Contrabandistas
Pocos espíritus hay tan libres como los de los rapsodas itinerantes, al menos en los Seis Ducados. Si un bardo tiene el talento suficiente, puede esperar que se suspendan todas las normas de conducta para él. Se les permite formular las preguntas más personales entendiendo que forman parte de su profesión. Casi sin excepción, cualquier juglar puede gozar de hospitalidad en cualquier parte, desde el palacio del rey hasta el cuchitril más humilde. Rara vez se casan jóvenes, aunque no es infrecuente que engendren descendencia. Estos niños están libres del estigma de otros bastardos, y con frecuencia se les educa para seguir los pasos de su progenitor. Se espera de los rapsodas que traten con forajidos y rebeldes además de con nobles y mercaderes. Transportan mensajes, comunican noticias, y guardan en sus excelentes memorias más de un acuerdo y una promesa. Al menos, así es en tiempos de paz y prosperidad.
Estornino regresó tan tarde que Burrich habría dicho que era hora de madrugar. Me desperté en cuanto tocó el pestillo. Rodé fuera de la cama mientras entraba, me envolví en mi capa y me quedé tendido en el suelo.
—Traspié Hidalgo —me saludó con voz pastosa, y pude oler el vino en su aliento.
Se quitó la capa empapada de agua, me miró de reojo y me la echó por encima. Cerré los ojos.
Dejó su ropa tirada en el suelo a mi lado, indiferente a mi presencia. Oí cómo cedía el colchón cuando se dejó caer encima.
—Hum. Todavía está caliente —musitó, acomodándose en el lecho y las almohadas—. Me siento culpable, quitándote tu nidito.
No debía de sentirse demasiado culpable, pues en cuestión de un instante su respiración se tornó regular y profunda. Seguí su ejemplo.
Me desperté muy temprano y abandoné la posada. Estornino no se inmutó cuando salí de su cuarto. Caminé hasta encontrar una casa de baños. Estaba casi desierta a esa hora del día; tuve que esperar mientras calentaban las primeras aguas de la mañana. Cuando mi baño estuvo preparado, me desvestí y me sumergí con cuidado. El calor mitigó el dolor que sentía en el hombro. Me lavé. Luego me recliné sumido en el agua caliente, el silencio y mis pensamientos.
No me hacía gracia mezclarme con contrabandistas. No me hacía gracia mezclarme con Estornino. No se me ocurría otra solución. No lograba imaginar cómo iba a sobornarlos para que me aceptaran. Tenía pocas monedas. ¿El pendiente de Burrich? Me negué a considerar esa posibilidad. Permanecí mucho tiempo sumergido en el agua hasta la barbilla, negándome a considerarla. Ven conmigo. Encontraría otra forma, me juré. La encontraría. Pensé en lo que había sentido en Puesto Vado, cuando intervino Veraz para salvarme. Aquella ráfaga de Habilidad había dejado a Veraz sin reservas. No conocía su situación, sólo que no había dudado en gastar cuanto tenía por mi bien. Y si yo debía escoger entre separarme del pendiente de Burrich e ir con Veraz, escogería a Veraz. No porque me hubiera convocado con la Habilidad, ni siquiera por el juramento que le había hecho a su padre. Por Veraz.
Me levanté y dejé que el agua se escurriera de mi cuerpo. Me sequé, pasé unos minutos intentando arreglarme la barba, lo dejé por imposible y regresé a la Cabeza de Jabalí. Pasé un momento de apuro mientras volvía a la posada. Me adelantó una carreta mientras paseaba, ni más ni menos que el carromato de Dell, el titiritero. Seguí caminando con paso apresurado y el joven jornalero que conducía el vehículo no mostró signos de reconocerme. Así y todo, me alegré de llegar a la posada y refugiarme en su interior.
Encontré una mesa libre en una esquina cerca de la chimenea y pedí al camarero que me trajera un cazo de té y una hogaza de pan de la mañana. Esto último resultó ser un producto de Lumbrales lleno de semillas, nueces y trozos de fruta. Comí despacio, esperando a que bajara Estornino. Estaba impaciente por ir a conocer a esos contrabandistas, y al mismo tiempo me sentía reticente a ponerme en manos de Estornino. Conforme la mañana transcurría despacio, descubrí al camarero mirándome con extrañeza en dos ocasiones. A la tercera, le devolví la mirada hasta que se ruborizó de repente y volvió la cabeza. Adiviné entonces el porqué de su interés. Había pasado la noche en el cuarto de Estornino, y sin duda se preguntaba qué la impulsaba a compartir su alojamiento con un vagabundo como yo. Pero seguía siendo suficiente para hacerme sentir incómodo. La mañana se aproximaba al mediodía, de todos modos. Me levanté y subí las escaleras en busca de la puerta de Estornino.
Llamé suavemente y esperé. Pero hube de golpear la puerta por segunda vez, con más fuerza, para escuchar una somnolienta respuesta. Transcurrido un momento se acercó a la puerta, la entreabrió, bostezó y me indicó que pasara. Estaba vestida únicamente con sus mallas y una túnica demasiado grande recién puesta. Sus rizos oscuros se ensortijaban alrededor de su rostro. Se sentó pesadamente en el borde de la cama, parpadeando mientras yo cerraba y trancaba la puerta a mi espalda.
—Ah, te has dado un baño —me dijo a modo de saludo, y volvió a bostezar.
—¿Tanto se nota? —pregunté con irritación.
Asintió con afabilidad.
—Me desperté una vez y pensé que te habías ido sin mí. Aunque no me preocupé demasiado. Sabía que no podrías encontrarlos sin mi ayuda. —Se frotó los ojos y luego me dirigió una mirada más crítica—. ¿Qué le ha pasado a tu barba?
—He intentado recortarla. Sin demasiado éxito.
Asintió con la cabeza.
—Pero es buena idea —me consoló—. Así no parecerás tan salvaje. Y evitará que Creece o Tassin o cualquier otro de nuestra caravana te reconozca. Ven. Yo te ayudo. Siéntate en esa silla. Oh, y abre los postigos, a ver si entra un poco de luz.
Hice lo que me sugería, sin excesivo entusiasmo. Se levantó de la cama, se desperezó y volvió a frotarse los ojos. Se tomó su tiempo para lavarse la cara, antes de domar su cabello y sujetárselo con un par de peines pequeños. Se ciñó un cinturón para dar forma a su túnica, se calzó las botas y las anudó. Estuvo presentable en un espacio de tiempo sorprendentemente breve. Luego se me acercó y, sujetándome la barbilla, me giró el rostro a un lado y a otro, a la luz, sin mostrar timidez alguna. Yo no sabía ser tan despreocupado como ella.
—¿Siempre te sonrojas tan fácilmente? —me preguntó riéndose—. Es raro ver a un hombre de Gama ponerse tan colorado. Supongo que tu madre debía de tener la piel muy blanca.
No se me ocurría qué responder a eso, de modo que me quedé sentado en silencio mientras ella revolvía el interior de su mochila y sacaba un par de tijerillas. Las manejaba deprisa y con destreza.
—Solía cortarle el pelo a mi hermano —me dijo mientras trabajaba—. Y el pelo y la barba a mi padre, después de que muriera mi madre. Tienes un bonito mentón, bajo este matojo. ¿Qué hacías, dejar que creciera como le diera la gana?
—Supongo —musité con nerviosismo. Las tijeras centelleaban justo debajo de mi nariz. Se detuvo y me frotó bruscamente la cara. Una considerable cantidad de pelo negro y rizoso cayó al suelo—. No quiero que se vea mi cicatriz —le advertí.
—No se verá —repuso con calma—. Pero ahora tendrás labios y boca en vez de una hendidura en el bigote. Levanta la barbilla. Eso es. ¿Tienes una navaja de afeitar?
—Sólo mi cuchillo —admití, nervioso.
—Entonces habrá que ingeniárselas. —Se acercó a la puerta, la abrió de golpe y, valiéndose de sus pulmones de juglaresa, encargó a gritos al camarero que subiera agua caliente. Y té. Y pan, y unas lonchas de panceta. Cuando volvió a entrar en la sala, ladeó la cabeza y me examinó con ojo crítico—. Vamos a cortarte el pelo, también —propuso—. Descúbrete la cabeza.
Se situó a mi espalda, tiró de mi pañuelo y liberó mi cabello de la tira de cuero. La melena me cayó sobre los hombros. Cogió su peine y me rastrilló el pelo vigorosamente hacia delante.
—Vamos a ver —musitó mientras yo rechinaba los dientes ante la violencia de su cepillado.
—¿Qué te propones? —pregunté, aunque ya caían al suelo mechones de pelo.
Lo que hubiera decidido se estaba haciendo realidad rápidamente. Me echó flequillo sobre la cara para luego cortarlo en horizontal sobre mis cejas, pasó su peine por el resto varias veces y lo cortó a la altura de mi mentón.
—Ahora —me dijo— tienes más pinta de mercader de Lumbrales. Antes saltaba a la vista que eras de Gama. El color de tu piel sigue siendo de Gama, pero ahora tu peinado y tu atuendo son de Lumbrales. Si no abres la boca, la gente no sabrá de dónde vienes. —Se quedó pensando un momento, antes de ponerse manos a la obra de nuevo con mi flequillo. Un momento después rebuscó a su alrededor y me pasó un espejo—. Así se notarán menos las canas.
Tenía razón. Había recortado la mayor parte del mechón blanco y había peinado el resto hacia delante para cubrir las canas incipientes. La barba se amoldaba mejor a mis rasgos, además. Asentí con renuente aprobación. Alguien llamó a la puerta.
—¡Déjalo afuera! —exclamó Estornino. Aguardó un instante antes de recoger su desayuno y el agua caliente. Se aseó y me sugirió que afilara mi cuchillo mientras ella comía. Eso hice, preguntándome mientras amolaba la hoja si me sentía halagado o irritado por mi renovado aspecto. Estornino empezaba a recordarme a Paciencia. Seguía masticando cuando me quitó el cuchillo de las manos. Tragó y dijo—: Le voy a dar un poco más de forma a tu barba. Pero tendrás que aprender a cuidártela, no te voy a afeitar todos los días —me advirtió—. Ahora, mójate bien la cara.
Me sentí considerablemente más nervioso mientras blandía el cuchillo, sobre todo cuando trabajaba cerca de mi garganta. Pero al terminar me miré en el espejo y me sorprendió ver el cambio que se había producido. Había definido mi barba, confinándola a mi mentón y mis mejillas. El flequillo recto que caía sobre mi ceño daba profundidad a mis ojos. La cicatriz de mi mejilla todavía era visible, pero seguía la línea de mi bigote y llamaba menos la atención. Me pasé la mano por la barba, complacido.
—Menudo cambio —le dije.
—Es una inmensa mejoría —me informó—. Dudo que Creece o Dell’te reconocieran ahora. Vamos a librarnos de esto.
Recogió los mechones de pelo del suelo y abrió la ventana para soltarlos al viento. Luego la cerró y se sacudió las manos.
—Gracias —dije tímidamente.
—De nada. —Miró alrededor de la habitación y exhaló un pequeño suspiro—. Echaré de menos esa cama —me dijo. Comenzó a hacer el equipaje con eficiencia. Me descubrió observándola y sonrió—. Cuando una es un bardo ambulante, aprende a hacer este tipo de cosas rápido y bien. —Guardó los últimos artículos y anudó su hato. Se lo coleó de un hombro—. Espérame al pie de las escaleras de atrás —me ordenó—. Mientras pago la cuenta.
Hice lo que me pedía, pero esperé a la intemperie mucho más de lo que había supuesto. Al final apareció, risueña y lista para afrontar el nuevo día. Se desperezó como un gato.
—Por aquí —me indicó.
Esperaba tener que aminorar el paso para acomodarlo al suyo, pero descubrí que caminábamos fácilmente a la par. Me miró de soslayo mientras salíamos del sector mercantil de la ciudad y nos dirigíamos al norte, a las afueras.
—Hoy pareces distinto —me informó—. Y no sólo por el corte de pelo. Has tomado una decisión con respecto a algo.
—Así es —convine.
—Bien —celebró, cogiéndome del brazo con camaradería—. Espero que eso signifique que ahora confías en mí.
La miré de reojo y no dije nada. Se rió, pero no me soltó el brazo.
Las aceras de madera de la sección mercantil del Lago Azul pronto desaparecieron y nos adentramos en la calle, pasando frente a casas que se apiñaban como si intentaran guarecerse del frío. El viento era un constante obstáculo helado mientras recorríamos las calles adoquinadas que al cabo dieron paso a carreteras de tierra prensada que discurrían frente a alquerías. Las lluvias caídas en los últimos días habían dejado la calzada encharcada y embarrada. Al menos ese día era apacible, a despecho de la fría brisa.
—¿Falta mucho? —pregunté, al cabo.
—No estoy segura. Lo único que hago es seguir indicaciones. Busca tres rocas amontonadas en la orilla de la carretera.
—¿Qué sabes de estos contrabandistas en realidad?
Se encogió de hombros con excesiva indiferencia.
—Sé que van a las montañas cuando nadie más va. Y sé que llevan a los peregrinos con ellos.
—¿Peregrinos?
—O como los quieras llamar. Van a adorar el altar de Eda en el Reino de las Montañas. Habían comprado billetes para subir a una barcaza a comienzos del verano. Pero la Guardia del Rey requisó todas las barcazas para su uso particular y cerró las fronteras con el Reino de las Montañas. Los peregrinos están estancados en el Lago Azul desde entonces, intentando encontrar la manera de proseguir su viaje.
Llegamos a las tres rocas amontonadas, y a un sendero cubierto de maleza que atravesaba un prado cubierto de piedras y zarzas, y rodeado por una valla de rocas y estacas. Unos cuantos caballos pastaban desconsolados. Reparé con interés en que eran oriundos de las montañas, pequeños y con el pelaje parcheado en esa época del año. Se alzaba una casita lejos de la carretera. Estaba hecha de piedras de río y mortero, con el tejado de tepe. El pequeño cobertizo que había detrás hacía juego con ella. Un fino hilacho de humo escapaba de su chimenea y era rápidamente dispersado por el viento. Había un hombre sentado en la cerca, sacando punta a algo. Levantó la cabeza para mirarnos y evidentemente decidió que no suponíamos ninguna amenaza. No hizo ademán de detenernos cuando pasamos junto a él y nos dirigimos a la puerta de la cabaña. Frente al edificio, arrullaban y se contoneaban en un corral gordos pichones. Estornino llamó a la puerta, pero la respuesta vino de un hombre que salió de detrás de una esquina de la casa. Tenía el cabello castaño, tosco, y los ojos azules, e iba vestido como un campesino. Cargaba con un caldero lleno hasta arriba de leche tibia.
—¿A quién buscáis? —nos saludó.
—A Nik —respondió Estornino.
—No conozco a ningún Nik —dijo el hombre.
Abrió la puerta y entró en la casa. Estornino lo siguió sin vacilar, y yo entré detrás de ella sin tanta confianza. Tenía la espada colgada de mi cadera. Acerqué la mano a la empuñadura, sin tocarla. No quería provocar un altercado.
Dentro de la cabaña, un fuego de madera flotante ardía en la chimenea. Casi todo el humo salía del hogar, pero no todo. Un muchacho y una cabritilla jaspeada compartían un montón de paja en un rincón. El chico nos miró con los ojos azules muy abiertos, pero no dijo nada. Jamones y costillares ahumados colgaban de las vigas del techo. El hombre llevó la leche hasta una mesa donde una mujer troceaba gruesos tubérculos amarillos. Dejó el caldero junto a ella y se volvió ligeramente hacia nosotros.
—Me parece que os habéis equivocado de casa. Probad a seguir la carretera. La próxima casa no. Ahí vive Pelf. La siguiente, a lo mejor.
—Muchas gracias. Eso haremos. —Estornino sonrió para todos y se dirigió a la puerta—. ¿Vienes, Tom? —me preguntó.
Saludé amablemente a los granjeros y la seguí. Dejamos la casa y seguimos la carretera. Cuando nos alejamos lo suficiente, pregunté:
—¿Y ahora qué?
—No estoy segura. Por lo que me pareció entender, creo que lo mejor será ir a la casa de Pelf y preguntar por Nik.
—¿Por lo que te pareció entender?
—No creerás que tengo experiencia personal con contrabandistas, ¿no? Estaba en los baños públicos. Dos mujeres charlaban mientras se bañaban. Peregrinas camino de las montañas. Una de ellas decía que quizá ésa fuese la última oportunidad de darse un baño que tendrían en bastante tiempo, y la otra que no le importaba, siempre y cuando consiguieran irse por fin del Lago Azul. Luego una le dijo a la otra que se suponía que debían reunirse con los contrabandistas.
No dije nada. Supongo que mi expresión lo decía todo, pues Estornino preguntó indignada:
—¿Se te ocurre algo mejor? Esto puede que resulte o puede que no.
—Puede que resulte con nosotros degollados.
—Pues vuelve a la ciudad, a ver si a ti se te da mejor.
—Creo que si hiciéramos eso, el hombre que nos sigue decidiría que sin duda somos espías y haría algo más que seguirnos. Vayamos a ver a Pelf, a ver qué conseguimos con eso. No, no mires atrás.
Caminamos hasta la próxima alquería. El viento soplaba con más fuerza y traía consigo el sabor a nieve. Si no encontrábamos pronto a Nik, tendríamos que dar un largo y frío paseo de regreso a la ciudad.
Alguien había cuidado en el pasado de esa granja. Antaño había habido una línea de abedules a ambos lados del paseo de entrada. Ahora eran poco más que espantapájaros, con las ramas desnudas y la corteza pelándose al viento. Los pocos supervivientes lloraban doradas hojas redondas al aire. Los vastos prados y sembrados estaban cercados, pero el ganado que algún día albergaran había desaparecido hacía tiempo. Los campos sin cultivar se llenaban de maleza, ningún animal pastaba los cardos.
—¿Qué le ha pasado a esta tierra? —quise saber mientras caminábamos junto al paisaje desolado.
—Largos años de sequía. Después, un verano de incendios. Más allá de estas alquerías, las orillas del río estaban cubiertas de robledales y pastos. Aquí, éstas eran vaquerías. Pero allí, los pequeños agricultores soltaban sus cabras en los prados abiertos, y sus haragares hozaban a la sombra de los robles en busca de bellotas. Tengo entendido que también era un excelente terreno de caza. Hasta que llegó el fuego. Ardió durante más de un mes, dicen, hasta que resultaba casi imposible respirar y las cenizas tiñeron el río de negro. Las chispas prendieron no sólo en los bosques y los prados, sino también en henales y casas. Tras los años de sequía, el río era apenas un arroyo. No había sitio al que ir huyendo del fuego. Y después de los incendios llegaron más días de calor seco. Pero los vientos que soplaban ahora transportaban polvo además de ceniza. Los pequeños riachuelos desaparecieron. El viento siguió soplando hasta que llovió por fin aquel otoño. Toda el agua por la que había rezado la gente durante años cayó en una sola estación. Se produjeron inundaciones. Y cuando la tierra absorbió el agua, en fin, ya ves lo que quedó. Suelo pedregoso y estéril.
—Recuerdo haber escuchado algo parecido.
Recordé una conversación, hacía mucho tiempo. Alguien. —¿Chade?— me había contado que el pueblo consideraba al rey responsable de todo, aun de las sequías y los incendios. Por aquel entonces aquello no significó mucho para mí, pero a estos campesinos debió de parecerles que se acababa el mundo.
También la casa hablaba de atentos cuidados y tiempos mejores. Tenía dos plantas, estaba hecha de madera, pero hacía tiempo que había perdido la pintura. Los postigos estaban firmemente cerrados contra las ventanas en el piso superior. Había dos chimeneas a cada extremo del edificio, pero a una le faltaban varias piedras. Salía humo de la otra. Había una niña de pie frente a la puerta de la casa. Tenía un gordo pichón gris posado en la mano y lo acariciaba con delicadeza.
—Buenos días —nos saludó suavemente cuando nos acercamos.
Su túnica de cuero cubría una camisa holgada de lana. Vestía además pantalones y botas de cuero. Calculé que frisaba los doce años de edad, y supe que era pariente de los habitantes de la otra casa por el color de sus ojos y su cabello.
—Buenos días-respondió Estornino. —Buscamos a Nik.
La niña meneó la cabeza.
—Habéis venido a la casa equivocada. Aquí no vive ningún Nik. Ésta es la casa de Pelf. A lo mejor tendrías que buscar más adelante.
Nos sonrió, sin más que desconcierto en el rostro.
Estornino me lanzó una mirada insegura. La cogí del brazo.
—Nos han indicado mal. Venga, volvamos a la ciudad e intentémoslo de nuevo.
A esas alturas no esperaba más que salir bien librados de aquella situación.
—Pero… —objetó confusa.
Se me ocurrió una idea.
—Calla. Nos advirtieron que no había que tomar a estas personas a la ligera. El pájaro debe de haberse perdido, o puede que lo haya cazado un halcón. Aquí ya no podemos hacer nada más por hoy.
—¿Un pájaro? —preguntó la niña de repente.
—Una paloma nada más. Que tengas un buen día. —Rodeé a Estornino con el brazo y le di la vuelta con firmeza—. No era nuestra intención molestarte.
—¿La paloma de quién?
Le sostuve la mirada un momento.
—De un amigo de Nik. No te preocupes. Vamos, Estornino.
—¡Esperad! —nos llamó la pequeña—. Mi hermano está adentro. A lo mejor él conoce a Nik.
—No quisiera molestarlo —le aseguré.
—No es molestia. —El ave que tenía en la mano extendió las alas cuando la niña señaló la puerta con ella—. Entrad y guareceos del frío.
—Sí que está frío el día —admití. Me giré para encararme con el hombre que había visto antes afilando algo cuando salía de la línea de abedules—. Quizá debamos entrar todos.
—Quizá.
La niña sonrió ante la turbación de nuestra sombra.
Al otro lado de la puerta había un pequeño recibidor. La delicada madera taraceada del suelo se veía raspada y sin barnizar desde hacía tiempo. En las paredes había espacios más claros que el resto que indicaban el lugar donde habían colgado cuadros y tapices. Una escalera desnuda conducía a la planta de arriba. No había más luz que la que entraba por las gruesas ventanas. En el interior no soplaba el viento, pero tampoco hacía más calor que en la calle.
—Esperad aquí —nos dijo la niña, y entró en una cámara a nuestra derecha, cerrando firmemente la puerta tras ella.
Estornino estaba demasiado pegada a mí. El afilador nos observaba sin inmutarse.
Estornino tomó aliento.
—Chis —le dije antes de que pudiera hablar.
Se agarró a mi brazo. Fingí tener que agacharme para ajustar mi bota. Al incorporarme, me giré y la situé a mi izquierda. Se colgó de ese brazo inmediatamente. Fue como si la puerta tardara una eternidad en abrirse de nuevo. Salió un hombre alto, de cabello castaño y ojos azules. Vestía igual que la niña. Un cuchillo muy largo colgaba de su cinto. La pequeña salió pisándole los talones, con petulancia. Así que él le había regañado. Nos observó con el ceño fruncido y exigió saber:
—¿A qué viene todo esto?
—Es culpa mía, señor —respondí de inmediato—. Buscábamos a un hombre llamado Nik, y es evidente que nos hemos equivocado de casa. Os pido perdón, señor.
Habló con renuencia.
—Tengo un amigo que tiene un primo llamado Nik. Podría transmitirle un mensaje de vuestra parte, a lo mejor.
Apreté la mano de Estornino para acallarla.
—No, no, no queremos causaros molestias. Si fueseis tan amable de indicarnos dónde podemos encontrar a Nik.
—Podría entregarle un mensaje —repitió.
No era realmente una oferta. Me rasqué la barba y lo consideré.
—Tengo un amigo que tiene un primo que quería enviar algo al otro lado del río. Había oído que Nik quizá conozca a alguien que podría llevarlo en su lugar. Prometió al primo de mi amigo que enviaría un pájaro para avisar a Nik de nuestra visita. Por un precio, naturalmente. Eso era todo, una minucia.
Asintió despacio.
—He oído de gentes que viven por aquí y se dedican a esos negócios. Negocios peligrosos, sí, y desleales, además. Lo pagarían con su cabezas si los descubriera la guardia real.
—Sí que lo pagarían —convine—. Pero dudo que el primo de mi amigo fuese a hacer negocios con la clase de gentes que se dejan atrapar. Por eso esperaba hablar con Nik.
—¿Y quién os envió aquí en busca de Nik?
—Lo he olvidado —contesté tranquilamente—. Me temo que se me da muy bien olvidar nombres.
—No me digas. —El hombre me escudriñó pensativo. Miró de reojo a su hermana y asintió ligeramente—. ¿Puedo ofreceros una copa de brandy?
—Os lo agradeceríamos enormemente —respondí.
Conseguí zafarme del brazo de Estornino mientras entrábamos en la cámara. Cuando la puerta se cerró detrás de nosotros, la juglaresa exhaló un suspiro de agradecimiento ante la calidez de la estancia, tan opulenta como parca era la otra. Había alfombras en el suelo y tapices en las paredes, y una pesada mesa de roble con un manojo de velas blancas que proporcionaban iluminación. El fuego ardía en una inmensa chimenea frente a un semicírculo de cómodas sillas. A esta zona nos condujo nuestro anfitrión. Cogió una licorera llena de brandy al pasar junto a la mesa.
—Busca unas copas —ordenó perentoriamente a la niña, que no pareció ofenderse por ello. Deduje que el hombre debía de tener unos veinticinco años de edad. Los hermanos mayores no acostumbran a ser los héroes más magnánimos. La pequeña dejó su pichón al cuidado del afilador, e indicó a los dos que salieran antes de ir a buscar las copas—. Ahora, como ibais diciendo —ofreció cuando estuvimos instalados alrededor del fuego.
—En realidad, vos teníais la palabra —sugerí.
Guardó silencio mientras su hermana regresaba con las copas. Nos las fue pasando conforme las llenaba y los cuatro las levantamos en un brindis.
—Por el rey Regio —sugirió.
—Por mi rey —ofrecí con afabilidad, y bebí.
El brandy era bueno, Burrich lo habría apreciado.
—Al rey Regio le gustaría ver a las personas como nuestro Nik colgadas de un árbol —comentó el hombre.
—O en su círculo, lo más probable —respondí. Suspiré—. Es todo un dilema. Por una parte, el rey Regio amenaza su vida. Por otro lado, sin el embargo del rey Regio sobre las montañas, ¿cómo se ganaría la vida Nik? Tengo entendido que hoy en día sólo crecen rocas en los campos de su familia.
El hombre asintió con conmiseración.
—Pobre Nik. Uno tiene que sobrevivir como sea.
—Así es —convine—. Y a veces, para sobrevivir, uno tiene que cruzar el río, aunque su rey lo prohiba.
—¿Sí? Bueno, eso es bastante distinto de enviar algo al otro lado del río.
—No tanto —respondí—. Si Nik es bueno en lo que hace, lo uno no tendría por qué resultarle más complicado que lo otro. Y tengo entendido que Nik es bueno.
—El mejor —intervino la niña con orgullo.
Su hermano le dirigió una mirada de advertencia.
—¿Qué ofrecería este hombre a cambio de cruzar el crío? —preguntó suavemente.
—Lo que fuese se lo ofrecería a Nik en persona —respondí con voz igualmente queda.
El hombre contempló las llamas unos instantes. Luego se levantó y me tendió la mano.
—Nik Asicar. Ella es mi hermana Pelf.
—Tom —dije.
—Estornino —añadió la juglaresa.
Nik ofreció un brindis de nuevo.
—Por un trato en ciernes —sugirió, y de nuevo bebimos. Se sentó y preguntó sin ambages—: ¿Podemos hablar con claridad?
Asentí.
—Con la mayor claridad posible. Tenemos entendido que piensas llevar un grupo de peregrinos al otro lado del río y cruzar con ellos la frontera con el Reino de las Montañas. Buscamos el mismo servicio.
—Al mismo precio —acotó presta Estornino.
—Nik, esto no me gusta —intervino Pelf de repente—. Alguien ha estado dándole a la lengua. Sabía que no debimos decirles que sí a los primeros. ¿Cómo podemos estar seguros…?
—Chis. Soy yo el que asume los riesgos, así que seré yo el que diga lo que haré o dejaré de hacer. Tú sólo tienes que esperar aquí y cuidar de las cosas en mi ausencia. Y procurar no darle a esa lengua. —Se volvió hacia mí—. Un oro por cabeza, por adelantado. Y otro al llegar a la otra orilla. Un tercero en la frontera de las montañas.
—¡Ah! —El precio era exorbitante—. No podemos…
Estornino me clavó las uñas en la muñeca. Cerré la boca.
—Es imposible que los peregrinos hayan pagado tanto —dijo suavemente la juglaresa.
—Ellos tienen caballos y carretas. Y víveres, además. —Ladeó la cabeza—. Pero vosotros dos tenéis pinta de viajar con lo puesto.
—Así podemos ocultarnos más fácilmente que un carromato y tiro de caballos. Te daremos un oro ahora y otro en la frontera con las montañas. Por los dos —ofreció Estornino.
Nik se repantigó en su silla y caviló un momento. Luego sirvió otra ronda de brandy.
—No es suficiente —dijo pesaroso—. Pero sospecho que es cuanto tenéis.
Era más de lo que yo tenía. Esperaba que, con suerte, eso fuese lo que tenía Estornino.
—Llévanos al otro lado del río por ese dinero —ofrecí—. A partir de allí nos las apañaremos por nuestra cuenta.
Estornino me pegó una patada por debajo de la mesa. Parecía que hablara sólo para mí cuando dijo:
—A los demás va a llevarlos a la frontera con las montañas y al otro lado. Podríamos disfrutar de la compañía hasta entonces. —Se giró hacia Nik—. Nos tendrá que llevar todo el camino hasta las montañas.
Nik cató su brandy. Exhaló un pesado suspiro.
—Tendré que ver vuestro oro, si me disculpáis, antes de cerrar el trato.
Estornino y yo nos miramos.
—Necesitaremos un momento a solas —dijo suavemente—. Si nos disculpáis. —Se levantó, me cogió de la mano y me llevó a una esquina de la estancia. Una vez allí susurró—: ¿Es que nunca habías regateado? Ofreces demasiado, demasiado rápido. A ver. ¿Cuánto dinero tienes realmente?
A modo de respuesta, le ofrecí mi bolsa. Rebuscó su contenido tan deprisa como una urraca robando grano. Sopesó las monedas en su mano con aire de profesionalidad.
—Nos quedamos cortos. Creía que tendrías algo más. ¿Qué es eso?
Su dedo tanteó el pendiente de Burrich. Cerré la mano sobre él antes de que pudiera cogerlo.
—Algo muy importante para mí.
—¿Más importante que tu vida?
—No —admití—. Pero casi. Mi padre lo llevó puesto, una temporada. Me lo dio un amigo íntimo suyo.
—Bueno, si tienes que desprenderte de él, me encargaré de que saques algo a cambio. —Me dio la espalda sin decir nada más y regresó junto a Nik. Se sentó, apuró el resto de su brandy y me esperó. Cuando hube tomado asiento, dijo a Nik—: Te daremos las monedas que llevamos encima. No es tanto como pides. Pero en la frontera con las montañas te daré además todas mis joyas. Anillos, pendientes, todo. ¿Qué me dices?
El contrabandista negó lentamente con la cabeza.
—No basta para cubrir el riesgo de que me ahorquen.
—¿Qué riesgo? —protestó Estornino—. Si te descubren con los peregrinos, te ahorcarán igualmente. Lo que te han pagado ellos cubre esa eventualidad. Nosotros no aumentamos el riesgo, sólo tu carga de suministros. Sin duda merece la pena.
Nik meneó la cabeza, a regañadientes. Estornino se giró y me tendió la mano.
—Enséñaselo —dijo en voz baja.
Me sentí casi mareado mientras abría la bolsa y sacaba de ella el pendiente.
—Lo que tengo quizá no parezca gran cosa a primera vista —le dije—. A menos que uno conozca el valor de las cosas. Como yo. Yo sé lo que tengo y sé lo que vale. Compensa cualquier posible problema que debas superar por nuestra culpa.
Extendí la palma de mi mano para mostrar la fina red de plata con el zafiro engarzado en su interior. Lo cogí del alfiler y lo sostuve a la ondulante luz de las llamas.
—No se trata sólo de la plata ni del zafiro. Se trata de la calidad del trabajo. Mira lo flexible que es la red de plata, mira qué delicados son los eslabones.
Estornino lo acarició con la yema de un dedo.
—Perteneció al Rey a la Espera Hidalgo —añadió con respeto.
—Las monedas son más fáciles de gastar —señaló Nik.
Me encogí de hombros.
—Cierto, si monedas para gastar es cuanto desea uno. A veces produce placer poseer algo, un placer mayor que el que producen las monedas en el bolsillo. Pero cuando sea tuyo podrás cambiarlo por muchas monedas, si lo deseas. Si lo intentara yo ahora, con prisas, obtendría una fracción de su valor. Pero alguien con tus contactos, y con el tiempo para negociar en condiciones, podría conseguir más de cuatro piezas de oro por él. Aunque, si lo prefieres, puedo regresar con él a la ciudad y…
La codicia se asomó a sus ojos.
—Me lo quedo —claudicó.
—Al otro lado del río —le dije. Cogí el pendiente y me lo puse en la oreja. Que lo viera cada vez que me mirara. Lo hice oficial—. Te comprometes a llevarnos sanos y salvos al otro lado del río. Cuando estemos allí, el pendiente será tuyo.
—Como único estipendio —añadió suavemente Estornino—. Aunque dejaremos que te quedes con las monedas hasta ese momento. A modo de aval.
—Trato hecho, y aquí está mi mano —se avino el contrabandista. Nos dimos la mano.
—¿Cuándo partimos? —pregunté.
—Cuando mejore el tiempo.
—Mejorará mañana-dije.
Se incorporó despacio.
—Conque mañana, ¿eh? Bueno, si el tiempo mejora mañana, partiremos mañana. Ahora, tengo asuntos que atender. Si me disculpáis, Pelf se ocupará de vosotros.
Esperaba tener que regresar caminando a la ciudad para pernoctar, pero Estornino hizo un trato con Pelf, sus canciones a cambio de nuestra cena y una habitación donde pasar la noche. Me incomodaba un poco el dormir rodeado de desconocidos, pero reflexioné que en realidad podía resultar más seguro que regresar a la ciudad. Aunque la cena que nos preparó Pelf no alcanzaba la calidad de la que habíamos disfrutado la noche anterior en la posada de Estornino, seguía siendo mucho mejor que cualquier sopa de cebolla con patatas. Había gruesas rebanadas de jamón frito, salsa de manzana y un pastel de frutas, semillas y especias. Pelf nos trajo cerveza para bajar la comida y se sentó con nosotros a la mesa, hablando con informalidad sobre generalidades. Al terminar de cenar, Estornino tocó algunas canciones para la niña, pero descubrí que me costaba mantener los ojos abiertos. Le pedí a Pelf que me enseñara el cuarto y Estornino dijo sentirse agotada a su vez.
Pelf nos condujo a una cámara que estaba encima de la suntuosa habitación de Nik. Antaño debía de haber sido un cuarto lujoso, pero parecía que llevara años sin utilizarse. La niña había encendido un fuego en la chimenea, pero el frío pertinaz propiciado por la falta uso y la humedad alentada por el abandono todavía impregnaban estancia. Había una cama inmensa con un colchón de plumas encina y colgaduras agrisadas. Estornino husmeó con gesto crítico y, en cuanto se fue Pelf, se atareó doblando las mantas de la cama encima un banco y situando éste junto al hogar.
—Así se orearán y calentarán un poco —me informó.
Yo estaba corriendo la tranca de la puerta, y comprobando los pestillos de las ventanas y los postigos. Todos parecían en buen estado. De repente me sentía demasiado cansado para contestar. Me dije que era por culpa del brandy seguido de la cerveza. Arrastré una silla para afianzar la puerta mientras Estornino me observaba divertida. Luego regresé junto al fuego, me dejé caer en el banco acolchado por las mantas y estiré las piernas hacia el calor. Me quité las botas con los pies. Bueno. Mañana emprendería mi viaje a las montañas.
Estornino se sentó a mi lado. Permaneció un momento callada. Después levantó un dedo y tanteó mi pendiente con él.
—¿Es cierto que perteneció a Hidalgo? —me preguntó.
—Durante algún tiempo.
—Y estás dispuesto a desprenderte de él para llegar a las montañas. ¿Qué crees que diría él?
—No lo sé. Nunca lo conocí. —Suspiré de pronto—. Al decir de todos, quería a su hermano pequeño. Supongo que no le importaría que me librara de él para reunirme con Veraz.
—Así que buscas a nuestro rey.
—Desde luego. —Intenté contener un bostezo, en vano. No sabía por qué, pero ahora me parecía absurdo negarlo—. No sé si fue buena idea mencionar a Hidalgo delante de Nik. Podría establecer una relación. —Me giré para mirarla. Su rostro estaba tan próximo. No lograba distinguir sus rasgos con claridad—. Pero estoy tan cansado que no me importa —añadí.
—No tienes aguante para la alegrosa —se rió.
—Esta noche no ha habido humo.
—En el pastel. Te dijo que tenía especias.
—¿Se refería a eso?
—Sí. Eso es lo que significa tener especias en todo Lumbrales.
—Oh. En Gama significa que lleva jengibre. O cidra.
—Ya lo sé. —Se apoyó en mí y suspiró—. No confías en ellos, ¿verdad?
—No, claro que no. Ellos tampoco se fían de nosotros. Si nos fiáramos, nos perderían el respeto. Nos tomarían por bobos ingenuos, de los que meten a los contrabandistas en problemas por hablar más de la cuenta.
—Pero le diste la mano a Nik.
—Claro. Y espero que cumpla su palabra. Por lo menos eso.
Los dos nos quedamos callados, pensando. Transcurrido un momentó, me desperté sobresaltado. Estornino se levantó a mi lado.
—Me acuesto —anunció.
—También yo —repliqué.
Me procuré una manta y empecé a desenrollarla delante de la chimenea.
—No seas ridículo —me recriminó—. En ese colchón cabrían cuatro. Duerme en una cama mientras puedas, porque seguro que tardaremos en ver otra.
Me dejé persuadir fácilmente. El colchón de plumas era mullido, si bien olía un poco a humedad. Nos repartimos las mantas. Sabía que no debía bajar la guardia, pero el brandy y la alegrosa habían deshecho el nudo de mi voluntad. Me sumí en un sueño muy profundo.
Al amanecer, me desperté cuando Estornino me echó un brazo por encima. El fuego se había apagado y hacía frío en el cuarto. Dormida, había cruzado la cama y se había pegado a mi espalda. Hice ademán de separarme de ella, pero eran tan agradables su calor y su compañía que no me fue posible. Su aliento me acariciaba la nuca. Desprendía una fragancia femenina que no era fruto de ningún perfume, sino parte de ella. Cerré los ojos y me quedé muy quieto. Molly. El súbito, desesperado anhelo que sentí por ella fue casi doloroso. Apreté los dientes para hacerle frente. Me obligué a dormirme de nuevo.
Fue un error.
El bebé estaba llorando. Lloraba y lloraba sin cesar. Molly estaba en camisón, con una manta sobre los hombros. Parecía cansada, ojerosa, sentada junto al hogar, acunando a la pequeña. Le estaba cantando una nana, una y otra vez, pero hacía tiempo que la canción había perdido su melodía. Giró la cabeza despacio hacia la puerta cuando la abrió Burrich.
—¿Puedo entrar? —preguntó éste en voz baja.
Molly asintió.
—¿Qué haces despierto a estas horas? —le preguntó fatigada.
—La oía llorar desde ahí afuera. ¿Está enferma?
Se acercó a los rescoldos y los atizó un poco. Añadió otro tronco y se agachó para examinar la carita de la niña.
—No lo sé. No hace más que llorar y llorar. Ni siquiera quiere mamar. No sé qué es lo que le pasa.
En la voz de Molly había una desolación que no podía expresarse con lágrimas.
Burrich se volvió hacia ella.
—Deja que la coja un momento. Ve a tumbarte y procura descansar un poco, o acabaréis enfermas las dos. No puedes hacer esto una noche sí y otra también.
Molly lo miró sin comprender.
—¿Quieres ocuparte de ella? ¿De verdad lo harías?
—Más me vale —respondió él con sarcasmo—. No me deja dormir con sus llantos.
Molly se levantó como si le doliera la espalda.
—Entra en calor, antes. Prepararé un poco de té.
Él le quitó el bebé de los brazos a modo de respuesta.
—No, acuéstate tú un rato. No tiene sentido que no durmamos ninguno.
Molly parecía incapaz de entender lo que le decía.
—¿De verdad no te importa que me eche en la cama?
—No, adelante, estaremos bien. Ven, toma. —La arropó con la manta y luego se cargó el bebé sobre el hombro. La niña parecía muy pequeña entre sus manos morenas. Molly cruzó la estancia despacio.
Volvió a mirar a Burrich, pero éste estaba concentrado en el rostro del bebé. —Ahora, chitón —le dijo—. Sin rechistar.
Molly se encaramó a la cama y se acurrucó entre las mantas. Burrich no se sentó. Se quedó de pie frente a la chimenea, columpiándose ligeramente sobre los talones mientras daba suaves palmaditas a la niña en la espalda.
—Burrich —dijo Molly con voz queda.
—¿Sí?
No se volvió para mirarla.
—No tiene sentido que duermas en ese cobertizo con el tiempo que hace. Deberías mudarte aquí para pasar el invierno, y dormir junto al fuego.
—Oh. Bueno. Tampoco hace tanto frío ahí afuera. Todo depende de a qué estés acostumbrado, ya sabes.
Un pequeño silencio siguió a sus palabras.
—Burrich. Me sentiría más segura teniéndote cerca.
La voz de Molly era apenas audible.
—Ah. En fin. En ese caso, supongo que me vendré aquí. Pero esta noche no tienes nada que temer. Duérmete, venga. Y tú también.
Agachó la cabeza y vi cómo sus labios rozaban la cabecita de la niña. Empezó a cantarle, muy bajito. Intenté distinguir las palabras, pero su voz era demasiado ronca. Tampoco conocía el idioma. El llanto del bebé se volvió menos determinado. Burrich comenzó a deambular despacio por la estancia con ella. Adelante y atrás, frente al fuego. Yo estaba con Molly mientras lo observaba, hasta que también ella sucumbió a la acariciadora voz de Burrich. El único sueño que tuve después de eso fue el de un lobo que corría, corría sin cesar. Se sentía igual de solo que yo.