Asesino
El último Maestro de la Habilidad auténtico que educó a los nobles pupilos de Torre del Alce no fue Galeno, como afirman muchas escrituras, sino su predecesora, Solícita. Ésta había esperado, quizá durante demasiado tiempo, para seleccionar un aprendiz. Cuando escogió a Galeno ya había contraído la tos que habría de acabar con su vida. Hay quienes dicen que lo eligió empujada por la desesperación, a sabiendas de que se moría. Otros, que fue la reina Deseo la que se ocupó de que su predilecto progresara en la corte. En cualquier caso, Galeno llevaba apenas dos meses como aprendiz cuando Solícita sucumbió a su tos y murió. Puesto que algunos de los Maestros de la Habilidad anteriores habían servido como aprendices hasta siete años antes de conseguir el estatus oficial, fue muy precipitado que él se declarara Maestro de la Habilidad inmediatamente después de la muerte de Solícita. No parece plausible que ella pudiera haberle impartido todos sus conocimientos de la Habilidad y todo su potencial en tan poco tiempo. Nadie se opuso a su ascenso, no obstante. Aunque había estado ayudando a Solícita en el adiestramiento de los príncipes Hidalgo y Veraz, declaró su formación terminada tras el fallecimiento de Solícita. A partir de ese momento, rechazó cualquier sugerencia de entrenar a otros hasta el comienzo de la Guerra de la Velas Rojas, momento en que por fin cedió ante las exigencias del rey Artimañas y produjo su primera y última camarilla.
Al contrario que las camarillas tradicionales, que seleccionaban a sus miembros y su líder, Galeno creó la suya a partir de estudiantes que él mismo escogió personalmente y durante toda su vida ejerció un férreo control sobre ellos. Augusto, el cabecilla oficial de la camarilla, perdió su talento con la Habilidad en un accidente ocurrido durante una misión en el Reino de las Montañas. Serena, la siguiente en asumir el liderazgo tras la muerte de Galeno, pereció junto a otro miembro, Justin, durante los tumultos que siguieron al descubrimiento del asesinato del rey Artimañas. Will fue el siguiente en ostentar el mando de la que se había dado en llamar la Camarilla de Galeno. En esos momentos sólo quedaban tres miembros: el mencionado Will, Burl y Carrod. Parece probable que Galeno les hubiera impartido a los tres una lealtad incuestionable a Regio, pero esto no les impedía disputarse el favor de su rey.
Hacia el ocaso, ya había explorado a conciencia los terrenos exteriores de la mansión real. Había descubierto que cualquiera podía pasear libremente por los caminos inferiores, disfrutando de las fuentes y los jardines, de los macizos de tejo y los castaños, y que eso era precisamente lo que hacían numerosas personas vestidas con ricos ropajes. La mayoría me dedicaba miradas de severa desaprobación, otros con lástima, y el único guardia con librea que me encontré me recordó firmemente que no estaba permitido mendigar en los Jardines del Rey. Le aseguré que sólo había ido a contemplar los prodigios de los que tan a menudo había oído hablar. A cambio, él sugirió que con oír hablar de los jardines podíamos darnos por satisfechos los de mi ralea, y me indicó el camino más directo para salir de los jardines. Le di las gracias humildemente y me fui. Se quedó observándome hasta que el sendero me llevó detrás de un seto y lejos de su vista.
Mi siguiente incursión fue más discreta. Había considerado brevemente la posibilidad de secuestrar a uno de los jóvenes nobles que deambulaban entre las flores y los caminos de césped para procurarme sus ropas, pero al final había decidido no hacerlo. No era probable que encontrara a uno lo bastante delgado para que me sirvieran sus prendas, y el lujoso atuendo que lucían todos parecía requerir un montón de cordones y cintas de vivos colores. Dudaba que fuese capaz de ponerme una de esas camisas sin la ayuda de un valido, menos aún de poder quitársela a un hombre inconsciente. De todos modos, los tintineantes cascabeles de plata cosidos a los cordones de los puños no eran adecuados para el discreto trabajo de un asesino. En vez de eso, confié en los tupidos ramajes que cubrían las paredes bajas para cobijarme y avancé gradualmente colina arriba.
Al cabo encontré un muro de piedra pulida que rodeaba la cúspide de la colina. Era poco más alto de lo que podría alcanzar un hombre alto de un salto. No parecía que lo hubieran levantado pensando en interponer una barrera efectiva. No había plantas cerca, pero los tocones y raíces de árboles viejos evidenciaban que antaño lo habían agraciado viñas y arbustos. Me pregunté si Regio habría ordenado talarlos. Por encima de la pared podía ver las copas de numerosos árboles, de modo que me atreví a contar con su amparo.
Tardé casi toda la tarde en rodear el muro entero sin salir a terreno descubierto. Había varias puertas en él. La principal, muy elegante, tenía guardias con librea apostados que recibían a los carruajes que entraban y salían. A juzgar por el número de vehículos que llegaban, debía de haber algún tipo de festividad prevista para esa noche. Uno de los guardias se giró y soltó una risotada. Se me erizó el vello de la nuca. Por un momento me quedé paralizado, escudriñando desde mi parapeto. ¿Había visto antes ese rostro? Resultaba difícil saberlo a esa distancia, aunque la idea despertó una extraña mezcla de miedo y rabia en mi interior. Regio, me recordé. Regio era mi objetivo. Seguí adelante.
Varias de las puertas secundarias para las entregas y el servicio exhibían guardias con menos pompa, carencia que compensaban interrogando inquisitivamente a todo hombre y mujer que entraba o salía. Si mis ropas hubieran sido otras podría haberme hecho pasar por un criado, pero no me atrevía con mis harapos de pordiosero. En vez de eso, me aposté fuera de la vista de los guardias de la puerta principal y empecé a mendigar a los comerciantes que entraban y salían. Lo hacía sin decir palabra, simplemente acercándome a ellos con las manos ahuecadas y una expresión suplicante. Casi todos hacían lo que suele hacer la gente al vérselas con un pedigüeño. Me ignoraban y continuaban con sus conversaciones. Así descubrí que esa noche se celebraba el Baile Escarlata, que se habían contratado sirvientes extra, músicos y prestidigitadores para la ocasión, que la alegrosa había sustituido al meruéndano como humo favorito del monarca, y que el rey se había enfadado mucho por la escasa calidad de la seda amarilla que le había traído un tal Festro, mercader al que había amenazado con despellejar por atreverse a ofrecerle tan pobre mercancía. El baile era también una fiesta de despedida para el rey, que se embarcaba al día siguiente en un viaje de visita a su querida amiga lady Celestra en el Salón Ámbar del río Vin. Oí muchas más cosas, además, pero poco que estuviera relacionado con mis intenciones. Por si fuera poco, terminé ganándome un puñado de cobres por el tiempo empleado.
Regresé a Puesto Vado. Encontré toda una calle dedicada a confección de prendas de vestir. En la puerta trasera del taller de Fetro di con un aprendiz que estaba barriendo el umbral. Le di varios cobres a cambio de unos jirones de seda amarilla de varios tonos. Luego busqué la tienda más humilde de toda la calle, donde empleé hasta la última moneda que me quedaba en adquirir unos pantalones holgados, un guardapolvo y un pañuelo para la cabeza como había visto que llevaba el aprendiz. Me cambié de ropa en la misma tienda, convertí mi coleta de guerrero en una trenza alta y la oculté debajo del pañuelo, me calcé mis botas y salí del establecimiento convertido en otra persona. Mi espada colgaba ahora por dentro de mis pantalones. Resultaba incómodo, pero no demasiado evidente si andaba a grandes zancadas. Dejé mis ropas raídas y el resto de mi hato, con la excepción de mis venenos y otros útiles pertinentes, en un macizo de ortigas tras una garita hedionda sita en el patio trasero de una taberna. Emprendí de nuevo el camino al castillo de Puesto Vado.
No me permití un instante de vacilación. Fui directamente a la puerta de los comerciantes y guardé cola con el resto de las personas que esperaban a ser admitidas. Sentía el corazón martilleando contra mis costillas, pero afecté un porte sereno. Encomendé mi tiempo a estudiar lo que podía ver de la casa entre los árboles. Era inmensa. Antes me había asombrado que se dedicara tanta tierra cultivable a jardines decorativos y paseos. Ahora veía que los jardines eran simplemente el escenario de una vivienda que se extendía a lo alto y a lo ancho en un estilo completamente desconocido para mí. Nada en ella indicaba que fuese una fortaleza o un castillo; todo era confort y elegancia. Cuando llegó mi turno, saqué mis tiras de seda y dije que venía para traer las disculpas de Festro y unas muestras que esperaba fuesen del agrado del rey. Cuando un guardia malencarado señaló que Festro acostumbraba a presentarse en persona, repuse, algo malhumorado, que mi señor opinaba que sería mejor que fuese mi espalda, y no la suya, la que recibiese los latigazos si las muestras no complacían al rey. Los guardias se sonrieron y me permitieron la entrada.
Me apresuré a recorrer el sendero hasta pisar los talones a un grupo de músicos que habían pasado antes que yo. Los seguí a la parte posterior de la mansión. Me agaché para atarme los cordones de una bota mientras ellos pedían indicaciones y me incorporé justo a tiempo de seguirlos al interior. Me encontré en un pequeño recibidor, fresco y casi a oscuras tras el calor y la luz del sol de la tarde. Los seguí por un corredor. Los juglares hablaban y reían entre sí mientras apretaban el paso. Yo aminoré el mío y me rezagué. Cuando pasé junto a la puerta entreabierta de una habitación vacía, entré y la cerré sin hacer ruido a mi espalda. Inhalé hondo y miré a mi alrededor.
Era una salita pequeña. El mobiliario se veía desvencijado y falto de armonía, por lo que deduje que el cuarto estaba destinado a los criados o a los artesanos de visita. No podía contar con estar allí a solas por mucho tiempo. Había, sin embargo, varias alacenas de gran tamaño alineadas en la pared. Elegí un armario que no estuviera directamente a la vista de la puerta por si ésta se abría de repente, y reordené apresuradamente su contenido para sentarme en su interior. Me instalé con la puerta ligeramente entreabierta para tener algo de luz y me puse manos a la obra. Inspeccioné y organicé mis frasquitos y envoltorios de veneno. Emponzoñé mi cuchillo y el filo de mi espada y volví a enfundarlos con cuidado. Coloqué mi espada para que colgara por fuera de mis pantalones. Después me acomodé y me dispuse a esperar.
Parecía que hubieran pasado días antes de que el anochecer diese paso a la completa oscuridad. En dos ocasiones entró alguien brevemente en la sala, pero a tenor de sus chismorreos deduje que hasta el último criado estaba ocupado organizando la reunión de esa noche. Pasé el rato imaginándome cómo me mataría Regio si me descubriera. Varias veces estuve a punto de perder mi coraje. En cada una de ellas me recordé que, si desistía de mi empeño, tendría que vivir con ese temor hasta el fin de mis días. En vez de eso, intenté prepararme. Si Regio estaba allí, su camarilla seguramente andaría cerca. Realicé con meticulosidad los ejercicios que me había enseñado Veraz para escudar mi mente de otros hábiles. Me asaltó la tentación de sondear suavemente con mi Habilidad, sólo para ver si podía sentirlos. Me contuve. Dudaba que pudiera percibirlos sin delatarme. Y aunque lo detectara, ¿qué me diría eso que no supiera ya? Era mejor que me concentrara en protegerme de ellos. Me negué a pensar específicamente en lo que iba a hacer, por si captaban alguna traza de mis pensamientos. Cuando el cielo al otro lado de la ventana se ennegreció por entero y se cuajó de estrellas, salí de mi escondrijo y me arriesgué a salir al pasillo.
La música llenaba la noche. Regio y sus invitados estaban inmersos en sus festejos. Escuché unos instantes las tenues notas de una canción conocida sobre dos hermanas, una de las cuales ahogó a la otra. Para mí, lo extraordinario de la canción no era el arpa que podía tocarse sola, sino el bardo capaz de encontrar el cadáver de una mujer y sentir la inspiración de esculpir un arpa con su esternón. Después aparté eso de mi cabeza y me concentré en mi tarea.
Era un pasillo sencillo, de suelo de piedra y paneles de madera, iluminado con antorchas bastante separadas entre sí. Zona de servicio, deduje; no era lo bastante elegante para Regio y sus amistades. Eso no lo hacía más seguro para mí, no obstante. Necesitaba encontrar una escalera de servicio y subir a la segunda planta. Caminé pegado a la pared. Fui de puerta en puerta, deteniéndome para escuchar delante de cada una. En dos ocasiones oí a alguien dentro, mujeres conversando en una, el chasquido de un telar trabajando en otra. Abrí fugazmente y sin hacer ruido las puertas que no estaban cerradas con llave. Eran talleres en su mayoría, algunos dedicados al tejido o cosido de telas. En uno de ellos había un excelente paño azul despiezado sobre una mesa, listo para su confección. Al parecer Regio seguía encaprichado de las prendas delicadas.
Llegué al final del pasillo y me asomé a la esquina. Otro pasillo, mucho más amplio y elegante. El techo de escayola lucía adornos con forma de hojas de helecho. Recorrí a hurtadillas también ese corredor, escuchando frente a las puertas, asomándome precavidamente a algunas. Me estaba acercando, me decía. Encontré una biblioteca, con más libros de papel de vitela y pergaminos de los que hubiera imaginado que existían. Me detuve en una estancia donde sesteaban aves de brillante plumaje encerradas en jaulas extravagantes. Se habían colocado bloques de mármol blanco para crear estanques llenos de peces y nenúfares. Allí había bancos y sillas con cojines colocadas en torno a mesas de juego, e incensarios de humo sobre mesitas de madera de cerezo. Nunca hubiera podido imaginar una sala como aquélla.
Por fin llegué a un salón como era debido, con retratos enmarcados colgados en las paredes y el suelo de lustrosa pizarra negra. Me aparté cuando vi al guardia y me quedé quieto en una alcoba hasta que su cansino caminar lo condujo lejos de mí. Salí para pasar junto a todos aquellos nobles montados a caballo y damas con sonrisas afectadas inscritas en sus suntuosos marcos.
Entré en una antecámara. Había colgaduras en las paredes y mesitas que sostenían estatuas y jarrones de flores. Incluso los asideros de las antorchas eran más elaborados. Había pequeños retratos en marcos de oro a ambos lados de una chimenea con un trabajado dintel. Las sillas estaban colocadas cerca entre sí para permitir íntimas conversaciones. Aquí la música se escuchaba más alta, y pude oír también voces y risas. Pese a lo intempestivo de la hora, continuaban las celebraciones. En la pared opuesta había dos altas paredes labradas. Comunicaban con la sala de reuniones, donde reían y bailaban Regio y sus nobles. Me escondí tras una esquina cuando vi a dos sirvientes con librea que entraban por una puerta situada a lo lejos, a mi izquierda. Portaban bandejas cargadas de todo tipo de incensarios. Deduje que iban a sustituir a los que ya se habían consumido. Me quedé paralizado, escuchando sus pasos y su conversación. Abrieron las altas puertas y la música de las arpas y la narcótica fragancia del humo entraron con más fuerza. Los dos fueron tragados por las puertas al cerrarse. Me arriesgué a echar un vistazo de nuevo. Todo estaba despejado ante mí, pero a mi espalda…
—¿Qué haces aquí?
Se me cayó el corazón a los pies, pero me obligué a esbozar una sonrisa avergonzada mientras me giraba para encarar al guardia que había entrado en la sala detrás de mí.
—Señor, me he extraviado en el laberinto de pasillos de esta casa —dije candorosamente.
—¿Sí? Eso no explica por qué llevas una espada en la residencia del rey. Todo el mundo sabe que las armas están prohibidas, salvo para la Guardia del Rey. Antes vi cómo te colabas. ¿Pensabas que con todo el ajetreo ibas a poder infiltrarte y llenarte los bolsillos con todo lo que encontraras, ladrón?
Me paralizó el terror al ver cómo el hombre se aproximaba. Estoy seguro de que creyó haber descubierto mis intenciones a juzgar por mi expresión desencajada. Verde nunca habría sonreído de ese modo si pensara que estaba acercándose a un hombre al que había ayudado a moler a palos en una mazmorra. Su mano descansaba confiadamente en la empuñadura de su espada y sonreía con indolencia. Era un hombre atractivo, muy alto y rubio como tantas personas de Lumbrales. La insignia que lucía era el roble dorado de los Buenmonte de Lumbrales, con el alce de los Vatídico encima. De modo que Regio también había modificado su escudo de armas. Deseé que hubiera prescindido del alce.
Una parte de mí reparó en todas esas cosas mientras otra revivía la pesadilla de ser puesto en pie en volandas y sujetado para que ese hombre pudiera pegarme y tirarme al suelo una vez más. No era Perno, el que me había roto la nariz. No, Verde había sido el siguiente, el que me dejó sin sentido por segunda vez después de que Perno me dejara demasiado maltrecho para tenerme en pie por mí mismo. Se había erguido sobre mí y yo me había acobardado y alejado de él, intentando escabullirme en vano gateando por el frío suelo de piedra que ya estaba empapado con mi sangre. Recordé las blasfemias que había proferido entre risotadas cada vez que tenía que ponerme en pie para poder golpearme de nuevo.
—Por las tetas de Eda —musité para mí, y con esas palabras murió el miedo que me atenazaba.
—Veamos qué guardas en esa bolsa —dijo, y se acercó aún más.
No podía mostrarle los venenos que llevaba en mi bolsa. No podría explicar por qué los llevaba encima. No había embuste que pudiera librarme de ese hombre. Tendría que matarlo. De pronto todo era tan fácil.
Estábamos demasiado cerca del salón de reuniones. No deseaba hacer ningún ruido que pudiera alarmar o alertar a alguien. Así que me aparté de él, paso a paso, lentamente, describiendo un amplio círculo que me llevó a la cámara de la que acababa de salir. Los retratos nos escudriñaban mientras yo retrocedía vacilante frente al fornido soldado.
—¡Alto ahí! —me ordenó, pero sacudí la cabeza enloquecido en lo que confiaba que fuese una convincente exhibición de terror—. ¡He dicho que te estés quieto, ladronzuelo raquítico!
Miré de reojo por encima del hombro, luego a él de nuevo, desesperado, como si intentara reunir el coraje necesario para dar media vuelta y salir corriendo. La tercera vez que lo hice, se abalanzó sobre mí.
Lo estaba esperando.
Di un paso a un lado y descargué un codazo salvaje sobre sus riñones, añadiendo el impulso necesario a su embestida para que cayera de rodillas. Las oí chocar con estrépito contra el suelo de piedra. Profirió un rugido inarticulado de rabia y dolor. Podía ver cuánto lo enfurecía que el raquítico ladronzuelo osara golpearlo. Lo silencié bruscamente con una patada bajo la barbilla que le cerró la boca de golpe. Agradecí haberme puesto las botas. Antes de que pudiera emitir otro sonido desenfundé mi cuchillo y lo degollé. Barbotó desconcertado y levantó las manos en un vano intento por detener el cálido torrente de sangre. Me erguí sobre él y lo miré directamente a los ojos.
—Traspié Hidalgo —le dije en voz baja—. Traspié Hidalgo.
Abrió los ojos desmesuradamente al comprender de repente, aterrado, antes de perder toda expresividad cuando le abandonó la vida. De improviso era todo silencio y quietud, tan inerte como una piedra. Para mi sentido de la Maña, había desaparecido.
Venganza. Así de rápida era. Me quedé mirándolo, esperando sentir triunfo o alivio, o satisfacción. En vez de eso no sentía nada, me sentía tan carente de vida como él. Ni siquiera era carne que pudiera comer. Me pregunté con retraso si habría en alguna parte una mujer que hubiera amado a ese hombre atractivo, niños rubios cuya manutención dependiera de su salario. No es bueno para un asesino tener ese tipo de ideas; nunca me habían asaltado cuando ejecutaba la Justicia del Rey para Artimañas. Me las quité de la cabeza.
Se estaba formando un charco de sangre considerable en el suelo. Lo había silenciado rápidamente, pero éste era precisamente la clase de estropicio que deseaba evitar. Era un hombre corpulento y tenía mucha sangre en el cuerpo. Los pensamientos me invadían la mente mientras me debatía entre perder el tiempo preciso para ocultar su cadáver o aceptar el hecho de que sus compañeros no tardarían en echarlo de menos, con lo que podría aprovechar el hallazgo del cuerpo como distracción.
Al final me quité la camisa y enjugué toda la sangre que pude con ella. Luego la solté sobre su pecho y me limpié las manos en ella. Lo agarré de los hombros y lo arrastré hasta sacarlo del salón de los retratos, estremecido casi en todo momento con el esfuerzo que me suponía agudizar los sentidos para percatarme de la posible llegada de alguien. Mis botas no dejaban de resbalar en los suelos bruñidos y el sonido de mi respiración me atronaba los oídos. Pese a mis esfuerzos por quitar la sangre, dejábamos una pátina escarlata en el suelo a nuestro paso. En la puerta del cuarto de las aves y los peces, me obligué a escuchar bien antes de entrar. Contuve el aliento e intenté hacer caso omiso del martilleo de mi corazón que me sacudía los oídos. La estancia estaba libre de humanos, no obstante. Empujé la puerta con el hombro y metí a Verde en la habitación, antes de levantarlo y sumergirlo en uno de los estanques de piedra. Los peces salieron disparados en todas direcciones mientras su sangre se desleía en arremolinados hilachos en el agua clara. Me apresuré a lavarme las manos y el pecho en otro estanque, y luego salí por una puerta distinta. Seguirían el rastro de sangre hasta allí. Esperaba que perdieran algo de tiempo preguntándose por qué el asesino lo había arrastrado hasta ahí y lo había arrojado a un estanque.
Me encontré en una estancia desconocida. Miré rápidamente en rededor, al techo abovedado y las paredes revestidas de madera. Había una silla grandiosa en un estrado que se elevaba al otro extremo del cuarto. De modo que era algún tipo de sala de audiencias. Miré a mi alrededor para familiarizarme con mi entorno, y me quedé paralizado en el sitio. Las puertas labradas que había a mi derecha se abrieron de repente. Oí risas, una pregunta formulada en voz baja y una respuesta entrecortada por más risas. No había tiempo para esconderse ni sitio alguno tras el que refugiarse. Me aplasté contra uno de los tapices y me quedé inmóvil. El grupo entró en medio de una oleada de risas. Había una nota de indefensión en esas risas indicativa de que debían de estar borrachos o mareados por el humo. Pasaron justo por delante de mí dos hombres que se disputaban la atención de una mujer que sonreía con afectación y se reía tontamente tras un abanico teselado. Los tres iban vestidos de los pies a la cabeza con distintos tonos de rojo, y uno de los hombres lucía tintineantes cascabeles de plata no sólo en los puños, sino a lo largo de sus mangas holgadas hasta los hombros. El otro portaba un pequeño incensario de humo en un bastón ornamentado, parecido a un cetro. Lo agitaba adelante y atrás frente a ellos mientras caminaban para que estuvieran envueltos en todo momento en sus dulzones vapores. Dudaba que hubieran reparado en mi presencia aunque me hubiese plantado frente a ellos dando volteretas. Al parecer Regio había heredado la afición de su madre por los intoxicantes, y la estaba convirtiendo en una moda en la corte. Permanecí inmóvil hasta que pasaron de largo. Se dirigían a la sala de las aves y los peces. Me pregunté si descubrirían a Verde en el estanque. Supuse que no.
Me acerqué a hurtadillas a la puerta por la que habían entrado los cortesanos y la crucé sigilosamente. Me encontré de improviso en un gran recibidor. El suelo era de mármol y me quedé patidifuso al imaginar cuánto habría costado transportar toda esa piedra hasta Puesto Vado. El techo era elevado y estaba enyesado, con dibujos de flores y hojas inmensas grabados en la escayola. Había ventanas arqueadas de cristal tintado, oscuras ahora por ser de noche, pero entre ellas colgaban unos tapices que refulgían con unos colores tan vivos como para semejar ventanas a otro tiempo y lugar. Todo estaba iluminado por candelabros cuajados de cristales rutilantes que colgaban de cadenas doradas. En ellos ardían cientos de velas. Había estatuas distribuidas en pedestales a intervalos por toda la sala y, a juzgar por su aspecto, la mayoría pertenecían a los antepasados Buenmonte de Regio por parte materna. Pese al peligro en que me encontraba, la majestuosidad del cuarto me dejó embelesado por un momento. Entonces alcé la mirada y vi la amplia escalinata. Ésa era la escalera principal, no la escalera de servicio que buscaba. Diez hombres podrían subirla fácilmente hombro con hombro. La madera de las balaustradas era oscura y estaba llena de nudos enrevesados, pero relucía con un lustre marcado. Una gruesa alfombra caía por el centro de los escalones como una cascada azul.
El recibidor estaba vacío, igual que la escalera. No me di tiempo para vacilar, sino que crucé la estancia en silencio y subí la escalinata. Había recorrido la mitad cuando oí el grito. Era evidente que sí habían descubierto a Verde. Al alcanzar el primer rellano, oí voces y pasos apresurados que procedían de mi derecha. Huí hacia la izquierda. Llegué a una puerta, pegué la oreja a ella, no oí nada y me colé dentro, todo en menos tiempo del que se tarda en narrarlo. Me quedé quieto en la oscuridad, con el corazón acelerado, dando gracias a Eda, a El y a cualquier otro dios que pudiera existir porque la puerta no hubiera estado cerrada con llave.
Permanecí inmóvil en la oscuridad, con la oreja pegada a la gruesa puerta, intentando escuchar algo más que el martilleo de mi corazón.
Oí gritos procedentes de abajo, y botas que bajaban por la escalera. Transcurrió un momento y oí una voz autoritaria impartiendo órdenes a gritos. Me dirigí de puntillas adonde la puerta al abrirse me ocultaría al menos temporalmente y aguardé, conteniendo el aliento, con las manos temblando. El miedo se agolpó en mi interior como una negrura repentina, amenazando con engullirme. Sentí cómo se balanceaba el suelo bajo mis pies y me agazapé apresuradamente para no desplomarme desvanecido. El mundo daba vueltas a mi alrededor. Me encogí, abrazándome y cerrando los ojos con fuerza, como si de alguna manera así pudiera esconderme mejor. Me cubrió una segunda oleada de temor. Me hundí el resto del camino hasta el suelo y caí de costado, conteniendo apenas mis sollozos. Me ovillé, soportando un dolor tremendo en el pecho. Me moría. Iba a morirme y jamás volvería a verlos de nuevo, ni a Molly, ni a Burrich, ni a mi rey. Debería haber ido con Veraz. Ahora lo sabía. Debería haber ido con Veraz. Quise gritar y llorar, pues de pronto estaba seguro de que nunca podría escapar, de que me encontrarían y me torturarían. Me descubrirían y me matarían muy, muy despacio. Experimenté un impulso casi irresistible de incorporarme de un salto y salir corriendo de la habitación, de cargar contra los guardias espada en ristre y obligarles a acabar con mi vida rápidamente.
Tranquilo. Intentan engañarte para que te descubras. La Habilidad de Veraz era tan fina como la tela de una araña. Se me cortó la respiración, pero tuve el acierto de quedarme inmóvil.
Tras lo que se me antojó una eternidad, mi ciego terror remitió. Inspiré una larga y trémula bocanada de aire y fue como si volviera en mí de nuevo. Cuando oí las voces y los pasos al otro lado de la puerta, mí temor arreció otra vez, pero me obligué a no moverme y escuchar.
—Estaba seguro —dijo un hombre.
—No. Se fue hace rato. Si lo encuentran, será en los jardines. Nadie podría burlarnos a los dos. Si estuviera todavía en la casa, lo habríamos descubierto.
—Te digo que había algo.
—Nada —insistió la otra voz, ya con cierto enojo—. No he sentido nada.
—Compruébalo otra vez.
—No. Es una pérdida de tiempo. Creo que estás confundido.
La rabia del primer hombre era evidente pese a lo apagado de sus voces.
—Ojalá, pero me temo que no es así. Si estoy en lo cierto, habremos dado a Will la excusa que andaba buscando.
También había ira en la voz del segundo hombre, aunque mezclada con una plañidera autocompasión.
—¿Qué excusa? Ése no las necesita. Nos vilipendia delante del rey siempre que puede. Oyéndolo hablar, cualquiera diría que él fue el único que se sacrificó al servicio del rey Regio. Una doncella me contó ayer que ya no se anda con rodeos al respecto. Tú, dice, eres un gordinflón, y a mí me acusa de todas las debilidades de la carne que pueda tener una persona.
—Si no estoy tan delgado como un soldado es porque no soy un soldado. No es mi cuerpo lo que sirve al rey, sino mi mente. Más le valdría mirarse bien a sí mismo antes de buscarnos faltas a nosotros, él, que sólo tiene un ojo sano.
El lloriqueo era ya inconfundible. Burl, comprendí de repente. Burl hablando con Carrod.
—Bueno. Me alegra que esta noche al menos no pueda culparnos de nada. Aquí no hay nada fuera de lugar, que yo detecte. Consigue que uno se asuste hasta de su propia sombra y vea peligros detrás de cada esquina. Tranquilízate. Ahora es asunto de los guardias, no nuestro. Seguramente descubrirán que ha sido obra de algún marido despechado u otro soldado. Tengo entendido que Verde ganaba a los dados con sospechosa frecuencia. A lo mejor por eso lo han dejado en el cuarto de juegos. Así que si me disculpas, regreso con la agradable compañía de la que me has separado.
—Pues vete ya, si no sabes pensar en otra cosa —dijo malhumorado el llorica—. Pero cuando tengas un rato libre, creo que haríamos bien en discutir ciertos asuntos. —Al cabo, Burl añadió—: Estoy tentado de ir a buscarlo ahora mismo. Que cargue él con el problema.
—Lo único que conseguirías es ponerte en ridículo. Cuando te preocupas tanto sólo te rindes a su influencia. Deja que pronuncie sus advertencias y sus ominosos vaticinios, que pase en guardia cada instante de su vida. Oyéndolo, se diría que su vigilancia es cuanto necesita el rey. Pretende contagiarnos ese temor. Tu pataleta seguramente lo complazca enormemente. Guarda con cuidado esas ideas.
Oí cómo se alejaban unos pasos apresuradamente. El tronar en mis oídos se redujo un poco. Transcurrido un momento, oí cómo se iba el otro hombre, caminando más pensativamente y musitando para sí. Cuando dejé de oír sus pasos, sentí como si me hubieran quitado un peso enorme de encima. Tragué saliva con dificultad y calculé mi próximo movimiento.
Una luz tenue se filtraba por las altas ventanas. Pude distinguir la cabecera de una cama, con las mantas dobladas para exponer las sábanas blancas. Estaba vacía. En la esquina se apreciaba la oscura silueta de un armario, y junto a la cama había un aparador con una palangana y una jarra.
Me obligué a serenarme. Inspiré profundamente para calmarme y me puse de pie en silencio. Tenía que encontrar la antecámara de Regio, me recordé. Sospechaba que estaría en esa planta, con los aposentos de los criados en los niveles más altos de la casa. El sigilo me había ayudado a llegar hasta allí, pero quizá fuese siendo hora de ser más audaz. Me acerqué al armario de la esquina y lo abrí sin hacer ruido. La suerte volvía a sonreírme; era la habitación de un hombre. Palpé las distintas prendas, buscando una tela que me pareciera útil. Tenía que darme prisa, pues supuse que el dueño de esa ropa estaría abajo en los festejos y podría regresar en cualquier momento. Encontré una camisa de color claro, mucho más emperifollada en los puños y el cuello de lo que hubiera deseado, pero con las mangas de la longitud adecuada. Conseguí ponérmela, así como un par de pantalones más oscuros que me quedaban demasiado anchos. Me ceñí el cinturón y esperé que no resultaran demasiado extravagantes. Había un tarro de pomada perfumada. La empleé para echarme el pelo hacia atrás con los dedos y me hice una coleta nueva, descartando el pañuelo del comerciante. Casi todos los cortesanos que había visto antes lucían rizos aceitosos como acostumbraba a hacer Regio, pero algunos de los más jóvenes llevaban el cabello recogido en la nuca. Rebusqué en varios cajones. Encontré una especie de medallón sujeto con una cadena y me lo puse. Había un anillo, demasiado grande para mi dedo, pero eso no importaba. Pasaría inadvertido frente a cualquier escrutinio casual y esperaba no llamar demasiado la atención. Estarían buscando a un hombre con el pecho al descubierto, con pantalones bastos a juego con la camisa ensangrentada de la que me había desprendido. Me atreví a confiar en que lo estarían buscando en la calle. Me detuve en el umbral, tomé aliento y abrí lentamente la puerta. El pasillo estaba vacío y salí.
Una vez a la luz me contrarió descubrir que los pantalones eran de un verde oscuro y la camisa de un amarillo mantecoso. No resultaba más llamativo que los atuendos que había visto antes, pero difícilmente podría mezclarme con los invitados a ese Baile Escarlata. Aparté resueltamente esa preocupación de mi cabeza y emprendí la marcha por el pasillo, caminando con indiferencia pero con decisión para buscar una puerta que fuese más grande y estuviera más adornada que las demás.
Me arriesgué a intentar abrir la primera que encontré y descubrí que no estaba cerrada con llave. Entré, sólo para encontrarme en una sala donde una inmensa arpa y varios instrumentos musicales más parecían esperar a sus músicos. Varias sillas con cojines y sofás ocupaban el resto de la estancia. En todos los cuadros se veían aves canoras. Meneé la cabeza, aturdido por las interminables riquezas de esa casa. Proseguí mi búsqueda.
Mi nerviosismo hizo que el pasillo se alargara sin cesar ante mí. Me obligué a caminar sin prisa y con confianza. Dejé atrás una puerta tras otra, tanteando unas pocas con cautela. Las habitaciones de mi izquierda parecían ser dormitorios, en tanto las de mi derecha eran salas más grandes, bibliotecas, comedores y cuartos por el estilo. El pasillo no estaba iluminado con antorchas encajadas en las paredes, sino con velas depositadas en lámparas de cristal. Las colgaduras de las paredes eran de ricos colores, y a intervalos había hornacinas con jarrones de flores o pequeñas estatuas. No pude evitar el contrastar aquella opulencia con la austeridad de los muros de Torre del Alce. Me pregunté cuántos barcos de guerra podrían haberse construido y abastecido con las monedas necesarias para adornar aquel nido de finas plumas. Mi rabia alimentó mi tesón. Tenía que encontrar la cámara de Regio.
Pasé frente a tres puertas más antes de llegar a una que parecía prometedora. Era una puerta de doble hoja, de madera de roble dorado, grabada con el roble que era el símbolo de Lumbrales. Pegué la oreja brevemente a la puerta y no oí nada. Con cuidado intenté girar el pomo bruñido; la puerta estaba trancada. Mi cuchillo era una herramienta demasiado tosca para ese tipo de trabajo. El sudor me pegó la camisa amarilla a la espalda antes de que el cerrojo cediera a mis esfuerzos. Abrí la puerta, me colé dentro y me apresuré a cerrarla a mi espalda.
Ése era el cuarto de Regio, sin duda. No su dormitorio, eso no, pero suyo igualmente. Lo recorrí rápidamente. Había al menos cuatro armarios altos, dos en cada pared lateral, con un espejo de cuerpo entero entre cada conjunto. La puerta con ornamentaciones de uno de los armarios estaba entreabierta; o posiblemente la presión de las ropas de su interior impedía que se cerrara del todo. Había otras prendas colgadas de las perchas, dobladas en las baldas o abandonadas encima de las sillas. Seguramente había joyas en el conjunto de cajones cerrados con llave de un pequeño arcón. El espejo entre los armarios estaba enmarcado por dos ramas de velas, consumidas casi en sus pebeteros. Dos pequeños incensarios de humo flanqueaban una silla que había delante de otro espejo. Detrás y a un lado de la silla había una mesa con cepillos, peines, tarros de pomada y frasquitos de perfume.
Un fino hilacho de vaho gris se elevaba aún de uno de los incensarios. Arrugué la nariz al percibir su olor dulzón y me puse manos a la obra.
Traspié. ¿Qué vas a hacer? La pregunta más débil por parte de Veraz.
Justicia. No imprimí más que un soplo de Habilidad al pensamiento. No sé si la aprensión que sentí de repente era mía o de Veraz. La deseché y volví a concentrarme en mi tarea.
Era frustrante. Había pocas cosas que pudieran servir de vehículo seguro para mis venenos. Podría manipular la pomada, pero lo más probable era que matara a quienquiera que le arreglara el cabello antes que a Regio. Los incensarios estaban cargados de ceniza. Cualquier cosa que pusiera allí ahora pronto iría a parar a la basura. El rincón de la chimenea estaba limpio al ser verano y no había leña amontonada. Paciencia, me dije. Su dormitorio no podía estar lejos y allí encontraría mejores oportunidades. De momento, impregné las cerdas de su peine con uno de mis preparados más potentes y utilicé lo que sobraba para empapar todos los pendientes que pude. Añadí las últimas gotas a sus frascos de perfumes, pero con pocas esperanzas de que se echara la cantidad suficiente para matarlo. Para los pañuelos perfumados que guardaba en su cajón, tenía la espora blanca de la seta del ángel de la muerte para que pasara sus últimas horas de vida perdido entre alucinaciones. Me deleité enormemente espolvoreando raíz muerta en el interior de cuatro pares de guantes. Ése era el veneno que había empleado Regio conmigo en el Reino de las Montañas, y el origen más probable de los ataques que me asolaban intermitentemente desde entonces. Esperaba que sus convulsiones le parecieran igual de divertidas que las mías. Seleccioné tres camisas que supuse que le gustaban e impregné asimismo sus cuellos y puños. No había leña en la chimenea, pero tenía un veneno que se mezclaba bien con los restos de ceniza y hollín que manchaban el ladrillo. Lo rocié generosamente y esperé que cuando alguien encendiera un fuego allí, los abrasadores vapores llegaran hasta la nariz de Regio. Acababa de volver a guardar mi veneno en su bolsa cuando oí cómo giraba una llave en la cerradura.
Doblé sigilosamente la esquina de un armario y me quedé allí. Ya tenía el cuchillo en la mano, expectante. Una calma letal se había apoderado de mí. Respiré sin hacer ruido, aguardando, a la espera de que la fortuna hubiera conducido a Regio hasta mí. En cambio, era otro guardia vestido con los colores del rey. El hombre entró en la sala y echó un rápido vistazo alrededor. La irritación que sentía asomó a su semblante cuando dijo:
—Estaba cerrada con llave. Aquí dentro no hay nadie. —Esperé a que respondiera su compañero, pero estaba solo. Se quedó quieto un momento, antes de suspirar y dirigirse al armario abierto—. Bobadas. Estoy perdiendo el tiempo aquí arriba mientras él se da a la fuga —masculló para sí, pero desenvainó su espada y tanteó cuidadosamente el interior detrás de las prendas.
Mientras se agachaba para examinar mejor el fondo del mueble, atisbé su rostro en el espejo que había delante de mí. Se me licuaron las entrañas, y luego el odio estalló en mi interior. No conocía el nombre de ése, pero su cara burlona se había grabado a fuego para siempre en mi recuerdo. Había formado parte de la guardia personal de Regio, y había sido testigo de mi muerte.
Creo que vio mi reflejo al mismo tiempo que yo el suyo. No le di tiempo a reaccionar, sino que salté sobre su espalda. La hoja de su espada seguía enredada entre las ropas de Regio cuando mi cuchillo le perforó el bajo vientre. Le apresé la garganta con el antebrazo para conseguir un punto de apoyo mientras tiraba del cuchillo hacia arriba y lo destripaba como a un pez. Abrió la boca para gritar y solté el cuchillo para amordazarlo. Lo sostuve un momento mientras sus entrañas escapaban por la abertura que había practicado en su barriga. Cuando lo solté, se desplomó, con su aullido inarticulado convertido en un gemido. Se resistía a desasir su espada, de modo que le pisoteé la mano, rompiéndole los dedos en torno a la empuñadura. Giró ligeramente de costado para mirarme fijamente, conmocionado y agonizante. Hinqué una rodilla en el suelo junto a él y acerqué mi rostro al suyo.
—Traspié Hidalgo —dije suavemente, mirándolo a los ojos, asegurándome de que lo comprendía—. Traspié Hidalgo.
Por segunda vez aquella noche, degollé a un hombre. Apenas si era necesario. Limpié mi cuchillo en su manga mientras se desangraba. Al ponerme de pie sentí dos cosas. Decepción por la rapidez con que había muerto, y una sensación como si se hubiera pulsado la cuerda de un arpa, emitiendo un sonido que sentía más que oía.
Al instante siguiente, sentí cómo me inundaba una oleada de la Habilidad. Estaba impregnada de terror, pero esta vez la reconocí por lo que era y supe cuál era su origen. Me mantuve firme ante ella, fuertes mis defensas. Casi pude sentir cómo se dividía y me rodeaba. Pero presentía que ese gesto era leído por alguien, en alguna parte. No me pregunté por quién. Will sentía la forma de mi resistencia. Percibí el eco de su impulso triunfal. Por un momento me paralizó el pánico. Después me puse en movimiento, enfundando mi cuchillo, levantándome para trasponer la puerta y salir al pasillo, aún vacío. Disponía de muy poco tiempo para encontrar un nuevo escondrijo. Will viajaba a bordo de la mente del guardia, había visto esa cámara y a mí tan nítidamente como el moribundo. Como la llamada de un cuerno, podía sentirlo sondeando con la Habilidad, poniendo a los guardias en marcha como si fuesen perros tras el rastro de un zorro.
Mientras huía, una parte de mí supo con innegable certeza que estaba muerto. Quizá lograra ocultarme durante algún tiempo, pero Will sabía que me encontraba dentro de la mansión. Lo único que tenía que hacer era bloquear todas las salidas y emprender una búsqueda sistemática. Crucé un pasillo a la carrera, doblé una esquina y subí las escaleras que me encontré. Mantuve mis muros de Habilidad firmes y me aferré a mi diminuto plan como si fuese una piedra preciosa. Encontraría los aposentos de Regio y envenenaría todo lo que hallara allí. Luego buscaría a Regio en persona. Si los guardias me descubrían antes, en fin, les proporcionaría una buena persecución. No podía matarme. No con todo el veneno que llevaba encima. Antes me quitaría la vida. Como plan no era gran cosa, pero la única alternativa era la rendición.
De modo que corrí dejando atrás más puertas, más estatuas y flores, más tapices. Cada puerta que probaba estaba cerrada con llave. Doblé otra esquina y me topé con lo alto de la escalinata. Sentí un momento de aturdimiento y desorientación. Intenté apartarlo de mi mente, pero el pánico creció como una marea negra en mi mente. Parecía tratarse de la misma escalera. Sabía que no había doblado las esquinas necesarias para regresar a ella. Corrí dejando atrás la escalera, las mismas puertas, oyendo los gritos de los guardias en la planta baja mientras la certidumbre crecía y se revolvía inquieta en mi interior.
Will había entrado en mi mente.
Vértigo y presión dentro de mis ojos. Levanté mis muros mentales una vez más, con torva determinación. Giré la cabeza rápidamente y lo vi todo doble por un momento. ¿Humo?, me pregunté. Los vapores intoxicantes que tanto gustaban a Regio nunca habían sido de mi agrado. Pero esto me atraía más que el mareo del humo o la lasitud de la alegrosa.
La Habilidad es un arma poderosa en las manos de un maestro. Había estado junto a Veraz cuando la empleaba contra las Velas Rojas para confundir a un timonel hasta el punto de obligarlo a conducir su propia nave hacia las rocas, o para convencer a un oficial de navegación de que todavía no había pasado junto a un punto de la costa determinado cuando en realidad éste ya estaba lejos a popa, o para inspirar temores y dudas en el corazón de un capitán antes de entablar batalla, o para alentar el coraje de los tripulantes de un barco y animarlos a izar las velas temerariamente en lo más crudo de una tormenta.
¿Cuánto tiempo llevaba Will trabajando conmigo? ¿Me habría atraído hasta allí, para ese encuentro, convenciéndome sutilmente de que no se esperaría mi aparición?
Me obligué a detenerme ante la próxima puerta. Me mantuve firme, me obligué a concentrarme en la cerradura mientras la manipulaba. No estaba cerrada con llave. Entré y cerré la puerta a mi espalda. Ante mí había una tela azul extendida sobre una mesa, lista para ser cosida. Había estado antes en ese cuarto. Experimenté un momento de alivio, antes de fijarme bien. No. Esa habitación estaba en la planta baja. Ahora estaba arriba. ¿O no? Me acerqué rápidamente a la ventana y me pegué a un lateral mientras me asomaba a la calle. Abajo estaban los Jardines del Rey, iluminados con antorchas. Podía divisar el gran paseo blanco, refulgiendo en la noche. Había carruajes que subían por él y criados de librea que corrían de acá para allá, abriendo puertas. Las damas y caballeros ataviados con extravagantes trajes de noche de color rojo se iban en desbandada. Deduje que la muerte de Verde le había aguado la fiesta a Regio. Había guardias de uniforme en las puertas, controlando quién podía irse y quién debía esperar. Vi todo aquello de un vistazo, y comprendí además que estaba mucho más arriba de lo que pensaba.
Pero estaba seguro de que esa mesa y las telas azules que esperaban a ser confeccionadas se encontraban en el ala de la servidumbre, en la planta baja.
Bueno, no era tan improbable que Regio hubiera encargado dos juegos de prendas azules. No tenía tiempo para resolver ese enigma; tenía que encontrar su dormitorio. Sentí un júbilo extraño al salir de la estancia y correr una vez más pasillo abajo, una emoción no muy distinta a la de una buena cacería. Que me atraparan si podían.
De pronto llegué a una intersección en el pasillo con forma de te y me detuve un momento, desorientado. No parecía encajar con lo que había podido ver del edificio desde fuera. Miré a izquierda y derecha. El corredor de la derecha era notablemente más suntuoso, y las altas puertas de doble hoja que remataban el extremo del pasillo lucían el roble dorado de Lumbrales tallado en ellas. Como si necesitase que me espolearan, oí un murmullo de voces airadas procedentes de un cuarto a mi izquierda. Enfilé a mi derecha, desenfundando el cuchillo mientras corría. Cuando llegué a las grandes puertas, apoyé la mano en el pomo sin hacer ruido, esperando descubrir que estaban cerradas con llave. En cambio la puerta cedió con facilidad y se abatió silenciosamente. Era casi demasiado fácil. Dejé a un lado mis aprensiones y entré, cuchillo en ristre.
La sala que tenía ante mí estaba a oscuras salvo por dos velas que ardían en pebeteros de plata en la repisa de la chimenea. Me colé en la que evidentemente era la sala de estar de Regio. Había una segunda puerta entreabierta, revelando la esquina de una lujosa cama con doseles y, al otro lado, una chimenea con una pila de leña preparada. Cerré la puerta discretamente detrás de mí y me adentré en la estancia. En una mesita aguardaban el regreso de Regio una garrafa de vino y dos vasos, además de una bandeja de dulces. El incensario que reposaba a su lado estaba cargado de humo en polvo, a la espera de ser encendido a su regreso. Era el sueño de cualquier asesino. Ni siquiera era capaz de decidir por dónde empezar.
—Así, veis, es como se hacen las cosas.
Giré en redondo y experimenté una distorsión de mis sentidos que me desorientó. Estaba en el centro de un cuarto bien iluminado pero parcamente amueblado. Will estaba sentado, indolente y relajado, en una silla acolchada. Un vaso de vino blanco reposaba en una mesa a su lado. Carrod y Burl lo flanqueaban, luciendo expresiones de irritación y turbación. Pese a desearlo, no me atrevía a quitarles la vista de encima.
—Adelante, bastardo, mira a tu espalda. No voy a atacarte. Sería una lástima tender una trampa como ésta a alguien como tú y ver cómo mueres sin apreciar la totalidad de tu fracaso. Vamos. Mira a tu espalda.
Giré todo mi cuerpo muy despacio para poder mirar por encima del hombro con sólo mover los ojos. Nada, no había nada. Ni sala de estar real, ni cama con doseles, ni garrafa de vino, nada. Sólo un cuarto corriente, compartido probablemente por las doncellas de distintas señoras. Seis guardias uniformados esperaban callados pero atentos. Todos habían desenvainado sus espadas.
—Mis compañeros opinan que una buena dosis de miedo es capaz de desarmar a cualquier hombre. Pero ellos, claro está, no han experimentado tu fuerza de voluntad con la misma intensidad que yo. Espero que sepas apreciar la elegancia que he empleado, limitándome a asegurarte que veías exactamente lo que más deseabas ver. —Miró de soslayo a Carrod y Burl—. Murallas como las suyas no las habéis visto en vuestra vida. Pero el muro que no cede ante el ariete aún puede sucumbir a los discretos zarcillos de la hiedra. —Volvió a concentrar su atención en mí—. Habrías sido un digno adversario, de no ser porque en tu engreimiento siempre me has subestimado.
Yo aún no había dicho ni una palabra. Los contemplaba fijamente a todos, dejando que el odio que me embargaba reforzara mis murallas de Habilidad. Los tres habían cambiado desde la última vez que los vi. Burl, antaño un carpintero musculoso, evidenciaba ahora los efectos de un buen apetito sumado a la falta de ejercicio. El atuendo de Carrod eclipsaba al hombre que lo lucía. Las cintas y los cascabeles festoneaban sus ropas como las flores un manzano en primavera. Pero Will, sentado entre ellos, era el que más había cambiado. Vestía por entero de azul oscuro, con ropas cuya precisión en el corte las hacía parecer más lujosas que las de Carrod. Una única cadena de plata, un anillo de plata en su mano, pendientes de plata; ésos eran sus únicos adornos. De sus ojos oscuros, tan aterradoramente penetrantes en el pasado, sólo quedaba uno. El otro estaba hundido en su cuenca, lechoso en su oquedad, como un pez muerto en un estanque revuelto. Sonrió al ver que me fijaba en él. Se señaló el ojo.
—Recuerdo de nuestro último encuentro. Fuera lo que fuese que me tiraste a la cara.
—Lástima —dije con sinceridad—. Esos venenos estaban destinados a matar a Regio, no a cegarte.
Will exhaló un suspiro distraído.
—Otra confesión de traición. Como si necesitáramos alguna. Ah, en fin. Esta vez seremos más concienzudos. Primero, naturalmente, dedicaremos un poco de tiempo a averiguar cómo escapaste de la muerte. Un poco de tiempo para eso, y todo el que haga falta hasta que el rey Regio se aburra de ti. Esta vez no serán necesarias las prisas ni la discreción.
Hizo una seña discreta a los guardias que tenía a mi espalda.
Le sonreí mientras acercaba el filo envenenado de mi cuchillo a mi brazo izquierdo. Apreté los dientes para resistir el dolor mientras cortaba a lo largo del brazo, no profundamente, pero sí lo suficiente para abrir la piel y permitir que el veneno entrara en contacto con mi sangre. Will se puso en pie conmocionado, mientras Carrod y Burl parecían horrorizados y asqueados. Cambié el cuchillo a mi mano izquierda y desenvainé mi espada con la derecha.
—Ahora voy a morir —les dije, sonriendo—. Seguramente muy pronto. No tengo tiempo que malgastar, ni tiempo que perder.
Pero él tenía razón. Lo había subestimado. No sé cómo me encontré enfrentado, no a los miembros de la camarilla, sino a seis guardias armados. Suicidarme era una cosa. Ser cortado en pedazos mientras aquellos de los que deseaba vengarme observaban era otra muy distinta. Giré en redondo y sentí una oleada de vértigo al hacerlo, como si fuese la habitación la que se moviese y no yo. Levanté la mirada para encontrarme con los seis mismos espadachines. Giré una y otra vez, experimentando una sensación de balanceo. El fino reguero de sangre que me recorría el brazo empezaba a escocer. Mis posibilidades de hacer algo con Will, Carrod y Burl se diluían igual que el veneno en mis venas.
Los guardias avanzaban hacia mí, sin prisa, desplegados en semicírculo y conduciéndome como si yo fuese una oveja descarriada. Retrocedí, miré por encima del hombro y divisé fugazmente a los miembros de la camarilla. Will estaba de pie, aproximadamente un paso por delante de los otros, con expresión de enfado. Había ido allí esperando asesinar a Regio. Apenas si había conseguido enojar a su secuaz con mi suicidio.
¿Suicidio? En algún lugar, en el fondo de mi ser, Veraz estaba sobrecogido.
Mejor que la tortura. Menos que un susurro de Habilidad en ese pensamiento, pero juro que sentí cómo Will saltaba tías él.
Muchacho, deten esta locura. Sal de ahí. Ven conmigo.
No puedo. Es demasiado tarde. No hay escapatoria. Aléjate de mí, vas a conseguir que te descubran.
¿Que me descubran? La Habilidad de Veraz estalló de repente en mi cabeza, como el trueno en una noche de verano, como las olas de una tormenta contra un acantilado de esquisto. Se lo había visto hacer antes. Furioso, gastaba toda su fuerza con la Habilidad en un único esfuerzo, sin pensar en lo que podría ocurrirle con posterioridad. Sentí cómo vacilaba Will, antes de abalanzarse sobre esa Habilidad, buscando a Veraz e intentando engancharse a él.
¡Estudiad esta revelación, nido de víboras! Mi rey descargó su ira.
La Habilidad de Veraz era un relámpago, más potente que cualquier cosa que hubiera visto jamás. No iba dirigida contra mí, pero aun así caí de rodillas. Oí cómo gritaban Carrod y Burl, chillidos guturales de terror. Por un momento mi cabeza y mi percepción se despejaron, y vi la sala como siempre había sido, con los guardias desplegados entre la camarilla y yo. Will yacía inconsciente en el suelo.
Quizá nadie más que yo sintió la inmensa merma de fuerza que sufrió Veraz para salvarme. Los guardias se tambaleaban, marchitándose como velas al sol. Me di la vuelta, vi la puerta a mi espalda en el momento que se abría para que entraran más guardias. Tres zancadas bastarían para acercarme a la ventana.
¡VEN CONMIGO!
Aquella orden no me dejaba elección. Estaba impregnada de la Habilidad que le servía de vehículo y se grabó a fuego en mi cerebro, volviéndose una con mi respiración y el latir de mi corazón. Tenía que ir con Veraz. Era una voz de autoridad y, ahora, de necesidad. Mi rey había sacrificado sus reservas para salvarme.
Había pesados cortinajes delante de la ventana, y grueso cristal esmerilado tras ellos. Nada me detuvo cuando me lancé al vacío al otro lado, esperando que hubiera al menos algún arbusto que frenara parte de mi caída. En vez de eso aterricé en la tierra un momento después, rodeado de fragmentos de cristal. Había saltado, esperando caer al menos un piso, desde una ventana que estaba al nivel del suelo. Por una fracción de segundo aprecié la totalidad del engaño de Will. Luego me puse en pie tambaleándome, aferrado aún a mi puñal y mi espada, y corrí.
Los jardines no estaban bien iluminados en los alrededores del ala de servicio. Bendije la oscuridad y huí. A mi espalda oí voces, y luego a Burl gritando órdenes. Encontrarían mi rastro en cuestión de meros instantes. No conseguiría escapar de ellos a pie. Me dirigí hacia la oscuridad más sólida de los establos.
La partida de los invitados a la fiesta había estimulado la actividad en las cuadras. La mayoría de los mozos de servicio seguramente estarían en la parte delantera de la mansión, sujetando los caballos. Las puertas del establo estaban abiertas de par en par a la suave brisa nocturna, y había lámparas encendidas en el interior. Entré como una exhalación, arrollando casi a una moza de cuadra. No debía de tener más de diez años, una niña flaca y pecosa, y retrocedió a trompicones antes de proferir un alarido al reparar en mis armas desenfundadas.
—Sólo me voy a llevar un caballo —le dije para tranquilizarla—. No te haré daño.
Siguió retrocediendo mientras yo envainaba primero mi espada y luego el cuchillo. Giró en redondo de repente.
—¡Manos! ¡Manos!
Salió corriendo, gritando ese nombre.
No tenía tiempo para pensar en eso. A tres compartimientos de distancia vi el caballo negro de Regio, que me observaba con curiosidad por encima de su pesebre. Me acerqué a él con calma, extendí un brazo para acariciarle el hocico y dejar que me recordara. Debían de haber transcurrido al menos ocho meses desde la última vez que me olió, pero lo conocía desde que era un potrillo. Me mordisqueó el cuello de la camisa y me hizo cosquillas con sus bigotes.
—Vamos, Dardo. Vamos a dar un paseo esta noche. Como en los viejos tiempos, ¿eh, amigo?
Abrí la puerta de su compartimiento, cogí su bocado y lo saqué a la calle. No sabía adonde había ido la pequeña, pero ya no podía escucharla.
Dardo era alto y no estaba acostumbrado a que lo montaran a pelo. Corcoveó un poco cuando me encaramé a su lustroso lomo. Aun en medio de tanto peligro, sentí un profundo placer al volver a montar a caballo. Enredé los dedos en su crin y lo azucé con las rodillas. Dio tres pasos antes de detenerse ante el hombre que le cortaba el paso. Vi el rostro incrédulo de Manos. No pude reprimir una sonrisa ante su estupefacción.
—Soy yo, Manos. Tengo que llevarme un caballo, o me matarán. Otra vez.
Creo que posiblemente esperaba que se riera y me dejara partir con un ademán. En vez de eso se me quedó mirando fijamente, palideciendo cada vez más hasta que pensé que iba a desmayarse.
—Soy yo, Traspié. ¡No estoy muerto! ¡Déjame salir, Manos!
Dio un paso atrás.
—¡Eda bendita! —exclamó, y entonces estuve seguro de que echaría la cabeza hacia atrás y se carcajearía. En cambio, siseó—: ¡Magia bestial! —Giró sobre sus talones y se adentró corriendo en la noche, bramando—: ¡Guardias! ¡Guardias!
Perdí quizá dos segundos, boquiabierto. Sentí un dolor desgarrador en mi interior, como no lo sentía desde que me abandonó Molly. Los años de camaradería, los largos días de trabajo en el establo que habíamos pasado juntos, todo había sucumbido en un instante ante su supersticioso terror. No era justo, pero su traición me revolvió el estómago. El frío me atenazaba las entrañas, pero clavé los talones en Dardo y cabalgué hacia las tinieblas.
Confiaba en mí, él sí, aquel buen caballo tan bien adiestrado por Burrich. Lo conduje lejos del camino iluminado de los carruajes y las despejadas avenidas, atravesando arriates y plantaciones, antes de pasar corriendo junto a un grupo de guardias que vigilaban una de las puertas de comercio. Observaban el camino, pero Dardo y yo llegamos cruzando el césped y traspusimos la puerta antes de que se dieran cuenta de nuestras intenciones. Conociendo a Regio, mañana serían azotados por eso.
Al otro lado de la puerta, atajamos de nuevo por los jardines. Detrás de nosotros podía oír gritos de persecución. Dardo respondía muy bien a mis rodillas y mi peso para tratarse de un caballo que estaba acostumbrado a las riendas. Lo convencí para que atravesara un seto y tomara un camino secundario. Dejamos los jardines del rey a nuestra espalda y seguimos galopando por las calles empedradas de la ciudad, donde todavía ardían algunas antorchas, pero pronto dejamos atrás también las casas elegantes. Pasamos sin detenernos frente a posadas iluminadas aún para los viajeros, frente a tiendas cerradas y a oscuras durante la noche, con los cascos de Dardo golpeteando en los caminos de barro. A esa hora había poco movimiento en las calles. Las recorrimos imparables como el viento.
Permití que aminorara el paso al llegar a la sección más modesta de la ciudad. Aquí las antorchas que alumbraban la calle estaban más separadas entre sí y algunas ya habían dejado de arder. Empero, Dardo presentía mi urgencia y mantuvo un ritmo respetable. En cierta ocasión oí otro caballo, a la carrera, y por un momento pensé que nuestros perseguidores nos habían encontrado. Entonces pasó junto a nosotros un mensajero, en dirección contraria, sin frenar siquiera su montura. Galopamos y galopamos, temiendo siempre oír caballos a nuestra espalda, esperando escuchar la llamada de los cuernos.
Justo cuando empezaba a pensar que habíamos eludido a nuestros perseguidores, descubrí que Puesto Vado me reservaba otra horrenda sorpresa. Entré en lo que antes era el Gran Círculo del Mercado de Puesto Vado. En los orígenes de la ciudad, éste era su corazón, una estupenda plaza al aire libre donde uno podía pasear y encontrar productos a la venta procedentes de todos los rincones del mundo conocido.
Cómo había degenerado en el Círculo del Rey de Regio es algo que nunca he sido capaz de descubrir. Sólo sé que mientras cruzaba el gran círculo al aire libre del mercado, Dardo bufó al oler la sangre reseca incrustada entre los adoquines bajo sus pezuñas. Los viejos patíbulos y los postes de azotes seguían allí, elevados ahora para disfrute de la multitud, junto a otros ingenios mecánicos cuya función no deseaba comprender. Sin duda los del nuevo Círculo del Rey serían todavía más imaginativos y crueles. Azucé a Dardo y pasamos frente a ellos con un escalofrío y una plegaria a Eda para que me librara de ellos.
En ese momento surcó el aire una sensación que se enroscó en mis pensamientos y los doblegó. Por un momento sobrecogedor pensé que Will me atacaba con la Habilidad e intentaba volverme loco. Pero mis muros de Habilidad eran tan robustos como me permitía mi talento y dudaba que Will o cualquier otro pudiera volver a habilitar tan pronto después de la detonación de Veraz. No. Esto era peor. Esto provenía de una fuente más profunda y primaria, tan insidiosa como el agua envenenada. Fluía por mi interior, odio, dolor, sofocante claustrofobia y hambre, todo ello mezclado en una aterradora ansia de libertad y venganza. Despertaba todo cuanto había sentido en los calabozos de Regio.
Provenía de las jaulas. Un fuerte hedor surgía de la hilera que formaban en la orilla del círculo, una peste a heridas infectadas, orín y carne podrida. Mas ni siquiera esa afrenta a mi olfato era tan poderosa como la presión de la Maña corrompida que emanaba de ellas. Contenían bestias enloquecidas, las criaturas que se reservaban para descuartizar a los criminales humanos y a los forjados que les arrojaba Regio. Había un oso, cargado con un pesado bozal pese a los barrotes que lo retenían. Había dos grandes felinos de una especie desconocida para mí, sufriendo a causa de los colmillos mellados y las garras rotas contra los barrotes, pese a lo que seguían lanzándose obstinadamente contra su prisión. Había un toro enorme con una cornamenta fabulosa. La carne de éste estaba tachonada de dardos con cintas hundidos en heridas infectadas y supurantes de pus. Su miseria me ensordecía, clamaban auxilio, pero no me hizo falta detenerme para ver las pesadas cadenas y los candados que aseguraban cada jaula. De haber tenido una ganzúa, podría haber intentando forzar los candados. De haber tenido carne o grano, podría haberlos liberado con veneno. Pero no tenía nada de eso, y tiempo menos todavía. De modo que los dejé atrás al galope, hasta que la oleada de su locura y agonía se cernió sobre mí y me sepultó.
Tiré de las riendas. No podía dejarlos atrás. Pero, Ven conmigo, la orden recorría mis venas, cincelada con la Habilidad. Desobedecerla era insoportable. Clavé los talones en el nervioso Dardo y les di la espalda, sumando a la cuenta de Regio otra deuda que habría de saldar algún día.
La luz natural nos encontró finalmente en las afueras de la ciudad. Nunca hubiera imaginado que Puesto Vado fuese tan grande. Llegamos a un lento arroyo que desembocaba en el río. Frené a Dardo, desmonté y lo conduje a la ribera. Dejé que bebiera un poco, paseé un rato con él y lo dejé beber un poco más. Mientras tanto, mil pensamientos distintos me inundaban la cabeza. Seguramente estarían rastreando las carreteras que llevaban al sur, esperando que regresara a Gama. Ahora les sacaba una buena ventaja; mientras siguiera moviéndome, tendría buenas posibilidades de escapar. Recordé mi hato, astutamente escondido, que nunca podría recuperar. Mi ropa de invierno, mi manta, mi capa, lo había perdido todo. Me pregunté de improviso si Regio culparía a Manos de dejarme robar el caballo. No podía olvidar la expresión de Manos antes de huir de mí. Me descubrí sintiéndome agradecido por no haber sucumbido a la tentación de ir en busca de Molly. Bastante difícil resultaba ver ese horror y esa repugnancia en el rostro de un amigo. No quería verlo también en los ojos de Molly. Recordé de nuevo la sorda agonía de las bestias que me había hecho presenciar mi Maña. Esos pensamientos fueron apartados por la frustración que me inspiraba el hecho de que mi atentado contra Regio no hubiera dado resultado, y la duda de si detectarían los venenos que había dejado en sus ropas, o de si aún conseguiría matarlo. Por encima de todo, atronando en mi interior, la orden de Veraz: Ven conmigo, había dicho, y no lograba dejar de escuchar esas palabras. Una pequeña parte de mi mente estaba obsesionada con ellas, me urgía a no perder el tiempo pensando ni bebiendo, que montara de nuevo y fuera, fuera hacia Veraz, que me necesitaba, me llamaba a su lado.
Pese a todo me agaché para beber, y fue mientras estaba de rodillas en la orilla del arroyo que me di cuenta de que no me había muerto. Empapé la manga de la camisa amarilla en el riachuelo y aparté con cuidado la tela encostrada de sangre. El corte que me había infligido era poco profundo, no mucho más que un largo arañazo en el brazo. Estaba irritado y presentaba un feo aspecto, pero no parecía envenenado. Recordé con retraso que esa noche había utilizado mi cuchillo para matar en dos ocasiones, y lo había limpiado al menos una vez. Probablemente no quedaba más que una leve traza de veneno cuando me corté.
Como el sol cuando amanece, la esperanza brilló con fuerza para mí. Estarían buscando un cadáver en la carretera, o un hombre agonizante escondido en alguna parte de la ciudad, demasiado enfermo para montar a caballo. La camarilla al completo me había visto envenenarme y debía de haber presentido mi fe absoluta en la inminencia de mi muerte. ¿Podrían convencer a Regio de que me moriría? No podía confiar en eso, pero sí esperar que así fuera. Volví a montar y me apresuré a proseguir la marcha. Pasamos junto a sembrados, huertos y plantaciones. Adelantamos también a aldeanos que conducían sus carretas cargadas de hortalizas. Cabalgaba con el brazo pegado al pecho, con la mirada fija al frente.
Era sólo cuestión de tiempo que a alguien se le ocurriera interrogar a los campesinos que llegaran a la ciudad. Lo mejor sería que cumpliera con mi parte.
Al cabo empezamos a ver extensiones de tierra sin cultivar, con ovejas o haragar diseminados por los pastos abiertos. Poco después del mediodía, hice lo que sabía que debía hacer. Desmonté junto a una ribera frondosa, dejé que Dardo abrevara de nuevo y luego le volví la cabeza hacia Puesto Vado.
—Regresa a los establos, muchacho —le dije, y cuando no se movió, le propiné una sonora palmada en el flanco—. Venga, vuelve con Manos. Diles a todos que estoy muerto en alguna parte. —Formé una imagen mental de su pesebre, lleno a rebosar de la avena que sabía que le encantaba—. Vete, Dardo. Vete.
Resopló con curiosidad en mi dirección, pero emprendió la marcha. Se detuvo una vez para mirarme, esperando que lo siguiera y le diera alcance.
—¡Vete! —grité, y pisoteé el suelo con fuerza.
Eso lo sobresaltó y arrancó al trote, irguiendo la cabeza. Dardo era infatigable. Cuando regresara sin jinete al establo, quizá creyeran que había muerto. Quizá perderían más tiempo buscando un cadáver en vez de perseguirme. Era cuanto podía hacer para despistarlos, y sin duda era mejor idea que viajar a lomos del caballo del rey a la vista de todos. El sonido de los cascos de Dardo se apagaba en la distancia. Me pregunté si alguna vez volvería a montar un animal tan excelente, por no hablar de poseer uno. No parecía probable.
Ven conmigo. La orden resonaba todavía en mi cabeza.
—Ya voy, ya voy —rezongué para mí—. En cuanto cace algo para comer y duerma un poco. Pero enseguida voy.
Me alejé de la carretera y seguí el arroyo que se adentraba en la maleza. Tenía un largo y arduo camino que recorrer, con poco más que la ropa que llevaba puesta.