La Otra Orilla
Los marginados siempre se han burlado de las gentes de los Seis Ducados, tildándonos de esclavos del suelo, campesinos dignos únicamente de escarbar en la tierra. Eda, la diosa madre de las cosechas abundantes y los grandes rebaños, es considerada por los marginados una deidad digna de personas complacientes y sin espíritu. Ellos sólo adoran a El, el dios de los mares. No es una deidad a la que dar gracias por nada, sino por la que jurar. Las únicas bendiciones que envía a sus adoradores son tormentas y penalidades que los fortalecen.
En este sentido juzgan mal a las gentes de los Seis Ducados. Consideran que la gente que trabaja en el campo y cuida de sus rebaños no tiene más espíritu que sus ovejas. Se abalanzaron sobre nosotros sembrando la muerte y la destrucción y confundieron nuestra preocupación por debilidad. Aquel invierno, los aldeanos de Gama y Osorno, de Garrón y Torote, los pescadores y los pastores, los ganaderos y los porquerizos, tomaron el relevo de la guerra que tan mal dirigían nuestros nobles enfrentados y nuestros dispersos ejércitos. Los habitantes de un país no pueden permanecer oprimidos eternamente; antes bien, se alzarán en defensa propia, ya sea contra los invasores extranjeros o contra un dirigente injusto.
Los demás rezongaban a la mañana siguiente a causa del frío y las prisas. Hablaban con añoranza de gachas calientes y pasteles recién salidos del horno. Había agua caliente, pero poco más con lo que llenarnos el estómago. Preparé un cazo de té para Hervidera y luego llené mi taza de agua caliente. El dolor me hizo entornar los párpados mientras hurgaba en mi hato en busca de corteza feérica. Mi sueño con la Habilidad de la noche anterior me había dejado enfermo y tembloroso. Con sólo pensar en la comida se me revolvía el estómago. Hervidera dio un sorbo de té y me observó mientras yo empleaba mi cuchillo para rascar limaduras de un trozo de corteza que luego echaba en mi taza. Era difícil esperar a que hirviera el líquido. Su extrema amargura me inundó la boca, pero casi al instante sentí cómo remitía mi jaqueca. Hervidera extendió una mano agarrotada de repente para arrebatarme el pedazo de corteza de los dedos. Lo observó, lo olisqueó y exclamó:
—¡Corteza feérica! —Me miró horrorizada—. Es una hierba espantosa para que la utilice un jovencito como tú.
—Me calma los dolores de cabeza —le dije.
Tomé aliento para armarme de valor y apuré el contenido de mi taza. Los posos de corteza se me pegaban a la lengua. Me obligué a tragarlos, limpié la taza y volví a guardarla en mi mochila. Extendí la mano y Hervidera me devolvió el trozo de corteza, aunque a regañadientes. Seguía mirándome de forma muy extraña.
—Nunca había visto a nadie beberla de ese modo. ¿Sabes para qué la usan en Chalaza?
—Me han dicho que se la dan a los esclavos de las galeras, para darles fuerza.
—Les da fuerza y les quita esperanza. Quien ingiere corteza feérica se desanima enseguida. Es más fácil de controlar. Quizá mitigue el dolor de cabeza, pero también embota el cerebro. Yo que tú tendría cuidado con ella.
Me encogí de hombros.
—Hace años que la tomo —dije mientras guardaba la hierba.
—Mayor motivo para dejarlo ahora —repuso con aspereza.
Me entregó su mochila para que se la colocara en la carreta.
Era media tarde cuando Nik ordenó que se detuviera la caravana. Se adelantó a caballo con dos de sus hombres, mientras los demás nos aseguraban que no ocurría nada. Nik quería comprobar el punto de travesía antes de que llegáramos. Ni siquiera tuve que mirar a Ojos de Noche. Se escabulló para seguir a Nik y sus hombres. Me acomodé en el asiento y me abracé, intentando conservar mi calor corporal.
—Eh, tú. ¡Llama a tu perro! —me ordenó de improviso uno de los hombres de Nik.
Me senté erguido y fingí mirar a mi alrededor, buscándolo.
—Habrá olido algún conejo. Ya volverá. Me sigue a todas partes.
—¡Llámalo ahora mismo! —dijo el hombre, amenazador.
De modo que me puse de pie en el pescante y llamé a Ojos de Noche. No acudió. Me encogí de hombros, me disculpé y volví a sentarme. Uno de los contrabandistas siguió mirándome enfadado, pero no le hice caso.
El día había sido frío y despejado, cortante el viento. Hervidera había pasado toda la jornada sumida en un silencio abatido. Dormir en el suelo había reavivado el antiguo dolor de mi hombro, en el que sentía una puñalada constante. No quería ni imaginarme cómo debía de sentirse ella. Intenté pensar únicamente en que pronto cruzaríamos el río, y que después las montañas ya no estarían tan lejos. Quizá en las montañas pudiera sentirme a salvo por fin de la camarilla de Regio.
Unos hombres tiran de unas cuerdas río arriba. Cerré los ojos e intenté ver lo que veía Ojos de Noche. Resultaba complicado, pues se fijaba en las personas, mientras que yo quería ver qué era lo que estaban haciendo. Pero justo cuando comprobé que estaban utilizando una guía para tender un cabo más grueso hasta el otro lado del río, dos hombres más, en la otra orilla, empezaron a excavar enérgicamente en medio de un montón de madera de deriva apilado en un recodo de la ribera. Pronto apareció la barcaza camuflada, y los hombres se aplicaron a la tarea de desincrustar la capa de hielo que la cubría.
—¡Despierta! —exclamó Hervidera, irritada, y me propinó un codazo en las costillas.
Enderecé la espalda y vi que la otra carreta ya se había puesto en movimiento. Agité las riendas de la yegua y seguí a los demás. Recorrimos un trecho por la carretera del río antes de desviarnos hacia una sección despejada de la orilla. Allí encontramos unas cabañas calcinadas, víctimas al parecer de los incendios de hacía años. También había una tosca rampa de troncos y mortero, estropeada por el paso del tiempo. En la otra orilla se divisaban los restos de la antigua barcaza, semihundida. El hielo la cubría en parte, aunque también sobresalían de ella hierbas secas. Hacía muchas estaciones que no flotaba. Las cabañas del otro lado se veían tan desvencijadas como las de éste, con sus tejados de paja completamente hundidos. Tras ellas se alzaban suaves colinas cubiertas de árboles perennes. Más allá, majestuosas en la distancia, las cumbres del Reino de las Montañas.
Un equipo de hombres había afianzado la barcaza revelada y la maniobraban a través del río en dirección a nosotros. La proa se hundía en la corriente. La barcaza estaba firmemente sujeta a la maroma de remolque; aun así, el río embravecido pugnaba por desprenderla y arrastrarla corriente abajo. No era una embarcación espaciosa. Una carreta con su tiro cabría a duras penas. Había barandillas a los lados de la barcaza, pero por lo demás consistía en una simple cubierta lisa. En nuestra orilla, los ponis que montaban Nik y sus hombres se habían enganchado a la sirga mientras, al otro lado, una recua de mulas pacientes reculaba despacio hacia el agua. Conforme la barcaza avanzaba lentamente hacia nosotros, su proa subía y bajaba al compás de las aguas. La corriente espumaba y chapaleaba contra sus costados, mientras los ocasionales hundimientos de la proa lanzaban por los aires surtidores de agua. No íbamos a alcanzar la otra orilla con la ropa seca.
Los peregrinos murmuraban ansiosos, pero la voz de un hombre se alzó de repente para acallarlos.
—¿Acaso tenemos otra elección? —señaló.
El silencio siguió a sus palabras. Vieron cómo avanzaba la barcaza con mudo temor.
La carreta y el tiro de Nik fueron los primeros en embarcar. Quizá Nik esperaba infundir valor a los peregrinos con ese gesto. Vi cómo la barcaza alcanzaba la vieja rampa y era amarrada con la proa en tierra. Percibí la renuencia de su tiro, pero también que los animales estaban familiarizados con esto. Nik en persona los subió a la embarcación y les sujetó la cabeza mientras dos de sus hombres gateaban y amarraban el carro a las abrazaderas. Después Nik se apeó e hizo una señal con la mano. Los dos hombres se incorporaron, uno al lado de cada caballo, mientras la recua de mulas de la otra orilla se ponía en movimiento. La barcaza partió y se adentró en la corriente. Cargada, se hundía todavía más en el agua, pero no se bamboleaba tanto como cuando estaba vacía. En dos ocasiones la proa ascendió y cayó con la fuerza suficiente para levantar una cortina de agua que cubrió la embarcación por completo. Todo era silencio en nuestro lado del río mientras asistíamos a la travesía de la barcaza. En la otra orilla, tiraron de ella y la amarraron, se desenganchó la carreta y los hombres se la llevaron colina arriba.
—Ea. Ya veis que no hay de qué preocuparse.
Nik sonreía mientras hablaba, pero dudaba que creyera en sus propias palabras.
Un par de hombres viajaron a bordo de la barcaza en el trayecto: de vuelta. No parecía que estuvieran disfrutando de la travesía. Se agarraban con fuerza a las barandillas y torcían el gesto cada vez que el agua les salpicaba la cara. Los dos estaban empapados cuando alcanzaron nuestra orilla y desembarcaron. Uno de ellos llamó a Nik aparte y empezó a departir con él con gesto airado, aunque al final le dio una palmada en el hombro y se rió sonoramente como si se tratara de una simple broma. Extendió la mano y le entregaron una bolsita. La sopesó con gesto de aprobación antes de colgársela del cinturón.
—Siempre cumplo mis promesas —recordó, antes de dirigirse hacia nosotros.
Los peregrinos fueron los siguientes en cruzar el río. Algunos de ellos preferían viajar montados en el carromato, pero Nik les explicó pacientemente que, cuanto más pesada fuese la carga, más se hundiría la barcaza en el río. Los condujo a bordo de la embarcación y se aseguró de que todo el mundo tuviera un trozo de barandilla al que agarrarse.
—Vosotros también —dijo, señalándonos a Hervidera y a mí.
—Iré en mi carreta —declaró la anciana, pero Nik meneó la cabeza.
—A tu yegua no le va a gustar esto. Si se desmanda, será mejor que no estés a bordo con ella. Hazme caso. Sé lo que me hago. —Me miró de soslayo—. ¿Tom? ¿Te importa cruzar con el animal? Parece que sabes dominarla. —Asentí y Nik concluyó—: Ea, ya está, Tom se ocupará de tu yegua. Ahora, vamos allá.
Hervidera frunció el ceño, pero hubo de admitir que las palabras de Nik tenían sentido. La ayudé a apearse y Estornino la cogió del brazo y la acompañó hasta la barcaza. Nik subió a bordo y dirigió unas breves palabras a los peregrinos, diciéndoles que se sujetaran con fuerza y no temieran. Tres de sus hombres embarcaron con ellos. Uno insistió en coger en brazos a la niña más pequeña.
—Sé lo que nos espera —dijo a la ansiosa madre—. Me encargaré de que llegue al otro lado. Usted sólo tiene que cuidar de sí misma.
La niña empezó a llorar en ese momento y su llanto estridente se escuchó incluso por encima del ronco rumor de las aguas cuando la barcaza se adentró en el río. Nik los vio partir a mi lado.
—No les pasará nada —dijo, más para sí que para mí. Se volvió hacia mí con una sonrisa—. Bueno, Tom, unos cuantos viajes más y ese pendiente tan bonito que llevas será mío.
Asentí en silencio. Había dado mi palabra al cerrar el trato, pero no me hacía ninguna ilusión.
Pese a sus palabras, Nik exhaló un suspiro de alivio cuando la barcaza llegó a la otra orilla. Los peregrinos, calados de agua hasta las cejas, desembarcaron mientras los contrabandistas amarraban la embarcación. Vi cómo Estornino ayudaba a bajar a Hervidera, y luego algunos de los hombres de Nik las condujeron orilla arriba hasta el refugio que proporcionaban unos árboles. Después la barcaza regresó hasta nosotros, con otros dos hombres a bordo. El carromato vacío de los peregrinos fue el siguiente, junto a un par de ponis. Los caballos de los peregrinos no estaban contentos con la idea de subir a la barcaza. Hizo falta vendarles los ojos y que tiraran tres hombres de ellos para persuadirlos. Una vez a bordo y amarrados, los caballos siguieron debatiéndose cuanto podían, piafando y sacudiendo la cabeza. Los vi cruzar. Al otro lado, no hizo falta animarlos a desembarcar, cosa que hicieron rápidamente. Un hombre cogió sus riendas y el carromato ascendió la colina y se perdió de vista.
Los dos contrabandistas que cruzaron de regreso sufrieron la peor travesía de todas. Se encontraban en medio del río cuando apareció un tronco inmenso flotando en dirección a la barcaza. Sus raíces parecían manos monstruosas que se agitaban a merced de la feroz corriente. Nik reunió nuestros ponis y todos corrimos a ayudarles a tirar de la cuerda, pero aun así el tronco chocó de refilón contra la embarcación. Los hombres a bordo gritaron cuando el impacto los zarandeó aferrados a la barandilla. Uno estuvo a punto de caer por la borda, pero consiguió agarrarse de nuevo con todas sus fuerzas. Los dos desembarcaron maldiciendo y lanzándonos miradas furibundas, como si sospecharan que el accidente había sido intencionado. Nik aseguró la barcaza y comprobó los cabos que la sujetaban a la cuerda de arrastre. El impacto había soltado una de las barandillas. Meneó la cabeza pesaroso y advirtió a sus hombres sobre ello mientras subían a bordo la última carreta.
Su travesía no fue más accidentada que cualquiera de las anteriores. La observé con trepidación, sabedor de que yo era el siguiente. ¿Te apetece darte un chapuzón, Ojos de Noche?
Merecerá la pena si hay buena caza al otro lado, respondió, aunque pude apreciar que compartía mi nerviosismo.
Procuré calmarme, y también a la yegua de Hervidera, mientras los contrabandistas amarraban la barcaza a la pasarela. Hablé en tono conciliador al animal mientras la conducía, haciendo todo lo posible por asegurarle que todo iba a salir bien. Pareció aceptarlo y subió tranquilamente a las estropeadas tablas de la cubierta. Mientras la apaciguaba, le explicaba cada una de mis acciones. No se movió mientras la ataba a la argolla de la cubierta. Dos de los hombres de Nik aseguraron la carreta. Ojos de Noche subió de un salto y luego se agazapó, con las uñas clavadas en la madera. No le gustaba la avidez con que tiraba el río de la embarcación. La verdad sea dicha, a mí tampoco. Avanzó hasta situarse a mi lado, con las patas abiertas.
—Cruzad con Tom y la carreta —dijo Nik a los hombres empapados que ya habían realizado un viaje—. Mis muchachos y yo llevaremos nuestros ponis en el último viaje. No os acerquéis mucho a la yegua, por si se pone a repartir coces.
Subieron a bordo con recelo, observando a Ojos de Noche casi con la misma desconfianza con que vigilaban a la yegua. Se arracimaron detrás de la carreta y se quedaron allí. Ojos de Noche y yo nos colocamos en la proa. Allí esperaba estar lo bastante lejos del alcance de los cascos de la yegua. En el último momento, Nik declaró:
—Me parece que voy a dar este viaje con vosotros.
Puso en marcha la barcaza con una sonrisa y un gesto de despedida para sus hombres. La recua de mulas de la otra orilla del río echó a caminar y, con un trompicón, nos adentramos en el río.
Ver una cosa nunca es lo mismo que hacerla. Contuve el aliento cuando me bañó la primera rociada de agua. De pronto éramos un juguete en manos de un niño impredecible. El río atronaba a nuestro alrededor, zarandeando la barcaza y rugiendo de frustración por no poder atraparnos. El furioso caudal era ensordecedor. La barcaza se hundió de pronto y hube de agarrarme a la barandilla mientras una ola inundaba la cubierta y tiraba de mis tobillos. La segunda vez que el agua saltó desde la proa y nos caló a todos, la yegua relinchó. Me solté de la barandilla, con la intención de sujetar sus arneses. Dos de los contrabandistas tuvieron la misma idea. Avanzaban lentamente, agarrados a la carreta. Les indiqué que se apartaran y me giré hacia el animal.
Nunca sabré qué se proponía el hombre. Quizá golpearme con la empuñadura de su cuchillo. Atisbé el movimiento por el rabillo del ojo y me volví para encararme con él en el preciso instante que la barcaza corcoveaba de nuevo. Erró el golpe y trastabilló hasta chocar con la yegua. El animal, que ya estaba nervioso, sucumbió a un frenesí de coces. Levantó la cabeza precipitadamente, estrellándola contra mí. Casi había recuperado el equilibrio cuando el hombre intentó agredirme de nuevo. Detrás de la carreta, Nik peleaba con otro hombre. Vociferaba airado sobre su palabra y su honor. Esquivé la acometida de mi atacante cuando una ola superaba la proa. La fuerza del agua me empujó hacia el centro de la embarcación. Me así a una rueda de la carreta y me quedé allí, boqueando sin aliento. Había desenfundado a medias mi espada cuando alguien me agarró por la espalda. Mi primer agresor se cernió sobre mí, sonriendo, empuñando el cuchillo por el mango esta vez. De repente pasó volando junto a mí una exhalación de pelo mojado. Ojos de Noche le alcanzó de pleno en el pecho, lanzándolo contra la barandilla.
Oí el crujido de la madera carcomida. Despacio, muy despacio, lobo, hombre y barandilla se vencían hacia las aguas. Salté tras ellos, arrastrando a mi asaltante conmigo. Mientras caían, conseguí agarrarme a los restos del poste y a la cola de Ojos de Noche. Para ello hube de sacrificar mi espada. Sólo le sujetaba la punta del rabo, pero con fuerza. El lobo levantó la cabeza, arañó enloquecido el filo de la barcaza. Comenzó a subir de nuevo.
En ese momento una bota cayó sobre mi hombro. El dolor sordo que habitaba en él explotó. La siguiente patada me alcanzó en la sien. Vi cómo se abrían mis dedos, vi cómo se alejaba Ojos de Noche, cómo lo atrapaba el río y se lo llevaba.
—¡Hermano! —exclamé.
El río se tragó mis palabras, y la siguiente ola que se adueñó de la cubierta me llenó de agua la nariz y la boca. Cuando pasó, intenté incorporarme a cuatro patas. El hombre que me había golpeado se arrodilló junto a mí. Sentí la presión de su cuchillo en mi cuello.
—Quédate donde estás y no te muevas —me sugirió amenazador. Se giró y gritó a Nik—: ¡Voy a hacerlo a mi manera!
No respondí. Estaba sondeando desesperadamente, volcando todas mis fuerzas en la búsqueda del lobo. La barcaza se bamboleaba bajo mis pies, el río atronaba a mi alrededor, me cubrían las olas. Frío y agua. Agua en la nariz y en la boca, asfixiándome. No sabía dónde terminaba yo y dónde empezaba Ojos de Noche. Si es que seguía con vida.
La barcaza golpeó la rampa de improviso.
Me levantaron con torpeza y me condujeron a la orilla. El hombre armado retiró su cuchillo antes de que el segundo pudiera agarrarme del pelo. Me levanté peleando, sin importarme lo que pudieran hacer conmigo. Irradiaba odio y furia, y los caballos nerviosos se contagiaron de mis emociones. Uno de los hombres se acercó demasiado a la yegua y ésta le propinó una coz en las costillas. Eso dejaba a dos en pie, o eso pensaba. Empujé a uno con el hombro con la intención de tirarlo al agua. Consiguió sujetarse a la barcaza y se quedó allí mientras yo estrangulaba a su compañero. Nik gritó lo que parecía una advertencia. Le estaba retorciendo el pescuezo, aporreando la cubierta con su cabeza, cuando los demás cayeron sobre mí. Estos lucían abiertamente su uniforme pardo y dorado. Intenté obligarlos a que me mataran, pero no lo hicieron. Oí más voces a lo lejos, procedentes de la colina, y reconocí los gritos de rabia de Estornino.
Un momento después, yacía maniatado en la ribera cubierta de nieve. Un hombre me vigilaba con su espada desenvainada. No sabía si me estaba amenazando, o si le habían encomendado impedir que los demás me mataran. Formaban un círculo, me observaban con avidez, como una manada de lobos que acabara de abatir a un ciervo. Me daba igual. Enloquecido, sondeé, sin importarme nada de lo que pudieran hacer conmigo. Sentí que, en alguna parte, Ojos de Noche luchaba por su vida. Mi percepción de él disminuía mientras dedicaba todas sus energías a la simple tarea de sobrevivir.
De pronto Nik se desplomó a mi lado. Tenía un ojo hinchado y, cuando sonrió, vi que tenía los dientes manchados de sangre.
—Bueno, Tom, aquí estamos, al otro lado del río. Te dije que te traería aquí, y aquí estamos. Ahora el pendiente me pertenece, como acordamos.
Mi guardia le dio una patada en las costillas.
—Silencio —gruñó.
—Esto no es lo que acordamos —insistió Nik cuando recuperó el aliento.
Los miró a todos, intentando elegir un interlocutor.
—Tenía un trato con vuestro capitán. Le dije que le entregaría a este hombre y, a cambio, él me ofreció oro y paso libre. Para mí y para los demás.
El sargento se rió con sorna.
—Bueno, no sería la primera vez que el capitán Mark hace un trato con un contrabandista. Curioso. Ninguno de ellos nos ha reportado nunca beneficios, ¿en, muchachos? Y el capitán Mark se encuentra río abajo en estos momentos, de modo que resulta complicado saber qué te prometió. Cómo le gustaba cubrirse de gloria, al bueno de Mark. En fin, él ya no está. Pero yo sé cuáles son mis órdenes, y éstas son arrestar a todos los contrabandistas y llevarlos de vuelta a Ojo de Luna. Que no se diga que soy un insubordinado.
El sargento se agachó y arrebató a Nik la bolsita de oro, y también su bolsa. Nik se debatió, y perdió bastante sangre en el proceso. No me molesté en presenciar el espectáculo. Me había entregado a los guardias de Regio. ¿Cómo había descubierto mi identidad? Charlas de almohada con Estornino, me dije con amargura. Había vuelto a pecar de confiado, y esa confianza me había deparado lo mismo de siempre. Ni siquiera giré la cabeza para mirar cuando se lo llevaron a rastras.
Sólo tenía un amigo de verdad, y debía pagar por mi estupidez. Otra vez. Levanté el rostro hacia el firmamento y sondeé fuera de mi cuerpo, extendí mis sentidos todo lo que pude, buscando, buscando. Lo encontré. En alguna parte, sus uñas arañaban y resbalaban sobre una superficie helada. Su denso pelaje estaba empapado de agua, tan cargado de ella que apenas si podía levantar la cabeza. Perdió su asidero, el río lo atrapó otra vez y de nuevo estuvo a su merced. Lo sumergió y lo retuvo bajo el agua, antes de arrojarlo a la superficie. El aire que respiró estaba cargado de agua. Le fallaban las fuerzas.
¡Inténtalo!, le ordené. ¡Sigue intentándolo!
La corriente lo empujó de nuevo hacia la orilla, pero ésta era un laberinto de raíces. Sus zarpas se enredaron en ellas y se aupó, pataleando mientras escupía agua y jadeaba en busca de aire. Sus pulmones trabajaban como fuelles.
¡Sal! ¡Sal de ahí!
No me respondió, pero sentí cómo se aupaba. Poco a poco, se adentraba en la orilla cubierta de maleza. Gateaba como un cachorro, arrastrando la barriga. Al detenerse, el agua que chorreaba de su cuerpo formó un charco a su alrededor. Estaba helado. Empezaba a formarse escarcha en sus orejas y su hocico. Se levantó e intentó sacudirse. Se cayó de costado. Volvió a ponerse en pie, vacilante, y se alejó unos cuantos pasos más de la orilla. Volvió a sacudirse, proyectando agua en todas direcciones. El gesto lo aligeró y le dejó el pelo encrespado. Agachó la cabeza y vomitó un chorro de agua de río. Busca un refugio. Acurrúcate y entra en calor, le dije. No pensaba con claridad. La chispa que era Ojos de Noche se había apagado casi por completo. Estornudó violentamente varias veces, miró a su alrededor. Allí, le dije. Bajo aquel árbol. La nieve doblaba las ramas pobladas de hojas perennes casi hasta el suelo. Debajo del árbol había una pequeña oquedad, densamente alfombrada de agujas secas. Si se arrastraba hasta allí y se ovillaba, podría entrar de nuevo en calor. Vamos, le apremié. Puedes hacerlo. Vamos.
—Me parece que le has pegado demasiado fuerte. No hace más que mirar al cielo.
—¿Has visto lo que le ha hecho a Skef esa mujer? Está sangrando como un cerdo. A cambio él le dio una buena.
—¿Dónde se ha metido la vieja? ¿No la ha encontrado nadie?
—No irá muy lejos con toda esta nieve, no te preocupes. Despiértalo y ponlo de pie.
—Ni siquiera parpadea. Apenas respira.
—Me da igual. Llévaselo al brujo de la Habilidad. Al fin y al cabo, no es nuestro problema.
Sabía que los guardias me habían levantado, sabía que me arrastraban colina arriba. No prestaba atención a ese cuerpo. En cambio, me sacudí de nuevo y me arrastré debajo del árbol. Había espacio suficiente para acurrucarme. Metí la nariz debajo de la cola. Atiesé las orejas unas cuantas veces para que se secaran. Ahora duerme. Todo va a salir bien. Duérmete. Cerré los ojos por él. Todavía tiritaba, pero podía sentir cómo se propagaba de nuevo el calor por su cuerpo. Con suavidad, me separé de él.
Levanté la cabeza y miré a mi alrededor con mis propios ojos. Caminaba por un sendero, flanqueado por dos fornidos guardias de Lumbrales. No me hacía falta mirar atrás para saber que nos seguían más. Delante de nosotros vi las carretas de Nik, aparcadas al abrigo de los árboles. Vi a sus hombres sentados en el suelo con las manos atadas a la espalda. Los peregrinos, todavía empapados de agua, se arracimaban alrededor de una fogata, rodeados a su vez por varios guardias. No vi a Estornino ni a Hervidera. Una mujer abrazaba con fuerza a su hijo y lloraba escandalosamente sobre su hombro. Parecía que el pequeño no se movía. Un hombre cruzó la mirada conmigo, se giró y escupió al suelo.
—¡Es por culpa del bastardo Mañoso que hemos acabado así! —le oí decir a voz en grito—. ¡Es una ofensa a Eda! ¡Ha mancillado nuestro peregrinaje!
Me condujeron hasta una tienda confortable levantada al abrigo de unos grandes árboles. Crucé los faldones de lona de la entrada de un empujón y caí de rodillas sobre una gruesa alfombra de lana que cubría el suelo entarimado. Uno de los guardias me agarró del pelo con fuerza mientras el sargento anunciaba:
—Aquí está, señor. El lobo mató al capitán Mark, pero lo hemos capturado.
Un agradable calor emanaba de un gran brasero encendido. El interior de la tienda era el lugar más cálido que veía en días. La súbita calidez embotaba mis sentidos. Pero Burl no opinaba lo mismo. Estaba sentado en una silla de madera al otro lado del brasero, con los pies cerca de él. Se cubría con un manto, con una capucha y con pieles, como si no hubiera nada más entre la fría noche y él. Siempre había sido un hombre corpulento; ahora era obeso, además. Se había rizado el cabello imitando el estilo de Regio. En sus ojos oscuros brillaba la contrariedad.
—¿Por qué no estás muerto?
No tenía manera de responder satisfactoriamente a su pregunta. Me limité a quedarme mirándolo, hierático, con mis defensas alzadas. Se sonrojó de improviso y sus mejillas parecieron hincharse de rabia. Cuando habló, lo hizo con voz tirante. Lanzó una mirada furibunda al sargento.
—Informa como es debido —antes de que el hombre pudiera decir nada, añadió—: ¿Habéis dejado escapar al lobo?
—No lo hemos dejado escapar, señor. Atacó al capitán. El capitán Mark y él se cayeron juntos al río, señor, y se los llevó la corriente. Con las aguas tan frías y rápidas, ninguno de los dos habrá sobrevivido. Pero he enviado unos cuantos hombres río abajo para que registren la orilla en busca del cadáver del capitán.
—También quiero el cuerpo del lobo, si está en la orilla. Asegúrate de comunicárselo a tus hombres.
—Sí, señor.
—¿Has prendido al contrabandista, a Nik? ¿O también se ha escapado?
El sarcasmo de Burl era como un mazazo.
—No, señor. Tenemos al contrabandista y a sus hombres. También hemos retenido a los que viajaban con él, aunque se resistieron más de lo previsto. Algunos huyeron al bosque, pero los capturamos. Afirman ser peregrinos, camino del altar de Eda en las montañas.
—Eso no me interesa en absoluto. ¿Qué más da los motivos por los que infrinja una persona la ley del rey, si ya la ha infringido? ¿Habéis recuperado el oro con que pagó el capitán al contrabandista?
El sargento fingió sorprenderse.
—No, señor. ¿Oro? No hemos encontrado nada. A lo mejor se cayó al río con el capitán Mark. Puede que no se lo diera al hombre…
—No soy idiota. Sé mucho más de lo que te imaginas. Encuéntralo. Todo, y tráemelo. ¿Habéis capturado a todos los contrabandistas?
El sargento tomó aliento y decidió decir la verdad.
—Había unos pocos con el tiro de ponis en la otra orilla cuando prendimos a Nik. Escaparon a caballo antes de…
—Olvídate de ellos. ¿Dónde está la cómplice del bastardo?
El sargento permaneció inexpresivo, como si no conociera el significado de la palabra.
—¿No habéis capturado a la juglaresa? ¿A Estornino? —preguntó Burl de nuevo.
El sargento parecía incómodo.
—Perdió los estribos, señor. Cuando los hombres reducían al bastardo en la rampa. Se revolvió contra el hombre que la sujetaba y le rompió la nariz. Tardamos un momento en… contenerla.
—¿Está viva?
El tono de voz empleado por Burl no dejaba lugar a dudas sobré la opinión que le merecía su incompetencia.
El sargento se ruborizó.
—Sí, señor. Pero…
Burl lo silenció con una mirada.
—Si tu capitán siguiera con vida, desearía estar muerto en este momento. No tienes ni idea de cómo se debe presentar un informe, ni de cómo mantener el control de una situación. Tendría que haberse presentado alguien de inmediato ante mí para informarme de estos hechos nada más producirse. No debió permitirse que la juglaresa presenciara lo ocurrido, tendría que haber sido confinada de inmediato. Y sólo a un imbécil se le ocurriría reducir a un hombre a bordo de una barcaza en medio de una corriente tan fuerte cuando lo único que tenía que hacer era esperar a llegar a la orilla. Allí habría tenido una decena de espadas a su disposición. En cuanto al soborno del contrabandista, lo quiero de vuelta, si no queréis quedar suspendidos de paga hasta compensar el valor de la pérdida. No soy idiota. —Miró a todos los presentes con rabia—. Esto ha sido un fiasco. No pienso tolerarlo. —Frunció fuertemente los labios. Cuando habló de nuevo, lo hizo escupiendo las palabras—. Marchaos. Todos.
—Sí, señor. ¿Señor? ¿El prisionero?
—Que se quede. Deja dos hombres en la puerta, con las espadas desenvainadas. Pero quiero hablar a solas con él.
El sargento hizo una reverencia y salió corriendo de la tienda. Sus hombres se apresuraron a seguirlo.
Miré a los ojos a Burl. Tenía las manos firmemente atadas a la espalda pero nadie me retenía ya de rodillas. Me puse de pie y me erguí frente a él. Burl me sostuvo la mirada sin inmutarse. Cuando habló, lo hizo con voz queda. Eso hizo que sus palabras sonaran más amenazadoras.
—Te repito lo que le he dicho al sargento. No soy idiota. Sin duda ya tienes un plan para escapar. Seguramente incluye mi muerte. Yo también tengo un plan, e incluye mi supervivencia. Te lo voy a contar. Es un plan muy sencillo, bastardo. Siempre he preferido la simplicidad. Consiste en lo siguiente. Si me das algún problema, ordenaré que te maten. Como sin duda ya habrás deducido, el rey Regio te quiere vivo. A ser posible. No creas que eso impedirá que ordene tu muerte si te conviertes en una molestia. Por si estás pensando en tu Habilidad, te diré que mi mente está bien protegida. Si sospecho siquiera que intentas utilizarla contra mí, mediré tu Habilidad contra las espadas de mi guardia. En cuanto a tu Maña, en fin, parece que ese problema también se ha resuelto. Pero si se materializara tu lobo, tampoco él sería rival para el acero.
No dije nada.
—¿Te ha quedado claro?
Asentí.
—Eso está bien. Ahora. Si no me das ningún problema, se te dispensará un trato justo. Igual que a los demás. Si muestras cualquier signo de rebeldía, ellos compartirán tu castigo. ¿También eso te ha quedado claro?
Me miró a los ojos, exigiendo una respuesta.
Igualé la suavidad de su tono.
—¿Crees que me importaría que derramaras la sangre de Nik, ahora que sé que me ha delatado?
Sonrió. Se me encogió el estómago, pues esa sonrisa había pertenecido una vez a un simpático aprendiz de carpintero. A un Burl muy distinto del que lucía ahora su piel.
—Eres artero, bastardo, lo eres desde que te conozco. Pero compartes la debilidad de tu padre y el usurpador. Piensas que la vida de cualquiera de esos campesinos vale lo mismo que la tuya. Dame el menor quebradero de cabeza y lo pagarán todos ellos, hasta la última gota de su sangre. ¿Entendido? Incluso Nik.
Tenía razón. No quería que los peregrinos pagaran por mi rebeldía. En voz baja, pregunté:
—¿Y si colaboro? ¿Qué será de ellos, entonces?
Mi exceso de preocupación le hizo menear la cabeza.
—Tres años de servidumbre. Si fuese menos magnánimo, le cortaría una mano a cada uno de ellos, pues han desobedecido directamente las órdenes del rey intentando cruzar la frontera y merecen ser castigados por traidores. Diez años para los contrabandistas.
Sabía que pocos de esos contrabandistas sobrevivirían a la pena.
—¿Y la juglaresa?
No sé por qué contestó a mi pregunta, pero lo hizo.
—La juglaresa tendrá que morir. Eso ya lo sabes. Sabía quién eras, puesto que Will la interrogó en el Lago Azul. Decidió ayudarte, cuando podría haber servido a su rey. Es una traidora.
Sus palabras encendieron la chispa de mi temperamento.
—Al ayudarme, sirve al verdadero rey. Y cuando regrese Veraz, sentirás su ira. No habrá nadie que te proteja, ni a ti ni al resto de tu falsa camarilla.
Por un momento, Burl se limitó a observarme. Recuperé el control de mí mismo. Me había comportado como un chiquillo, amenazando a otro con el castigo de su hermano mayor. Mis palabras eran inútiles, más que inútiles.
—¡Guardias! —Burl no gritó. Apenas si levantó la voz, pero los dos entraron en la tienda al instante, espadas en ristre y apuntando a mi cara. Burl hizo como si no viera las armas—. Traed aquí a la juglaresa. Y procurad que esta vez no «pierda los estribos». —Cuando vacilaron, meneó la cabeza y suspiró—. Fuera, vamos, los dos. Y decidle a vuestro sargento que venga también. —Cuando se marcharon, me miró a los ojos y puso cara de asco—. Ya ves con qué tengo que apañármelas. Ojo de Luna ha sido siempre el basurero del ejército de los Seis Ducados. Tengo que lidiar con cobardes, inútiles, inconformistas y confabuladores. Y después debo soportar las reprimendas de mi rey cada vez que ellos hacen alguna de las suyas.
Creo que de verdad esperaba que me compadeciese de él.
—Ya, y Regio te ha enviado para que te unas a ellos —comenté.
Burl esbozó una extraña sonrisa.
—Igual que el rey Artimañas envió a tu padre y a Veraz antes de mí.
Eso era cierto. Contemplé la gruesa alfombra de lana que cubría el suelo. Estaba chorreando agua encima de ella. El calor que desprendía el brasero calaba en mi interior, haciéndome tiritar mientras mi cuerpo expulsaba el frío acumulado. Por un instante sondeé lejos de mí. Mi lobo dormía ya, más abrigado que yo. Burl extendió el brazo a una mesita que había junto a su silla y cogió una olla. Se sirvió una taza humeante de caldo de ternera y probó un sorbo. Podía oler su sabor. Suspiró y se retrepó en su silla.
—Estamos muy lejos del punto de partida, ¿verdad?
Casi parecía apesadumbrado.
Asentí con la cabeza. Burl era un hombre precavido y no dudaba que cumpliría sus amenazas. Había visto la forma de su Habilidad, y también cómo la había convertido Galeno en una herramienta al servicio de Regio. Era leal a un príncipe advenedizo. Eso se lo había inculcado Galeno; era algo intrínseco a su Habilidad. Ambicionaba el poder, y adoraba la vida de indolencia que le había conseguido su Habilidad. En sus brazos ya no se apreciaban los músculos forjados por el trabajo. En cambio, su barriga le tensaba la túnica y los carrillos colgaban flácidos en su cara. Aparentaba diez años más que yo. Pero defendería su posición frente a todo lo que la amenazara. La defendería con uñas y dientes.
El sargento fue el primero en llegar a la tienda, pero sus hombres entraron con Estornino poco después. La juglaresa caminaba flanqueada por ellos y entró en la tienda con dignidad, pese a tener el rostro magullado y un labio partido. Emanaba de ella una calma helada cuando se irguió ante Burl y le negó el saludo. Quizá fuese yo el único que percibía la furia que contenía. No mostraba el menor indicio de temor.
Cuando se situó a mi lado, Burl levantó la cabeza para observarnos a ambos. La señaló con un dedo.
—Juglaresa. Eres consciente de que este hombre es Traspié Hidalgo, el bastardo Mañoso.
Estornino no dijo nada. No era una pregunta.
—En el Lago Azul, Will, de la camarilla de Galeno, siervo del rey Regio, te ofreció oro, dinero honrado, si podías ayudarnos a encontrar a este hombre. Negaste conocer su paradero. —Hizo una pausa, como si quisiera darle la oportunidad de defenderse. Estornino no dijo nada—. Sin embargo, te hemos descubierto viajando de nuevo en su compañía. —Inhaló hondo—. Y ahora él afirma que tú, al servirle, sirves a Veraz el Usurpador. Y me amenaza con la cólera de Veraz. Dime. Antes de que actúe en consecuencia, ¿estás de acuerdo con esto? ¿O se equivoca al hablar en tu nombre?
Los dos sabíamos que estaba dándole una oportunidad. Esperaba que tuviera la sensatez de aprovecharla. Vi cómo Estornino tragaba saliva. No me miró. Cuando habló, lo hizo en voz baja y controlada.
—No necesito que nadie hable por mí, mi señor. Tampoco soy la sierva de nadie. No sirvo a Traspié Hidalgo. —Hizo una pausa y sentí una oleada de alivio. Cogió aliento y continuó—: Pero si Veraz Vatídico vive, entonces él es el legítimo rey de los Seis Ducados. Y no dudo que todo aquel que diga lo contrario sentirá su cólera. Si regresa.
Burl resopló por la nariz. Meneó la cabeza, apesadumbrado, e hizo una seña a uno de sus soldados.
—Tú. Rómpele un dedo. El que sea.
—¡Soy juglaresa! —protestó horrorizada Estornino.
Lo miró fijamente, con incredulidad. Todos lo hicimos. No sería la primera vez que un rapsoda era ejecutado por traidor. Matar a un bardo era una cosa. Mutilarlo era otra muy diferente.
—¿No me has oído? —preguntó Burl al hombre cuando éste vaciló.
—Señor, es juglaresa. —El hombre parecía desolado—. Trae mala suerte hacer daño a un juglar.
Burl apartó la vista de él para clavarla en su sargento.
—Ocúpate de que reciba cinco latigazos antes de que me acueste esta noche. Cinco, ni uno menos, y quiero que se vea cada una de las marcas en su espalda.
—Sí, señor —dijo el sargento, con un hilo de voz.
Burl se giró de nuevo hacia el hombre.
—Rómpele un dedo. El que sea.
Pronunció la orden como si fuese la primera vez que la daba.
El hombre avanzó hacia ella como si caminara en sueños. Iba a obedecer, y Burl no pensaba detenerlo.
—Te mataré —le prometí a Burl.
Burl me sonrió con serenidad.
—Guardia. Que sean dos dedos. No importa cuáles.
El sargento actuó deprisa, desenvainando su cuchillo y colocándose detrás de mí. Lo apretó contra mi garganta y me obligó a ponerme de rodillas. Miré a Estornino. Ella giró la cabeza hacia mí, con ojos inexpresivos, y volvió a apartar la mirada. Tenía las manos atadas a la espalda, igual que yo. Miraba directamente al frente, al pecho de Burl. Se mantuvo inmóvil y callada, palideciendo a ojos vista hasta que el soldado la tocó. Chilló, un sonido ronco y gutural, cuando el hombre le sujetó las muñecas. Luego gritó, pero su alarido no logró silenciar los dos chasquidos que produjeron sus dedos cuando el guardia se los dobló con fuerza hacia atrás.
—Enséñamelo —ordenó Burl.
Como si estuviera enfadado con Estornino por tener que haberla lastimado, el hombre la empujó de bruces al suelo. Se quedó tendida sobre la piel de oveja, a los pies de Burl. Después de gritar no había vuelto a emitir ningún sonido. Los dedos meñique y anular de su mano izquierda se distinguían notablemente de los demás. Burl los examinó y asintió, complacido.
—Llévatela. Que la tengan bien vigilada. Luego preséntate ante tu sargento. Cuando haya terminado contigo, ven a verme.
La voz de Burl sonaba carente de emoción.
El guardia agarró a Estornino del cuello y la obligó a ponerse de pie. Parecía repugnado y furioso mientras la conducía fuera de la tienda. Pero asintió en dirección al sargento.
—Ahora, levantadlo.
Me quedé de pie, mirándolo, y él me devolvió la mirada. Ya no había ninguna duda sobre quién controlaba la situación. Con voz queda, observó:
—Antes dijiste que me comprendías. Ahora sé que es así. El viaje a Ojo de Luna puede ser rápido y fácil para ti, Traspié Hidalgo. Y para los demás. O puede ser todo lo contrario. Depende de ti.
No respondí. No era necesario. Burl hizo una seña al otro soldado. Me llevó de la tienda de Burl a otra. La ocupaban otros cuatro soldados. Me dieron pan, carne y una taza de agua. Me comporté dócilmente cuando me ató las manos delante de mí para que pudiera comer. Después, me indicó una manta que había en un rincón y me eché en ella como un perro obediente. Volvieron a atarme las manos a la espalda, y también los pies. Mantuvieron el brasero encendido durante toda la noche, y siempre había al menos dos guardias vigilándome.
Me daba igual. Les volví la espalda y me giré hacia la pared de la tienda. Cerré los ojos, no para dormir, sino para ir con mi lobo. Ya casi se le había secado el pelaje, pero todavía dormía agotado. El frío y el vapuleo del río le estaban pasando factura. Me consolé con lo poco que me quedaba. Ojos de Noche estaba vivo, y dormía. Me pre gunté a qué lado del río.