11

Pastor

Chade Estrellafugaz, consejero del rey Artimañas, era un siervo leal del trono de los Vatídico. Pocos estuvieron al corriente de su entrega durante los años que sirvió al rey Artimañas. Esto no lo disgustaba, pues no era alguien que buscara la gloria. En cambio apoyaba el reinado de los Vatídico con una fidelidad que superaba la lealtad a sí mismo o cualquier otra consideración de las que tienen en cuenta la mayoría de los hombres. Se tomaba sumamente en serio las promesas hechas a la familia real. Al fallecer el rey Artimañas, siguió fiel a su juramento de velar porque la corona fuese a parar al siguiente heredero legítimo. Simplemente por esta razón fue perseguido como un forajido, pues desafiaba abiertamente la aspiración de Regio al trono de los Seis Ducados. En varias misivas que envió a cada uno de los duques, así como al príncipe Regio, se reveló tras años de silencio, declarándose súbdito leal del rey Veraz y prometiendo que no obedecería a ningún otro hasta tener pruebas de la muerte de su rey. El príncipe Regio lo declaró rebelde y traidor, y ofreció una recompensa por su captura y ejecución. Chade Estrellafugaz escapó de él valiéndose de innumerables estratagemas y continuó invitando a los ducados costeros a creer que su rey estaba vivo y regresaría para llevarlos a la victoria sobre las Velas Rojas. Privados de toda esperanza de ayuda por parte del «rey». Regio, muchos de los nobles menos importantes se aferraron a estos rumores. Comenzaron a componerse canciones, y aun la gente corriente hablaba esperanzada de que su rey hábil volvería para salvarlos, con los legendarios Vetulus cabalgando a su espalda.

Al terminar la tarde, la gente empezó a reunirse para formar la caravana. Una mujer era la propietaria del toro y los caballos. Su marido y ella llegaron en una carreta tirada por una yunta de bueyes. Encendieron su propia fogata, cocinaron su propia comida y parecían conformarse con su propia compañía. Mi nuevo encargado llegó más tarde, algo achispado, y escudriñó el rebaño para cerciorarse de que lo había alimentado y abrevado. Vino en un carro de ruedas altas tirado por un poni robusto que enseguida dejó a mi cuidado. Había contratado a otro hombre, me dijo, un tal Creece. Debía esperar a que llegara y enseñarle dónde estaban las ovejas. Luego desapareció en una habitación para echarse a dormir. Suspiré al pensar en el viaje tan largo que me esperaba con la lengua y los bruscos modales de Creece para hacerlo aún más arduo, pero no me quejé. En vez de eso me mantuve atareado cuidando del poni, una yegua pequeña y complaciente llamada Tambora.

Lo siguiente en aparecer fue un grupo más animado. Era una compañía de titiriteros con una carroza pintada con vivos colores enganchada a un tiro de caballos moteados. En un lateral de la carroza había una ventana que se podía bajar para representar los espectáculos de marionetas, y un toldo que podía desenrollarse para techar un escenario que empleaban cuando utilizaban marionetas de mayor tamaño. El líder de la compañía se llamaba Dell. Tenía tres aprendices a su cargo y un jornalero, además de una juglaresa que se había unido a ellos para el viaje. No encendieron ningún fuego, sino que procedieron a dar vida a la casita de la mujer con canciones, zapateos de marionetas y un buen número de jarras de cerveza.

Luego llegaron dos carreteros, con dos carromatos llenos de loza cuidadosamente embalada, y por último la directora de la caravana y sus cuatro ayudantes. Éstos eran los que harían algo más que guiarnos. El mero aspecto de su líder ya inspiraba confianza. Madge era una mujer de constitución sólida, con el cabello gris pizarra apartado del rostro por una banda de cuero tachonado. Dos de sus ayudantes parecían ser un hijo y una hija. Conocían los abrevaderos, los que eran potables y los que no, nos protegerían de los bandidos, transportaban comida y agua de sobra y tenían acuerdos con nómadas cuyos pastos íbamos a cruzar. Esto último era lo más importante de todo, pues los nómadas no recibían amablemente a quienes atravesaban sus hierras con animales que iban a forrajear la hierba que necesitaban sus rebaños. Madge nos congregó esa noche para informarnos de esto, y para recordarnos que también se ocuparían de mantener el orden en nuestro grupo. No se tolerarían robos ni alborotos, la marcha impuesta sería una que pudiéramos seguir todos, la directora de la caravana se ocuparía de hacer todos los tratos en los abrevaderos y con los nómadas, y todos debíamos comprometernos a acatar las decisiones de la directora de la caravana como si su palabra fuese la ley. Murmuré mi asentimiento junto con los demás. Madge y sus ayudantes examinaron entonces los carros para asegurarse de que todos estaban en condiciones de viajar, de que los tiros estaban en buenas condiciones, y de que había agua potable y reservas de alimento por si surgía cualquier emergencia. Trazaríamos una ruta en zigzag de abrevadero en abrevadero. El carromato de Madge transportaba varios barriles de roble para cargar agua, pero insistió en que cada vehículo y tiro particular llevara algunos para cubrir sus necesidades.

Creece llegó al ponerse el sol, después de que Damon se hubiera retirado ya a su cuarto para dormir. Obedientemente le enseñé las ovejas, y luego escuché sus protestas ante el hecho de que Damon no nos hubiera proporcionado una habitación para pasar la noche, que era cálida y despejada, con apenas un soplo de brisa, por lo que yo no tenía ninguna queja. No le dije nada y dejé que siguiera refunfuñando y rezongando hasta aburrirse. Me acosté frente al cercado de las ovejas, atento a cualquier depredador que pudiera acercarse, pero Creece fue a molestar a los titiriteros con su carácter agrio y sus prolijas opiniones.

No sé cuánto tiempo dormí realmente. Mis sueños se abrieron como cortinas empujadas por el viento. Oí una voz que susurraba mi nombre. Parecía provenir de muy lejos, pero mientras escuchaba me sentí inexorablemente atraído hacia ella, como conjurado por un hechizo. Como una polilla errante, me fijé en las llamas de unas velas y me dirigí a su encuentro. Cuatro velas ardían con fuerza en una tosca mesa de madera y la mezcla de sus fragancias llenaba el aire. Las dos velas más altas olían a yemas de laurel. Ante ellas había dos más pequeñas que desprendían un dulce aroma primaveral. Violetas, pensé, y algo más. Había una mujer inclinada sobre ellas, aspirando profundamente su perfume. Tenía los ojos cerrados, el rostro perlado de sudor. Molly. Volvió a pronunciar mi nombre.

—Traspié, Traspié. ¿Cómo pudiste morir y dejarme así? No tenía que ser así, tenías que seguirme, tenías que buscarme para que pudiera perdonarte. Deberías ser tú el que encendiera estas velas para mí. No tendría que pasar por esto yo sola.

Las palabras fueron interrumpidas por un jadeo truncado, como si lo provocara un dolor desgarrador, y con él una oleada de miedo combatida con desesperación.

—Todo va a salir bien —susurró Molly para sí—. Todo va a salir bien. Es normal que pase esto. Me parece.

Aun inmerso en el sueño de la Habilidad, se me paró el corazón. Contemplé a Molly mientras se incorporaba cerca de la chimenea en una pequeña cabaña. Afuera bramaba una tormenta de otoño. Se agarró al borde de una mesa y medio se agazapó, medio se agachó sobre ella. Llevaba puesto tan sólo un camisón y tenía el cabello empapado de sudor. Mientras observaba atónito, inspiró otra bocanada de aire y soltó, no un grito, sino un graznido atiplado, como si no tuviera fuerzas para nada más. Transcurrido un minuto se enderezó un poco y apoyó las manos en lo alto de su barriga. Me sentí mareado al reparar en su tamaño. Estaba tan distendida que parecía que estuviese embarazada.

Estaba embarazada.

Si fuese posible perder el conocimiento estando dormido, creo que me habría desmayado. En vez de eso mi mente rieló de repente, reordenando cada una de las palabras que me había dicho cuando nos separamos, recordando el día en que me preguntó qué haría yo si ella estuviera encinta de mí. Ése era el bebé al que se refería, por el que me había abandonado, lo que anteponía a cualquier otra cosa en su vida. No otro hombre. Nuestro hijo. Se había ido para proteger a nuestro hijo. Y no me lo había dicho porque temía que me negara a acompañarla. Era mejor no preguntar que preguntar y recibir un no por respuesta.

Y tenía razón. Le habría dicho que no. Estaban pasando demasiadas cosas en Torre del Alce, mis responsabilidades para con mi rey eran demasiado acuciantes. Había hecho bien al abandonarme. Era propio de Molly decidir marcharse sabiendo que tendría que enfrentarse a eso ella sola. Era estúpido, pero tan propio de ella que sentí deseos de abrazarla. Quería zarandearla.

De pronto volvió a agarrarse a la mesa, abriendo mucho los ojos, sin voz por la fuerza que se movía en su interior.

Estaba sola. Creía que yo estaba muerto. E iba a tener el bebé sola, en esa cabaña diminuta azotada por el viento en mitad de ninguna parte.

Sondeé en su búsqueda, gritando, Molly, Molly, pero ahora estaba tan concentrada en su ser que sólo escuchaba a su propio cuerpo. Comprendí entonces la frustración que embargaba a Veraz cuando no conseguía que yo lo oyera y él más necesitaba llegar hasta mí.

La puerta se abrió de golpe, franqueando la entrada a una ráfaga de aire huracanado y una rociada de agua fría. Alzó el rostro, jadeante, para mirarla fijamente.

—¿Burrich? —llamó sin aliento.

Su voz estaba llena de esperanza.

Sentí de nuevo una oleada de asombro, pero éste sucumbió bajo el peso de la gratitud y el alivio cuando su rostro atezado asomó de improviso por el quicio de la puerta.

—Soy yo, calado hasta los huesos. No he podido conseguirte manzanas secas, daba igual lo que ofreciera. Las reservas de la ciudad están vacías. Espero que no se haya mojado la harina. Habría vuelto antes, pero esta tormenta…

Entró mientras hablaba, como lo haría un hombre que vuelve a casa de la ciudad, con un saco cargado al hombro. El agua le caía a chorros de la cara y goteaba de su capa.

—Es la hora, ya está aquí —le dijo Molly con desesperación.

Burrich soltó su saco a la vez que cerraba la puerta y corría el cerrojo.

—¿Cómo? —preguntó mientras se enjugaba el agua de los ojos y se apartaba el cabello empapado del rostro.

—El bebé ya está aquí.

Ahora Molly sonaba extrañamente tranquila. Él la miró sin comprender por un instante. Luego protestó.

—No. Hemos hecho las cuentas, tú has hecho las cuentas. No puede ser ahora. —De pronto parecía casi enfadado, tan desesperado estaba por tener razón—. Faltan otras dos semanas, quizá más. La comadrona, hoy he hablado con ella y lo he dispuesto todo, dice que vendrá a verte dentro de unos días…

Sus palabras murieron en sus labios cuando Molly volvió a aferrarse al borde de la mesa. Apartó los labios de los dientes por el esfuerzo. Burrich se quedó paralizado. Nunca lo había visto tan pálido.

—¿Quieres que vaya al pueblo y la busque? —preguntó con un hilo de voz.

Sólo se oía el agua que goteaba sobre las bastas tablas del suelo. Después de una eternidad, Molly tomó aliento.

—Me parece que no hay tiempo.

Aun así él seguía paralizado, con su capa chorreando agua en el suelo. No se acercó, se quedó quieto como si ella fuese un animal impredecible.

—¿No deberías acostarte? —preguntó dubitativo.

—Ya lo he intentado. Si me tiendo me duele más todavía. Tengo que gritar.

Él asentía como un títere.

—Entonces lo mejor es que estés levantada, supongo. Claro.

No se movió.

Ella lo miró con ojos suplicantes.

—No puede ser tan distinto —jadeó—. De un potro o un ternero…

Burrich abrió tanto los ojos que pude ver el blanco de su interior en su totalidad. Negó con la cabeza enérgicamente, sin decir palabra.

—Pero Burrich… nadie más puede ayudarme. Y voy a…

Sus palabras le fueron arrancadas de repente en una especie de grito. Se agachó sobre la mesa, doblando las rodillas de modo que pudiera apoyar la frente en el borde. Emitió un sonido lento, lleno de miedo además de dolor.

Su temor llegó hasta Burrich, que sacudió la cabeza como si se despertara.

—No. Tienes razón, no puede ser tan distinto. No puede serlo. He hecho esto cientos de veces. Es lo mismo, estoy seguro. Vale. De acuerdo. Veamos. Todo va a salir bien, deja sólo que… eh. —Rasgó su capa y la dejó caer al suelo. Se apresuró a apartarse el cabello mojado del rostro y se arrodilló junto a ella—. Voy a tener que tocarte —le advirtió, y vi cómo Molly, con la cabeza inclinada, asentía casi imperceptiblemente.

Entonces sus manos seguras le palparon el vientre, acariciando con suavidad pero con firmeza como se lo había visto hacer cuando una yegua tenía un parto difícil y él deseaba acelerar el proceso.

—No falta mucho, no mucho más —dijo—. Ya casi ha caído. —De pronto sonaba confiado, y sentí que el tono de su voz inspiraba confianza a Molly. Dejó las manos apoyadas en ella cuando le sobrevino otra contracción—. Eso está bien, eso está bien. —Le había oído decir esas mismas palabras un centenar de veces en los establos de Torre del Alce. Entre dolores, la afianzó con sus manos, hablándole en todo momento con dulzura, llamándola buena chica, valiente, esa chica estupenda que iba a tener un niño estupendo. Dudo que ninguno de los dos comprendiera el sentido de su discurso. Lo único que importaba era el tono de sus palabras. Se levantó una vez para coger una manta y doblarla en el suelo delante de él. No balbució ninguna disculpa al levantar el camisón de Molly, se limitaba a hablar suavemente, alentándola, mientras Molly apretaba el borde de la mesa. Pude ver la convulsión de sus músculos, y luego ella chilló de repente, y Burrich decía—: Sigue así, sigue así, ya casi está, ya casi está, sigue así, eso es, ¿y qué tenemos aquí, éste quién es?

Ahora el bebé estaba en sus manos encallecidas, con una sujetándole la cabeza, con la otra el diminuto cuerpo encogido, y Burrich se sentó de golpe en el suelo, tan asombrado como si nunca hubiera presenciado un nacimiento. Las conversaciones de las mujeres que había escuchado a hurtadillas me habían hecho esperar horas de gritos y charcos de sangre. Pero había poca sangre en el bebé que miraba a Burrich con sus serenos ojos azules. El cordón grisáceo que salía de su barriga parecía grande y grueso comparado con sus manitas y pies. Todo era silencio, salvo por los jadeos de Molly.

Entonces:

—¿Está bien? —quiso saber Molly. Le temblaba la voz—. ¿Le pasa algo? ¿Por qué no llora?

—Está bien —dijo Burrich con voz queda—. Está bien. Y con lo guapa que es, ¿por qué tendría que llorar? —Permaneció callado largo rato, paralizado. Por fin, a regañadientes, la soltó con cuidado encima de la manta y dobló una esquina para taparla—. Te queda un poco más por hacer, niña, antes de que hayamos terminado —dijo a Molly con aspereza.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que sentara a Molly en una silla junto al fuego, envuelta en una manta para resguardarla del frío. Burrich vaciló un momento, antes de cortar el cordón con su cuchillo, envolver a la pequeña en un paño limpio y llevársela a Molly. Ésta la destapó de inmediato. Mientras Burrich recogía el cuarto, Molly examinaba cada detalle del bebé, celebrando su lustroso cabello negro, sus dedos diminutos con sus uñitas perfectas, la delicadeza de sus orejas. Burrich hizo lo mismo mientras sostenía a la niña y se daba la vuelta para que Molly pudiera ponerse un camisón que no estuviera empapado de sudor. La estudió con una intensidad que nunca le había visto mostrar frente a un potro o un cachorro de perro.

—Tienes la misma frente que Hidalgo —dijo suavemente al bebé.

Sonrió y le acarició la mejilla con un dedo. La niña giró la cabeza hacia el contacto.

Cuando Molly volvió a sentarse junto al fuego él le devolvió a la niña, pero se acuclilló en el suelo al lado de su silla mientras Molly amamantaba al bebé. La pequeña necesitó algunos intentos para encontrar y sostener el pezón, pero cuando sorbió finalmente, Burrich exhaló tal suspiro que supe que había estado conteniendo el aliento, temiendo que la niña no quisiera alimentarse. Molly sólo tenía ojos para su hija, pero reparé en cómo se frotaba Burrich el rostro y los ojos, en cómo le temblaban las manos. Sonreía como nunca le había visto sonreír antes.

Molly se volvió hacia él, con el semblante radiante.

—¿Me haces una taza de té, por favor? —le pidió en voz baja, y Burrich asintió, solemne como un mentecato.

Salí de mi sueño horas antes del amanecer, sin saber al principio cuándo había pasado de estar pensativo a estar despierto. Me di cuenta de que tenía los ojos abiertos y estaba mirando fijamente a la luna. Sería imposible describir lo que sentía en esos momentos. Pero lentamente mis pensamientos cobraron forma, y comprendí los anteriores sueños de la Habilidad que había tenido con Burrich. Eso explicaba muchas cosas. Lo había estado viendo a través de los ojos de Molly.

Él estaba allí, todo ese tiempo, con Molly, cuidando de ella. Ella era la amiga a la que había ido a ayudar, la mujer a la que no le vendría mal un brazo fuerte en la casa. Él estaba con ella, mientras yo estaba solo. Sentí un súbito fogonazo de rabia por el hecho de que no me hubiera contado que ella esperaba un hijo mío. Se apagó enseguida cuando comprendí que quizá lo había intentado. Algo lo había llevado de regreso a la cabaña aquel día. Me pregunté de nuevo qué habría pensado al encontrarla abandonada. ¿Que sus peores temores sobre mí se habían hecho realidad? ¿Que me había vuelto salvaje, para no volver jamás?

Pero volvería. Como una puerta que se abre de golpe, comprendí que podía hacerlo. Nada se interponía realmente entre Molly y yo. No había otro hombre en su vida, sólo nuestra hija. Sonreí de improviso para mí. No permitiría que algo tan insignificante como mi muerte nos separara. ¿Qué era la muerte, comparada con la vida compartida de una niña? Iría a buscarla y se lo explicaría, esta vez se lo contaría todo, y esta vez ella lo entendería, y me perdonaría, porque ya nunca volvería a haber secretos entre nosotros.

No vacilé. Me senté en la oscuridad, recogí el hato que había estado utilizando de almohada y partí. Río abajo era mucho más fácil que río arriba. Tenía un puñado de platas, me las apañaría para subir a bordo de un barco, y cuando se me acabase el dinero trabajaría para costear mi billete. El Vin era un río lento, pero tras pasar el Lago Turia, el río Gama me transportaría deprisa con sus rápidas corrientes. Regresaba. A casa, a Molly y a nuestra hija.

Ven conmigo.

Me detuve en seco. No era Veraz, habilitándome. Eso lo sabía. Esto procedía de mi interior, era la marca dejada por aquella súbita y potente Habilidad. Estaba convencido de que si supiera por qué deseaba volver a casa me diría que me apresurara, que no me preocupara por él, que estaría bien. Todo iba a salir bien. Sólo tenía que seguir caminando.

Un paso tras otro por una carretera iluminada por la luna. A cada pisada, a cada latido de mi corazón, oía palabras en mi cabeza. Ven conmigo. Ven conmigo. No puedo, me disculpaba. No quiero, las desafiaba. Seguí caminando. Intentaba pensar exclusivamente en Molly, en mi diminuta hija. Necesitaría un nombre. ¿Le pondría nombre Molly antes de mi llegada?

Ven conmigo.

Tendríamos que casarnos de inmediato. Encontraríamos un testifical en cualquier aldea cercana. Burrich juraría que yo era un expósito, sin parentela que pudiera recordar el testifical. Yo diría que me llamaba Nuevo. Era un nombre extraño, pero los había más extraños todavía, y podría vivir con él el resto de mi vida. Los nombres, antaño tan importantes para mí, ya no me importaban. Como si me llamaban Boñigo, con tal de poder vivir con Molly y mi hija.

Ven conmigo.

Tendría que encontrar un trabajo, de lo que fuera. De pronto decidí que las platas que había en mi bolsa eran demasiado importantes para gastarlas, que tendría que trabajar para pagar mi viaje entero a casa. Y cuando llegara, ¿qué podría hacer para ganarme la vida? ¿Qué se me daba bien? Aparté la idea de mi cabeza, enfadado. Ya encontraría algo, me las apañaría. Sería un buen esposo, un buen padre. No les faltaría de nada.

Ven conmigo.

Mis pasos se habían frenado gradualmente. Ahora me encontraba en lo alto de un pequeño promontorio, contemplando la carretera que se extendía ante mí. Todavía ardían algunas luces en la ciudad ribereña a mis pies. Tenía que bajar hasta allí y encontrar una barcaza que fuese río abajo, dispuesta a emplear a un desconocido. Eso era todo. Sólo tenía que seguir caminando.

Entonces no entendí por qué no podía. Di un paso, se me enredaron los pies, el mundo giró enloquecido a mi alrededor y caí de rodillas. No podía regresar. Tenía que seguir adelante, tenía que ir con Veraz. Sigo sin comprenderlo, de modo que no puedo explicarlo. Me quedé de rodillas en el promontorio, contemplando la ciudad, sabiendo exactamente qué era lo que deseaba hacer con todo mi corazón. Y no podía hacerlo. Nada me retenía, nadie levantó la mano o la espada contra mí y me ordenó dar media vuelta. Sólo la insistente vocecita en mi mente, aporreándome. Ven conmigo, ven conmigo, ven conmigo.

Y no podía negarme.

No podía pedirle a mi corazón que dejara de latir, no podía dejar de respirar y morir. Y no podía ignorar esa llamada. Me erguí solo en la noche, atrapado y asfixiado en la voluntad de otro hombre. Una porción racional de mí dijo, ahí lo tienes, en fin, ya lo ves, así es para ellos. Para Will y el resto de la camarilla, impresos con la Habilidad por Galeno para ser leales a Regio. No les hizo olvidar que tenían otro rey, no les hizo creer que lo que hacían era lo correcto. Simplemente dejaron de tener elección al respecto. Y remontándonos una generación en el tiempo, así había sido para Galeno, obligado a ser tan fanáticamente leal a mi padre. Veraz me había dicho que su lealtad era una impronta de la Habilidad, dejada por Hidalgo cuando ambos eran poco más que niños, en represalia por alguna crueldad que había descargado Galeno sobre Veraz. El gesto de un hermano mayor que se venga de quien se ha portado mal con su hermano pequeño. Galeno la había recibido por rabia e ignorancia, sin saber siquiera que era posible hacer algo así. Veraz dijo que Hidalgo lo lamentaba, que lo habría deshecho si hubiera sabido cómo. ¿Habría comprendido Galeno alguna vez lo que le habían hecho? ¿Explicaba eso el odio fanático que sentía por mí, había volcado sobre mí la rabia que no podía sentir contra Hidalgo, mi padre?

Intenté ponerme de pie y no lo conseguí. Me hundí lentamente en el polvo en el centro de la carretera iluminada por la luna, y me senté allí, desolado. No importaba. Nada importaba, salvo que allí estaban mi mujer y mi hija, y no podía ir con ellas. No podía ir con ellas del mismo modo que no podía subir al firmamento y descolgar la luna. Miré a lo lejos hacia el río, que relucía negro a la luz de la luna, rutilante con la pizarra. Un río que podría llevarme a casa, pero no lo haría. Porque la ferocidad de mi voluntad seguía sin ser suficiente para infringir esa orden impuesta en mi mente. Levanté el rostro a la luna.

—Burrich —supliqué en voz alta, como si pudiera escucharme—. Oh, cuida de ellas, procura que no sufran ningún daño, defiéndelas como si fueran tuyas. Hasta que pueda reunirme con ellas.

No recuerdo haber regresado a los corrales, ni tumbarme para dormir. Pero amaneció y, cuando abrí los ojos, allí era donde estaba. Yací contemplando la bóveda azul del firmamento, detestando mi vida. Creece vino para interponerse entre el cielo y yo, y observarme.

—Será mejor que te levantes —me dijo, y luego, mirándome más fijamente, comentó—: Tienes los ojos enrojecidos. ¿No tendrás una botella que no has compartido?

—No tengo nada que compartir con nadie —respondí, sucinto.

Me puse de pie. Me dolía la cabeza.

Me pregunté qué nombre le pondría Molly. Un nombre de flor, seguramente. Lila, o algo parecido. Rosa. Caléndula. ¿Qué nombre le habría puesto yo? Daba igual.

Dejé de pensar. Durante los días siguientes, hice lo que se me ordenaba. Lo hacía bien y a conciencia, sin dejarme distraer por pensamientos propios. En algún lugar de mi interior, un loco alborotaba en su celda, pero prefería no pensar en eso. En cambio cuidaba de las ovejas. Comía por la mañana. Comía por la tarde. Me acostaba al anochecer y me levantaba cuando amanecía. Y cuidaba de las ovejas. Las seguía, envuelto en el polvo que levantaban los carros, los caballos y las mismas ovejas, polvo que se agolpaba en mi piel y mis pestañas, polvo que me revestía la garganta de aspereza, y no pensaba en nada. No tenía que pensar para saber que cada paso me aproximaba a Veraz. Hablaba tan poco que incluso Creece rehuía mi compañía, pues no conseguía arrastrarme a ninguna discusión. Conducía las ovejas con la misma fijación que el mejor perro pastor que haya existido jamás. Cuando me tumbaba para dormir por la noche, ni siquiera soñaba.

La vida continuaba para los demás. La directora de la caravana nos guiaba bien y el viaje estuvo libre de contratiempos. Nuestras preocupaciones se limitaban al polvo, a la escasez de agua, a los pocos pastos, y aceptábamos esos infortunios como parte del viaje. Por la tarde, cuando las ovejas estaban instaladas y acabábamos de cenar, ensayaban los titiriteros. Tenían tres obras y parecían decididos a depurarlas todas antes de llegar al Lago Azul. Algunas noches ensayaban sólo los movimientos de las marionetas y los diálogos, pero había otras en que montaban el espectáculo completo, con antorchas, escenario y telón de fondo; los titiriteros se vestían con las ropas blancas que significaban su invisibilidad y atacaban su repertorio entero. El director era muy estricto, propenso a utilizar su correa, y no escatimaba azotes ni siquiera a su jornalero si pensaba que se lo merecía. Un solo verso entonado de forma incorrecta, un ademán de la mano de una marioneta que no fuese tal y como dictaba maese Dell, y éste se abalanzaba sobre su compañía repartiendo zurriagazos. Aunque hubiese estado de humor para entretenimientos, eso me habría estropeado la diversión. De modo que lo que hacía más a menudo era sentarme y vigilar a las ovejas, mientras los demás presenciaban los ensayos.

La juglaresa, una mujer atractiva llamada Estornino, solía sumarse a mi vigilia. Dudo que lo hiciese porque disfrutaba de mi compañía. Más bien era porque estábamos lo bastante lejos del campamento para que ella pudiera sentarse y practicar sus propias canciones y acordes, lejos de los interminables ensayos y los azotes correctivos a los aprendices. Quizá se debiera a que yo era de Gama, y podía entender qué echaba de menos cuando hablaba suavemente de las vociferantes gaviotas y del cielo azul sobre el mar tras una tormenta. Era la clásica mujer de Gama, de pelo y ojos negros, no más alta que mi hombro. Vestía de forma sencilla, mallas y túnica azules. Lucía agujeros para pendientes en las orejas, pero no llevaba ninguno, como tampoco tenía anillos en los dedos. Se sentaba no muy lejos de mí, rasgueaba las cuerdas de su arpa y cantaba. Era agradable escuchar de nuevo el acento de Gama, y las canciones conocidas de los ducados costeros. A veces hablaba conmigo. No conversábamos. Ella hablaba sola en la oscuridad y yo casualmente estaba cerca, como hablan algunas personas con sus perros. Así supe que había sido rapsoda en un pequeño castillo en Gama, uno que yo nunca había visitado, regentado por un pequeño noble cuyo nombre ni siquiera reconocí. Era demasiado tarde para preocuparse de visitar o averiguar nada; el castillo y el noble ya no existían, reducidos a cenizas por los Corsarios de la Vela Roja. Estornino había sobrevivido, pero sin un lugar donde descansar la cabeza ni señor para el que cantar. De modo que había emprendido su camino en solitario, resuelta a adentrarse tanto en el continente que nunca jamás volviese a ver ningún barco, fuese del color que fuera. Comprendía su motivación. Al alejarse se guardaba Gama para sí, la recordaba como había sido.

La muerte había estado tan cerca de ella que la había rozado con la punta de sus alas, y no estaba dispuesta a morir así, siendo la simple juglaresa de un noble cualquiera. No, de algún modo iba a labrarse una reputación, sería testigo de algún suceso trascendental y compondría una canción sobre él que perduraría a través de los años.

Entonces sería inmortal, la recordarían mientras se cantara su canción. A mí me parecía que tendría más oportunidades de presenciar semejante acontecimiento si se hubiera quedado en la costa, donde se libraba la guerra, pero como si respondiera a mi pensamiento, Estornino me aseguró que deseaba presenciar algo que dejara a sus testigos con vida. Además, si has visto una batalla, las has visto todas. No encontraba nada particularmente musical en la sangre. Asentí sin despegar los labios.

—Ah. Ya decía yo que tenías más pinta de hombre de armas que de pastor. Las ovejas no le rompen la nariz a nadie, ni le dejan a uno cicatrices como ésa en la cara.

—Pueden hacerlo, si te caes por un acantilado buscando a una en medio de la niebla —dije con aspereza, y aparté el rostro de ella.

Durante mucho tiempo, eso fue lo más cerca que estuve de mantener una conversación con alguien.

Seguimos adelante, avanzando sólo a la velocidad que nos permitían los carros cargados y el rebaño de ovejas. Los días eran notablemente parecidos entre sí. El paisaje era siempre el mismo. Las novedades eran raras. A veces había otras personas acampadas en los abrevaderos a los que llegábamos. En uno, había una suerte de taberna, y aquí la directora de la caravana descargó unos barriles de brandy. Una vez nos siguieron durante medio día unos jinetes que podrían haber sido bandidos. Pero cambiaron de dirección y se alejaron de nosotros al atardecer, bien con rumbo a su propio destino, bien tras decidir que lo que poseíamos no valía la pena. A veces nos cruzábamos con gente, mensajeros y jinetes que viajaban sin el impedimento de rebaño o carreta alguna. Una vez fue una tropa de guardias vestidos con los colores de Lumbrales, que espolearon con fuerza a sus monturas para adelantarnos. Me sentí intranquilo viendo cómo dejaban atrás nuestra caravana, como si un animal arañara brevemente los muros que escudaban mi mente. ¿Viajaba algún hábil con ellos, Burl o Carrod, o incluso Will? Intenté convencerme de que era simplemente la librea parda y dorada lo que me turbaba.

Otro día nos interceptaron tres miembros de la tribu nómada en cuyos pastos nos encontrábamos. Se acercaron a nosotros a lomos de unos ponis que lucían una jáquima por todo arnés. Las dos mujeres adultas y el muchacho eran rubios, con la cara tostada por el sol. El joven llevaba el rostro tatuado con rayas semejantes a las de un felino. Su llegada provocó la parada de toda la caravana, mientras Madge colocaba una mesa con mantel y preparaba un té especial, que les sirvió con frutas confitadas y pasteles de caramelo. Ninguna moneda cambió de manos, que yo viera, sólo esa hospitalidad ceremonial. Deduje por su conducta que hacía tiempo que conocían a Madge, y que estaban aleccionando a su hijo en la continuación de este acuerdo de tránsito.

Pero la mayoría de los días seguían la misma rutina cansina. Nos levantábamos, desayunábamos, andábamos. Nos deteníamos, cenábamos, dormíamos. Un día me descubrí preguntándome si Molly enseñaría a la pequeña a hacer velas y a cuidar de las abejas. ¿Qué podría enseñarle yo? Técnicas de envenenamiento y estrangulación, pensé con amargura. No. Los números y las letras, eso aprendería de mí. Sería aún lo bastante pequeña cuando yo regresara para enseñarle eso. Y todo lo que me había enseñado Burrich sobre los caballos y los perros. Ése fue el día en que comprendí que volvía a mirar al futuro, que estaba planeando una vida más allá de encontrar a Veraz y devolverlo a Gama sano y salvo. Ahora mi hija era sólo un bebé, me decía, mamaba del pecho de Molly y miraba a su alrededor con ojos desorbitados, todo le parecía nuevo. Era demasiado pequeña para saber que faltaba algo, demasiado pequeña para saber que su padre no estaba con ella. Pronto volvería con ellas, antes de que ella aprendiera a decir «papá». Estaría con ella cuando diera sus primeros pasos.

Esa determinación provocó un cambio en mi interior. Nunca había depositado tantas ilusiones en el futuro. Esto no era un asesinato que fuese a terminar con la muerte de alguien. No, aspiraba a una vida, y me imaginaba enseñándole cosas, la imaginaba creciendo lista y preciosa, encariñada de su padre, sin saber nada, nada en absoluto, de la vida pasada de éste. No me recordaría con el rostro ileso y la nariz recta. Me conocería tan sólo como era ahora. Eso tenía una extraña importancia para mí. Así que buscaría a Veraz porque tenía que hacerlo, porque era mi rey y lo amaba, y porque me necesitaba. Pero encontrarlo no señalaba ya el fin de mi viaje, sino el comienzo. Cuando encontrara a Veraz, podría dar media vuelta y volver a casa. Por un momento, me olvidé de Regio.

Eso pensaba en ocasiones, y cuando lo hacía caminaba tras las ovejas envuelto en su polvareda y su hedor, y esbozaba una sonrisa sin separar los labios tras el pañuelo que me ocultaba la cara. A veces, cuando me acostaba solo por la noche, sólo podía pensar en la calidez de una mujer, un hogar y una hija propios. Creo que sentía cada legua que se extendía entre nosotros. La soledad era algo que me roía por dentro en tales ocasiones. Ansiaba conocer hasta el último detalle de lo que estaba ocurriendo. Cada noche, cada instante de silencio me sentía tentado de sondear con la Habilidad. Pero ahora comprendía la advertencia de Veraz. Si habilitaba con ellas, la camarilla de Regio las encontraría igual que a mí. Regio no vacilaría en utilizarlas contra mí de cualquier manera que pudiera imaginar. Así que me consumía la ansiedad por saber de ellas, pero no me atrevía a saciar ese apetito.

Llegamos a una aldea que apenas si merecía calificarse de tal. Había brotado como un mágico anillo de hongos en torno a un manantial de aguas profundas. Contaba con una posada, una taberna e incluso varios comercios, todo dirigido a los viajeros, con algunas casas diseminadas alrededor. Llegamos allí a mediodía y Madge anunció que íbamos a tomarnos un descanso y no reanudaríamos la marcha hasta la mañana siguiente. Nadie se opuso. Cuando dimos de beber a los animales, trasladamos nuestras bestias y carros a las afueras del pueblo. El titiritero decidió aprovechar la ocasión y proclamó en la taberna y la posada que su compañía iba a representar una obra para toda la ciudad, tras la que se aceptarían propinas. Estornino ya había encontrado su rincón en la taberna y estaba presentando algunas baladas de Gama a esas gentes de Lumbrales.

Me conformé con permanecer con las ovejas en las afueras de la ciudad. No tardé en quedarme solo en el campamento. No me importaba. El dueño de los caballos me había ofrecido un cobre extra si los vigilaba. No necesitaban apenas vigilancia. Andaban con dificultad, pero aun así, todos los animales agradecían la posibilidad de descansar un momento y rumiar el pasto que pudieran encontrar. El toro estaba encerrado en un cercado e igualmente atareado buscando hierba.

Estar solo y sin hacer nada me producía una especie de paz. Estaba aprendiendo a cultivar la serenidad espiritual. Ya era capaz de recorrer grandes distancias sin pensar en nada en particular. Eso hacía que mi interminable espera resultase menos dolorosa. Me senté en la cola de la carreta de Damon y contemplé a los animales y las suaves ondulaciones de la llanura salpicada de arbustos.

La paz no duró mucho. Al acabar la tarde, el carro del titiritero llegó traqueteando al campamento. Sólo maese Dell y la más joven de los aprendices viajaban en él. Los demás se habían quedado en la ciudad para beber, charlar y divertirse en general. Pero las voces del director de la compañía pronto me indicaron que su joven aprendiz se había puesto en evidencia olvidando algunos versos y ejecutando movimientos incorrectos. Su castigo consistiría en quedarse en el campamento con el carromato. A esto añadió varios correazos. El restallar del cuero y los hipidos de la muchacha resultaban audibles por todo el campamento. Hice una mueca al segundo golpe y me puse de pie al tercero. No sabía qué era lo que me proponía hacer, y lo cierto es que me sentí aliviado cuando vi que el director se alejaba del carro a largas zancadas y volvía a la ciudad.

La joven lloraba ruidosamente mientras desataba los caballos y recogía los arreos. Me había fijado antes en ella, de pasada. Era el miembro más joven de la compañía, no tendría más de dieciséis años, y parecía ser la que más tiempo pasaba bajo la correa del director. No es que eso tuviera nada de extraño. No era infrecuente que un maestro tuviera que azotar a sus aprendices para motivarlos a desempeñar sus tareas. Ni Burrich ni Chade me habían castigado con la correa, pero sí había recibido mi ración de coscorrones y pescozones, y alguna que otra patada por parte de Burrich si le parecía que no me estaba dando la suficiente prisa. El titiritero no era peor que muchos maestros que había visto, y sí más amable que algunos. Todos sus pupilos estaban bien alimentados y vestidos. Supongo que lo que me irritaba de él era que nunca parecía conformarse con un solo azote. Siempre eran tres, o cinco, o incluso más cuando estaba de mal humor.

La tranquilidad de esa noche se había esfumado. Mucho después de que terminara de arreglar los caballos, sus profundos sollozos rompían el silencio. Transcurrido algún tiempo no pude seguir soportándolo. Me dirigí a la parte posterior de su carromato y llamé con los nudillos a la portilla. El llanto cesó con un sorbo por la nariz.

—¿Quién es? —preguntó con voz ronca.

—Tom el pastor. ¿Estás bien?

Esperaba que respondiera que sí y me dijera que me fuese. En vez de eso abrió la puerta después de un momento y se quedó allí plantada, mirándome. Le goteaba sangre de la barbilla. Un vistazo me bastó para saber lo que había ocurrido. El extremo de la correa se le había enroscado en el hombro y la punta le había abierto la mejilla. No creía que el dolor fuese insoportable, pero supuse que la cantidad de sangre contribuía a asustarla. Vi un espejo apoyado en una mesa a su espalda y un paño ensangrentado a su lado. Por un momento nos quedamos mirándonos sin decir nada. Entonces:

—Me ha desfigurado la cara —sollozó.

No se me ocurría qué decir. Subí al carromato y la sujeté por los hombros. La senté. Había estado utilizando un trapo seco para enjugarse el rostro. ¿Es que no tenía luces?

—Quédate quieta —le dije con aspereza—. Y procura calmarte. Enseguida vuelvo.

Cogí su paño y lo empapé en agua fresca. Entré de nuevo y le limpié la sangre. Como sospechaba, el corte no era grande, pero sangraba profusamente como suele ocurrir con los cortes en la cara y el cuero cabelludo. Doblé el trapo hasta formar un cuadrado y lo apreté contra su mejilla.

—Sostenlo ahí. Aprieta un poco, pero no lo muevas. Ahora vuelvo. —Levanté la cabeza para descubrir sus ojos, cuajados de lágrimas, clavados en la cicatriz que me cruzaba la mejilla. Añadí—: Las pieles tan delicadas como la tuya no forman cicatrices tan fácilmente. Aunque te quede una marca, no será grande.

Por la forma en que desorbitó los ojos al escuchar mis palabras supe que había dicho exactamente lo que ella menos deseaba escuchar. Salí del carromato, recriminándome el haberme metido donde no me llamaban.

Había perdido todas mis hierbas curativas y el tarro de ungüento de Burrich cuando abandoné todas mis cosas en Puesto Vado. No obstante, me había fijado en una flor que se parecía un poco a una vara de oro atrofiada en la zona donde pastaban las ovejas, y unos tallos carnosos parecidos a la raíz sanguina. Así que arranqué uno de estos tallos, pero olía mal y el jugo que rezumaban las hojas era pegajoso en vez de gelatinoso. Me lavé las manos y busqué la vara de oro atrofiada. Olía bien. Me encogí de hombros. Me dispuse a recoger sólo un puñado de ellas, pero mientras lo hacía pensé que podía reponer en parte lo que había perdido. Parecía tratarse de la misma hierba, aunque crecía más pequeña y más desordenadamente en este suelo seco y pedregoso. Extendí mi cosecha en la cola del carromato e hice una selección. Dejé las hojas más carnosas puestas a secar. Molí las puntas más pequeñas entre dos piedras que limpié previamente y llevé la pasta resultante encima de una de las piedras al vehículo del titiritero. La muchacha la miró con desconfianza, pero asintió vacilante cuando le dije:

—Esto detendrá la hemorragia. Cuanto antes se cierre, más pequeña será la cicatriz.

Cuando se quitó el trapo de la cara vi que ya casi había dejado de sangrar. Mojé un dedo en la pasta cauterizante y se la unté de todos modos. Permaneció sentada sin moverse en todo momento, y de pronto me incomodó recordar que no tocaba a una mujer desde la última vez que vi a Molly. Esta joven tenía los ojos azules, muy abiertos, fijos en mi rostro. Aparté la cara de su ávida mirada.

—Listo. Ahora no lo toques. No te lo limpies, ni te pases los dedos, ni te lo laves. Deja que se forme una costra y procura no rascarte.

—Gracias —dijo con un hilo de voz.

—De nada —respondí, y me dispuse a marcharme.

—Me llamo Tassin —dijo a mi espalda.

—Ya lo sé. He oído cómo gritaba tu nombre.

Empecé a bajar los peldaños.

—Es un hombre horrible. ¡Lo odio! Me escaparía si pudiera.

No parecía el mejor momento para alejarme de ella sin más. Me apeé del carromato y me detuve.

—Sé que cuesta soportar los azotes cuando te esfuerzas al máximo. Pero… así están las cosas. Si huyes sin comida, sin un lugar donde dormir, mientras la ropa se te convierte en harapos, será peor. Procura hacerlo mejor, para que no tenga que pegarte con la correa.

Creía tan poco en mis palabras que casi no podía formarlas. Pero esas palabras parecían más adecuadas que animarla a irse y escapar. No sobreviviría ni un día en la pradera.

—No quiero hacerlo mejor. —Había encontrado un rescoldo de voluntad, para mostrarse desafiante—. No quiero ser titiritera. Maese Dell lo sabía cuando me compró.

Me encaminé hacia mis ovejas, pero ella bajó los peldaños y me siguió.

—En nuestro pueblo había un hombre que me gustaba. Me hubiera ofrecido ser su esposa, pero en esos momentos no tenía dinero. Era granjero, sabes, y era primavera. Ningún granjero tiene dinero en primavera. Le dijo a mi madre que le compraría mi mano en la época de la cosecha. Pero mi madre dijo que si ya era pobre con una sola boca que alimentar, más lo sería cuando tuviera dos. O más. Así que me vendió al titiritero, por la mitad de lo que habría pagado por cualquier otro aprendiz, porque yo no estaba dispuesta.

—En mi tierra es distinto —dije torpemente. No alcanzaba a comprender todo lo que me decía—. Los padres pagan a un maestro para que tome a su hijo como aprendiz, con la esperanza de que el niño pueda aspirar a una vida mejor.

Tassin se apartó el cabello del rostro. Era castaño claro, muy rizado.

—Eso he oído. Algunos lo hacen así, pero la mayoría no. Compran un aprendiz, por lo general uno que esté dispuesto, y si no da resultado siempre pueden venderlo como mano de obra. Entonces eres poco más que un esclavo durante seis años. —Sorbió por la nariz—. Algunos dicen que así el aprendiz se esfuerza más, si sabe que podría acabar fregando platos en una cocina o accionando el fuelle de una herrería durante seis años si su maestro no está satisfecho.

—Bueno. Me da que será mejor que te empiecen a gustar las marionetas —dije sin convicción.

Me senté en la cola del carro de mi señor y paseé la mirada por el rebaño. Ella se sentó a mi lado.

—Puedo esperar que alguien me compre a mi maestro —dijo con desánimo.

—Lo dices como si fueras una esclava —refunfuñé—. No es tan malo, ¿a que no?

—¿Hacer algo que te parece una estupidez, una día tras otro? —me preguntó—. ¿Y que te peguen por no hacerlo a la perfección? ¿En qué se diferencia eso de ser una esclava?

—Bueno, te dan de comer, donde dormir y con lo que vestirte. Y te ofrece la posibilidad de aprender algo, un oficio que te permitiría viajar por todos los Seis Ducados si fueras buena en ello. Podrías terminar actuando delante de la corte del rey en Torre del Alce.

Me miró con extrañeza.

—En Puesto Vado, querrás decir. —Suspiró y se arrimó a mí—. Me siento muy sola. Todos los demás quieren ser titiriteros. Se enfadan conmigo si me equivoco, dicen que soy una vaga y se niegan a hablarme si estropeo una actuación. Ninguno de ellos es amable conmigo. A ninguno le hubiera importado que me quedara una cicatriz en el rostro, no como a ti.

No sabía qué responder a eso. No conocía tan bien a los otros como para asentir o disentir. De modo que guardé silencio y nos quedamos sentados, mirando a las ovejas. El silencio se prolongó conforme la noche se volvía más oscura. Pensé que pronto debería encender una fogata.

—En fin —dijo tras unos cuantos minutos más de silencio—. ¿Cómo te hiciste pastor?

—Mis padres murieron. Mi hermana lo heredó todo. Yo no le caía muy bien, así que aquí estoy.

—¡Menuda zorra! —dijo con ferocidad.

Tomé aliento para defender a mi ficticia hermana, pero luego comprendí que así sólo conseguiría prolongar la conversación. Intenté discurrir algo que hacer, algún sitio al que ir, pero las ovejas y las otras bestias estaban justo delante de nosotros, pastando plácidamente. No tenía sentido esperar que los demás regresaran tan pronto. No con una taberna y caras nuevas con las que hablar tras cuatro días en la carretera.

Al final me disculpé alegando que tenía hambre y me levanté para recoger piedras, estiércol seco y palos para encender un fuego. Tassin insistió en cocinar. Yo no tenía tanta hambre, en realidad, pero ella comió con verdadero apetito, y fue generosa conmigo compartiendo los víveres del titiritero. Preparó además un cazo de té, y a la postre nos sentamos junto a la fogata bebiendo de pesadas jarras de porcelana roja.

De algún modo el silencio había adquirido un matiz diferente y ya no era incómodo, sino amigable. Era agradable sentarse y ver cómo preparaba la cena otra persona. Al principio ella había parloteado, preguntándome si me gustaba ese tipo de especia y si prefería el té cargado, aunque sin escuchar mis respuestas realmente. Tras parecer que aceptaba mi silencio, se puso a desvelar detalles más personales de sí misma. Con una especie de desesperación, habló de los días dedicados a aprender y practicar algo que no sentía ningún deseo de aprender ni practicar. Habló con renuente fascinación de la dedicación de los demás titiriteros, de su entusiasmo, que ella era incapaz de compartir. Se quedó sin palabras y sus ojos se fijaron en mí cargados de desolación. No era preciso que me explicara la soledad que sentía. Encauzó la charla hacia temas más intrascendentales, los detalles que la irritaban, los platos que no le gustaban, cómo olía siempre uno de los miembros de la compañía a sudor rancio, cómo le recordaba sus versos una mujer a fuerza de pellizcos.

Aun sus lamentaciones resultaban agradables de alguna manera, pues me ocupaban la mente con trivialidades y me impedían concentrarme en mis problemas, más acuciantes. Estar con ella era en cierto modo como estar con el lobo. Tassin vivía el presente, pensaba sólo en esa cena y esa noche, sin importarle demasiado nada más. Con estas consideraciones mi mente se desvió hacia Ojos de Noche. Sondeé suavemente hacia él. Podía sentirlo, en alguna parte, vivo, pero no podía percibir mucho más. Quizá la distancia que nos separaba fuese demasiado grande; quizá estuviese absorto en su nueva vida. Fuese por el motivo que fuera, su mente ya no estaba tan abierta a mí como antes. Quizá simplemente estuviera amoldándose a las costumbres de su manada. Intenté alegrarme porque hubiera encontrado una vida así para él, con muchos compañeros y posiblemente una pareja.

—¿Qué piensas? —preguntó Tassin.

Habló tan bajo que contesté sin pensar, sin dejar de mirar fijamente el fuego.

—Que a veces el saber que tus amigos y tu familia están bien, en alguna otra parte, sólo hace que te sientas más solo.

Se encogió de hombros.

—Yo procuro no pensar en ellos. Supongo que mi granjero encontró otra chica, una cuyos padres estuvieran dispuestos a esperar para vender su mano. En cuanto a mi madre, sospecho que sus planes no me incluían. No era tan mayor como para no pescar a otro hombre. —Se desperezó con un gesto curiosamente felino, giró la cabeza para mirarme a los ojos y añadió—: No tiene sentido pensar en lo que está lejos y en lo que no tienes. Así sólo te sentirás desdichado. Confórmate con lo que tienes ahora.

Nuestras miradas se cruzaron de repente. El significado de sus palabras era inequívoco. Por un instante me sentí desconcertado. Entonces se estiró para cruzar el espacio que nos separaba. Me puso una mano a cada lado del rostro. Su roce era suave. Me quitó el pañuelo de la cabeza y empleó ambas manos para retirarme el pelo de la cara. Me miró a los ojos mientras se humedecía los labios con la punta de la lengua. Dejó caer las manos por mis mejillas, mi cuello, hasta mis hombros. Estaba paralizado, como un ratón enfrentado a una serpiente. Se arrimó a mí y me besó, abriendo la boca contra la mía. Su fragancia era dulce como el incienso.

La deseé con una brusquedad que me mareó. No por ser Tassin, sino por ser mujer, por ser dulce, por estar cerca. Era lujuria lo que me poseía, y al mismo tiempo era algo más. Era como el ansia de la Habilidad que corroe a una persona, exigiendo intimidad y una comunión absoluta con el mundo. Estaba insoportablemente harto de sentirme solo. La atraje hacia mí tan deprisa que la oí jadear sorprendida. La besé como si pudiera devorarla y de algún modo estar menos solo al hacerlo. De pronto estábamos tendidos y ella emitía pequeños gemidos de placer que súbitamente cambiaron al tiempo que me empujaba apoyando las manos en mi pecho.

—Espera un momento —siseó—. Espera. Tengo una piedra debajo. Y no puedo estropear mi ropa, dame tu capa para que la extienda…

La observé con avidez mientras estiraba mi capa en el suelo frente a la fogata. Se tumbó encima y dio una palmadita a su lado.

—¿Y bien? ¿No vienes? —me preguntó con coquetería. Con voz más seductora, añadió—: Deja que te enseñe todo lo que puedo hacer por ti.

Se acarició el escote con ambas manos, invitándome a imaginar que eran las mías.

Si no hubiera dicho nada, si no nos hubiéramos detenido, si se hubiera limitado a mirarme tendida encima de mi capa… pero sus preguntas y su talante lo estropearon todo de repente. El espejismo de gentileza y proximidad se evaporó, reemplazado por el mismo tipo de desafío que podría ofrecerme un luchador armado con una porra en el campo de prácticas. No me considero mejor persona que nadie. No quería pensar, considerar nada. Ansiaba ser capaz de abalanzarme sin más sobre ella y poseerla, pero en cambio me oí preguntar:

—¿Y si te quedas embarazada?

—Oh —y se rió alegremente como si ni siquiera se le hubiera pasado por la cabeza esa posibilidad—. Entonces podrás casarte conmigo y comprarme a maese Dell. O no —añadió, al ver cómo cambiaba la expresión de mi rostro—. Librarse de un bebé no cuesta tanto como pueda pensar un hombre. Basta un poco de plata para costear las hierbas adecuadas… pero no hace falta que nos preocupemos de eso ahora. ¿Por qué preocuparse por algo que quizá no llegue a ocurrir nunca?

Eso, ¿por qué? La miré, deseándola con toda la lujuria acumulada en meses de soledad. Pero supe también que a cambio de ese apetito de compañía y comprensión, no me ofrecía más consuelo del que puede encontrar cualquier hombre en su mano. Meneé la cabeza despacio, más para mí que para ella. Sonrió con picardía y alargó un brazo hacia mí.

—No —pronuncié la palabra con voz queda. Me miró, tan sorprendida e incrédula que estuve a punto de reírme—. No es buena idea —dije, y al escuchar mis propias palabras, supe que eran ciertas. No había altanería en ellas, ni intención de ser eternamente fiel a Molly o vergüenza por haber dejado ya a una mujer con la carga de tener que criar a una hija ella sola. Conocía esos sentimientos, pero no fueron ellos los que me dominaban entonces. Lo que sentía era un vacío en mi interior que sólo podría agrandarse si yacía con una desconocida.

—No es por ti —dije al ver cómo enrojecía de improviso y perdía la sonrisa—. Es por mí. Es por mi culpa.

Intenté infundir consuelo a mi voz. Era inútil.

Se levantó de repente.

—Eso ya lo sé, imbécil —dijo despechada—. Sólo pretendía ser amable contigo, nada más.

Se alejó del fuego con paso airado, perdiéndose enseguida entre las sombras. Oí cómo se cerraba de golpe la puerta del carromato.

Me agaché lentamente para recoger mi capa y sacudirle el polvo. Se había levantado el viento y la noche se había vuelto más fría. Me cubrí los hombros y volví a sentarme para contemplar las llamas de la fogata.