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La Maña y la Habilidad

Los juglares y los escribanos itinerantes ocupan un lugar especial en la sociedad de los Seis Ducados. Son depositarios de conocimiento, no sólo de sus respectivas artes, sino de mucho más. Los rapsodas conocen las historias de los Seis Ducados, no sólo la historia general que ha dado forma al reino, sino también las historias particulares de las pequeñas ciudades y aun de las familias que las integran. Aunque el sueño de todo poeta es ser el único testigo de un acontecimiento trascendental, y merecer así la autoría de una nueva saga, su verdadera y perdurable importancia radica en su constante presencia de los pequeños sucesos que componen el tejido de la vida. Cuando surge alguna duda sobre derechos de propiedades, o sobre linajes familiares, o incluso sobre alguna promesa formulada tiempo ha, se llama a los juglares para que proporcionen los detalles que otros podrían haber olvidado. Los complementan, que no sustituyen, los calígrafos errantes. Por un precio, proporcionarán el certificado de una boda, un nacimiento, una transacción de terrenos, herencias obtenidas o dotes prometidas. Estos registros pueden llegar a ser intrincados, pues cada parte implicada ha de estar representada de modo que resulte inconfundible. No sólo por su nombre y profesión, sino además por su linaje, su ubicación y su aspecto. La mayoría de las veces, se llama entonces a un juglar para que dé fe de lo redactado por el escribano, y por este motivo no es inusitado encontrarlos viajando en compañía, o que alguien profese ambos oficios. Los juglares y los escribanos por lo general son bien recibidos en las casas nobles, donde encuentran alojamiento en invierno y sustento y confort en su ancianidad. Ningún señor desea quedar mal retratado en los relatos de los bardos y los escribanos, o peor aún, no ser mencionado en ellos en absoluto. La generosidad hacia ellos se considera una mera cortesía. Todo el mundo sabe que se encuentra en presencia de un avaro si se sienta a la mesa de una posada donde no se anuncie la presencia de algún juglar.

A la tarde siguiente me despedí de los músicos frente a la puerta de una posada en una ciudad mezquina llamada Gaznápira. Mejor dicho, me despedí de Josh. Miel entró en el establecimiento sin mirarme siquiera. Trina sí me miró, pero sus ojos reflejaban tal perplejidad que no pude leer en ellos. Luego siguió a Miel. Josh y yo nos quedamos de pie en medio de la calle. Habíamos caminado juntos y su mano seguía apoyada en mi hombro.

—Hay un pequeño escalón en el umbral de la posada —advertí a Josh en voz baja.

Me dio las gracias asintiendo con la cabeza.

—Bueno. No nos vendrá mal un plato caliente —observó, e indicó la puerta con la barbilla.

Meneé la cabeza, antes de expresar mi negativa en voz alta.

—Gracias, pero no voy a entrar con vosotros. Sigo mi camino.

—¿Ya? Venga, Mazurco, tómate al menos una jarra de cerveza y come algo. Sé que Miel es… difícil de soportar a veces, pero no pienses que habla en nombre de todos.

—No es por eso. Es que tengo que hacer una cosa. Algo que llevo posponiendo demasiado tiempo. Ayer comprendí que hasta que no lo haga, no podré descansar en paz.

Josh suspiró profundamente.

—Ayer fue un día desagradable. Yo no basaría ninguna decisión vital en eso. —Giró la cabeza para mirar en mi dirección—. Sea lo que sea, Mazurco, creo que el tiempo lo remediará. Como hace con casi todo, ya sabes.

—Con algunas cosas —murmuré distraído—. Otras no se arreglan hasta que uno… las arregla. De una forma u otra.

—Bueno. —Me tendió la mano y se la estreché—. En ese caso, que tengas buena suerte. Por lo menos, ahora esta mano de soldado tiene una espada que empuñar. Para que veas que tu suerte no puede ser tan mala.

—La puerta está aquí —dije, y se la abrí—. Buena suerte también a ti —le dije mientras pasaba por mi lado, antes de cerrarla tras él.

Mientras regresaba a la carretera, me sentía como si me hubiera quitado un peso de encima. Era libre otra vez. Tendría que pasar mucho tiempo antes de que me echara encima de nuevo una carga parecida.

Ya voy, dije a Ojos de Noche. Esta noche, cazaremos.

Te estaré esperando.

Levanté un poco más mi hato sobre mi hombro, así con firmeza mi cayado y crucé la calle a largas zancadas. No se me ocurría nada que pudiera querer de Gaznápira. Mi camino me hizo atravesar la plaza del mercado, no obstante, y las costumbres de toda una vida no se olvidan así como así. Mis oídos percibieron los rezongos y las quejas de los que habían ido a regatear. Los compradores querían saber por qué estaban tan altos los precios; los vendedores respondían que río abajo escaseaba el comercio, y que los escasos productos que llegaban a Gaznápira siguiendo la corriente eran caros. Río arriba los precios eran aún peores, les aseguraban. Por cada persona que protestaba por lo elevado de los precios, había otra que buscaba lo que allí no había. No era sólo la pesca de mar y la gruesa lana de Gama lo que había dejado de remontar el río. Era tal y como había predicho Chade: no había sedas, ni brandis, ni delicadas alhajas del Mitonar, nada de los ducados costeros, ni de las tierras del interior. El intento por parte de Regio de estrangular las rutas comerciales del Reino de las Montañas había privado también a los mercaderes de Gaznápira del ámbar, las pieles y otros productos montañeses. Gaznápira había sido un centro de comercio. Ahora estaba estancada, ahogada en un exceso de bienes propios sin nada por lo que cambiarlos.

Al menos un borracho tambaleante sabía a quién echar la culpa. Zigzagueaba por el mercado, esquivando tenderetes y sorteando la mercancía que exhibían en esteras los pequeños comerciantes. El desgreñado cabello negro le llegaba a los hombros y se confundía con su barba. Cantaba mientras avanzaba, o gruñía, más bien, pues su voz era más alta que musical. La melodía no encajaba con la que yo sabía, y prescindía de toda la rima que pudiera haber tenido alguna vez la canción, pero su significado era inequívoco. Cuando Artimañas era el rey de los Seis Ducados, el río bajaba cargado de oro, pero ahora que Regio portaba la corona, las costas se teñían de sangre. Había una segunda estrofa, que decía que era mejor pagar impuestos para combatir a las Velas Rojas que pagárselos a un rey que se escondía, pero ésa se vio interrumpida por la aparición de la guardia de la ciudad. Eran un par de soldados, y me esperaba que detuvieran al borracho y lo zarandearan hasta que les diera alguna moneda con que pagar lo que hubiese roto. El silencio que se apoderó del mercado cuando aparecieron los guardias debió haberme prevenido. Cesó el comercio, la gente se esfumó o se pegó a los tenderetes para permitirles el paso. Todos los ojos estaban clavados en ellos.

Llegaron hasta el borracho enseguida, y yo fui uno de los silenciosos testigos de su detención. El beodo los observó con ojos desorbitados, desesperados, y la súplica que lanzó a la multitud con la mirada fue de una intensidad sobrecogedora. Uno de los guardias cerró su puño envuelto por un guantelete y se lo hundió en el estómago. El borracho parecía fornido, barrigudo como suelen acabar algunos hombres de constitución fuerte con la edad. Cualquier enclenque se habría desplomado tras ese golpe. Se dobló sobre el puño del guardia, soltando el aliento con un silbido, y acto seguido vomitó una jarreada de cerveza agria. Los guardias retrocedieron repugnados, no sin que antes uno de ellos propinara al borracho un empujón que le hizo perder el equilibrio. Se estrelló contra un puesto del mercado y tiró dos cestas de huevos al suelo. El huevero no dijo nada, se limitó a recogerse todavía más en su tenderete, como si quisiera pasar completamente inadvertido.

Los guardias avanzaron sobre el desventurado. El primero en llegar lo asió por la pechera de la camisa y tiró hasta ponerlo de pie. Le dio un puñetazo seco en la cara que lo lanzó a los brazos del otro guardia. Éste lo prendió y lo sostuvo erguido para que el puño de su compañero volviera a clavarse en su estómago. Esta vez el borracho se cayó de rodillas y el guardia que tenía a su espalda lo tumbó de una patada.

No me di cuenta de que había dado un paso hacia delante hasta que una mano me sujetó del hombro. Volví la cabeza para toparme con el semblante avellanado de la enjuta anciana que me retenía.

—No los hagas enfadar —exhaló—. Dejarán que se vaya con una paliza, si nadie les hace enfadar. Enfurécelos, y lo matarán. O peor aun, se lo llevarán al Círculo del Rey.

La miré fijamente a los ojos fatigados, y agachó la cabeza como si se sintiera avergonzada. Pero no me quitó la mano del hombro. Al igual que ella, entonces, aparté la vista de lo que estaban haciendo e intenté no escuchar los impactos sobre la carne, los gruñidos y los gritos estrangulados del hombre apaleado.

Hacía calor ese día, y los soldados se cubrían con más malla de la que estaba acostumbrado a ver en la guardia de la ciudad. Quizá fuese eso lo que salvó al borracho. A nadie le gusta sudar con armadura. Miré otra vez a tiempo de ver cómo uno de ellos se agachaba y cortaba la bolsa del hombre, la sopesaba y se la guardaba. El otro guardia miró alrededor a la multitud mientras anunciaba:

—Rolf el Negro ha sido multado y castigado por cometer la traición de burlarse del rey. Valga su ejemplo para todos.

Los guardias lo dejaron tendido en medio de la suciedad y los desperdicios de la plaza del mercado y prosiguieron su ronda. Uno de ellos miró por encima del hombro mientras se iban, pero nadie se movió hasta que hubieron doblado una esquina. Gradualmente, el mercado volvió a la vida. La anciana apartó su mano de mi hombro y se dio la vuelta para seguir regateando el precio de unos nabos. El huevero salió de su tenderete, se agachó y recogió los pocos huevos que no se habían roto y las cestas pringadas de yema. Nadie miró directamente al hombre caído.

Me quedé quieto un momento, aguardando a que remitieran los escalofríos de mi interior. Quería preguntar por qué tendría que importarle a la guardia de la ciudad lo que cantara un borracho, pero nadie cruzó la mirada conmigo. De pronto me importaba menos cualquiera o cualquier cosa que pudiera encontrar en Gaznápira. Levanté mi hato un poco más y reemprendí mi paseo fuera de la ciudad. Pero al pasar junto al hombre derribado, su dolor chapaleó contra mí. Cuando más me acercaba, más acuciante era, casi como si me obligara a meter la mano cada vez más en el fuego. Levantó la cara para mirarme. El polvo se adhería a la sangre y el vómito que la cubrían. Intenté seguir caminando.

Ayúdale. Mi mente expresó de esa manera el repentino impulso mental que sentía.

Me detuve como si me hubieran apuñalado, perdiendo casi el equilibrio. La sugerencia no procedía de Ojos de Noche. El borracho metió una mano bajo su cuerpo y se levantó un poco más. Sus ojos se cruzaron con los míos con una mezcla de miseria y muda plegaria. Había visto antes esos ojos; eran los de un animal herido.

¿Deberíamos ayudarle?, preguntó dubitativo Ojos de Noche.

Chis, le advertí.

Por favor, ayúdale. El ruego crecía en fuerza y apremio. De Vieja Sangre a Vieja Sangre. La voz de mi cabeza habló con más claridad, no con palabras sino con imágenes. La Maña me ayudó a comprender su significado. Era una imposición de obligación de clan.

¿Son de nuestra manada?, quiso saber Ojos de Noche. Sabía que podía percibir mi confusión, y no respondí.

Rolf el Negro había conseguido apoyarse en ambas manos. Se incorporó sobre una rodilla, antes de tenderme una mano sin pronunciar palabra. Lo cogí del antebrazo y lo ayudé a ponerse de pie lentamente. Cuando estuvo erguido, se balanceó ligeramente. Tan desorientado como él, le ofrecí mi cayado. Lo aceptó, pero no me soltó el brazo. Despacio, abandonamos el mercado, con el borracho apoyándose pesadamente en mí. Eran demasiadas las personas que nos observaban con curiosidad. Mientras recorríamos las calles, la gente nos miraba de reojo y luego volvía el rostro. El hombre no me dijo nada. Esperaba que me indicara qué dirección quería seguir, dónde estaba su hogar, pero no dijo nada.

Al llegar a las afueras de la ciudad, la carretera serpeaba hasta la orilla del río. El sol brillaba entre una abertura en los árboles, proyectando reflejos plateados en el agua. Allí, un banco de arena lindaba con una ribera de hierba enmarcada por bosques de sauces. Se marchaban unas personas cargadas con cestas de ropa mojada. El hombre me dio un suave tirón en el brazo para indicarme que deseaba acercarse al borde del río. Una vez allí, Rolf el Negro se hincó de rodillas y se agachó para meter, no sólo la cara, sino la cabeza entera y el cuello en el agua. Se irguió, se frotó el rostro con las manos y volvió a remojarse. La segunda vez que se levantó, zangoloteó la cabeza tan vigorosamente como un perro mojado, salpicando agua en todas direcciones. Se sentó sobre los talones y me miró con ojos llorosos.

—Bebo demasiado cuando vengo a la ciudad —dijo con una voz ronca.

Asentí.

—¿Ahora estás bien?

Asintió a su vez. Pude ver cómo movía la lengua por el interior de su boca, buscando cortes y dientes sueltos. El recuerdo de antiguos dolores se revolvió inquieto en mi interior. Quería alejarme de cualquier posible recordatorio de eso.

—En ese caso, buena suerte —le dije. Me agaché, más arriba de él, bebí y rellené mi odre de agua. Luego me erguí, recogí mi fardo y me di la vuelta para marcharme. Un cosquilleo de la Maña me hizo volver la cabeza de pronto hacia el bosque. Un bulto se agitó, y de pronto se irguió sobre dos patas de oso pardo. El animal olisqueó el aire, volvió a apoyar las cuatro patas en el suelo y se encaminó pesadamente hacia nosotros—. Rolf-dije en voz baja mientras empezaba a retroceder lentamente. —Rolf, hay un oso.

—Una osa, es mía —dijo con voz igual de queda—. No tienes que temer nada de ella.

Me quedé paralizado mientras la osa dejaba atrás el bosque y llegaba a la orilla de hierba. Al acercarse a Rolf, soltó un grito ronco, extrañamente parecido al mugido que podría dedicarle una vaca a su ternero. Frotó su enorme cabeza contra él. El hombre se levantó, apoyando para ello una mano en sus hombros gibosos. Pude sentirlos comunicándose entre sí, pero no entendí sus mensajes. Ella levantó la cabeza para mirarme directamente. Vieja sangre, me saludó. Tenía los ojillos hundidos encima del morro. Al caminar, la luz del sol resbalaba sobre su lustroso pelaje. Los dos avanzaron hacia mí. No me moví.

Cuando estuvieron muy cerca, la osa levantó el hocico, lo apretó con firmeza contra mí y empezó a husmear profundamente.

¿Hermano?, preguntó Ojos de Noche, algo alarmado.

No pasa nada, creo. Casi no me atrevía ni a respirar. Nunca había estado tan cerca de un oso vivo.

Su cabeza era del tamaño de un capacho de tierra. Su cálido aliento en mi pecho hedía a peces de río. Transcurrido un momento se apartó de mí, resoplando un uh, uh, uh gutural como si considerara todo lo que había olido en mí. Se sentó sobre sus cuartos traseros, aspirando aire por la boca abierta como si con él saboreara mi olor. Bamboleó la cabeza lentamente de un lado a otro, hasta que pareció tomar una decisión. Volvió a apoyar las cuatro patas en el suelo y se fue pesadamente.

—Ven —dijo Rolf, y me hizo una seña para que lo siguiera. Emprendieron rumbo al bosque. Por encima del hombro, añadió—: Tenemos comida para compartir. También el lobo es bien recibido.

Después de un momento, partí tras ellos.

¿Esto es prudente? Podía sentir que Ojos de Noche no estaba lejos y corría hacía mí tan deprisa como podía, sorteando los árboles mientras descendía por una ladera.

Tengo que saber qué son. ¿Son como nosotros? Nunca he hablado con nadie como nosotros.

Un bufido desdeñoso de Ojos de Noche. Te criaste con Corazón de la Manada. Él se parece más a nosotros que ésos. No sé si me apetece estar cerca de una osa, ni del hombre que piensa lo mismo que la osa.

Quiero saber más, insistí. ¿Cómo me sintió ella, cómo estableció contacto conmigo? Pese a mi curiosidad, me mantuve lejos del extraño dúo. Hombre y osa caminaban por delante de mí. Se abrían paso entre los sauces de la ribera, evitando la carretera. En un punto donde el bosque se volvía densamente poblado en la otra orilla del camino, cruzaron corriendo. Los seguí. A la sombra más profunda de los grandes árboles, pronto llegamos a una vereda que dividía en dos la cara de una colina. Sentí a Ojos de Noche antes de que se materializara a mi lado. Jadeaba a causa de la carrera. Se me encogió el corazón al ver cómo caminaba sobre tres patas. Había sufrido demasiadas heridas por mi culpa. ¿Qué derecho tenía yo a pedirle algo así?

No es tan malo como lo pintas.

No le gustaba caminar detrás de mí, pero el sendero era demasiado estrecho para los dos. Le cedí la vereda y caminé a su lado, esquivando ramas y troncos, vigilando atentamente a nuestros guías. Ninguno de los dos nos sentíamos cómodos cerca de la osa. Un solo zarpazo y nos mutilaría o mataría, y mi poca experiencia con osos no sugería que tuvieran un carácter apacible. Caminar tras la estela de su olor hacía que a Ojos de Noche se le erizara el lomo y a mí me cosquilleara la piel.

Al cabo llegamos a una pequeña cabaña cobijada contra la cara de la colina. Estaba hecha de piedra y madera, rematada con musgo y tierra. Los troncos que la techaban estaban cubiertos de césped. Hierba e incluso pequeños arbustos crecían en el tejado de la cabaña. La puerta era inusitadamente grande y estaba abierta de par en par. El hombre y la osa entraron precediéndonos. Tras un momento de incertidumbre, me atreví a aproximarme para asomarme al interior. Ojos de Noche se quedó atrás, con el pelaje encrespado y las orejas inclinadas hacia delante.

Rolf el Negro salió de nuevo a la puerta para buscarnos.

—Entrad y sed bienvenidos —ofreció. Cuando vio que yo vacilaba, añadió—: Vieja Sangre no ataca a Vieja Sangre.

Entré con cautela. Había una mesita compacta en el centro de la estancia con un banco a cada lado, y una chimenea de piedras de río en una esquina, entre dos sillas grandes y cómodas. Otra puerta conducía a un dormitorio más pequeño. La cabaña olía como la guarida de oso, a tierra y a rancio. En un rincón había un montoncito de huesos, y en la pared se veían marcas de garras.

Había una mujer, que estaba soltando una escoba tras barrer el suelo. Vestía de marrón, y su corto cabello castaño se le pegaba a la cabeza como una gorra color bellota. Giró la cabeza rápidamente hacia mí y me miró sin parpadear con sus ojos pardos. Rolf me señaló con un gesto.

—Éstos son los invitados de los que te hablaba, Acebo —anunció.

—Gracias por vuestra hospitalidad —dije.

La mujer casi pareció sobresaltarse.

—Vieja Sangre siempre acoge a Vieja Sangre —aseveró.

Giré la cabeza para enfrentarme a la brillante negrura de los ojos de Rolf.

—No había oído hablar antes de esta «Vieja Sangre» —arriesgué.

—Pero sabes lo que es.

Me sonrió, y fue como si me sonriera un oso. Tenía el porte de un oso: el andar pesado, la forma de menear lánguidamente la cabeza de un lado a otro, de hundir la barbilla y mirar con la cabeza gacha como si tuviera un hocico entre los ojos. A su espalda, su mujer asintió despacio. Alzó la mirada y la cruzó con alguien. Seguí la dirección de su mirada hasta un pequeño halcón posado en una viga cruzada. Los ojos del ave se clavaron en los míos. Las vigas estaban veteadas de blanco con sus excrementos.

—¿Te refieres a la Maña? —pregunté.

—No. Así la llaman quienes no saben nada de ella. Ése es el nombre por el que todos la repudian. Los que somos de la Vieja Sangre no la llamamos así.

Se dirigió a una alacena encajada en la robusta pared y empezó a sacar comida de ella. Largos y gruesos pedazos de salmón ahumado. Una hogaza de pan preñado de nueces y frutas. La osa se alzó sobre sus patas traseras y volvió a caer sobre las cuatro, husmeando con aprobación. Giró la cabeza para coger un lomo de pescado de la mesa; parecía pequeño en sus fauces. Se retiró a una esquina con él y nos dio la espalda mientras empezaba a comer. La mujer, sin hacer ruido, se había instalado en una silla desde la que podía ver toda la estancia. Cuando la miré de reojo, sonrió y me invitó a sentarme a la mesa con un gesto. Después reanudó su quietud y su vigilancia.

Descubrí que se me hacía la boca agua a la vista de la comida. Hacía días que no comía hasta hartarme y apenas si había probado bocado en los dos últimos días. Un suave gañido procedente del exterior de la cabaña me recordó que Ojos de Noche se encontraba en las mismas condiciones.

—No hay queso, ni mantequilla —me advirtió solemnemente Rolf el Negro—. La guardia de la ciudad me quitó todo el dinero que llevaba encima antes de que pudiera comprar queso y mantequilla. Pero tenemos pan y pescado de sobra, y miel para el pan. Toma lo que quieras.

Casi sin darme cuenta, mis ojos apuntaron hacia la puerta.

—Es para los dos —me aclaró—. Entre la Vieja Sangre, dos se consideran uno. Siempre.

Cellisca y yo también os damos la bienvenida —añadió suavemente la mujer—. Me llamo Acebo.

Asentí agradecido por su invitación y sondeé con la mente en busca de mi lobo.

¿Ojos de Noche? ¿Vas a entrar? Me acercaré a la puerta.

Un momento después, una sombra gris se zafaba al otro lado del umbral. Lo sentí merodeando por el exterior de la cabaña, recogiendo los olores del lugar, registrando a la osa, una y otra vez. Volvió a pasar por delante de la puerta, se asomó fugazmente y dio otra vuelta a la cabaña. Descubrió el cadáver parcialmente devorado de un ciervo, cubierto de hojas y tierra, no muy lejos de la cabaña. Era la típica despensa de un oso. No hizo falta que le dijese que no lo tocara. Por fin regresó a la puerta y se sentó frente a ella, alerta, con las orejas tiesas.

—Llévale la comida si no le apetece entrar —me animó Rolf—. Ninguno de nosotros comulga con la idea de obligar a un compañero a rebelarse contra sus instintos naturales.

—Gracias —dije, un tanto seco, pero no sabía qué modales eran los adecuados allí.

Cogí un pedazo de salmón de la mesa. Se lo lancé a Ojos de Noche y éste lo atrapó al vuelo. Por un momento se quedó sentado con él en la boca. No podía comer y permanecer completamente alerta. Largos hilos de saliva empezaron a descolgarse de sus labios mientras estaba allí, plantado, sin soltar el pescado. Come, le dije. Creo que no nos desean ningún daño.

Era toda la invitación que necesitaba. Soltó el pescado, lo sujetó en el suelo con una pata y le arrancó un gran bocado. Lo engulló casi sin masticar. Verle comer despertó mi apetito con una intensidad que había estado conteniendo. Volví la cabeza para descubrir que Rolf el Negro me había cortado una generosa porción de pan y la había untado de miel. Se estaba sirviendo una gran taza de aguamiel. La mía ya estaba esperándome junto a mi plato.

—Come, no esperes por mí —me invitó, y cuando miré de soslayo a la mujer, ésta esbozó una sonrisa.

—Sé bienvenido —dijo en voz baja. Se acercó a la mesa y cogió un plato para sí, pero sólo puso en él un poco de pescado y una rebanada de pan. Presentí que lo hacía para tranquilizarme más que para satisfacer su apetito—. Come —me invitó, y añadió—: Sabes, podemos sentir tu hambre.

No se unió a nosotros en la mesa, sino que se llevó la comida a la silla junto a la chimenea.

La obedecí encantado. Comí con el mismo recato que Ojos de Noche. Éste iba por su tercera porción de salmón y yo había dado cuenta de otras tantas rebanadas de pan y atacaba un segundo filete de salmón antes de recordarme que debía guardar las formas delante de mi anfitrión. Rolf rellenó mi taza de aguamiel y observó:

—Una vez intenté tener una cabra. Por la leche, el queso y cosas así. Pero nunca logró acostumbrarse a Hilda. La pobre estaba siempre tan nerviosa que no soltaba ni una gota de leche. En fin. Para eso está el aguamiel. Con el olfato de Hilda para encontrar panales, tenemos de esta bebida en abundancia.

—Es deliciosa —suspiré.

Posé mi taza, mermada en una cuarta parte, y exhalé. No había terminado de comer todavía, pero la perentoriedad de mi apetito se había satisfecho ya. Rolf el Negro cogió otra loncha de pescado de la mesa y se la tiró a Hilda despreocupadamente. La osa la atrapó, con las patas y la boca, y nos volvió la espalda para proseguir su festín. Rolf lanzó otro pedazo a Ojos de Noche, que se había olvidado ya de sus recelos. Lo cazó al vuelo y se tumbó, con el salmón entre las patas delanteras, y ladeó la cabeza para cortar pedazos con los dientes y engullirlos de un bocado. Acebo picoteaba su comida, arrancando pequeñas tiras de pescado seco y agachando la cabeza mientras daba cuenta de ellas. Siempre que miraba en su dirección, la encontraba observándome con sus punzantes ojos negros. Volví la vista hacia Hilda.

—¿Cómo llegaste a vincularte a una osa? —pregunté, antes de añadir—: Si no es indiscreción. Nunca he hablado con otra persona que esté vinculada a un animal, por lo menos, con nadie que lo admita abiertamente.

Se retrepó en su silla y descansó las manos sobre la barriga.

—No lo «admito abiertamente» delante de cualquiera. Supuse que me habías reconocido, a primera vista, del mismo modo que Hilda y yo sabemos cuándo hay otros de la Vieja Sangre cerca. Pero respondiendo a tu pregunta… mi madre era de la Vieja Sangre, y dos de sus hijos la heredamos. Ella se dio cuenta, naturalmente, y nos enseñó las costumbres. Y cuando alcancé la debida edad, ya hombre, emprendí mi búsqueda.

Lo miré sin comprender. Meneó la cabeza, con una sonrisa de conmiseración en los labios.

—Partí solo, sin rumbo en el mundo, en busca de mi bestia compañera. Hay quien busca en las ciudades, otros en los bosques, algunos, tengo entendido, zarpan incluso mar adentro. Pero yo me vi atraído hacia el bosque. De modo que partí solo, con los sentidos abiertos, ayunando salvo para beber agua fría e ingerir las hierbas que fortalecen la Vieja Sangre. Encontré un lugar, aquí, me senté entre las raíces de un viejo árbol y esperé. Y al cabo Hilda acudió a mí, buscándome como yo la había buscado a ella. Nos examinamos mutuamente y encontramos confianza y, en fin, aquí estamos, siete años después.

Miró a Hilda de reojo, con la misma ternura que si estuviera hablando de su esposa o sus hijos.

—Una búsqueda deliberada de alguien a quien vincularse —dije pensativo.

Creo que tú me buscabas aquel día, y que yo te llamé. Aunque ninguno de los dos sabíamos qué era lo que buscábamos por aquel entonces, reflexionó Ojos de Noche, arrojando una nueva luz sobre el momento en que lo rescaté del tratante de animales.

No, respondí con pesar. Ya me había vinculado en dos ocasiones, con perros, y se me había quedado grabado el dolor que supone perder a un compañero así. Había decidido no volver a vincularme.

Rolf me observaba con incredulidad. Casi con horror.

—¿Te habías vinculado dos veces antes de conocer al lobo? ¿Y perdiste a los dos compañeros? —Meneó la cabeza, rechazando la posibilidad—. Eres muy joven, aun para tu primer vínculo.

Me encogí de hombros.

—No era más que un crío cuando nos unimos Morrón y yo. Lo apartaron de mi lado, se lo llevó alguien que sabía algo del vínculo y que opinaba que no era bueno para ninguno de los dos. Más tarde lo encontré de nuevo, pero él ya había llegado al fin de sus días. Y el otro cachorro al que me vinculé…

Rolf me observaba con una repugnancia tan ferviente como la que sentía Burrich por la Maña, mientras que Acebo sacudía la cabeza sin decir nada.

—¿Te vinculaste de pequeño? Perdona, pero eso es una perversión. Lo mismo podría permitirse que una niña se casara con un hombre mayor. Los niños no están listos para compartir la vida entera de una bestia; todos los padres de la Vieja Sangre que conozco tienen mucho cuidado de proteger a sus retoños de semejantes contactos. —La compasión asomó a sus rasgos—. Aun así, debió de ser un tormento para tu compañero de vínculo que lo apartaran de ti. Pero quienquiera que lo hiciese, hizo lo correcto, fueran los que fuesen sus motivos. —Me estudió detenidamente—. Me sorprende que sobrevivieras sin saber nada de las costumbres de la Vieja Sangre.

—En el lugar del que provengo, rara vez se habla de ello. Y cuando hablan, lo llaman la Maña, y se considera algo vergonzoso.

—¿Hasta tus padres te dijeron eso? Pues aunque sé bien qué piensa la gente de la Vieja Sangre y cuántas mentiras se cuentan sobre ella, uno no suele oírlas de sus propios padres. Nuestros padres cuidan de nuestros linajes, y nos ayudan a encontrar a los compañeros adecuados para que nuestra sangre no se debilite.

Aparté el rostro de su franca mirada y lo volví hacia los ojos de Acebo.

—No conocí a mis padres. —Pese a mi anonimato, no me resultó fácil pronunciar esas palabras—. Mi madre me entregó a la familia de mi padre cuando yo contaba seis años de edad. Y mi padre decidió no… estar cerca de mí. Aun así, sospecho que la Vieja Sangre provenía de la parte de mi madre. No recuerdo nada de ella ni de su familia.

—¿Tenías seis años? ¿Y no recuerdas nada? Algo te enseñaría antes de dejarte marchar, te daría algunos conocimientos con los que protegerte…

Suspiré.

—No recuerdo nada de ella.

Hacía mucho tiempo que me había cansado de que la gente me dijera que debía de recordar algo de ella, que la mayoría de las personas conservan recuerdos que se remontan a cuando tenían tres años o incluso menos.

Rolf el Negro emitió un sonido ronco y gutural, a caballo entre un gruñido y un suspiro.

—Bueno, alguien te enseñaría algo.

—No —lo dije secamente, harto de aquella discusión. Quería ponerle fin, de modo que recurrí a la táctica más antigua que recordaba para repeler a la gente cuando me hacían demasiadas preguntas—. Háblame de ti —propuse—. ¿Qué te enseñó tu madre, y cómo?

Sonrió. Sus mejillas se arrugaron en torno a sus ojos negros, empequeñeciéndolos.

—Tardó veinte años en enseñármelo. ¿Tienes tanto tiempo para escuchar? —al reparar en mi expresión, añadió—: No, ya sé que lo preguntabas para entablar conversación. Pero yo te ofrezco lo que veo que necesitas. Quédate con nosotros una temporada. Te enseñaremos lo que ambos necesitáis saber. Pero no lo aprenderás en una hora ni en un día. Harán falta meses. Quizá años.

Acebo habló de pronto desde la esquina, con voz queda.

—Además, le podríamos encontrar pareja. Sería perfecto para la hija de Ollie. Es mayor que él, pero le ayudaría a sentar la cabeza.

Rolf esbozó una amplia sonrisa.

—¡Mira que es típico de las mujeres! No hace ni cinco minutos que te conoce y ya está organizando tu boda.

Acebo se dirigió directamente a mí. Su sonrisa era pequeña pero cálida.

—Vita está vinculada a un cuervo. Los cuatro cazaríais bien juntos. Quédate con nosotros. La conocerás, y te gustará. La Vieja Sangre debería unirse a la Vieja Sangre.

Niégate educadamente, sugirió Ojos de Noche de inmediato. Ya es bastante que te mezcles con los humanos. Si empiezas a dormir con osos, apestarás de tal manera que nunca podremos volver a cazar juntos. Tampoco me apetece compartir nuestras piezas con un cuervo burlón. Hizo una pausa. A menos que sepan de alguna mujer que esté vinculada a una loba.

Una sonrisa curvó la comisura de los labios de Rolf el Negro. Supuse que estaba más al corriente de lo que decíamos de lo que dejaba traslucir, y así se lo comuniqué a Ojos de Noche.

—Es una de las cosas que podría enseñarte, si decidieras quedarte con nosotros —se ofreció Rolf—. Cuando habláis entre los dos, para uno de la Vieja Sangre es como si intentarais haceros escuchar por encima del estruendo de la carreta de un calderero. No hace falta que seáis tan… escandalosos. Te diriges sólo a un lobo, no a todos los lobos del mundo. No. Es aún más que eso. Dudo que haya nada que coma carne que no sepa de vuestra existencia. Dime. ¿Cuándo fue la última vez que os encontrasteis con un gran carnívoro?

Noches atrás me persiguieron unos perros, dijo Ojos de Noche.

—Los perros ladran en su territorio y no se mueven de ahí —observó Rolf—. Me refería a un carnívoro salvaje.

—Me parece que no he visto ninguno desde que nos vinculamos —admití a regañadientes.

—Os evitarán, tan seguro como que os seguirán los forjados —dijo con calma Rolf el Negro.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Forjados? Pero si los forjados no parecen tener Maña. No los percibo con la Maña, sólo con la vista, o el olfato, o…

—Para tus sentidos de la Vieja Sangre, todas las criaturas desprenden un calor de parentesco. Todos salvo los forjados. ¿Cierto?

Asentí con inquietud.

—Lo han perdido. No sé cómo se lo arrebatan, pero eso es lo que hace la Forja. Y deja un vacío en su interior. Esto es bien sabido entre los de la Vieja Sangre, y también sabemos que tenemos más posibilidades de ser seguidos y atacados por los forjados. Sobre todo si empleamos esos talentos a la ligera. Por qué esto es así, nadie lo sabe. Quizá sólo los forjados lo sepan, si es que aún «saben» algo. Pero es otro motivo más para ser cautos con nosotros y nuestros talentos.

—¿Estás sugiriendo que Ojos de Noche y yo deberíamos dejar de utilizar la Maña?

—Lo que sugiero es que tal vez debierais quedaros aquí una temporada, el tiempo necesario para aprender a dominar los talentos de la Vieja Sangre. U os encontraréis en más batallas como la que librasteis ayer.

Se permitió esbozar una sonrisilla.

—No te he mencionado nada de ese ataque —dije suavemente.

—No es necesario —acotó—. Estoy seguro de que todos los de la Vieja Sangre en leguas a la redonda os oyeron cuando os enfrentasteis a ellos. Hasta que los dos aprendáis a hablar entre vosotros, nada de lo que digáis será verdaderamente privado. —Hizo una pausa, antes de añadir—: ¿Nunca te has parado a pensar que es extraño que los forjados pierdan el tiempo atacando a un lobo cuando aparentemente no tienen nada que ganar con esa acción? Si se fijan en él es sólo porque está vinculado a ti.

Lancé una rápida mirada de arrepentimiento a Ojos de Noche.

—Muchas gracias por la oferta. Pero hay algo que debemos hacer y no puede esperar. Creo que encontraremos menos forjados conforme avancemos hacia el interior. No nos pasará nada.

—Es probable. Los que se adentran tanto en el continente son reclutados por el rey. En cualquier caso, los que haya se sentirán atraídos hacia ti. Pero aunque no te encuentres más forjados, es probable que te encuentres con los guardias del rey. Últimamente sienten un interés especial por los mañosos. De un tiempo a esta parte, muchos de la Vieja Sangre han sido delatados al rey, por sus vecinos, incluso por sus familiares. Paga con abundante oro, y ni siquiera exige muchas pruebas que demuestren que el acusado pertenece realmente a la Vieja Sangre. Hacía muchos años que no nos hostigaban de esta manera.

Aparté la mirada incómodo, plenamente consciente del motivo por el que odiaba Regio a quienes tenían la Maña. Su camarilla lo respaldaría en esa empresa. Se me revolvió el estómago al pensar en esa gente inocente, entregada a Regio para que éste pudiera vengarse de mí por medio de ellos. Intenté enmascarar la rabia que sentía.

Hilda se acercó a la mesa, la miró de arriba abajo con expresión meditabunda y asió el tarro de miel entre sus zarpas. Se apartó con cuidado de la mesa, se sentó en la esquina y empezó a lamer el envase con delectación. Acebo seguía observándome. No lograba leer en sus ojos.

Rolf el Negro se rascó la barba y torció el gesto cuando sus dedos encontraron una magulladura. Ensayó una sonrisa cauta y compungida en mi dirección.

—Comprendo que desees matar al rey Regio. Pero no creo que te resulte tan sencillo como te imaginas.

Me limité a mirarlo, pero Ojos de Noche profirió un ronco rugido gutural. Hilda levantó la cabeza al escucharlo y se puso a cuatro patas con estruendo, dejando que el tarro de miel rodara lejos de ella. Rolf el Negro le lanzó un vistazo de soslayo y la osa se sentó de nuevo, pero nos penetró a Ojos de Noche y a mí con una mirada furibunda. No creo que haya nada más sobrecogedor que los ojos furiosos de un oso pardo. No me moví. Acebo enderezó la espalda en su asiento pero permaneció tranquila. Sobre nuestras cabezas, en las vigas del techo, Cellisca sacudió su plumaje.

—Si aulláis todos vuestros planes y despechos a la luna, no debería sorprenderos que los demás estén al corriente de ellos. Creo que no encontraréis a muchos de la Vieja Sangre que simpaticen con el rey Regio… ninguno, posiblemente. De hecho, no son pocos los que estarían dispuestos a prestaros su ayuda si se la pidierais. Empero, para un plan así, el silencio es fundamental.

—A juzgar por lo que cantabas antes, deduzco que compartes mis sentimientos —dije suavemente—. Y te agradezco la advertencia. Pero Ojos de Noche y yo hemos tenido que ser circunspectos en el pasado con lo que compartíamos entre nosotros. Ahora que sabemos que existe el riesgo de que nos escuchen, creo que podremos enmendarlo. Tengo una pregunta que hacerte. ¿Qué le importa a la guardia de la ciudad de Gaznápira el que alguien haya bebido más de la cuenta y entone una canción que se burla del… rey?

Hube de obligarme a arrancar la palabra de mi garganta.

—Absolutamente nada, cuando se trata de gaznápiros. Pero ése ya no es el caso en Gaznápira, ni en ninguna de las ciudades de la carretera del río. Ésos son guardias del rey, vestidos con la librea de la guardia de Gaznápira y pagados con el dinero de la ciudad, pero hombres del rey al fin y al cabo. Regio no llevaba ni dos meses en el trono cuando decretó esa reforma. Afirmaba que la ley se impartiría de forma más equitativa si todos los guardias de la ciudad fueran hombres del rey jurados, dispuestos a hacer cumplir la ley de los Seis Ducados por encima de cualquier otra. En fin. Ya has visto cómo la hacen cumplir… principalmente quitándole todo lo que pueden a cualquier pobre diablo que se meta con el rey. Aun así, los de Gaznápira no son tan malos como algunos de los que he oído hablar. Se dice que río abajo, en Curvas de Arena, los ladrones y bandidos pueden vivir en paz, siempre y cuando la guardia reciba una parte de su botín. Los burgomaestres se ven impotentes para despedir a los guardias designados por el rey. Tampoco pueden complementarlos con sus propios hombres.

Era típico de Regio. Me pregunté hasta qué punto podía obsesionarse con el poder y el control. ¿Pondría espías a sus espías? ¿O ya lo habría hecho? Nada de todo aquello auguraba nada bueno para el conjunto de los Seis Ducados.

Rolf el Negro me sacó de mi ensimismamiento.

—Ahora, yo también tengo una pregunta que hacerte.

—Puedes preguntar lo que quieras —le invité, aunque me reservé el derecho a responder lo que yo quisiera.

—Anoche… después de que acabaras con los forjados. Te atacó alguien más. No pude percibir quién, sólo que tu lobo te defendió, y que fue… a alguna parte. Arrojó su fuerza por un canal que no comprendí ni pude seguir. Sólo sé que él, y tú, salisteis victoriosos. ¿Qué era esa cosa?

—Un siervo del rey —me evadí.

No me apetecía negarle una respuesta de plano, y ésta parecía inofensiva, pues parecía saberlo ya de antemano.

—Luchasteis con lo que llaman la Habilidad, ¿verdad? —Sus ojos se clavaron en los míos. Al ver que no respondía, continuó—. A muchos de nosotros nos gustaría saber cómo se hace. En el pasado, los hábiles nos daban caza como si fuésemos alimañas. Nadie de la Vieja Sangre puede decir que su familia no ha sufrido a sus manos. Ahora esos días han regresado. Si hay alguna manera de utilizar los talentos de la Vieja Sangre contra quienes blanden la Habilidad de los Vatídico, ese conocimiento significaría mucho para nosotros.

Acebo se levantó del rincón, caminó hasta apoyarse en el respaldo de la silla de Rolf y me miró por encima de su hombro. Presentía cuan importante era mi respuesta para ellos.

—No os puedo enseñar eso —dije con sinceridad.

Rolf me sostuvo la mirada, sin ocultar su incredulidad.

—Por dos veces esta noche me he ofrecido a enseñarte cuanto sé de la Vieja Sangre, a abrirte todas las puertas que sólo tu ignorancia mantiene cerradas. Has rehusado pero, por Eda, mi ofrecimiento era libre y sincero. Y esto que te pido, esto que podría salvar tantas vidas de nuestros congéneres, ¿dices que no me lo puedes enseñar?

Miré a Hilda. Sus ojos volvían a lucir pequeños y brillantes. Seguramente Rolf el Negro no era consciente de cuánto imitaba su postura a la de su osa. Los dos me hicieron calcular la distancia que me separaba de la puerta, en tanto Ojos de Noche ya se había puesto de pie y estaba listo para emprender la huida. Detrás de Rolf, Acebo ladeó la cabeza y me miró fijamente. En el techo, el halcón torció la cabeza para observamos. Me obligué a relajar los músculos, a aparentar mucha más calma de la que sentía. Era una táctica que me había enseñado Burrich para apaciguar a los animales inquietos.

—Soy sincero contigo —dije cuidadosamente—. No puedo enseñarte lo que ni siquiera yo comprendo del todo.

Me cuidé de mencionar que por mis venas corría esa sangre de Vatídico que él tanto despreciaba. Ahora estaba seguro de lo que antes sólo había sospechado. La Maña sólo podía emplearse para atacar a un hábil si previamente se había abierto un canal de la Habilidad entre ambas personas. Aunque hubiera sido capaz de describir lo que habíamos hecho Ojos de Noche y yo, nadie más habría podido imitarlo. A fin de combatir la Habilidad con la Maña, uno tenía que poseer ambos talentos. Miré serenamente a los ojos a Rolf el Negro, sabiendo que le había dicho la verdad.

Lentamente relajó los hombros encorvados, y Hilda posó las cuatro patas en el suelo y husmeó el rastro de miel dejado en el suelo.

—Quizá —dijo, con contenida obstinación—. Quizá si te quedaras con nosotros, y aprendieras lo que puedo enseñarte, empezarías a comprender lo que haces. Entonces podrías enseñarme. ¿No te parece?

Mantuve la voz serena y ecuánime.

—Anoche viste cómo me atacaba uno de los lacayos del rey. ¿Crees que consentirían que me quedara aquí y aprendiera más cosas que emplear contra ellos? No. Mi única oportunidad es emboscarlos en su guarida antes de que vengan a por mí. —Vacilé antes de sugerir—: Aunque no pueda enseñarte a hacer lo que yo hago, puedes estar seguro de que lo utilizaré contra los enemigos de la Vieja Sangre.

Éste, por fin, era un razonamiento que estaba dispuesto a aceptar. Aspiró por la nariz varias veces, pensativo. Me pregunté preocupado si yo habría adoptado tantos manierismos de lobo como él de oso y Acebo de halcón.

—¿Te quedarás esta noche con nosotros, al menos? —preguntó de pronto.

—Preferimos viajar de noche —dije compungido—. Es más cómodo para los dos.

Asintió comprensivo.

—En fin. Te deseo buen viaje, y toda la suerte del mundo para lograr tu objetivo. Estás invitado a descansar a salvo aquí hasta que salga la luna, si lo deseas.

Lo consulté con Ojos de Noche y aceptamos agradecidos. Examiné el corte que tenía Ojos de Noche en el hombro y vi que no tenía mejor aspecto de lo que sospechaba. Lo ungí con un poco de la salvia de Burrich y luego nos tumbamos afuera, a la sombra, y dormitamos durante toda la tarde. A los dos nos sentó bien relajarnos por completo, sabiendo que había alguien que velaba por nosotros. Fue el mejor descanso del que disfrutábamos cualquiera de los dos desde el comienzo de nuestro viaje. Cuando despertamos, descubrí que Rolf el Negro había preparado pescado, miel y pan para llevar con nosotros. No había ni rastro del halcón. Supuse que había ido a cobijarse para pasar la noche. Acebo estaba de pie entre las sombras cerca de la casa, observándonos con ojos cansados.

—Id con cuidado, sed precavidos —nos aconsejó Rolf cuando le hubimos dado las gracias y empaquetado sus regalos—. Seguid las sendas que ha abierto Eda para vosotros.

Hizo una pausa, como si esperara una respuesta. Presentí que se trataba de una costumbre con la que yo no estaba familiarizado.

—Buena suerte —le deseé simplemente, y él asintió.

—Volveréis, ya lo sabes —añadió.

Meneé la cabeza despacio.

—Lo dudo. Pero te agradezco lo que me has proporcionado.

—No. Sé que volveréis. No es cuestión de que desees aprender lo que puedo enseñarte. Encontrarás lo que necesitas. No eres como los demás hombres. La gente cree que tiene derecho sobre todas las bestias, para cazarlas y comerlas, o para sojuzgarlas y regir sus vidas. Tú sabes que no tienes ningún derecho a ejercer tal dominio. El caballo que te transporte lo hará porque desea hacerlo, igual que el lobo que cace contigo. Tienes una mayor comprensión de tu lugar en el mundo. Sabes que tienes derecho, no a gobernarlo, sino a formar parte de él. Depredador o presa; no hay de qué avergonzarse por ser lo uno o lo otro. Conforme pase el tiempo, descubrirás que tienes preguntas acuciantes. ¿Qué hacer cuando tu compañero desee correr con una manada de auténticos lobos? Te aseguro que llegará ese día. ¿Que hará él si te casas y tienes un hijo? Cuando llegue la hora de la muerte de alguno de vosotros, como es inevitable que suceda, ¿cómo rellenará el otro el hueco dejado por su compañero, cómo seguirá adelante en solitario? Con el tiempo desearás la compañía de otros de tu especie. Necesitarás saber cómo detectarlos y cómo encontrarlos. Todas esas preguntas tienen respuestas, respuestas de la Vieja Sangre, respuestas que no podría explicarte en un día, que no podrías comprender en una semana. Necesitarás todas esas respuestas. Y volverás en busca de ellas.

Fijé la mirada en el lecho apelmazado de la vereda del bosque. Ya no estaba tan seguro de que no volvería a ver a Rolf.

Acebo habló con voz queda pero nítida desde las sombras.

—Creo en lo que te dispones a hacer. Te deseo éxito, y te ayudaría si pudiera. —Miró a Rolf fugazmente, como si esto fuese algo que hubieran discutido sin llegar a un acuerdo—. Si necesitas ayuda, grita, como haces con Ojos de Noche, pide a cualquiera de la Vieja Sangre que te escuche que avise a Acebo y Cellisca en Gaznápira. Los que te oigan acudirán en tu auxilio. Aunque no vayan, me avisarán, y yo haré lo que esté en mi mano.

Rolf resopló de pronto.

—Haremos lo que esté en nuestras manos —la corrigió—. Pero lo mejor sería que te quedaras aquí y aprendieras a defenderte mejor.

Asentí ante sus palabras, pero interiormente decidí que no los implicaría en mi venganza contra Regio. Cuando miré a Rolf de reojo, esbozó una sonrisa torcida y se encogió de hombros.

—Vete, pues. Pero tened cuidado, los dos. Antes de que se esconda la luna habréis dejado atrás Gama y estaréis en Lumbrales. Si pensáis que aquí el rey Regio nos tiene sometidos, esperad a llegar donde la gente opina que está en su derecho.

Asentí con gesto serio a esas palabras y, una vez más, Ojos de Noche y yo emprendimos nuestro camino.