10

La Feria de Empleo

La esclavitud es una tradición en los Estados de Chalaza, y forma el eje de gran parte de su economía. Afirman que los prisioneros de guerra constituyen su principal fuente de esclavos. Sin embargo, una gran cantidad de los esclavos que escapan a los Seis Ducados hablan de cómo fueron capturados en incursiones piratas contra sus tierras de origen. La postura oficial de Chalaza es negar que ocurran tales incursiones, aunque también niegan oficialmente que hagan la vista gorda con los piratas que operan en las Islas del Comercio. Ambas cosas están estrechamente relacionadas.

La esclavitud nunca ha sido comúnmente aceptada en los Seis Ducados. Muchos de los primeros conflictos fronterizos entre Torote y los Estados de Chalaza en realidad estuvieron más relacionados con el tema de la esclavitud que con la demarcación de los territorios. Las familias de Torote se negaban a aceptar que los soldados heridos o capturados en la guerra hubieran de vivir como esclavos hasta el fin de sus días. Cualquier batalla que perdía Torote era seguida casi de inmediato por un segundo ataque salvaje contra los Estados de Chalaza para recuperar a los hombres perdidos en el primer combate. De este modo, Torote llegó a dominar muchas tierras originariamente pertenecientes a los Estados de Chalaza. La paz entre ambas regiones siempre es inestable. Chalaza protesta continuamente porque los vecinos de Torote no sólo cobijan a esclavos fugitivos, sino que alientan a los demás a escapar. Ningún monarca de los Seis Ducados ha negado nunca que esto sea verdad.

Lo único que me impulsaba ahora era llegar hasta Veraz, en algún lugar del Reino de las Montañas. Para conseguirlo, tendría que atravesar antes todo Lumbrales. No iba a ser tarea fácil. Aunque la región alrededor del río Vin es suficientemente grata, cuanto más se aleja uno del Vin más árido se torna el paisaje. Las tierras cultivables dan paso a grandes extensiones de lino o cáñamo, pero más allá de éstas hay vastas zonas de tierra agreste y despoblada. El interior del ducado de Lumbrales, sin ser un desierto, es llano y seco, transitado únicamente por las tribus nómadas que trashuman en busca de pastos. Incluso ellas lo evitan cuando pasan las «épocas verdes» del año, para congregarse en aldeas temporales junto a los ríos o cerca de manantiales. En los días siguientes a mi fuga del Salón de Puesto Vado, llegué a preguntarme por qué se había molestado siquiera el rey Ejión en sojuzgar Lumbrales, por no hablar de anexionarlo a los Seis Ducados. Sabía que debía apartarme del Vin, enfilar al sudoeste hacia el Lago Azul, cruzar el amplio lago y seguir luego el río Frío hasta el pie de las montañas. Pero no era viaje para un hombre solo. Y sin Ojos de Noche, eso es lo que era.

No hay ciudades de gran tamaño en el interior, aunque sí poblaciones rudimentarias que subsisten durante todo el año cerca de los manantiales que salpican el terreno al azar. La mayoría sobreviven merced a las caravanas que pasan por sus proximidades. Existe el comercio, aunque escaso, entre las gentes del Lago Azul y el río Vin, y ése es el mismo camino que siguen los productos del pueblo de las montañas para llegar a los Seis Ducados. La táctica más evidente pasaba por unirme de alguna forma a una de esas caravanas. Pero lo más evidente no es siempre lo más sencillo.

Cuando llegué a la ciudad de Puesto Vado, pasaba por la clase de mendigo más pobre que cabría imaginar. Salí de allí engalanado, a lomos de uno de los mejores animales jamás criado en Torre del Alce. Pero un momento después de separarme de Dardo, la gravedad de mi situación empezó a hacerse palpable. Tenía la ropa que había robado y mis botas de cuero, mi cinturón y mi bolsa, un cuchillo y una espada, más un anillo y un medallón con su cadena. En la bolsa no mi quedaba ninguna moneda, aunque sí contenía utensilios para encender fuego, una piedra de amolar para mi cuchillo y una buena selección de venenos.

Los lobos no nacieron para cazar solos. Eso me había dicho Ojos de Noche una vez, y antes de que terminara la jornada llegué a apreciar lo acertado de su afirmación. Mi sustento ese día consistió en raíces de tallos de arroz y un puñado de nueces que alguna ardilla había guardado en un sitio demasiado obvio. Con sumo gusto me hubiera zampado a la ardilla, que se sentó por encima de mi cabeza para regañarme mientras saqueaba su despensa, pero carecía de los medos necesarios para cumplir ese deseo en realidad. En vez de eso, mientras aporreaba las nueces con una piedra para partirlas, reflexioné que una a una, había perdido todas mis ilusiones.

Antes me creía autosuficiente y astuto. Me enorgullecían mis aptitudes para el asesinato. Incluso, en el fondo, creía que aunque no pudiera dominar por completo mi talento para la Habilidad, era tan fuerte con ella como cualquiera de los miembros de la camarilla de Galeno. Pero privado de la generosidad del rey Artimañas y de las habilidades depredadoras de mi lobo, de la información confidencial y la sagacidad de Chade, y de los consejos de Veraz respecto a la Habilidad, lo único que veía era un hombre muerto de hambre vestido con ropas robadas, a medio camino entre Torre del Alce y las montañas, con pocas probabilidades de llegar más cerca de un sitio que de otro.

Por satisfactoriamente ominosos que fuesen esos pensamientos, no hacían nada por aliviar la perentoriedad de la orden que me había dado Veraz con la Habilidad. Ven conmigo. ¿Había sido su intención que esas palabras se grabaran a fuego en mi mente con tanta fuerza? Lo dudaba. Creo que sólo pretendía impedir que me matara en mi intento por asesinar a Regio. Así y todo ahora la compulsión estaba allí, enconándose como una punta de flecha. Infectaba incluso mi sueño con ansiedad, para que soñara a menudo con ir en busca de Veraz. No es que hubiera renunciado a mi ambición de matar a Regio; una decena de veces al día, urdía planes en mi cabeza, formas en que podría regresar a Puesto Vado y llegar hasta él desde una dirección inesperada. Pero todas esas intrigas comenzaban con el requisito «después de reunirme con Veraz». Simplemente se me antojaba inimaginable que hubiera nada más prioritario.

Varios y ávidos días río arriba de Puesto Vado hay una ciudad llamada Salabardo. Aun sin alcanzar el tamaño de Puesto Vado, se trata de un asentamiento próspero. Allí se curte un cuero de buena calidad, no sólo de piel de vaca, sino también del basto pellejo de los haragares. La segunda industria principal de la ciudad parecía ser la excelente cerámica originaria de los bancos de arcilla blanca que daban al río. Casi todo lo que uno esperaría que estuviese hecho de madera, cristal o metal en cualquier otro sitio está hecho de cuero o cerámica en Salabardo. No sólo los zapatos y los guantes, sino también los sombreros y otras prendas de vestir son de cuero allí, al igual que la tapicería de las sillas y aun los tejados y las paredes de los puestos del mercado. En los escaparates de las tiendas vi tajaderos, palmatorias e incluso cubos hechos de delicada cerámica vidriada, inscrito o pintado todo ello en cientos de estilos y colores distintos.

También encontré, al cabo, un pequeño bazar donde uno podía vender lo que quisiera sin necesidad de responder a demasiadas preguntas. Cambié mi lujoso atuendo por los pantalones holgados y la túnica de un obrero, más un par de medias. Debería haber hecho un mejor negocio, pero el hombre señaló varias manchas parduscas en los puños de la camisa, que suponía que eran imposibles de lavar. Y las mallas estaban dadas de sí por quedarme demasiado pequeñas. Podía adecentarlas, pero no estaba seguro de conseguir devolverlas a su forma original… Lo di por imposible y me contenté con el trueque que había hecho. Al menos esas ropas no pertenecían a un asesino fugado de la mansión del rey Regio.

En una tienda algo más abajo en la misma calle me separé del anillo, el medallón y la cadena por siete piezas de plata y siete cobres. No alcanzaba para cubrir el pasaje en una caravana que fuese a las montañas, pero era la mejor oferta de las seis que había recibido. La mujer gordezuela que me compró las alhajas alargó el brazo tímidamente para rozarme la manga cuando me disponía a marcharme.

—No os preguntaría esto, señor, si no viera que os encontráis en una situación desesperada —comenzó vacilante—. Por eso os pido que, por favor, no os sintáis ofendido por mi oferta.

—¿Cuál es? —pregunté.

Sospechaba que quería comprar la espada. Ya había decidido que no iba a separarme de ella. No conseguiría el dinero suficiente para compensar la desventaja de viajar desarmado.

Hizo un ademán recatado apuntando a mi oreja.

—Vuestro pendiente de hombre libre. Tengo un cliente que colecciona ese tipo de rarezas. Creo que ése pertenece al Clan de Butran. ¿Me equivoco? —lo preguntó tan dubitativamente como si esperara que yo pudiese montar en cólera de un momento a otro.

—No lo sé —respondí con sinceridad—. Es un regalo de un amigo. No es algo de lo que me desprendería a cambio de plata.

Esbozó una sonrisa comprensiva, más confiada de repente.

—Oh, ya sé que algo así vale su peso en oro. No os insultaría ofreciéndoos piezas de plata.

—¿Oro? —pregunté incrédulo. Acaricié la bolita que colgaba de mi oreja—. ¿A cambio de esto?

—Naturalmente —me aseguró sin dudarlo, creyendo que yo intentaba regatear—. Salta a la vista que se trata de un trabajo primoroso, como corresponde a la reputación del Clan de Butran. Aparte está su carácter extraordinario. El Clan de Butran concede la libertad a muy pocos esclavos. Incluso aquí, tan lejos de Chalaza, eso es bien sabido por todos. Cuando una persona luce los tatuajes de Butran, en fin…

Hizo falta muy poco para arrastrarla a una erudita conversación sobre el comercio de esclavos de Chalaza, los tatuajes de los esclavos y los pendientes de la libertad. Pronto se hizo evidente que deseaba el pendiente de Burrich, no para ningún cliente, sino para ella. Un antepasado suyo se había ganado la libertad. Ella aún conservaba el anillo de la libertad que le habían dado sus propietarios como indicativo visible de que había dejado de ser un esclavo. La posesión de semejante anillo, unido al último símbolo de clan tatuado en la mejilla del esclavo, era la única manera en que un antiguo esclavo podía viajar libremente por Chalaza, por no hablar de salir del país. Si el esclavo era problemático, se podía saber enseguida gracias al número de tatuajes que le poblaran el rostro, trazando así su historial de propiedad. De ese modo, ese «mapa facial» era sinónimo de que el esclavo había sido comprado y vendido a lo largo y ancho de Chalaza, que era un alborotador inútil salvo para las galeras o las minas. La mujer me pidió que me quitara el pendiente y le dejara echarle un vistazo para apreciar la delicadeza de la plata engarzada que constituía la red donde descansaba lo que era, sin lugar a dudas, un zafiro.

—Veréis —me explicó—, el esclavo no sólo tiene que ganarse la libertad, sino que debe pagar a su amo el precio de un pendiente así. Sin él, su libertad sería poco más que una correa más larga. No podría ir a ninguna parte sin que lo pararan en los controles, no podría aceptar trabajo alguno como hombre libre sin el consentimiento de su antiguo propietario. Éste ya no estaría obligado a proporcionarle comida ni refugio, pero el antiguo esclavo seguiría estando sometido a los dictados de su antiguo amo.

Me ofreció tres piezas de oro sin pensárselo dos veces. Eso era más que el precio del viaje en una caravana; podría comprar un caballo, un buen caballo, y no sólo unirme a cualquier caravana sino viajar en ella cómodamente. En vez de eso salí de la tienda antes de que se le ocurriera persuadirme con una oferta aún mayor. Con un cobre compré una hogaza de pan reseco y me senté a comerlo cerca de los muelles. Me preguntaba multitud de cosas. El pendiente probablemente había pertenecido a la abuela de Burrich. Éste había mencionado que ella había sido una esclava pero se había librado de esa vida. Me pregunté qué habría llegado a significar el pendiente para él, que se lo había regalado a mi padre, y qué había significado para mi padre, que lo había guardado. ¿Sabía Paciencia todo esto cuando me lo entregó a mí?

Soy humano. Me tentaba la oferta del oro. Reflexioné que si Burrich estuviera al corriente de mi situación, me diría que siguiera adelante y lo vendiera, que mi vida y mi seguridad tenían más valor para él que un pendiente de plata y zafiro. Podría conseguir un caballo, ir a las montañas, encontrar a Veraz y poner fin al apremio constante de su orden con la Habilidad, que era como un picor imposible de rascar.

Contemplé el río y me enfrenté finalmente a la enormidad del viaje que me aguardaba. Desde allí debía dirigirme al Lago Azul, atravesando para ello un páramo casi desierto. No sabía cómo iba a cruzar el Lago Azul. Al otro lado, los caminos forestales serpeaban entre las estribaciones adentrándose en los abruptos dominios del Reino de las Montañas. Debía llegar a Jhaampe, la capital, para conseguir de alguna manera una copia del mapa que había empleado Veraz. El mapa estaba basado en antiguos escritos guardados en la biblioteca de Jhaampe; quizá el original siguiera estando allí todavía. Sólo ese mapa podría guiarme hasta Veraz, en alguna parte del territorio desconocido que se extendía más allá del Reino de las Montañas. Necesitaría hasta la última moneda, hasta el último recurso que pudiera conseguir.

Pero a pesar de todo, decidí conservar el pendiente. No por lo que significaba para Burrich, sino por lo que había llegado a significar para mí. Era el último vínculo físico con mi pasado, con quien había sido, con el hombre que me había criado, incluso con el padre que lo había llevado puesto una vez. Me resultó extrañamente difícil obligarme a hacer lo que sabía que era lo más acertado. Estiré el brazo y abrí el diminuto broche que aseguraba el pendiente a mi oreja. Aún conservaba algunas tiras de seda de mi mascarada, y utilicé la más pequeña para envolver bien el pendiente y guardarlo en la bolsa de mi cinturón. La vendedora se había mostrado demasiado interesada en él y no lo olvidaría tan pronto. Si Regio decidía enviar rastreadores en mi busca, ese pendiente sería una de las características con que me describirían.

Después paseé por la ciudad, escuchando las conversaciones de la gente e intentando averiguar lo que necesitaba saber sin hacer preguntas. Me demoré en la plaza del mercado, deambulando ocioso entre los tenderetes. Me asigné la generosa cantidad de cuatro cobres y los gasté en lo que parecían lujos exóticos: una bolsita de hierbas para infusiones, frutos secos, un trozo de espejo, un cazo pequeño y una taza. Pedí corteza feérica en varias herboristerías, pero o bien no la conocían o bien en Lumbrales la llamaban de otra forma. Me dije que no pasaba nada, pues no esperaba necesitar sus cualidades reconstituyentes. Esperaba no equivocarme. En cambio adquirí con recelo algo llamado semillas de condurango que, según me aseguraron, era capaz de restaurar la vitalidad de una persona por fatigada que ésta estuviera.

Encontré a una trapera que me dejó revolver su carretilla por otros dos cobres. Encontré una capa maloliente pero aprovechable y unas mallas que prometían ser tan ásperas al tacto como cálidas. Cambié mis últimos jirones de seda amarilla por un pañuelo para la cabeza y, con muchos comentarios jocosos, la mujer me enseñó a anudármelo. Hice como antes, convertir mi capa en un hato donde transportar mis cosas, y me encaminé hacia los mataderos al este de la ciudad.

Nunca había olido una pestilencia semejante a la que encontré allí. Había corral tras corral tras corral de animales, verdaderas montañas de estiércol, el hedor de la sangre y los menudillos de los animales sacrificados, y la penetrante fetidez de las curtidurías. Por si el asalto a mi olfato no fuera suficiente, el aire estaba lleno asimismo del mugido de las reses, los chillidos de los haragares, el zumbido de las moscas de la carne y los gritos de las personas que trasladaban los animales de un corral a otro o los arrastraban al matadero. Por mucho que intentara prepararme para hacer frente a aquello, no lograba aislarme de la ciega miseria y el pánico de los animales a la espera. No sabían exactamente qué les aguardaba, pero el olor de la sangre fresca y los gritos de las demás bestias despertaban en ellos un terror equivalente al que había sentido yo tendido de bruces en el suelo de la mazmorra. Pero debía estar allí, pues allí era donde terminaban algunas caravanas, y también donde empezaban otras. La gente que había conducido sus animales hasta aquí para venderlos seguramente regresaría a sus lugares de origen. Muchos comprarían además otros productos para aprovechar mejor el viaje. Esperaba encontrar algún tipo de trabajo con alguna de esas personas, algo que me permitiera disfrutar de la compañía de una caravana al menos hasta el Lago Azul.

Pronto descubrí que no era el único que albergaba tales esperanzas. Había un improvisado puesto de empleo levantado entre dos tabernas que daban a los corrales. Algunas de las personas que hacían cola allí eran pastores que habían venido del Lago Azul con un rebaño, se habían quedado en Salabardo hasta agotar sus ganancias y ahora, sin dinero y lejos de casa, buscaban una forma de regresar. Para algunas de ellas, ésa era la rutina de su vida como trashumantes. Había algunos jóvenes, evidentemente en busca de aventuras, viajes y una oportunidad de despuntar por sus propios méritos. También se reunían allí las heces de la ciudad, gente incapaz de mantener un empleo fijo, o cuya personalidad les impedía vivir en el mismo sitio durante demasiado tiempo. No encajaba demasiado bien con ningún grupo, pero acabé sumándome al de los trashumantes.

Mi historia era que mi madre había fallecido recientemente y había legado sus tierras a mi hermana mayor, con la que yo no me llevaba muy bien. De modo que había partido en busca de mi tío, que vivía al otro lado del Lago Azul, pero se me había terminado el dinero antes de llegar. No, nunca había sido pastor, pero mi familia había sido lo bastante rica para tener caballos, reses y ovejas, y conocía los rudimentos de su cuidado y, como decían algunos, «tenía buena mano» con las bestias indóciles.

No me contrataron ese día. Ni a mí ni a muchos más, y la noche nos encontró a la mayoría acostados en el mismo sitio donde habíamos pasado todo el día. Un aprendiz de panadero se paseó entre nosotros con una bandeja llena de sobras, y me desprendí de otro cobre para degustar una barra larga de pan negro tachonada de semillas. La compartí con un hombre fornido cuyos pálidos cabellos insistían en escaparse de su pañuelo y taparle la cara. A cambio, Creece me ofreció un poco de carne seca, un trago del vino más horrible que había probado en mi vida, y numerosos chismorreos. Era un lenguaraz, una de esas personas que siempre adopta la postura más radical al hablar de cualquier tema y que nunca tiene conversaciones, sino discusiones con los demás. Puesto que yo tenía poco que contar, Creece pronto se enzarzó con las otras personas de nuestro alrededor en un acalorado debate sobre la situación política actual en Lumbrales. Alguien encendió una fogata, más para tener algo de luz que por necesidad de calentarse, y pasaron de mano en mano varias botellas. Me tendí de espaldas, con la cabeza apoyada en mi hato, y fingí dormitar mientras escuchaba.

Nadie mencionó las Velas Rojas, nadie habló de la guerra que se libraba en el litoral. Comprendí de pronto cuánto debían sentir esas personas el tener que pagar con sus impuestos a unos soldados que defendían una costa que ellas ni siquiera habían visto jamás, unos barcos de guerra que navegaban por un mar que ni siquiera alcanzaban a imaginar. Las áridas llanuras que separaban Salabardo del Lago Azul eran su océano, y esos pastores sus marineros. Los Seis Ducados no eran por naturaleza seis regiones de tierra unidas en un conjunto, sino un reino únicamente porque una fuerte sucesión de regentes las había comarcado con una frontera común y había decretado que fueran una sola. Si todos los ducados costeros cayeran en manos de los Corsarios de la Vela Roja, a esas personas no les podría importar menos. Seguiría habiendo rebaños que pastorear, y nauseabundo vino que beber; seguiría habiendo hierba, ríos y calles polvorientas. Inevitablemente hube de preguntarme qué derecho teníamos a obligar a esas personas a sufragar una guerra que se libraba tan lejos de sus hogares. Haza y Lumbrales habían sido conquistadas y añadidas a los ducados; no habían acudido a nosotros solicitando protección militar ni los beneficios del comercio. Tampoco es que hubiesen dejado de prosperar, libres de todos sus mezquinos caciques terrales, o de conseguir un nuevo mercado ávido de su carne, su cuero y sus cuerdas, ¿cuánta tela para velas, cuántos rollos de cuerda de cáñamo vendían antes de formar parte de los Seis Ducados? Pero aun así parecía que la compensación seguía siendo insuficiente.

Me harté de tales pensamientos. La única constante en su conversación eran las quejas por el embargo comercial a las montañas. Había empezado a quedarme dormido cuando agudicé el oído al escuchar las palabras «Hombre Picado». Abrí los ojos y ladeé ligeramente la cabeza.

Alguien lo había mencionado de la manera tradicional, como heraldo de desastres, comentando jocosamente que todas las ovejas de Hencil debían de haberlo visto, pues se le estaban muriendo en el redil antes de que el pobre hombre pudiera venderlas. Fruncí el ceño al imaginar los efectos de una enfermedad contagiosa en un espacio tan confinado, pero otro hombre se rió y dijo que el rey Regio había decretado que ver al Hombre Picado ya no era señal de mala suerte, sino de lo mejor que pudiera ocurrirle a nadie.

—Si yo viera a ese viejo harapiento, no me pondría pálido y saldría corriendo, sino que lo apresaría y se lo llevaría al rey en persona. Ofrece cien piezas de oro al que le entregue al Hombre Picado de Gama.

—Eran cincuenta nada más, cincuenta oros, no cien —lo interrumpió animadamente Creece. Bebió otro trago de su botella—. ¡Menuda historia, cien piezas de oro por un viejo canoso!

—No, son cien, sólo por él, y otros cien por el hombre lobo que le pisa los talones. Esta misma tarde lo he oído anunciar otra vez. Se colaron en la mansión del rey en Puesto Vado y asesinaron a varios guardias con la magia bestial. Les desgarraron la garganta para que el lobo pudiera beberse la sangre. Ése es al que buscan ahora como locos. Va vestido como un noble, dicen, con un anillo, un collar y un pendiente de plata. Tiene un mechón de pelo blanco que se ganó en una antigua batalla con nuestro rey, y una cicatriz que le cruza la cara, y la nariz rota de lo mismo. Sí, y un bonito tajo en el brazo que le hizo el rey esta vez.

Se escucharon varios murmullos de admiración ante estas palabras. Incluso yo tuve que admirar la audacia de Regio al afirmar aquello, mientras hundía el rostro en mi hato y me encogía como si estuviera durmiendo. Las habladurías continuaron.

—Seguro que nació con la Maña, claro que sí, y que puede convertirse en lobo cuando sale la luna. Duermen de día y andan de noche, claro que sí. Dicen que es una maldición que le echó al rey esa reina extranjera que expulsó de Gama por intentar robar la corona. El Hombre Picado, dicen, es medio espíritu, sustraído del cadáver del viejo rey Artimañas gracias a la magia de las montañas, y recorre todas las carreteras y calles, por todos los Seis Ducados, llevando la desgracia allí por donde pasa, con la cara del viejo rey en persona.

—Menudo montón de excrementos —dijo Creece asqueado.

Pegó otro trago. Pero a los demás les gustaba esa historia descabellada y se acercaron un poco más, susurrándole que siguiera, que continuara.

—Bueno, eso es lo que tengo entendido —rezongó el narrador—. Que el Hombre Picado es el medio espíritu de Artimañas, y que no podrá descansar en paz hasta que la reina de las montañas que lo envenenó esté también en su tumba.

—Entonces, si el Hombre Picado es el fantasma de Artimañas, ¿por qué ofrece el rey Regio una recompensa de cien oros por él? —inquirió Creece con amargura.

—Su fantasma no, su medio espíritu. Robó parte del espíritu del rey cuando éste estaba moribundo, y ahora el rey Artimañas no podrá descansar en paz hasta que el Hombre Picado haya muerto y el espíritu del rey pueda estar entero otra vez. Además, hay quienes dicen —y bajó más la voz— que el bastardo no murió de verdad, que camina todavía como hombre lobo. El Hombre Picado y él buscan vengarse del rey Regio, destruir el trono que no pudo usurpar, pues pretendía reinar junto a la Raposa tras desembarazarse de Artimañas.

Era la noche adecuada para ese tipo de historias. La luna flotaba baja en el firmamento, hinchada y naranja, mientras el viento nos acercaba los lamentos del ganado en sus corrales mezclado con la fetidez de la sangre podrida y las curtidurías. Las nubes, altas y deshilachadas, ocultaban a intervalos la faz de la luna. Las palabras del narrador me provocaron un escalofrío, probablemente por motivos distintos a los que se imaginaba. No dejaba de esperar que alguien me diera una patada, o exclamara: «Eh, fijaos bien en éste». Nadie hizo nada. El tono de la historia del hombre les hacía buscar ojos de lobo entre las sombras, no a un trabajador derrengado durmiendo en su seno. Sin embargo, mi corazón martilleaba en mi pecho mientras rememoraba mis pasos. El sastre donde me había cambiado de ropa reconocería esa descripción. La mujer del pendiente, seguramente. Incluso la vieja trapera que me había ayudado a anudarme el pañuelo en la cabeza. Algunos no querrían llamar la atención, algunos querrían evitar el enfrentarse los guardias del rey. A algunos no les importaría, no obstante. Tendría que comportarme como si no les importase a ninguno.

El narrador seguía hablando, adornando su relato de las pérfidas ambiciones de Kettricken y de cómo se había acostado conmigo para engendrar un hijo que pudiéramos utilizar para reclamar el trono. Había desprecio en la voz del narrador cuando se refería a Kettricken, y nadie desmentía sus palabras. Incluso Creece, a mi lado, se mostraba condescendiente, como si esas extravagantes conspiraciones fueran del domino público. Confirmando mis peores temores, Creece habló de repente.

—Lo cuentas como si todo eso fuera nuevo, pero todos sabíamos que su bombo no era obra de Veraz, sino del bastardo de la Maña. Si Regio no hubiera expulsado a la zorra de las montañas, al final habríamos acabado con otro príncipe Picazo a la espera de heredar el trono.

Eso suscitó un ronco murmullo de asentimiento. Cerré los ojos y me tendí boca arriba como si estuviera aburrido, esperando que mi inmovilidad y mis párpados cerrados pudieran ocultar la rabia que amenazaba con consumirme. Levanté los brazos para cerrar mejor el pañuelo alrededor de mi cabello. ¿Qué esperaba conseguir Regio dejando que circularan libremente unos rumores tan insidiosos? Sabía que ese tipo de ponzoña debía de proceder de él. No me fiaba de mi voz para formular ninguna pregunta, como tampoco deseaba parecer ignorante de lo que evidentemente era sabido por todos. De modo que permanecí quieto y escuché con feroz interés. Deduje que todos sabían que Kettricken había regresado a las montañas. La frescura del desprecio que sentían por ella me sugería que la noticia era reciente. Se murmuraba también que la bruja de las montañas tenía la culpa de que se hubieran cerrado los pasos a los honrados comerciantes de Haza y Lumbrales. Hubo quien osó decir incluso que ahora que el comercio con la costa se había interrumpido, las montañas veían la ocasión de acorralar a Lumbrales y Haza y obligarlas a aceptar sus condiciones o perder todas las rutas comerciales. Un hombre refirió que incluso una simple caravana escoltada por hombres de los Seis Ducados con los colores de Regio había sido rechazada en la frontera con las montañas.

Para mí, esas habladurías eran estúpidas a todas luces. Las montañas necesitaban el comercio con Haza y Lumbrales. Los cereales eran más importantes para los montañeses que la madera y las pieles de las montañas para estos habitantes de las tierras bajas. El libre comercio había sido una de las razones reconocidas para el enlace entre Kettricken y Veraz. Aunque Kettricken hubiera huido a las montañas, la conocía lo suficiente para saber sin lugar a dudas que ella no respaldaría la interrupción del comercio entre su pueblo y los Seis Ducados. Estaba demasiado ligada a ambos grupos, decidida a ser el sacrificio de todos ellos. Si había un embargo comercial, estaba seguro de que lo había declarado Regio. Pero los hombres que me rodeaban mascullaban acerca de la bruja de las montañas y de su cruzada contra el rey.

¿Fomentaba Regio una guerra con las montañas? ¿Había intentado enviar allí tropas armadas, camufladas de escoltas de comerciantes? Era una idea ridícula. Tiempo atrás mi padre había sido enviado a las montañas para formalizar las fronteras y los acuerdos de comercio con ellos, poniendo fin así a muchos años de disputas territoriales e invasiones. Aquellos años de combate habían enseñado al rey Artimañas que nadie podría adueñarse por la fuerza de los pasos y las vías de las montañas. A regañadientes elaboré ese pensamiento. Había sido Regio el que había sugerido a Kettricken como prometida para Veraz. Él se había encargado de viajar a su corte y seducirla para su hermano. Luego, al aproximarse el momento de la boda, había intentando asesinar a Veraz con la intención de arrebatar la novia a su hermano. Había fracasado, pero sólo unos pocos habían descubierto su conspiración. Sus posibilidades de reclamar para sí a la princesa Kettricken, y todo lo que ello implicaba, como su consiguiente herencia de la corona de las montañas, se le habían escurrido entre los dedos. Recordé una conversación que había escuchado una vez entre Regio y el traidor Galeno. Parecían creer que Haza y Lumbrales estarían mas seguras si lograban controlar los pasos de montaña que los respaldaban. ¿Acaso pensaba Regio ahora tomar por la fuerza lo que antes esperaba conseguir mediante el matrimonio? ¿Pensaba que podría generar el odio suficiente contra Kettricken para que sus seguidores creyeran que sólo estaban librando una guerra para vengarse de la bruja de las montañas, para mantener abiertas unas rutas comerciales fundamentales?

Regio, reflexioné, era capaz de creer cualquier cosa que deseara creer. Ebrio, con la cabeza nublada por el humo, no dudaba que ahora creía sus propios disparates. Cien oros por Chade, y otros cien por mí. Bien sabía yo lo que había hecho recientemente para que pusieran ese precio a mi cabeza, pero me preguntaba qué habría hecho Chade. En todos los años que había pasado a su lado, siempre había actuado de forma anónima, sin dejarse ver. Seguía sin tener nombre, pero su piel marcada de hoyos y su parecido con su hermanastro eran ya de dominio público. Eso significaba que alguien lo había visto en algún parte. Esperaba que estuviera sano y salvo esa noche, dondequiera que estuviese. Una parte de mí anhelaba regresar, volver a Gama y seguir su pista. Como si de alguna forma pudiera protegerlo.

Ven conmigo.

Daba igual lo que quisiera hacer, daba igual lo que sintiera, sabía que antes debía buscar a Veraz. Me hice esa promesa una y otra vez, y por fin pude sumirme en un sueño inquieto. Soñé, pero eran sueños pálidos, rozados por la Habilidad, que fluctuaban y cabriolaban como si estuvieran a merced de los vientos del otoño. Era como si mi mente hubiera cogido y mezclado los pensamientos de todas las personas a las que echaba de menos. Soñé que Chade tomaba el té con Paciencia y Cordonia. Llevaba puesta una túnica de seda roja cuajada de estrellas, cortada con un estilo muy antiguo, y sonreía cautivadoramente a las mujeres por encima de su taza, llevando la risa incluso a los ojos de Paciencia, aunque ésta parecía extrañamente cansada y exhausta. Luego soñé que Molly se asomaba a la puerta de una cabaña para observar a Burrich, que se arrebujaba en su capa para resguardarse del viento y le decía que no se preocupara, que no estaría fuera mucho tiempo y que cualquier trabajo pesado podría esperar a su regreso, que ella debería quedarse en casa y preocuparse sólo de ella. Aun con Celeridad soñé, que se había refugiado en las míticas Cuevas de Hielo del Glaciar Voraz en Osorno, donde se había escondido con los soldados que pudo reunir y con los refugiados de las guerras con los corsarios. Soñé que cuidaba de Fe, que yacía aquejada de fiebres con una herida de flecha enconada en el vientre. Soñé por último con el bufón, con su pálido semblante tornado marfil mientras se sentaba ante una chimenea y contemplaba fijamente las llamas. En su expresión no había lugar para la esperanza, y sentí que yo estaba dentro del fuego, asomado a la profundidad de sus ojos. En algún lugar, próximo, pero no muy cerca, Kettricken lloraba desconsoladamente. Mis sueños se marchitaron en mi mente, y después soñé con lobos que cazaban, cazaban, abatían un venado, pero eran lobos salvajes, y si mi lobo estaba entre ellos ahora les pertenecía, ya no era mío.

Desperté con dolor de cabeza y con tortícolis por culpa de una piedra encima de la que había dormido. El sol acababa de despuntar en el cielo, pero me levanté de todos modos para acercarme a un pozo y sacar agua para lavarme, y para beber toda la que pude tragar. Burrich me había dicho en cierta ocasión que beber mucha agua era un buen método para paliar el hambre. Era una teoría que tendría que poner a prueba ese día. Afilé mi cuchillo, pensé en afeitarme y al final decidí no hacerlo. Lo mejor sería dejar que la barba me cubriera la cicatriz lo antes posible. Me froté a regañadientes la áspera sombra que ya empezaba a irritarme. Volví al lugar donde los demás seguían durmiendo.

Empezaban a revolverse cuando apareció un hombrecillo gordinflón para anunciar con voz chillona que estaba dispuesto a contratar a alguien para que le ayudara a trasladar sus ovejas a otro redil. Era faena para una mañana, como mucho, y casi todos los hombres menearon la cabeza, deseando permanecer donde pudieran ser contratados para conducir algún rebaño hasta el Lago Azul. Casi suplicaba, diciendo que debía cruzar las calles de la ciudad con sus ovejas, de ahí que tuviera que hacerlo antes de que éstas comenzaran a llenarse de tráfico. Por último se ofreció a incluir el desayuno, y realmente creo que eso fue lo que me impulsó a asentir y seguirlo. Se llamaba Damon y habló durante todo el camino, haciendo aspavientos, explicándome innecesariamente lo mucho que quería que alguien se ocupara de sus ovejas. Era buen ganado, muy buen ganado, y no quería que resultaran heridas, ni que se pusieran nerviosas siquiera. Con calma, despacio, esa era la mejor manera de mover las ovejas.

Asentí a sus comentarios sin decir palabra y lo seguí hasta un redil situado casi al final de la calle del matadero.

Pronto comprendí por qué tenía tantas prisas por trasladar sus ovejas. El corral de al lado debía de haber pertenecido al desafortunado Hencil. Todavía balaban unas pocas ovejas en ese redil, pero casi todas estaban tumbadas, muertas o moribundas a causa de la tembladora. El hedor de su enfermedad añadía una nueva nota pestilente al resto de olores que inundaban el aire. Había algunos hombres allí, trasquilando los animales muertos para salvar lo que podían del rebaño. Estaban realizando un auténtico estropicio, dejando los animales desollados allí mismo, con los moribundos. Me recordaba espantosamente al campo de batalla, con los saqueadores que robaban a los muertos Aparté la vista del espectáculo y ayudé a Damon a reunir sus animales.

Intentar emplear la Maña con las ovejas es casi una pérdida de tiempo. Son muy frívolas. Incluso aquellas que parecen más plácidas lo son porque se les ha olvidado lo que estaban pensando. Las peores son capaces de mostrarse extraordinariamente suspicaces y recelan aun del gesto más inofensivo. La única manera de tratar con ellas es hacer lo mismo que los perros pastores. Convencerlas de que saben adonde quieren ir y animarlas a hacerlo. Me entretuve un momento pensando en cómo habría agrupado y conducido Ojos de Noche a esas bobas lanudas, pero el mero hecho de pensar en el lobo provoco que unas cuantas se detuvieran en seco de repente y miraran enloquecidas a su alrededor. Les sugerí que deberían seguir a las demás antes de que se perdieran y emprendieron la marcha como si las sorprendiera esa posibilidad, antes de mezclarse con el resto del rebaño.

Damon me había dado indicaciones aproximadas de nuestro destino, y una vara larga. Azoté el lomo y los flancos de las ovejas, corriendo y jadeando enseguida como un perro, mientras él encabezaba la marcha e impedía que el rebaño se dispersara en cada cruce de caminos. Nos llevó a una zona sita en las afueras de la ciudad, y allí metimos las ovejas en un cercado destartalado. En uno de los corrales había un toro rojo excelente, y seis caballos en otro. Tras recuperar el aliento, me explicó que al día siguiente se formaría allí una caravana que partía con rumbo al Lago Azul. Había comprado esas ovejas ayer mismo, y pretendía llevarlas a su hogar para sumarlas a sus rebaños. Le pregunté si necesitaría una mano para guiar las ovejas hasta el Lago Azul y me observó pensativo, sin contestar.

Cumplió su palabra en lo tocante al desayuno. Tomamos gachas de avena con leche, un plato sencillo que me supo a gloria. Nos atendió una mujer que vivía en una casa próxima a los corrales y se ganaba la vida vigilando los rebaños guardados allí y proporcionando comida, y a veces cama, a quienes cuidaban de ellos. Cuando terminamos de comer, Damon me explicó con gran dificultad que sí, lo cierto era que le haría falta una mano, quizá dos, para el viaje, pero que a juzgar por mi atuendo yo sabía poca cosa del trabajo que buscaba. Me había contratado esa mañana porque yo era el único que parecía verdaderamente despierto y dispuesto a realizar el trabajo. Le conté la historia de mi desalmada hermana y le aseguré que estaba familiarizado con el manejo de ovejas, caballos y vacas. Tras mucho vacilar y titubear, me contrató. Sus condiciones eran que me proporcionaría comida para el viaje, y al final del trayecto me pagaría diez piezas de plata. Me encargó que fuese a recoger mis cosas y a despedirme, pero que me asegurara de estar de vuelta allí al atardecer, o emplearía a otro en mi lugar.

—No tengo nada que recoger, ni nadie de quien despedirme —le respondí.

No me parecía prudente regresar a la ciudad, no después de lo que había escuchado la noche anterior. Deseaba que la caravana pudiera partir en ese mismo momento. Por un instante pareció sorprendido, pero luego decidió que se daba por satisfecho.

—Bueno, yo sí tengo qué recoger y de quién despedirme, así que te dejaré aquí al cuidado de las ovejas. Habrá que traerles agua; ésa era una de las razones por las que las dejé en los corrales de la ciudad, allí tienen una bomba. Pero no me hacía gracia que estuvieran tan cerca de las ovejas enfermas. Tú consígueles el agua, que yo encargaré a un hombre que les traiga un carro de heno. Cuida de que coman bien. Eso sí, ten presente que juzgaré cómo vamos a seguir juntos según cómo empieces conmigo… —Y así siguió un buen rato, contándome hasta el último detalle cómo quería que abrevaran los animales, y cuántas pilas distintas de paja hacían falta para asegurarse de que cada animal obtuviera su ración. Supongo que era lógico; yo no tenía pinta de pastor. Me hacía echar de menos a Burrich y su plácida asunción de que yo sabría cuál era mi trabajo y cómo debía hacerlo. Cuando se disponía a marcharse, se giró de repente—. ¿Y tu nombre, muchacho? —me preguntó.

—Tom —dije tras un instante de duda.

Paciencia había pensado llamarme así, antes de que yo aceptara el nombre de Traspié Hidalgo. Esa reflexión me trajo a la cabeza algo que me había espetado Regio en cierta ocasión. «Sólo estás un paso por encima del criador de perros anónimo que siempre has sido», se había burlado de mí. Dudaba que fuese a tener mejor opinión de Tom el pastor.

Había un pozo excavado, no muy cerca de los cerrales, con una cuerda muy larga amarrada a su cubo. Trabajando constantemente, conseguí llenar por fin el abrevadero. En realidad, lo llené varias veces antes de que las ovejas dejaran que siguiera repleto. Casi al mismo tiempo llegó una carreta cargada de heno y formé cuidadosamente cuatro montones de paja en las esquinas del redil. Fue otra tarea frustrante, pues las ovejas se agolpaban y devoraban cada pila en cuanto la creaba. Sólo pude establecer un montón en cada esquina cuando se hubo saciado hasta el cordero más famélico.

Maté la tarde sacando más agua del pozo. La mujer me prestó una gran olla para calentarla y un lugar recogido donde librarme de la mugre acumulada por el camino. Mi brazo sanaba bien. No estaba mal para tratarse de una herida mortal, me dije, y esperé que Chade no se enterara nunca de mi metedura de pata. Cómo se reiría de mí. Cuando me lavé, puse más agua a hervir, esta vez para lavar la ropa que había comprado a la trapera. Descubrí que la capa era en realidad de un gris mucho más claro de lo que pensaba. No conseguí desprender todo el mal olor, pero cuando la puse a secar olía más a lana mojada y menos a su antiguo propietario.

Damon no me había dejado provisiones, pero la mujer se ofreció a darme de comer si sacaba agua para el toro y los caballos, pues era una tarea que se había cansado de realizar en los últimos cuatro días. Eso hice, y me gané una cena de caldo y galletas, y una jarra de cerveza para remojarlo todo. Después fui a echar un vistazo a las ovejas. Al encontrarlas a todas tranquilas, la costumbre me hizo fijarme en el toro y los caballos. Me quedé apoyado en la cerca, contemplando a los animales, preguntándome cómo sería si ésa fuese toda mi vida. Eso me hizo darme cuenta de que no habría estado mal, no si hubiera tenido una mujer como Molly esperando a que volviera a casa por la noche. Una yegua blanca, alta y flaca, se acercó para frotar su hocico en mi camisa y pedirme que le rascara. La acaricié y descubrí que echaba de menos a una niña pecosa que solía llevarle zanahorias y la llamaba Princesa.

Me pregunté si alguien, en alguna parte, llegaba a vivir la vida que deseaba. Quizá Ojos de Noche lo hubiera conseguido por fin. De veras esperaba que fuera así. Le deseaba lo mejor, pero era lo bastante egoísta para esperar que a veces me echara de menos. Me pregunté con tristeza si sería ése el motivo por el que no había regresado Veraz. Quizá se había hartado de tronos y coronas y pretendía hacer borrón y cuenta nueva. Pero a la vez que lo pensaba sabía que no era así. Él no. Había ido a las montañas para conseguir la ayuda de los vetulus. Y si había fracasado en su misión, se le habría ocurrido otra idea. Y cualquiera que fuese ésta, me había llamado para que le ayudara a llevarla a cabo.