16

Refugio

En muchas de las antiguas leyendas e historias sobre la Maña, se insiste en que el usuario de la Maña termina por adquirir muchas características propias de su animal vinculado. Algunos de los relatos más sobrecogedores afirman que, a la larga, el Mañoso se vuelve capaz de asumir el aspecto de ese animal. Quienes conocen íntimamente dicha magia me han asegurado que no es así. Es cierto que el Mañoso podría, sin darse cuenta, asumir algunas de las peculiaridades físicas de su animal vinculado, pero quien esté vinculado con un águila no desarrollará alas, como tampoco empezará a relinchar el que lo esté con un caballo. A medida que transcurre el tiempo, aumenta la comprensión de la bestia vinculada por parte del Mañoso, y cuanto más tiempo pasen unidos un hombre y un animal, mayor será la similitud de sus peculiaridades. Tan probable es que el animal vinculado asuma las peculiaridades y características del humano como que éste adopte las de la bestia, pero para que ocurra tal cosa es preciso un largo período de intenso contacto.

Nik comulgaba con la idea de madrugar que tenía Burrich. Me despertó el ruido que hacían sus hombres mientras sacaban los caballos. Una ráfaga de viento frío se coló por la puerta abierta. A mi alrededor, en la oscuridad, los demás empezaban a revolverse. Una de las niñas lloraba por lo temprano que la habían despertado. Su madre la consolaba. Molly, pensé con inesperada añoranza. Consolando a mi hija, en alguna parte.

¿A qué te refieres?

Mi pareja ha tenido un cachorro. Lejos.

Preocupación inmediata. Pero ¿quién va a cazar para procurarles la carne? ¿No deberíamos regresar con ella?

Corazón de la Manada cuida de ella.

Naturalmente. Tendría que haberlo sabido. Ése conoce el significado de manada, da igual que lo niegue. Entonces todo está en orden.

Mientras me levantaba y recogía mis mantas, deseé poder aceptarlo con la misma despreocupación que él. Sabía que Burrich cuidaría de ellas. Era su naturaleza. Recordé todos los años que había pasado cuidando de mí mientras yo crecía. A menudo lo había odiado por aquel entonces; ahora no se me ocurría nadie mejor para cuidar de Molly y de mi bebé. Salvo yo. Preferiría enormemente ser yo el que cuidara de ellas, aunque tuviera que mecer a la pequeña llorona en plena noche. Aunque lo que más deseaba en esos momentos era que la peregrina encontrara la manera de acallar a su hija. Estaba pagando por mi espionaje con la Habilidad de la noche anterior con un tremendo dolor de cabeza.

La comida parecía ser la respuesta, pues en cuanto la pequeña tuvo un trozo de pan con miel en la boca, se serenó. Fue un desayuno frugal el que compartimos, con el té como único alimento caliente. Me fijé en que Hervidera estaba como muy agarrotada y me apiadé de ella. Le alcancé una taza de té caliente alrededor de la que cerrar los dedos mientras enrollaba las mantas en su lugar. Nunca había visto unas manos tan retorcidas por el reumatismo; parecían garras de ave.

—Un viejo amigo mío decía que a veces el escozor de las ortigas le aliviaba las manos cuando le dolían —sugerí mientras anudaba su hato.

—Encuéntrame unas ortigas que crezcan bajo la nieve y las probaré, muchacho —repuso ella con socarronería, aunque unos instantes después me ofrecía una manzana seca de su pequeña reserva.

La acepté agradecido. Cargué nuestros enseres en la carreta y enganché a la yegua mientras ella terminaba su té. Busqué a mi alrededor pero no vi ni rastro de Ojos de Noche.

Estoy cazando, fue la respuesta.

Ojalá estuviera contigo. Buena suerte.

¿No teníamos que hablar lo menos posible, por si nos oye Regio?

No contesté. Era una mañana fría y despejada, casi sorprendentemente radiante tras la nevada del día anterior. Hacía más frío que ayer; el viento procedente del río parecía traspasar directamente mi ropa, introduciendo sus dedos helados por mis puños y mi cuello. Ayudé a Hervidera a subir a la carreta y la arropé con una de sus mantas, añadida a todas sus prendas de vestir.

—Tu madre te educó bien, Tom —dijo con genuina amabilidad.

Su comentario me zahirió sin proponérselo. Estornino y Nik se quedaron charlando hasta que todos los demás estuvimos listos para partir. Luego ella montó en su poni de las montañas y se situó junto a Nik en la cabeza de la procesión. Me dije que, de todos modos, era probable que Nik Asicar diera pie a mejores baladas que Traspié Hidalgo. Si lograba convencerla para que regresara con él al llegar a la trontera con las montañas, me facilitaría enormemente la vida.

Volqué mi mente en mi tarea. En realidad tenía poco que hacer, aparte de impedir que la yegua se quedara demasiado rezagada tras el carromato de los peregrinos. Tenía tiempo de admirar el paisaje que atravesábamos. Regresamos a la carretera poco transitada por la que habíamos circulado el día anterior y seguimos el curso del río corriente arriba. En la ribera escaseaban los árboles, pero no muy lejos de la orilla del río comenzaba un terreno ondulante de matojos y arbustos. Los barrancos y las torrenteras seccionaban la carretera en su camino hacia el río. Parecía que, antaño, el agua hubiera abundado en aquella región, quizá en primavera. Mas ahora el terreno se veía seco salvo por la nieve cristalina que la cubría como un manto de arena y el río que languidecía en su lecho.

—Ayer la juglaresa te hacía reír para tus adentros. ¿A qué se debe hoy ese gesto torcido? —preguntó suavemente Hervidera.

—Estaba pensando que es una lástima, ver en lo que se ha convertido esta tierra tan fértil.

—¿En eso pensabas? —inquirió secamente.

—Hablame de ese vidente tuyo —dije, más que nada para cambiar de tema.

—No es mío —replicó con aspereza. Luego se ablandó—. Sé que seguramente me he embarcado en una misión inútil. Quizá ni siquiera esté allí la persona que busco. Pero ¿qué mejor manera de emplear los años que me restan, que persiguiendo una quimera?

Guardé silencio. Empezaba a darme cuenta de que ésa era la pregunta a la que mejor respondía ella.

—¿Sabes qué hay en esta carreta, Tom? Libros. Pergaminos y legajos. Reunidos a lo largo de los años. Los he conseguido en muchas tierras, he aprendido a leer en muchos idiomas. En numerosos lugares he encontrado repetidas menciones a los Profetas Blancos. Aparecen en las coyunturas de la historia y la moldean. Algunas personas aseguran que su misión consiste en encauzar la historia. Hay quienes creen, Tom, que el tiempo discurre en círculos. La historia entera es una gran rueda que gira de forma inexorable. Igual que las estaciones llegan y se van, igual que la luna sigue su ciclo sin fin, lo mismo hace el tiempo. Se libran las mismas batallas, se abaten las mismas plagas, las mismas personas, buenas o malvadas, alcanzan el poder. La humanidad está atrapada en esa rueda, condenada a repetir una y otra ver los mismos errores. A menos que venga alguien a cambiarlo. Lejos, en el sur, hay un país donde creen que una vez en cada generación, en alguna parte del mundo, surge un Profeta Blanco. Cuando aparece, y si se siguen sus enseñanzas, el ciclo del tiempo progresa a un curso mejor. Si no se le presta atención, el tiempo se adentra en una senda más oscura.

Hizo una pausa, como si esperara que yo dijese algo.

—No sé nada de esas enseñanzas —admití.

—No me sorprende. Fue en un lugar muy lejano donde estudié estas cosas por vez primera. Allí creían que si estos profetas fracasan, una y otra vez, la historia repetida del mundo se ensombrecerá cada vez más, hasta que el ciclo entero del tiempo, cientos de miles de años, se convierta en una historia de miserias y calamidades.

—¿Y si se hace caso al profeta?

—Cada vez que uno tiene éxito, allana el camino para el siguiente. Y cuando transcurre un ciclo entero en el que cada profeta haya tenido éxito, el tiempo se detendrá finalmente.

—Entonces, ¿pretenden acelerar el fin del mundo?

—El fin del mundo no, Tom. El fin del tiempo. Liberar a la humanidad del tiempo, que nos esclaviza a todos. El tiempo que nos envejece, que nos limita. Piensa en todas las veces que has deseado tener más tiempo para hacer algo, o poder retroceder un día y hacer algo de forma distinta. Cuando la humanidad se libre del tiempo, las afrentas podrán enmendarse antes de ser cometidas. —Suspiró—. Creo que es el momento propicio para la aparición de semejante profeta. Y mis lecturas me llevan a creer que el Profeta Blanco de esta generación surgirá de las montañas.

—Pero estás sola en esta empresa. ¿No hay nadie que comulgue con tus creencias?

—Muchos. Pero pocos, muy pocos, parten en busca del Profeta Blanco. Son aquellos a los que busque el Profeta Blanco los que deberán ayudarlo. Los demás no deben interferir, so pena de malograr el tiempo para siempre.

Seguía cavilando sobre lo que me había contado acerca del tiempo. Sus conceptos me embotaban las ideas. Ella guardó silencio. Fijé la mirada entre las orejas de la yegua y pensé. Tiempo para retroceder y ser sincero con Molly. Tiempo para seguir las enseñanzas de Cerica, el escribano, en vez de convertirme en un aprendiz de asesino. Hervidera me había dado mucho en que pensar.

Nuestra conversación se interrumpió durante algún tiempo.

Ojos de Noche reapareció poco después del mediodía. Salió trotando confiado de entre los árboles para situarse al lado de nuestra carreta. La yegua le dedicó varias miradas de desconfianza mientras intentaba conciliar su olor a lobo y su conducta de perro. Sondeé hacia ella y la tranquilicé. Hacía un rato que Ojos de Noche estaba a mi lado del vehículo cuando Hervidera reparó en su presencia. Se inclinó para mirar por encima de mí y volvió a acomodarse en su asiento.

—Hay un lobo al lado de nuestra carreta —observó.

—Es mi perro. Aunque tiene un poco de sangre de lobo en las venas —admití con indiferencia.

Hervidera volvió a inclinarse sobre mí para echarle otro vistazo. Me miró de reojo. Volvió a enderezarse en su asiento.

—Así que ahora en Gama cuidan las ovejas con lobos.

Asintió y no volvió a mencionarlo.

Avanzamos a buen ritmo durante el resto del día. No vimos a nadie por el camino, y sólo una pequeña cabaña coronada por un hilacho de humo en la distancia. El frío y el viento eran una constante, pero no una que se hiciera más fácil de ignorar a medida que transcurría el día. Los rostros de los peregrinos que viajaban en el carromato que nos precedía palidecieron, las narices enrojecieron, los labios de una mujer se azularon. Estaban hacinados como sardinas en conserva, pero ni la estrechez de su contacto parecía servir de nada frente al frío.

Moví los pies dentro de las botas para que no se me durmieran los dedos, y me pasé las riendas de una mano a otra mientras me turnaba para calentarme los dedos debajo del brazo. Me dolía el hombro, y el dolor recorría mi brazo hasta palpitar en mis dedos. Tenía los labios resecos pero no me atrevía a humedecerlos con la lengua por temor a que se me agrietaran. Pocas cosas son más deprimentes que enfrentarse a un frío constante. En cuanto a Hervidera, no me cabía duda de que para ella era una tortura. No se quejaba, pero conforme transcurría la jornada parecía empequeñecer envuelta en su manta, encogida sobre sí misma. Su silencio daba fe de su abatimiento.

Faltaba aún para el anochecer cuando Nik sacó nuestras carretas de la calzada y nos hizo subir por un largo sendero enterrado casi por completo bajo la nieve. Lo único que indicaba que allí había un camino era el hecho de que sobresalía menos hierba de la nieve, pero Nik parecía conocerlo bien. Los contrabandistas a caballo abrían paso a los carromatos. A la pequeña yegua de Hervidera le seguía resultando difícil avanzar. Miré a nuestra espalda una vez para ver la mano del viento azotando nuestras huellas hasta dejarlas reducidas a poco más que una ondulación en el paisaje nevado.

El terreno que atravesábamos parecía monótono, aunque ondulaba suavemente. Al cabo coronamos la larga pendiente que habíamos subido y divisamos un racimo de edificios que resultaban invisibles desde la carretera. Caía la noche. Una luz solitaria brillaba en una ventana. Mientras nos aproximábamos trabajosamente hacia ella, se encendieron más velas, y Ojos de Noche captó una traza de humo de leña en el viento. Nos esperaban.

Las edificaciones no eran antiguas. Parecía más bien que hubieran terminado de construirse recientemente. Había un granero espacioso. Con carretas y todo, descendimos a su interior con los caballos, pues se había excavado la tierra de modo que el granero quedara semienterrado. Esta característica era lo que propiciaba que el lugar pasara desapercibido desde la carretera, y no dudaba de que ésa era precisamente su intención. A menos que uno supiera que ese sitio estaba allí, nunca tropezaría con él. La tierra resultante de la excavación se había amontonado alrededor del granero y otros edificios. Entre las gruesas paredes, con las puertas cerradas, ni siquiera se oía el viento. Una vaca lechera se revolvió en su compartimiento mientras descinchábamos los caballos y los acomodábamos en los establos. Había paja, heno y un abrevadero lleno de agua fresca.

Los peregrinos se habían apeado del carromato y yo ayudaba a Hervidera a bajar cuando volvió a abrirse la puerta del granero. Una jovencita talluda con una masa de pelo rojo apilada en la cabeza irrumpió como una exhalación. Con los puños en las caderas, se encaró con Nik.

—¿Quién es toda esta gente y por qué los has traído aquí? ¿De qué sirve un refugio si la mitad del país sabe de su existencia?

Nik entregó su caballo al cuidado de uno de sus hombres y se giró hacia ella. Sin decir palabra, la levantó en volandas y la besó. Un momento después, ella lo apartó de un empujón.

—¿Qué te…?

—Han pagado bien. Tienen su propia comida y pueden pernoctar aquí. Luego, mañana, partirán hacia las montañas. Allí arriba, a nadie le importa lo que hagamos. No hay ningún peligro, Tel, te preocupas demasiado.

—Me tengo que preocupar por los dos, ya que tú no tienes la sensatez de hacerlo. La cena está lista, pero no hay suficiente para tantas personas. ¿Por qué no has enviado una paloma para avisarme?

—Pero si lo he hecho. ¿No ha llegado? A lo mejor se ha retrasado por culpa de la tormenta.

—Siempre me pones la misma excusa.

—Déjalo, mujer. Te traigo noticias. Vayamos a tu casa y hablemos.

El brazo de Nik se acopló cómodamente a la cintura de la joven mientras se alejaban. La tarea de acomodarnos recayó sobre sus hombres. Había paja sobre la que dormir y espacio de sobra para esparcirla. Había un pozo excavado con un cubo en el borde para sacar agua y una pequeña chimenea en un extremo del granero. La chimenea expulsaba mucho humo, pero bastaba para cocinar. No hacía calor en el edificio, salvo en comparación con el exterior. Pero nadie se quejaba. Ojos de Noche se había quedado afuera.

Tienen un corral lleno de gallinas, me dijo. Y otro con palomas.

Déjalas en paz, le advertí.

Estornino hizo ademán de sumarse a los hombres de Nik cuando éstos se encaminaron hacia la casa, pero la detuvieron en la puerta.

—Nik dice que todos vosotros debéis pasar la noche juntos, en el mismo sitio. —El hombre me lanzó una mirada amenazadora. En voz más alta, dijo—: Coged agua ahora, que vamos a trancar la puerta al salir. Así no entra el viento.

Nadie se dejó engañar por su comentario, pero tampoco nadie rechistó. Era evidente que el contrabandista opinaba que, cuanto menos supiéramos de su refugio, mejor. Era comprensible. En vez de protestar, nos aprovisionamos de agua. Por costumbre, rellené el abrevadero de los animales. Mientras cogía el quinto caldero, me pregunté si perdería alguna vez el hábito de ocuparme primero de las bestias. Los peregrinos se habían dedicado a buscar su propia comodidad. Pronto pude oler la comida que se preparaba en la chimenea. En fin, tenía carne seca y pan duro. Me las apañaría.

Podrías salir a cazar conmigo. Hay presas de sobra. En verano tenían un jardín y los conejos todavía vienen a comerse los tallos.

Estaba tendido al abrigo del gallinero, con los restos ensangrentados de un conejo entre las patas. Mientras comía, vigilaba el sendero del jardín cubierto de nieve, en busca de más presas. Mastiqué un bocado de carne seca, taciturno, mientras amontonaba un colchón de paja para Hervidera en el compartimiento próximo a su yegua. Estaba cubriendo la paja con una manta cuando la anciana regresó del fuego con su tetera en las manos.

—¿Quién te ha pedido que me hagas la cama? —preguntó. Cuando tuve aliento para responder, añadió—: Aquí tienes té si quieres servirte una taza. La mía está en mi bolsa, en la carreta. En el mismo sitio hay también un poco de queso y manzanas secas. ¿Por qué no la traes aquí? Buen chico.

Mientras hacía lo que me había encargado Hervidera, la voz y el arpa de Estornino interpretaban una melodía. Cantaba para ganarse la sopa, no me cabía ninguna duda. Bueno, eso era lo que hacían los rapsodas, y dudaba que fuera a pasar hambre. Le llevé su bolsa a Hervidera y ésta me regaló con una generosa porción de sus reservas mientras se apartaba otra mucho menor para ella. Nos sentamos en nuestras mantas y cenamos. Durante la comida, no dejó de observarme de soslayo, hasta declarar finalmente:

—Tus rasgos me suenan de algo, Tom. ¿De qué parte de Gama dices que vienes?

—De la ciudad de Torre del Alce —respondí sin pensar…

—Ah. ¿Y quién era tu madre?

Vacilé antes de declarar:

—Sal Platija.

Tenía tantos retoños correteando por la ciudad de Torre del Alce que por fuerza alguno debía de responder al nombre de Tom.

—¿Descendiente de pescadores? ¿Cómo es que un hijo de pescadores ha terminado cuidando ovejas?

—Mi padre era pastor —improvisé—. Entre los dos oficios, nos apañábamos.

—Ya lo veo. Y te enseñaron a comportarte cortésmente con las ancianas. Y tienes un tío en las montañas. Menuda familia.

—Le dio por recorrer mundo cuando era joven, y se asentó allí. —La retahila de embustes estaba empezando a provocarme sudores. Era evidente que también ella se daba cuenta de eso—. ¿De qué parte de Gama dices que es tu familia? —pregunté de pronto.

—No lo he dicho —repuso con una sonrisilla.

Estornino apareció de pronto en la puerta del compartimiento. Se acodó en las tablas y se acomodó.

—Nik me ha dicho que cruzaremos el río dentro de un par de días —dijo. Asentí, pero no dije nada. Rodeó el extremo del compartimiento y soltó su hato junto al mío con despreocupación. Luego se sentó apoyada en él, con el arpa en su regazo—. Hay dos parejas junto a la chimenea, venga a reñir y pelear. Por lo visto se ha mojado el pan de viaje y lo único que se les ocurre hacer es discutir sobre quién tiene la culpa. Y uno de los niños está enfermo y no deja de vomitar, pobrecito. El hombre que está tan enfadado por lo del pan dice que seguir dando de comer al pequeño antes de que mejore es tirar la comida.

—Seguro que es Rally. El hombre más intrigante y agarrado que me haya echado a la cara —observó ufana Hervidera—. Y el niño, Sek. Se siente mal desde que salimos de Chalaza. Ya viene de antes. Creo que su madre espera que se cure ante el altar de Eda. Se aferra a un clavo ardiendo, pero tiene dinero para permitírselo. O lo tenía, al menos.

Comenzó una ronda de chismorreos entre las dos. Me recliné en la esquina y las escuché a medias, adormilado. Dos días más hasta el río, me prometí. ¿Y cuánto más hasta las montañas? Las interrumpí para preguntar a Estornino si lo sabía.

—Nik dice que no hay forma de saberlo, que todo depende del tiempo que haga. Pero me ha dicho que no me preocupe por eso.

Sus dedos acariciaron ociosos las cuerdas del arpa. Casi al instante, aparecieron dos chiquillos en la puerta del compartimiento.

—¿Vas a cantar otra vez? —preguntó la niña.

Era una cría desgarbada de unos seis años, con las ropas raídas. Tenía briznas de paja en el pelo.

—¿Te gustaría?

A modo de respuesta, los dos pequeños entraron en tromba para sentarse uno a cada lado de ella. Esperaba que Hervidera protestara por esta invasión, pero no dijo nada, ni siquiera cuando la niña se acomodó apoyándose en ella. Hervidera empezó a limpiar de paja el cabello de la chiquilla con sus viejos dedos nudosos. La niña tenía los ojos oscuros y se abrazaba a una muñeca con la cara cosida. Cuando sonrió a la anciana, comprendí que no eran dos desconocidas.

—Canta la de la vieja y el cerdo —rogó el niño a Estornino.

Me levanté y recogí mi hato.

—Tengo que dormir un poco —me disculpé.

De repente no soportaba estar rodeado de niños.

Encontré un compartimiento vacío cerca de la puerta del granero y me acosté allí. Podía oír el murmullo de las voces de los peregrinos reunidos junto a la chimenea. Parecía que seguían discutiendo sobre algo. Estornino entonó la canción sobre la anciana, los dos escalones para saltar una cerca y el cerdo, y luego otra sobre un manzano. Oí los pasos de otros curiosos que se acercaban a ella para sentarse y escuchar su música. Me dije que harían mejor en dormir, y cerré los ojos.

Todo estaba a oscuras y en calma cuando vino a buscarme en plena noche. Me pisó la mano en la oscuridad y a punto estuvo de soltar su hato encima de mi cabeza. No dije nada, ni siquiera cuando tendió a mi lado. Extendió sus mantas para arroparme también a mi y se acurrucó bajo la esquina de la mía. No me moví. De pronto sentí su mano acariciándome el rostro, inquisitiva.

—¿Traspié? —susurró en la oscuridad.

—¿Qué?

—¿Cuánto confías en Nik?

—Ya te lo he dicho. Nada. Pero creo que nos llevará a las montañas. Aunque sólo sea por amor propio. —Sonreí en la oscuridad—. La reputación de un contrabandista ha de ser perfecta entre quienes lo conocen. Nos llevará hasta allí.

—¿Estabas enfadado conmigo esta mañana? —Como no dije nada, añadió—: Me pareció ver que me mirabas con expresión muy seria.

—¿Te molesta el lobo? —inquirí con la misma brusquedad.

Habló con un hilo de voz:

—Entonces, ¿es cierto?

—¿Es que antes lo dudabas?

—La parte de la Maña… sí. Pensaba que era una mentira malintencionada que contaban sobre ti. El que el hijo de un príncipe pudiera tener la Maña… No parecías el tipo de hombre dispuesto a compartir su vida con un animal.

El tono de su voz me indicaba sin lugar a dudas lo que opinaba sobre semejante costumbre.

—Ya. Pues sí. —Una diminuta chispa de rabia me impulsó a sincerarme—. Lo es todo para mí. Todo. Nunca he tenido un amigo más leal, dispuesto a dar su vida por mí sin dudarlo. Y más que su vida. Una cosa es estar dispuesto a morir por otro. Otra muy distinta es sacrificar y renunciar a vivir tu vida por otro. Eso es lo que él me da. La misma lealtad que yo profeso a mi rey.

Me había obligado a pensar. Nunca antes se me había ocurrido exponer nuestra relación en esos términos.

—Un rey y un lobo —musitó Estornino. En voz más baja, añadió—: ¿No te importa nadie más?

—Molly.

—¿Molly?

—Está en casa. En Gama. Es mi esposa.

Sentí un curioso escalofrío de orgullo al pronunciar esas palabras. Mi esposa.

Estornino se sentó en las mantas. Una ráfaga de aire frío se coló por ellas. Intentaba cortarle el paso en vano cuando preguntó:

—¿Tu esposa? ¿Tienes una esposa?

—Y una hija. Una niña pequeña. —Pese al frío y la oscuridad, sonreí al decir esas palabras—. Mi hija —dije en voz baja, para escuchar como sonaban las palabras—. En casa me esperan una mujer y una hija.

Se arrebujó de nuevo entre las mantas, a mi lado.

—¡No es verdad! —negó con un susurro cargado de énfasis—. Soy juglaresa, Traspié. Si el bastardo estuviera casado, se habría corrido la voz. De hecho, se rumorea que estabas prometido con Celeridad, la hija del duque Mazas.

—Lo llevamos con discreción.

—Ah. Ya lo entiendo. No estás casado. Tienes una mujer, eso es lo que intentas decirme.

Sus palabras me zahirieron.

—Molly es mi esposa —dije obstinado—. En todos los sentidos que considero importantes, es mi mujer.

—¿Y en los sentidos que ella considera importantes? ¿Y con una niña? —preguntó suavemente Estornino.

Inhalé hondo.

—Cuando regrese, será lo primero que arregle. Veraz en persona me prometió que, cuando sea rey, podré casarme con quien desee.

Una parte de mí se sorprendía por la libertad con que me confesaba con ella. Otra parte de mí preguntaba: ¿qué tiene de malo que lo sepa? Resultaba un alivio poder hablar de ello.

—¿Por eso vas en busca de Veraz?

—Voy a servir a mi rey. Para prestar mi ayuda a Kettricken y al heredero de Veraz. Y luego seguiré mi camino, al otro lado de las montañas, para encontrar a mi rey y devolverle su trono. Para que pueda expulsar de los Seis Ducados a los Corsarios de la Vela Roja y podamos conocer la paz de nuevo.

Por un momento todo fue silencio salvo el ulular del viento fuera del granero. Estornino resopló suavemente.

—Haz aunque sólo sea la mitad de todo eso, y tendré mi cantar de gestas.

—No me interesa ser el protagonista de ninguna gesta. Hago lo que debo para ser libre y vivir mi propia vida.

—Pobre Traspié. Nadie goza de esa libertad.

—A mí me pareces bastante libre.

—¿Yo? A mí en cambio me parece que cada paso que doy me adentra más en unas arenas movedizas, y que cuanto más me rebelo, más me hundo.

—¿Y eso?

Soltó una risa estrangulada.

—Mira a tu alrededor. Aquí me tienes, durmiendo en la paja y cantando para ganarme la cena, apostándolo todo a que existe una manera de cruzar el río y llegar a las montañas. Y aunque así sea, ¿habré conseguido mi objetivo? No. Seguiré teniendo que caminar tras tus pasos hasta que hagas algo digno de plasmarse en una canción.

—No tienes por qué hacer eso —dije, desolado por la perspectiva—. Podrías seguir tu camino, ganarte la vida como juglaresa. Parece que se te da bastante bien.

—Bastante bien, sí. Bastante bien para una juglaresa ambulante. Me has oído cantar, Traspié. Tengo buena voz y dedos diestros. Pero no soy extraordinaria, y eso es lo que hace falta para ganarse un puesto de rapsoda en un castillo. Suponiendo que todavía haya castillos dentro de cinco años o así. No tengo intención de cantar para una audiencia de corsarios.

Por un momento ambos guardamos silencio, meditabundos.

—Verás —continuó transcurrido un momento—, ya no tengo a nadie. Mi hermano y mis padres, muertos. Mi antiguo maestro, muerto; lord Bronce, que me toleraba más que nada por complacer a mi maestro, muerto. Todos murieron cuando ardió el castillo. Los corsarios me dieron por muerta, sabes, de lo contrario estaría muerta realmente. —Por vez primera, percibí un dejo de antiguos temores en su voz. Guardó silencio un momento, pensando en todo lo que se negaba a mencionar. Me giré para encararme con ella—. Dependo de mí misma. Ahora y siempre. Sólo de mí. Y un bardo no puede pasarse toda la vida deambulando por el mundo, cantando en las posadas para conseguir un puñado de monedas. Si quieres tener un sitio donde descansar cuando seas mayor, debes ganarte un puesto en un castillo. Sólo una canción realmente importante puede hacer eso por mí, Traspié. Y no puedo quedarme esperándola eternamente. —Su voz se suavizó, sentí su aliento cálido cuando añadió—: Por eso voy a seguirte. Ocurren grandes cosas a tu paso.

—¿Grandes cosas? —me burlé.

Se arrimó a mí.

—Grandes cosas. La abdicación del trono por parte del príncipe Hidalgo. El triunfo frente a las Velas Rojas en la Isla de los Antílopes. ¿No fuiste tú el que salvó a la reina Kettricken de unos forjados cuando la atacaron una noche, justo antes de la Cacería de la Reina Vulpina? Ah, ésa sí que es una canción que me gustaría componer. Por no hablar de la precipitación de los alborotos que adornaron la coronación del príncipe Regio. Veamos. Resucitar de entre los muertos, atentar contra la vida de Regio dentro del mismísimo Salón de Puesto Vado y escapar ileso. Matar a media decena de guardias reales sin ayuda y cardado de grilletes… Tenía el presentimiento de que debí haberte seguido aquel día. Pero yo diría que tengo buenas probabilidades de presenciar algo digno de mención si no me separo de ti de ahora en adelante.

Nunca había pensado en esos sucesos como en una lista de cosas que yo había causado. Quise protestar y decir que yo no los había provocado, que simplemente estaba atrapado entre las aplastantes ruedas de la historia. En cambio, me limité a exhalar un suspiro.

—Lo único que quiero es volver a casa con Molly y nuestra hija.

—Seguro que ella desea lo mismo. No debe de ser fácil para ella, preguntándose cuándo volverás, si es que vuelves.

—No se lo pregunta. Cree que estoy muerto.

Un momento después, Estornino dijo, vacilante:

—Traspié. Cree que estás muerto. ¿Cómo esperas que te siga esperando cuando regreses, que no encontrará a otra persona?

Había representado una decena de posibles escenas en mi cabeza. Que yo muriera antes de volver a casa, o que a mi regreso, Molly me considerara un mentiroso y un Mañoso, que le repugnaran mis cicatrices. Esperaba sin sombra de duda que estuviera enfadada conmigo por no haberle dicho que seguía con vida. Pero yo le explicaría que pensaba que había encontrado a otro hombre y que era feliz a su lado. Entonces ella lo comprendería y me perdonaría. Al fin y al cabo, era ella la que me había abandonado. No sé por qué nunca se me había ocurrido imaginarme volviendo a casa para descubrir que me había sustituido por otro. Qué estúpido. ¿Cómo no había previsto que eso podía ocurrir, simplemente porque era la peor posibilidad imaginable? Hablé más para mí que para Estornino.

—Supongo que lo mejor sería hacerle llegar un mensaje, de alguna manera. Pero no sé exactamente dónde se encuentra. Tampoco se a quién podría confiarle un mensaje así.

—¿Cuánto hace que no la ves? —quiso saber.

—¿A Molly? Cerca de un año.

—¡Un año! Hombres —musitó Estornino para sí—. Se van de viaje o a pelear y esperan que sus mujeres los estén esperando a su regreso. Esperáis que las mujeres que dejáis atrás trabajen los campos, críen a los niños, arreglen el tejado y ordeñen la vaca, para que cuando volvais a cruzar la puerta os encontréis vuestra silla todavía junto al fuego y pan recién hecho encima de la mesa. Sí, y un cuerpo cálido y anhelante en la cama, esperándoos todavía. —Empezaba a parecer enfadada—. ¿Cuántos días has estado lejos de ella? Bueno, pues ésos son los días que ha tenido que apañárselas sin ti. El tiempo no se detiene para ella simplemente porque tú no estés. ¿Cómo te la imaginas? ¿Meciendo a tu hija junto a una chimenea encendida? ¿Qué tal esto? La niña está en casa, llorando desatendida en la cama, mientras ella soporta el viento y la lluvia en la calle, intentando cortar leña porque el fuego se apagó mientras daba uno y otro viaje hasta el molino para conseguir un poco de trigo molido.

Descarté esa imagen. No. Burrich no permitiría que ocurriera algo así.

—En mi mente, la veo de muchas maneras. No todas son idílicas —me defendí—. Y tampoco está completamente sola. Un amigo mío cuida de ella.

—Ah, un amigo —convino sarcástica Estornino—. ¿Y no será por casualidad atractivo, vigoroso y lo bastante valiente como para robarle el corazón a cualquier mujer?

Solté un bufido.

—No. Es mayor. Es testarudo y gruñón. Pero también es serio, prudente y digno de confianza. Siempre trata bien a las mujeres. Es educado y amable. Cuidará bien de ella y de la pequeña. —Sonreí para mí, y supe que decía la verdad al añadir—: Matará a cualquiera que suponga una amenaza para ellas.

—¿Serio, prudente y digno de confianza? ¿Trata bien a las mujeres? —Estornino levantó la voz con fingido interés—. ¿Sabes que los hombres así escasean? Dime quién es, que lo quiero para mí. Si es que tu Molly está dispuesta a separarse de él.

Confieso que experimenté un momento de intranquilidad. Recordé el día en que Molly me había tomado el pelo, diciendo que yo era lo mejor que había salido de los establos después de Burrich. Cuando me mostré escéptico sobre lo acertado de su cumplido, me explicó que Burrich estaba bien considerado entre las mujeres, pese a todos sus silencios y su altanería. ¿Se habría fijado alguna vez en él? No. Era conmigo con quien había hecho el amor aquel día, abrazada a mí aunque no podíamos casarnos.

—No. Me quiere a mí. Sólo a mí.

No pretendía decirlo en voz alta. Algo en mi voz debió de tocar una libra sensible en la naturaleza de Estornino. Dejó de atormentarme.

—Ah. Bueno, en ese caso sigo pensando que deberías enviarle un mensaje. Para que tenga una esperanza que la ayude a ser fuerte.

—Eso haré —me prometí. En cuanto llegara a Jhaampe.

Kettricken sabría de alguna manera en que yo pudiera ponerme en contacto con Burrich. Podría enviarle una nota muy breve, sin entrar en detalles por si la interceptaban. Podía pedirle que le dijera a Molly que yo seguía con vida y que esperaba volver junto a ella. Pero ¿cómo iba a hacerle llegar el mensaje?

Me quedé callado, pensativo, en la oscuridad. No sabía dónde vivía Molly. Cordonia lo sabría, seguramente. Pero no podía enviar ningún mensaje a través de Cordonia sin que se enterara Paciencia. No. Ninguna de ellas debía saberlo. Tenía que ser alguien que conociéramos ambos, alguien en quien confiar. Chade no. Podía confiar en él, pero nadie sabría cómo encontrar a Chade, aunque lo conociera por ese nombre.

En algún rincón del granero, un caballo golpeó la pared de su compartimiento con un casco.

—Estás muy callado —susurró Estornino.

—Estoy pensando.

—No pretendía ofenderte.

—No es eso. Me has hecho pensar.

—Oh. —Una pausa—. Tengo mucho frío.

—Y yo. Pero afuera hace todavía más.

—Eso no me ayuda a entrar en calor. Abrázame.

No era una petición. Se acurrucó contra mi pecho, encajando la cabeza bajo mi barbilla. Olía bien. ¿Cómo se las apañaban las mujeres para oler siempre bien? La abracé con torpeza, agradecido por el calor añadido pero violentado por la proximidad.

—Eso está mejor —suspiró. Sentí cómo se relajaba su cuerpo contra el mío. Añadió—: Espero tener ocasión de darme un baño pronto.

—También yo.

—No hueles tan mal.

—Gracias —dije con cierta aspereza—. ¿Te importa que me vuelva a dormir?

—Adelante. —Apoyó una mano en mi cadera y añadió—: Si eso es todo lo que se te ocurre que puedes hacer.

Conseguí inspirar una bocanada de aire. Molly, me dije. Estornino estaba tan cerca, era tan cálida, olía tan bien. Como juglaresa, lo que sugería no significaba nada. Para ella. Pero ¿qué significaba Molly, realmente, para mí?

—Ya te lo he dicho. Estoy casado.

Me resultaba difícil hablar.

—Hum. Y te quiere, y es evidente que tú la quieres a ella. Pero somos nosotros los que estamos aquí, y hace frío. Si tanto te ama, ¿le importaría que te procuraras un poco de calor y comodidad en una noche tan fría?

Era difícil, pero me obligué a pensar en ello un momento, antes de sonreír para mí en la oscuridad.

—No es que fuese a importarle. Es que me arrancaría la cabeza de los hombros.

—Ah. —Estornino se rió suavemente contra mi pecho—. Ya veo. —Apartó su cuerpo del mío, con delicadeza. Sentí deseos de acercarla a mí de nuevo—. Entonces quizá sea mejor que nos durmamos los dos. Buenas noches, Traspié.

Me dormí, pero no de inmediato y no sin remordimientos.

La noche nos trajo vientos más fuertes, y cuando las puertas del granero se abrieron por la mañana, nos recibió una nueva capa de nieve. Me preocupaba el que, si seguía nevando, tendríamos serios problemas con los vehículos. Pero Nik parecía confiado y amigable cuando nos ordenó montar. Se despidió calurosamente de su señora y reemprendimos el camino. Nos alejó del lugar por un camino distinto al que habíamos seguido para llegar. Éste era más abrupto, y en algunos lugares la nieve era lo bastante profunda para que los cuerpos de las carretas trazaran un surco en ella. Estornino cabalgó a nuestro lado durante parte de la mañana, hasta que Nik envió un hombre a buscarla y preguntarle si quería hacerles compañía. La juglaresa le agradeció efusivamente la invitación y se apresuró a unirse a ellos.

Comenzaba la tarde cuando regresamos a la carretera. Me pareció que habíamos ganado poco eludiéndola durante tanto tiempo, pero sin duda Nik tenía sus motivos. Quizá fuese simplemente que no deseaba dejar un rastro visible en la nieve hasta su escondrijo. Esa noche nuestro refugio fue poco acogedor, unas cabañas destartaladas a orillas del río. Los tejados de paja estaban agujereados, de modo que había nieve en el suelo en algunas partes y un gran montón que había entrado por debajo de la puerta. Los caballos tuvieron que conformarse con guarecerse al abrigo de las cabañas. Los abrevamos en el río y cada uno recibió su porción de cebada, pero allí no había heno esperándolos.

Ojos de Noche me acompañó a recoger leña, pues aunque había suficiente en las chimeneas para encender un fuego para cocinar, no bastaría para arder toda la noche. Mientras nos acercábamos al río en busca de madera de deriva, pensé en cuánto habían cambiado las cosas entre nosotros. Hablábamos menos que antaño, pero sentía que era más consciente de él que nunca. Quizá la necesidad de conversar fuese menor. Pero también los dos habíamos cambiado durante nuestra separación. Cuando lo miraba ahora, a veces veía primero al lobo y luego a mi compañero.

Me parece que por fin has empezado a respetarme como me merezco. Había comicidad en su declaración, pero también una parte de verdad. Apareció de improviso en medio de un grupo de arbustos en la orilla del río, a mi izquierda, sorteó de un salto el sendero cubierto de nieve y, de alguna manera, logró desvanecerse en medio de poco más que dunas de nieve y matojos deshojados.

Ya no eres un cachorro, eso es cierto.

Los dos hemos dejado de ser cachorros. Los dos hemos descubierto eso en este viaje. Cuando piensas en ti ya no piensas en un muchacho.

Me abrí paso en medio de la nieve, taciturno, pensando en eso.

No sabía exactamente cuándo había decidido por fin que era un hombre y no un muchacho, pero Ojos de Noche tenía razón. Curiosamente, sentí un momento de pérdida por ese joven desaparecido, con su rostro ileso y su exceso de coraje.

Creo que era mejor como muchacho que ahora como hombre, confesé al lobo, pesaroso.

¿Por qué no esperas a serlo un poco más y luego decides?, me sugirió.

El rastro que seguíamos era apenas tan ancho como una carreta, y visible sólo como una franja donde no sobresalía ningún arbusto entre la nieve. El viento se afanaba en esculpir dunas y montones de nieve. Caminaba en su contra, y su gélido beso no tardó en irritarme la frente y la nariz. El terreno no se diferenciaba mucho del que llevábamos recorriendo los últimos días, pero la experiencia de avanzar por él solo con el lobo, en silencio, lo convertía en un mundo distinto. Llegamos al río.

Me erguí en la orilla y miré al otro lado. El hielo escarchaba la ribera en algunos lugares, y los ocasionales racimos de madera de deriva arrastrados por la corriente cargaban a veces con un montón de nieve sucia. La corriente era fuerte, como evidenciaba el violento bamboleo de los maderos flotantes. Intenté imaginármelo congelado por completo y no pude. Al otro lado de ese torrente precipitado había estribaciones pobladas de árboles perennes que lindaban con una llanura de robles y sauces que descendía hasta la misma orilla. Supuse que el agua había impedido que se propagara el fuego años atrás. Me pregunté si esta orilla del río habría estado alguna vez tan densamente poblada de árboles como la otra.

Mira, gruñó pensativo Ojos de Noche. Pude sentir el calor de su ansia cuando vimos un gran ciervo que había bajado al río para beber. Levantó su cornamenta, presintiéndonos, pero nos observó sereno, sabedor de que estaba a salvo. Los pensamientos de carne fresca de Ojos de Noche me hicieron salivar. Al otro lado la caza será mucho mejor.

Eso espero. Saltó a la grava y las piedras cubiertas de nieve de la orilla, y anadeó contracorriente. Lo seguí con menos agilidad, agarrándome a las ramas secas que salían a mi paso. El terreno era más abrupto allí abajo, y el viento más cruel, cargado como estaba con el frío del río. Pero el paseo era también más interesante, más lleno de posibilidades, de algún modo. Vi cómo avanzaba Ojos de Noche delante de mí. Ahora se movía de forma distinta. Había perdido gran parte de su curiosidad de cachorro. La osamenta de ciervo que antaño se habría merecido un precavido olfateo no recibió ahora más que un tanteo fugaz para cerciorarse de que realmente eran simples huesos desnudos antes de seguir caminando. Revolvía a conciencia los cúmulos de madera de deriva para ver si podía haber alguna presa oculta debajo. Vigilaba asimismo las oquedades de la orilla, husmeando en busca del rastro de presas. Se abalanzó sobre un pequeño roedor de algún tipo que se había aventurado a salir de su guarida y lo devoró. Escarbó brevemente en la entrada de la madriguera, antes de meter el hocico para olfatear meticulosamente. Tras comprobar que no había más habitantes que desenterrar, reanudó el trote.

Me descubrí contemplando el río mientras lo seguía. Se volvía más intimidante, no menos, cuanto más lo miraba. Su profundidad y la fuerza de su corriente quedaban atestiguadas por los inmensos troncos arrancados de raíz que oscilaban y giraban a merced de las aguas. Me pregunté si la ventisca habría sido peor río arriba, para arrancar tales gigantes, o si el río habría horadado lentamente sus cimientos hasta caer los árboles al agua.

Ojos de Noche continuó explorando por delante de mí. Dos veces más le vi saltar y clavar un roedor al suelo con sus dientes y garras. No estaba seguro de lo que eran; no parecían ratas exactamente, y el lustre de su pelaje parecía indicar que el hogar era su habitat natural.

No hace falta poner siempre nombre a la carne, observó irónico Ojos de Noche, y hube de darle la razón. Lanzó su presa por los aires y volvió a atraparla al vuelo. Zarandeó el cadáver con ferocidad y luego volvió a dejarla volar, brincando tras ella sobre sus cuartos traseros. Por un momento, la sencillez de su placer me resultó contagiosa. Tenía la satisfacción de una cacería fructuosa, carne con que llenarse el estómago y tiempo para dar cuenta de ella sin preocupaciones. Esta vez el cadáver voló por encima de mi cabeza, y salté para coger el cuerpo inerte y lanzarlo después más alto todavía. Ojos de Noche saltó tras él, despegando las cuatro patas del suelo. Lo atrapó limpiamente y se agazapó, enseñándomelo, retándome a arrebatárselo. Solté mi brazada de leña y corrí tras él. Me evadió fácilmente y giró en redondo para encararme de nuevo, desafiándome, pasando corriendo junto a mí cuando hice ademán de abalanzarme sobre él.

—¡Eh!

Los dos interrumpimos nuestro juego de inmediato. Me levanté del suelo despacio. Era uno de los hombres de Nik, de pie en la orilla río arriba, observándonos. Empuñaba un arco.

—Recoge algo de leña y vuelve enseguida —me ordenó.

Miré en rededor, pero no pude ver nada que justificara la tirantez de su voz. De todos modos, recogí la brazada de leña que había soltado y regresé a las cabañas.

Encontré a Hervidera escudriñando un pergamino a la luz del fuego, haciendo caso omiso de quienes intentaban cocinar a su alrededor.

—¿Qué lees? —le pregunté.

—Las escrituras de Cabal el Blanco. Profeta y vidente en los tiempos de Kimoala.

Me encogí de hombros. Los nombres de los profetas no me decían nada.

—Gracias a sus consejos, se redactó un tratado que puso fin a cien años de guerra. Permitió que tres pueblos distintos se convirtieran en uno solo. Se extendió el conocimiento. Muchos tipos de alimentos que antes sólo crecían en los valles del sur de Kimoala se volvieron de uso común. El jengibre, por ejemplo. Y los copos de kim.

—¿Un hombre consiguió eso?

—Un hombre. O dos, a lo mejor, si contamos al general que persuadió para que conquistara sin destruir. Mira, aquí habla de él. «Un catalizador era Dar Ales para su época, alguien capaz de cambiar los sentimientos y la vida de los demás. Llegó, no para ser un héroe, sino para despertar al héroe que llevaban dentro los demás. Llegó, no para cumplir profecías, sino para abrir puertas a nuevos futuros. Ésa es la tarea de todo catalizador». Más arriba escribe que en cada uno de nosotros reside el potencial de ser un catalizador llegado el momento. ¿Qué opinas de eso, Tom?

—Prefiero ser pastor —respondí, sin faltar a la verdad.

«Catalizador» precisamente no era una palabra que me cayera demasiado bien.

Esa noche dormí con Ojos de Noche tendido a mi lado. Hervidera roncaba suavemente no muy lejos de mí, mientras los peregrinos se arracimaban al otro lado de la cabaña. Estornino había decidido dormir en la otra cabaña con Nik y algunos de sus hombres. Durante algún tiempo, el sonido de su arpa y su voz me llegaba ocasionalmente transportado por las ráfagas de viento.

Cerré los ojos e intenté soñar con Molly. En vez de eso vi una aldea incendiada en Gama mientras los Corsarios de la Vela Roja se alejaban de ella. Me uní a un joven mientras zarpaba en la oscuridad para estrellar su arenera contra el costado de un buque corsario. Lanzó una lámpara encendida a la cubierta de la nave y luego un cubo de aceite de pescado, como el que utilizaba la gente humilde para alimentar sus linternas. La vela prendió cuando el muchacho se apartaba del buque en llamas. A su espalda, los alaridos y las maldiciones de los hombres se alzaban junto con el fuego. Viajé con él esa noche, y sentí la amargura de su triunfo. No le quedaba nada, ni familia, ni hogar, pero había derramado la sangre de quienes habían derramado la suya. Comprendía perfectamente que en su semblante se mezclaran el llanto y la sonrisa.