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El lago Azul

El Lago Azul es la desembocadura del río Frío. También es el nombre de la mayor ciudad que se levanta en sus orillas. A principios del reinado del rey Artimañas, el territorio que rodeaba la cara nororiental del lago era célebre por sus huertos y sembrados. Un tipo de uva exclusivo de sus suelos producía un vino cuyo buqué no tenía rival. El vino del Lago Azul era famoso no sólo en todos los Seis Ducados, sino que se exportaba en caravanas que llegaban incluso hasta el Mitonar. Luego llegaron las largas sequías y las tormentas de relámpagos. Los granjeros y vinicultores de la zona jamás se recuperaron. Por consiguiente, el Lago Azul comenzó a depender más del comercio. En la actualidad, la ciudad del Lago Azul es un punto de comercio donde confluyen las caravanas procedentes de Lumbrales y los Estados de Chalaza para intercambiar productos con las gentes de las montañas. En verano, enormes barcazas surcan las plácidas aguas del lago, pero en invierno las tormentas que bajan de las montañas expulsan a los navegantes del lago y ponen fin al comercio fluvial.

El firmamento nocturno estaba despejado y en él flotaba baja una inmensa luna naranja. Las estrellas brillaban con fuerza y seguí sus indicaciones, dedicando unos instantes a maravillarme ante el hecho de que ésas fueran las mismas estrellas que me habían alumbrado una vez mientras me dirigía a mi hogar en Torre del Alce. Ahora me conducían de regreso a las montañas.

Caminé durante toda la noche. No deprisa, ni con paso firme, pero sabía que cuanto antes consiguiera agua, antes podría mitigar mis dolores. Cuanto más tiempo pasara sin beber, más débil me sentiría. Mientras caminaba, humedecí una de las vendas de lino con el brandy de Perno y me refresqué el rostro. Había examinado brevemente los daños sufridos en el espejo. Era innegable que había perdido otra pelea. En su mayoría eran magulladuras y pequeños cortes. No esperaba conseguir nuevas cicatrices. El brandy escocía en las numerosas abrasiones, pero la humedad reblandecía las costras en parte y me permitía abrir la boca con un mínimo de dolor. Tenía hambre, pero temía que la carne en salazón acentuara mi sed.

Vi cómo salía el sol sobre la gran llanura de Lumbrales con un prodigioso despliegue de colores. El frío de la noche se suavizó y aflojé la capa de Perno. Seguí caminando. Con la luz creciente, escudriñé el suelo esperanzado. Quizá alguno de los caballos hubiera vuelto al abrevadero. Pero no vi huellas recientes, sólo las pisadas de bordes irregulares del día anterior, que el viento ya empezaba a devorar.

El día aún era joven cuando llegué al pozo. Me acerqué a él con cautela, pero mi olfato y mi vista me indicaban que estaba dichosamente desierto. Sabía que no podía depender de mi suerte y confiar en que siguiera estándolo por mucho tiempo. Era una parada habitual para las caravanas. Lo primero que hice fue beber hasta hartarme. Luego me permití el pequeño lujo de encender una fogata, calentar un cazo de agua y añadirle lentejas, guisantes, grano y carne seca. Lo dejé encima de una piedra cerca del fuego para que bullera mientras me desnudaba y me bañaba en el pozo. Era poco profundo en un margen, y el sol había templado el agua. Todavía me dolía si intentaba mover o tocarme el omoplato, y también estaban las magulladuras de las muñecas y los tobillos, la contusión en mi nuca, mi rostro en general… Dejé de catalogar mis dolores. Ninguno de ellos iba a matarme. ¿Qué más importaba?

El sol me secaba mientras tiritaba. Escurrí mis ropas y las tendí encima de unos rastrojos. Mientras se secaban al sol, me embocé en la capa de Perno, bebí un poco de brandy y removí mi sopa. Tenía que añadir más agua, y las habas y las lentejas parecían tardar una eternidad en ablandarse. Me senté junto al fuego, echándole ocasionalmente más ramas o estiércol seco. Transcurrido un momento, volví a abrir los ojos e intenté decidir si estaba borracho, molido o increíblemente cansado. Decidí que era tan inútil como intentar catalogar mis distintos dolores. Me tomé la sopa tal cual, con las habas un poco duras todavía. Bebí más brandy con ella. No quedaba mucho. Me costó convencerme para hacerlo, pero limpié el cazo y calenté más agua. Lavé lo peor de mis heridas, les apliqué el linimento y cubrí las que se podían vendar. Un tobillo tenía mal aspecto; no me podía permitir el lujo de dejar que se infectara. Levanté la cabeza para descubrir que la luz diurna se atenuaba. Era como si el tiempo pasara volando. Con mi último ápice de energía, apagué el fuego, recogí todas mis pertenencias y me alejé del abrevadero. Necesitaba dormir y no me podía arriesgar a que me descubrieran otros viajeros. Encontré una pequeña depresión que quedaba ligeramente resguardada del viento gracias a un matorral que olía a brea. Extendí la manta, me arropé con la capa de Perno y me sumí en el sueño.

Sé que durante algún tiempo dormí sin soñar. Luego tuve uno de esos sueños confusos en los que alguien me llamaba por mi nombre, pero no pude descubrir quién. Hacía viento y llovía. Detestaba el sonido del viento, tan desolador. Entonces se abrió la puerta y entró Burrich. Estaba borracho. Me sentí irritado y aliviado a un tiempo. Llevaba esperándolo desde ayer, y ahora que por fin estaba allí, estaba borracho. ¿Cómo osaba?

Me recorrió un escalofrío, estuve a punto de despertar. Y supe que ésos eran los pensamientos de Molly, era con Molly con quien soñaba con la Habilidad. No debería, sabía que no debería, pero en ese difuso estado onírico era incapaz de resistirme. Molly se puso de pie lentamente. Nuestra hija dormía en sus brazos. Atisbé una carita rosada y regordeta, no el arrugado semblante del bebé que había visto antes. ¡Cuánto había cambiado en tan poco tiempo! En silencio, Molly la llevó a la cama y la dejó suavemente en ella. Volvió una esquina de la manta para abrigar al bebé. Sin girarse, dijo en voz baja, tirante:

—Estaba preocupada. Dijiste que volverías ayer.

—Ya lo sé. Perdona. Tendría que haber vuelto, pero…

La voz de Burrich era ronca. Carente de ánimo.

—Pero te quedaste en la ciudad y te emborrachaste —concluyó fríamente Molly.

—Me… sí. Me emborraché.

Burrich cerró la puerta y entró en la estancia. Se acercó a la chimenea para calentarse las manos enrojecidas. Su capa chorreaba agua, igual que su cabello, como si no se hubiera molestado en ponerse la capucha de camino a la casa. Dejó una saca junto a la puerta. Se quitó la capa empapada y se sentó con rigidez en la silla al lado de la chimenea. Se inclinó hacia delante para frotarse la rodilla mala.

—No vengas aquí cuando estés borracho —le dijo Molly, lacónica.

—Ya sé lo que piensas. Ayer estaba borracho. Hoy he bebido un poco, esta mañana, pero no estoy borracho. Ahora no. Ahora sólo estoy… cansado. Muy cansado.

Se agachó y apoyó la cabeza en las manos.

—Ni siquiera puedes sentarte erguido. —Podía percibir cómo aumentaba la rabia en la voz de Molly—. Ni siquiera sabes cuándo estás borracho…

Burrich la miró con abatimiento.

—Puede que tengas razón —admitió, sorprendiéndome. Suspiró—, me voy —le dijo.

Se levantó, haciendo una mueca al cargar el peso sobre su pierna, y Molly sintió una punzada de culpabilidad. Él aún tenía frío, y el cobertizo donde dormía era húmedo y tenía corrientes de aire. Pero él se lo había buscado. Sabía lo que opinaba ella de los borrachos. Que una persona bebiera una o dos copas daba igual, también ella se servía alguna de vez en cuando, pero llegar a casa tambaleándose así e intentar decirle…

—¿Puedo ver al bebé un momento? —preguntó Burrich en voz baja.

Se había detenido en la puerta. Vi algo en sus ojos, algo que Molly no podía percibir por no conocerlo lo suficiente, y me conmovió profundamente. Estaba arrepentido.

—Está ahí, en la cama. Acabo de acostarla —señaló Molly con aspereza.

—¿Puedo sostenerla… sólo un minuto?

—No. Estás borracho y frío. Si la tocas, se despertará. Lo sabes. ¿Por qué quieres hacer eso?

Algo en la expresión de Burrich se desmoronó. Su voz sonó cascada cuando respondió:

—Porque Traspié está muerto, y ella es todo lo que queda de él y de su padre. Y a veces… —Levantó una mano curtida por el viento para frotarse la cara—. A veces parece que todo es culpa mía. —Su voz se suavizó al pronunciar esas palabras—. Nunca debí permitir que lo apartaran de mi lado. Cuando era pequeño. Cuando quisieron trasladarlo al castillo, si lo hubiera subido a un caballo conmigo y se lo hubiera llevado a Hidalgo, quizá los dos seguirían con vida. Pensaba hacerlo. Estuve a punto de hacerlo. Él no quería separarse de mí, sabes, y yo le obligué. Estuve a punto de llevárselo a Hidalgo. Pero no lo hice. Dejé que me lo quitaran y lo utilizaran.

Sentí el escalofrío que recorrió a Molly de repente. El llanto afloró de golpe a sus ojos. Recurrió a la ira para defenderse.

—Maldito seas, hace meses que murió. No intentes conmoverme con lágrimas de borracho.

—Ya lo sé —dijo Burrich—. Ya lo sé. Está muerto. —Tomó aire de repente y se enderezó de esa forma que me resultaba tan familiar. Vi cómo recogía su dolor y sus debilidades y las ocultaba en lo más hondo de su ser. Quise alargar el brazo y apoyarle una mano en el hombro. Pero ése era yo realmente y no Molly. Burrich se dirigió a la puerta, y se detuvo—. Oh. He traído una cosa. —Rebuscó en el interior de su camisa—. Esto era suyo. Lo… lo cogí de su cuerpo, cuando murió. Deberías guardarlo para ella, para que tenga algo de su padre. Se lo dio el rey Artimañas.

Me dio un vuelco el corazón cuando Burrich extendió la mano, Allí en la palma descansaba mi alfiler, con el rubí engarzado en plata. Molly se limitó a quedarse mirándolo. Sus labios formaban una línea tensa. Rabia, o férreo control sobre sus sentimientos. Un control tan estricto que ni siquiera sabía de qué deseaba protegerse. Como ella no avanzó hacia él, Burrich lo dejó con cuidado encima de la mesa.

De improviso supe lo que había ocurrido. Había subido a la cabaña de los pastores para intentar encontrarme de nuevo, para decirme que tenía una hija. En cambio, ¿qué había encontrado? Un cuerpo en descomposición, probablemente poco más que un montón de huesos a esas alturas, cubierto con mi camisa, con el alfiler prendido aún en la solapa. El muchacho forjado tenía el cabello oscuro, debía de tener mi misma altura y edad.

Burrich creía que yo estaba muerto. Realmente muerto. Y lloraba por mí.

Burrich. Burrich, por favor, no estoy muerto. Burrich, ¡burrich!

Me revolví y me desgañité a su alrededor, golpeándolo con cada ápice de mi sentido de la Habilidad, pero como siempre, no podía llegar hasta él. Me desperté de repente temblando y abrazado a mí mismo, sintiéndome como si fuera un fantasma. Seguramente ya había ido a buscar a Chade. Los dos pensaban que estaba muerto. Un extraño temor me sobrecogió al pensar en eso. Se me antojó tremendamente aciago el que todos mis amigos me creyeran muerto.

Me masajeé suavemente las sienes, sintiendo el comienzo de una jaqueca de la Habilidad. Un momento después comprendí que había bajado mis defensas, que había habilitado hacia Burrich con toda la ferocidad de que era capaz. Levanté de golpe mis murallas y me ovillé tiritando en la oscuridad. Will no se había topado con mi habilitación esta vez, pero no podía permitirme el lujo de ser tan descuidado. Aunque mis amigos me creyeran muerto, mis enemigos conocían la verdad. Debía mantener esos muros arriba, no debía darle a Will la oportunidad de entrar en mi cabeza. Me asaltó el nuevo dolor de la jaqueca, pero estaba demasiado cansado para levantarme y preparar té. Además, no tenía corteza feérica, sólo las semillas de la mujer de Puesto Vado, aún sin probar. Preferí apurar el resto del brandy de Perno y volver a dormirme. Al filo de la conciencia, soñé con lobos que corrían. Sé que estás vivo. Iré contigo si me necesitas. Sólo tienes que pedírmelo. El sondeo era tentativo pero genuino. Me aferré a esa idea como si fuese una mano amiga mientras me reclamaba el sueño.

Pasé los días siguientes caminando hacia el Lago Azul, en medio de un viento cargado de arena. El paisaje constaba de rocas y rastrojos, de matorrales resecos con hojas correosas, de plantas carnosas de gruesas hojas y, a lo lejos, del mismo lago. Al principio el camino no era más que un surco labrado en la resquebrajada superficie de la llanura, con las impresiones de pezuñas y las largas marcas de ruedas desdibujadas por el viento pertinaz. Pero conforme me aproximaba al lago, la tierra fue tornándose gradualmente más verde y ondulada. El camino se convirtió en algo más parecido a una carretera. El viento comenzó a traer lluvia consigo, una lluvia intensa que se abrió paso entre mis ropas. Nunca me sentía completamente seco.

Procuraba evitar el contacto con las gentes que transitaban la carretera. No podía esconderme de ellas en aquella planicie, pero hacía cuanto podía por mostrarme reservado y huraño. A veces me adelantaban mensajeros al galope, algunos con rumbo al Lago Azul, otros hacia Puesto Vado. No se detenían al verme, pero ése era un pobre consuelo. Tarde o temprano, alguien iba a encontrar cinco guardias del rey sin enterrar y se haría preguntas. Y el relato de cómo el bastardo del rey había sido capturado oculto entre ellos suponía un rumor demasiado jugoso para que Creece o Estornino se privaran de propagarlo. Cuanto más cerca estaba del Lago Azul, más gente había en la carretera, y me atreví a confiar en pasar desapercibido en medio de los demás viajeros. En los ricos pastos había moradas y aun algunos asentamientos. Uno podía divisarlos a lo lejos, el diminuto montículo de una casa y el hilacho de humo que salía de su chimenea. La tierra comenzaba a mostrar más humedad y los matorrales dieron paso a arbustos y árboles. Pronto me vi caminando junto a huertos y luego prados con vacas lecheras, y gallinas que escarbaban en la tierra al margen de la carretera. Por fin llegué a la ciudad a la que daba nombre el Lago Azul.

Más allá del Lago Azul había otra franja de llanura, y luego estribaciones. Tras éstas, el Reino de las Montañas. Y en algún lugar más allá del Reino de las Montañas estaba Veraz.

Resultaba un tanto perturbador pensar en cuánto había tardado en llegar hasta allí a pie comparado con la primera vez, cuando acompañé a una caravana real para reclamar a Kettricken como prometida de Veraz. En la costa, el verano había terminado y comenzaban a desatarse los vientos que presagiaban las tormentas de invierno. Aun aquí, no habría de pasar mucho tiempo antes de que el frío del invierno terral se adueñara de las llanuras con sus ventiscas. Mientras que arriba en las montañas, suponía que la nieve ya había empezado a caer en las cotas más altas. Tardaría todavía en llegar a las montañas, y no sabía con qué condiciones iba a encontrarme mientras me adentraba en las alturas en busca de Veraz. Ni siquiera sabía realmente si seguía con vida; había gastado mucha energía ayudándome a escapar de Regio. Pero su ven conmigo, ven conmigo parecía resonar con el latido de mi corazón, y me descubrí imprimiendo ese ritmo a mi marcha. Encontraría a Veraz o sus huesos. Pero sabía que no volvería a ser dueño de mí mismo hasta que lo hiciera.

La ciudad del Lago Azul parece más grande de lo que es por la forma en que se extiende. Vi pocas viviendas de más de un piso de altura. En su mayoría eran casas bajas y alargadas, con más pabellones añadidos al edificio principal conforme los hijos e hijas se casaban y llevaban a sus cónyuges al hogar paterno. La madera abundaba en la otra orilla del Lago Azul, de modo que las casas más pobres eran de adobe mientras que las de los veteranos mercaderes y pescadores eran de planchas de cedro con amplias tablillas. Casi todas las casas estaban pintadas de blanco, gris o azul celeste, lo que hacía que las estructuras parecieran aún mayores. Muchas tenían ventanas con gruesos cristales esmerilados. Pero las dejé atrás y me encaminé hacia donde siempre me sentía más cómodo.

El puerto era a un tiempo similar y diferente al de las ciudades de la costa. No había mareas altas ni bajas con las que lidiar, sólo olas empujadas por las tormentas, de modo que había muchas más casas y negocios erigidos sobre pilares que se adentraban en el lago. Algunos pescadores podían amarrar sus embarcaciones literalmente a la puerta de casa, y otros entregaban sus capturas en una portilla trasera para que el pescadero pudiera venderlas en la principal. Resultaba extraño oler a agua sin que la sal y el yodo impregnaran el aire; para mí olía de algún modo a hierba y musgo. Las gaviotas eran distintas, con las puntas de las alas negras, pero en todo lo demás eran tan codiciosas y ladronas como todas las gaviotas que conocía. También había demasiados soldados para mi gusto. Deambulaban como felinos enjaulados, ataviados con la librea parda y dorada de Lumbrales. No los miraba a la cara, ni les daba ningún motivo para que se fijaran en mí.

Contaba con un total de quince platas y doce cobres, la suma de mis ahorros más lo que llevaba Perno en su bolsa. Algunas de las monedas eran de un estilo que no conocía, pero su peso parecía el adecuado en mi mano. Supuse que las aceptarían. Eran cuanto tenía para llegar hasta las montañas, y todo cuanto podría llevarle a Molly. De modo que para mí eran doblemente valiosas y no tenía intención de desprenderme más que de las estrictamente necesarias. Pero tampoco era tan necio como para plantearme la posibilidad de poner rumbo a las montañas sin provisiones y ropa de abrigo. Debía gastar algo de dinero, por consiguiente, pero también esperaba encontrar la manera de pagarme el viaje hasta el otro lado del Lago Azul, y quizá más lejos aún.

En todas las ciudades hay zonas más pobres, y tiendas o carretas donde la gente comercia con los productos desdeñados por otros. Paseé un rato por el Lago Azul, ateniéndome siempre a los muelles, donde el comercio parecía gozar de mayor vigor, y al cabo encontré unas calles donde la mayoría de los establecimientos eran de adobe aunque tuvieran el tejado de tablillas. Ahí encontré cansados hojalateros que vendían cazos reparados, y traperos con carros llenos de ropa usada, y tiendas donde uno podía adquirir vajillas defectuosas y cosas por el estilo.

Sabía que a partir de ese momento mi hato sería más pesado, pero no podía hacer nada al respecto. Una de las primeras cosas que compré fue una sólida cesta trenzada con mimbres, con correas para poder colgármela de los hombros. Guardé dentro mi hato. Antes de que terminara el día había añadido pantalones acolchados, una chaqueta a cuadros como las que utilizan los montañeses, y un par de botas flexibles parecidas a suaves calcetines de cuero. Éstas tenían cordones de cuero para poder anudármelas a las pantorrillas. Compré asimismo gruesas medias de lana, de colores dispares pero muy cálidas, para ponérmelas con las botas. En otra carreta compré un gorro de lana y una bufanda, y me hice con un par de guantes que me quedaban demasiado grandes, confeccionados seguramente por alguna mujer de las montañas a la medida de las manos de su marido.

En un diminuto puesto de hierbas encontré corteza feérica, de modo que me procuré un pequeño surtido. En un mercado cercano compré lonchas de pescado ahumado, manzanas secas y tortas de un pan muy duro que el vendedor me aseguró que se conservarían bien sin importar lo lejos que viajara.

A continuación me propuse conseguir un billete en alguna barcaza que cruzara el Lago Azul. De hecho me encaminé hacia la plaza de contratación de los muelles, con la esperanza de encontrar un trabajo para costearme el viaje. Pronto descubrí que no había ofertas de empleo.

—Mira, compadre —me dijo con altanería un crío de trece años—. Todo el mundo sabe que las grandes barcazas no navegan el lago a estas alturas del año como no haya oro de por medio. Y este año no lo hay. La bruja de los riscos ha interrumpido el comercio con las montañas. Si no hay nada que transportar es que no hay dinero que justifique el riesgo. Y ya está, no hay vuelta de hoja. Pero aunque las rutas estuvieran abiertas, en invierno no encontrarías mucho tráfico. Es en verano cuando las grandes barcazas pueden ir de una orilla a otra. Aun así los vientos pueden complicar la faena, pero una buena tripulación puede guiar la nave, con velas o a golpe de remo, de aquí para allá. Pero en esta época del año es una pérdida de tiempo. Las tormentas se desatan cada cinco días o así, y el resto del tiempo el viento sopla en una sola dirección, y si no acarrea lluvia es que va a descargar hielo o nieve. Es un momento estupendo para bajar desde las montañas a la ciudad del Lago Azul, si no te importa mojarte, congelarte y tener que abrirte camino a través de la nieve. Pero no encontrarás a ninguno de los grandes transbordadores en marcha hasta la primavera que viene. Hay barcas más pequeñas que están dispuestas a transportar gente, pero subir a bordo de ellas queda reservado para los ricos y los valientes. Si zarpas en una de esas embarcaciones es que estás dispuesto a pagar el billete con oro, y los errores del timonel con la vida. No tienes pinta de andar sobrado de dinero, compadre, y menos para permitirte la tarifa que impone el rey.

Era un crío, sí, pero sabía lo que se decía. Cuanto más preguntaba, más escuchaba lo mismo. La bruja de los riscos había cerrado los pasos y los inocentes viajeros eran asaltados y desvalijados por bandidos de las montañas. Por su propio bien, a los viajeros y los comerciantes se les ordenaba dar media vuelta al llegar a la frontera. Se avecinaba una guerra. Eso me helaba el corazón, y me reafirmaba en mi propósito de encontrar a Veraz. Pero cuando insistía en que debía llegar a las montañas, y cuanto antes, me aconsejaban que consiguiera de algún modo las cinco monedas de oro que costaba cruzar el lago y me deseaban buena suerte a partir de allí. En una ocasión, un hombre dejó caer que conocía cierta empresa no demasiado legal con la que podría conseguir esa cantidad en el plazo de un mes o menos, por si estaba interesado. Pero no lo estaba. Ya tenía bastantes problemas a los que hacer frente.

Ven conmigo.

Sabía que, de un modo u otro, lo conseguiría.

Encontré una posada muy económica, destartalada y con corrientes de aire, pero que al menos no apestaba a humo. Sus clientes no podían permitírselo. Alquilé una cama y me dieron un catre en un desván al descubierto encima de la sala común. Al menos subía también algo de calor con el humo que expulsaba la chimenea de abajo. Colgando la capa y mi ropa encima de una silla junto a mi catre conseguí que por fin se secaran completamente después de días empapadas. Las canciones y las conversaciones, tanto ruidosas como discretas, constituían un coro constante mientras me esforzaba por conciliar el sueño. No había intimidad y finalmente me di el baño caliente que anhelaba en una casa de baños que había a cinco puertas de distancia. Pero me proporcionaba cierto placer saber dónde dormiría esa noche, aunque no cómo de bien.

No lo había planeado así, pero también era un método excelente de escuchar los rumores que circulaban por el Lago Azul. La. primera noche que pasé allí, averigüé mucho más de lo que deseaba sobre cierto joven noble que había dejado embarazadas, no a una, sino a dos criadas, y los pormenores de cierta pelea de consideración en una taberna a dos calles de distancia, que se había saldado con la pérdida por parte de Jake Nariz Roja de la porción de su anatomía de la que tomaba su nombre, arrancada de un mordisco por Recodo el Escribano.

En mi segunda noche de estancia en la posada oí el rumor de que doce guardias del rey habían sido hallados asesinados por los bandidos a medio día de viaje más allá de la Fuente de Jernigan. A la noche siguiente alguien había establecido ya una conexión, y se contaba cómo los cuerpos habían sido mutilados y devorados por una bestia. Pensé que era poco probable que los carroñeros hubieran encontrado los cadáveres y se hubieran alimentado de ellos. Pero según contaba la historia, era obra evidentemente del bastardo Mañoso, que se había transformado en lobo para burlar sus grilletes de hierro frío y se había abalanzado sobre la compañía a la luz de la luna llena para descargar su feroz violencia sobre los soldados. Por cómo me describió el narrador, no corría peligro de que me descubrieran entre ellos. Mis ojos no refulgían rojos a la luz del fuego, ni sobresalían colmillos de mi boca. Sabía que circularían también otras descripciones de mi persona, más prosaicas. El castigo que me había infligido Regio me había dejado un singular conjunto de cicatrices difíciles de disimular. Empezaba a hacerme a la idea de cuan complicado era para Chade actuar con su rostro salpicado de picaduras.

La barba que antes me parecía irritante era ya algo natural para mí. Crecía en rizos estropajosos que me recordaban a los de Veraz y era igual de indomable. Las magulladuras y cortes que me había dejado Perno en la cara habían desaparecido casi por completo, aunque todavía me dolía el hombro con el frío. El aire invernal me sonrojaba las mejillas sobre la barba y afortunadamente hacía que los bordes de mi cicatriz resultaran menos visibles. El tajo de mi brazo había sanado hacía tiempo, pero no podía hacer gran cosa con mi nariz rota. También ésta había dejado de sobresaltarme cada vez que la veía en un espejo. En cierto modo, reflexioné, ahora era tan discípulo de Regio como de Chade. Éste sólo me había enseñado a matar; Regio me había convertido en un verdadero asesino.

La tercera noche que pasé en la posada, escuché un rumor que me heló la sangre en las venas.

—Era el rey en persona, sí que lo era, y el líder de los brujos de la Habilidad. Capas de la mejor lana, con tanta piel en el cuello y la capucha que casi no se les veía la cara. A lomos de caballos negros con alforjas de oro, de la mejor calidad, y una decena de jinetes pardos y dorados pisándoles los talones. Los guardias despejaron la plaza entera para que pudieran pasar. Así que le dije al hombre que tenía al lado. Oye, ¿a qué viene todo esto, lo sabes? Y me contó que el rey Regio ha venido a la ciudad para escuchar en persona todo lo que nos está haciendo la bruja de las montañas y ponerle fin. Y más todavía. Me dice, ese hombre, que el rey en persona ha venido para dar con el Hombre Picado y el bastardo Mañoso, pues es bien sabido que andan confabulados con la bruja de los riscos.

Escuché esto de labios de un pordiosero de ojos pitañosos, que había conseguido las monedas suficientes para pagarse una jarra de sidra caliente y la sorbía junto a la chimenea de la posada. Este chismorreo le consiguió otra ronda, mientras su mecenas le contaba una vez más la historia del bastardo Mañoso y cómo éste había descuartizado a una decena de guardias reales y se había bebido su sangre para potenciar su magia. Me encontré sumido en un remolino de emociones. Decepción porque era evidente que mis venenos no le habían hecho nada a Regio. Temor porque pudiera descubrirme. Y la feroz esperanza de poder disfrutar de otra oportunidad de asesinarlo antes de partir en busca de Veraz.

Apenas si hube de hacer preguntas. A la mañana siguiente encontré la ciudad del Lago Azul alborotada por la llegada del rey. Hacía muchos años que ningún rey coronado visitaba el Lago Azul, y hasta el último mercader y noble pensaba aprovechar la ocasión. Regio se había instalado en la posada más grande y lujosa de la ciudad, ordenando caprichosamente que se desalojaran todas las habitaciones para su séquito y él. Oí rumores de que el posadero se sentía al mismo tiempo halagado y abrumado por haber resultado elegido, pues si bien eso sin duda aumentaría la reputación de su negocio, nadie había mencionado recompensa alguna, sólo una larga lista de vituallas y vinos que el rey Regio esperaba encontrar a su disposición.

Me vestí con mis nuevas ropas de invierno, me tapé las orejas con el gorro de lana y me puse en marcha. La posada era fácil de encontrar. Ninguna otra en el Lago Azul tenía tres pisos, ni lucía tantos balcones y ventanas. Las calles que rodeaban el edificio estaban atestadas de nobles que intentaban presentarse al rey Regio, muchos con hijas en edad casadera colgadas del brazo. Se apiñaban codo con codo con juglares y malabaristas que se ofrecían para entretener, con mercaderes que llevaban muestras de sus mejores mercancías para regalar, y con quienes traían carne, cerveza, vino, pan, queso y cualquier otro alimento que se pudiera imaginar. No intenté entrar, sino que me limité a escuchar lo que decían quienes salían. El bar estaba lleno de guardias, y vaya boca más sucia que tenían, despreciando la cerveza y a las prostitutas locales como si las hubiera mejores en Puesto Vado. Y el rey Regio no recibiría hoy a nadie, no, se sentía alicaído por los rigores del viaje y había encargado las mejores reservas de alegrosa para recuperar el ánimo. Sí, esa noche habría una cena, una ocasión de lo más suntuosa, querida, a la que sólo estaría invitado lo más selecto de la sociedad. Y no lo has visto, con ese ojo que parece el de un pez muerto, me pone los pelos de punta, yo que el rey buscaría a alguien más entero para que fuese mi consejero, con Habilidad o sin ella. Esto era lo que decían las numerosas personas que salían de la posada por la puerta principal y por la trasera, y tomé buena nota de todo, además del número de ventanas que tenían las cortinas echadas para impedir el paso de la breve luz diurna. Quería descansar, ¿no? Podía echarle una mano con eso.

Pero ahí me topé con mi dilema. Unas semanas atrás me hubiera limitado a colarme en el interior, intentar por todos los medios clavar un puñal en el pecho de Regio y al cuerno con las consecuencias. Pero ahora no sólo tenía que preocuparme de la orden de la Habilidad de Veraz, sino también del hecho de que había una mujer y una hija que me esperarían si sobrevivía. Ya no estaba dispuesto a dar mi vida para acabar con la de Regio. Esta vez necesitaba un plan.

El anochecer me encontró en el tejado de la posada. Era de tablillas de cedro, muy empinado y resbaladizo a causa de la escarcha. Había varios pabellones en la posada, y me encontraba en la intersección de dos de ellos, a la espera. Daba gracias a Regio por haber escogido la posada más grande y lujosa. Se encontraba muy por encima de los edificios vecinos. Nadie podría verme a simple vista; tendría que buscarme a conciencia. Aun así, esperé hasta que la oscuridad fue completa para medio escalar y medio patinar hasta el filo del alero. Me quedé allí un momento, hasta que mis latidos recuperaron la normalidad. No había nada a lo que agarrarse. El tejado tenía un alero generoso para resguardar el balcón que tenía debajo. Tendría que deslizarme, sujetarme al borde y columpiarme si quería aterrizar en el balcón. De lo contrario, me esperaba una caída de tres pisos hasta la calle. Recé para no caer encima de la decorativa barandilla con puntas del balcón.

Lo había planeado bien. Sabía en qué habitaciones estaban el dormitorio y la sala de estar de Regio, sabía a qué hora pensaba cenar con sus invitados. Había estudiado los pestillos de varias puertas y ventanas por toda la ciudad. No encontré nada que no conociera. Me había provisto de algunas herramientas, y una fina cuerda de lino sería mi vía de escape. Entraría y volvería a salir sin dejar rastro. Mis venenos aguardaban en la bolsa que colgaba de mi cinturón.

Dos azuelas sustraídas de la tienda de un zapatero el día anterior me proporcionaron asidero mientras bajaba por el tejado. Las incrusté, no en las sólidas tablillas, sino entre ellas, de modo que se sostuvieran con las tablillas superpuestas. Me puse muy nervioso cuando parte de mi cuerpo osciló en el vacío, sin posibilidad de ver qué había debajo. En el momento crucial, balanceé las piernas unas cuantas veces para coger impulso y me dispuse a soltarme.

Trampa, trampa.

Me quedé paralizado en el sitio, con las piernas encogidas bajo el alero del tejado mientras me aferraba a las dos azuelas encajadas entre las tablillas. Ni siquiera respiré. No era Ojos de Noche.

No. Pequeño Hurón. Trampa, trampa. Vete. Trampa, trampa.

¿Es una trampa?

Trampa, trampa para el Lobo Traspié. La Vieja Sangre sabe, Gran Hurón dijo, ve, ve, avisa al Lobo Traspié. El Oso Rolf conocía tu olor. Trampa, trampa. Vete.

A punto estuve de soltar un chillido cuando un cuerpecito cálido se me encaramó de repente a la pierna y empezó a trepar por mis ropas. Un instante después, un hurón me hacía cosquillas en la cara con sus bigotes. Trampa, trampa, insistió. Vete, vete.

Impulsar mi cuerpo de nuevo a lo alto del tejado era más complicado que dejarlo caer. Pasé un momento de apuro cuando se me trabó el cinturón con el borde del alero. Tras contonearme unos instantes, conseguí soltarme y trepé lentamente de nuevo al tejado. Me quedé quieto un momento, recuperando el aliento, mientras el hurón se sentaba entre mis hombros y me explicaba una y otra vez: Trampa, trampa. La suya era una mente diminuta y ferozmente depredadora, y percibía una rabia inmensa en él. Yo no habría elegido vincularme a un animal así, pero alguien sí lo había hecho. Alguien que ya no existía.

Gran Hurón herido de muerte. Le dice a Pequeño Hurón que vaya, vaya. Recuerda el olor. Avisa al Lobo Traspié. Trampa, trampa.

Tenía tantas preguntas. De alguna manera Rolf el Negro había intercedido por mí ante la Vieja Sangre. Desde mi huida de Puesto Vado, temía que hasta el último Mañoso que me encontrara estuviera en mi contra. Pero alguien había encargado a esta pequeña criatura que me alertara. Y el hurón se había mantenido fiel a su propósito, aun después de que pereciera su compañero de vínculo. Intenté sonsacarle más información, pero no había gran cosa en esa mente tan pequeña. Un dolor inmenso y agravio por la muerte de su compañero de vínculo. La determinación de prevenirme. Nunca sabría quién había sido Gran Hurón, ni cómo había descubierto este plan, ni cómo su bestia vinculada había conseguido ocultarse entre las pertenencias de Will. Pues era a él a quien me mostró aguardando en silencio en el cuarto de abajo. Un Ojo. La trampa, trampa.

¿Vienes conmigo?, le ofrecí. Por feroz que fuese, me seguía pareciendo pequeño y desvalido. Tocar su mente era como ver lo que quedaba de un animal partido por la mitad. El dolor eliminaba de su mente todo salvo la determinación. Ahora sólo había espacio para otra cosa.

No. Busco, busco. Escondo en cosas de Un Ojo. Aviso al Lobo Traspié. Voy, voy. Encuentro a Enemigo de Vieja Sangre. Escondo, escondo. Espero, espero. Enemigo de Vieja Sangre duerme, Pequeño Hurón mata.

Era un animal pequeño, con una mente pequeña. Pero había una imagen de Regio, el Enemigo de la Vieja Sangre, grabada a fuego en esa mente tan simple. Me pregunté cuánto había tardado Gran Hurón en implantar esa noción con la fuerza suficiente para que perdurara durante semanas. Entonces lo supe. Su último deseo. La criaturita había estado a punto de volverse loca con la muerte de su humano vinculado. Éste había sido el último mensaje de Gran Hurón para él. Parecía una tarea descomunal para una bestia tan pequeña.

Ven conmigo, le sugerí con amabilidad. ¿Cómo puede matar Pequeño Hurón al Enemigo de la Vieja Sangre?

Lo tuve en la garganta en un parpadeo. Llegué a sentir cómo rozaban sus dientes afilados la vena de mi garganta. Muerdo, muerdo cuando duerme. Bebo su sangre como la de conejo. Sin Gran Hurón, no hay madrigueras, no hay conejos. Sólo Enemigo de Vieja Sangre. Muerdo, muerdo. Me soltó la yugular y se coló de pronto dentro de mi camisa. Calor. Sentía sus garras diminutas heladas contra mi piel.

Guardaba una tira de carne seca en el bolsillo. Me tendí en el tejado y di de comer a mi compañero asesino. Lo habría convencido para que viniera conmigo si hubiese podido, pero presentía que no podía cambiar de opinión como tampoco yo podía negarme a ir en busca de Veraz. Era lo único que le quedaba de Gran Hurón. El dolor, y sus sueños de venganza.

Esconde, esconde. Ve, ve con Un Ojo. Huele al Enemigo de la Vieja Sangre. Espera a que esté dormido. Luego muerde, muerde. Bébete su sangre como si fuera la de un conejo.

Sí, sí. Mi caza. Trampa, trampa al Lobo Traspié. Huye, huye.

Le hice caso. Alguien lo había sacrificado todo para enviarme ese mensaje. De todos modos, no deseaba enfrentarme a Will. Por mucho que deseara matarlo, ahora sabía que no era rival para él con la Habilidad. Tampoco quería estropear la diminuta oportunidad de Pequeño Hurón. Existe el honor entre asesinos, o algo parecido. Me alentaba saber que no era el único enemigo de Regio. Sigiloso en la oscuridad, crucé el tejado de la posada y bajé a la calle junto a los establos.

Regresé a mi destartalada posada, pagué mi cobre y ocupé mi sitio en una mesa junto a otros dos hombres. Cenamos la especialidad de la casa, patatas con cebolla. Cuando sentí una mano en el hombro, no me sobresalté sino que di un respingo. Sabía que había alguien detrás de mí; no esperaba que me tocara. Mi mano buscó el cuchillo de mi cinturón sigilosamente mientras me giraba para ver quién era. Mis compañeros de mesa siguieron comiendo, uno de ellos ruidosamente. Ningún cliente de esa posada mostraba interés alguno más que en sus propios asuntos.

Vi el risueño semblante de Estornino y me dieron un vuelco las entrañas.

—¡Tom! —me saludó jovialmente, e insistió en hacerse hueco a mi lado en la mesa.

El hombre que estaba sentado junto a mí le cedió espacio sin rechistar, arrastrando consigo su cuenco sobre la sucia superficie de madera. Transcurrido un momento aparté la mano del cuchillo y volví a apoyarla en el filo de la mesa. Estornino reconoció mi gesto con un ademán de cabeza. Llevaba puesta una gruesa capa negra de buena lana, ribeteada de brocados amarillos. Ahora le adornaban las orejas unos pendientes de plata. Demasiado pagada de sí misma para mi gusto. La miré sin decir nada. Indicó mi cuenco con un gesto discreto.

—Por favor, sigue cenando. No pretendía interrumpir. Tienes pinta de necesitar comer algo. ¿Has estado ayunando últimamente?

—Algo así —dije en voz baja.

Como ella no añadió nada, me acabé la sopa y rebañé el cuenco de madera con los dos últimos trozos de pan duro que habían venido con él. Para entonces Estornino había llamado ya la atención de una camarera, que nos trajo dos jarras de cerveza. Dio un buen trago a la suya, hizo una mueca y la posó de nuevo en la mesa. Yo probé un sorbo de la mía y no la encontré más desagradable que el agua lacustre que era la alternativa.

—¿Y bien? —dije finalmente al ver que ella no parecía dispuesta a hablar—. ¿Qué quieres?

Sonrió con afabilidad, jugueteando con el asa de su jarra.

—Ya sabes lo que quiero. Quiero tener una canción, una canción que me sobreviva. —Miró a nuestro alrededor, sobre todo al hombre que seguía sorbiendo ruidosamente su sopa—. ¿No tienes una habitación? —me preguntó.

Negué con la cabeza.

—Tengo un catre en el desván. Y no tengo canciones para ti, Estornino.

Encogió los hombros, un gesto casi imperceptible.

—Tampoco yo tengo canciones para ti en este momento, pero sí noticias que podrían interesarte. Y una habitación. En una posada que no está lejos de aquí. Acompáñame para que podamos charlar. Había una buena paletilla de cerdo asándose en la chimenea cuando salí. Lo más probable es que ya esté lista cuando lleguemos.

Todos mis sentidos se agudizaron ante la mención de la carne. Pude olerla, saborearla casi.

—No puedo permitírmelo —dije secamente.

—Yo sí —repuso de manera insulsa—. Coge tus cosas. También puedo compartir mi habitación.

—¿Y si me niego? —pregunté en voz baja.

Volvió a encoger ligeramente los hombros.

—Como prefieras.

Me devolvió la mirada sin pestañear. No lograba decidir si su sonrisa era amenazadora o no.

Transcurridos unos instantes me levanté y me dirigí al desván. Cuando volví, llevaba mis cosas conmigo. Estornino me esperaba al pie de la escalera.

—Bonita capa —observó con socarronería—. ¿No la he visto antes en alguna parte?

—Es posible —respondí en voz baja—. ¿Quieres ver el cuchillo que hace juego con ella?

Estornino se limitó a ensanchar su sonrisa y hacer un pequeño gesto defensivo con las manos. Dio media vuelta y emprendió la marcha, sin molestarse en comprobar si la seguía. De nuevo esa curiosa mezcla de confianza y desafío. La seguí.

Anochecía en la calle. El fuerte viento que recorría las calzadas estaba impregnado de la humedad del lago. Aunque no llovía, sentía la humedad empapándome la ropa y la piel. Empezó a dolerme el hombro de inmediato. No había antorchas encendidas en las calles; la escasa luz que había escapaba de los postigos y los umbrales. Pero Estornino caminaba con seguridad y confianza, y yo la seguía. Mis ojos no tardaron en acostumbrarse a la oscuridad.

Me guió lejos del puerto y de los barrios más pobres de la ciudad, por las calles comerciales y las posadas que servían a los mercaderes de la ciudad. No estaba lejos de la posada donde no se alojaba el rey Regio. Abrió una puerta que lucía la talla de una cabeza de jabalí y con un gesto me indicó que pasara yo primero. Entré, pero con cautela, mirando a un lado y a otro antes de avanzar. Aunque no vi ningún guardia, seguía sin saber si estaba metiendo la cabeza en una trampa o no.

Esta posada era cálida y estaba bien iluminada, con cristales además de postigos en las ventanas. Las mesas estaban limpias, la paja que cubría el suelo parecía fresca y el olor a cerdo asado inundaba el aire. Un camarero pasó junto a nosotros con una bandeja cargada de jarras llenas a rebosar, me miró y enarcó una ceja en dirección a Estornino, cuestionando evidentemente su gusto en cuestión de hombres. Estornino respondió con una honda reverencia, y en el proceso se quitó la capa empapada. La imité más despacio, y luego anduve tras sus pasos mientras me conducía a una mesa próxima a la chimenea.

Se sentó y me miró. Ahora estaba segura de que me tenía.

—¿Por qué no comemos antes de hablar? —me invitó simpáticamente, e indicó la silla que tenía delante. Tomé el asiento que me ofrecía, pero lo giré de modo que mi espalda diera a la pared y yo pudiera disfrutar de una buena vista de la sala. Una sonrisita aleteó en sus labios y sus ojos oscuros se iluminaron—. No tienes nada que temer de mí, te lo aseguro. Al contrario, soy yo la que se arriesga al dejar que me vean contigo.

Miró en rededor y encargó a un muchacho llamado Roble dos bandejas de cerdo asado, pan fresco y mantequilla, y sidra para acompañar la comida. El camarero se apresuró a ir en busca de nuestro pedido, y nos lo sirvió en nuestra mesa con una gracia y un encanto que indicaban su interés por Estornino. Intercambió unas palabras con ella; reparó poco en mi presencia, salvo para poner cara de asco cuando tuvo que sortear mi cuévano calado de agua. Reclamó sus servicios otro cliente, momento que Estornino aprovechó para atacar su plato con apetito. Un instante después, probé mi comida. Hacía varios días que no probaba la carne fresca, y el sabor de la corteza de grasa caliente del cerdo casi me hizo sentir mareado. El pan era sabroso, dulce la mantequilla. No probaba manjares así desde que me fuera de Torre del Alce. Por un segundo me concentré exclusivamente en mi apetito. Hasta que el sabor de la sidra me trajo de golpe a la mente a Rurisk, y cómo éste había muerto tras beber vino envenenado. Posé la copa cuidadosamente y recuperé mi cautela.

—Bueno. Así que me estabas buscando.

Estornino asintió mientras masticaba. Tragó y se limpió la boca.

—Y no ha sido fácil encontrarte, pues no he preguntado a nadie por ti. Te he buscado sólo con estos dos ojitos. Espero que sepas apreciar el detalle.

Asentí sin convicción.

—¿Y ahora que me has encontrado? ¿Qué quieres de mí? ¿Dinero a cambio de tu silencio? En ese caso, tendrás que conformarte con un puñado de cobres.

—No. —Dio un sorbo de vino y ladeó la cabeza para mirarme—. Te lo he dicho antes. Quiero una canción. Tengo la impresión de que ya me he perdido una, al no seguirte cuando te… apartaron de nuestra compañía. Aunque espero que me cuentes con todo lujo de detalles qué hiciste para sobrevivir. —Se inclinó hacia delante, bajando la potencia de su voz entrenada a un susurro confidencial—. No te imaginas la emoción que sentí al enterarme de que habían encontrado muertos a esos seis guardias. Pensaba que me había equivocado contigo, sabes. En serio creía que habían arrestado al pobre Tom el pastor como chivo expiatorio. El hijo de Hidalgo, me decía, no se rendiría tan fácilmente. Así que dejé que te alejaras y no te seguí. Pero cuando oí las noticias, sentí un escalofrío que me puso el vello de punta de la cabeza a los pies. «Era él —me recriminé—. Tenías al bastardo delante de tus narices y dejaste que se lo llevaran sin mover un dedo». No te imaginas cómo me maldije por haber dudado de mi intuición. Pero luego decidí que, en fin, si sobrevivías vendrías aquí. Te diriges a las montañas, ¿no es así?

Me limité a quedarme mirándola, con una frialdad que habría hecho salir corriendo a cualquier caballerizo de Torre del Alce y habría borrado la sonrisa de la cara de cualquier guardia de Gama. Pero Estornino era una juglaresa. Los compositores de canciones no se dejan amilanar fácilmente. Siguió comiendo, esperando mi respuesta.

—¿Por qué querría ir a las montañas? —pregunté en voz baja.

Tragó, bebió un sorbo de vino y sonrió.

—No sé por qué. ¿Para conseguir la ayuda de Kettricken, tal vez? Sea cual sea el motivo, sospecho que hay una canción detrás, ¿no te parece?

Hacía un año, su encanto y su sonrisa podrían haberme conquistado. Hacía un año habría querido creer a esa mujer tan simpática, habría querido que fuese mi amiga. Ahora sólo conseguía aburrirme. Era un estorbo, un contacto que evitar. No contesté a su pregunta. Solamente dije:

—Es una época estúpida para pensar en viajar a las montañas. Los vientos se oponen al viaje; las barcazas no zarpan hasta la primavera; y el rey Regio ha prohibido el viaje y el comercio entre los Seis Ducados y las montañas. Nadie va a las montañas.

Asintió con la cabeza.

—Tengo entendido que los guardias del rey requisaron dos barcazas con sus tripulaciones hace una semana, y les obligaron a intentar el viaje. Los cadáveres de al menos una embarcación terminaron en la orilla. Hombres y caballos. Nadie sabe si los demás soldados consiguieron llegar a su destino. Pero… —sonrió con satisfacción y se arrimó a mí al tiempo que bajaba la voz—… sé de alguien que tiene intención de partir con rumbo a las montañas.

—¿Quién?

Me hizo esperar un momento.

—Contrabandistas.

Pronunció la palabra muy suavemente.

—¿Contrabandistas? —pregunté con recelo.

Tenía sentido. Cuanto más estrictas fueran las restricciones, mayores los beneficios para quienes lograran burlarlas. Siempre habría hombres dispuestos a arriesgar la vida con tal de sacar algo a cambio.

—Sí. Pero ése no es el motivo por el que te buscaba. Traspié, habrás oído que el rey Regio ha venido al Lago Azul. Pero todo es mentira, es una trampa para apresarte. No debes ir allí.

—Ya lo sabía —le dije tranquilamente.

—¿Cómo? —quiso saber.

Lo dijo en voz baja, pero me di cuenta de cómo la contrariaba el que yo lo supiera sin necesidad de que ella me lo contara.

—A lo mejor me lo dijo un pajarito —repuse con altanería—. Ya sabes, los mañosos hablamos la lengua de los animales.

—¿De verdad? —preguntó, crédula como una chiquilla.

Enarqué una ceja.

—Lo que me interesa saber es cómo te has enterado tu.

—Nos buscaron para interrogarnos. A todos los de la caravana de Madge que encontraron.

—¿Y?

—¡Y vaya mentiras que les contamos! Según Creece, por el camino se perdieron varias ovejas, desaparecidas en plena noche sin hacer ningún ruido. Y cuando Tassin relató la noche en que intentaste violarla, dijo que fue entonces cuando se fijó en que tenías las uñas negras como las garras de un lobo, y que tus ojos brillaban en la oscuridad.

—¡Yo no intenté violarla! —exclamé, antes de tranquilizarme cuando el camarero se volvió hacia nosotros con expresión inquisitiva.

Estornino se retrepó en su silla.

—Pero ella lo contó con tal convencimiento que incluso se le empañaron los ojos de lágrimas. Enseñó al brujo de la Habilidad la marca que le dejaste en la mejilla al arañarla, y dijo que no habría conseguido escapar de ti si no llega a ser gracias al matalobos que casualmente crecía por allí cerca.

—Me parece que deberías seguir a Tassin si es una canción lo que buscas —mascullé disgustado.

—Oh, pero la historia que conté yo fue aún mejor —comenzó, antes de decir que no con la cabeza al criado cuando se acercó éste. Apartó de sí su plato vacío y miró a su alrededor. Empezaba a llenarse de clientes—. Tengo una habitación arriba —me invitó—. Allí podremos hablar más a gusto.

Esta segunda cena me había llenado por fin el estómago. Y tenía calor. Debería haber desconfiado, pero la comida y la calidez me producían somnolencia. Intenté poner en orden mis pensamientos. Quienesquiera que fuesen estos contrabandistas, ofrecían la esperanza de llegar a las montañas. La única esperanza que tenía por fin tras tanto tiempo. Asentí. Estornino se levantó y la seguí con mi cesto.

El cuarto del piso de arriba era cálido y acogedor. Había un colchón de plumas cubierto de mantas de lana que olían a limpio. Un jarrón de cerámica y una palangana descansaban en un pequeño pedestal junto a la cama. Estornino encendió varias velas para expulsar las sombras a las esquinas. Luego me indicó que pasara. Mientras ella corría el cerrojo de la puerta, yo me senté en la silla. Curioso, cómo una habitación humilde pero limpia me podía parecer ahora tan lujosa. Estornino se sentó en la cama.

—Pensaba que habías dicho que no tenías más dinero que yo —comenté.

—Entonces no. Pero desde que llegué al Lago Azul he estado muy solicitada. Todavía más desde que aparecieron los cadáveres de los guardias.

—¿Y eso? —pregunté con frialdad.

—Soy rapsoda —repuso—. Y estaba allí cuando apresaron al bastardo Mañoso. ¿Crees que no puedo cantar esa historia lo bastante bien para ganarme un par de monedas?

—Ah. Entiendo. —Pensé en lo que me había dicho antes y pregunté—: Bueno, ¿tengo ojos rojos y colmillos en tu relato?

Soltó un bufido de desdén.

—Claro que no. No sé a qué poetastro desarrapado se le ocurriría eso. —Sonrió casi para sí—. Aunque admito que he adornado un poco la historia. Según mi relato, el bastardo de Hidalgo era de constitución fuerte y peleaba como un alce, un joven lleno de vigor, a pesar de que lucía aún en el brazo derecho las feroces marcas de la espada del rey Regio. Y sobre su ojo izquierdo, tenía un mechón de pelo blanco tan ancho como la palma de la mano de una persona. Hicieron falta tres guardias sólo para sujetarlo, y no dejó de pelear, ni siquiera cuando el capitán le golpeó tan fuerte que le saltó los dientes de la boca. —Hizo una pausa y esperó. Al ver que yo no decía nada, carraspeó—. Deberías darme las gracias por ayudarte a que la gente no te reconozca tan fácilmente por la calle.

—Gracias. Supongo. ¿Cómo reaccionaron Creece y Tassin ante eso?

—Se pasaron el rato asintiendo. Mi historia contribuía a dar credibilidad a la suya, ya sabes.

—Ya. Pero todavía no me has contado cómo sabías que me habían tendido una trampa.

—Nos ofrecieron dinero por ti. Por si alguno de nosotros había tenido noticias tuyas. Creece preguntó cuánto. Nos habían llevado al mismo salón del rey para interrogarnos. Para hacernos sentir más importantes, supongo. Nos dijeron que el rey se sentía indispuesto tras el largo viaje y que estaba descansando en la habitación contigua. Mientras estábamos allí salió un criado con la capa del rey y sus botas, para limpiarlas de barro. —Estornino esbozó una sonrisita—. Las botas eran inmensas.

—¿Y tú sabes qué talla calza el rey?

Sabía que ella tenía razón. Regio tenía las manos y los pies pequeños, y estaba más orgulloso de ellos que cualquier dama de la corte.

—Nunca he estado en palacio. Pero algunos de los de más alta cuna de nuestro castillo habían visitado Torre del Alce en alguna ocasión. Hablaban mucho del más pequeño de los príncipes, tan guapo, de sus educados modales y sus rizos negros. Y de sus delicados piecitos, y de lo bien que bailaba con ellos. —Meneó la cabeza—. Sabía que el rey Regio no estaba en esa habitación. Deducir lo demás era fácil. Habían venido al Lago Azul nada más conocerse el asesinato de los guardias. Habían venido a por ti.

—Es posible —admití. Empezaba a forjarme una buena opinión del ingenio de Estornino—. Cuéntame algo más de los contrabandistas. ¿Cómo oíste hablar de ellos?

Sacudió la cabeza, sonriendo.

—Si llegas a un acuerdo con ellos, será a través de mí. Y yo formaré parte del mismo.

—¿Cómo piensan llegar a las montañas? —pregunté.

Me miró.

—Si fueses un contrabandista, ¿le dirías a cualquiera cuál es tu ruta? —Se encogió de hombros—. Según algunos rumores, los contrabandistas conocen la manera de cruzar el lago. Una antigua manera. Sé que antes había una ruta comercial que remontaba el río y luego lo cruzaba. Dejó de utilizarse cuando el río se volvió impredecible. Desde los incendios de hace unos años, las inundaciones anuales alteran el curso del río. Por eso los mercaderes confían más en las embarcaciones que en un puente que lo mismo puede estar intacto que no. —Hizo una pausa para mordisquearse brevemente la uña del pulgar—. Creo que antes había un puente río arriba, pero después de que las inundaciones se lo llevaran por cuarto año consecutivo, nadie tuvo el ánimo de repararlo. Me han contado que en verano hay un trasbordador de poleas, y que en invierno solían cruzar el río caminando sobre el hielo. Los años en que se congela el río. Lo que yo pienso es que, cuando el comercio se interrumpe en un sitio, empieza en otro. Habrá alguna forma de cruzar.

Fruncí el ceño.

—No. Tiene que haber otra manera de llegar a las montañas.

Estornino pareció ofenderse ligeramente al ver que dudaba de ella.

—Pregunta por ahí, si lo prefieres. Seguro que te diviertes codeándote con los guardias reales que recorren todo el puerto. Pero la mayoría te dirá que esperes a la primavera. Unos pocos te dirán que no salgas de aquí si quieres llegar allí en invierno. Podrías ir al sur, rodeando todo el Lago Azul. Desde allí hay varias rutas comerciales a las montañas, incluso en invierno.

—Cuando llegara allí sería primavera. Llegaría a las montañas a la vez que si me quedara esperando aquí.

—Eso también me lo han dicho —convino Estornino con engreimiento.

Me incliné hacia delante y apoyé la cabeza en las manos. Ven conmigo.

—¿Es que no hay ninguna manera sencilla de cruzar ese dichoso lago?

—No. Si hubiese una manera sencilla de cruzarlo, no habría tantos guardias infestando los muelles.

Parecía que no me quedaba otra elección.

—¿Dónde puedo encontrar a esos contrabandistas?

Estornino esbozó una amplia sonrisa.

—Mañana te llevaré con ellos —me prometió. Se levantó y se desperezó—. Pero esta noche debo presentarme en el Alfiler Dorado. Todavía no he cantado allí, pero ayer me invitaron. Tengo entendido que sus clientes saben ser generosos con los juglares ambulantes.

Se detuvo para recoger su arpa bien envuelta. Me incorporé mientras cogía su capa, mojada todavía.

—Yo también tengo que irme —dije educadamente.

—¿Por qué no duermes aquí? —me ofreció—. Menos oportunidades de que te reconozcan y menos chinches en la cama. —Una sonrisa asomó a la comisura de sus labios al ver mi expresión dubitativa—. Si quisiera entregarte a la guardia real, podría haberlo hecho ya. Con lo solo que estás, Traspié Hidalgo, lo mejor será que decidas confiar en alguien.

Cuando me llamó por mi nombre, fue como si algo se retorciera en mi interior. Y aun así:

—¿Por qué? —pregunté en voz baja—. ¿Por qué me ayudas? Y no me digas que con la esperanza de encontrar inspiración para una posible canción.

—Eso demuestra lo poco que conoces a los juglares —dijo—. Para nosotros no hay nada más tentador que eso. Pero supongo que hay algo más. No. Sé que hay algo más. —Me miró de repente a los ojos, sin pestañear—. Tenía un hermano pequeño. Córvido. Era un guardia destacado en la Torre de la Isla de los Antílopes. Te vio combatir el día que llegaron los corsarios. —Soltó una risita—. A decir verdad, le pasaste por encima. Hundiste tu hacha en el hombre que acababa de derribarlo. Y te adentraste en la refriega sin echarle un vistazo siquiera. —Me observó de soslayo—. Por eso mi versión de «El asedio de la Torre de los Antílopes» es ligeramente distinta de la que cantan los demás bardos. Él me habló de aquel día, y canto sobre ti como él te vio. Como un héroe. Le salvaste la vida.

Apartó la mirada de golpe.

—Momentáneamente, al menos. Murió más tarde, luchando por Gama. Pero durante algún tiempo, vivió gracias a tu hacha. —Se interrumpió y se echó la capa sobre los hombros—. Quédate aquí —me dijo—. Descansa. Volveré tarde. Puedes quedarte con la cama hasta entonces, si lo deseas.

Salió sin esperar una respuesta. Permanecí un momento contemplando la puerta cerrada. Era como si me hubiera quitado una espina que tenía clavada en mi interior, como si me hubiera librado del veneno que impedía que se curara mi herida. Era una sensación muy extraña. Procura dormir, me dije. Lo cierto era que me sentía capaz de hacerlo.