Lumbrales
Lady Paciencia, la Señora de Torre del Alce, como llegó a ser considerada, se hizo con el poder de forma inusitada. Había nacido en el seno de una familia noble y era una dama por derecho propio. Fue encumbrada hasta el elevado estatus de Reina a la Espera por sus precipitadas nupcias con el Rey a la Espera Hidalgo. Nunca aprovechó una posición ni la otra para reclamar el poder que le conferían su cuna y su matrimonio. Únicamente al quedarse sola, abandonada casi como la excéntrica lady Paciencia de Torre del Alce, empuñó las riendas de la influencia. Lo hizo, como había hecho todo lo demás en su vida, de forma tan azarosa y descuidada como ninguna otra mujer hubiera sabido hacerlo.
No recurrió a conexiones con familias nobles, ni recurrió a contactos influyentes apelando al estatus de su difunto esposo. Empezó desde el escalón de poder más bajo, los llamados hombres de armas, no pocos de los cuales eran mujeres. Los pocos soldados que quedaban de la guardia personal del rey Artimañas y la escolta de la reina Kettricken se encontraban en la peculiar posición de ser guardianes sin nada que guardar. La Guardia de Torre del Alce había sido sustituida en sus responsabilidades por las tropas de confianza que había traído lord Refuljo de Lumbrales, y relegada a desempeñar trabajos de poca importancia que incluían la limpieza y el mantenimiento del castillo. Los antiguos guardias recibían una asignación salarial errática, habían perdido el respeto por sí mismos y pasaban demasiado tiempo ociosos o enfrascados en tareas denigrantes. Lady Paciencia, supuestamente porque no tenían otra cosa que hacer, comenzó a requerir sus servicios. Empezó por solicitar un guardia que la acompañara cuando salía a montar a lomos de su viejo palafrén, Seda. Las excursiones vespertinas fueron convirtiéndose gradualmente en viajes que duraban todo el día, y luego en visitas nocturnas a aldeas que, o bien habían sido saqueadas, o bien temían un saqueo inminente. En las aldeas saqueadas, ella y su dama de compañía, Cordonia, hacían todo lo que podían por los heridos, redactaban un recuento de los muertos o forjados y proporcionaban, merced a su guardia, brazos fuertes con que ayudar a despejar de escombros las calles principales y construir refugios provisionales para las personas que habían perdido sus hogares. Esto, si bien no suponía un verdadero trabajo para los soldados, les recordaba que habían sido entrenados para combatir y lo que ocurría cuando no había protectores. La gratitud de las personas a las que ayudaban restituía a la guardia su orgullo y su cohesión interior. En las aldeas ilesas, la guardia era una pequeña exhibición de la fuerza que servía para proclamar que Torre del Alce y el orgullo de los Vatídico aún existían. En varios pueblos y ciudades se construyeron improvisadas prisiones militares en las que los civiles podían esconderse de los corsarios y donde tenían al menos una oportunidad de defenderse.
Se desconoce lo que opinaba lord Refuljo de las excursiones de lady Paciencia. Ella jamás declaró estas expediciones de forma oficial. Eran viajes de placer, los guardias que la acompañaban se ofrecían voluntarios para hacerlo, y lo mismo para desempeñar las tareas que ella les encomendaba en las aldeas. Algunos, cuando se ganaban su confianza, llegaban a hacer «recados» para ella. Estos recados podían implicar la entrega de mensajes en los castillos de Garrón, Osorno, e incluso de Torote, solicitando noticias de la situación en las ciudades costeras e informando de la situación en Gama; llevaban a sus mensajeros a atravesar territorios ocupados y estaban plagados de peligros. Sus heraldos portaban a menudo una rama de la hiedra que cultivaba ella durante todo el año en sus aposentos a modo de insignia que presentar a los receptores de sus mensajes y su apoyo. Se han escrito varias baladas sobre los apodados Mensajeros de la Hiedra, ensalzando la valentía y el ingenio que demostraban, y recordándonos que incluso las paredes más grandes deben, con el tiempo, rendirse a la inexorable hiedra trepadora. Quizá la hazaña más señalada fuese la de Pensamiento, la mensajera más joven. Con once años, recorrió todo el camino hasta el escondrijo de la duquesa de Osorno, en las Cuevas de Hielo de Osorno, para informarle del momento y el lugar en que arribaría un barco de víveres. Durante parte de ese viaje, Pensamiento permaneció oculta sin ser descubierta entre los sacos de grano de una carreta conducida por los corsarios. Escapó del corazón mismo del campamento de los corsarios para continuar su misión, pero no sin antes prender fuego a la tienda en la que dormían sus líderes para vengar la Forja de sus padres. Pensamiento no llegó a cumplir los trece años, pero sus proezas tardarán en ser olvidadas.
Otros ayudaban a Paciencia a disponer de sus joyas y de las tierras de sus ancestros para conseguir dinero, que luego ella gastaba «como le placía, pues tal era su derecho», como informó en cierta ocasión a lord Refuljo. Compraba cereales y ovejas en el interior, y de nuevo sus «voluntarios» se encargaban de su transporte y distribución. Pequeñas barcas de víveres llevaban esperanza a los defensores asediados. Hacía pagos simbólicos a los albañiles y carpinteros que ayudaban a reconstruir las aldeas arrasadas. Y daba monedas, no muchas pero acompañadas de su más sincero agradecimiento, a los guardias que se prestaban a colaborar con ella.
Cuando el emblema de la hiedra se extendió entre la Guardia de Torre del Alce, fue sólo para reconocer lo que ya era una realidad. Estos hombres y mujeres eran la guardia de lady Paciencia, pagados por ella cuando alguien los pagaba, pero lo que ellos más apreciaban, valorados y empleados por ella, cuidados por ella cuando resultaban heridos, y ferozmente defendidos por su afilada lengua cuando alguien osaba vilipendiarlos. Estos fueron los cimientos de su influencia, y la base de la Berza que llegó a esgrimir. «Las torres no suelen desmoronarse de abajo arriba», dijo más de una vez, y afirmaba haber tomado ese adagio del príncipe Hidalgo.
Habíamos dormido bien y teníamos el estómago lleno. Sin la necesidad de cazar, viajamos toda la noche. Nos manteníamos lejos de la carretera, y éramos mucho más cautos que antes, pero no nos encontramos con ningún forjado. Una inmensa luna blanca alumbraba con su luz argéntea el sendero que discurría entre los árboles. Nos movíamos como una sola criatura, sin pensar apenas, salvo para catalogar los olores que encontrábamos y los sonidos que oíamos. La gélida determinación que se había adueñado de mí embargaba también a Ojos de Noche. No quería transmitirle imprudentemente cuáles eran mis intenciones, pero podíamos pensar en ellos sin necesidad de concentrarnos. Era un tipo distinto de impulso cazador, motivado por un tipo distinto de hambre. Aquella noche caminamos leguas bajo la atenta mirada de la luna.
Había una suerte de lógica marcial en todo aquello, una estrategia que Veraz habría aprobado. Will sabía que yo estaba vivo. Desconocía si revelaría esa información al resto de la camarilla, o incluso a Regio. Suponía que ansiaba drenar toda mi fuerza con la Habilidad del mismo modo que Justin y Serena habían drenado la del rey Artimañas. Sospechaba que semejante robo de poder producía un éxtasis obsceno, y que Will querría disfrutarlo a solas. También estaba casi seguro de que intentaría encontrarme, decidido a dar conmigo dondequiera que me ocultara. Él sabía a su vez que yo le tenía un miedo atroz. No se esperaría que acudiese directamente a su encuentro, dispuesto a matarlo no sólo a él y al resto de la camarilla, sino también a Regio. Llegar cuanto antes a Puesto Vado sería lo mejor que podría hacer para mantenerme escondido de él.
Lumbrales tiene fama de ser tan llana como montañosa y boscosa es Gama. Aquel primer amanecer nos encontró en un tipo de bosque desconocido, más abierto y poblado de árboles de hoja caduca. Nos instalamos para pasar el día en un soto de abedules, en un promontorio que señoreaba sobre el pasto. Por primera vez desde el combate me quité la camisa y examiné a la luz del día el hombro magullado por la porra. Tenía marcas negras y azules, y me dolía si intentaba levantar el brazo por encima de la cabeza. Pero eso era todo. Minucias. Tres años atrás, hubiera pensado que se trataba de una herida grave. Lo habría enjuagado con agua fría y le habría aplicado un emplasto de hierbas para que sanara. Ahora, aunque me amorataba el hombro entero y hormigueaba cada vez que lo movía, sólo era una magulladura, y la dejé para que se curara sola. Sonreí con ironía para mí mientras volvía a ponerme la camisa.
Ojos de Noche no fue tan paciente cuando examiné el corte de su hombro. Estaba empezando a cerrarse. Cuando le aparté el pelo de los bordes de la herida, torció la cabeza de repente y me agarró la muñeca entre los dientes. Sin violencia, pero con firmeza.
No lo toques. Ya sanará.
La herida está sucia.
La olisqueó y se lamió pensativo. No mucho.
Deja que le eche un vistazo.
Nunca te conformas con echarle un vistazo. Siempre tienes que hurgar.
Pues estáte quieto y deja que hurgue.
Claudicó, pero no de buen grado. Había briznas de hierba pegadas a la herida y tuve que tirar de ellas para soltarlas. Más de una vez me mordió la muñeca. Al final me gruñó de tal manera que supe que ya no estaba dispuesto a soportar más. No me di por satisfecho. Me costó convencerlo para que me permitiera aplicarle un poco del bálsamo de Burrich.
Te preocupas demasiado por estas cosas, me informó irritado.
Siento que estés herido por mi culpa. No es justo. Ésta no es la clase de vida que debería llevar un lobo. No deberías estar solo, vagando de un sitio para otro. Deberías tener una manada, cazar en tu territorio, quizá tomar una compañera algún día.
Algún día es algún día, y puede que ocurra o puede que no. Esto es propio de los humanos, preocuparse por cosas que podrían pasar o no. No puedes comer la carne antes de haberla cazado. Además, no estoy solo. Estamos juntos.
Eso es verdad. Estamos juntos. Me tendí junto a Ojos de Noche para dormir.
Pensaba en Molly. Decidí apartarla de mi mente e intenté conciliar el sueño. No dio resultado. Me revolví inquieto hasta que Ojos de Noche gruñó, se levantó, se alejó de mí y volvió a tumbarse. Me quedé sentado un momento, contemplando el bosque del valle. Sabía que estaba a punto de tomar una decisión desacertada. Me negaba a considerar cuan insensata e imprudente era. Cogí aire, cerré los ojos y sondeé en busca de Molly.
Temía encontrarla en los brazos de otro hombre. Temía oírla hablar de mí con resentimiento. En vez de eso, no la encontré de ninguna manera. Una y otra vez concentré mis pensamientos, reuní toda mi energía y la busqué. Finalmente me vi recompensado con una imagen de la Habilidad donde aparecía Burrich cubriendo el tejado de una cabaña. Tenía el torso desnudo y el sol de verano había oscurecido su piel hasta conferirle el color de la madera bruñida. El sudor le corría por la nuca. Miró de soslayo a alguien que estaba en el suelo y una expresión de enfado asomó a sus rasgos. «Ya lo sé, mi señora. Podríais hacerlo vos sola, muchas gracias. También sé que tengo preocupaciones de sobra sin necesidad de temer que alguno de los dos pudierais caeros de aquí».
En algún lugar jadeé a causa del esfuerzo y volví a ser consciente de mi cuerpo. Me impulsé lejos de mí y busqué a Burrich. Quería decirle al menos que seguía con vida. Conseguí encontrarlo, pero lo veía a través de un velo de bruma. «¡Burrich! —lo llamé—. ¡Burrich, soy yo, Traspié!». Pero su mente estaba cerrada a cal y canto; no podía atisbar siquiera un ápice de sus pensamientos. Maldije mi errático talento para la Habilidad y sondeé de nuevo hacia las nubes arremolinadas.
Veraz estaba ante mí, con los brazos cruzados sobre el pecho, meneando la cabeza. Su voz no era más alta que el susurro del viento y estaba tan inmóvil que apenas podía distinguirlo. Pero presentí que estaba utilizando una fuerza enorme para llegar hasta mí. «No hagas esto, muchacho —me previno suavemente—. Sólo te hará daño». De pronto me encontré en un sitio distinto. Él tenía la espalda apoyada en un gran peñasco negro y su rostro se veía marcado por la fatiga. Veraz se frotó las sienes como si le doliera la cabeza. «Yo tampoco debería estar haciendo esto. Pero a veces anhelo tanto… Ah, en fin. No me hagas caso. Atiende a esto, sin embargo. Hay cosas que es mejor no saber, y los riesgos que entraña habilitar en estos momentos son demasiado grandes. No soy el único que puede sentirte y encontrarte. Te atacará a la menor ocasión. No llames su atención sobre ellos. No tendría reparos a la hora de utilizarlos contra ti. Renuncia a ellos, para protegerlos. —De pronto parecía un poco más fuerte. Sonrió con amargura—: Sé lo que es eso; renunciar a alguien para garantizar su seguridad. Lo mismo hizo tu padre. Tienes la fuerza necesaria para ello. Olvídalo todo, muchacho. Tan sólo ven a mí. Si es que aún quieres hacerlo. Ven a mí y te mostraré lo que podemos hacer».
Desperté a mediodía. El sol que caía sobre mi cara me había levantado dolor de cabeza y me sentía algo débil. Encendí una pequeña fogata con la intención de preparar té de corteza feérica para recobrar fuerzas. Me obligué a escatimar mis reservas, empleando sólo un trozo de corteza y el resto de las ortigas. No esperaba necesitarlo tan a menudo. Supuse que debería conservarlo; podría hacerme falta después de enfrentarme a la camarilla de Regio. Eso era ser optimista. Ojos de Noche abrió los ojos para observarme un rato, antes de adormilarse de nuevo. Me senté sorbiendo mi té amargo y contemplando el paisaje. El extraño sueño me había hecho añorar un lugar y una época en que la gente se preocupaba por mí. Lo había dejado todo atrás. Bueno, todo no. Me senté junto a Ojos de Noche y apoyé una mano en el hombro del lobo. Sacudió el pelaje al sentir mi contacto. Duérmete, refunfuñó.
Eres todo lo que tengo, le dije, lleno de melancolía.
Bostezó perezosamente. Y soy todo lo que necesitas. Ahora duérmete. Dormir es importante, me dijo con seriedad. Sonreí y volví a tumbarme junto a mi lobo, con una mano apoyada en su abrigo. Desprendía la simple satisfacción de tener el estómago lleno y dormir al sol. Tenía razón. Eso era importante. Cerré los ojos y pasé el resto del día durmiendo, sin sueños.
En los días y noches siguientes, la naturaleza del paisaje cambió para dar paso a bosques abiertos separados por extensos pastizales. Las ciudades estaban rodeadas de huertos y sembrados. Una vez, hacía mucho tiempo, había recorrido Lumbrales. En aquella ocasión viajaba con una caravana, e íbamos a campo traviesa en vez de siguiendo el río. Yo era un joven asesino confiado camino de una misión importante. Aquel viaje había concluido con mi primera experiencia real de la traición de Regio. Apenas si conseguí sobrevivir a ella. Ahora recorría Lumbrales de nuevo, con un asesinato como objetivo final de mi viaje. Pero esta vez viajaba solo y río arriba, el hombre al que pensaba matar era mi propio tío y mi misión era personal. En ocasiones encontraba esas circunstancias profundamente satisfactorias. A veces, me parecían aterradoras.
Mantuve la promesa que me había hecho y evité diligentemente la compañía humana. Seguíamos la carretera y el río, pero al llegar a las ciudades dábamos un amplio rodeo. Esto era más difícil de lo que parece en un terreno tan abierto. Una cosa era soslayar cualquier aldea de Gama, encajada en un recodo del río y rodeada de densos bosques, y otra atravesar campos de cereales, o cruzar huertos sin llamar la atención de ningún perro. Hasta cierto punto, podía asegurar a los perros que no albergábamos malas intenciones. Cuando los perros eran crédulos. Casi todos los perros de las granjas sienten tal recelo hacia los lobos que resulta imposible apaciguarlos, y los perros más viejos eran proclives a mirar con desconfianza a cualquier humano que viajara en compañía de un lobo. Nos persiguieron más de una vez. La Maña me permitía comunicarme con algunos animales, pero no garantizaba el que éstos fueran a escucharme, ni a creerme. Los perros no son tontos.
Cazar en esos terrenos tan llanos también era distinto. Casi todas las presas pequeñas tenían madrigueras y vivían en grupo, y los animales de mayor tamaño se limitaban a burlarnos corriendo por las vastas extensiones de tierra. El tiempo que dedicábamos a cazar era tiempo que no pasábamos viajando. A veces encontraba algún gallinero desguarnecido y me colaba sigilosamente para robar huevos a las aves dormidas. No tenía reparos en hurtar ciruelas y cerezas de los huertos que hallábamos a nuestro paso. Nuestro trofeo más fortuito fue un haragar joven e ignorante, uno de los puercos altos y delgados que criaban los nómadas para servirles de alimento. De dónde se había escapado aquél, no nos lo preguntamos. Lo abatimos a fuerza de colmillos y espada. Dejé que Ojos de Noche se hartara esa noche, y luego lo hice enfadar cortando el resto de la carne en tiras y lonchas que sequé al sol sobre una pequeña fogata. Tardé casi todo un día en curar la carne hasta el punto en que pudiera conservarse bien, pero en los días sucesivos viajamos más deprisa gracias a nuestras provisiones. Cuando se nos presentaba la ocasión cazábamos y matábamos, pero cuando no, recurríamos al haragar ahumado.
De ese modo seguimos el río Alce hacia el norte. Cuando nos acercamos al populoso centro de comercio que era la ciudad del Lago Turia, cambiamos de rumbo y nos guiamos únicamente por las estrellas durante algún tiempo. Esto era más del agrado de Ojos de Noche, cruzar llanuras alfombradas de juncias secas en esa época del año. Con frecuencia divisábamos rebaños a lo lejos, de vacas, ovejas o cabras, y con menos frecuencia de haragar. Mi contacto con las gentes nómadas que seguían a esos rebaños se limitaba a atisbos de personas a caballo, o al rutilar de sus hogueras perfilando las tiendas cónicas que empleaban cuando acampaban para pasar la noche.
Volvimos a ser lobos durante aquellas largas noches de marcha. Había degenerado de nuevo, pero ahora era consciente de ello y me decía que mientras así fuera no tenía nada que temer. De hecho, creo que me vino bien. De haber viajado con otra persona, la vida habría sido más complicada. Habríamos discutido por la ruta, los víveres y la estrategia a seguir cuando llegáramos a Puesto Vado. Pero el lobo y yo nos limitábamos a avanzar, noche tras noche, y nuestra existencia era todo lo simple que puede ser la vida. La camaradería que nos unía era cada vez más profunda.
Las palabras de Rolf el Negro habían calado hondo en mi interior y me habían dado mucho en lo que pensar. En cierto modo, había dado por supuesto el vínculo que me unía a Ojos de Noche. Antes era un cachorro, pero ahora era mi semejante. Y mi amigo. Hay quien se refiere a «un perro» o «un caballo» como si todos fueran iguales. He oído a un hombre referirse a la yegua que tenía desde hacía siete años como «mi cosa», como si hablara de un mueble. No hace falta tener la Maña para conocer la compañía de una bestia, y saber que la amistad de un animal es exactamente igual de compleja y profunda que la de cualquier hombre o mujer. Morrón era un perro juguetón, cordial y curioso cuando era mío. Herrero era bravo y agresivo, dado a meterse con todo el que cediera ante él, y su sentido del humor no estaba exento de malicia. Ojos de Noche era tan distinto de ellos como lo era de Burrich o Chade. No pretendo ofender a ninguno de ellos si digo que me sentía más próximo a él que a cualquier otro.
El no sabía sumar. Pero tampoco yo sabía leer el olor de un ciervo en el aire y decir si se trataba de un macho o de una hembra. Si él era incapaz de planear más allá de mañana, tampoco yo era capaz de sumirme en la feroz concentración que imprimía él a sus emboscadas. Había diferencias entre nosotros; ninguno de los dos se consideraba superior al otro. Ninguno daba órdenes al otro, ni esperaba mansa obediencia de él. Mis manos eran herramientas útiles para quitar púas de puercoespín, garrapatas y espinas, y para rascar zonas de su lomo particularmente irritadas e inalcanzables. Mi altura me confería cierta ventaja a la hora de divisar nuestras presas y escudriñar el terreno. De modo que aun cuando me compadecía por mis «dientes de vaca» y mi pobre visión nocturna, o por mi nariz, a la que llamaba bulto inútil entre mis ojos, no me trataba con condescendencia. Los dos sabíamos que su talento para la caza nos procuraba casi toda la carne que comíamos. Pero no por eso me negó jamás una ración igual a la suya. Encontrad las mismas virtudes en una persona, si podéis.
—¡Siéntate, perro! —le dije una vez, en broma.
Me encontraba desollando cuidadosamente un puercoespín que había matado con una porra después de que Ojos de Noche se empeñara en perseguirlo. En su afán por hincarle el diente a la carne, estaba a punto de conseguir que los dos nos llenáramos de espinas. Retrocedió con un impaciente estremecimiento de ancas.
¿Por qué hablan así las personas?, me preguntó mientras yo tiraba con tiento del borde del punzante pellejo.
—¿Cómo?
Dando órdenes. ¿Por qué tiene derecho un hombre a dar órdenes a un perro, si no son manada?
—Algunos son manada, o casi —dije en voz alta, pensativo. Tensé la piel, sujetándola por un jirón de pellejo de la barriga donde no había espinas y cortando a lo largo del integumento expuesto. Se escuchó un desgarro cuando la piel se separó de la grasa—. Algunas personas se creen con derecho —proseguí después de un momento.
¿Por qué?, insistió Ojos de Noche.
Me sorprendió no haberme parado a considerar aquello antes.
—Algunas personas se consideran superiores a las bestias —dije despacio—. Piensan que tienen derecho a utilizarlas o a ordenarles cuanto les apetezca.
¿Tú piensas así?
No respondí de inmediato. Empujé el filo entre la línea que separaba la piel de la grasa, manteniendo una tensión constante sobre el pellejo mientras lo desprendía del hombro del animal. Montaba a caballo, ¿verdad?, cuando tenía uno. ¿Lo hacía porque era mejor que el caballo que sometía a mi voluntad? Había empleado perros para cazar, y a veces halcones. ¿Qué derecho tenía a impartirles órdenes? Allí estaba yo, sentado, quitándole la piel a un puercoespín para comérmelo. Hablé con voz apagada.
—¿Somos mejores que este puercoespín que nos vamos a comer? ¿O es sólo que hemos sido mejores que él hoy?
Ojos de Noche ladeó la cabeza, viendo cómo mi cuchillo y mis manos despellejaban la carne para él. Creo que siempre seré más listo que cualquier puercoespín. Pero no mejor. A lo mejor lo matamos y nos lo comemos porque podemos. Igual que, y aquí estiró las patas delanteras frente a él con languidez, igual que tengo a un humano bien adiestrado para que me pele esas cosas punzantes y yo pueda comérmelas más a gusto. Me sacó la lengua, y ambos supimos que eso era sólo parte de la respuesta al enigma. Recorrí la columna del puercoespín con mi cuchillo y por fin se desprendió la piel entera.
—Debería encender un fuego y derretir un poco de esta grasa antes de comer —consideré—. De lo contrario me sentará mal.
Tú dame mi parte y haz lo que quieras con la tuya, me aleccionó Ojos de Noche con grandilocuencia. Practiqué un corte alrededor de los cuartos traseros, desgarré las ingles y tiré para separar los muslos. Para mí era carne suficiente. Los dejé encima del reverso de la piel mientras Ojos de Noche se alejaba con su porción. Encendí una fogata mientras él se dedicaba a triturar huesos y desollé los muslos para cocinarlos.
—No me considero mejor que tú —dije suavemente—. No me considero, en verdad, mejor que ninguna bestia. Aunque, como tú dices, soy más listo que algunas.
Que los puercoespines, a lo mejor, observó con benevolencia. Pero ¿más listo que un lobo? Lo dudo.
Llegamos a conocer hasta el último matiz del comportamiento del otro. A veces competíamos ferozmente mientras cazábamos, disfrutando enormemente con la persecución y la muerte, recorriendo el mundo sin vacilación, peligrosos. A veces, nos comportábamos como cachorros, empujándonos mutuamente a los arbustos fuera del sendero, picándonos e incordiándonos mientras caminábamos, asustando a las presas aun antes de verlas. Había días en que haraganeábamos al terminar la tarde antes de levantarnos para cazar y proseguir nuestro viaje, con la barriga o el lomo bañados por el sol, con el zumbido de los insectos acunando nuestra somnolencia. Entonces el gran lobo rodaba boca arriba como un cachorro y me pedía que le rascara la barriga o que buscara garrapatas y pulgas entre sus orejas, o simplemente que le rascara a conciencia toda la garganta y el cuello. Las frías mañanas de niebla nos ovillábamos el uno junto al otro para procurarnos calor mutuamente antes de dormir. A veces me despertaba debido al golpe de una nariz fría pegada a la mía; cuando intentaba sentarme, descubría que me estaba pisando el pelo deliberadamente, inmovilizándome la cabeza contra el suelo. En ocasiones me despertaba solo y veía a Ojos de Noche sentado a cierta distancia, silueteado contra el crepúsculo. La suave brisa nocturna le alborotaba el pelaje. Tenía las orejas atiesadas y la mirada perdida en el horizonte. En momentos así presentía en él una soledad tal que nada de lo que yo hiciera podría remediarla. Aquello me humillaba, y lo dejaba en paz, sin sondear siquiera en su dirección. En ciertos aspectos, para él, yo no era mejor que cualquier lobo.
Una vez dejamos atrás el Lago Turia y las ciudades circundantes enfilamos de nuevo hacia el norte para alcanzar el río Vin. Era tan parecido al río Alce como una vaca a un semental. Gris y plácido, serpeaba entre campos abiertos, regodeándose en sus amplios y pedregosos canales. En nuestro lado del río había un sendero que discurría más o menos en paralelo al agua, pero casi todo su tráfico consistía en vacas y cabras. Siempre podíamos oír cuándo estaba siendo pastoreado un rebaño, y los evitábamos sin dificultad. El Vin no era tan navegable como el Alce, pues era menos profundo y propenso a la formación de fluctuantes arenales, pero lo recorrían algunas embarcaciones. En la orilla de Haza había una carretera bien transitada, y frecuentes aldeas, e incluso algunas ciudades. Vimos barcazas arrastradas río arriba por recuas de mulas en algunos tramos; supuse que se trataba de cargamentos que había que transportar más allá de los bajíos. Los asentamientos en nuestra orilla parecían limitarse a embarcaderos de transbordadores y puestos de comercio para los pastores nómadas. En éstos se podía encontrar una posada, algunas tiendas y un puñado de casas aferradas a las afueras, pero no mucho más. Ojos de Noche y yo los evitábamos. Las contadas aldeas que vimos a nuestro lado del río estaban desiertas en esa época del año.
Los trashumantes, que moraban en tiendas durante los meses más calurosos, pastoreaban ahora sus rebaños en las planicies centrales, deambulando pausadamente de un pozo de agua a otro en medio de los ricos pastizales. La hierba crecía en las calles de los pueblos y las fachadas de las casas de tepe. Se respiraba paz en esas aldeas abandonadas, aunque el vacío que las habitaba me recordaba al de las poblaciones saqueadas. Nunca nos deteníamos cerca de ellas.
Los dos ganamos en fuerza y esbeltez. Desgasté mis zapatos y tuve que remendarlos con tiras de tripa. Se me deshilachó el dobladillo de los pantalones y los recorté a la altura de mis pantorrillas. Me aburrí de lavar mi camisa tan a menudo; la sangre de los forjados y la de nuestras piezas me habían teñido la pechera y los puños de un marrón jaspeado. Estaba tan andrajosa y zurcida como la camisa de un pordiosero, y la desigualdad de su color sólo conseguía que pareciera más ridícula. Un buen día la guardé en mi hato y proseguí con el torso desnudo. Los días eran lo bastante plácidos para no echarla de menos, y durante las noches más frías caminábamos y mi cuerpo generaba su propio calor. El sol me atezó hasta volverme de un color casi tan oscuro como el de mi lobo. Me sentía bien físicamente. No era tan fuerte como cuando me dedicaba a remar y pelear, ni tan musculoso. Pero me sentía sano, ágil y flexible. Podía pasarme la noche entera trotando junto a mi lobo sin fatigarme. Era un animal rápido y sigiloso, y me demostré en sobradas ocasiones mi capacidad de supervivencia. Recuperé en buena parte la confianza que Regio me había arrebatado. No es que mi cuerpo hubiera olvidado y perdonado lo que él le había hecho, pero me había adaptado a sus dolores y sus cicatrices. Casi había logrado dejar atrás el calabozo. No permitía que mi sombrío objetivo empañara aquellos días dorados. Ojos de Noche y yo viajábamos, cazábamos, dormíamos y volvíamos a viajar. Todo era tan simple y tan bueno que me olvidé de apreciarlo. Hasta que lo perdí.
Habíamos bajado hasta el río al caer la tarde, con la intención de beber a placer antes de comenzar nuestro viaje nocturno. Pero al aproximarnos, Ojos de Noche se quedó paralizado de repente y pegó la barriga al suelo mientras apuntaba las orejas hacia delante. Seguí su ejemplo, y entonces aun mi embotado olfato percibió un olor desconocido. ¿Qué y dónde?, le pregunté.
Los vi antes de que él pudiera responderme. Ciervos diminutos, caminando ligeros camino del agua. No eran mucho más altos que Ojos de Noche, y en lugar de cornamenta lucían unas astas en espiral, semejantes a las de los carneros, que relucían negras y lustrosas a la luz de la luna llena. Conocía aquellas criaturas gracias únicamente a un viejo bestiario que tenía Chade, y no lograba recordar cómo se llamaban.
¿Comida?, sugirió sucinto Ojos de Noche, y asentí de inmediato. El sendero que seguían los acercaría a un salto y una corta carrera de nosotros. Ojos de Noche y yo mantuvimos nuestras posiciones, a la espera. Los ciervos se aproximaban, una decena de ellos, presurosos y descuidados ahora que podían oler el agua fresca. Dejamos que pasara el que llevaba la delantera, aguardando a saltar sobre el grueso de la manada, donde estarían más estrechamente agolpados. Pero en el preciso instante en que Ojos de Noche se disponía a saltar con un estremecimiento, un largo aullido ululante hendió la noche.
Ojos de Noche se sentó, profiriendo un gañido ansioso. Los ciervos se desbandaron en una explosión de cascos y cuernos, huyendo de nosotros aun cuando ambos estábamos demasiado distraídos para perseguirlos. Nuestra cena se convirtió de repente en un suave trueno distante. Los vi alejarse, desolado, pero Ojos de Noche ni siquiera pareció percatarse.
Con la boca abierta, emitía sonidos a caballo entre un aullido y un gemido, con las fauces temblando y moviéndose como si pugnara por recordar cómo hablar. El sobresalto que había sentido en él al escuchar el lejano aullido del lobo había hecho que me diera un vuelco el corazón. Si mi propia madre me hubiera llamado de pronto en plena noche, la conmoción no hubiera podido ser mayor. De un promontorio elevado al norte de nosotros surgieron aullidos y ladridos a modo de respuesta. El primer lobo se sumó al coro. La cabeza de Ojos de Noche oscilaba adelante y atrás mientras gañía guturalmente. De improviso echó la cabeza hacia atrás y soltó un aullido desgarrador. Un brusco silencio sucedió a su declaración, antes de que la manada al completo profiriera, no un grito de caza, sino un anuncio de su posición.
Ojos de Noche me dirigió una rápida mirada compungida, y se fue. Incrédulo, lo vi correr hacia el promontorio. Tras un instante de asombro, me puse en pie de un salto y lo seguí. Ya me sacaba una distancia considerable, pero cuando reparó en mi gesto aminoró el paso y se dio la vuelta.
Debo ir solo, me dijo atropelladamente. Espérame aquí. Giró en redondo para proseguir su avance.
El pánico se adueñó de mí. ¡Espera! No puedes ir solo. No son manada. Son intrusos, te atacarán. Lo mejor será que no te acerques a ellos.
¡Debo hacerlo!, repitió. Su decisión estaba fuera de toda duda. Partió al trote.
Corrí tras él. ¡Ojos de Noche, por favor! De pronto estaba aterrorizado por él, por aquello hacia lo que se dirigía con tanta obsesión.
Se detuvo y volvió la cara hacia mí, fijando sus ojos en los míos en lo que era una mirada muy larga para un lobo. Lo comprendes. Sabes que lo comprendes. Ahora te toca confiar a ti como he confiado yo tantas veces. Esto es algo que debo hacer. Y debo hacerlo solo.
¿Y si no regresas?, pregunté desesperado.
Tú regresaste de tu visita a esa ciudad. Y yo volveré contigo. Continúa siguiendo el río. Te encontraré. Ahora vete. Vuelve.
Dejé de correr detrás de él. Siguió su camino. ¡Ten cuidado!, grité tras él, mi manera de aullar a la noche. Luego me erguí y lo vi alejarse, vi sus poderosos músculos tensos bajo el tupido pelaje, la cola enhiesta con determinación. Hube de recurrir a cada pizca de fuerza que me quedaba para no suplicarle que regresara, que no me dejara solo. Me quedé allí, resollando a causa de la carrera, y lo vi empequeñecerse en la distancia. Estaba tan concentrado en su búsqueda que me sentí aislado y repudiado. Por primera vez experimenté el resentimiento y los celos que había sentido él durante mis sesiones con Veraz, o cuando estaba con Molly y le ordenaba que se mantuviera lejos de mis pensamientos.
Éste era su primer contacto como adulto con otros de su especie. Comprendía su necesidad de buscarlos y ver cómo eran, aunque lo atacaran y lo expulsaran. Era lo correcto. Pero todos los temores que sentía por él me gritaban que corriera tras él, que estuviera a su lado por si acaso necesitaba defenderse, estar al menos lo bastante cerca por si me necesitaba.
Pero me había pedido que no lo hiciera.
No. Me había ordenado que no lo hiciera. Me lo había exigido, ejerciendo el mismo privilegio de autonomía que había empleado yo tantas veces con él. Sentía que me arrancaba el corazón del pecho darle la espalda y regresar al río. De pronto me sentía medio ciego. El no trotaba a mi lado y delante de mí, proporcionándome información con la que suplementar lo que me indicaban mis sentidos, menos agudos que los suyos. En cambio, podía sentirlo a lo lejos. Sentía la corriente de anticipación, miedo y curiosidad que lo embargaba. En ese momento estaba demasiado enfrascado en su vida para compartirla conmigo. Me pregunté si sería algo parecido lo que había sentido Veraz cuando yo estaba a bordo del Rurisk, hostigando a los corsarios mientras él tenía que quedarse sentado en su torre y conformarse con obtener la información que yo podía proporcionarle. A él le había informado mucho más exhaustivamente, había realizado un esfuerzo consciente por enviarle un caudal de información. Empero, debía de haber sentido algo parecido a esta exclusión desoladora que me afligía ahora.
Llegué a la orilla del río. Me paré allí, me senté y lo esperé. Había dicho que regresaría. Contemplé fijamente la oscuridad sobre el agua en movimiento. Sentía la vida pequeña en mi interior. Lentamente giré la cabeza para mirar río arriba. Toda mi inclinación a cazar se había ido con Ojos de Noche.
Me quedé sentado, esperando, durante mucho tiempo. Al final me levanté y seguí caminando en plena noche, prestando poca atención a mí mismo y a mi entorno. Anduve en silencio por la ribera arenosa, acompañado del susurro de las aguas.
En alguna parte, Ojos de Noche olía a otros lobos, los olía nítidamente y con fuerza, lo bastante bien para saber cuántos eran y a qué sexo pertenecían. En alguna parte se mostraba ante ellos, no con gesto amenazador, sin irrumpir en medio de ellos, simplemente anunciando su presencia. Por un momento lo observaron. El gran macho de la manada avanzó y orinó en una mata de hierba. Luego escarbó profundos surcos con las garras de sus patas traseras mientras echaba tierra sobre el lugar. Una hembra se puso de pie, se estiró y bostezó, y luego se sentó, mirándolo fijamente con sus ojos verdes. Dos cachorros ya crecidos dejaron de lanzarse bocados el tiempo necesario para escudriñarlo. Uno de ellos hizo ademán de acercarse a él, pero un gruñido ronco de su madre lo trajo de vuelta apresuradamente. Siguió mordisqueando a su compañero de carnada. Y Ojos de Noche se sentó, un gesto que indicaba que no pensaba hacerles daño y les permitía examinarlo. Una joven hembra, muy delgada, soltó un gañido vacilante que terminó por interrumpir con un estornudo.
Al cabo, casi todos los lobos se levantaron y emprendieron la marcha con decisión. Iban de caza. La hembra flaca se quedó con los cachorros, vigilándolos mientras los demás se iban. Ojos de Noche dudó, antes de seguir a la manada a una discreta distancia. De vez en cuando, uno de los lobos le lanzaba una mirada por encima del hombro. El macho dominante se detenía con frecuencia para orinar y arañar el suelo con las patas traseras.
En cuanto a mí, avancé siguiendo el río, viendo cómo envejecía la noche a mi alrededor. La luna trazaba su lento curso por el firmamento nocturno. Saqué carne seca de mi hato y mastiqué mientras caminaba, deteniéndome una vez para beber el agua blanquecina. El río había virado hacia mí en su lecho de rocas. Me vi obligado a alejarme de la orilla y andar sobre un banco de hierba elevado. Cuando el amanecer perfilaba el horizonte, busqué un lugar donde echarme a dormir. Me asenté en una elevación sobre la orilla y me acurruqué entre los altos tallos de hierba. Sería invisible a menos que alguien tropezara conmigo. Era un sitio tan seguro como cualquier otro.
Me sentía muy solo.
No dormí bien. Una parte de mí estaba sentada observando a otros lobos, aún en la distancia. Eran tan conscientes de mí como yo de ellos. No me habían aceptado, pero tampoco me habían expulsado. No me había acercado lo suficiente para obligarles a tomar una decisión sobre mí. Los había visto matar un venado, el macho de una especie de ciervo que yo no conocía. Parecía pequeño para alimentarlos a todos. Tenía hambre, pero no tanta como para necesitar cazar todavía. La curiosidad que sentía por esa manada constituía una suerte de apetito más acuciante. Me quedé sentado, observándolos mientras dormitaban.
Mis sueños se apartaron de Ojos de Noche. Sentí de nuevo la inconexa certeza de saber que soñaba, pero era incapaz de despertar. Algo me llamaba, tiraba de mí con una urgencia tremenda. Respondí a la llamada, renuente pero incapaz de negarme. Encontré otro día en alguna parte, y el enfermizo y familiar humo y los gritos que se elevaban juntos hacia el cielo azul, junto al océano. Otra ciudad de Osorno perdía la batalla frente a los corsarios. Una vez más era reclamado como testigo. Aquella noche, y casi todas las noches que vendrían después, me fue impuesta la guerra contra las Velas Rojas.
Esa batalla y cada una de las siguientes están grabadas de algún modo en mi corazón, con implacable detalle. Las experimenté todas, con mi olfato, mi oído y mi tacto. Algo en mí escuchaba, y cada vez que me dormía, me arrastraba sin piedad hacia donde la gente de los Seis Ducados peleaba y moría por sus hogares. Iba a experimentar la caída de Osorno con más detalle que cualquiera de los habitantes de ese ducado. Pues de un día a otro, siempre que intentaba conciliar el sueño, se podía requerir en cualquier momento mi presencia como testigo. No comprendía la lógica de todo aquello. Quizá el germen de la Habilidad residía en muchas personas de los Seis Ducados, y al enfrentarse a la muerte y el dolor nos llamaban a Veraz y a mí con voces que no sabía que poseyeran. En más de una ocasión, presentí que mi rey caminaba del mismo modo por las ciudades arrasadas por la pesadilla, aunque nunca volví a verlo tan nítidamente como aquella primera vez. Más tarde, recordaría que una vez había compartido en sueños un momento con el rey Artimañas en que también él había sido reclamado de forma similar para presenciar la caída de Bahía de los Sedimentos. Desde entonces me pregunto cuan a menudo tuvo que padecer el tormento de ser testigo del saqueo de unas ciudades que era incapaz de proteger.
Una parte de mí sabía que estaba dormido junto al río Vin, lejos de esa batalla en curso, rodeado de altos tallos de hierba y acariciado por un viento limpio. No parecía importante. Lo importante era la súbita realidad de las contiendas que libraban los Seis Ducados contra los corsarios. Esa aldea anónima de Osorno seguramente no era un lugar de importancia estratégica, pero caía ante mis ojos, otro ladrillo que se soltaba de la pared. Cuando los corsarios poseyeran la costa de Osorno, los Seis Ducados jamás se librarían de ellos. Y estaban conquistando esa costa, ciudad a ciudad, aldea a aldea, mientras el actual monarca se refugiaba en Puesto Vado. La realidad de nuestra guerra contra las Velas Rojas había sido inminente y apremiante cuando yo remaba en el Rurisk. En el transcurso de los últimos meses, separado y aislado de la guerra, me había permitido olvidar a las personas que vivían ese conflicto todos los días. Había sido tan insensible como Regio.
Desperté finalmente cuando la tarde comenzaba a robar los colores del río y la llanura. No me sentía descansado, y aun así suponía un alivio despertar. Me senté, miré en rededor. Ojos de Noche no había regresado todavía. Sondeé brevemente hacia él. Hermano, me saludó, pero presentí que mi intrusión lo enojaba. Estaba viendo cómo jugaban los dos cachorros.
Retraje mi mente hacia mí con abatimiento. El contraste entre nuestras vidas era de pronto demasiado grande incluso para considerarlo. Los Corsarios de la Vela Roja, los forjados y las traiciones de Regio, aun mi plan para asesinar a Regio, eran de improviso mezquinos asuntos humanos que había descargado sobre el lobo. ¿Qué justicia había en consentir que semejantes ruindades moldearan su vida? Estaba donde debía estar.
Por poco que me gustara, la tarea que me había arrogado era solamente mía.
Intenté separarme de él. Aun así, persistía una chispa tenaz. Había dicho que volvería conmigo. Decidí que, si lo hacía, tendría que ser porque él así lo elegía. No lo llamaría a mi lado. Me levanté y proseguí mi marcha. Me dije que si Ojos de Noche decidía reunirse conmigo, podría darme alcance con facilidad. No hay nada como el trote de un lobo para devorar las leguas. Y tampoco es que viajara más deprisa sin él. Echaba en falta su visión nocturna.
Llegué a un lugar donde la orilla del río descendía hasta convertirse en poco más que una ciénaga. Al principio no supe si debía atravesarla o intentar dar un rodeo. Sabía que podía extenderse por leguas. Al cabo decidí ceñirme cuanto pudiera a la ribera. Pasé una noche espantosa, sorteando juncos y nébedas, tropezando con las raíces enredadas, con los pies más mojados que secos, y asediado por entusiastas mosquitos.
¿Qué clase de cretino, me pregunté, intentaba atravesar un pantano desconocido a oscuras? Me estaría bien empleado si topaba con un pozo de fango y me ahogaba.
Sobre mi cabeza sólo había estrellas, a mi alrededor las inalterables paredes de nébedas. A mi derecha atisbaba a intervalos el amplio y negro río. Seguí avanzando corriente arriba. El alba me encontró avanzando trabajosamente aún. Tenía las perneras de los pantalones y los zapatos cuajados de diminutas plantas de una sola hoja con zarcillos, y las picaduras de los insectos me habían sembrado el pecho de ronchas. Comí carne seca mientras caminaba. No había ningún sitio donde pararse a descansar, de modo que continué andando. Resuelto a sacar algo bueno de aquel lugar, reuní ramilletes de raíces de nébeda por el camino. Pasó el mediodía antes de que el río empezara a recuperar una semblanza de auténtica orilla, y me obligué a seguir adelante durante otra hora para librarme de los mosquitos. Luego me lavé para quitar el pantanoso limo verdusco y el barro de mis pantalones, zapatos y piel antes de echarme a dormir.
En alguna parte, Ojos de Noche se erguía inmóvil y pacífico mientras la hembra flaca se arrimaba a él. Mientras ella se acercaba, él se tumbó sobre el vientre, rodó de costado, se encogió boca arriba y expuso su garganta. La loba seguía aproximándose, paso a paso. Entonces se detuvo de improviso, se sentó y lo observó. Él gañó suavemente. Ella echó las orejas hacia atrás de golpe, le enseñó todos los dientes con un gruñido, giró en redondo y se alejó corriendo. Al cabo, Ojos de Noche se levantó y se dispuso a cazar ratones en la pradera. Parecía satisfecho.
De nuevo, conforme su presencia se alejaba de mí, me vi conjurado de vuelta a Osorno. Ardía otra aldea.
Me desperté desanimado. En vez de reemprender la marcha, encendí una fogata con la madera que encontré en la ribera. Puse agua a calentar en mi cazo para hervir las raíces de nébeda mientras cortaba en trozos un poco de carne seca. Cocí la carne con los rígidos tubérculos y añadí al cazo una pizca de mi preciada reserva de sal y algunas hojas silvestres. Lamentablemente predominaba el sabor cretáceo del agua del río. Con el estómago lleno, estiré mi capa de invierno, me enrollé en ella para protegerme de los insectos nocturnos y volví a adormilarme.
Ojos de Noche y el macho dominante estaban frente a frente. Los separaba la distancia suficiente para que no hubiera desafío en su gesto, pero Ojos de Noche tenía la cola baja. El lobo dominante era más alto y delgado que Ojos de Noche, y su pelaje era negro. Peor alimentado, lucía las cicatrices de peleas y cacerías. Se conducía con confianza. Ojos de Noche no se movía. Después de un momento, el otro lobo dio algunos pasos, levantó la pata sobre una mata de hierba y orinó. Frotó las patas delanteras contra la hierba y se alejó sin mirar atrás. Ojos de Noche se sentó y se quedó quieto, pensativo.
A la mañana siguiente me levanté y proseguí mi camino. Ojos de Noche se había ido hacía dos días. Sólo dos días. Pero me parecía que hacía una eternidad que estaba solo. ¿Y de qué manera, me pregunté, medía Ojos de Noche nuestra separación? No en días y noches. Se había ido para encontrar algo, y cuando lo encontrara, su momento de alejamiento de mí terminaría y volvería conmigo. Pero ¿qué era lo que había ido a buscar, en realidad? ¿Lo que significaba ser un lobo entre lobos, el miembro de una manada? Si lo aceptaban, ¿qué ocurriría? ¿Correría con ellos un día, una semana, una estación entera? ¿Cuánto tardaría su mente en considerarme uno más de sus interminables ayer?
¿Por qué querría volver junto a mí, si esa manada lo aceptaba?
Al cabo, me permití reconocer que me sentía tan dolido y despechado como si un amigo humano hubiera decidido darme de lado para disfrutar de la compañía de otros. Sentía deseos de aullar, de sondear en busca de Ojos de Noche con la soledad que me había dejado su partida. Me contuve gracias a un esfuerzo de voluntad. No era un perro faldero al que pudiera silbar para que corriera a mis pies. Era un amigo y habíamos viajado juntos durante un tiempo. ¿Qué derecho tenía a pedirle que renunciara a la oportunidad de encontrar pareja, una auténtica manada que llamar suya, simplemente para tenerlo a mi lado? Ninguno en absoluto, me dije, ninguno en absoluto.
A mediodía di con una vereda que discurría por la orilla. Al finalizar la tarde había pasado junto a varios huertos pequeños. Predominaban el melón y los cereales. Una red de zanjas acercaba el agua del río a los sembrados. Las casas de tepe se levantaban lejos de la ribera, probablemente para evitar las inundaciones. Me habían ladrado perros, y chillado bandadas de gordas ocas blancas, pero no había visto a ninguna persona lo bastante cerca para saludar. La vereda se había ensanchado hasta convertirse en una carretera, con huellas de ruedas.
El sol caía sobre mi cabeza y mi espalda desde un cielo azul despejado. Lejos, sobre mi cabeza, oí el estridente ki de un halcón. Levanté el rostro hacia él y lo vi con las alas abiertas e inmóviles mientras surcaba el cielo. Gritó de nuevo, dobló las alas y se lanzó en picado hacia mí. Sin duda debía de haber divisado algún roedor en los huertos. Lo vi acercarse, y sólo en el último momento comprendí que yo era su presa. Alcé un brazo para protegerme la cara en el preciso instante que abría las alas. Sentí la fuerza de su frenada. Para ser un ave de su tamaño, aterrizó con bastante suavidad en mi brazo levantado. Sus garras se hundieron dolorosamente en mi carne.
Lo primero que pensé fue que era un ave adiestrada que se había asilvestrado, que al verme había decidido regresar con el hombre. Una tira de cuero que colgaba de una de sus patas bien pudiera ser el recordatorio de unas calzas. Se quedó posado en mi brazo, parpadeando, un ave espléndida. Lo sostuve ante mí para examinarlo mejor. La correa de su pata sujetaba un trocito de pergamino.
—¿Puedo echarle un vistazo? —pregunté en voz alta.
Giró la cabeza en dirección a mi voz y fijó en mí un ojo rutilante. Era Cellisca.
Vieja Sangre.
No pude distinguir nada más en sus pensamientos, pero fue suficiente.
Nunca se me habían dado demasiado bien las aves en Torre del Alce. Burrich había terminado por pedirme que las dejara en paz, pues mi presencia siempre las agitaba. A pesar de todo, sondeé con cuidado hacia su mente radiante. Parecía tranquilo. Intenté tirar del pergamino para soltarlo. El halcón cambió de postura en mi brazo y me clavó las garras de nuevo. Entonces, sin previo aviso, batió las alas y se impulsó por los aires. Ascendió en espiral, aleteando pesadamente para ganar altitud, volvió a proferir su atiplado ki, ki y se perdió en el firmamento. Me quedé con el brazo bañado en sangre allí donde sus garras me habían abierto la piel, y un oído ensordecido por el batir de sus alas al despegar. Eché un vistazo a las laceraciones de mi brazo. Después la curiosidad me hizo fijarme en el diminuto pergamino. Las palomas portaban mensajes, no los halcones.
La caligrafía era anticuada, diminuta, fina y sinuosa. El brillo del sol dificultaba aún más la lectura. Me senté al borde del camino e hice sombra con una mano para estudiar el papel. Las primeras palabras casi consiguieron que se me parara el corazón. «La Vieja Sangre llama a la Vieja Sangre».
El resto era más difícil de distinguir. El pergamino estaba roto, la ortografía era caprichosa, las palabras eran apenas las necesarias. La advertencia procedía de Acebo, aunque sospechaba que era Rolf el que la había redactado. El rey Regio ahora perseguía abiertamente a la Vieja Sangre. Ofrecía a quienes capturaba dinero a cambio de ayudarle a encontrar a una pareja formada por un lobo y un hombre. Deducían que nos buscaba a Ojos de Noche y a mí. Regio amenazaba con la muerte a quienes se negaban. La carta decía poco más, algo sobre dar mi olor a otros de la Vieja Sangre y pedir que me ayudaran en lo que pudieran. El resto del pergamino estaba demasiado rasgado para seguir leyendo. Me lo guardé en el cinturón. El día soleado parecía haberse nublado. Así que Will le había dicho a Regio que yo seguía con vida. Y Regio me temía lo suficiente para poner en marcha esos mecanismos. Quizá fuese lo mejor que Ojos de Noche y yo nos hubiéramos separado provisionalmente.
Al caer la noche, ascendí un pequeño promontorio en la ribera. Ante mí, agolpadas en un recodo del río, había unas cuantas luces. Seguramente otro punto de comercio o de trasbordo que permitía a los pastores cruzar fácilmente el río. Contemplé las luces mientras me acercaba a ellas. Allí habría comida caliente, y personas, y un lugar donde pasar la noche. Podía parar y charlar con la gente si quería. Todavía me quedaban algunas monedas. No había ningún lobo conmigo que pudiera llamar la atención, Ojos de Noche no tendría que quedarse en las afueras confiando en que ningún perro percibiera su rastro. Sólo tenía que preocuparme de mí. Bueno, quizá lo hiciera. A lo mejor paraba, me tomaba un trago y entablaba conversación. A lo mejor averiguaba cuánto faltaba hasta Puesto Vado, y escuchaba algún rumor sobre lo que allí acontecía. Iba siendo hora de empezar a planear en serio cómo iba a ocuparme de Regio.
Iba siendo hora de empezar a depender sólo de mí mismo.