15

Hervidera

La reina Kettricken estaba embarazada de Veraz cuando huyó del Rey a la Espera Regio para regresar a sus montañas. Algunos la han criticado, alegando que si se hubiera quedado en Gama y le hubiera forzado la mano a Regio, el bebé habría nacido allí a salvo. Quizá de haberlo hecho el castillo de Torre del Alce se hubiera aliado con ella, quizá todo el ducado de Gama hubiera ofrecido una resistencia más unida a los corsarios de las Islas del Margen. Quizá los ducados costeros hubieran combatido con más ahínco si hubiesen tenido una reina en Gama. Quizá.

La opinión generalizada de quienes vivían en el castillo de Torre del Alce por aquel entonces y estaban al corriente de la política interna del reinado de los Vatídico es muy distinta. Sin excepción, todos opinaban que tanto Kettricken como su hijo nonato habrían tenido que enfrentarse a toda una serie de trabas. Puede darse fe de que aun tras la partida de la reina Kettricken de Torre del Alce, quienes defendían el derecho al trono de Regio hicieron todo cuando estaba en sus manos por desacreditarla, llegando al punto de decir que su hijo no era de Veraz en absoluto, sino que había sido engendrado por Traspié Hidalgo, su sobrino bastardo.

Cualquier suposición sobre lo que hubiera sucedido de permanecer Kettricken en Torre del Alce no es ahora sino vana especulación. El hecho atestiguado es que ella pensaba que su hijo tendría más posibilidades de sobrevivir si nacía en su adorado Reino de las Montañas. También regresó a las montañas con la esperanza de poder encontrar a Veraz y restaurar el poder de su marido. Sus intentos de búsqueda, empero, no le depararon sino sinsabores. Encontró los cadáveres de los acompañantes de Veraz, víctimas de agresores desconocidos. Los restos sin enterrar eran poco más que huesos dispersos y jirones de tela, después de que los carroñeros se hubieran cebado con ellos. Entre esos restos, no obstante, encontró la capa azul que vestía Veraz la última vez que lo vio, y su cuchillo envainado. Regresó a la residencia real de Jhaampe y lloró allí la muerte de su esposo.

Más acuciantes para ella fueron, en los meses siguientes, los informes que hablaban de personas ataviadas con los colores de la Guardia de Veraz, avistadas en las montañas más allá de Jhaampe. Estos guardias solitarios habían sido vistos deambulando por aldeanos montañeses. Parecían renuentes a entablar conversación con los lugareños y, pese a lo precario de su apariencia, a menudo rehusaban el socorro o la comida que se les ofrecía. Sin excepción, todos ellos eran descritos por quienes los divisaban como «patéticos» o «lastimeros». Algunos de estos hombres llegaban a Jhaampe de vez en cuando. Parecían incapaces de responder con coherencia a las preguntas de Kettricken sobre Veraz y lo que había sido de él. Ni siquiera recordaban cuándo se habían separado de él, ni en qué circunstancias. Todos sin excepción parecían obsesionados con volver a Torre del Alce.

Con el tiempo Kettricken llegó a creer que Veraz y su guardia habían sido atacados, no sólo físicamente, sino también por medios mágicos. Los atacantes que lo habían emboscado con espadas y flechas, y la artera camarilla que desalentaba y confundía a su guardia estaban, en su opinión, a las órdenes del príncipe Regio, el hermano menor de Veraz. Esto es lo que precipitó la enconada enemistad entre Kettricken y su cuñado.

Desperté cuando alguien aporreaba la puerta. Grité algo a modo de respuesta mientras me sentaba desorientado y aterido en la oscuridad.

—¡Salimos dentro de una hora! —fue la réplica.

Pugné por librarme del embrollo de mantas y del abrazo somnoliento de Estornino. Encontré mis botas y me las puse, seguidas de la capa. Me embocé en ella para resguardarme del frío que hacía en la habitación. El único movimiento de Estornino consistió en arrebujarse de inmediato en el hueco cálido que había dejado mi cuerpo. Me incliné sobre la cama.

—¿Estornino? —Como no respondió, extendí el brazo y la zarandeé ligeramente—. ¡Estornino! Nos vamos en una hora. ¡Arriba!

Exhaló un tremendo suspiro.

—Ve tú primero. Enseguida estoy lista.

Se hundió todavía más en las mantas. Me encogí de hombros y salí del cuarto.

Abajo, en la cocina, Pelf mantenía caliente un montón de tortitas a la plancha junto a la chimenea encendida. Me ofreció un plato con mantequilla y miel, que acepté encantado. La casa, tan tranquila el día anterior, ahora estaba atestada de gente. A juzgar por el gran parecido de todos los rostros, éste era un negocio familiar. El niño pequeño con la cabritilla moteada estaba sentado en un taburete a la mesa, dando de comer trocitos de torta a su mascota. De vez en cuando, lo descubría mirándome. Cuando le sonreí, los ojos del pequeño se desorbitaron. Con expresión seria se levantó y se fue con su plato, con la cabra pisándole los talones.

Nik deambulaba por la cocina a largas zancadas, con su capa de lana negra ondulando alrededor de las pantorrillas. Estaba salpicada de copos de nieve recientes. Cruzó la mirada conmigo de pasada.

—¿Listo para partir?

Asentí.

—Bien. —Me miró de soslayo mientras salía de la cocina—. Abrígate. La tormenta acaba de empezar. El tiempo perfecto para viajar, para ti y para mí.

Me dije que nunca había esperado que fuese un viaje de placer. Terminé de desayunar antes de que bajara Estornino. Cuando apareció en la cocina, me sorprendió. Esperaba encontrarla adormilada. En cambio se mostraba radiante y alerta, risueña y con las mejillas sonrojadas. Cuando entró en la cocina estaba intercambiando pullas con uno de los hombres, y llevándose la mejor parte. No vaciló al llegar a la mesa, sino que se sirvió una generosa porción de todo. Cuando levantó la cabeza del plato, debió de ver la sorpresa reflejada en mi cara.

—Los rapsodas aprenden a comer bien cuando se les invita —dijo, y me tendió su taza.

Estaba bebiendo cerveza con el desayuno. Eché mano de la jarra que había encima de la mesa para llenársela. Acababa de posar su taza con un suspiro cuando Nik irrumpió en la cocina como una nube de tormenta. Me vio y se frenó en seco.

—Ah. Tom. ¿Sabes conducir un caballo?

—Desde luego.

—¿Bien?

—Bastante bien-respondí suavemente.

—Excelente, en ese caso, estamos listos para partir. Mi primo Hank iba a conducir, pero esta mañana se ha levantado resoplando como un fuelle, ha cogido frío esta noche. Su esposa se niega a dejarle salir de la cama. Pero si puedes conducir una carreta…

—Es de esperar que le hagas una rebaja en el precio —intervino de repente Estornino—. Al conducir el caballo por ti, te ahorra el coste de un caballo para él. Y lo que habría comido tu primo.

Nik se quedó desconcertado un momento. Nos miró de reojo a Estornino y a mí.

—Lo que es justo es justo —observó. Procuré no sonreír—. De acuerdo —concedió, y se apresuró a abandonar la cocina de nuevo. Regresó un instante después—. La vieja dice que quiere ver cómo lo haces. Se trata de su caballo y su carreta, ya sabes.

Aún estaba oscuro en la calle. Las antorchas chisporroteaban en medio del viento y la nieve. La gente corría de un lado para otro, con las capuchas levantadas y las capas abrochadas. Había cuatro carros y sendos tiros de caballos. Uno estaba cargado de gente, unas quince personas. Estaban apiñadas, con hatos en el regazo, la cabeza agachada para resguardarse del frío. Una mujer me miró. Su rostro estaba lleno de aprensión. A su lado, un niño se recostaba contra ella. Me pregunté de dónde vendrían. Dos hombres subieron una cuba al último carromato y luego extendieron una lona sobre todo el cargamento.

Detrás del carro lleno de pasajeros había una carreta más pequeña de dos ruedas. Una anciana enjuta vestida por completo de negro se sentaba erguida en el pescante. Estaba bien embozada en su capa, su caperuza y su chal, y tenía además una manta de viaje echada sobre las rodillas. Sus penetrantes ojos negros no me perdieron de vista mientras rodeaba su plataforma. El caballo era una yegua moteada. No le gustaba el tiempo y le apretaba el arnés. Lo ajusté lo mejor que pude, convenciéndola para que confiara en mí. Cuando acabé, levanté la cabeza y descubrí a la mujer escudriñándome atentamente. Su cabello negro se veía reluciente allí donde escapaba de su caperuza, pero no todo el blanco que había en él se debía a la nieve. Frunció los labios sin decir nada, ni siquiera cuando guardé mi hato bajo su asiento. Le di los buenos días cuando me encaramé al pescante junto a ella y cogí las riendas.

—Me parece que tengo que conducir —dije amigablemente.

—¿Te lo parece? ¿Es que no estás seguro?

Clavó sus ojos en mí.

—Hank ha enfermado. Nik me ha pedido que conduzca su yegua. Me llamo Tom.

—No me gustan los cambios —me dijo—. Y menos en el último minuto. Los cambios indican que no estabas preparado realmente desde el principio, y que ahora estás menos preparado todavía.

Empezaba a sospechar el motivo de la súbita enfermedad de Hank.

—Me llamo Tom —volví a presentarme.

—Eso ya lo has dicho —me informó. Miró al frente, a la nieve que caía—. Este viaje es una mala idea —dijo en voz alta, pero no para mí—. Y nada bueno saldrá de él. De eso estoy segura. —Enlazó las manos enguantadas en su regazo—. Malditos huesos viejos —dijo a la nieve que caía—. Si no fuese por estos viejos huesos, no os necesitaría a ninguno.

No se me ocurría qué responder a eso, pero Estornino me rescató. Tiró de las riendas a mi lado.

—¿Quieres echar un vistazo a mi montura? —me pidió.

Su caballo sacudió su negra crin y me miró como si quisiera pedirme que echara un vistazo al jinete que le habían dado.

—Tiene buen aspecto. Es un animal de las montañas. Todos tienen el mismo aspecto. Pero caminará todo el día si se lo pides, y la mayoría tiene buen genio.

Estornino frunció el ceño.

—Le dije a Nik que, por lo que hemos pagado, esperaba un caballo en condiciones.

Nik pasó cabalgando junto a nosotros en ese momento. Su montura no era mayor que la de Estornino. La miró y luego torció la cabeza, como si temiera el filo de su lengua.

—En marcha —dijo en voz baja pero imperiosa—. Lo mejor será guardar silencio, y procurad estar siempre cerca de la carreta que vaya delante de vosotros. Es más fácil de lo que parece perderse de vista los unos a los otros con esta tormenta.

Pese a la suavidad de su voz, la orden fue acatada de inmediato. No hubo gritos ni despedidas. En vez de eso, los carros que teníamos delante comenzaron a rodar en silencio. Sacudí las riendas y chasqueé la lengua. La yegua resopló contrariada, pero se amoldó al paso. Avanzamos casi en completo silencio en medio de una incesante cortina de nieve. El poni de Estornino tironeó inquieto de su bocado hasta que la juglaresa aflojó las riendas. Luego trotó veloz para unirse a los demás caballos en la cabeza del grupo. Me quedé sentado a solas con la taciturna anciana.

Pronto comprobé lo acertado de la advertencia de Nik. Salió el sol, pero la nieve continuó cayendo tan espesa que la luz adquirió un tinte lechoso. La nieve arremolinada poseía una cualidad de madreperla que desconcertaba y agotaba la vista. Parecía que estuviéramos atravesando un interminable túnel blanco, sin más guía que la cola de la carreta de enfrente.

Nik no nos guió por la carretera. Cruzamos los campos helados. La densa nevada borraba enseguida nuestras huellas. En cuestión de meros momentos, no habría ni rastro de nuestro paso. Viajamos a campo traviesa hasta pasado el mediodía, con los jinetes desmontando para bajar las varas de los cercados y colocarlas de nuevo a nuestro paso. Divisé otra granja una vez en medio de la ventisca, pero sus ventanas se veían oscuras. Poco después del mediodía se abrió una última valla para nosotros. Entre crujidos y trompicones salimos del campo para entrar en lo que antaño había sido una carretera y ahora era poco más que un sendero. Las únicas huellas visibles eran las que dejábamos nosotros, y éstas pronto eran enterradas por la nieve.

Durante todo el camino, mi compañera se había mostrado tan silenciosa y glacial como la misma nieve. De vez en cuando la observaba por el rabillo del ojo. Ella miraba al frente, balanceándose con el traqueteo de la carreta. Se frotaba las manos sin cesar sobre su regazo, como si le dolieran. Sin otra cosa con la que distraerme, me entretuve espiándola. Oriunda de Gama, sin duda. El acento de mi tierra natal teñía aún sus palabras, si bien diluido tras muchos años de viaje. Su pañoleta era obra de tejedores de Chalaza, pero los brocados que ribeteaban su capa, negro sobre negro, me eran desconocidos.

—Estás muy lejos de casa, muchacho —observó de pronto.

No dejó de mirar al frente. El tono de su voz me hizo enderezar la espalda.

—Igual que tú, anciana —repuse.

Volvió todo el rostro hacia mí. No estaba seguro de si era diversión o enojo lo que relucía en su mirada.

—Sí que lo estoy. Por años y por distancia, muy lejos. —Hizo una pausa, antes de preguntar de repente—: ¿Por qué vas a las montañas?

—Quiero a ver a mi tío —contesté, fiel a la verdad.

Resopló con desdén.

—¿Un muchacho de Gama tiene un tío en las montañas? ¿Y quieres verlo tan desesperadamente como para poner en peligro tu cabeza?

La miré.

—Es mi tío predilecto. Tú vas al templo de Eda, tengo entendido.

—Eso los demás —me corrigió—. Soy demasiado vieja para rezar pidiendo fertilidad. Busco un profeta. —Antes de que yo pudiera decir nada, añadió—: Es mi profeta predilecto.

Casi me pareció ver una sonrisa en sus labios.

—¿Por qué no viajas en el carromato con los demás? —pregunté.

Me lanzó una mirada glacial.

—Porque hacen demasiadas preguntas —repuso.

—Ah.

Sonreí, aceptando su reprimenda.

Transcurridos unos momentos, habló de nuevo.

—Hace mucho tiempo que vivo a mi aire, Tom. Me gusta hacer las cosas a mi manera, opinar por mí misma y ser yo la que decida qué cenar todas las noches. Ésos son buena gente, pero escarban y picotean como una bandada de gallinas. Por sí solo ninguno de ellos podría hacer este viaje. Todos necesitan a los demás para decir, sí, sí, esto es lo correcto, vale la pena correr el riesgo. Y ahora que lo han decidido, la decisión es más grande que ellos. Ni uno sólo podría dar media vuelta por voluntad propia.

Meneó la cabeza y asintió, pensativa. No dijo nada más en mucho rato. Nuestro camino se había cruzado con el río. Lo seguimos corriente arriba, a través de la maleza dispersa y los árboles jóvenes. Apenas si podía ver nada en medio de la incesante nevada, pero podía oler las aguas y oír su rumor. Me preguntaba cuánto habríamos de avanzar antes de intentar vadearlo. Luego sonreí para mis adentros. Estaba seguro de que Estornino lo sabría para cuando la viera esa noche. Me pregunté si Nik estaría disfrutando de su compañía.

—¿De qué te ríes? —quiso saber la anciana.

—Pensaba en mi amiga Estornino. La juglaresa.

—¿Y eso te hace sonreír de esa manera?

—A veces.

—Juglaresa, dices. ¿Y tú? ¿Eres músico?

—No, pastor. Casi todo el tiempo.

—Ya veo.

Nuestra conversación languideció de nuevo. Cuando comenzaba a caer la tarde, me dijo:

—Puedes llamarme Hervidera.

—Yo me llamo Tom —respondí.

—Y ya es la tercera vez que me lo dices —me recordó.

Esperaba que acampáramos al anochecer, pero Nik nos mantuvo en movimiento. Nos detuvimos brevemente mientras él sacaba dos lámparas y las colgaba de sendas carretas.

—Sólo tenéis que seguir la luz —dijo al pasar junto a nosotros.

Eso fue lo que hizo nuestra yegua.

La luz había desaparecido y el frío arreciaba cuando la carreta que iba delante de nosotros se salió de la carretera y se adentró en una abertura entre los árboles a orillas del río. Obediente, indiqué a nuestra yegua que la siguiera y nos apartamos de la calzada con un trompicón que hizo maldecir a Hervidera. Sonreí; pocos soldados de Torre del Alce podrían haberlo hecho mejor.

Nos detuvimos en breve. Me quedé sentado, extrañado, pues no podía ver nada. El río era un negro torrente en algún lugar hacia nuestra izquierda. La brisa que soplaba de esa dirección añadía un nuevo dejo de humedad al aire. Los peregrinos que nos precedían se revolvían incómodos y murmuraban en voz baja. Oí la voz de Nik y vi a un hombre que conducía su caballo junto a nosotros. Descolgó la lámpara de la cola del carro sobre la marcha. Lo seguí con la mirada. En un momento, hombre y caballo entraron en un edificio bajo y alargado que hasta entonces había resultado invisible en la oscuridad.

—Abajo, entrad, pasaremos aquí la noche —nos instruyó Nik al volver a pasar por nuestro lado.

Me apeé y esperé a que bajara Hervidera. Cuando le ofrecí mi mano, casi pareció sobresaltarse.

—Muchas gracias, amable caballero —dijo quedamente mientras la ayudaba a bajar.

—No hay de qué, mi señora —respondí.

Se cogió de mi brazo y la guié en dirección al edificio.

—Tienes unos modales condenadamente buenos para ser un pastor, Tom —observó en un tono de voz por completo distinto.

Se rió al llegar a la puerta y entró, dejándome que desanduviera el camino para soltar a la yegua. Meneé la cabeza para mí, pero no pude reprimir una sonrisa. Me caía bien esa anciana. Me colgué el hato del hombro y conduje la yegua al edificio donde habían ido los demás. Mientras le quitaba el arnés, miré a mi alrededor. Era una estancia alargada y abierta. Se había encendido un fuego en un rincón. El techo bajo era de piedras de río y arcilla, con el suelo de tierra. Los caballos se encontraban en un extremo, apiñados en torno a un pesebre lleno de heno. Cuando dejé nuestra yegua con los demás animales, uno de los hombres de Nik vino cargando con cubos de agua para llenar un abrevadero. La cantidad de estiércol acumulado en esa sección del cuarto me indicó que los contrabandistas utilizaban ese edificio con asiduidad.

—¿Qué era antes este sitio? —pregunté a Nik cuando me uní a los otros alrededor de la chimenea.

—Un redil para las ovejas —me dijo—. El refugio era para los corderos jóvenes. Después bañábamos a las ovejas en el río y veníamos a trasquilar aquí. —Sus ojos azules se perdieron en la distancia un momento. Luego soltó una risotada seca—. De eso hace mucho tiempo. Ahora no hay pastos suficientes ni para una cabra, mucho menos para las ovejas que criábamos. —Señaló el fuego—. Come y duerme mientras puedas, Tom. Mañana amanecerá temprano para nosotros.

Su mirada pareció demorarse en mi pendiente al pasar junto a mí.

La cena era frugal. Pan y pescado ahumado. Gachas. Té caliente. Casi todo provenía de los suministros de los peregrinos, pero Nik contribuyó con lo suficiente para evitar que pusieran objeciones a dar de comer a sus hombres, a Estornino y a mí. Hervidera cenó sola, de sus propias raciones, y preparó su propio cazo de té. Los demás peregrinos la trataban con deferencia y ella respondía con educación, pero era evidente que no tenían nada en común salvo el hecho de dirigirse al mismo sitio. Sólo los tres niños de la partida parecían no tenerle miedo; le pidieron manzanas secas y cuentos hasta que ella les advirtió que acabaría por dolerles a todos la barriga.

El refugio se caldeó enseguida, gracias al calor de los caballos y las personas tanto como a la chimenea. Los postigos de la puerta y las ventanas estaban firmemente cerrados, para impedir que escaparan la luz y el sonido además del calor. Pese a la tormenta y la ausencia de otros viajeros en nuestro camino, Nik no quería correr ningún riesgo. Me parecía prudente, tratándose de un contrabandista. La cena me había dado la oportunidad de ver por primera vez al resto de la compañía. Quince peregrinos, de todas las edades y ambos sexos, sin contar a Hervidera. Alrededor de una decena de contrabandistas, de los que seis se parecían lo suficiente a Nik y Pelf como para ser primos al menos. Los demás componían un cuadro abigarrado de profesionales duros y atentos. Había al menos tres de ellos montando guardia en todo momento. Hablaban poco y sabían lo que debían hacer, por lo que Nik repartía pocas instrucciones. Me descubrí sintiéndome seguro de ir a ver al menos la otra orilla del río, y seguramente también la frontera con las montañas. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan optimista.

Estornino no desaprovechó la ocasión de actuar para un público tan numeroso. Nada más terminar de cenar, sacó su arpa y, a despecho de las frecuentes advertencias de Nik para que habláramos en voz baja, éste no prohibió la suave música y la canción con que nos deleitó la juglaresa. Para los contrabandistas entonó una vieja balada sobre Peso, el salteador de caminos, probablemente el bandolero más osado que hubiera conocido Gama jamás. Incluso Nik sonrió mientras escuchaba la canción, y los ojos de Estornino flirteaban con él mientras cantaba. Para los peregrinos cantó sobre una sinuosa carretera fluvial que llevaba a la gente a su casa, y terminó con una nana para los tres niños del grupo. A esas alturas los pequeños no eran los únicos que estaban acostados en sus mantas. Hervidera me había encargado perentoriamente que fuese a coger la suya de la parte trasera de su carromato. Me pregunté cuándo había sido ascendido de conductor a criado, pero no protesté mientras cumplía con el recado. Supuse que había algo en mí que llevaba a pensar a todos los ancianos que mi tiempo estaba a su disposición.

Desenrollé mis mantas junto a las de Hervidera y me tumbé esperando conciliar pronto el sueño. A mi alrededor, casi todos los demás roncaban ya. Hervidera se acurrucó entre sus mantas como una ardilla en su madriguera. Me imaginaba cuánto debían de dolerle los huesos con ese frío, pero yo poco podía hacer por remediarlo. Cerca de la chimenea, Estornino conversaba con Nik. De vez en cuando sus dedos rasgueaban suavemente las cuerdas del arpa, cuyas notas argénteas componían el contrapunto a su voz queda. En varias ocasiones hizo reír a Nik.

Estaba a punto de dormirme.

¿Hermano?

Todo mi cuerpo se sacudió con la conmoción. Estaba cerca.

¿Ojos de Noche?

¡Pues claro! Diversión. ¿O es que ahora tienes otro hermano?

¡Eso nunca! Sólo tú, amigo. ¿Dónde estás?

¿Que dónde estoy? En la calle. Ven a buscarme.

Me levanté apresuradamente y volví a ponerme mi capa. El hombre que vigilaba la puerta frunció el ceño al verme salir, pero no hizo preguntas. Me adentré en la oscuridad, más allá de los carros aparcados. La nieve había cesado y el viento que soplaba había despejado una franja de cielo estrellado. La nieve blanqueaba las ramas de todos los árboles y arbustos. Estaba mirando en rededor en su busca cuando un peso sólido me golpeó en la espalda. Caí de bruces en el suelo y hubiera lanzado un grito, de no tener la boca llena de nieve. Conseguí darme la vuelta y fui pisoteado varias veces por un lobo entusiasmado.

¿Cómo sabías dónde encontrarme?

¿Cómo sabes dónde rascarte cuando te pica?

Comprendí de pronto a qué se refería. No siempre era consciente de nuestro vínculo. Pero pensar en él ahora y encontrarlo de repente no era más difícil que juntar las manos a oscuras. Claro que sabía dónde estaba. Formaba parte de mí.

Hueles a hembra. ¿Tienes una pareja nueva?

No. Claro que no.

Pero ¿compartes un cubil?

Viajamos juntos, como manada. Así es más seguro.

Lo sé.

Por un momento permanecimos sentados, sumidos en una quietud física y mental, ajustandonos simplemente el uno a la presencia corpórea del otro de nuevo. Volvía a sentirme completo. En paz. No sabía que me preocupaba tanto por él hasta que el verlo aplacó mis temores. Percibí su renuente asentimiento ante eso. Sabía que me había enfrentado solo a peligros y adversidades. Pensaba que no podría sobrevivir a ellos. Pero también me echaba de menos. Añoraba mi forma de pensar, el tipo de ideas y discusiones que los lobos nunca compartían entre ellos.

¿Por eso has vuelto conmigo?, le pregunté.

Se levantó de repente y se sacudió de cuerpo entero.

Ya era hora de volver, replicó, elusivo. Casi enseguida añadió: Corrí con ellos. Al final me permitieron formar parte de su manada. Cazábamos juntos, matábamos juntos, compartíamos la carne. Estaba muy bien.

¿Pero?

Pero yo quería ser el líder. Se giró y me echó una mirada por encima del hombro, con la lengua colgando. Estoy acostumbrado a ser el líder, ya sabes.

Ah, ¿sí? ¿Y no te aceptaron?

Lobo Negro es muy grande. Y rápido. Yo soy más fuerte que él, creo, pero él conoce más trucos. Era casi como cuando tú te peleabas con Corazón de la Manada.

Me reí por lo bajo y se lanzó sobre mí, enseñando los dientes en una mueca burlona.

—Tranquilo —dije suavemente, empujándolo con las dos manos—. Bueno. ¿Qué pasó?

Se dejó caer a mi lado.

Él sigue siendo el líder. Sigue teniendo la compañera y la guarida. Caviló, y percibí cómo luchaba con el concepto del futuro. Podría ser diferente, en otra ocasión.

—Podría ser —convine. Le rasqué con delicadeza detrás de la oreja y se revolcó en la nieve—. ¿Volverás con ellos, algún día?

Le costaba concentrarse en mis palabras mientras le rascaba las orejas. Paré y se lo volví a preguntar. Ladeó la cabeza y me observó con humorismo.

Pregúntamelo algún día y te podré responder.

Día a día, convine. Me alegro de que hayas venido. Pero todavía sigo sin comprender por qué has vuelto conmigo. Podrías haberte quedado con la manada.

Me miró a los ojos, y aun en la oscuridad me hipnotizaron.

Te han llamado, ¿no es así? ¿No te ha aullado tu rey: «Ven conmigo»?

Asentí con reticencia.

Sí, me han llamado.

Se incorporó de improviso y se sacudió de la cabeza a los pies. Su mirada se perdió en la noche. Si te llaman a ti, me llaman a mí. No lo admitió de buen grado.

No tienes por qué acompañarme. La llamada de mi rey es para mí, no para ti.

En eso te equivocas. Si te llama, me llama.

No entiendo cómo puede ser así, dije con cuidado.

Yo tampoco. Pero así es. «Ven conmigo», nos dijo a los dos. Pude ignorarlo durante algún tiempo. Pero ya no.

Lo siento. Busqué una manera de expresarlo. No tiene derecho sobre ti. De eso estoy seguro. No creo que pretendiera llamarte. No creo que pretendiera obligarme a obedecer su llamada. Pero así ha sido, y debo ir a su lado.

Me levanté y me sacudí la nieve que empezaba a derretirse sobre mí. Me sentía avergonzado. Veraz, una persona en la que confiaba, me había hecho esto. Eso, de por sí, era bastante malo. Pero a través de mí se lo hacía al lobo. Veraz no tenía ningún derecho a exigir nada a Ojos de Noche. En realidad, yo tampoco tenía ningún derecho a exigirle nada. Lo que había habido entre nosotros había sido siempre algo voluntario, una entrega mutua por ambas partes, sin imposición alguna de obligaciones. Ahora, a través de mí, estaba tan atrapado como si lo hubiera encerrado en una jaula.

Compartimos la misma jaula, entonces.

Ojalá fuera distinto. Ojalá pudiera liberarte de esto de alguna manera. Pero ni siquiera sé cómo liberarme yo. Si no sé qué es lo que te ata, no sabré cómo soltarte. Tú y yo compartimos la Maña. Veraz y yo compartimos la Habilidad. ¿Cómo puede atarte su Habilidad a través de mí? Ni siquiera estabas a mi lado cuando me llamó.

Ojos de Noche se sentó inmóvil en la nieve. El viento arreciaba, y a la tenue luz de las estrellas veía cómo le alborotaba el pelaje. Siempre estoy a tu lado, hermano. Quizá no siempre seas consciente de mi presencia, pero siempre estoy a tu lado. Somos uno.

Compartimos muchas cosas, convine. Me corroía la intranquilidad.

No. Se giró para mirarme de frente, a los ojos, como no podría hacerlo ningún lobo salvaje. No compartimos. Somos uno. Yo ya no soy un lobo, tú ya no eres un hombre. No tengo nombre para lo qur somos juntos. Quizá el que nos habló de la Vieja Sangre tuviera una palabra para explicarlo. Hizo una pausa. ¿Ves cuánto de hombre hay en mí, que hablo de expresar una idea por medio de una palabra? No es precisa ninguna palabra. Existimos, y somos lo que somos.

Te liberaría si pudiera.

¿Lo harías? No me separaría de ti.

No me refería exactamente a eso. Quería decir que te buscaría una vida propia.

Bostezó, se desperezó. Yo buscaré una vida propia para los dos. La encontraremos juntos. Bueno. ¿Viajamos de día o de noche?

Viajamos de día.

Comprendió lo que quería decir. ¿Vas a viajar con esta manada tan numerosa? ¿Por qué no te liberas de ellos y corres conmigo? Seremos más rápidos.

Meneé la cabeza. No es tan sencillo. Para viajar hasta nuestro destino, necesitaré refugio, y no tengo ninguno que sea sólo mío. Necesito la ayuda de esta manada para sobrevivir con este tiempo.

A esto siguió una complicada media hora en la que intenté explicarle que necesitaría el apoyo de los demás miembros de la caravana para llegar a las montañas. De tener un caballo y provisiones propias, no habría vacilado en confiarme a la suerte y partir con el lobo. Pero ¿a pie, sin más que lo que pudiera llevar encima, frente a las nieves y el frío de las montañas, por no mencionar el río que debía cruzar? No era tan insensato.

Podríamos cazar, insistió Ojos de Noche. Nos acurrucaríamos juntos en la nieve por las noches. Podría cuidar de mí, como había hecho siempre. Con persistencia, pude convencerlo de que debía proseguir mi viaje como hasta ahora. Entonces, ¿deberé seguirte como un perro callejero, tras el rastro de toda esta gente?

—¿Tom? Tom, ¿estás ahí?

Había irritación además de preocupación en la voz de Nik.

—¡Estoy aquí!

Salí de detrás de los arbustos.

—¿Qué hacías? —inquirió con suspicacia.

—Estaba meando —le dije. De repente tomé una decisión—. Y mi perro me ha seguido desde la ciudad y nos ha alcanzado aquí. Lo dejé con unos amigos, pero debe de haber mordido la correa. Ven, chico, a mis pies.

Los pies te voy a morder yo a ti, ofreció ferozmente Ojos de Noche, pero acudió y me siguió hasta el claro.

—Es un perro condenadamente grande —observó Nik. Se agachó—. Más bien parece un lobo.

—Eso me habían dicho ya en Lumbrales. Es una raza de Gama. Los usamos para cuidar de las ovejas.

Me las pagarás. Te lo prometo.

A modo de respuesta, me agaché para darle una palmada en el hombro y rascarle las orejas. Mueve la cola, Ojos de Noche.

—Es un viejo perro fiel. Tendría que haber sabido que no se resignaría a que lo abandonara.

La de cosas que tengo que aguantar por ti. Meneó la cola. Una sola vez.

—Ya veo. Bueno. Será mejor que entres y procures dormir un poco. Y la próxima vez, no salgas solo. Para nada. Por lo menos, no sin avisarme antes. Cuando mis hombres están de guardia, se vuelven suspicaces. Podrían rebanarte el pescuezo antes de reconocerte.

—Comprendido.

Pasé justo por delante de dos de ellos.

—Nik, no te importa, ¿no? El perro, digo. —Intenté mostrarme afablemente compungido—. Puede quedarse en la calle. Es un excelente perro guardián, de hecho.

—No esperes que le dé de comer por ti —rezongó Nik—. Y no dejes que nos busque problemas.

—Oh, seguro que se porta bien. ¿A que sí, chico?

Estornino escogió ese preciso momento para asomarse a la puerta.

—¿Nik? ¿Tom?

—Estamos aquí. Tenías razón, sólo estaba meando —dijo Nik en voz baja.

Cogió a Estornino del brazo y empezó a conducirla al refugio.

—¿Qué es eso? —preguntó la juglaresa, sonando casi alarmada.

Tuve que apostarlo todo a su agudeza de ingenio y nuestra amistad.

—El perro —me apresuré a responder—. Ojos de Noche habrá roído la cuerda. Le advertí a Creece que lo vigilara cuando lo dejé allí, que intentaría seguirme. Pero Creece no me hizo caso, y aquí lo tienes. Supongo que al final tendré que llevarlo a las montañas con nosotros.

Estornino no apartaba la vista del lobo. Sus ojos se veían tan grandes y negros como el cielo que nos cubría. Nik le dio un tirón del brazo y ella se giró por fin hacia la puerta.

—Supongo que sí —convino Estornino con un hilo de voz.

Di gracias para mis adentros a Eda y a cualquier otra deidad que pudiera estar escuchando. A Ojos de Noche le dije:

—Quédate aquí y monta guardia, buen chico.

Disfruta de esto mientras puedas, hermanito. Se tumbó debajo de la carreta. Dudaba que fuera a quedarse allí más de cinco latidos. Seguí a Nik y Estornino al interior. Nik cerró la puerta con firmeza a nuestra espalda y colocó la tranca en su sitio. Me quité las botas y sacudí mi capa cargada de nieve antes de envolverme en las mantas. El sueño me asaltó enseguida cuando asimilé el alivio que experimentaba. Ojos de Noche había regresado. Me sentía completo. A salvo, con el lobo en la puerta.

Ojos de Noche, me alegra que estés aquí.

Tienes una manera muy rara de demostrarlo, respondió, aunque pude percibir que lo hacía con más humorismo que rencor.

Rolf el Negro me envió un mensaje. Regio pretende volver a los de la Vieja Sangre en nuestra contra. Les ofrece oro a cambio de cazarnos para él. No deberíamos hablar demasiado abiertamente.

Oro. ¿Qué puede significar el oro para nosotros, o para los que son como nosotros? No temas, hermanito. Estoy aquí para volver a cuidar de ti.

Cerré los ojos y me sumí en el sueño, confiando en que tuviera razón. Por un instante, mientras me tambaleaba al filo de la vigilia, reparé en que Estornino no había extendido sus mantas junto a las mías. Estaba sentada al otro lado de la sala. Al lado de Nik. Con las cabezas pegadas, hablaban sobre algo en voz baja. La juglaresa se rió. No oí lo que dijo a continuación, pero su tono era de coquetería y desafío.

Sentí casi una punzada de celos. Me recriminé por ello. Era una compañera, sólo eso. ¿Qué me importaba a mí cómo pasara ella las noches? Anoche había dormido pegada a mi espalda. Esta noche no. Decidí que se trataba del lobo. Estornino no podía aceptarlo. No era la primera. Saber que yo tenía la Maña era distinto de enfrentarse a mi animal vinculado. En fin. Así estaban las cosas.

Me dormí.

En algún momento a lo largo de la noche sentí un suave tanteo. Era el roce de la Habilidad, apenas perceptible, sobre mis sentidos. Presté atención, inmóvil, alerta. No percibía nada. ¿Lo había imaginado, soñado? Se me ocurrió una idea más inquietante. Quizá se tratara de Will. Me quedé quieto, anhelando sondear, temiendo hacerlo. Ardía en deseos de comprobar que Veraz estaba bien; desde su asalto sobre la camarilla de Regio aquella noche, no había vuelto a saber de él. Ven conmigo, me había dicho. ¿Y si ése hubiera sido su último deseo? ¿Y si toda mi búsqueda no me llevaba más que a un montón de huesos? Aparté de mí esos temores e intenté mantenerme abierto.

La mente que rozaba la mía era la de Regio.

Nunca había habilitado con Regio, sólo sospechaba que era capaz de habilitar. Incluso ante la evidencia, dudaba de lo que percibía. La fuerza de la Habilidad parecía corresponder a Will, pero el tacto de los pensamientos era de Regio. ¿Y tampoco has encontrado a la mujer? La habilitación no iba dirigida a mí. Comunicaba con otra persona. Le eché valor y me aventuré a acercarme. Intenté abrirme a sus pensamientos sin sondear hacia ellos.

Todavía no, alteza. Burl. Ocultando su estremecimiento tras la formalidad y la cortesía. Sabía que Regio lo percibía con la misma claridad que yo. Sabía también que lo disfrutaba. Regio nunca había sido capaz de apreciar la diferencia entre el miedo y el respeto. No creía en el respeto de los demás hacia él, a menos que estuviera teñido de miedo. No se me había ocurrido que pudiera extender esa opinión a su propia camarilla. Me pregunté qué amenaza colgaría sobre sus cabezas.

¿Y nada del bastardo?, quiso saber Regio. Ya no me cabía ninguna duda. Regio estaba habilitando por medio de la fuerza de Will. ¿Significaba eso que era incapaz de habilitar por sí solo?

Burl se armó de valor. Mi rey, no he encontrado ni rastro de él. Creo que está muerto. Muerto de verdad, esta vez. Se cortó con una hoja envenenada. La desesperación que lo embargaba en ese momento de decisión era absoluta. Nadie podría haberla fingido.

En tal caso tendría que haber un cadáver, ¿no es así?

Estoy seguro de que lo hay, alteza, en alguna parte. Es sólo que vuestros guardias todavía no lo han encontrado. Esto lo proclamó Carrod, que no temblaba de miedo. Ocultaba su temor incluso a sí mismo, fingiendo que se trataba de rabia. Comprendía que necesitara hacer eso, pero dudaba que fuese una decisión acertada. Le obligaba a erguirse ante Regio. A Regio no le gustaban las personas que decían lo que pensaban.

Quizá deba encargarte a ti recorrer los caminos en su búsqueda, sugirió amablemente Regio. Al mismo tiempo, podrías buscar al hombre que mató a Perno y su patrulla.

Mi señor, alteza… comenzó Carrod, pero: ¡SILENCIO!, lo acalló Regio. Recurrió libremente a la fuerza de Will para hacerlo. El esfuerzo no le costaba nada.

Lo creí muerto una vez, y mi confianza en la palabra de otros casi me cuesta la vida. Esta vez quiero verlo, quiero verlo cortado en pedazos para poder respirar tranquilo. El patético intento de Will por inducir al bastardo a delatarse fracasó estrepitosamente.

Quizá porque ya está muerto, sugirió neciamente Carrod.

En ese momento fui testigo de algo que preferiría no haber presenciado. Una aguja de dolor, candente y afilada, traspasó a Carrod con la fuerza de la Habilidad de Will. En ese gesto atisbé por fin la unión que habían alcanzado. Regio conducía a Will, no como conduce un hombre un caballo, para hincar las espuelas enfurecido, sino como una garrapata o una sanguijuela adherida a su víctima, sorbiéndole la vida. Despierto o dormido, Regio estaba con él a todas horas, tenía acceso continuo a su fuerza. Y ahora la empleó con ensañamiento, sin importarle lo que le pudiera costar a Will. No sabía que se pudiera infligir dolor sólo con la Habilidad. Una aturdidora ráfaga de fuerza como la que había lanzado Veraz sobre ellos, eso sí lo conocía. Pero esto era distinto. Esto no era un despliegue de genio o fuerza. Era un despliegue de puro afán de venganza. En alguna parte, lo sabía, Carrod se había caído al suelo y pataleaba presa de una agonía inarticulada. Vinculados como estaban, Burl y Will debían de compartir una sombra de ese dolor. Me sorprendía que un miembro de la camarilla fuese capaz de hacer algo así a otro. Pero claro, no era Will el que enviaba el dolor. Era Regio.

Pasó, transcurrido un momento. Quizá en realidad durase sólo un instante. Para Carrod, sin duda duró lo suficiente. Presentí un débil gimoteo mental procedente de él. En esos momentos no era capaz de otra cosa.

No creo que el bastardo haya muerto. No me atreveré a creerlo hasta que haya visto su cadáver. Alguien mató a Perno y sus hombres. De modo que encontrad su cuerpo y traédmelo, vivo o muerto. Burl quédate donde estás y redobla tus esfuerzos. Estoy seguro de que se dirige hacia allí. No dejes de fijarte en todos los viajeros. Carrod, me parece que deberías reunirte con Burl. La vida de indolencia que llevas no encaja con tu temperamento. Emprende el viaje mañana. Y no te demores por el camino. Volcad vuestras mentes sobre esta tarea. Sabemos que Veraz está vivo; os lo ha demostrado a todos con suma eficacia. El bastardo intentará llegar hasta él. Debemos detenerlo antes de que lo consiga, y después tendremos que eliminar la amenaza que supone mi hermano. Eso es lo único que os he encomendado; ¿por qué no podéis hacerlo? ¿Es que no os preocupa lo que será de nosotros si tiene éxito Veraz? Buscadlo, con hombres y con la Habilidad. No dejéis que la gente olvide la recompensa que he ofrecido por su captura. Que no olviden el castigo que espera a quienes le presten ayuda. ¿Está claro?

Sí, alteza. No escatimaré esfuerzos, se apresuró a responder Burl.

¿Carrod? No te oigo, Carrod. La amenaza del castigo pendía sobre todos ellos.

Por favor, mi rey. Lo haré todo, lo que sea. Vivo o muerto, lo encontraré para vos, daré con él.

Sin despedirse siquiera, la presencia de Will y Regio se desvaneció. Sentí cómo Carrod se desplomaba. Burl se demoró otro instante. ¿Escuchaba, percibía mi presencia? Dejé que mis pensamientos vagaran libres, que se disipara mi concentración. Luego abrí los ojos y me encontré contemplando el techo, pensativo. La habilitación me había dejado tembloroso y preocupado.

Estoy contigo, hermano, me tranquilizó Ojos de Noche.

Me alegro de que hayas venido. Me di la vuelta e intenté conciliar el sueño.