12

Sospechas

El empleo de la Habilidad genera adicción. Todos los estudiantes de este tipo de magia reciben la misma advertencia desde el comienzo de sus lecciones. Su poder ejerce una fascinación que seduce a su usuario, tentándolo a servirse de ella cada vez más a menudo. Conforme aumentan la pericia y el poder del usuario, aumenta también la tentación de la Habilidad. La fascinación por la Habilidad eclipsa cualquier otro interés y relación. Mas es una atracción difícil de describir a cualquiera que no haya experimentado la Habilidad en persona. Una bandada de faisanes que levanta el vuelo en una fría mañana de otoño, o capturar el ímpetu del viento a la perfección en las velas de una embarcación, o la primera cucharada de caldo sabroso y caliente tras un día frío sin probar bocado; todas éstas son sensaciones que duran sólo un momento. La Habilidad mantiene esa sensación, mientras le queden fuerzas al usuario.

Era muy tarde cuando regresaron los demás a nuestro campamento. Maese Damon estaba borracho y se apoyaba amigablemente en Creece, que se veía irritable y apestaba a humo y alcohol. Arrastraron sus mantas hasta la carreta y se enrollaron en ellas. Nadie se ofreció a relevarme en mi guardia. Suspiré, dudando que lograra pegar ojo hasta la noche siguiente.

El amanecer llegó tan temprano como siempre, y la directora de la caravana se mostró inflexible al insistir en que nos levantáramos y nos preparáramos para reemprender el viaje. Supongo que era lo más acertado. Si les hubiese dejado dormir cuanto quisieran, los más madrugadores habrían vuelto a la ciudad y ella tendría que pasarse el día buscándolos. Pero así comenzó una mañana horrorosa. Parecía que sólo los carreteros y la juglaresa Estornino habían sabido cuándo parar de beber. Preparamos juntos el desayuno y compartimos las gachas de avena mientras los demás comparaban jaquecas y lamentos.

Me había fijado en que el beber en compañía, sobre todo en exceso, crea un lazo entre las personas. De modo que cuando mi señor decidió que le dolía demasiado la cabeza para conducir el carro, delegó esa tarea en Creece. Damon dormía en el vehículo mientras éste avanzaba renqueante, con Creece adormilado en el pescante mientras el poni seguía a los demás carromatos. Habían amarrado el cabestro a la cola del carro y el resto del rebaño lo seguía. Más o menos. En mí recayó la tarea de trotar tras la nube de polvo, manteniendo a los animales tan apiñados como me fuese posible. El cielo lucía azul pero el día seguía siendo frío, con fuertes vientos que arremolinaban y alborotaban el polvo que levantábamos. Había pasado la noche en vela, y no tardó en empezar a dolerme la cabeza.

Madge ordenó un breve descanso al mediodía. La mayoría de los integrantes de la caravana se habían repuesto lo suficiente para tener ganas de llenar el estómago. Bebí agua de los barriles que transportaba Madge en su carromato, humedecí mi pañuelo y me quité parte del polvo de la cara. Intentaba desincrustar la suciedad acumulada alrededor de mis ojos cuando vino Estornino a mi lado. Me aparté, pensando que buscaba el agua. En vez de eso, habló con voz queda.

—Yo que tú me dejaría el pañuelo puesto.

Escurrí el agua y volví a cubrirme la cabeza.

—Eso hago. Pero no impide que se me cuele el polvo en los ojos.

Estornino me miró con ecuanimidad.

—Deberías preocuparte menos por tus ojos y más por ese mechón de canas. Deberías teñírtelo de negro con grasa y cenizas, esta noche, si ves que tienes un momento a solas. Así llamará menos la atención.

Le lancé una mirada interrogativa, procurando no mostrar ninguna emoción.

Me sonrió sin despegar los labios.

—Los guardias del rey Regio habían pasado por la ciudad pocos días antes que nosotros. Dijeron a todo el mundo que el rey creía que el Hombre Picado podía estar atravesando Lumbrales. Y tú con él. —Hizo una pausa, esperando que yo dijese algo. Cuando me limité a quedarme mirándola, su sonrisa se ensanchó—. Aunque puede que se trate de otro hombre con la nariz rota, una cicatriz en la cara, un mechón de pelo blanco y… —Me señaló el brazo con un gesto—… un tajo de espada reciente en el antebrazo.

Recuperé la voz y una porción de mi ingenio. Me arremangué y levanté el brazo para que pudiera inspeccionarlo.

—¿Un tajo de espada? Pero si es un rasguño que me hice en una taberna, con la cabeza de un clavo que sobresalía de la puerta. Cuando salía, más bien a regañadientes. Míralo. Además, ya casi se ha curado.

Se agachó y observó mi brazo obedientemente.

—Oh. Ya veo. Vaya. Me habré confundido. En cualquier caso —y volvió a mirarme a los ojos— yo me dejaría el pañuelo puesto de todos modos. Para que no se confunda nadie más. —Hizo una pausa y ladeó la cabeza—. Soy rapsoda, sabes. Prefiero presenciar una buena historia a protagonizarla. O alterarla. Pero dudo que los demás integrantes de la caravana opinen lo mismo.

Permanecí en silencio mientras se alejaba silbando. Bebí de nuevo, con cuidado de no excederme, y volví con mis ovejas.

Creece estuvo en pie y dispuesto a ayudarme, más o menos, durante el resto de la tarde. Aun así, la jornada se me antojó más larga y agotadora de lo normal. No podía ser por culpa de la complejidad de mi tarea. El problema, decidí, era que había empezado a pensar de nuevo. Dejaba que me abatiera mi desesperación por Molly y nuestra hija. Había bajado la guardia de nuevo, no me había sentido lo bastante asustado por mi propio bien. Ahora se me ocurría que si la Guardia de Regio llegaba a encontrarme, me matarían. Entonces jamás vería a Molly ni a nuestra hija. De alguna forma eso parecía peor que la amenaza de perder la vida.

Durante la cena esa noche me senté más apartado del fuego de lo normal, aunque eso implicara tener que arrebujarme en mi manta para protegerme del frío. Mi silencio era considerado normal. Los demás charlaban, mucho más de lo acostumbrado, sobre la noche pasada en la ciudad. Deduje que la cerveza era buena, el vino malo, y que el bardo local no había visto con buenos ojos que Estornino actuara para su embelesado público. Los miembros de nuestra caravana parecían tomarse como una victoria personal el hecho de que las canciones de Estornino hubieran sido bien acogidas por los aldeanos.

—Cantaste muy bien, aunque sólo te supieras esas baladas de Gama —concedió Creece en un derroche de magnanimidad.

Estornino contestó al dudoso elogio con un asentimiento de cabeza.

Como hacía cada noche, Estornino desenvolvió su arpa al terminar la cena. Maese Dell había dado a su compañía una extraordinaria noche libre sin ensayos, de lo que deduje que estaba satisfecho con la actuación de todos sus actores salvo Tassin. Ésta ni siquiera me había mirado de reojo en toda la noche. Había preferido sentarse al lado de uno de los carreteros y recibía con una sonrisa cada una de sus palabras. Me fijé en que su herida era poco más que un rasguño en la cara rodeado de un moretón. Sanaría bien.

Creece se fue para montar guardia junto al rebaño de ovejas y yo estiré mi capa fuera del círculo de luz de la fogata, con la intención de quedarme dormido de inmediato. Esperaba que los demás se acostaran pronto también. El murmullo de su conversación era relajante, al igual que el lánguido rasgueo de las cuerdas del arpa de Estornino. Gradualmente el rasgueo cobró forma de rítmico pulsar y su voz se elevó en forma de canción.

Yo flotaba al borde del sueño cuando las palabras «Torre de la Isla de los Antílopes» me despertaron de golpe. Abrí los ojos de repente al comprender que estaba recitando la batalla librada allí el verano pasado, la primera escaramuza real del Rurisk con los Corsarios de la Vela Roja. Recordaba al mismo tiempo mucho y muy poco de aquella batalla. Como había observado Veraz en más de una ocasión, pese a todo el entrenamiento marcial de Capacho, tendía a la marrullería en cualquier tipo de pelea. Por eso había llevado un hacha a esa batalla y la había blandido con una ferocidad de la que nunca me hubiera creído capaz. A la postre, se dijo que yo había matado al líder de la partida de asalto que habíamos acorralado. Nunca supe si eso era cierto o no.

En la canción de Estornino, sin duda lo era. Casi se me paró el corazón cuando la oí cantar «El hijo de Hidalgo, el de ojos de fuego, el que no lleva su nombre pero sí la misma sangre en su fuero». La canción continuaba con una improbable decena de extraordinarios golpes que había lanzado y guerreros que había abatido. Resultaba extrañamente humillante escuchar esas proezas cantadas como si fuesen nobles y casi legendarias. Sabía que había muchos guerreros que soñaban con que se compusieran canciones con sus hazañas. La experiencia me parecía embarazosa. No recordaba que el sol hubiera arrancado destellos de fuego de la cabeza de mi hacha, ni que hubiera combatido tan valientemente como el alce de mi insignia. En cambio sí recordaba el penetrante olor de la sangre y haber pisado las entrañas de un hombre, un hombre que todavía se retorcía y gemía. Aquella noche, ni toda la cerveza de Torre del Alce fue suficiente para procurarme un ápice de paz.

Al concluir por fin la canción, uno de los carreteros soltó un bufido.

—Vaya, así que ésa es la que no te atreviste a entonar anoche en la taberna, ¿eh, Estornino?

La juglaresa soltó una risa despreciativa.

—No sé por qué me daba que no causaría furor. Las canciones sobre el bastardo de Hidalgo no me habrían procurado ni un solo penique en ese sitio.

—Es una canción muy rara —observó Dell—. El rey ofrece oro por su cabeza, y la guardia va diciendo por ahí que, cuidado, el bastardo tiene la Maña y se valió de ella para burlar a la muerte. Pero tu canción hace que parezca una especie de héroe.

—Bueno, es una canción de Gama, y allí tenían una buena opinión de él, al menos antes —explicó Estornino.

—Pero ahora no, apostaría lo que fuera. Aunque cualquiera tendría buena opinión de la persona cuya cabeza podría procurarle cien piezas de oro si se la entregara a la Guardia del Rey —comentó uno de los carreteros.

—Tienes razón —convino enseguida Estornino—. Aunque todavía quedan personas en Gama que podrían decirte que la historia del bastardo no está completa, y que no todo en él es tan negro como lo pintan.

—Sigo sin comprenderlo. Pensaba que lo ejecutaron por asesinar al rey Artimañas por medio de la Maña —protestó Madge.

—Eso dicen algunos —repuso Estornino—. Lo cierto es que pereció en su celda antes de que pudieran ejecutarlo, y que fue enterrado en vez de quemado. Y también cuenta la historia —aquí la voz de Estornino se redujo a un susurro— que al llegar la primavera, ni una sola brizna de hierba reverdeció en su tumba. Y que una sabia anciana, al enterarse de esto, supo que eso quería decir que su Maña latía aún en sus huesos y podría ser reclamada por cualquiera lo bastante osado como para arrancarle un diente de la boca. De modo que la anciana partió una noche de luna llena, acompañada de un criado con una pala. Le ordenó excavar en la sepultura, pero el hombre no había retirado una sola palada de tierra cuando encontró las astillas del ataúd del bastardo.

Estornino hizo una pausa dramática. Lo único que se escuchaba era el crepitar de las llamas.

—El féretro estaba vacío, desde luego. Y quienes lo vieron dijeron que el ataúd se había roto desde dentro, no desde el exterior. Y un hombre me contó que en el borde astillado de la tapa de la caja había bastos pelos grises procedentes del abrigo de un lobo.

El silencio se prolongó durante otro instante. Entonces:

—¿No será verdad? —preguntó Madge a Estornino.

Los dedos de la juglaresa acariciaron las cuerdas de su arpa.

—Eso he oído contar en Gama. Pero también he oído decir a lady Paciencia, la dama que lo enterró, que eso son paparruchas, que su cadáver estaba frío y tieso cuando ella lo lavó y le puso la mortaja. Y en cuanto al Hombre Picado, que tanto teme el rey Regio, declaró que no es más que un antiguo consejero del rey Artimañas, un viejo recluso con la cara surcada de hoyos que ha abandonado su ermita para mantener con vida la creencia de que Veraz vive todavía y alentar así a quienes deben seguir enfrentándose a las Velas Rojas. En fin, supongo que se puede creer en la versión que uno prefiera.

Melodía, una de las titiriteras, fingió un escalofrío.

—Brrr. Vaya. Cántanos algo alegre esta vez, antes de que nos vayamos a dormir. No me apetece escuchar otra de tus historias de fantasmas antes de meterme debajo de la manta esta noche.

De modo que Estornino interpretó gustosamente una canción de amor, una antigua balada de estribillo ondulante a la que se unieron las voces de Madge y Melodía. Me quedé tendido en la oscuridad, pensando en todo lo que había escuchado. Era incómodamente consciente de que Estornino había sacado el tema a la luz con la intención de que yo lo oyera. Me pregunté si pensaba que estaba haciéndome un favor, o si únicamente quería ver si alguno de los demás albergaba sospechas sobre mí. Cien monedas de oro por mi cabeza. Eso era suficiente para despertar la codicia de un duque, por no hablar de un bardo itinerante. Pese a mi cansancio, tardé mucho tiempo en conciliar el sueño esa noche.

La marcha al día siguiente fue casi reconfortante en su monotonía. Caminaba detrás de mis ovejas y procuraba no pensar. No me resultaba tan sencillo como antes. Era como si cada vez que libraba mi mente de preocupaciones escuchara el Ven conmigo de Veraz resonando en mi cabeza. Cuando acampamos esa noche fue al margen de un gigantesco cráter con agua en el centro. La conversación en torno a la fogata era poco entusiasta. Creo que todos estábamos algo más que aburridos de nuestro cansino caminar y ansiábamos divisar las orillas del Lago Azul. Yo sólo quería dormir, pero antes debía encargarme de atender al rebaño.

Ascendí un poco por la pendiente hasta encontrar un lugar donde sentarme y echar un vistazo a los lanudos animales a mi cargo. La gran hondonada del cráter acogía a nuestra caravana entera, con la pequeña fogata encendida cerca del agua rutilando como una estrella en el fondo de un pozo. El viento que soplaba nos eludía, aislándonos en una completa quietud. Resultaba casi idílico.

Tassin probablemente pensaba que estaba siendo sigilosa. La vi subir en silencio, con la capa cerrada en torno a su cabello y su rostro. Dio un amplio rodeo como si quisiera esquivarme. No la seguí con la mirada, sino que la escuché mientras ascendía por la pendiente para acercarse a mí por la espalda. Percibí incluso su perfume en el aire inmóvil y sentí una expectación involuntaria. Me pregunté si tendría la fuerza de voluntad necesaria para rechazarla por segunda vez. Quizá fuese un error, pero todo mi cuerpo estaba a favor de rendirme a ella. Cuando consideré que debía de encontrarse a una decena de pasos de distancia, me volví para mirarla. Se sobresaltó.

—Tassin —la saludé en voz baja, antes de girarme para seguir vigilando a mis ovejas.

Al cabo, siguió descendiendo hasta detenerse a escasos pasos de mí. Me di la vuelta ligeramente y la observé sin decir nada. Se quitó la capucha del rostro y me devolvió la mirada, con desafío en sus ojos y su postura.

—Eres tú, ¿verdad? —inquirió sin aliento.

En su voz había un tenue dejo de temor.

No era lo que esperaba que dijera. No fue necesario que fingiera sorpresa.

—¿Yo? Soy Tom el pastor, si te refieres a eso.

—No, eres tú, el bastardo Mañoso que busca la Guardia del Rey. Drew, el carretero, me ha contado lo que decían en la ciudad, después de que Estornino relatara anoche su historia.

—¿Drew te ha dicho que soy un bastardo Mañoso?

Formulé la pregunta con desconcierto, como si me sorprendiera su atropellada acusación. Un frío espantoso comenzaba a adueñarse de mi interior.

—No. —Una traza de rabia se mezcló con su miedo—. Drew me ha contado lo que decían de él los guardias del rey. Que tiene la nariz rota, una cicatriz en la mejilla y un mechón de pelo blanco. Esa noche vi tu cabello. Tienes un mechón de canas.

—Cualquiera que haya recibido un golpe en la cabeza puede tener un mechón de pelo blanco. Es una antigua cicatriz. —Ladeé la cabeza y escudriñé su rostro—. Parece que se te está curando bien la cara.

—Eres tú, ¿verdad?

Parecía enfadada por mi intento de cambiar de tema.

—Claro que no. Mira. Tiene un corte de espada en el brazo, ¿no? Mira esto.

Me descubrí el brazo derecho para que lo inspeccionara. El tajo que me había infligido yo mismo estaba en el dorso de mi antebrazo izquierdo. Esperaba que supiera que cualquier corte que hubiese recibido defendiéndome estuviera en mi brazo armado.

Apenas si se fijó en mi brazo.

—¿Tienes dinero? —me preguntó de repente.

—Si tuviera dinero, ¿por qué me habría quedado solo en el campamento mientras los demás ibais a la ciudad? Además, ¿a ti qué te importa?

—Nada. Pero a ti debería importarte. Podrías utilizarlo para comprar mi silencio. De lo contrario, podría contarle mis sospechas a Madge. O a los carreteros.

Levantó la barbilla, desafiante.

—Entonces podrán echar un vistazo a mi brazo, lo mismo que tú —dije con fastidio. Le di la espalda para fijarme de nuevo en mi rebaño—. Te comportas como una niña tonta, Tassin, dejando que tu imaginación se dispare con las historias de fantasmas de Estornino. Vuelve a acostarte.

Intentaba sonar enfadado con ella.

—Tienes un rasguño en el otro brazo. Lo he visto. Podrían pensar que se trata de una herida de espada.

—Sí, los mismos que podrían pensar que tú eres inteligente —dije con sorna.

—No te burles de mí —me advirtió con la voz cargada de mezquindad—. No toleraré que te burles de mí.

—Pues deja de decir tonterías. Además, ¿qué mosca te ha picado? ¿Intentas vengarte de algo? ¿Estás enfadada porque no quise acostarme contigo? Ya te dije que no es culpa tuya. Eres muy guapa, y seguro que a cualquiera le gustaría tocarte. Pero a mí no.

De repente escupió en el suelo a mi lado.

—Como si te hubiera dejado. Me estaba divirtiendo, pastor. Sólo eso. —Produjo un ruidito gutural—. Hombres. ¿Cómo puedes mirarte y pensar que alguien te querría por lo que eres? Apestas a oveja, eres un alfeñique y por la pinta de tu cara parece que has perdido todas las peleas en que te has metido. —Giró sobre sus talones, antes de recordar de improviso qué la había traído hasta allí—. No voy a decírselo a nadie. Todavía. Pero cuando lleguemos al Lago Azul, tu señor tendrá que darte algún dinero. Procura entregármelo, o haré que se te eche encima la ciudad entera.

Suspiré.

—Estoy seguro de que harás lo que se te antoje. Arma todo el alboroto que quieras. Cuando no pase nada y la gente se ría de ti, seguro que Dell encuentra más motivos para azotarte.

Me dio la espalda y bajó la pendiente a largas zancadas. Pisó mal por culpa de la poca luz y a punto estuvo de caerse de bruces. Pero recuperó el equilibrio y me fulminó con la mirada, como si me retara a reírme. No me apetecía. Pese a la altanería que había mostrado con ella, tenía el estómago en la garganta. Cien monedas de oro. Por ese dinero, bastaría un simple rumor para iniciar una revuelta. Cuando estuviera muerto, probablemente decidirían que se habían confundido de hombre.

Me pregunté si podría cruzar en solitario el resto de las llanuras de Lumbrales. Podía irme en cuanto Creece me relevara en la guardia. Me acercaría a la carreta, recogería mis cosas sin hacer ruido y. Me perdería en la noche. Además, ¿cuánto podía faltar hasta el Lago Azul? En eso pensaba cuando vi otra figura que se separaba del campamento y ascendía la pendiente hacia mí.

Estornino subió sin hacer ruido, pero no a hurtadillas. Levantó una mano para saludarme antes de sentarse amigablemente a mi lado.

—Espero que no le hayas dado dinero —dijo con afabilidad.

—Hum —rezongué, dejando que lo interpretase como quisiera.

—Porque eres al menos el tercer hombre que supuestamente la ha dejado embarazada en este viaje. Tu señor tuvo el honor de ser el primer acusado. El hijo de Madge fue el segundo. Eso creo, al menos. No sé cuántos padres más habrá seleccionado para su posible retoño.

—No me he acostado con ella, así que difícilmente podría acusarme de eso —dije a la defensiva.

—¿Oh? Pues debes de ser el único hombre de la caravana que no lo ha hecho.

Eso me sobresaltó un poco. Pensé en ello y me pregunté si llegaría alguna vez a algún sitio donde pudiera dejar de descubrir lo estúpido que podía llegar a ser.

—Entonces, ¿crees que está embarazada y que busca a un hombre que pueda comprar su libertad?

Estornino resopló.

—Dudo que esté embarazada en absoluto. No pide que se casen con ella, sólo quiere el dinero para comprar las hierbas con que librarse del bebé. Me parece que el muchacho de Madge le ha dado algo. No. Creo que no busca un marido, sólo el dinero. De modo que busca la ocasión de hacerse la desconsolada, y luego reclama dinero a los hombres que la consolaron. —Cambió de postura y tiró una piedra lejos de sí—. En fin. Si no la has dejado embarazada, ¿qué le has hecho?

—Ya te lo he dicho. Nada.

—Ah. Eso explica que hable tan mal de ti. Pero sólo desde hace un día o así, por lo que supongo que no le hiciste «nada» la noche que los demás pasamos en la ciudad.

—Estornino —le advertí, y levantó una mano conciliadora.

—No diré ni una palabra sobre lo que no le hiciste. Ni una palabra más. De todos modos, no he subido para hablar de eso.

Hizo una pausa y, cuando me negué a formular la pregunta, la hizo ella.

—¿Qué planes tienes para cuando lleguemos al Lago Azul?

La miré de reojo.

—Cobrar. Tomar una cerveza y un plato decente, darme un baño caliente y dormir en una cama limpia al menos una noche. ¿Por qué? ¿Cuáles son tus planes?

—Pensaba dirigirme a las montañas.

Me observó de soslayo.

—¿Y buscar allí inspiración para tus canciones?

Intenté aparentar indiferencia.

—Es más probable encontrar la inspiración pegada a un hombre que ligada a un lugar —sugirió—. Pensaba que quizá tú también quisieras ir a las montañas. Podríamos viajar juntos.

—Sigues empeñada en pensar que soy ese bastardo —la acusé con aspereza.

Sonrió.

—El bastardo. El Mañoso. Sí.

—Te equivocas —espeté—. Y aunque tuvieras razón, ¿por qué querrías seguirlo hasta las montañas? Yo aprovecharía la ocasión para conseguir una mayor recompensa y lo denunciaría a la Guardia del Rey. Con cien piezas de oro, ¿quién necesita componer canciones?

Estornino hizo una mueca de repugnancia.

—Tú tienes más experiencia que yo con la Guardia del Rey, estoy segura. Pero incluso yo sé que cualquier juglaresa que intentara cobrar esa recompensa probablemente aparecería flotando en el río a los pocos días. Mientras que algunos guardias se volverían ricos de la noche a la mañana. No. Ya te lo he dicho. No es oro lo que busco, bastardo. Busco una canción.

—No me llames así —le advertí bruscamente.

Se encogió de hombros y giró la cabeza. Transcurrido un momento se revolvió como si la hubiera pellizcado y se volvió hacia mí sonriendo de oreja a oreja.

—Ah. Me parece que ya lo entiendo. Eso era lo que quería Tassin, ¿a que sí? Te ha pedido dinero para mantener la boca cerrada.

No respondí.

—Has hecho bien al negarte. Si cedieras a su chantaje pensaría que tiene razón. Si realmente creyera que eres el bastardo, guardaría el secreto para contárselo a la Guardia del Rey. Porque no tiene experiencia con ellos y pensaría que podría quedarse con el oro. —Estornino se puso de pie y se desperezó lánguidamente—. En fin. Me vuelvo a la cama ahora que puedo. Pero piensa en mi oferta. Dudo que encuentres otra mejor.

Hizo un remolino teatral con su capa y se inclinó ante mí como si yo fuese el rey. La vi alejarse pendiente abajo, pisando con la seguridad de una cabra pese a la escasa luz. Por un instante me recordó a Molly.

Pensé en la posibilidad de abandonar el campamento y llegar al Lago Azul por mi cuenta. Decidí que si lo hacía, sólo conseguiría que Tassin y Estornino estuvieran seguras de haber dado en el clavo. Estornino podría intentar seguirme y encontrarme. Tassin intentaría encontrar la manera de hacerse con la recompensa. No me gustaba ninguna de las dos posibilidades. Lo mejor sería olvidarlo todo y seguir siendo Tom el pastor.

Volví el rostro hacia el firmamento nocturno, que se arqueaba raso y frío sobre mi cabeza. Últimamente la helada caía con más fuerza. Cuando llegara a las montañas, el invierno sería algo más que una amenaza. Si no hubiera desperdiciado el verano haciendo de lobo, ahora estaría en las montañas. Pero ése era otro pensamiento que no conducía a nada. Esa noche las estrellas brillaban muy bajas. Tener el cielo tan cerca hacía que el mundo pareciera más pequeño. Sentí de pronto que si me abría y sondeaba en busca de Veraz, lo encontraría allí, al alcance de mi mano. La soledad se agolpó tan de repente en mi interior que pensé que iba a destrozarme. Molly y Burrich no estaban lejos, sólo tenía que cerrar los ojos. Podía ir con ellos, podía paliar el hambre de no saber por el dolor de no ser capaz de tocar. Las murallas de la Habilidad, tan firmemente cerradas en cada momento de mi vigilia desde que saliera de Puesto Vado, se me antojaban ahora asfixiantes en vez de protectoras. Escondí la cabeza entre mis rodillas levantadas y me abracé las piernas para guarecerme de la gélida vacuidad de la noche.

Transcurrido un momento, el ansia cesó. Alcé la cabeza y contemplé las mansas ovejas, la carreta y los carromatos, el campamento inerte. Un vistazo a la luna me indicó que hacía tiempo que había concluido mi guardia. A Creece no se le daba bien levantarse solo para tomar el relevo. De modo que me incorporé y bajé a separarlo de sus cálidas mantas.

Los dos días siguientes transcurrieron sin más incidencias que el descenso de las temperaturas y el levantamiento del viento. La tarde de la tercera jornada, recién levantado el campamento para pasar la noche, mientras hacía mi guardia, divisé una nube de polvo en el horizonte. Al principio no le di mucha importancia. Estábamos en una de las rutas de caravanas más transitadas y nos habíamos detenido en un abrevadero. Ya había un carromato cargado con una familia de hojalateros cuando llegamos. Supuse que quienquiera que estuviera levantando el polvo buscaría un abrevadero a su vez para pasar la noche. De modo que me quedé sentado, viendo cómo se aproximaba la polvareda conforme oscurecía. Paulatinamente el polvo cobró forma de una pulcra formación de jinetes. Cuando más se acercaban, mayor era mi certidumbre. Guardias del rey. La tenue luz no me permitía ver el oro y el pardo de los colores de Regio, pero lo sabía.

Hube de esforzarme para no levantarme de un brinco y salir corriendo. La fría lógica me decía que si estuvieran buscándome específicamente, sólo tardarían unos minutos en alcanzarme a caballo. Esa vasta llanura no me ofrecía ningún posible escondite. Y si no me buscaban, huir sólo llamaría su atención y ratificaría las sospechas de Tassin y Estornino. De modo que apreté los dientes y me quedé donde estaba, sentado con mi cayado cruzado sobre las rodillas, vigilando las ovejas. Los jinetes pasaron por delante de mí y del rebaño y se dirigieron directamente hacia el agua. Conté hasta seis de ellos mientras desfilaban ante mí. Reconocí uno de los caballos, un potro color de ante del que Burrich había dicho que algún día sería un buen corredor. Verlo me recordó demasiado vívidamente la manera en que Regio había arrebatado a Torre del Alce todo lo que de valor había en el castillo antes de abandonarlo a su suerte. Una diminuta chispa de ira se encendió en mí interior, una chispa que de alguna manera me hizo más fácil el seguir sentado y matar el rato.

Al cabo, decidí que estaban de paso igual que nosotros, y que sólo se habían detenido allí para beber y dormir esa noche. Fue entonces cuando vino Creece a buscarme, caminando pesadamente.

—Te buscan en el campamento —anunció con mal disimulada irritabilidad.

A Creece siempre le gustaba echarse a dormir nada más terminar de comer. Le pregunté qué había cambiado nuestros planes mientras ocupaba mi lugar.

—La Guardia del Rey —rezongó enfadado—. Están revolviéndolo todo, exigiendo ver a todos los miembros de nuestra caravana. También han registrado los carros.

—¿Qué buscan? —pregunté con indiferencia.

—Que me aspen si lo sé. Tampoco he querido ganarme un puñetazo preguntando. Pero tú puedes ir a averiguarlo si te apetece.

Me llevé mi cayado mientras caminaba hacia el campamento. La espada corta aún colgaba de mi cinto. Pensé en ocultarla, pero cambié de idea. Cualquiera podía llevar una espada, y si necesitaba utilizarla, no quería tener que pelear con mis pantalones.

El campamento parecía un avispero revuelto. Madge y los suyos se veían aprensivos y contrariados. Un soldado derribó de una patada una pila de botes con estrépito y luego gritó algo sobre buscar lo que le diera la gana, donde le diera la gana. El hojalatero estaba de pie junto a su carreta, de brazos cruzados. Tenía aspecto de haber dado ya con sus huesos en el suelo al menos una vez. Dos guardias retenían a su esposa y sus hijos contra la cola del carromato. Un reguero de sangre manaba de la nariz de la mujer. Parecía dispuesta a luchar. Entré en el campamento sigiloso como el humo y me situé junto a Damon como si siempre hubiera estado allí. Nadie dijo nada.

El líder de los guardias se apartó de su enfrentamiento con el hojalatero y un escalofrío me recorrió la espalda. Lo conocía. Era Perno, estimado por Regio por su habilidad con los puños. Lo había visto por última vez en la mazmorra. Era el que me había aplastado la nariz. Sentí cómo se aceleraban los latidos de mi corazón y mi pulso martilleó en mis oídos. La oscuridad se adueñó de la periferia de mi visión. Me esforcé por calmar mi respiración. Se colocó en el centro del campamento y nos dirigió una mirada desdeñosa.

—¿Está todo el mundo? —bramó más que preguntó.

Todos asentimos con la cabeza. Nos recorrió con la mirada y agaché la cabeza para esquivarla. Me obligué a no mover las manos, a no acercarlas a mi cuchillo y mi espada. Intenté que mi postura no reflejara la tensión que sentía.

—La mayor cuadrilla de vagabundos que me haya echado a la cara. —El tono de su voz ridiculizaba nuestra importancia—. ¡Directora de caravana! Llevamos cabalgando todo el día. Que tu mozo se ocupe de nuestros caballos. Queremos ver la comida preparada, y más leña para el fuego. Y agua caliente para bañarnos. —Volvió a mirarnos a todos—. No quiero líos. Los hombres que buscábamos no están aquí y eso es cuanto necesitábamos saber. Haced lo que os digamos y no habrá ningún problema. Podéis seguir ocupándoos de vuestros asuntos.

Hubo unos pocos murmullos de asentimiento, pero sus palabras fueron recibidas principalmente por el silencio. Resopló con desprecio, se volvió hacia sus jinetes y les dijo algo en voz baja. Las órdenes que les dio no parecieron sentarles bien, pero el que tenía acorralada a la mujer del hojalatero entrechocó los talones al escuchar sus palabras. Usurparon la hoguera que había encendido Madge con anterioridad, obligando a los integrantes de nuestra caravana a abandonarla. Madge habló en voz baja con sus ayudantes, enviando a dos de ellos a ocuparse de los caballos de los guardias, y a otro a buscar agua y ponerla a calentar. Ella pasó caminando pesadamente frente a nuestra carreta en dirección a la suya y los víveres.

Un frágil remedo de orden regresó al campamento. Estornino encendió una segunda fogata, más pequeña. La compañía del titiritero, la juglaresa y los carreteros se instalaron cerca de ella. La propietaria del caballo y su marido se acostaron sin llamar la atención.

—Bueno, parece que las aguas vuelven a su cauce —me comentó Damon, pero me fijé en que todavía seguía retorciéndose las manos con nerviosismo—. Yo me voy a la cama. Turnaos Creece y tú para hacer las guardias.

Me dispuse a regresar con mi rebaño. Entonces me detuve y volví la vista hacia el campamento. Los guardias eran ahora siluetas en torno a la hoguera, holgazaneando y charlando, mientras uno de ellos, algo apartado del grupo, montaba guardia. Miraba hacia la otra fogata. Seguí la dirección de sus ojos. No pude decidir si Tassin le devolvía la mirada, o si simplemente contemplaba a los demás soldados reunidos alrededor del fuego. En cualquier caso, creía saber lo que le pasaba por la cabeza.

Me desvié y volví a la parte posterior de la carreta de Madge. Ella estaba seleccionando habas y guisantes de unos sacos, midiéndolos con un cazo. La toqué suavemente el brazo y dio un respingo. —Perdona. ¿Quieres que te eche una mano?

Enarcó una ceja.

—¿Y eso?

Agaché la cabeza y escogí mi mentira cuidadosamente.

—No me ha gustado cómo miraban a la mujer del hojalatero, señora.

—Pastor, sé apañármelas entre hombres duros. De lo contrario no sería directora de caravana.

Echó sal al cazo, y luego un puñado de condimentos. Asentí y no dije nada. Era tan evidentemente cierto que no podía protestar. Pero tampoco me fui, y después de un momento me dio un cubo y me encargó que fuese a buscar agua fresca. Obedecí sin rechistar y cuando lo traje de vuelta, me quedé sujetándolo hasta que me lo quitó de las manos. La vi llenar la olla y me quedé pegado a su hombro hasta que me pidió con cierta aspereza que saliera de debajo de sus faldas. Me disculpé y retrocedí, tropezando con su cubo de agua en el retroceso. De modo que lo cogí y fui a llenarlo de agua otra vez.

Después de eso, fui y cogí una manta de la carreta de Damon, y pasé algunas horas enrollado en ella. Yacía debajo del carro pretendiendo dormir y vigilé, no a los guardias, sino a Tassin y Estornino.

Reparé en que ésta no había sacado su arpa esa noche, como si tampoco quisiera llamar la atención. De algún modo eso me tranquilizó respecto a sus intenciones. No le habría costado nada visitar la hoguera de los guardias con su arpa, congraciarse con ellos cantando algunas canciones y luego ofrecerse a delatarme. En cambio parecía tan concentrada como yo en vigilar a Tassin. Ésta se levantó una vez con algún pretexto. No oí lo que le dijo Estornino en voz baja, pero Tassin la fulminó con la mirada y maese Dell le ordenó enfadado que volviera a su sitio. Estaba claro que maese Dell no quería tener nada que ver con los guardias. Pero aun cuando todos se hubieron acostado, me fue imposible relajarme. Cuando llegó la hora de relevar a Creece, fui a regañadientes, no del todo seguro de que Tassin no fuese a escoger la madrugada para buscar a los guardias.

Encontré a Creece profundamente dormido y tuve que despertarlo para enviarlo de regreso a la carreta. Me senté, con la manta en torno a los hombros, y pensé en los seis hombres que dormían ahora alrededor de su hoguera. Sólo tenía motivos para odiar realmente a uno de ellos. Recordé a Perno como era entonces, risueño mientras levantaba sus guantes de cuero para golpearme, compungido cuando Regio le regañó por haberme roto la nariz y dejarme menos presentable si deseaban verme los duques. Recordé el desdén con que había realizado la tarea encomendada por Regio, y lo fácilmente que había superado mi defensa simbólica mientras yo intentaba mantener a Will y su Habilidad fuera de mi cabeza.

Perno ni siquiera me había reconocido. Me había echado un vistazo y me había pasado por alto, sin reconocer su propia obra siquiera. Pensé en eso un momento. Supuse que había cambiado mucho. No sólo por las cicatrices que él me había provocado. No sólo por la barba, las ropas de trabajo, la mugre del camino y mi delgadez. Traspié Hidalgo no habría agachado la cabeza ante su escrutinio, no se habría quedado callado mientras los hojalateros intentaban defenderse. Traspié Hidalgo, quizá, no habría envenenado a los seis guardias para matar sólo a uno. Me pregunté si me había vuelto más sabio o más precavido. Las dos cosas, tal vez. No me sentía orgulloso. El sentido de la Maña me proporciona una conciencia de los demás seres vivos, de todos los seres vivos que me rodean. Rara vez me sobresalta nadie. Por eso no me pillaron desprevenido. El amanecer comenzaba a suavizar la negrura del cielo cuando Perno y sus guardias vinieron a por mí. Me quedé sentado, inmóvil, sintiendo primero y oyendo después cómo se acercaban furtivamente. Perno había levantado a sus cinco hombres para la tarea.

Con preocupación, me pregunté qué había salido mal con mi veneno. ¿Había perdido su potencia después de tanto tiempo? ¿Se habría neutralizado al hervir con la sopa? Juro que por un momento lo único que pensé fue que Chade jamás habría cometido ese error. Pero no tenía tiempo de pensar en eso. Escudriñé la llanura suavemente ondulante, casi sin accidentes. Matojos y un puñado de rocas. Ni siquiera un hoyo o un montículo donde cobijarse.

Podría haber salido corriendo, y despistarlos quizá por un instante en la oscuridad. Pero al final, la ventaja sería suya. A la larga tendría que volver en busca de agua. Si no me capturaban en aquel terreno llano a la luz del día, montados a caballo, podían limitarse a quedarse sentados junto al pozo y esperar a que apareciera. Además, huir equivaldría a confesar que era Traspié Hidalgo. Tom el pastor no saldría corriendo.

De modo que levanté la cabeza, sobresaltado y ansioso cuando vinieron por mí, pero no, esperaba, evidenciando el miedo sobrecogedor que sentía. Me puse de pie, y cuando uno de ellos me agarró de un brazo, no me debatí sino que me limité a mirarlo con incredulidad. Otra guardia se me acercó por el otro lado para requisarme el cuchillo y la espada.

—Vamos hasta el fuego —me dijo con aspereza—. El capitán quiere echarte un vistazo.

Fui en silencio, dócilmente casi, y cuando se reunieron frente a la hoguera para presentarme a Perno, miré atemorizado de un sitio a otro, con cuidado de no fijarme en él. No estaba seguro de poder mirarlo a la cara a tan corta distancia sin delatarme. Perno se levantó, dio una patada a las brasas para avivar el fuego y me inspeccionó. Atisbé el rostro pálido y el cabello de Tassin espiándome desde detrás del carro del titiritero. Por un momento Perno se limitó a mirarme. Al cabo, frunció los labios y lanzó a sus guardias una mirada de fastidio. Con un cabeceo les indicó que yo no era lo que él buscaba. Me atreví a inspirar más profundamente.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó Perno de repente, con un dejo de brusquedad.

Entorné los ojos para mirarlo al otro lado de la hoguera.

—Tom, señor. Tom el pastor. No he hecho nada malo.

—¿No? Pues debes de ser el único hombre en el mundo que no lo haya hecho. Tienes acento de Gama, Tom. Quítate el pañuelo de la cabeza.

—Lo soy, señor. De Gama, señor. Pero corren tiempos difíciles por allí.

Me apresuré a quitarme el pañuelo y me quedé apretándolo y estrujándolo. No había seguido el consejo de Estornino de teñirme el pelo. No hubiera servido de nada durante una inspección detenida. En cambio, había utilizado mi espejo y me había arrancado una buena porción de canas. No todas, pero lo que tenía ahora parecía más bien unos cuantos cabellos blancos dispersos que un mechón. Perno rodeó la hoguera para examinarlo más de cerca. Di un respingo cuando me agarró el pelo y me echó la cabeza hacia atrás para mirarme a la cara. Era tan grande y musculoso como lo recordaba. Hasta el último recuerdo mezquino que tenía de él afloró de golpe a mi mente. Juro que recordé incluso su olor. Me sentí mareado de miedo.

No ofrecí resistencia mientras me escudriñaba. Tampoco lo miré a los ojos, sino que le lancé rápidos vistazos atemorizados y luego miré en rededor como si buscara ayuda. Vi que Madge había salido de alguna parte y nos observaba fijamente con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Tienes una cicatriz en la mejilla, ¿no es así, muchacho? —me preguntó Perno.

—Sí, señor, así es. Me la hice de pequeño, me caí de un árbol y me corté con una rama…

—¿Fue entonces cuando te partiste la nariz?

—No, señor, no, eso fue en una pelea en una taberna, hará cosa de un año…

—¡Quítate la camisa! —me ordenó.

Me desabroché el cuello y me la saqué por encima de la cabeza. Pensaba que me miraría los antebrazos y ya tenía preparada mi coartada. En vez de eso se agachó para examinar un lugar entre mi hombro y mi cuello, donde un forjado me había arrancado un bocado hacía mucho tiempo. Se me revolvieron las tripas. Contempló la cicatriz retorcida, echó la cabeza hacia atrás de repente y se rió.

—Maldita sea. Pensaba que no eras tú, bastardo. Estaba seguro de que no. Pero ésa es la marca que recuerdo haber visto la primera vez que te tiré al suelo. —Miró a los hombres que nos rodeaban, con una mezcla de asombro y júbilo en la cara—. ¡Es él! Lo tenemos. El rey tiene a sus brujos de la Habilidad repartidos entre las montañas y la costa, buscándolo, y él va y cae en nuestras manos como una fruta madura. —Se humedeció los labios mientras me miraba codiciosamente de arriba abajo. Percibí en él un extraño apetito, uno que él casi temía. Me agarró de improviso por el cuello y me hizo poner de puntillas. Acercó su rostro al mío mientras siseaba—: A ver si me entiendes. Verde era mi amigo. Lo que me impide matarte ahora mismo no son las cien monedas de oro que ofrecen por tu pellejo vivo. Es sólo que confío en que mi rey sepa encontrar formas más imaginativas de matarte que las que yo pueda improvisar aquí. Vuelves a ser mío, bastardo, en el círculo. Al menos lo que mi rey deje de ti.

Me empujó violentamente al otro lado de la hoguera, donde se apresuraron a prenderme entre dos hombres. Miré de un lado a otro con expresión enloquecida.

—¡Es un error! —chillé—. ¡Un tremendo error!

—Esposadlo —ordenó Perno con voz ronca.

Madge avanzó de repente.

—¿Estás seguro de que es este hombre? —preguntó directamente a Perno.

Éste la miró a los ojos, de capitán a capitán.

—Sí. Es el bastardo Mañoso.

Una expresión de total repugnancia surcó el rostro de Madge.

—En ese caso lleváoslo y adiós con él.

Giró sobre sus talones y se alejó.

Los guardias habían asistido a la conversación entre Madge y su capitán en vez de prestar atención al hombre tembloroso que sujetaban. Decidí arriesgarlo todo, corriendo hacia el fuego cuando zafé los brazos de su floja presa. Empujé con el hombro a un sorprendido Perno y huí como una liebre. Crucé el campamento, pasé junto al carromato de los hojalateros y sólo vi campo abierto ante mí. El amanecer había convertido la llanura en un arrugado manto sin accidentes. Sin cobertura, sin destino. Me limité a correr.

Esperaba que me persiguieran hombres a pie, u hombres a caballo. No esperaba ningún hombre con una honda. La primera pedrada me golpeó en el omoplato izquierdo, entumeciéndome el brazo. Seguí corriendo. Al principio pensé que me había alcanzado una flecha. Fue entonces cuando me alcanzó el relámpago.

Cuando desperté, tenía cadenas en las muñecas. Me dolía espantosamente el hombro izquierdo, pero no tanto como el chichón de mi cabeza. Conseguí revolverme hasta sentarme. Nadie me prestó demasiada atención. Había un grillete en cada uno de mis tobillos, enganchado a una cadena que pasaba a través de una argolla unida a los grilletes que me inmovilizaban las manos. Una segunda cadena entre mis tobillos, mucho más corta, me impediría dar ningún paso aunque consiguiese ponerme de pie.

No dije nada, no hice nada. Esposado, no tenía ninguna oportunidad frente a seis hombres armados. No quería darles ninguna excusa para que me vapulearan. Aun así, hube de recurrir a toda mi fuerza de voluntad para permanecer inmóvil y pensar en mi situación. El mero peso de la cadena era desalentador, igual que el gélido mordisco de los grilletes de hierro que se me clavaban en la carne. Me quedé sentado, cabizbajo, mirándome los pies. Perno se dio cuenta de que estaba despierto. Se acercó. Mantuve la vista clavada en mis pies.

—¡Di algo, maldita sea! —me ordenó Perno de repente.

—Habéis apresado al hombre equivocado, señor —dije afectando timidez.

Sabía que no lograría infundir veracidad a mis palabras, pero quizá consiguiera socavar la confianza de sus hombres.

Perno se rió. Volvió a sentarse junto al fuego y se recostó apoyado en los codos.

—En ese caso, lo siento mucho por ti. Pero sé que no es así. Mírame, bastardo. ¿Por qué no te quedaste muerto?

Le lancé una mirada atemorizada.

—No sé a qué os referís, señor.

Respuesta equivocada. Con la rapidez de un tigre abandonó su postura sedente para abalanzarse sobre mí. Intenté incorporarme, pero no podía escapar de él. Agarró mis cadenas, me levantó y me abofeteó con violencia. Entonces:

—Mírame —ordenó.

Fijé los ojos en su rostro.

—¿Por qué no moriste, bastardo?

—No era yo. Os equivocáis de hombre.

La segunda vez recibí el impacto del dorso de su mano.

Chade me había dicho una vez que, en caso de ser torturado, resultaba más fácil soportar el interrogatorio si te concentrabas en lo que querías decir en vez de en lo que no debías confesar. Sabía que era estúpido e inútil decir a Perno que yo no era Traspié Hidalgo. Él sabía que sí lo era. Pero una vez adoptada esa estrategia, me aferré a ella. Al quinto golpe, uno de sus hombres habló a mi espalda.

—Mis respetos, señor.

Perno le lanzó una mirada furibunda.

—¿Qué pasa?

El hombre se humedeció los labios.

—El prisionero tiene que estar vivo, señor. Para cobrar la recompensa.

Perno volvió a mirarme. Era inquietante ver el hambre que lo corroía, un ansia semejante a la que sentía Veraz por la Habilidad. A ese hombre le gustaba causar dolor. Le gustaba matar lentamente. El no poder hacerlo sólo contribuía a alimentar su odio hacia mí.

—Ya lo sé —dijo bruscamente al hombre.

Vi venir su puño, pero no tenía ninguna posibilidad de esquivarlo.

Cuando desperté era de día. Me dolía todo. Por un momento, eso fue lo único que supe realmente. Dolor fuerte en un hombro, y en las costillas del mismo lado. Probablemente me había pateado, decidí. No quería mover ningún músculo de la cara. Me pregunté por qué el dolor siempre era peor en frío. Me sentía curiosamente ajeno a mi situación. Escuché un momento, sin ganas de abrir los ojos. La caravana se disponía a reemprender la marcha. Podía oír a maese Dell chillándole a Tassin, que lloraba y decía que el dinero era suyo, que si él la ayudara a conseguirlo podría recuperar con creces la fianza pagada por su aprendiz. Dell le ordenó que montara en la carreta. En vez de eso oí los pasos de Tassin en la tierra seca, corriendo hacia mí. Pero fue a Perno al que se dirigió con voz lastimera.

—Yo tenía razón. No me creíste, pero yo tenía razón. Yo lo encontré. De no ser por mí, habríais seguido vuestro camino después de tenerlo delante de las narices. Ese dinero es mío por derecho. Pero te daré la mitad y me conformaré con eso. Para ti es más que justo, sabes que lo es.

—Yo subiría a esa carreta en tu lugar —respondió Perno con frialdad—. De lo contrario, cuando se vaya y nosotros partamos también, te quedarás sin nada más que un largo paseo por delante.

Tassin tuvo la prudencia de no discutir con él, pero se pasó todo el camino de vuelta a la carreta mascullando obscenidades. Oí que Dell le decía que sólo le daba problemas y que pensaba librarse de ella en el Lago Azul.

—Ponlo en pie, Joff —ordenó Perno a alguien.

Me echaron agua por encima y abrí un ojo. Vi que un guardia agarraba mi cadena y tiraba de ella. Eso despertó una hueste de pequeños dolores.

—¡Levántate! —me ordenó Joff. Conseguí asentir. Tenía un diente suelto. Sólo veía por un ojo. Empecé a acercarme las manos al rostro para evaluar la gravedad de mis heridas, pero un tirón de la cadena me lo impidió—. ¿A pie o a caballo? —preguntó a Perno la mujer que sujetaba mi cadena mientras yo me incorporaba tambaleándome.

—Me encantaría llevarlo a rastras, pero eso nos frenaría demasiado. A caballo. Súbelo a tu caballo y tú monta con Arno. Amárralo a la silla y sujeta bien las riendas de tu caballo. Ahora se hace el loco, pero es artero e ingenioso. No sé si puede hacer todas esas cosas de la Maña que dicen que puede, pero no quiero averiguarlo. Así que sujeta bien esas riendas. ¿Dónde está Arno, por cierto?

—Entre los matorrales, señor. Por lo visto hoy tiene el estómago revuelto. Se ha pasado la noche arriba y abajo, haciendo de vientre.

—Búscalo.

El tono de voz de Perno expresaba claramente que no le interesaban los problemas de su soldado.

Mi guardia se fue corriendo y yo me quedé balanceándome sobre mis pies. Me acerqué las manos a la cara. Sólo había visto venir un golpe, pero era evidente que había habido más. Resiste, me dije con severidad. Vive para ver qué oportunidades te depara el destino. Bajé las manos al ver a Perno mirándome.

—¿Agua? —pregunté con voz pastosa.

Lo cierto era que no esperaba ninguna, pero se volvió hacia uno de los guardias y le hizo una seña. Instantes después el aludido me trajo un cubo de agua y dos galletas secas. Bebí y me salpiqué la cara. Las galletas estaban duras y tenía la boca en carne viva, pero intenté tragar lo que pude. Dudaba que fuese a recibir mucho más en lo que quedaba de día. Me di cuenta entonces de que mi bolsa había desaparecido. Supuse que me la había quitado Perno mientras yo estaba inconsciente. Se me encogió el corazón al pensar que había perdido el pendiente de Burrich. Mientras roía cuidadosamente mi galleta, me pregunté qué habría pensado al ver los polvos que guardaba en la bolsa.

Perno ordenó montar y partir antes de que saliera la caravana. Vi el rostro de Estornino de refilón, pero no supe interpretar su expresión. Creece y mi señor se esforzaban por no mirarme siquiera por miedo a contagiarse de mi desgracia. Era como si no me conocieran.

Me subieron a lomos de una yegua robusta. Tenía las muñecas fuertemente atadas al arzón de la silla, lo que me imposibilitaría el cabalgar cómodamente aunque no me sintiera como un saco de huesos rotos. No me habían quitado los grilletes, únicamente la cadena que me unía los tobillos. La cadena más larga que me apresaba las muñecas estaba recogida sobre la silla. No había manera de paliar su abrasión. No sabía qué había sido de mi camisa, pero la echaba enormemente de menos. El caballo y el movimiento me proporcionarían algo de calor, pero no de forma reconfortante. Cuando un Arno muy pálido ensilló detrás de su compañera, partimos con rumbo a Puesto Vado. Mi veneno, reflexioné compungido, no había hecho más que soltarle las tripas a un hombre. Menudo asesino estaba hecho.

Ven conmigo.

Ojalá pudiera, me dije con abatimiento mientras me conducían en la dirección equivocada. Ojalá pudiera. Cada paso que daba la yegua incrementaba mis dolores. Me pregunté si tendría el hombro roto o dislocado. Me pregunté por qué sentía esa extraña indiferencia ante todo. Y me pregunté si debería esperar llegar a Puesto Vado con vida, o intentar hacerme matar antes. No lograba imaginar cómo conseguir que me quitaran las cadenas, y menos huir a pie en medio de aquella planicie. Agaché mi dolorida cabeza y me miré las manos mientras cabalgábamos. El frío y el viento me provocaban escalofríos. Sondeé hacia la mente de la yegua, pero sólo conseguí transmitirle mi dolor. No tenía ningún interés en zafarse de su ronzal y alejarse galopando conmigo. Tampoco le hacía mucha gracia mi peste a oveja.

La segunda vez que nos detuvimos para esperar a que Arno evacuara de vientre, Perno retrocedió y frenó su caballo junto a mí.

—¡Bastardo!

Giré la cabeza despacio para mirarlo.

—¿Cómo lo conseguiste? Vi tu cuerpo, y estabas muerto. Sé reconocer un cadáver cuando lo veo. Entonces, ¿cómo es que caminas de nuevo?

Mi boca no me habría permitido articular ninguna respuesta aunque se me hubiera ocurrido alguna. Transcurrido un momento, resopló ante mi silencio.

—Bueno, no esperes que vuelva a ocurrir. Esta vez te voy a cortar en pedazos personalmente. Tengo un perro en casa. Come de todo. Me figuro que disfrutará devorándote el hígado y el corazón. ¿Qué te parece eso, bastardo?

Sentía lástima por el perro, pero no dije nada. Cuando Arno regresó a su caballo con paso inseguro, Joff le ayudó a montar. Perno espoleó su montura de vuelta a la cabeza de la columna. Continuamos.

No había transcurrido ni la mitad de la mañana cuando Arno pidió a su compañera que parara por tercera vez. Se dejó caer de la grupa del caballo y se apartó unos cuantos pasos, tambaleándose, para vomitar. Dobló la cintura, sujetándose la tripa dolorida mientras tanto, y de pronto se desplomó de bruces. Uno de los guardias se rió a carcajadas, pero cuando Arno se limitó a rodar de costado, gimiendo, Perno ordenó a Joff que lo socorriera. Todos vimos cómo Joff desmontaba y llevaba agua a Arno, pero éste era incapaz de sostener la botella que le ofrecía la mujer y, cuando Joff se la acercó a los labios, el agua se limitó a derramarse por su barbilla. Arno giró lentamente la cabeza y cerró los ojos. Transcurrido un instante, Joff levantó la cabeza con la incredulidad dibujada en el rostro.

—Está muerto, señor.

Su voz sonaba un tanto estridente.

Excavaron una tumba poco profunda y amontonaron rocas encima. Otros dos guardias habían empezado a vomitar antes de que terminara el entierro. La opinión general coincidía en culpar al mal estado del agua, aunque descubrí a Perno escudriñándome con los ojos entornados. No se habían molestado en bajarme del caballo. Me encogí sobre el estómago como si me doliera y mantuve la mirada gacha. No me resultaba difícil en absoluto fingirme enfermo.

Perno ordenó montar de nuevo a sus hombres y proseguimos nuestro camino. Hacia mediodía era evidente que nadie se encontraba bien. Un muchacho se balanceaba en su silla mientras andábamos. Perno nos dio permiso para tomar un breve descanso, pero éste se prolongó. En cuanto acababa de vomitar un guardia comenzaban las arcadas de otro. Al final Perno les ordenó regresar a sus caballos a pesar de sus quejas y lamentos. Continuamos, aunque más despacio. Podía oler la acre fetidez del sudor y el vómito en la mujer que guiaba a mi yegua.

Cuando remontábamos una suave pendiente, Joff se cayó al suelo desde su silla. Propiné a mi yegua un fuerte golpe con los talones, pero se limitó a dar un paso de lado y agachar las orejas, demasiado bien adiestrada para partir al galope con las riendas colgando de su bocado. Perno detuvo a sus tropas y hasta el último hombre desmontó, unos para vomitar, otros simplemente para encogerse sufriendo junto a sus caballos.

—Levantad el campamento —ordenó Perno, pese a lo temprano que era.

Luego se alejó unos pasos para acuclillarse y sufrir secas arcadas durante algún tiempo. Joff no volvió a levantarse.

Fue Perno el que se acercó a mí y cortó las ligaduras que me ataban al arzón de la silla. Dio un tirón a mi cadena y a punto estuve de caer a plomo encima de él. Caminé de espaldas unos cuantos pasos y me senté de golpe, agarrándome la barriga. Se agachó a mi lado. Me agarró por la nuca, apretando con fuerza. Pero percibí que estaba más débil que antes.

—¿Tú qué opinas, bastardo? —preguntó con un gruñido cascado. Estaba muy cerca de mí y su aliento y su cuerpo hedían a enfermedad—. ¿Estaba mala el agua? ¿O habrá sido otra cosa?

Produje unos sonidos estentóreos y me incliné en su dirección como si fuese a vomitar. Se apartó precavido. Sólo dos de sus guardias habían conseguido desensillar sus monturas. Los demás yacían agónicamente en el suelo. Perno se paseó entre ellos, maldiciéndolos sin resultado pero con sentimiento. Uno de los guardias más fuertes por fin empezó a preparar lo necesario para encender una fogata, mientras otro recorría la hilera de caballos, haciendo poco más que soltar las cinchas a los caballos y quitarles las sillas de encima. Perno aseguró la cadena entre mis tobillos.

Otros dos guardias murieron esa tarde. Perno en persona arrastró los cadáveres fuera del campamento, pero no tenía fuerzas para hacer nada más. El fuego que habían conseguido encender se apagó pronto por falta de leña. El cielo raso sobre la llanura parecía más oscuro que nada que hubiera visto en mi vida y el frío seco formaba parte de la oscuridad. Oía los gemidos de los hombres, y a uno que balbucía algo sobre su tripa, su tripa. Oía el incesante revuelo de los caballos sedientos. Pensaba con añoranza en el agua y el calor. Los dolores me martirizaban. Tenía las muñecas en carne viva por culpa de los grilletes. Me dolían menos que el hombro, pero era un dolor tan tenaz que no podía ignorarlo. Suponía que al menos me habían fracturado el omoplato.

Perno arrastró los pies hasta donde yo estaba tendido al amanecer. Tenía los ojos hundidos, las mejillas enjutas por el sufrimiento. Cayó de rodillas junto a mí y me agarró los cabellos. Gemí.

—¿Te mueres, bastardo? —preguntó con voz ronca. Gemí de nuevo e intenté zafarme de él débilmente. Eso pareció satisfacerlo—. Bien. Eso está bien. Algunos dicen que nos has afectado con tu magia de la Maña, bastardo. Pero yo creo que el agua mala puede matar a un hombre, ya sea éste Mañoso u honorable. De todos modos, esta vez vamos a asegurarnos.

Era mi cuchillo el que desenfundó. Mientras me tiraba del pelo para dejar mi garganta al descubierto, levanté las manos para estrellar la cadena contra su cara. Al mismo tiempo lo repelí con toda la fuerza de la Maña que pude reunir. Se apartó de mí. Gateó unos cuantos pasos antes de caer de costado en la arena. Lo oí resollar trabajosamente. Después de un momento, dejó de respirar. Cerré los ojos, escuchando el silencio, sintiendo la ausencia de su vida como el sol en mi rostro.

Tiempo después, avanzado el día, me obligué a abrir un ojo. Me costó arrastrarme hasta el cuerpo de Perno. Todos mis dolores se habían amalgamado y condensado en uno solo que chillaba con cada uno de mis movimientos. Registré su cuerpo minuciosamente. Encontré el pendiente de Burrich en su bolsa. Es curioso, pensar que me paré en ese momento para ponérmelo en la oreja por miedo a perderlo. También mis venenos estaban allí. Lo que no estaba en su bolsa era la llave de mis grilletes. Empecé a separar mis pertenencias de las suyas, pero el sol me clavaba alfileres en la nuca. Me limité a colgar su bolsa de mi cinturón. Lo que guardara allí ahora era mío. Cuando has envenenado a un hombre, reflexioné, poco importa que le robes también. Parecía que el honor ya no tenía demasiada importancia en mi vida.

Quienquiera que me hubiese esposado probablemente tenía la llave, deduje. Me arrastré hasta el próximo cuerpo, pero no encontré nada en su bolsa salvo hierbas de humo. Me senté y escuché unos pasos vacilantes que cruzaban la tierra seca hacia mí. Levanté la cabeza, entorné los ojos para protegerlos del sol. El muchacho se me acercaba despacio, con paso inseguro. En una mano tenía un odre de agua. En la otra sostenía la llave donde yo pudiera verla.

A una decena de pasos de distancia, se detuvo.

—Tu vida a cambio de la mía —graznó. Se tambaleó. No respondí. Lo intentó de nuevo—. Agua y la llave de tus grilletes. El caballo que elijas. No pienso pelear contigo. Pero quítame tu maldición de la Maña.

Parecía tan joven y desdichado, allí de pie.

—Por favor —suplicó con voz seca.

Meneé la cabeza despacio.

—Era veneno —le dije—. No puedo hacer nada por ti.

Me observó fijamente, con amargura, incrédulo.

—Entonces, ¿tengo que morir? ¿Hoy?

Las palabras escaparon de sus labios con un suspiro seco. Sus ojos oscuros se clavaron en los míos. Asentí.

—¡Maldito seas! —exclamó, consumiendo la escasa energía vital que pudiera quedar en su interior—. Entonces tú también morirás. ¡Morirás aquí mismo!

Arrojó la llave tan lejos de sí como pudo antes de emprender una carrera tambaleante, vociferando y espantando a los caballos.

Las bestias habían pasado la noche sueltas y llevaban toda la mañana esperando comida y agua. Eran animales bien adiestrados. Pero el olor a enfermedad y muerte y la incomprensible conducta de aquel muchacho fue demasiado para ellos. Cuando gritó de repente y se desplomó boca abajo casi entre ellos, un enorme semental gris levantó la cabeza de golpe, resoplando. Envié pensamientos tranquilizadores hacia él, pero tenía ideas propias. Corcoveó nerviosamente antes de decidir que ésa era una buena decisión y partir al galope. Los demás caballos siguieron su ejemplo. Su estampida no formó ningún trueno en la llanura; era más bien el golpeteo de la lluvia que cesa, llevándose consigo toda esperanza de vida.

El muchacho no volvió a moverse, pero tardó en morir. Hube de escuchar sus sollozos mientras buscaba la llave. Quería desesperadamente ir en busca de los odres de agua, pero temía que si me alejaba de la zona donde la había lanzado, jamás sería capaz de decidir qué franja de arena ocultaba mi salvación. De modo que gateé sobre pies y manos, con los grilletes desgarrándome y cortándome las muñecas y los tobillos, mientras escudriñaba el suelo con mi único ojo sano. Incluso después de que el sonido de su llanto se volviera inaudible, incluso después de que muriera, seguí escuchándolo dentro de mi cabeza. A veces puedo escucharlo todavía. Otra joven vida truncada sin sentido, sin necesidad, de resultas del odio que me profesaba Regio.

O quizá a causa del que sentía yo por él.

Terminé por encontrar la llave, justo cuando estaba seguro de que el sol la ocultaría para siempre al ponerse. Era tosca y giraba con dificultad en las cerraduras, pero funcionó. Abrí los grilletes y los desincrusté de mi carne abotargada. El que me rodeaba el tobillo izquierdo estaba tan apretado que sentía el pie frío y entumecido. Transcurridos unos minutos, el dolor insufló nueva vida a mi pie. No le presté demasiada atención. Estaba ocupado buscando agua.

La mayoría de los guardias habían vaciado sus odres al tiempo que mi veneno eliminaba todo el fluido de sus entrañas. El que me había enseñado el muchacho sólo contenía unos tragos. Bebí muy despacio, reteniendo el agua en mi boca mucho tiempo antes de tragarla.

En las alforjas de Perno encontré un frasquito de brandy. Me permití dar un sorbo antes de taparlo y dejarlo a un lado. El abrevadero no estaba a mucho más de un día de caminata. Podía hacerlo. Tendría que hacerlo.

Robé lo que necesitaba a los muertos. Registré las alforjas y los hitos sujetos a las sillas apiladas. Cuando terminé, llevaba puesta una camisa azul que me quedaba bien en los hombros, aunque me caía casi hasta las rodillas. Tenía carne seca y grano, lentejas y guisantes, mi vieja espada, que decidí que era el arma más adecuada, el cuchillo de Perno, un espejo, un cazo, una taza y una cuchara. Extendí una manta resistente y lo coloqué todo encima. Añadí a mis enseres una muda de ropa que me quedaba demasiado grande, pero sería mejor que nada. La capa de Perno era demasiado larga para mí, pero era la de mejor calidad, de modo que la cogí también. Uno de los hombres llevaba encima lino para vendajes y algunos ungüentos. Me los quedé, más un odre de agua vacío y el frasquito de brandy de Perno.

Podría haber registrado los cadáveres en busca de joyas y dinero. Podría haberme cargado con otra decena de objetos que quizá me hubieran resultado útiles. Descubrí que sólo deseaba reemplazar lo que me habían quitado y alejarme cuanto antes del olor de los cuerpos hinchados. Hice el hato tan pequeño y apretado como pude, lo amarré con cintas de cuero sacadas de los arneses de los caballos. Cuando me lo eché sobre el hombro sano, siguió pareciéndome demasiado pesado.

¿Hermano?

La pregunta parecía tentativa, apagada por algo más que la distancia. La falta de costumbre. Como si una persona hablara en un idioma por primera vez después de muchos años.

Estoy vivo, Ojos de Noche. Quédate con tu manada, y vive también tú.

¿No me necesitas? Sentí una punzada de remordimiento en su interés.

Siempre te necesito. Te necesito vivo y en libertad.

Percibí su tenue asentimiento, pero poco más que eso. Un momento después me pregunté si no me habría imaginado su roce en mi mente. Pero me sentía extrañamente fortalecido cuando me alejé de los cadáveres para adentrarme en la noche.