreta. No dudaba que combatirían bien si los atacaban individualmente, pero nadie se aventuraría a dirigir un asalto contra los arqueros de la colina. Sospeché entonces que el capitán Mark no debía de haber sido el único en hacer negócios con los contrabandistas. El fuego que devolvían era ineficaz, pues las tiendas en llamas les impedían ver con claridad, al tiempo que creaba siluetas y señalaba como objetivos a los arqueros que se ponían de pie para responder al fuego de los contrabandistas.

Todo hubo acabado enseguida. Los arqueros de la colina siguieron disparando flechas sobre nosotros mientras se replegaban, y ese fuego acaparaba la atención de los hombres de Burl. Cuando la lluvia de misiles cesó de repente, Burl rugió de inmediato llamando a su sargento, exigiendo saber si yo seguía retenido. El sargento lanzó una mirada amenazadora a sus hombres, que se apresuraron a informar de que yo seguía en su poder.

El resto de la noche fue un caos. Pasé buena parte de ella boca abajo en la nieve mientras un Burl semidesnudo despotricaba y caminaba en círculos a mi alrededor. El incendio de su tienda había acabado con casi todos sus enseres. Cuando se descubrió la fuga de los contrabandistas y los peregrinos, la noticia perdió importancia ante el hecho de que ninguno de los soldados parecía vestir ropas de la talla de Burl.

Otras tres tiendas habían sido reducidas a cenizas, el caballo de Burl había desaparecido junto con los ponis de los contrabandistas. Pese a todas las airadas amenazas de colérica venganza por su parte, Burl no hizo esfuerzo alguno de organizar una batida de búsqueda. Se conformó con propinarme varias patadas. Despuntaba el alba cuando se le ocurrió preguntar si también se habían llevado a la juglaresa. Así era. Y eso, declaró, demostraba que yo había sido el verdadero objetivo del asalto. Triplicó la guardia a mi alrededor durante el resto de la noche y los dos próximos días de viaje hasta Ojo de Luna. No volvimos a ver a nuestros atacantes, lo que no tenía nada de extraño. Se habían llevado todo cuanto querían y se habían esfumado en las estribaciones montañosas. No me cabía duda de que Nik también tenía refugios a ese lado del río. No podía sentir ningún afecto por el hombre que me había delatado, pero hube de confesar a regañadientes, para mis adentros, que admiraba el que se hubiera llevado a los peregrinos consigo en su huida. Quizá Estornino pudiera componer una canción con eso.

Ojo de Luna parecía una ciudad pequeña encajonada en un pliegue de las faldas de las montañas. Había pocas alquerías en las afueras, y las calles empedradas comenzaban de pronto frente a la empalizada que rodeaba la ciudad. Un centinela nos dio el alto desde una torre elevada sobre las murallas. Cuando entramos pude apreciar que era una ciudad pequeña, sí, pero también próspera. Gracias a las lecciones de Cerica sabía que Ojo de Luna había sido un importante puesto de avanzada militar para los Seis Ducados antes de convertirte en lugar de paso para las caravanas que se dirigían al otro lado de las montañas. Ahora, los comerciantes de ámbar, pieles y tallas de marfil cruzaban Ojo de Luna con frecuencia y la enriquecían a su paso. Al menos así había sido después de que mi padre consiguiera negociar un acuerdo de libre paso con el Reino de las Montañas.

Las recientes hostilidades de Regio lo habían cambiado todo. Ojo de Luna era de nuevo la fortaleza militar que había sido en tiempos de mi abuelo. Los soldados que recorrían las calles lucían el pardo y el oro de Regio en vez del azul de Gama, pero un soldado siempre es un soldado. Los mercaderes tenían el aire cansino y receloso de quienes por toda riqueza tienen un abonaré de su soberano y se preguntan cuan amortizable resultará ser a la larga ese documento. Nuestra procesión llamó la atención de los vecinos, pero era una curiosidad teñida de subrepción la que mostraban. Me pregunté desde cuándo traería mala suerte interesarse más de la cuenta por los asuntos del rey.

Pese a la fatiga que pesaba sobre mí, me descubrí observando la ciudad con curiosidad. Allí era donde me había llevado mi abuelo para dejarme al cuidado de Veraz, y donde Veraz me había entregado a Burrich. Siempre me había preguntado si la familia de mi madre viviría cerca de Ojo de Luna o si habríamos tenido que recorrer una gran distancia para encontrar a mi padre. Pero busqué en vano cualquier hito o punto de referencia que despertara algún recuerdo olvidado de mi niñez. Ojo de Luna se me antojaba tan desconocida y tan familiar al mismo tiempo como cualquier otra pequeña ciudad que hubiera visitado antes.

La ciudad era un hervidero de soldados. Las tiendas y los cobertizos revestían el interior de las murallas. Parecía que la población hubiera experimentado un reciente y repentino crecimiento. Al cabo llegamos a un patio que los animales del tren de equipaje reconocieron como su hogar. Fuimos recibidos y despedidos con precisión militar. Mi guardia me condujo a un achaparrado edificio de madera. La ausencia de ventanas le confería un aire lúgubre. En el interior había una única estancia donde un anciano se sentaba en un taburete bajo junto a una amplia chimenea en la que ardía un fuego acogedor. Menos acogedoras eran las tres puertas con ventanucos de barrotes que daban a esa estancia. Me metieron en una de las celdas, cortaron mis ligaduras y me quedé solo.

Para tratarse de una prisión, era la más agradable en la que me hubieran encerrado jamás. Me descubrí formulando esa idea y enseñé los dientes en algo que no alcanzaba a calificarse de sonrisa. Había un cabecero de cuerdas con un saco de paja a modo de colchón. Había un orinal en un rincón. Entraba algo de luz a través de los barrotes del ventanuco, y algo de calor. No era gran cosa, pero bastaba para sentirse más a gusto que a la intemperie. No ostentaba la severidad de una prisión seria. Decidí que debía de tratarse de un área de contención reservada para los soldados borrachos o insubordinados. Se me hizo raro quitarme la capa y las manoplas y dejarlas a un lado. Me senté en el borde de la cama y aguardé.

Lo único digno de mención que ocurrió esa tarde fue que disfruté de una cena a base de pan, carne e incluso una jarra de cerveza.

El anciano abrió la puerta para entregarme la bandeja. Cuando regresó para llevársela, me dejó dos mantas. Le di las gracias y pareció sobresaltarse. Me sorprendió al comentar:

—Tienes la misma voz que tu padre, además de sus ojos.

Luego me cerró la puerta en las narices, precipitadamente.

Nadie volvió a dirigirme la palabra, y la única conversación que escuché consistía en los juramentos y las pullas de una partida de dados. A juzgar por las voces decidí que había tres hombres más jóvenes en la cámara además del viejo carcelero.

Cuando anocheció, renunciaron a sus dados para conversar con voz queda. Los aullidos del viento que soplaba en el exterior me impedían escuchar lo que decían. Me levanté de la cama sin hacer ruido y me acerqué a la puerta. Cuando me asomé a los barrotes, vi a tres centinelas de guardia. El anciano dormía en la cama que tenía en un rincón, pero estos tres, uniformados con el pardo y el oro de Regio, se tomaban en serio sus responsabilidades. Uno era un muchacho imberbe que seguramente no tuviera más de catorce años. Los otros dos se conducían como soldados. Uno lucía más cicatrices que yo en la cara; decidí que era un pendenciero. El otro tenía una barba meticulosamente arreglada y parecía estar al mando de los otros dos. Todos estaban despiertos, si bien no precisamente alerta. El pendenciero tomaba el pelo al muchacho a propósito de algo. El chico parecía malhumorado. Esos dos, al menos, no congeniaban. El pendenciero dejó de molestar al chaval y empezó a quejarse sobre Ojo de Luna. El licor era malo, había pocas mujeres, y las que había eran más frías que el mismo invierno. Deseaba que el rey les diera rienda suelta y les dejara salir en busca de los ladrones salvajes de la zorra de las montañas. Sabía que podrían abrirse paso hasta Jhaampe y conquistar esa ciudad de leñadores en cuestión de días. ¿Por qué esperar? Su retahila se prolongaba sin visos de tener fin. Los otros dos asentían ante una letanía que debían de conocer bien. Me aparté del ventanuco y volví a acostarme para pensar.

Bonita jaula.

La comida es buena, por lo menos.

No tan buena como la mía. Un poco de sangre caliente en tu carne es lo que necesitas. ¿Vas a escapar pronto?

En cuanto se me ocurra una manera.

Dediqué un momento a explorar concienzudamente los límites de mi celda. Paredes y suelos de madera talada, vieja y dura como el [hierro al tacto. Un techo de planchas firmemente ensambladas que apenas si alcanzaba a rozar con la yema de los dedos. Y la puerta de nadera con su ventana de barrotes.

Si pensaba escapar, tendría que ser por esa puerta. Volví a acercarme al ventanuco.

—¿Puedo beber un poco de agua? —imploré suavemente.

El joven se sobresaltó visiblemente y el pendenciero se rió de él. El tercer guardia me miró, antes de dirigirse en silencio a coger un cazo de agua de un barril que había en la esquina. Se acercó a la ventana y pasó sólo el cazo entre los barrotes. Me dejó beber, lo retiró y se alejó.

—¿Hasta cuándo me van a retener aquí? —dije a su espalda.

—Hasta que estés muerto —fanfarroneó el pendenciero.

—Se supone que no debemos hablar con él —le recordó el muchacho.

—¡Silencio! —ordenó su sargento.

La orden me incluía a mí. Me quedé en la puerta, observándolos, agarrado a los barrotes. El muchacho se puso nervioso, pero el pendenciero me miraba con la avidez de un tiburón que nadara en círculos alrededor de su presa. Haría falta muy poco para provocar una pelea con él. Me pregunté si eso serviría de algo. Estaba harto de que me molieran a palos, pero últimamente parecía ser lo único que se me daba bien. Decidí presionar un poco, a ver qué ocurría.

—¿Por qué no podéis hablar conmigo? —pregunté con curiosidad.

Intercambiaron miradas.

—Apártate de la ventana y cierra el pico —me ordenó el sargento.

—Sólo era una pregunta —protesté con voz meliflua—. ¿Qué puede tener de malo hablar conmigo?

El sargento se puso de pie y me apresuré a retroceder, obediente.

—Yo estoy aquí encerrado y vosotros sois tres. Me aburro, eso es todo. ¿No me podéis contar al menos qué piensan hacer conmigo?

—Harán contigo lo que debieron hacer la primera vez que te mataron. Ahorcarte sobre el río, cortarte en pedazos y quemar tus restos, bastardo —respondió el pendenciero.

El sargento se volvió hacia él.

—Cállate. Te está provocando, imbécil. Que nadie vuelva a dirigirle la palabra. Nadie. Así es como se apoderan de ti los mañosos. Te incitan a hablar. Así mató a Perno y su tropa.

El sargento me lanzó una mirada salvaje que luego volcó también sobre sus hombres. Éstos volvieron a sus puestos. El pendenciero me sonrió con ferocidad.

—No sé qué os habrán contado sobre mí, pero eso es mentira —dije. Nadie replicó—. Mirad, no soy distinto de vosotros. Si tuviera poderes mágicos, ¿creéis que me dejaría enjaular de este modo? No soy un chivo expiatorio, eso es todo. Ya sabéis lo que pasa. Cuando algo sale mal, alguien tiene que pagar el pato. Y esta vez me ha tocado a mí. Venga, miradme y pensad en las historias que os han contado. Conocí a Perno cuando estaba a las órdenes de Regio en Torre del Alce. ¿Os parezco capaz de tumbar a alguien como Perno?

Seguí hablando durante gran parte de su guardia. No creo que los convenciera realmente de mi inocencia. Pero podía convencerles de que ni mis palabras ni sus respuestas entrañaban riesgo alguno. Les hablé de mi vida y mis penurias, convencido de que las repetirían por todo el campamento. Aunque, de qué podría servirme eso, no lo sabía. Pero me quedé en la puerta, aferrado a los barrotes de la ventana y, con movimientos muy discretos, los iba retorciendo. Los forzaba adelante y atrás contra sus engastes. Si se movieron, no pude detectarlo.

El día siguiente se me hizo interminable. Sentía que cada hora que pasaba me acercaba más al peligro. Burl no había venido a verme. Estaba seguro de que me estaba reteniendo, esperando a que viniera alguien para llevárseme. Temía que se tratara de Will. No creía que Regio confiara en nadie más para mi traslado. No quería enfrentarme de nuevo con Will. No me sentía con fuerzas para soportarlo, pasé el día retorciendo mis barrotes y vigilando a mis captores. Al cabo de la jornada, estaba dispuesto a correr el riesgo. Tras mi cena, consistente en queso y gachas de avena, me tendí en la cama y me preparé para habilitar.

Bajé mis murallas con cautela, temiendo encontrar a Burl esperándome al otro lado. Sondeé fuera de mí y no percibí nada. Me armé de valor y lo intenté de nuevo, con el mismo resultado. Abrí los ojos y contemplé la oscuridad. Era injusto. Los sueños de la Habilidad venían y me poseían a su antojo, pero ahora que buscaba ese río de Habilidad, sus aguas me eludían por completo. Realicé otros dos intentos antes de que un dolor palpitante en las sienes me obligara a renunciar. La Habilidad no iba a ayudarme a salir de allí.

Eso te deja la Maña, observó Ojos de Noche. Estaba muy cerca.

Tampoco sé cómo puede ayudarme, le confesé.

Ni yo. Pero he excavado un hoyo bajo la empalizada, por si consigues salir de tu jaula. No ha sido fácil. El suelo está helado y los troncos de la muralla estaban bien enterrados. Pero si logras escapar, podré sacarte de la ciudad.

Bien pensado, celebré. Por lo menos uno de los dos estaba haciendo algo.

¿Sabes dónde voy a dormir esta noche? Había humorismo en su regunta.

¿Dónde vas a dormir?, pregunté obediente.

Justo debajo de tus pies. Había el espacio justo para arrastrarme hasta aquí.

Ojos de Noche, eso es una temeridad. Podrían verte, o descubrir las marcas de tu excavación.

Una decena de perros han estado aquí antes que yo. Nadie se fijará en mis idas y venidas. He pasado la tarde observando esta madriguera de hombres. Todos los edificios tienen hueco debajo. Es muy fácil ir de uno a otro sin que te vean.

Ten cuidado, le advertí, aunque no podía negar que me reconfortaba su proximidad. Pasé una noche intranquila. Los tres guardias se cuidaban de interponer siempre una puerta entre nosotros. Probé suerte con el anciano al día siguiente, cuando me pasó una taza de té y dos mendrugos de pan duro.

—Así que conociste a mi padre —comenté mientras introducía la comida entre los barrotes—. Sabes, no recuerdo nada de él. Nunca pasó tiempo conmigo.

—Considérate afortunado, en ese caso —repuso sucinto el anciano—. Conocer al príncipe no garantizaba que fuese a caerte bien. Era más estirado que el palo de una escoba. No se cansaba de imponernos normas y darnos órdenes, mientras él se dedicaba a engendrar bastardos. Sí, conocí a tu padre. Lo conocí demasiado bien para mi gusto.

Y me volvió la espalda, aniquilando cualquier esperanza que hubiera albergado de convertirlo en mi aliado. Me retiré para sentarme en la cama con mi pan y mi té y contemplé las paredes, desolado. Otro día que transcurría inexorablemente. Estaba seguro de que Will estaba una jornada de viaje más cerca de mí. Otro día más cerca de ser llevado a Puesto Vado. Otro día más cerca de la muerte.

En medio del frío y la oscuridad de la noche, Ojos de Noche me despertó.

Humo. Mucho humo.

Me senté en la cama. Me acerqué a los barrotes y me asomé al ventanuco. El anciano dormía en su catre. El muchacho y el pendenciero jugaban a los dados, mientras su sargento se arreglaba las uñas con su cuchillo. Todo estaba tranquilo.

¿De dónde sale el humo?

¿Quieres que vaya a mirar?

Si puedes. Pero ten cuidado.

Como siempre.

Transcurrió un momento, durante el que permanecí a un lado de la puerta de la celda, observando a mis guardianes. Ojos de Noche se puso en contacto conmigo de nuevo.

Es un edificio grande, huele a cereales. Arde en dos sitios.

¿Nadie ha dado la voz de alarma?

Nadie. Las calles están desiertas. Todos duermen a este lado de la ciudad.

Cerré los ojos y compartí su visión. El edificio era un granero. Alguien había encendido dos fuegos contra sus paredes. Uno se limitaba a humear, pero el otro había prendido bien en la madera seca del edificio.

Vuelve conmigo. A lo mejor podemos aprovechar esta oportunidad.

Espera.

Ojos de Noche cruzó la calle furtivo, yendo de un edificio a otro mientras avanzaba. A nuestra espalda, el fuego del granero comenzó a crepitar conforme cobraba intensidad. Se detuvo, olfateó el aire y cambió de dirección. Pronto descubrió otro incendio. Éste devoraba ávidamente un montón de heno apilado en la parte posterior de otro granero. El humo ascendía lánguidamente, disolviéndose en la noche. De repente, una lengua de fuego saltó y, con gran violencia, la pila entera estalló en llamas. Las chispas ascendieron al cielo en alas de la onda de calor. Algunas refulgían todavía cuando aterrizaron en los tejados vecinos.

Alguien está provocando esos incendios. ¡Vuelve ahora mismo!

Ojos de Noche vino corriendo. Por el camino vio otro fuego que consumía un montón de trapos empapados en aceite y encajados bajo lo esquina de un barracón. Un soplo de brisa errante lo alentaba a explorar. Las llamas prendieron en uno de los pilares que soportaban el edificio y se propagaron por el reverso del suelo.

El invierno había secado la ciudad de madera con su crudo frío, tan a conciencia como el calor del verano. Los cobertizos y las tiendas cubrían los espacios entre los edificios. Si los incendios seguían ardiendo sin ser detectados, toda Ojo de Luna sería una montaña de cenizas al amanecer. Y yo con ellas, si permanecía encerrado en mi celda.

¿Cuántos te vigilan?

Cuatro. Y hay una puerta cerrada con llave.

Uno de esos cuatro tendrá la llave.

Espera. Veamos si mejora la situación. A lo mejor abren la puerta para trasladarme.

En algún lugar, en la ciudad helada, un hombre profirió un grito de alerta. El primer incendio había sido descubierto. Desde el interior de mi celda, escuchaba con los oídos de Ojos de Noche. El griterío aumentó gradualmente, hasta que los guardias de mi prisión se incorporaron, preguntándose qué era lo que ocurría.

Uno de ellos se acercó a la puerta de la calle y la abrió. El frío viento y el olor a humo entraron en tromba en la estancia. El pendenciero miró por encima de su hombro y anunció:

—Parece que hay fuego al otro lado de la ciudad.

En un instante, los otros dos hombres estaban asomados a la puerta. Su tensa conversación despertó al anciano, que se acercó a su vez para echar un vistazo. Afuera, alguien corría por la calle, gritando:

—¡Fuego! ¡Fuego en el granero! ¡Traed cubos!

El muchacho miró a su sargento.

—¿Voy a ver qué pasa?

El hombre vaciló, pero la tentación era demasiado poderosa.

—No. Iré yo. Tú quédate aquí y estáte atento.

Cogió su capa y se adentró en la noche. El muchacho lo vio par tir, desilusionado. Se quedó de pie en el umbral, escudriñando la oscuridad. Entonces:

—¡Mirad, hay más llamas! ¡Por allí! —exclamó.

El pendenciero masculló una maldición y recogió su capa.

—Voy a echar un vistazo.

—¡Pero si nos han dicho que nos quedemos y vigilemos al bastardo!

—¡Quédate tú! ¡Vuelvo enseguida, quiero ver qué ocurre!

Pronunció las últimas palabras por encima del hombro, mientras se alejaba corriendo. El muchacho y el anciano cruzaron la mirada, el viejo volvió a echarse en su cama, pero el joven se quedó plantado en la puerta. Desde mi ventanuco se divisaba un resquicio de la calle. Un puñado de hombres pasaron corriendo; luego alguien conduciendo una carreta a gran velocidad. Todo el mundo parecía dirigirse hacia el fuego.

—¿Qué aspecto tiene? —pregunté.

—Desde aquí no se ve nada. Sólo llamas al otro lado de los establos. Hay un montón de chispas volando por los aires. —El muchacho parecía contrariado por encontrarse tan lejos de la diversión. De pronto recordó con quién estaba hablando. Metió la cabeza de repente y cerró la puerta de golpe—. ¡No me dirijas la palabra! —me advirtió, antes de sentarse.

—¿El granero está muy lejos de aquí? —pregunté. Se negó a mirarme siquiera y se quedó contemplando la pared, impertérrito—. Porque —continué en tono familiar— me pregunto qué haréis si el incendio se propaga hasta aquí. No me haría gracia quemarme vivo. Os habrán dejado las llaves, ¿no?

El muchacho miró de inmediato al anciano. Éste hizo un gesto involuntario hacia su bolsa como si quisiera cerciorarse de que las tenía todavía, pero ninguno dijo nada. Me quedé junto a la ventana barrada y lo observé. Transcurrido un momento, el muchacho volvió a asomarse a la puerta. Vi cómo apretaba los dientes. El anciano se arrimó para mirar por encima de su hombro.

—Se está propagando, ¿a que sí? Los incendios son terribles en invierno. Todo arde como la yesca.

El muchacho no respondió, pero se volvió para observarme. La mano del anciano tanteó la llave que guardaba en su bolsa.

—Podéis maniatarme y sacarme de aquí. Ninguno de nosotros querrá estar dentro del edificio si las llamas llegan hasta aquí. El muchacho me miró de reojo.

—No soy imbécil —me dijo—. No seré yo el que muera para que tú puedas escapar.

—Por mí te puedes pudrir en el sitio, bastardo —añadió el anciano. Volvió a estirar el cuello hacia la calle. Aun a esa distancia pude escuchar el tumulto cuando uno de los edificios se desplomó envuelto en llamas. El viento ahora estaba cargado de humo y vi cómo se acumulaba la tensión en la postura del chico. Un hombre pasó corriendo por delante de la puerta abierta, gritando algo al muchacho sobre un alboroto en la plaza del mercado. Lo siguieron más hombres, y escuché el tintineo de las espadas y las armaduras que tañían al compás de sus zancadas. La ceniza cabalgaba ahora a lomos del viento y el rugido de las llamas era más fuerte que los aullidos del vendaval. El humo grisaba el firmamento nocturno.

De repente el muchacho y el anciano retrocedieron dando tumbos. Ojos de Noche los siguió, enseñándoles todos los dientes que tenía. Ocupaba la puerta y les cortaba su única vía de escape. El gruñido que profirió se impuso al crepitar de las llamas del exterior.

—Abrid la puerta de mi celda y no os hará daño —les dije. El muchacho desenvainó su espada. Era bueno. No esperó a que lobo tomara la iniciativa, sino que cargó contra él, con la espada a media altura, obligando a Ojos de Noche a recular hacia la puerta. Ojos de Noche esquivó la estocada, pero ya no los tenía acorralados. El muchacho aprovechó la ocasión y salió a la calle siguiendo al lobo. En llanto la puerta estuvo despejada, el anciano la cerró de golpe.

—¿Te vas a quedar y arder vivo conmigo? —pregunté en tono familiar.

No tardó ni un segundo en decidirse.

—¡Arde tú solo! —escupió.

Abrió la puerta de nuevo y salió corriendo.

¡Ojos de Noche! La llave la tiene ése, el viejo que huye.

Es mío.

Me había quedado a solas en la prisión. Casi esperaba que el muchacho regresara, pero no lo hizo. Así los barrotes del ventanuco y zarandeé la puerta contra su cerrojo. Apenas si se movió. Uno de los barrotes parecía haberse soltado. Tiré de él, apoyando los pies en la puerta para cargar todo mi peso sobre él. Una eternidad más tarde, uno de los extremos se liberó. Lo doblé y lo moví adelante y atrás hasta que me quedé con él en la mano. Pero aunque lograra arrancar todos los barrotes, la abertura seguiría siendo demasiado pequeña para colarme por ella. El barrote suelto era demasiado grueso para encajarlo en el quicio de la puerta y hacer palanca con él. Podía oler el humo por todas partes ahora, denso en el aire. El fuego estaba cerca. Cargué contra la puerta con el hombro por delante, pero ni siquiera se meneó. Metí un brazo por la ventana y tanteé. Rocé con los dedos una pesada barra de metal. Encontré el candado que la mantenía en su sitio. Podía rozarla, pero nada más. No sabía si hacía más calor allí dentro realmente o si eran imaginaciones mías.

Aporreaba ciegamente con mi barrote el candado y las abrazaderas que sujetaban la barra cuando se abrió la puerta de la calle. Una mujer vestida con la librea parda y dorada de Regio irrumpió en la sala.

—Vengo a llevarme al bastardo —anunció.

Luego comprendió que se dirigía a una estancia vacía.

Un momento después, se quitó la capucha y se convirtió en Estornino. La miré sin poder salir de mi asombro.

—Es más fácil de lo que esperaba —dijo con una radiante sonrisa. Parecía distorsionada en medio de su rostro magullado, más semejante a una mueca.

—Puede que no —dije casi sin voz—. La puerta está cerrada con llave.

Su sonrisa se convirtió en un rictus de desolación.

—La parte de atrás de este edificio se ha incendiado.

Me quitó el barrote con la mano que no tenía vendada. Cuando lo levantó para descargarlo sobre el candado, Ojos de Noche apareció en la puerta. Entró en la sala y soltó la bolsa del anciano en el suelo. El cuero estaba manchado de sangre.

Lo miré, horrorizado.

—¿Lo has matado?

Le he quitado lo que querías. Date prisa. Esta jaula está ardiendo.

Por un momento fui incapaz de moverme. Miré a Ojos de Noche y me pregunté en qué lo estaba convirtiendo. Había perdido parte de su inocencia salvaje. Los ojos de Estornino saltaron del lobo a mí, y de mí a la bolsa tirada en el suelo. No se movió.

Tú también has perdido parte de lo que te hace humano. Ahora no tenemos tiempo para esto, hermano. ¿No matarías a un lobo para salvar mi vida?

No hacía falta que respondiera a su pregunta.

—La llave está dentro de la bolsa —dije a Estornino. Por un momento se limitó a quedarse mirándola. Luego se agachó y sacó la pesada llave de hierro de la bolsa de cuero. Vi cómo la introducía en la cerradura, rezando para no haber estropeado el mecanismo con mis golpes. Giró la llave, abrió el candado y corrió la barra. Cuando salí me ordenó:

—Coge las mantas. Las necesitarás. Hace un frío espantoso en la calle.

Mientras las recogía sentí el calor que emanaba de la pared de mi celda. Cogí la capa y las manoplas. El humo empezaba a filtrarse entre las tablas. Huimos con el lobo pisándonos los talones.

Nadie reparó en nosotros en el exterior. El fuego estaba fuera de control. Se había adueñado de la ciudad y ardía donde le apetecía. Las personas que vi se afanaban en la egoísta tarea de rescatar sus posesiones y sobrevivir. Un hombre pasó corriendo junto a nosotros, cargado de enseres, sin dedicarnos más que un vistazo de advertencia. Me pregunté si esos enseres le pertenecían. Calle abajo vi un establo engullido por las llamas. Los mozos de cuadra, frenéticos, sacaban a ristras a los caballos, pero los gritos de agonía de los animales atrapados aún en el interior eran más escalofriantes que el viento helado. Con un estrépito tremendo, un edificio se derrumbó al otro lado de la calle, proyectando hacia nosotros un gigantesco suspiro de aire caliente y cenizas. El viento había propagado el fuego por toda Ojo de Luna. Corría de edificio en edificio, transportando chispas candentes y cenizas asfixiantes por encima de las murallas, hacia el bosque. Me pregunté si conseguiría contenerlo la nieve.

—¡Corre! —exclamó enfadada Estornino, y me di cuenta de que me había quedado paralizado, boquiabierto.

Abrazado a las mantas, la seguí sin decir palabra. Recorrimos corriendo las calles sinuosas de la ciudad incendiada. La juglaresa parecía conocer el camino.

Llegamos a un cruce. Algún tipo de pelea había tenido lugar allí. Cuatro cuerpos yacían en medio de la calle, todos ellos vestidos con los colores de Lumbrales. Me detuve, me agaché sobre una de las víctimas y le arrebaté el cuchillo y la bolsa que colgaban de su cinto.

Nos acercábamos a las puertas de la ciudad. Una carreta apareció de pronto junto a nosotros. Los dos caballos que tiraban de ella echaban espumarajos por la boca.

—¡Subid! —nos gritó alguien.

Estornino se encaramó al vehículo sin pensárselo dos veces.

—¿Hervidera? —pregunté.

—¡Date prisa! —fue su respuesta.

Subí y el lobo se aupó de un salto a mi lado. La anciana no esperó a que nos acomodáramos antes de azotar con las riendas a los caballos. La carreta salió disparada con un trompicón.

Las puertas estaban frente a nosotros. Abiertas y desguarnecidas, se abatían sobre sus goznes a merced del viento inflamado por el fuego. A un lado atisbé un cuerpo inerte. Hervidera no aminoró la marcha. Cruzamos las puertas sin mirar atrás, y tomamos la carretera oscura dando tumbos, uniéndonos a los demás carros y carretillas que huían de la conflagración. Todo el mundo parecía encaminarse a las escasas alquerías de los alrededores para buscar refugio esa noche pero Hervidera continuó azuzando a nuestros caballos. Cuando la oscuridad aumentó y el torrente de refugiados disminuyó, Hervidera imprimió más velocidad aún a los animales. Ante nosotros sólo había negrura.

Estornino miraba hacia la ciudad.

—Se suponía que sólo iba a ser una distracción —dijo ella, sobrecogida.

Me giré para mirar atrás.

Un inmenso fulgor naranja silueteaba la empalizada de Ojo de Luna. Las chispas volaban hacia el firmamento nocturno como enjambres de abejas. El rugido de las llamas competía con el de un vendaval. Ante nuestros ojos, un edificio se desplomó y otra ola de chispas se elevó por los aires.

—¿Una distracción? —La miré en la penumbra—. ¿Todo eso lo has hecho tú? ¿Para rescatarme?

Estornino esbozó una sonrisa.

—Lamento decepcionarte, pero no. Hervidera y yo hemos venido a por ti, pero eso no es obra nuestra, sino de la familia de Nik. Venganza contra quienes incumplieron el pacto que tenían con ellos. Fueron a buscarlos y los asesinaron. Luego se marcharon. —Meneó la cabeza—. Es demasiado complejo para explicártelo todo ahora, aunque lo comprendiera. Al parecer la guardia real de Ojo de Luna es corrupta desde hace años. Recibían sobornos para hacer la vista gorda con los contrabandistas. Y la familia Asicar se ocupaba de que los soldados destacados aquí disfrutaran de lo mejor de la vida. Supongo que el capitán Mark se llevaba la mayor parte de los beneficios. No era el único, pero tampoco se mostraba demasiado espléndido a la hora de compartir.

»Luego llegó Burl. No sabía nada de ese acuerdo. Trajo consigo un enorme destacamento de soldados e intentó imponer la disciplina militar en la ciudad. Nik te entregó a Mark. Pero mientras esto ocurría, alguien vio la ocasión de delatar a Mark. Burl pensó que podría atraparte y librarse al mismo tiempo de una caterva de contrabandistas. Pero Nik Asicar y su clan habían pagado generosamente por el libre paso de los peregrinos. Los soldados incumplieron su palabra, y así se rompió también la promesa hecha por los Asicar a los peregrinos. —Meneó la cabeza. Su voz se tornó tirante—. Varias mujeres fueron violadas. Un niño murió a causa del frío. Otro hombre no volverá a caminar porque intentó defender a su esposa. —Por un instante, lo único que se escuchó fue el traqueteo de la carreta y el distante rugido de las llamas. Los ojos de Estornino se veían sombríos cuando volvió la mirada hacia la ciudad—. ¿Has oído hablar del honor entre ladrones? Bueno, Nik y sus hombres han vengado a los suyos.

Yo seguía contemplando la destrucción de Ojo de Luna. Burl y sus lumbraleños me importaban un comino. Pero allí había mercaderes, comerciantes, familias y hogares. Las llamas lo devoraban todo. Y los soldados de los Seis Ducados habían violado a sus prisioneras como si fueran corsarios proscritos en vez de guardias del rey. Soldados de los Seis Ducados, a las órdenes del rey de los Seis Ducados. Negué con la cabeza.

—Artimañas los habría ahorcado a todos.

Estornino carraspeó.

—No te culpes —me dijo—. Hace tiempo que aprendí a no culparme por las injusticias cometidas contra mí. No ha sido culpa mía. Ni siquiera ha sido culpa tuya. Simplemente eres el catalizador que inició esta cadena de acontecimientos.

—No me llames así —le rogué.

La carreta avanzaba bamboleándose, sumergiéndonos en las profundidades de la noche.