Puesto Vado
Conforme el verano tocaba a su fin, los corsarios redoblaron sus esfuerzos por asegurarse tanta costa del Ducado de Osorno como les fuera posible antes de que hicieran su aparición las tormentas de invierno. Cuando se hubieran apoderado de los principales puertos, sabían que podrían asolar el resto del litoral de los Seis Ducados a placer. De modo que aunque continuaron realizando incursiones incluso en el ducado de Torote aquel verano, en tanto se desgranaban los últimos días de buen tiempo concentraron sus esfuerzos en conquistar la costa de Osorno.
Su estrategia era peculiar. No hacían ningún esfuerzo por conquistar ciudades o someter a sus habitantes. Se interesaban exclusivamente en destruir. Las ciudades que capturaban eran reducidas a cenizas, sus moradores eran ejecutados, forjados, o huían. Conservaban algunos como trabajadores, los trataban peor que a las bestias, los forjaban cuando dejaban de resultar útiles o para divertirse. Levantaban sus propios refugios, por toscos que fueran, desdeñando los edificios que podrían haberse limitado a ocupar en lugar de destruirlos. No se esforzaban por establecer asentamientos permanentes, sino que guarnecían solamente los puertos más importantes para garantizar que no fueran reconquistados.
Aunque los ducados de Torote y Garrón prestaron al ducado de Osorno toda la ayuda que pudieron, tenían costas propias que defender y escasos recursos que emplear. El ducado de Gama salía adelante como mejor podía. Lord Refuljo había tardado tiempo en darse cuenta de cuánto confiaba Gama en sus terrenos exteriores para protegerse, pero consideró que ya era demasiado tarde para rescatar esa línea defensiva. Empleó sus hombres y su dinero en la fortificación de Torre del Alce. Eso dejó al resto del ducado de Gama sin más guarnición que sus pobladores y las tropas irregulares que habían jurado lealtad a lady Paciencia como muralla contra los invasores. Osorno no esperaba auxilio por esa parte, pero aceptaba agradecido cuanto les llegaba bajo la insignia de la Hiedra.
El duque Mazas de Osorno, lejos ya de sus mejores tiempos como guerrero, se enfrentó al desafío de los corsarios con un acero tan gris como su cabello y su barba. Su resolución no conocía límites. No tuvo reparos a la hora de despojarse de cualquier tesoro personal, ni de arriesgar la vida de los suyos en un último esfuerzo por defender su ducado. Encontró su fin intentando defender su castillo natal, Torre de la Onda. Mas ni su muerte ni la caída de Torre de la Onda impidió a sus hijas continuar la resistencia frente a los Corsarios de la Vela Roja.
Mi camisa había adquirido una nueva forma peculiar tras pasar tanto tiempo enrollada en mi hato. Me la puse de todos modos, arrugando ligeramente la nariz al percibir su rancio olor. Hedía tenuemente a humo de leña, y aún más a moho. La humedad había hecho presa en ella. Me convencí de que el aire fresco dispersaría el olor. Hice lo que pude con mi cabello y mi barba. Es decir, me recogí el pelo en la nuca y me hice una coleta, y me atusé la barba con los dedos. Detestaba la barba, pero aborrecía dedicar tiempo todos los días a afeitarme. Me aparté de la ribera tras asearme someramente y me encaminé hacia las luces de la ciudad. Esta vez, había resuelto estar mejor preparado. Había decidido que me llamaría Jory. Había sido soldado, y tenía mano para los caballos y la escritura, pero los corsarios me habían arrebatado mi hogar. En la actualidad me proponía llegar a Puesto Vado para empezar una nueva vida. Era un papel que podía representar de forma convincente.
A medida que se apagaba la última luz del día se encendían más lámparas en la ciudad ribereña y vi que me había confundido considerablemente al estimar su tamaño. Los edificios se extendían a lo lejos río arriba. Sentía una cierta trepidación, pero me convencí de que atravesar la ciudad andando sería más rápido que rodearla. Sin Ojos de Noche pisándome los talones no tenía por qué añadir esas leguas y horas de más a mi marcha. Levanté la cabeza e imprimí confianza a mis pasos.
La ciudad era mucho más bulliciosa de noche que la mayoría de los sitios que había visitado. Percibí un aire festivo en quienes deambulaban por las calles. Casi todos caminaban hacia el centro y, al acercarme, vi que había antorchas, personas vestidas con vivos colores, risas y el sonido de música. Los dinteles de las puertas de las posadas estaban adornados con flores. Llegué a una plaza brillantemente iluminada. Allí había música, y los celebrantes bailaban. Se habían sacado a la calle barriles de bebida, y mesas con pan y frutas apiladas en ellas. Se me hizo la boca agua a la vista de la comida, y el pan olía especialmente bien para alguien que llevaba tanto tiempo sin probarlo.
Me demoré en los bordes de la multitud, escuchando, y descubrí que el capamán de la ciudad estaba celebrando su boda; de ahí el banquete y los bailes. Deduje que capamán era algún tipo de título nobiliario en Lumbrales, y que éste en concreto era conocido entre la gente por su generosidad. Una anciana, al reparar en mí, se me acercó y me puso tres piezas de cobre en la mano.
—Ve a las mesas y come algo, jovencito —me dijo amablemente—. El capamán Logis ha decretado que, en su noche de bodas, todo el mundo debe festejar con él. La comida es para compartirla. Adelante, venga, no seas tímido.
Me dio una palmadita tranquilizadora en el hombro, para lo que hubo de ponerse de puntillas. Me sonrojé al ser confundido con un mendigo, pero desistí de intentar disuadirla. Si ella me veía así, sería porque eso era lo que parecía, y lo mejor sería actuar como tal. Empero, mientras me guardaba los tres cobres en la bolsa, me sentí extrañamente culpable, como si la hubiera estafado. Hice lo que me pidió y fui a la mesa para sumarme a la fila de quienes recibían pan, fruta y carne.
Había varias muchachas atendiendo las mesas, y una de ellas apiló un tajadero para mí, pasándolo al otro lado de la mesa apresuradamente, como si no quisiera tener contacto alguno conmigo. Le di las gracias, lo que suscitó risitas entre sus amigas. Pareció ofenderse tanto como si la hubiera tomado por una fulana, y me apresuré a apartarme de allí. Encontré una esquina en una mesa donde instalarme, y me fijé en que nadie se sentaba a mi lado. Un chico que repartía jarras y las llenaba de cerveza me entregó una, y se mostró lo bastante curioso para preguntarme de dónde venía. Le dije tan sólo que viajaba río arriba, en busca de trabajo, y le pregunté si sabía de alguna oferta.
—Ah, así que vas a la feria de empleo, arriba en Puesto Vado —me dijo con familiaridad—. Está a menos de un día de camino. En esta época del año podrías conseguir trabajo de jornalero para la recolecta. Y si no, siempre te quedará el Círculo del Rey. Allí emplean a cualquiera con tal de que sea capaz de levantar una piedra o empuñar una pala.
—¿El Círculo del Rey? —pregunté.
Me miró ladeando la cabeza.
—Para que todos puedan ser testigos de cómo se ejecuta la justicia del rey.
En ese momento lo llamó alguien que esgrimía una jarra vacía y me quedé solo con mi comida y mis pensamientos. Allí emplean a cualquiera. De modo que así de díscolo y extraño parecía. En fin, no podía hacer nada al respecto. La comida sabía increíblemente bien. Casi había olvidado la textura y la fragancia del pan de trigo. La forma tan sabrosa en que se mezclaba con los jugos de la carne de mi tajadero me hizo recordar de pronto a Perol Sara y su cocina, siempre tan generosa conmigo. En algún lugar río arriba, en Puesto Vado, estaría preparando masa para pastas en ese momento, o espetando un pollo cargado de especias antes de meterlo en una de sus pesadas ollas negras y cubrirlo bien, para que se cociera despacio en las brasas durante toda la noche. Sí, y en los establos de Regio, Manos estaría terminando la última ronda de la noche como solía hacer Burrich en los establos de Torre del Alce, comprobando que todas las bestias tuvieran agua limpia y que todos los compartimientos estuvieran bien cerrados. Otra decena de mozos de cuadra de Torre del Alce estarían también allí, rostros y corazones que yo conocía bien después de tantos años de convivencia en los dominios de Burrich, bajo su tutela. También criados se había llevado consigo Regio de Gama. Allí estaría seguramente la señora Premura, y Brant, y Lowden, y…
La soledad me engulló de repente. Qué maravilloso sería verlos, acodarme en una mesa y escuchar el cotilleo incesante de Perol Sara, o tumbarme con Manos en el pajar y fingir que me creía sus exageradas historias de las mujeres con que se había acostado desde nuestro último encuentro. Intenté imaginarme la reacción de la señora Premura al ver mi atuendo actual, y me descubrí sonriendo ante su ultraje y su escandalizada ofensa.
Me sacó de mi ensueño un hombre que profería una sarta de obscenidades. Ni siquiera el marinero más borracho que yo hubiera conocido jamás profanaría un banquete de bodas de esa manera. No fui el único que volvió la cabeza, y por un momento cesaron todas las conversaciones. Me quedé mirando fijamente lo que antes había pasado por alto.
A un lado de la plaza, al filo del alcance de las antorchas, había una yunta y una carreta. En ésta había una jaula enorme con barrotes y, encerrados en ella, tres forjados. No pude distinguir más que eso, que eran tres y que mi Maña no los percibía en absoluto. Había una mujer sentada a horcajadas encima de la jaula, con un garrote en la mano. Aporreó sonoramente los barrotes, ordenando silencio a sus ocupantes, y luego se giró hacia los dos jóvenes apoyados en la parte trasera del vehículo.
—¡Y vosotros dejadlos en paz, grandísimos gamberros! —los regañó—. Son para el Círculo del Rey, y para la justicia o merced que encuentren allí. Pero hasta entonces, los dejaréis tranquilos, ¿me oís? ¡Lily! Lily, coge los huesos de ese capón de ahí y dáselos a estas criaturas. ¡Y vosotros, qué os he dicho, que os apartéis de ellos! ¡No los revolváis!
Los dos jóvenes esquivaron su amenazadora porra, riéndose con las manos en alto.
—No sé por qué no podemos divertirnos primero con ellos —objetó el más alto de los dos—. He oído que en la ciudad de Vado de Ronda están construyendo su propio círculo de la justicia.
El segundo muchacho exhibió los músculos de los hombros con gran alarde.
—Por mí, me apunto al Círculo del Rey.
—¿Como campeón o como prisionero? —vociferó alguien con voz burlona.
Los dos jóvenes se rieron, y el más alto propinó un violento empujón a su compañero a modo de broma.
Me quedé quieto en mi sitio. Comenzaba a albergar una sospecha enfermiza. El Círculo del Rey. Forjados y campeones. Recordé la avaricia con que había observado Regio cómo me vapuleaban sus hombres formando un corro a mi alrededor. Un sordo embotamiento se extendió por todo mi cuerpo cuando la mujer llamada Lily se acercó a la carreta y les tiró un plato lleno de huesos a los prisioneros. Éstos se abalanzaron sobre ellos con avidez, atacándose entre sí mientras cada uno procuraba llevarse la mayor cantidad de botín posible. No pocas personas rodeaban la carreta, señalando con el dedo y riéndose. Las observé, repugnado. ¿Acaso no comprendían que esos hombres habían sido forjados? No eran criminales. Eran esposos e hijos, pescadores y granjeros de los Seis Ducados, cuyo único crimen consistía en haber sido capturados por los Corsarios de la Vela Roja.
No llevaba la cuenta de los forjados que había matado. Sentía repulsión por ellos, cierto, pero era la misma repulsión que me inspiraba el ver una pierna gangrenada, o un perro tan cubierto de sarna que ya no tenía salvación. Matar forjados no tenía nada que ver con el odio, ni el castigo, ni la justicia. La muerte era la única solución a su condición y se les debería impartir con la mayor celeridad posible, por consideración a las familias que los habían amado. Esos jóvenes hablaban como si matarlos fuese algún tipo de espectáculo. Contemplé la jaula con nerviosismo.
Volví a sentarme despacio en mi sitio. Todavía quedaba comida en mi bandeja, pero había perdido el apetito. El sentido común me decía que debía alimentarme mientras tuviera ocasión. Por un momento clavé la mirada en la carne. Me obligué a comer.
Cuando levanté la cabeza, descubrí a dos muchachos observándome. Por un instante les sostuve la mirada; luego recordé quién se suponía que era y volví a agachar la cabeza. Era evidente que les parecía gracioso, porque se acercaron contoneándose para sentarse conmigo, uno al otro lado de la mesa y el otro incómodamente cerca de mí. Éste arrugó la nariz exageradamente y se la pellizcó para regocijo de su compinche. Les di las buenas noches.
—Buenas para ti, a lo mejor. Hacía tiempo que no comías así, ¿eh, pordiosero?
Esto lo dijo el que tenía delante, un gamberro rubiacho con la cara cubierta de pecas.
—Eso es verdad, y agradezco su generosidad a vuestro capamán —dije con voz queda.
Ya había empezado a buscar una forma de librarme de ellos.
—Bueno. ¿Qué te trae por Pome? —preguntó el otro.
Era más alto que su indolente amigo, y más musculoso.
—Busco trabajo. —Le miré de frente a sus ojos claros—. Me han dicho que hay una feria de empleo de Puesto Vado.
—¿Y qué clase de trabajo se te daría bien, pordiosero? ¿Espantapájaros? ¿O a lo mejor es que puedes ahuyentar a las ratas de una casa con tu olor?
Clavó un codo en la mesa, demasiado cerca de mí, y cargó el peso del cuerpo sobre él, como si quisiera enseñarme la masa de músculos de su brazo.
Inspiré una vez, dos. Sentí algo que hacía tiempo que no sentía. Allí estaba el filo del miedo, y ese temblor invisible que me recorría cuando me retaban. También sabía que en ocasiones esos temblores presagiaban un ataque. Pero algo más crecía en mi interior, algo de lo que ya casi me había olvidado. Ira. No. Furia. La furia ciega y violenta que me prestaba la fuerza necesaria para blandir un hacha y separar el hombro y el brazo de un hombre de su cuerpo, o para arrojarme sobre él y estrangularlo hasta la muerte sin importarme cuánto me aporreara mientras tanto.
Con una suerte de temor reverencial recibí aquella sensación y me pregunté qué la había conjurado. ¿Habría sido el recordar a unos amigos que había perdido para siempre, o las escenas de batalla que había soñado con la Habilidad tan a menudo en los últimos días? Daba igual. Sentía el peso de una espada en mi cadera y dudaba que los gamberros se hubieran fijado en ella, o que supieran cómo era capaz de usarla. Probablemente nunca habían empuñado más arma que una guadaña, probablemente nunca habían visto más sangre que la de una gallina o una vaca. Nunca se habían despertado en plena noche con los ladridos de un perro y se habían preguntado si venían los corsarios, nunca habían regresado de faenar en la mar rezando para que, al rodear el cabo, su ciudad siguiera en pie. Eran granjeros benditamente ignorantes que engordaban en sus ricas tierras ribereñas, lejos de la costa amenazada, sin otra manera de demostrar su hombría que azuzando a un desconocido o provocando a unos hombres enjaulados.
Ojalá todos los niños de los Seis Ducados fueran igual de ignorantes. Me sobresalté como si Veraz me hubiera apoyado la mano en el hombro. Estuve a punto de mirar a mi espalda. En vez de eso, me quedé petrificado, tanteando en mi interior para encontrarlo, pero sin encontrar nada. Nada.
No podía asegurar que el pensamiento proviniera de él. Quizá fuese mi propio deseo. Y aun así era tan propio de él que no podía dudar de su origen. Mi rabia desapareció tan de repente como la habían provocado, y los miré con una especie de sorpresa, asombrado de encontrarlos aún allí. Niños, sí, nada más que niños grandes, rebeldes y deseosos de demostrar su virilidad. Ignorantes y crueles como a menudo eran los niños. Bueno, no tenía intención de servirles de escenario donde exhibir su hombría, como tampoco pensaba derramar su sangre en el polvo la noche de nupcias de su capamán.
—Creo que es posible que haya prolongado mi estancia en demasía —dije solemnemente y me levanté de la mesa.
Había comido suficiente, y sabía que no me hacía falta la media jarra de cerveza que reposaba a mi lado. Los vi calibrarme mientras me incorporaba y reparé en el respingo de uno de ellos cuando se fijó en la espada que colgaba sobre mi muslo. El otro se puso de pie, como si quisiera detenerme, pero vi que su compañero negaba discretamente con la cabeza. Con las apuestas igualadas, el fornido granjero se apartó de mí frunciendo los labios, retirándose como si quisiera impedir que mi presencia lo ensuciara. Fue extrañamente sencillo pasar por alto el insulto. No retrocedí ante ellos, sino que me di la vuelta y me adentré en la oscuridad, alejándome del jolgorio, el baile y la música. Nadie me siguió.
Busqué el muelle, con mayor determinación a cada zancada que daba. Así que no estaba lejos de Puesto Vado, no estaba lejos de Regio. Sentí el repentino deseo de prepararme para encontrarme con él. Alquilaría una habitación en alguna posada esa noche, una con baños, y me lavaría y afeitaría. Que me mirara, que viera las cicatrices que me había provocado, que supiera quién lo mataba. ¿Y después? Si vivía para ver un después, y si me descubría alguien que me conociera, que así fuese. Que todos supieran que Traspié había regresado de la tumba para someter a ese aspirante a monarca a la verdadera Justicia del Rey.
Con esa determinación, dejé atrás las dos primeras posadas que vi. De una de ellas salían gritos que presagiaban, o bien una pelea, o bien un exceso de confraternización; en cualquiera de los dos casos, no era probable que lograra conciliar el sueño allí. La segunda tenía un porche desvencijado y una puerta que colgaba torcida de sus goznes. Decidí que esos detalles no auguraban el buen estado de sus camas. Me decanté al final por una que lucía una olla en su cartel y tenía una antorcha encendida en el exterior para guiar a los viajeros hasta su puerta.
Como la mayoría de los edificios de mayor tamaño de Pome, la posada estaba construida con piedras del río y mortero, los mismos materiales que componían su suelo. Había una gran chimenea al otro extremo de la sala, pero sólo ardía en ella un fuego estival, lo suficiente para mantener en ebullición la olla de caldo prometida. Pese a lo reciente de mi cena, el olor me resultó apetitoso. El bar estaba en silencio, atraída gran parte de la clientela por los festejos nupciales del capamán. El posadero tenía aspecto de ser una persona amigable, aunque frunció el ceño al reparar en mi presencia. Dejé una pieza de plata sobre la mesa ante él para tranquilizarlo.
—Quisiera una habitación para esta noche, y un baño.
Me miró de arriba abajo, dubitativo.
—El baño tendrá que ser lo primero —especificó con firmeza.
Le sonreí.
—Por mí encantado, señor. Lavaré también mi ropa; no tema que le infeste las sábanas de piojos.
Asintió a regañadientes y encargó a un mozo que fuese a buscar agua caliente a la cocina.
—¿Así que vienes de muy lejos? —preguntó por cortesía mientras me mostraba el camino a los baños, detrás de la posada.
—De muy lejos y un poco más. Pero me espera un trabajo en Puesto Vado y me gustaría estar presentable cuando llegue.
Sonreí mientras hablaba, complacido por la verdad que entrañaban mis palabras.
—Oh, te espera un trabajo. Ya veo, claro, ya veo. Sí, lo mejor será llegar limpio y descansado. El tarro de jabón está en esa esquina, úsalo sin miedo.
Antes de que se marchara le pedí una navaja, pues había un espejo en el cuarto de baño, y estuvo encantado de proporcionarme una. El mozo la trajo junto con el primer caldero de agua caliente. Cuando terminó de llenar la bañera yo ya me había recortado la barba para poder afeitarme mejor. Se ofreció a lavarme la ropa por un cobre extra, y le di mi permiso sin dudarlo. Se llevó mis prendas arrugando la nariz, lo que me indicó que olía mucho peor de lo que me imaginaba. Era evidente que mi paseo por los pantanos había dejado más secuelas de las que pensaba.
Me tomé mi tiempo, empapándome en el agua caliente, embadurnándome con el jabón del tarro y frotándome vigorosamente luego, antes de aclararme. Me lavé el pelo dos veces antes de que la espuma se viera blanca en vez de gris. El agua que dejé en el barreño era más espesa que las aguas cretáceas del río. Por una vez me afeité tan despacio que sólo me corté en dos ocasiones. Cuando me hube recogido el pelo y hecho una coleta de guerrero, levanté la cabeza para encontrar un rostro que apenas si reconocí en el espejo.
Hacía meses que no me veía la cara, y la última vez había sido en el pequeño espejo de Burrich. El rostro que me devolvía ahora la mirada era más delgado de lo que esperaba, y lucía unos pómulos que me recordaron a los del retrato de Hidalgo. El mechón de pelo cano que crecía sobre mi frente me hacía parecer mayor, y me recordó las marcas de un tejón. Tenía la frente y las mejillas bronceadas tras todo un verano al sol, pero la piel se veía más pálida allí donde había estado la barba, de modo que la mitad inferior de la cicatriz que me cruzaba la mejilla parecía mucho más lívida que el resto. Lo que podía ver de mi pecho mostraba unas costillas más pronunciadas que nunca. Había músculo ahí, cierto, pero no grasa suficiente para empapar una sartén, como diría Perol Sara. Mi continuo deambular y mi dieta casi exclusiva de carne me habían dejado señales.
Me aparté del espejo sonriendo con ironía. Podía olvidarme de mis temores de ser reconocido por cualquiera que me conociese. Apenas si me reconocía a mí mismo.
Me puse mis ropas de invierno para subir a la habitación. El mozo me aseguró que colgaría mis otras prendas junto a la chimenea y que estarían secas por la mañana. Me enseñó mi cuarto, me deseó buenas noches y me dejó con una vela encendida.
Encontré la habitación parcamente amueblada pero limpia. Había cuatro camas en ella, pero esa noche yo era el único cliente, por lo que me sentí agradecido. Había una sola ventana, sin postigos ni cortinas al estar en verano. La fresca brisa nocturna entraba en el cuarto procedente del río. Me quedé de pie un momento, asomado a la oscuridad. Río arriba se divisaban las luces de Puesto Vado. Era un asentamiento considerable. Las luces punteaban la carretera entre Pome y Puesto Vado. Era evidente que me encontraba ya en un territorio densamente poblado. Tanto mejor que viajara solo, me dije firmemente, y aparté de mí la punzada de añoranza que sentía cada vez que pensaba en Ojos de Noche. Dejé mi hato debajo de la cama. Las mantas eran ásperas pero olían a limpio, igual que el colchón relleno de paja. Tras meses de dormir en el suelo, parecía casi tan mullida como mi antigua cama de plumas de Torre del Alce. Soplé para apagar la vela y me tendí esperando quedarme dormido al instante.
En vez de eso me encontré mirando fijamente las sombras del techo. A lo lejos se oían los tenues sonidos de la fiesta. Más próximos eran los ahora extraños crujidos y chirridos propios de un edificio, los pasos de las personas que caminaban en otras estancias de la posada. Me ponían nervioso, como no lo hacía el viento entre las ramas de un bosque, o el borboteo del río que discurría cerca de mi lecho. Temía a mi propia especie más que a cualquier amenaza del mundo natural.
Mi mente derivó hacia Ojos de Noche, para preguntarme qué estaría haciendo y si estaría sano y salvo esa noche. Empecé a sondear en dirección a él, pero me contuve. Mañana estaría en Puesto Vado, para hacer algo con lo que él no podía ayudarme. Más aún, ahora estaba en una zona donde él no podría venir a visitarme sin peligro. Si tenía éxito mañana, y vivía para ir a las montañas en busca de Veraz, entonces podría confiar en que se acordara de mí y me acompañara. Pero si moría mañana, lo mejor sería que estuviese donde estaba ahora, intentando unirse a los suyos y tener su propia vida.
Llegar a la conclusión y reconocer mi decisión era sencillo. Mantener mi resolución era lo difícil. No tendría que haber alquilado esa cama, sino que debería haber pasado la noche caminando, pues así hubiera descansado más. Me sentía más solo que nunca en toda mi vida. Aun en la mazmorra de Regio, enfrentado a la muerte, había podido llegar hasta mi lobo. Ahora, esa noche, estaba solo, contemplando un asesinato que era incapaz de planear, temiendo que Regio estuviera protegido por una camarilla de adeptos de la Habilidad cuyos talentos sólo podía intuir. Pese a la placidez de esa noche de finales de verano, me sentía helado y enfermo cada vez que pensaba en ello. Mi deseo de matar a Regio nunca flaqueaba; sólo mi confianza de tener éxito. No me las había apañado demasiado bien por mi cuenta, pero decidí que mañana realizaría una actuación de la que Chade podría sentirse orgulloso.
Cuando pensaba en la camarilla sentía la desasosegante certeza de que me había engañado a mí mismo en lo tocante a mi estrategia.
¿Había llegado hasta allí impulsado por mi propia voluntad, o se trataba de alguna argucia sutil implantada por Will en mis pensamientos para convencerme de que correr hacia él era lo más seguro? Will empleaba la Habilidad de forma sutil. Su toque era tan insidiosamente acariciador que uno casi no se daba cuenta de cuándo estaba empleándolo. Anhelé de repente sondear con la Habilidad para ver si podía sentirlo espiándome. Entonces estuve seguro de que mi impulso de habilitar obedecía en realidad a la influencia de Will sobre mí, tentándome a abrirle mi mente. Así continuaron mis pensamientos, persiguiéndose incesantes en círculos cada vez más pequeños, hasta que casi puse sentir cómo se divertía Will observándome.
Pasada la medianoche me permití finalmente caer rendido de sueño. Renuncié a mis atormentadoras ideas sin reparos, sumergiéndome en el sueño como si fuese un buceador empeñado en alcanzar las profundidades. Demasiado tarde reconocí los imperativos de esa inmersión. Me habría debatido si pudiera recordar cómo hacerlo. En vez de eso reconocí a mi alrededor las colgaduras y los trofeos que decoraban el gran salón de Torre de la Onda, el castillo principal del Ducado de Osorno.
Las grandes puertas de madera colgaban de sus goznes, víctimas del ariete que yacía entre ellas, cumplida su terrible tarea. El humo llenaba el aire del salón, enroscándose en los estandartes de pasadas victorias. Allí se habían amontonado los cuerpos, donde los combatientes habían intentado contener el torrente de corsarios al que había dado paso la rendición de las pesadas planchas de roble. Algunos pasos más allá de esa muralla cruenta resistía aún una línea de guerreros de Osorno, pero a duras penas. En el seno de aquel pequeño nudo de batalla se encontraba el duque Mazas, flanqueado por sus hijas pequeñas, Celeridad y Fe. Ambas blandían espadas e intentaban en vano proteger a su padre de la ferocidad del enemigo. Ambas peleaban con una habilidad y una rabia que no hubiera imaginado nunca en ellas. Parecían halcones gemelos, con los rostros enmarcados por lustroso cabello negro y corto, entornados por el odio sus ojos azules. Pero Mazas se negaba a que lo escudaran, se negaba a ceder ante la asesina oleada de corsarios. Se irguió con las piernas separadas, salpicado de sangre, y empuñó su hacha de batalla con las dos manos.
Ante él, a sus pies, amparado por el arco de su hacha, yacía el cadáver de su primogénita y heredera. Un golpe de espada se había hundido entre su hombro y su cuello, destrozando la clavícula antes de que el arma se encajara en los despojos de su pecho. Estaba muerta, irremediablemente muerta, pero Mazas se resistía a apartarse de su cuerpo. Sus lágrimas se mezclaban con la sangre que le cubría las mejillas. Su pecho se inflaba como un fuelle con cada aliento que inspiraba, y los nervudos y viejos músculos de su torso sobresalían entre las desgarraduras de su camisa. Mantenía a raya a dos espadachines, uno de ellos un joven ambicioso cuyo interés residía en derrotar a ese duque, y el otro una víbora con forma humana que se mantenía al margen de la reyerta, con su larga espada lista para aprovechar la ventaja de cualquier posible abertura que creara el joven.
En una fracción de segundo supe todo eso, como supe también que Mazas no resistiría mucho más. La sangre tornaba resbaladiza su presa sobre el hacha, en tanto cada bocanada de aire que obligaba a pasar por su garganta reseca constituía un tormento en sí misma. Era un anciano, tenía el corazón destrozado y sabía que aun cuando sobreviviera a esa batalla, Osorno habría caído en poder de las Velas Rojas. Mi alma lloraba ante su tragedia, pero todavía logró dar un imposible paso adelante y descargar su hacha para terminar con la vida del temerario joven que lo retaba. En el preciso instante en que su arma hendió el pecho del corsario, el otro hombre se adelantó, aprovechó la minúscula abertura y perforó el pecho de Mazas con su espada. El anciano cayó detrás de su oponente moribundo sobre las piedras encharcadas de sangre de su castillo.
Celeridad, ocupada con su propio rival, se giró fugazmente al escuchar el grito de angustia de su hermana. El corsario al que se enfrentaba no desaprovechó la ocasión. Su arma, más pesada, se envolvió en su fina hoja y se la arrebató de las manos. Ella retrocedió ante la feroz sonrisa de regocijo del hombre y torció la cabeza para no presenciar su muerte, a tiempo de ver cómo el asesino de su padre engarzaba los dedos en su cabello, dispuesto a apropiarse de su cabeza como trofeo.
No pude consentirlo por más tiempo.
Me abalancé sobre el hacha que había soltado Mazas, así su mango resbaladizo a causa de la sangre como si estuviera dando la mano a un viejo amigo. Parecía extrañamente pesada, pero la blandí, bloqueé la espada de mi asaltante, y luego, con una combinación de la que Burrich se habría sentido orgulloso, le imprimí un giro para redirigir la trayectoria de la espada hacia su cara. Sentí un ligero estremecimiento cuando los huesos de su rostro sucumbieron al impacto. No tenía tiempo para pensar en ello. Salté hacia delante y descargué mi hacha con fuerza, amputando la mano del hombre que pretendía decapitar a mi padre. El hacha tañó contra las losas del suelo, sacudiéndome los brazos. Una inesperada fuente de sangre me bañó cuando la espada de Fe atravesó el antebrazo de su oponente. Éste se erguía sobre mí, de modo que giré el hombro y rodé para ponerme en pie al tiempo que hundía el filo de mi hacha en su vientre. El corsario soltó su arma e intentó sujetarse las entrañas con ambas manos mientras se desplomaba.
Se produjo un instante de absoluto silencio en la diminuta burbuja de batalla que ocupábamos. Fe me observaba con una expresión de asombro que se trocó por un instante fugaz en una mirada de triunfo, antes de ser suplantada por otra de pura angustia.
—¡No podemos permitir que cojan los cuerpos! —declaró de pronto. Levantó la cabeza repentinamente y su pelo corto voló como la melena de un corcel de combate—. ¡Osorno! ¡A mí! —exclamó, y la nota de autoridad de su voz no pasó desapercibida.
Por un instante miré a Fe. Se me empañó la vista, lo vi todo doble por un momento. Una mareada Celeridad deseó a su hermana:
—Larga vida al ducado de Osorno.
Presencié cómo cruzaban la mirada, un gesto que indicaba que ninguna de las dos esperaba vivir para ver el día siguiente. Entonces un nudo de guerreros de Osorno se zafó de la contienda para unirse a ellas.
—Mi padre y mi hermana. Llevaos sus cadáveres —ordenó Fe a dos de los hombres—. ¡Los demás, conmigo!
Celeridad se puso de pie, contempló la pesada hacha con desconcierto y se agachó para recuperar la familiaridad de su espada.
—Allí, nos necesitan allí —declaró Fe, señalando, y Celeridad la siguió para reforzar el frente de batalla lo suficiente para permitir la retirada de su gente.
Vi cómo se alejaba Celeridad, una mujer a la que no había amado pero a la que siempre admiraría. Deseaba con todo mi corazón ir tras ella, pero mi control de la escena comenzaba a desvanecerse, todo se volvía humo y sombras. Alguien me agarró.
Eso ha sido una estupidez.
La voz sonaba encantada en mi cabeza. ¡Will!, pensé desesperadamente mientras el corazón me daba un vuelco en el pecho.
No. Pero podría serlo. Estás descuidando tus murallas, Traspié. No puedes permitírtelo. No importa cuánto nos llamen, has de ser cauto. Veraz me propinó un empujón que me envió lejos y sentí cómo volvía a recibirme la carne de mi propio cuerpo.
—Pero tú lo haces —protesté, pero sólo oí el tenue sonido de mi voz en la habitación de la posada.
Abrí los ojos. Todo era oscuridad al otro lado de la única ventana del cuarto. No podía decir si habían pasado meros momentos u horas. Lo único que sabía era que daba gracias porque quedara aún algo de oscuridad para dormir, pues el tremendo cansancio que me embargaba ahora no me permitía pensar en nada más.
Cuando desperté a la mañana siguiente, estaba desorientado. Hacía demasiado tiempo que no me despertaba en una cama de verdad, mucho menos sintiéndome limpio. Me obligué a fijar la vista y miré los nudos de la viga del techo que había sobre mi cabeza. Después de un momento recordé la posada, y que no estaba muy lejos de Puesto Vado y de Regio. Casi al mismo tiempo recordé que el duque Mazas estaba muerto. Se me encogió el corazón. Cerré los ojos con fuerza contra el recuerdo de la Habilidad de esa batalla y sentí cómo comenzaban los martilleos de mi dolor de cabeza. Por un instante irracional culpé de todo a Regio. Él había orquestado esta tragedia que me descorazonaba y dejaba mi cuerpo temblando de debilidad. La misma mañana que esperaba levantarme con fuerzas y listo para matar, apenas si podía conjurar la energía necesaria para levantarme de la cama. Un momento después llegó el mozo de la posada con mi ropa. Le di otros dos cobres y regresó un poco más tarde con una bandeja. Al ver y oler el cuenco de gachas de avena se me revolvió el estómago. De pronto comprendí la aversión a la comida que manifestaba siempre Veraz durante los veranos en que su Habilidad había mantenido a los corsarios lejos de nuestra costa. Lo único que me interesaba de la bandeja era la taza y el cazo de agua caliente. Gateé fuera de la cama y me agaché para sacar mi hato de debajo. Ante mis ojos danzaron y flotaron chispas. Cuando conseguí abrir la mochila y localizar la corteza feérica, resollaba como si acabara de echar una carrera. Necesité toda mi capacidad de concentración para fijar mis pensamientos más allá del dolor que me asaeteaba la cabeza. Envalentonado por la virulencia de mi jaqueca, incrementé la cantidad de corteza feérica que desleí en la taza. Estaba cerca de la dosis que suministraba Chade a Veraz. Padecía esos sueños de la Habilidad desde que el lobo se fue de mi lado. Daba igual cómo erigiera mis defensas, no conseguía contenerlos. Pero el de la noche pasada había sido el peor en mucho tiempo. Supuse que se debía a que había entrado en el sueño, y actuado a través de Celeridad. Los sueños mermaban enormemente mis fuerzas y mis reservas de corteza feérica. Observé con impaciencia cómo diluía la corteza su negrura en el agua hirviendo. En cuanto dejé de ver el fondo de la taza, la levanté y la apuré de un solo trago. Estuve a punto de atragantarme con su amargura, pero eso no me impidió añadir más agua caliente a los posos de corteza.
Me bebí despacio la segunda dosis, más débil, sentado al borde de mi cama y con la mirada perdida en el exterior, al otro lado de la ventana. Gozaba de una vista espléndida del llano terreno fluvial. Había campos cultivados, y vacas lecheras en pastos acotados en las afueras de Pome, y más allá pude divisar el humo que se elevaba de las pequeñas granjas que jalonaban la carretera. No había más pantanos que atravesar, no había más campos agrestes entre Regio y yo. A partir de ahí, tendría que viajar como una persona.
Mi dolor de cabeza había remitido. Me obligué a dar cuenta de las gachas frías, ignorando las amenazas de mi estómago. Iba a pagar por ellas y necesitaría su sustento antes de que acabara el día. Me vestí con la ropa limpia que había traído el mozo. La camisa estaba deformada y lucía distintos tonos de marrón. Los pantalones estaban raídos a la altura de las rodillas y la culera, y eran demasiado cortos. Al calzarme mis zapatos de confección casera, reparé por vez primera en su lamentable aspecto. Hacía tanto tiempo que había dejado de preocuparme por el aspecto que ofrecía ante los demás que me sorprendió encontrarme vestido más andrajosamente que cualquier mendigo de Torre del Alce que pudiera recordar. No era de extrañar que la noche anterior inspirara lástima y repugnancia. Yo habría sentido lo mismo por cualquiera que apareciese vestido con esos harapos.
La idea de bajar ataviado de esa manera me hizo torcer el gesto. La alternativa, sin embargo, era ponerme mis cálidas ropas de lana para el invierno y pasarme el día entero sofocado y sudoroso. El sentido común me animó a descender como estaba, pero ahora me sentía tan ridículo que deseaba poder pasar desapercibido.
Mientras rehacía mi hato apresuradamente, me alarmé por un momento al fijarme en toda la corteza feérica que había consumido de una sentada. Me sentía alerta; nada más que eso. Hacía un año, la misma dosis de corteza feérica hubiera hecho que me subiera por las paredes. Me dije con firmeza que era igual que con mi ropa de pordiosero. No podía hacer nada al respecto. Los sueños de la Habilidad no iban a dejarme tranquilo, y no tenía tiempo para tumbarme y dejar que mi cuerpo se recuperara a su propio ritmo, y menos dinero para pagar una habitación de posada y comida mientras tanto. Pero mientras me colgaba el hato al hombro y bajaba las escaleras, reflexioné que era una forma lamentable de empezar el día. La muerte de Mazas, la conquista del ducado de Osorno por parte de los corsarios, mi atuendo de espantapájaros y mi muleta de corteza feérica. Todo se confabulaba para sumirme en un profundo estado de abatimiento.
¿Qué posibilidades tenía de superar las murallas y los guardias de Regio y acabar con su vida?
Burrich me había dicho en cierta ocasión que era natural sentirse alicaído tras ingerir corteza feérica. De modo que eso era lo que me ocurría. Nada más.
Me despedí del posadero y éste me deseó buena suerte. En la calle, el sol ya estaba alto. Presagiaba otro día espléndido. Me impuse un ritmo constante mientras salía de Pome y me encaminaba hacia Puesto Vado.
Al llegar a las afueras vi algo que me sobrecogió. Había dos patíbulos, de los que colgaban sendos cadáveres. Esto era inquietante de por sí, pero también había otras estructuras: un puesto de azotes y dos potros. El sol no había blanqueado aún la madera; éstas eran estructuras recientes, y aun a pesar de eso parecía que ya habían sido puestas a prueba. Pasé por delante de ellas rápidamente pero no pude evitar recordar cuan cerca había estado de experimentar personalmente el funcionamiento de tales estructuras. Lo único que me salvó fue mi sangre bastarda y la antigua ley que decretaba que no se podía ahorcar a nadie de linaje real. Recordé, también, el evidente placer que sentía Regio al ver cómo me apaleaban.
Con un segundo escalofrío me pregunté dónde estaría Chade. Si los soldados de Regio lograban capturarlo, no me cabía la menor duda de que Regio lo ejecutaría rápidamente. Intenté no imaginar qué aspecto tendría, alto, delgado y canoso en el cadalso bajo el sol radiante.
¿O no tendría una muerte rápida?
Meneé la cabeza para desembarazarme de tales pensamientos y continué mi camino frente a los cuerpos inertes que se deshilaban al sol como ropa tendida y olvidada. Con cierto humor macabro observé que incluso ellos estaban mejor vestidos que yo.
Mientras avanzaba por la carretera hube de apartarme a menudo para ceder el paso a carretas y vacas. El comercio prosperaba entre las dos ciudades. Dejé Pome a mi espalda y caminé durante algún tiempo frente a granjas bien atendidas que jalonaban el camino con sus sembrados y sus huertos. Un poco más adelante me encontré pasando ante casas de campo, cómodas residencias de piedra con árboles frondosos y plantaciones que rodeaban sus sólidos graneros, con caballos de monta y de caza en los pastos. Más de una vez creí reconocer allí animales de Torre del Alce. Estos edificios dieron paso momentáneamente a grandes cultivos, sobre todo de lino y cáñamo. Al cabo empecé a ver viviendas más modestas y luego las afueras de una aldea.
O eso pensaba. El atardecer me encontró en el corazón de una ciudad, con sus calles pavimentadas con adoquines y gente yendo y viniendo atareada en todo tipo de quehaceres. Me descubrí mirando en rededor, maravillado. Nunca había visto nada parecido a Puesto Vado. Las tiendas se sucedían, había tabernas, posadas y establos para todos los bolsillos, y todos los establecimientos se propagaban por aquella tierra llana como no podría ocurrir en ninguna ciudad de Gama. Llegué a una zona de jardines y fuentes, de templos, teatros y escuelas. Había jardines surcados por veredas de guijarros y avenidas adoquinadas que serpeaban entre plantaciones, estatuas y árboles. La gente que paseaba por las aceras o conducía sus carruajes iba vestida con unas galas que no habrían desentonado en la más formal de las ocasiones en Torre del Alce. Algunas personas lucían la librea dorada y marrón de Lumbrales, pero aun el atuendo de esos sirvientes era más suntuoso que cualquier prenda que yo hubiera tenido jamás.
Allí era donde Regio había pasado los veranos de su infancia. Siempre había considerado que la ciudad de Torre del Alce era poco más que un poblacho atrasado. Intenté imaginarme a un niño dejando atrás todo aquello al llegar el otoño para regresar a un castillo surcado por corrientes de aire que se levantaba sobre un acantilado azotado por la lluvia y las tormentas encima de una pequeña y mugrienta ciudad portuaria. No era de extrañar que se hubiera retirado aquí con su corte a la menor ocasión. De pronto sentí un ápice de comprensión por Regio. Eso me enfureció. Es bueno conocer al hombre que vas a matar; no lo es tanto comprenderlo. Recordé cómo había asesinado a su propio padre, mi rey, y me reafiancé en mi propósito.
Mientras deambulaba por aquellos prósperos vecindarios, me merecí más de una mirada de conmiseración. Si hubiera tenido la intención de ganarme la vida mendigando, podría haberlo conseguido. En vez de eso, busqué un entorno más humilde, donde quizá pudiera escuchar algo sobre Regio y sobre la organización y guarnición de su castillo en Puesto Vado. Dirigí mis pasos hacia los muelles, esperando sentirme más como en casa.
Allí encontré el verdadero motivo de la existencia de Puesto Vado. Fiel a su nombre, el río decrecía hasta convertirse en una inmensa extensión de aguas poco profundas que apenas si cubrían las rocas y los guijarros. Era tan ancho que la otra orilla se perdía en la bruma, y el río parecía lindar con el horizonte. Vi rebaños enteros de vacas y ovejas que vadeaban el río Vin, mientras corriente abajo una serie de transbordadores aprovechaba las aguas más profundas para transportar una interminable caravana de mercancías al otro lado del río.
Allí era donde Haza comerciaba con Lumbrales, donde se unían huertos, sembrados y ganaderías, y donde los bienes que llegaban río arriba procedentes de Gama, Osorno o aun de tierras más lejanas se descargaban por fin y partían con rumbo a los nobles que podían permitírselos. A Puesto Vado, en tiempos mejores, llegaban las mercancías del Reino de las Montañas y las tierras del otro lado: ámbar, lujosas pieles, tallas de marfil, y las raras cortezas aromáticas de los Territorios Pluviales. También aquí se desembarcaba el lino que habría de manufacturarse para tejer las delicadas telas de Lumbrales, y el cáñamo que se convertía en fibra para cuerdas y velas.
Me ofrecieron trabajar unas horas descargando sacos de cereales de una pequeña barcaza a una carreta. Acepté el empleo, más por la conversación que por los cobres. Averigüé poca cosa. Nadie hablaba de las Velas Rojas ni de la guerra que se libraba en el litoral, más que para lamentar la mala calidad de la mercancía procedente de la costa y de cuánto había que pagar por lo poco que se obtenía. Se hablaba poco del rey Regio, y lo que oí eran alabanzas por su éxito entre las mujeres y su capacidad para aguantar la bebida. Me sobresaltó que se refirieran a él como el rey Buenmonte, el nombre del linaje real de su madre. Luego decidí que no estaba tan mal que repudiara el apellido de los Vatídico. Una cosa menos que debía compartir con él.
Sí que se hablaba mucho del Círculo del Rey, y lo que oí me heló las entrañas.
El concepto de batirse en duelo para demostrar la veracidad de la palabra de uno era antiguo en los Seis Ducados. En Torre del Alce se erigían los grandes pilares de las Piedras Testigo. Cuentan que cuando dos hombres se encuentran allí para dirimir sus disputas con los puños, El y Eda presencian la pelea y se encargan de que se haga justicia. Las piedras y la costumbre son muy viejas. Cuando se hablaba de la Justicia del Rey en Torre del Alce, a menudo se referían a los discretos trabajos que realizábamos Chade y yo para el rey Artimañas. Había quienes presentaban peticiones públicas ante Artimañas en persona y dejaban en sus manos la ejecución de lo que considerara justo. Pero había ocasiones en que llegaban a oídos del rey otras afrentas, y era entonces cuando nos encargaba a Chade o a mí que castigáramos al infractor sin llamar la atención. En el nombre de la Justicia del Rey yo había ejecutado sentencias piadosamente rápidas y tortuosamente lentas por igual. Debería estar acostumbrado ya a la muerte.
Pero el Círculo del Rey de Regio tenía más de entretenimiento que de justicia. La premisa era sencilla. Quienes el rey consideraba merecedores de cumplir condena o de morir eran enviados a su círculo. Allí habrían de enfrentarse a animales salvajes enloquecidos por el hambre o los castigos, o a un luchador, el Campeón del Rey. En ocasiones, el criminal que ofrecía un buen espectáculo recibía la clemencia real, o incluso el puesto de Campeón del Rey. Los forjados no tenían esa oportunidad. Los forjados eran maniatados y dejados a merced de las bestias, o se les privaba de alimento para soltarlos después contra otros delincuentes. Estos juicios habían adquirido bastante popularidad últimamente, tanto que los asistentes comenzaban a sobrepasar el aforo de la plaza del mercado de Puesto Vado, donde se administraba la «justicia» en esos momentos. Ahora Regio había ordenado construir un círculo especial. Estaría convenientemente cerca de su mansión, y contaría con celdas de contención y paredes de seguridad que confinarían a las bestias y los prisioneros más estrictamente, con asientos para quienes acudieran a presenciar cómo se impartía la Justicia del Rey. La construcción del Círculo del Rey proporcionaba un nuevo impulso al comercio y el mercado laboral de la ciudad de Puesto Vado. Todos opinaban que era una excelente idea tras el cese del comercio con el Reino de las Montañas. No oí a una sola persona pronunciarse en su contra.
Cuando estuvo cargado el carromato, cogí mi paga y seguí a los demás estibadores hasta una taberna cercana. Allí, además de cerveza, uno podía comprar un puñado de hierbas y un incensario de humo para su mesa. El ambiente del interior del local estaba cargado de vapores, y no tardé en sentir los ojos llorosos y la garganta en carne viva. Nadie más parecía prestarle mucha atención, ni siquiera estar demasiado afectado por ello. La consunción de hierbas intoxicantes nunca había sido una práctica extendida en Torre del Alce y yo nunca había adquirido resistencia al humo. Mis monedas me compraron una ración de budín de carne con miel y una jarra de cerveza sumamente amarga que me supo a agua del río.
Pregunté a varias personas si era cierto que estaban contratando mozos de cuadra para el establo del rey y, de ser así, adonde tenía que ir uno a solicitar el puesto. El que alguien como yo aspirara a trabajar para el rey en persona hizo mucha gracia a más de uno, pero puesto que llevaba fingiéndome algo retrasado desde que empecé a trabajar con ellos, pude aceptar sus chanzas y sus groseras sugerencias con una sonrisa bobalicona. Un viejo verde me dijo al final que debería ir a preguntar al rey en persona, y me dio la dirección del Salón de Puesto Vado. Le di las gracias, apuré mi cerveza y me puse en marcha.
Supongo que esperaba encontrar un edificio de piedra con murallas y fortificaciones. Eso era lo que buscaba mientras seguía las indicaciones en dirección contraria al río. En cambio, llegué al cabo a una colina baja, si es que se podía calificar de colina a aquel modesto promontorio. La altura extra era suficiente para mostrar una buena vista del río en ambas direcciones, y las delicadas estructuras de piedra que la coronaban aprovechaban al máximo esa ventaja. Me quedé plantado en la bulliciosa carretera, poco menos que boquiabierto. No ofrecía en absoluto el imponente aspecto marcial de Torre del Alce. En su lugar, el paseo de blancos guijarros, los jardines y los árboles rodeaban un edificio palaciego y acogedor a un tiempo. El Salón de Puesto Vado y las construcciones colindantes nunca se habían empleado como castillo o fortaleza. Era una residencia elegante y lujosa. Se habían labrado dibujos en las paredes de piedra y había majestuosos arcos en las entradas. Había torres, sí, pero sin ventanas estrechas para los arqueros. Saltaba a la vista que habían sido construidas para permitir a sus moradores una mejor vista de su entorno, más por capricho que por cautela.
También había muros entre la transitada carretera pública y la mansión, pero se trataba de paredes de piedra gruesas y bajas, cubiertas de musgo o hiedra, con nichos y oquedades donde las plantas trepadoras enmarcaban estatuas. Una amplia avenida conducía directamente al gran edificio. Otros paseos y senderos más estrechos invitaban a investigar los estanques de nenúfares y los árboles frutales, podados con mimo, o las tranquilas y sombrías aceras. Algún jardinero visionario había plantado allí robles y sauces, hacía al menos cien años, y ahora los árboles se erguían majestuosos, proporcionaban sombra y susurraban al son de la brisa que soplaba del río. Toda aquella hermosura se diseminaba por un terreno mayor que el de una granja de buen tamaño. Intenté imaginarme al regente que tuviera a la vez tiempo y recursos para crear algo así.
¿Era eso lo que podía tener uno cuando no debía preocuparse de construir barcos de guerra ni de mantener ejércitos? ¿Había conocido alguna vez Paciencia una belleza parecida en el hogar de sus padres? ¿Era eso lo que emulaba el bufón con los delicados jarrones de flores y las peceras de vivos colores que guardaba en su habitación? Me sentía sucio y mugriento, y no a causa de mi atuendo. Así era como debía vivir un rey, pensé de repente. Rodeado de arte, música y esplendor, proporcionando un lugar donde florecieran esas cosas para elevar así la vida de sus súbditos. Atisbé mi ignorancia, y peor aún, la fealdad de un hombre adiestrado únicamente para matar a otros. Sentí una rabia repentina, también, por todo lo que nunca me habían enseñado, lo que nunca había divisado siquiera. ¿Acaso no habían tenido algo que ver en eso Regio y su madre, no habían puesto al bastardo en su sitio? Me habían dado la forma de una fea herramienta funcional, del mismo modo que la escarpada y yerma Torre del Alce era una fortaleza, no un palacio.
Mas ¿cuánta belleza sobreviviría en este lugar si Torre del Alce no se alzara como un perro guardián en la boca del río Gama?
Fue como un jarro de agua fría en mi cara. Era verdad. ¿Acaso no era ése el motivo de que se construyera Torre del Alce, para obtener el control del comercio fluvial? Si Torre del Alce caía en manos de los corsarios, esos amplios ríos se convertirían en carreteras para sus veloces embarcaciones de poco calado. Se clavarían como un puñal en el fofo vientre de los Seis Ducados. Esos nobles indolentes y fanfarrones chicos de granja se despertarían en medio de una batahola de gritos y humo en plena noche, sin castillo al que correr para refugiarse, sin guardias que lucharan por ellos. Antes de morir, sabrían lo que habían tenido que soportar otros para mantenerlos a salvo. Antes de morir, despotricarían contra el rey que había huido de esas almenas para trasladarse al interior y rodearse de placeres.
Pero me había propuesto que ese rey muriera antes. Empecé a recorrer lentamente el perímetro del castillo de Puesto Vado. Debía investigar la forma más sencilla y discreta de entrar, y también la mejor manera de salir. Antes de que cayera la noche, averiguaría cuanto pudiera sobre el Salón de Puesto Vado.