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Enfrentamientos

¿Qué es la Maña? Hay quienes la tildarían de perversión, una retorcida indulgencia del espíritu mediante la cual las personas adquieren los conocimientos de la vida y la lengua de las bestias, hasta terminar convirtiéndose en poco más que bestias también ellas. Mi estudio de la Maña y sus practicantes me ha llevado a extraer una conclusión diferente, sin embargo. La Maña parece tratarse de una suerte de vínculo mental, generalmente con un animal en concreto, lo que abre el camino para la comprensión de los pensamientos y sentimientos de dicho animal. Al contrario de lo que afirman algunos, no imparte el conocimiento de la lengua de las aves y otras bestias. El Mañoso adquiere no obstante una conciencia de la vida en todo su amplio espectro, donde se incluyen los humanos y aun algunos de los árboles más ancianos y poderosos. Pero lo que no puede hacer el Mañoso es entablar «conversación» al azar con un animal cualquiera. Podrá percibir la presencia de un animal, y saber tal vez si éste se muestra cauto, hostil o curioso, pero la Maña no concede a la persona potestad alguna sobre las bestias de la tierra y las aves del cielo como quiere hacernos creer la tradición popular. Lo que podría ser la Maña es la aceptación por parte del hombre de su propia naturaleza bestial, y por consiguiente la conciencia del elemento de humanidad que todo animal porta asimismo en su seno. La legendaria fidelidad que profesa un animal vinculado a su Mañoso no es en absoluto equiparable a la de una bestia que es leal a su amo. Se trata más bien de un reflejo de la fidelidad que ha jurado el Mañoso a su compañero animal, de igual a igual.

No dormí bien, y no sólo porque ya no estaba acostumbrado a dormir toda la noche. Lo que me habían contado sobre los forjados me había crispado los nervios. Todos los músicos subieron al desván para dormir sobre la paja allí amontonada, pero yo busqué un rincón donde poder apoyar la espalda contra la pared y poder vigilar la puerta al mismo tiempo. Era un granero sólido, construido con roca del río, mortero y madera. La posada tenía una vaca y un puñado de gallinas que se sumaban a los caballos de alquiler y las monturas de sus clientes. Los familiares sonidos y olores del heno y los animales me traían a la memoria los establos de Burrich. De pronto los añoré más de lo que echaba de menos mi habitación en el castillo.

Me pregunté cómo se encontraría Burrich, y si estaría al corriente de los sacrificios de Paciencia. Pensé en el amor que hubo una vez entre ellos, y en cómo se había malogrado por culpa del sentido del deber de Burrich. Paciencia se había casado luego con mi padre, el mismo hombre al que Burrich profesaba lealtad. ¿Se le habría ocurrido alguna vez acudir de nuevo a ella, intentar recuperarla? No. Lo supe al instante y sin lugar a dudas. El fantasma de Hidalgo se interpondría siempre entre ellos. Y ahora también el mío.

No mediaba tanta distancia entre esas cavilaciones y pensar en Molly. Ella había tomado la misma decisión con respecto a nosotros que Burrich con respecto a Paciencia y él. Molly me había dicho que mi obsesiva lealtad a mi rey implicaba que nunca pudiéramos pertenecemos mutuamente el uno al otro. Así que había encontrado a alguien al que querer tanto como quería yo a Veraz. Lo único que no detestaba de su decisión era el hecho de que le había salvado la vida. Me había abandonado. No estaba en Torre del Alce para compartir mi caída y mi aciago destino.

Sondeé vagamente en su busca con la Habilidad, antes de reprenderme abruptamente. ¿De veras quería verla como seguramente estuviera esa noche, dormida en los brazos de otro, convertida en su esposa? La idea me producía un dolor casi físico en el pecho. No tenía ningún derecho a espiar la felicidad que se hubiera procurado. Pero mientras me adormilaba, pensaba en ella, y añoraba inútilmente lo que había habido entre nosotros.

Un perverso capricho del destino quiso que soñara con Burrich en vez de con ella, un sueño vívido que no tenía sentido. Estaba sentado frente a él, al otro lado de una mesa próxima al fuego, remendando arneses como hacía a menudo por las noches. Pero su copa de brandy había sido reemplazada por una taza de té, y el cuero que trabajaba era un zapato suave, demasiado pequeño para él. Hundió la lezna en el cuero blando y lo traspasó con suma facilidad, lastimándose la mano. Maldijo al ver la sangre, y luego levantó la cabeza de pronto para disculparse por utilizar ese vocabulario en mi presencia.

Desperté del sueño desorientado y perplejo. Burrich acostumbraba a confeccionar zapatos para mí cuando yo era pequeño, pero no recordaba que nunca se hubiera disculpado por blasfemar delante de mí, aunque no eran pocas las veces que me había ganado algún coscorrón si me atrevía a utilizar esas palabras cuando él estaba delante. Ridículo. Me desentendí del sueño, pero ya no pude volver a dormirme.

A mi alrededor, si sondeaba con suavidad, percibía únicamente los sueños borrosos de los animales dormidos. Todo estaba en paz menos yo. Los recuerdos de Chade vinieron a perturbarme. Era un anciano en más de un sentido. En vida del rey Artimañas, éste se había ocupado de todas las necesidades de Chade para que su asesino pudiera vivir protegido. Chade rara vez se aventuraba fuera de su sala oculta, salvo para encargarse de sus «discretos trabajos». Ahora estaba abandonado a su suerte, haciendo él sabía qué, y con los soldados de Regio siguiendo su rastro. En vano me froté la cabeza dolorida. Preocuparse no servía de nada, pero parecía que no podía evitarlo.

Oí cuatro pasos ligeros, seguidos de un topetazo, cuando alguien bajó del desván y sorteó el último peldaño de la escalera. Seguramente alguna de las mujeres, camino del cobertizo. Pero un instante después escuché el susurro de Miel:

—¿Mazurco?

—¿Qué pasa? —pregunté a regañadientes.

Se volvió hacia mi voz y la oí acercarse en la oscuridad. El tiempo que había pasado con el lobo había agudizado mis sentidos. La luz de luna se colaba furtiva por el resquicio de un postigo mal cerrado. Distinguí su silueta en la penumbra.

—Por aquí —dije cuando vaciló, y la vi sobresaltarse ante la proximidad de mi voz.

Tanteó hasta alcanzar mi rincón y, vacilante, se sentó en el heno a mi lado.

—No me atrevía a dormir —explicó—. Pesadillas.

—Sé lo que es eso —le dije, sorprendido por la compasión que sentí— cuando, si cierras los ojos, te das de bruces con ellas.

—Exacto —dijo, y guardó silencio, a la espera.

Pero yo no tenía nada que añadir, de modo que permanecimos sentados, a oscuras.

—¿Qué clase de pesadillas tienes tú? —me preguntó en voz baja.

—De las malas —contesté con aspereza.

No me apetecía conjurarlas hablando de ellas.

—Yo sueño que los forjados me persiguen, pero las piernas se vuelven de agua y no puedo correr. No dejo de intentarlo e intentarlo mientras ellos se acercan cada vez más.

—Hum —convine.

Mejor que soñar con ser apaleado una vez, y otra, y otra… Alejé mi mente de esos recuerdos.

—Se siente uno muy solo, cuando se despierta asustado en plena noche.

Me parece que quiere aparearse contigo. ¿Así de fácil es que te acepten en su manada?

—¿Cómo? —pregunté sobresaltado, pero fue la joven la que respondió, no Ojos de Noche.

—Digo que se siente uno muy solo, cuando se despierta asustado en plena noche. Entran ganas de sentirse a salvo. Protegido.

—No sé de nada que pueda interponerse entre una persona y los sueños que la asaltan por la noche —repuse bruscamente.

De repente quería que se marchara.

—A veces basta con un poco de amabilidad —dijo con suavidad.

Alargó el brazo y me dio una palmada en la mano. Sin proponérmelo, la aparté de golpe.

—¿Eres tímido, aprendiz? —preguntó remilgadamente.

—He perdido a alguien que me importaba —dije, lacónico—. No hay sitio en mi corazón para nadie más.

—Ya. —Se levantó de pronto, sacudiéndose briznas de paja de sus faldas—. Bueno. Lo siento si te he molestado.

Parecía ofendida, más que arrepentida.

Dio media vuelta y anduvo a tientas hasta la escalerilla. Sabía que la había insultado. No pensaba que fuese culpa mía. Subió los peldaños despacio, y pensé que esperaba que la llamara. No lo hice. Deseé no haber ido a la ciudad.

Ya somos dos. La caza escasea, tan cerca de todas estas personas. ¿Vas a tardar mucho más?

Me temo que debo viajar con ellos unos días, por lo menos hasta la próxima ciudad.

No vas a aparearte con ella, no es de la manada. ¿Por qué tienes que hacer estas cosas?

No intenté explicárselo con palabras. Lo único que podía transmitirle era mi sentido del deber, y él no lograba entender por qué mi lealtad a Veraz me obligaba a ayudar a esos viajeros en la carretera. Eran mi gente porque eran la gente de mi rey. Hasta yo encontraba la conexión tenue hasta la ridiculez, pero existía. Me ocuparía de que llegaran sanos y salvos a la próxima población.

Volví a dormir esa noche, pero no plácidamente. Era como si mi conversación con Miel hubiera abierto la puerta a mis pesadillas. No había terminado de sumirme en el sueño cuando experimenté la sensación de estar siendo observado. Me ovillé en el interior de mi celda, rezando para que no me vieran, quedándome tan inmóvil como me era posible. Tenía los ojos fuertemente cerrados, como un chiquillo que cree que lo que él no ve tampoco puede verlo a él. Pero los ojos que me espiaban tenían una mirada que yo podía sentir; podía percibir cómo me buscaba Will, como si yo estuviera escondido debajo de una manta y él la estuviera palpando. Así de cerca estaba. El miedo era tan intenso que me asfixiaba. No podía respirar, no me podía mover. Presa del pánico, salí de mí, caminando de lado, para adentrarme en el miedo de otro, la pesadilla de otro.

Estaba agazapado detrás de un barril de pescado encurtido en la tienda del viejo Garfio. Afuera, las llamas rampantes y los alaridos de los prisioneros o los moribundos hendían la noche. Sabía que debía salir. Los Corsarios de la Vela Roja sin duda pensaban saquear e incendiar el establecimiento. No era un buen escondrijo. Pero ningún sitio era bueno para esconderse, y yo sólo tenía once años, y me temblaban tanto las piernas que no podía tenerme en pie, mucho menos correr. Maese Garfio estaba en alguna parte allí afuera. Cuando se escucharon las primeras voces, empuñó su vieja espada y cruzó la puerta corriendo. «¡Cuida de la tienda, Chad!», había gritado por encima del hombro, como si fuese simplemente a la puerta de al lado para codearse con el panadero. Al principio no me importó hacerle caso. El tumulto se oía a lo lejos, cerca de la bahía colina abajo, y la tienda parecía sólida y segura a mi alrededor.

Pero de eso hacía una hora. Ahora el viento procedente del puerto estaba contaminado de humo, y la noche ya no era oscura, sino un terrible crepúsculo de antorchas. Las llamas y los gritos se acercaban. Maese Garfio no había regresado.

Vete, dije al pequeño en cuyo cuerpo me escondía. Vete, huye, corre tan lejos y tan deprisa como puedas. Sálvate. No me oyó.

Me arrastré hacia la puerta que seguía abierta de par en par tal y como la había dejado maese Garfio. Me asomé. Un hombre pasó corriendo por la calle y me aparté asustado. Pero debía de ser un vecino, no un corsario, pues corría sin mirar atrás, sin más pensamiento que alejarse tanto como le fuera posible. Con la boca seca, me obligué a ponerme de pie, agarrándome al marco de la puerta. Volví la mirada hacia la ciudad y el puerto. Media ciudad estaba en llamas. La plácida noche de verano estaba cargada de humo y cenizas que se elevaban en alas del viento cálido. Los barcos ardían en los muelles. A la luz de las llamas, pude ver figuras que corrían, huían y se escondían de los corsarios que campaban a sus anchas por toda la ciudad.

Alguien dobló la esquina del local del alfarero al final de la calle. Portaba una lámpara y se paseaba con un aire de indolencia tal que experimenté un súbito alivio. Naturalmente, si caminaba con tanta calma era porque debían de estar cambiando las tornas de la batalla. Medio me incorporé de mi postura en cuclillas, sólo para encogerme de nuevo cuando arrojó desapasionadamente la lámpara de aceite contra la fachada de madera de la tienda. La rociadura de aceite prendió al romperse el cristal que lo contenía y el fuego se ensañó vivazmente con las tablas secas. Me aparté de la luz que proyectaban las llamas vertiginosas. Tuve la súbita certeza de que esconderse no era seguro, de que mi única esperanza residía en escapar, y de que tendría que haberlo hecho luego de que sonaran las alarmas. La determinación me prestó una pequeña porción de coraje, suficiente para animarme a salir corriendo y doblar la esquina del comercio.

Por un instante, fui consciente de mí como Traspié. No creo que el niño pudiera sentirme. Éste no era yo habilitando sino él sondeándome con un rudimentario sentido propio de la Habilidad. No podía controlar su cuerpo en absoluto, pero estaba encerrado en sus experiencias. Viajaba a bordo de ese pequeño y oía sus pensamientos y compartía sus percepciones como había hecho Veraz conmigo una vez. Mas no tenía tiempo en esos momentos para considerar cómo lo estaba haciendo, ni por qué me había ligado a ese desconocido de forma tan brusca. Pues cuando Chad se refugió a la carrera en el asubiadero de las sombras, fue prendido de repente por una mano que lo asió del cuello de la camisa. Por un fugaz instante se quedó paralizado de miedo y ambos contemplamos el rostro risueño y barbudo del corsario que nos había atrapado. Había otro corsario a su lado, sonriendo con malicia. El terror inmovilizó a Chad en su presa. Vio sin poderlo evitar el cuchillo oscilante, la refulgente cuña de luz que surcó su filo mientras se acercaba a su cara.

Compartí, por un instante, el dolor tan gélido como abrasador del cuchillo que me traspasó la garganta, el angustioso momento de comprensión, cuando mi sangre cálida me empapó el pecho, de que se había acabado, de que ya era demasiado tarde, de que ya estaba muerto. Cuando Chad cayó sin remedio del abrazo del corsario a la calle polvorienta, mi conciencia se liberó de él. Me demoré allí, sintiendo por un espantoso momento los pensamientos del corsario. Escuché los ásperos sonidos guturales de su compañero mientras propinaba un puntapié al cadáver del niño, y supe que recriminaba a su verdugo por haber malogrado un cuerpo susceptible de ser forjado. El asesino soltó un bufido de desdén y arguyó algo referente al hecho de que era demasiado pequeño, sin vida suficiente a sus espaldas para merecer el tiempo de los señores. Supe también, con una mareante vorágine de sensaciones, que el asesino había deseado dos cosas: ser clemente con el niño y disfrutar del placer de matarlo con sus propias manos.

Me había asomado al corazón del enemigo. Seguía sin poder comprenderlo.

Floté calle abajo a sus espaldas, incorpóreo e insustancial. Hacía un instante me apremiaba una sensación de urgencia. Ya no podía recordarla. En cambio, me arremolinaba como la niebla, testigo de la caída y el saqueo de la ciudad de Lodoyo, en el ducado de Osorno. Una y otra vez era atraído hacia uno u otro de sus habitantes para presenciar una pelea, una muerte, una diminuta victoria de huida. Todavía puedo cerrar los ojos y vivir aquella noche, rememorar una decena de momentos horrendos en vidas que compartí por un instante. Llegué finalmente hasta un hombre que estaba de pie, espadón en mano, frente a su hogar en llamas. Mantenía a raya a tres corsarios, mientras a su espalda su esposa y su hija se esforzaban por retirar una viga incendiada y liberar a un hijo atrapado, para que pudieran escapar todos juntos. Ninguno de ellos estaba dispuesto a dejar atrás a los demás, y a pesar de todo supe que el hombre estaba cansado, demasiado agotado y debilitado por la pérdida de sangre para levantar su espada, menos aún para blandiría. Sentí asimismo cómo jugaban con él los corsarios, incitándolo a la fatiga, deseosos de secuestrar y forjar a la familia al completo. Percibí el insidioso frío de la muerte que rezumaba el hombre. Por un instante su barbilla descansó en su pecho.

De improviso el hombre asediado levantó la cabeza. Una luz extrañamente familiar despuntó en sus ojos. Empuñó la espada con ambas manos y, profiriendo un rugido, se abalanzó de repente sobre sus atacantes. Cayeron dos de ellos ante la violencia de su asalto, muriendo con el asombro plasmado aún en sus rasgos. El tercero midió la hoja de su espada con la de él, pero no era rival para su furia. La sangre que escullaba del codo del vecino de la ciudad formaba una película sobre su torso, pero su espada tañó como una campana contra la del corsario, desmontando su guardia para aguijonear de improviso, ligera como una pluma, y trazar una línea escarlata en la garganta de su contrincante. Una vez abatido el corsario, el hombre se giró y corrió presto junto a su esposa. Asió la viga incendiada sin preocuparse de las llamas y la levantó del cuerpo de su hijo. Por última vez, buscó con la mirada los ojos de su mujer. «¡Corre! —le dijo—, coge a los niños y huye». Acto seguido se desplomó en la calle. Estaba muerto.

Mientras la mujer, impávida, tomaba a sus hijos de la mano y emprendía la carrera con ellos, sentí cómo se elevaba un espectro del cadáver reciente. Soy yo, pensé, y luego supe que no era yo. Me presintió y se encaró conmigo, tan idéntico su semblante al mío. O había sido idéntico, cuando tenía mi edad. Me conmovió pensar que así era como se percibía Veraz a sí mismo.

¿Tú aquí? Meneó la cabeza con desaprobación. Esto es peligroso, muchacho. Hasta yo soy imprudente por intentarlo. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer, cuando nos llaman? Me estudió, mudo ante él. ¿Cuándo adquiriste el talento y la fuerza para caminar con la Habilidad?

No contesté. No tenía respuestas ni pensamientos propios. Me sentía como si fuese una sábana mojada ondeando al viento, tan sólido como una hoja seca.

Traspié, esto es peligroso para los dos. Vuelve. Vuelve enseguida.

¿Será cierto que el nombre de las personas entraña magia? Son numerosos los saberes populares que hacen hincapié en ese particular. Recordé de pronto quién era, y que aquél no era mi sitio. Pero no alcanzaba a comprender cómo había llegado allí, por no hablar de cómo regresar a mi cuerpo. Lancé a Veraz una mirada de impotencia, incapaz de formular siquiera una petición de auxilio.

Lo sabía. Tendió una mano espectral hacia mí. Sentí su empujón como si hubiera apoyado la palma de su mano en mi frente y me la hubiera echado suavemente hacia atrás.

Mi cabeza rebotó en la pared del granero y el impacto me hizo ver las estrellas. Allí estaba, sentado, en el granero que había detrás de la Balanza. A mi alrededor sólo había plácida oscuridad, bestias dormidas, heno crujiente. Rodé de costado lentamente al tiempo que me sobrecogía una oleada tras otra de vértigo y náusea. La debilidad que tan a menudo se adueñaba de mí tras aprender a emplear la Habilidad me cubrió como una ola. Abrí la boca para pedir ayuda, pero lo único que escapó de mis labios fue un graznido inarticulado. Cerré los ojos y me sumergí en el olvido.

Desperté antes del amanecer. Gateé hasta mi hato, revolví su contenido y luego conseguí llegar dando tumbos a la puerta trasera de la posada, donde literalmente imploré a la cocinera que encontré allí que me sirviera una taza de agua caliente. La mujer me observó con incredulidad mientras desleía mis tiras de corteza feérica para preparar una infusión.

—No te irá bien con eso, tenlo en cuenta —me previno, y luego vio con temor reverencial cómo me bebía la tisana, amarga e hirviendo—. Eso se lo dan a los esclavos, mira lo que te digo, allá en el Mitonar. Se lo mezclan en la comida y la bebida para que se aguanten en pie. La desesperación que les provoca es tanta como la fuerza que les presta, o eso he oído. Les quita las ganas de rebelarse.

Apenas si la escuchaba. Esperaba a sentir el efecto. Había recogido mi corteza feérica de árboles jóvenes y temía que le faltara potencia. Así era. Pasó un rato antes de que sintiera cómo me recorría el calor vigorizador, templando mi pulso y despejándome la vista. Me levanté de mi asiento en los escalones de la cocina, le di las gracias a la cocinera y le devolví su taza.

—Feo vicio es ése para que lo coja un hombre joven como tú —me recriminó, antes de volver a ocuparse de sus quehaceres.

Me alejé de la posada para deambular por las calles mientras el alba despuntaba sobre las colinas. Por un momento, casi esperaba encontrar muelles incendiados y casas arrasadas, y forjados de ojos vacíos recorriendo las calles. Pero la pesadilla de la Habilidad remitió frente a la mañana estival y la brisa del río. A la luz del día, la precariedad de la ciudad era más evidente. Me pareció que había más mendigos allí de los que teníamos en Torre del Alce, pero tampoco sabía si eso era normal en las ciudades fluviales. Consideré por un instante lo que me había ocurrido la noche anterior; luego, con un estremecimiento, aparté de mí esa idea. No sabía cómo lo había hecho. Lo más probable era que no volviera a repetirse. Me alentaba saber que Veraz seguía con vida, aunque al mismo tiempo me sobrecogía saber con qué indiferencia seguía dilapidando su fuerza con la Habilidad. Me pregunté dónde estaría esa mañana, y si, al igual que yo, afrontaba el nuevo día con el amargo sabor de la corteza feérica en la boca. Si hubiera aprendido a dominar la Habilidad, ahora no tendría que preguntármelo. No era un pensamiento que le levantara el ánimo a uno.

Cuando regresé a la posada, los juglares ya se habían levantado y estaban desayunando gachas de avena. Me incorporé a su mesa y Josh me espetó sin rodeos que temía que me hubiera marchado sin ellos. Miel no tuvo a bien dirigirme la palabra, pero descubrí varias veces a Trina mirándome con aprobación.

Aún era pronto cuando nos fuimos de la posada, y si bien no marchábamos como soldados, el arpista Josh seguía manteniendo un paso respetable para nosotros. Pensé que alguien tendría que indicarle el camino, pero por toda guía utilizaba su cayado. A veces caminaba con una mano apoyada en el hombro de Trina o Miel, aunque parecía que lo hiciera más por compañerismo que por necesidad. Tampoco era tedioso nuestro viaje, pues conforme andábamos nos aleccionaba, a Trina sobre todo, sobre la historia de la región, y me sorprendió la profundidad de sus conocimientos. Hicimos un alto cuando el sol alcanzó su cénit y compartimos los humildes alimentos que tenían. Me sentía incómodo aceptando su comida, pero no había manera de que pudiera excusarme para ir a cazar con el lobo. Una vez la ciudad hubo quedado lejos a nuestra espalda, había sentido a Ojos de Noche siguiéndonos. Era reconfortante tenerlo cerca, pero deseé que fuéramos él y yo solos los que viajásemos juntos. Aquel día nos adelantaron otros viajeros en varias ocasiones, a lomos de caballos o mulas. Entre los árboles divisábamos a veces embarcaciones que se abrían camino río arriba contra la corriente. A medida que transcurría la mañana, fueron dejándonos atrás carretas y vagones bien escoltados. Josh siempre preguntaba si podíamos encaramarnos a alguno de los vehículos. Por dos veces recibimos amables negativas. En los demás casos el silencio fue la única respuesta. Los grupos avanzaban presurosos, y uno de ellos contaba con hombres de hosco aspecto, uniformados todos con la misma librea, que supuse que serían guardias contratados.

Matamos la tarde caminando al son de «El sacrificio de Fuegocruzado», el largo poema sobre la camarilla de la reina Visión y cómo sus miembros habían dado la vida para que ella pudiera ganar una batalla decisiva. Ya lo había escuchado antes, varias veces, en Torre del Alce. Pero hacia el final de la jornada lo había oído una veintena de veces, pues Josh ensayaba con infinita paciencia para asegurarse de que Trina lo cantaba a la perfección. Agradecí el interminable recital, pues impedía la conversación.

Pero a despecho de nuestro ritmo constante, el anochecer nos encontró aún lejos de la próxima ciudad ribereña. Al final me hice cargo de la situación y les dije que debíamos apartarnos de la carretera en el siguiente arroyo con que nos cruzáramos para encontrar un lugar donde acampar y pasar la noche. Miel y Trina se retiraron detrás de Josh y de mí, y las oí murmurar preocupadas. No podía asegurarles, como había hecho Ojos de Noche conmigo, que no había ni rastro de otros viajeros en los alrededores. En vez de eso, al llegar al siguiente cruce los conduje corriente arriba y encontré una orilla a la sombra de un cedro donde podríamos acomodarnos.

Los dejé con la excusa de tener que satisfacer mis necesidades para reunirme con Ojos de Noche y asegurarle que todo iba bien. Fue un rato bien aprovechado, pues él había descubierto un lugar donde la bulliciosa agua del arroyo se arremansaba en la orilla. Me observó atentamente mientras me tendía boca abajo y hundía las manos en el agua, y luego despacio entre la cortina de hierbas que se mecían con la corriente. Capturé un hermoso pescado a la primera. Varios minutos después, otro intento me reportó un pez más pequeño. Cuando desistí ya había anochecido casi por completo, pero tenía tres pescados que llevar al campamento, menos dos, a pesar de mis reservas, para Ojos de Noche.

Pescar y rascar las orejas. Los dos motivos por los que se les dieron manos a los hombres, comentó divertido cuando los coloqué a su lado. Ya había devorado las entrañas de los míos casi antes de que acabara de limpiarlos.

Cuidado con las espinas, le advertí una vez más.

Mi madre me crió junto a un frezadero de salmones, señaló. Las espinas de pescado no me preocupan.

Lo dejé degustando su cena con evidente deleite y regresé al campamento. Los juglares habían encendido una fogata. Al escuchar mis pasos, los tres se pusieron en pie de un salto blandiendo sus cayados.

—¡Soy yo! —anuncié con retraso.

—Gracias a Eda.

Josh suspiró mientras volvía a sentarse pesadamente, pero Miel se limitó a fulminarme con la mirada.

—Has estado fuera mucho tiempo —dijo Trina a modo de explicación.

Levanté los peces engarzados en una rama de sauce.

—He encontrado la cena —les dije—. Pescado —añadí, pensando en Josh.

—Suena estupendo —dijo éste.

Miel sacó pan de viaje y una bolsita de sal mientras yo buscaba una piedra grande y plana y la dejaba entre los rescoldos de la fogata. Envolví los peces en hojas y los dejé encima de la piedra para que se asaran. El aroma del pescado al hacerse me embelesaba mientras deseaba que no atrajera a ningún forjado hasta nuestro campamento.

Sigo montando guardia, me recordó Ojos de Noche, y le di las gracias. Mientras vigilaba que no se quemara el pescado, Trina tarareaba «El sacrificio de Fuegocruzado» en voz baja junto a mi hombro.

—«Hisca el cojo y Claco el ciego» —la corregí distraído mientras intentaba dar la vuelta al pescado sin que se deshiciera.

—¡Lo he dicho bien! —me contradijo indignada.

—Me temo que no, mi niña. Mazurco tiene razón. Hisca era el que tenía el pie zopo y Claco era ciego de nacimiento. ¿Sabrías decir cómo se llamaban los otros cinco, Mazurco?

Parecía Cerica preguntándome la lección.

Me había quemado el dedo con una brasa y me lo chupé antes de contestar.

—«Fuegocruzado el quemado comandaba, y quienes lo rodeaban, eran iguales a él, no de cuerpo ileso, sino de corazón entero. Y de digna alma. Dejad así que relate su historia con calma, para vos. Allí estaba Hisca el cojo, y Claco el ciego, Kevin el de la mente distraída y Fenestra el del labio leporino, sordo era Sever, y Porter, al que el enemigo había dejado, creyéndolo muerto, de ojos y manos privado. Y si pensáis que son éstos hombres dignos de menosprecio, permitid que os diga…».

—¡So! —exclamó complacido Josh, para preguntar a continuación—: ¿Te enseñaron a cantar, Mazurco, cuando eras pequeño? Has captado el fraseo igual de bien que las palabras. Aunque las pausas quedan demasiado marcadas.

—¿Yo? No. Siempre he tenido buena memoria, eso sí.

Me resultó difícil contener una sonrisa al escuchar sus elogios, aunque Miel frunciera los labios y menease la cabeza.

—¿Crees que podrías recitar el poema entero? —me retó Josh.

—A lo mejor —respondí, esquivo.

Sabía que podía hacerlo. Burrich y Chade se habían encargado de perfeccionar mis habilidades mnemotécnicas. Y hoy lo había oído tantas veces que no lograba sacármelo de la cabeza.

—Pues inténtalo. Pero no hables, canta.

—No tengo voz para cantar.

—Si hablas, puedes cantar. Inténtalo. Complace a este viejo.

Es posible que obedecer a ancianos fuera una costumbre demasiado arraigada en mí para negarme. Quizá fuese la expresión plasmada en el rostro de Miel, que indicaba a todas luces que dudaba que yo pudiera hacerlo.

Carraspeé y empecé, cantando en voz baja hasta que Josh me instó a levantar la voz. Asentía con la cabeza mientras yo desgranaba el poema, torciendo el gesto aquí y allá si fallaba alguna nota. Ya había llegado a la mitad cuando Miel observó con aspereza:

—Se está quemando el pescado.

Me olvidé de la canción, me abalancé sobre la piedra para volcarla y retirar el pescado del fuego. Tenían la cola carbonizada, pero el resto estaba bien, firme y humeante. Nos repartimos las porciones y comí demasiado deprisa. Dos veces esa cantidad y no me habría saciado, pero debía conformarme con lo que tenía. El pan de viaje sabía sorprendentemente bien con el pescado, y al finalizar Trina preparó un cazo de té para todos. Nos acomodamos en nuestras mantas alrededor del fuego.

—Mazurco, ¿te va bien como escribano? —inquirió Josh de repente.

Emití un sonido de reprobación.

—No tan bien como me gustaría. Pero me las apaño.

—No tan bien como le gustaría —musitó Miel para Trina, imitándome.

El arpista Josh la ignoró.

—Eres mayor para ello, pero se te podría enseñar a cantar. No tienes mala voz; cantas como un muchacho, sin saber que ahora tienes los pulmones y la voz profunda de un hombre a tu disposición. Tu memoria es excelente. ¿Tocas algún instrumento?

—El caramillo. Pero no muy bien.

—Yo podría enseñarte a tocarlo bien. Si te unieras a nosotros…

—¡Padre! ¡Pero si apenas lo conocemos! —objetó Miel.

—Lo mismo podría haberte dicho anoche cuando saliste del desván —acotó él con voz meliflua.

—Padre, estuvimos hablando, nada más.

Me lanzó una mirada, como si yo la hubiera traicionado. Sentía que la lengua se me había vuelto de cuero en la boca.

—Ya lo sé —convino Josh—. Parece que la ceguera me ha agudizado el oído. Pero si consideras a alguien de confianza para hablar con él por la noche, a solas, a lo mejor yo puedo considerarlo de confianza para ofrecerle que se una a nosotros. ¿Qué me dices, Mazurco?

Meneé la cabeza despacio.

—No —dije en voz alta—. Gracias de todos modos. Te agradezco la oferta que le haces a un desconocido. Os acompañaré hasta la próxima ciudad, y ojalá allí encontréis otros compañeros de viaje. Pero… de verdad que no deseo…

—Has perdido a un ser querido. Lo comprendo. Pero la soledad no es buena para nadie —dijo suavemente Josh.

—¿A quién has perdido? —preguntó Trina, con su acostumbrada franqueza.

Intenté pensar en la manera de explicarlo sin dar pie a que me hicieran más preguntas.

—A mi abuelo —respondí al fin—. Y a mi esposa.

Pronunciar esas palabras fue como si hubiese reabierto una herida con los dedos.

—¿Qué pasó? —quiso saber Trina.

—Mi abuelo murió. Mi esposa me abandonó.

Lo dije secamente, deseando que lo dejaran estar.

—A los ancianos les llega su hora —empezó Josh con amabilidad, pero Miel intervino bruscamente:

—¿Ése es el amor que has perdido? ¿Qué le debes a una mujer que te ha abandonado? A menos que le dieras motivos para hacerlo.

—Fue más bien que no le di motivos para quedarse —admití a regañadientes—. Por favor —dije con aspereza—, no quiero hablar de estas cosas. Para nada. Os acompañaré hasta la próxima ciudad, pero a partir de allí seguiré mi camino.

—Bueno. No se puede decir más claro —se lamentó Josh.

Algo en su tono de voz me hizo sentir que había sido grosero, pero no había dicho nada de lo que me arrepintiera.

Hubo poca conversación el resto de esa noche, lo que agradecí. Trina se ofreció a hacer el primer turno de guardia y Miel el segundo. No me opuse, pues sabía que Ojos de Noche velaría por nosotros y a él poco se le pasaba por alto. Dormí mejor al aire libre, y me desperté enseguida cuando Miel se agachó junto a mí y me zarandeó. Me senté, me desperecé, y asentí para indicarle que estaba despierto y que ella podía acostarse otra vez. Me levanté y aticé el fuego, antes de sentarme cerca de los rescoldos. Miel vino a sentarse a mi lado.

—No te caigo bien, ¿verdad? —preguntó en voz baja.

Su tono era amable.

—No te conozco —dije con todo el tacto que pude.

—Hum. Ni ganas que tienes —observó. Me miró a la cara—. Pero yo llevo queriendo conocerte desde que vi cómo te sonrojabas en la posada. No hay nada que suscite mi curiosidad más que un hombre que se ruboriza. He conocido a pocos que pudieran ponerse rojos como la grana sólo porque los pillen mirando a una mujer. —Su voz se tornó ronca y gutural, y se inclinó hacia delante confidencialmente—. Me encantaría saber en qué estabas pensando para sofocarte de esa manera.

—Sólo en lo maleducado que estaba siendo por mirar fijamente —le dije con sinceridad.

Me sonrió.

—No era eso en lo que yo pensaba cuando te miré.

Se humedeció los labios y se acercó más.

De pronto añoré tanto a Molly que resultaba doloroso.

—No me apetece jugar a este juego —dije a Miel sin rodeos. Me levanté—. Creo que iré a buscar más leña para el fuego.

—Pues yo creo que ya sé por qué te dejó tu mujer —dijo Miel, con saña—. ¿Que no te apetece, dices? Me da que esa falta de «apetencia» era el problema.

Se incorporó y volvió a sus mantas. Lo único que sentí fue alivio porque hubiera renunciado a mí. Mantuve mi palabra y fui a buscar más leña seca.

Lo primero que pregunté a Josh cuando se levantó a la mañana siguiente fue:

—¿Cuánto falta para la próxima ciudad?

—Si mantenemos el mismo ritmo de ayer, deberíamos llegar mañana hacia el mediodía —me dijo.

La decepción que había en su voz me hizo darme la vuelta. Mientras recogíamos nuestras cosas y emprendíamos la marcha, reflexioné con amargura que me había ido del lado de unas personas a las que conocía y por las que me preocupaba para evitar la misma situación en la que me veía inmerso ahora con unos relativos desconocidos. Me pregunté si habría alguna manera de vivir rodeado de gente y negarse a soportar sus expectativas y su dependencia.

El día era cálido, pero no en exceso. Si hubiera estado solo, recorrer la carretera me habría resultado placentero. En el bosque que lindaba con el camino piaban las aves. Al otro lado de la carretera podía verse el río entre los árboles escasos, con barcazas ocasionales flotando caudal abajo, o veleros con remos que avanzaban despacio a contracorriente. Hablamos poco, y transcurrido un rato Josh pidió a Trina que recitara «El sacrificio de Fuegocruzado». Cuando la joven se saltó un verso, no dije nada.

Mis pensamientos iban a la deriva. Todo era mucho más fácil cuando no tenía que preocuparme por mi próxima comida ni por tener la camisa limpia. Me consideraba tan ducho en relacionarme con la gente, tan hábil en mi profesión… Pero tenía a Chade a mi lado para trazar mis planes, y tiempo para preparar lo que iba a hacer y decir. No se me daba tan bien cuando mis recursos se limitaban a mi ingenio y a lo que cargaba a mi espalda. Despojado de todo cuanto antes daba por sentado, no era sólo mi coraje de lo que había empezado a dudar. Ahora cuestionaba todas mis aptitudes. Asesino, hombre del rey, guerrero, hombre… ¿Seguía siendo alguna de esas cosas? Intenté recordar al joven temerario que había remado en el Rurisk, el barco de guerra de Veraz, el que se había lanzando irreflexivamente a la batalla armado con un hacha. No lograba relacionar a ese joven conmigo.

A mediodía Miel distribuyó el resto del pan de viaje. No era gran cosa. Las mujeres caminaban por delante de nosotros, conversando con voz queda mientras mordisqueaban el pan seco y bebían de sus odres de agua. Me atreví a sugerir a Josh que podríamos acampar antes esa noche, para que así yo pudiera intentar cazar o pescar algo.

—Entonces es posible que no lleguemos a la próxima ciudad mañana a mediodía —señaló, adusto.

—Con llegar por la tarde será suficiente —le aseguré en voz baja.

Volvió la cabeza hacia mí, quizá para oír mejor, pero sus ojos empañados parecían ver en mi interior. Me costó soportar el ruego que habitaba en ellos, pero no respondí a su muda súplica.

Cuando la temperatura empezó a descender finalmente, busqué un sitio donde detenernos. Ojos de Noche se había adelantado a nosotros para explorar cuando sentí que se le erizaba el pelaje de repente. Aquí hay hombres, huelen a carroña y a suciedad. Puedo verlos, puedo olerlos, pero no puedo sentirlos de ninguna otra manera. Me transmitió la inquietud que sentía siempre en presencia de forjados. La compartía. Sabía que antes habían sido humanos, y compartían esa chispa de Maña que tiene todo ser vivo. Para mí, era más que extraño verlos moverse y hablar cuando no podía sentir que estuvieran vivos. Para Ojos de Noche, era como si las piedras anduvieran y comieran.

¿Cuántos? ¿Viejos, jóvenes?

Más que nosotros, y mayores que tú. Una suerte de percepción lupina. Cazan en la carretera, al pasar el siguiente recodo.

—Paremos aquí —sugerí de pronto.

Tres cabezas giraron para observarme con desconcierto.

Demasiado tarde. Os han olido, se acercan.

No había tiempo para disimular, no había tiempo para urdir una mentira plausible.

—Hay forjados al frente. Son más de dos. Estaban vigilando la carretera y ahora se dirigen hacia nosotros. —¿Estrategia?—. Preparaos —les dije.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Miel.

—¡Salgamos corriendo! —sugirió Trina.

Le daba igual cómo lo supiera yo. Lo desorbitado de sus ojos me indicaba cuánto temía que sucediera algo así.

—No. Nos alcanzarían, y estaríamos agotados cuando eso ocurriera. Y aunque lográramos dejarlos atrás, seguiríamos teniendo que sortearlos mañana.

Solté mi hato en la carretera y lo aparté de una patada. No contenía nada que valiera más que mi vida. Si vencíamos, podría recogerlo. Si perdíamos, me daría igual. Pero Miel, Trina y Josh eran músicos. Tenían sus instrumentos en sus fardos. Ninguno de ellos hizo ademán de desembarazarse de su carga. No malgasté aliento sugiriéndoles que lo hicieran. Casi de forma instintiva, Miel y Trina flanquearon al anciano. Se aferraban a sus cayados con demasiada fuerza. El mío encajó en mis manos y lo sostuve en equilibrio y en guardia, expectante. Por un instante dejé de pensar por completo. Mis manos parecían saber lo que tenían que hacer por su cuenta.

—Mazurco, cuida de Miel y de Trina. No te preocupes por mí, pero no permitas que les hagan daño a ellas —me ordenó Josh con voz imperiosa.

Sus palabras calaron en mí y, de golpe, me atenazó el terror. Mi cuerpo perdió su ágil postura y sólo pude pensar en el dolor que me reportaría la derrota. Me sentía enfermo, tembloroso, y más que nada deseaba darme la vuelta y salir corriendo, sin pensar en los bardos. Espera, espera, quería gritarle al cielo. No estoy preparado para esto, no se si voy a luchar o a desmayarme en el sitio. Pero el tiempo no perdona. Están cruzando la maleza, me dijo Ojos de Noche. Dos vienen corriendo y otro se ha quedado rezagado. Ése será para mí.

Ten cuidado, le dije. Los oí aplastando los arbustos y percibí su hedor. Un momento después, Trina soltó un grito al divisarlos y ellos salieron corriendo entre los árboles en dirección a nosotros. Si mi estrategia consistía en plantarse y pelear, la suya no era otra que correr y atacar. Los dos eran más fornidos que yo y no parecían tener ninguna duda. Tenían la ropa sucia pero casi intacta. Supuse que no hacía mucho tiempo que los habían forjado. Cada uno blandía una porra. No tuve tiempo de fijarme en mucho más.

La Forja no volvía estúpidas a las personas, ni lentas. Ya no podían sentir las emociones propias ni las ajenas, ni, al parecer, recordar qué podían empujar a hacer al enemigo esas emociones. A menudo eso propiciaba que sus actos fueran casi incomprensibles. No los volvía menos inteligentes de lo que hubieran sido en vida, ni menos hábiles con sus armas. Sin embargo, actuaban con una inmediatez por satisfacer sus deseos que era completamente animal. El caballo que robaban un día podían comérselo al siguiente, simplemente porque el hambre era un deseo más perentorio que la conveniencia de montar. Tampoco cooperaban en combate. En el seno de sus grupos no existía la lealtad. Tan probable era que pelearan entre sí para acaparar el botín como que atacaran a un enemigo en común. Viajaban juntos, y atacaban juntos, pero no de forma organizada. Aun así seguían siendo brutalmente arteros, despiadadamente astutos en su esfuerzo por conseguir lo que querían.

Sabía todo eso. Por eso no me sorprendió que los dos intentaran esquivarme para agredir primero a los más débiles. Lo que me sorprendió fue el cobarde alivio que sentí. Me paralizó como si fuese uno de mis sueños y dejé que pasaran por mi lado.

Miel y Trina peleaban como las juglaresas asustadas, enfurecidas y armadas con palos que eran. Ahí no había habilidad, ni entrenamiento, ni siquiera la experiencia de combatir en equipo que pudiera impedirles golpearse entre ellas o a Josh. Su escuela había sido la música, no la guerra. Josh estaba paralizado en el medio, aferrado a su cayado pero incapaz de golpear sin arriesgarse a herir a Miel o Trina. La rabia le deformaba el rostro. Podría haber huido entonces. Podría haber recogido mi hato y escapar sin mirar atrás. Los forjados no me habrían perseguido; se conformarían con la presa más fácil. Pero yo no. Aún sobrevivía en mí un ápice de coraje u orgullo. Agredí al hombre de menor tamaño, aunque era el que parecía más hábil con su porra. Dejé que Miel y Trina apalearan al más fornido y obligué al otro a encararse conmigo. Mi primer golpe le pegó abajo en las piernas. Me proponía tullirlo, o derribarlo al menos. Rugió de dolor mientras se giraba para atacarme, pero no parecía que se moviera más despacio.

Ésa era otra cosa que había observado en los forjados: era como si el dolor les afectara menos. Sabía que cuando me habían vapuleado con tanto ensañamiento, parte de lo que me acobardaba era el temor a la destrucción de mi cuerpo. Era curioso comprender que sentía una ligazón emocional con mi propia carne. Mi profundo deseo de mantener su correcto funcionamiento sobrepasaba la simple elusión del dolor. A las personas les enorgullece su cuerpo. Cuando resulta herido, no es sólo algo físico. Regio lo sabía. Sabía que cada golpe que me propinaban sus guardias infligía temor junto con su moretón. ¿Me haría retroceder a lo que había sido, una criatura enfermiza que temblaba tras realizar un esfuerzo físico, que temía los espasmos que le privaban de cuerpo y mente? Ese temor me había lisiado tanto como sus golpes. Los forjados no compartían ese miedo; quizá al perder sus ataduras con todo lo demás perdían también el afecto por sus cuerpos.

Mi oponente giró en redondo y descargó un golpe con su porra que me sacudió los hombros cuando lo detuve con mi cayado. Duele, me susurró mi cuerpo al soportar la fuerza del impacto, y se preparó para recibir más. Volvió a atacar, y volví a pararlo. Ahora que había entablado batalla con él, no había forma segura de dar media vuelta y huir. Sabía blandir su arma: seguramente antes había sido guerrero y había practicado con el hacha. Reconocía los movimientos y detenía, o desviaba, o esquivaba cada uno de ellos. Lo temía demasiado para atacarlo, temía el golpe inesperado que pudiera traspasar mi guardia si no me protegía constantemente. Cedía terreno con tanta presteza que miró de reojo por encima del hombro, pensando tal vez que podía olvidarse de mí e ir tras las mujeres. Conseguí replicar tímidamente a uno de sus golpes; apenas si se inmutó. No daba muestras de fatiga, ni me cedía espacio para que yo pudiera aprovechar la mayor longitud de mi arma. Al contrario que yo, no se distraía con los gritos de las juglaresas mientras intentaban defenderse. Entre los árboles, oí maldiciones apagadas y tenues gruñidos. Ojos de Noche había emboscado al tercer hombre y se había abalanzado sobre él para intentar desjarretarlo. No lo había conseguido, pero ahora caminaba en círculos a su alrededor, manteniéndose lejos de la espada que empuñaba.

No sé si puedo superar su filo, hermano, pero creo que podré retenerlo aquí. No se atreve a darme la espalda para ir a atacaros a vosotros.

¡Ten cuidado! Fue cuanto tuve tiempo de decir, pues el hombre de la porra exigía toda mi atención. Descargaba sobre mí un golpe tras otro, y pronto comprendí que había aumentado sus esfuerzos, imprimido más fuerza a sus golpes. Ya no sentía que tenía que protegerse de un posible ataque por mi parte; dedicaba toda su fuerza a demoler mi defensa. Cada acometida que detenía de plano con mi bastón me provocaba un estremecimiento en los hombros. Los impactos despertaban antiguos dolores, irritaban heridas curadas de las que ya casi me había olvidado. Mi resistencia de guerrero no era la misma de antes. Cazar y caminar no fortalecen el cuerpo ni vigorizan los músculos del mismo modo que pasar todo el día remando. Un torrente de duda socavó mi concentración. Suponía que estaba superado, por eso temía que llegara un dolor que era incapaz de intuir cómo evitar. La desesperación por evitar el daño no es lo mismo que la determinación de vencer. Seguía intentando alejarme de él, conseguir espacio para mi cayado, pero su acoso era inexorable.

Vi a los músicos de reojo. Josh estaba firmemente plantado en medio de la carretera, con su bastón en alto, pero la batalla se había apartado de él. Miel cojeaba de espaldas mientras el hombre la perseguía. Intentaba desviar los golpes que le lanzaba el forjado con su porra mientras Trina lo seguía, palmeándole los hombros sin fuerza con su fina vara. Él se limitaba a soportar sus golpes y no perdía de vista a la lastimada Miel. Eso despertó algo en mi interior.

—¡Trina, bárrele los pies! —chillé, antes de redirigir mi atención hacia mis propios problemas cuando una porra me rozó el hombro.

Devolví un par de rápidos golpes faltos de fuerza y me aparté de un salto.

Una espada me abrió el hombro y me rozó las costillas.

Solté un grito de asombro y a punto estuve de soltar mi cayado antes de comprender que no era yo el herido. Sentí más que oí el chillido de dolor de Ojos de Noche. Y luego el impacto de una bota contra mi cabeza.

Aturdido, acorralado. ¡Ayúdame!

Había otros recuerdos, más profundos, enterrados bajo la memoria de las palizas que me habían propinado los guardias de Regio. Años antes de aquello, había sentido el tajo de un cuchillo y el impacto de una bota. Pero no en mi carne. Un terrier al que estaba vinculado, Herrero, todavía un cachorro, había peleado en la oscuridad contra alguien que intentaba agredir a Burrich en mi ausencia. Había peleado, y luego había muerto a causa de sus heridas, antes siquiera de que yo pudiera llegar a su lado. Descubrí de pronto que ésa era una amenaza más poderosa que la de mi muerte.

El temor que sentía por mi persona se desmoronó ante el terror de perder a Ojos de Noche. Hice lo que sabía que tenía que hacer. Cambié mi postura, adelanté una pierna y soporté un golpe en el hombro para situarme al alcance adecuado. La conmoción del impacto me recorrió el brazo y por un instante perdí la sensibilidad en esa mano. Confiaba en que siguiera allí. Había acortado mi presa sobre el bastón y levanté ese extremo de improviso para estrellarlo contra la barbilla del forjado. No estaba preparado para mi cambio de estrategia. Su barbilla se elevó con el golpe, descubriéndole la garganta, y hundí bruscamente la punta de cayado en el hueco entre sus clavículas. Sentí cómo se rompían los cartílagos. Vomitó sangre con una súbita exhalación de dolor y me retiré de un salto, cambié mi agarre y lancé el otro extremo de la vara contra su cráneo. Se desplomó y me di la vuelta para adentrarme corriendo en la arboleda.

Los rugidos y gruñidos de esfuerzo me condujeron hasta ellos. Ojos de Noche aullaba, con la pata izquierda recogida contra el pecho. La sangre se apelmazaba sobre su hombro izquierdo, y se condensaba como joyas rojas en su pelaje a lo largo de todo su flanco. Se había refugiado en un denso macizo de zarzas enmarañadas. Las fieras espinas y los impracticables estolones donde había elegido guarecerse se cerraban ahora a su alrededor y le cortaban la huida. Se había hundido en el zarzal todo lo posible mientras procuraba evitar el filo de la espada, y podía sentir el daño que había sufrido en los pies. Las espinas que laceraban a Ojos de Noche mantenían a raya a su agresor, y los tallos del arbusto absorbían muchas de las estocadas mientras el hombre pugnaba por abrirse paso entre ellos para llegar hasta el lobo.

Al verme, Ojos de Noche reunió su coraje y se giró de pronto para encararse con su asaltante y lanzarle una salvaje retahíla de gruñidos. El forjado levantó su arma para descargar un golpe con el que empalaría a mi lobo. El extremo de mi bastón no tenía punta, pero con un grito inarticulado de furia lo clavé en la espalda del hombre con tal brutalidad que le traspasó la carne hasta alojarse entre sus pulmones. Bramó una rociada de gotas teñidas de rojo y rabia. Intentó girarse para encararse conmigo, pero yo no había soltado el cayado. Cargué mi peso sobre él, obligándolo a hundirse en el dédalo de espinas. Sus manos extendidas no encontraron más asidero que las desgarradoras zarzas. Lo inmovilicé en medio de los tallos truncados apoyando todo mi peso sobre el bastón y Ojos de Moche, envalentonado, saltó sobre su espalda. Las fauces del lobo se cerraron en torno a la musculosa nuca del hombre y la desgarraron hasta que ambos estuvimos cubiertos de sangre. Los gritos estrangulados del forjado remitieron gradualmente hasta convertirse en pasivos gorjeos.

Me había olvidado por completo de los músicos hasta que un ronco grito de angustia me los recordó. Me agaché, me hice con la espada que había soltado el forjado y volví corriendo a la carretera, dejando que Ojos de Noche se dejara caer exhausto y empezara a lamerse el hombro. Cuando salí de la arboleda, presencié un espectáculo horripilante. El forjado se había abalanzado sobre una Miel que se debatía enloquecida y le estaba arrancando la ropa. Trina estaba arrodillada en el polvoriento camino, sujetándose el brazo y chillando sin voz. Josh, desgreñado y cubierto de suciedad, se había puesto de pie y, sin su bastón, caminaba a tientas guiándose por los gritos de Miel.

Estuve entre ellos en un momento. Propiné una patada al hombre para apartarlo de Miel, antes de clavarle la espada con la ayuda de las dos manos. Forcejeó salvajemente, lanzándome patadas y arañazos, pero me apoyé en la hoja, hundiéndola en su pecho. Al debatirse contra el metal que lo inmovilizaba sólo conseguía agrandar su herida. Su boca me maldijo con gritos inarticulados y luego con jadeos que proyectaban gotas de sangre a cada exhalación. Sus manos me agarraron la pantorrilla derecha e intentó desequilibrarme. Me limité a cargar más peso sobre la espada. Ansiaba desclavarla y matarlo deprisa, pero era tan fuerte que no me atrevía a soltarlo. Fue Miel la que lo remató finalmente, hundiendo el extremo de su cayado en el centro de su cara con un arco aplastante. La súbita lasitud del hombre fue una bendición para mí tanto como para él. Encontré las fuerzas necesarias para liberar la espada y retrocedí dando tumbos para sentarme de golpe en el suelo.

Mi visión se nublaba y aclaraba de forma intermitente. Los aullidos de dolor de Trina podrían haber sido los gritos distantes de las gaviotas. De pronto había demasiado de todo y yo estaba en todas partes. En el bosque, me lamía el hombro, apartando denso pelaje con mi lengua, tanteando cuidadosamente el tajo mientras lo embadurnaba de saliva. Pero también estaba sentado al sol en la carretera, oliendo a polvo, sangre y excrementos cuando se relajaron las entrañas del cadáver. Sentía cada golpe que había dado y recibido, el agotamiento además del dolor provocado por el impacto de la maza. El salvajismo con que había matado tenía ahora una connotación distinta para mí. Sabía lo que era sentir la clase de dolor que yo había infligido. Sabía lo que habían sentido, abatidos y debatiéndose contra toda esperanza, con la muerte como única escapatoria al dolor. Mi mente vibraba entre los extremos del verdugo y el ejecutado. Yo era los dos.

Y estaba solo. Más solo de lo que había estado en mi vida. Siempre antes, en ocasiones así, había alguien a mi lado. Compañeros de tripulación al final de la batalla, o Burrich para curarme y llevarme a casa, y un hogar aguardándome, con Paciencia para regañarme, o Chade y Veraz para recriminarme que no hubiera tenido más cuidado. Molly, a la hora del silencio y la oscuridad, para acariciarme con dulzura. Esta vez la contienda había acabado, y yo estaba vivo, pero no le importaba a nadie salvo al lobo. Lo quería, pero de pronto supe que también añoraba el contacto humano. La separación de las personas que se habían preocupado por mí era más de lo que podía soportar. Si hubiera sido un lobo realmente, habría elevado mi hocico al cielo y habría aullado. Así las cosas, sondeé, de un modo que no alcanzo a describir. No con la Maña, ni con la Habilidad, sino con una mezcla blasfema de ambas, un sondeo desesperado en busca de alguien, en algún lugar, al que pudiera importarle saber que yo seguía con vida.

Sentí algo, casi. ¿Levantó Burrich, quizás, la cabeza y miró a su alrededor en el campo que estaba sembrando, olió por un instante a sangre y polvo en lugar de la fértil tierra que estaba arando para sus cultivos? ¿Se enderezó Molly sobre la ropa que estaba lavando, apoyó las manos en sus riñones y miró en rededor, preguntándose el porqué de esa extraña punzada de desolación? ¿Irrité la fatigada conciencia de Veraz, distraje a Paciencia por un momento para que dejara de ordenar sus hierbas sobre las bandejas de secado, frunció Chade el ceño mientras soltaba algún pergamino? Como una polilla batiendo las alas contra una ventana, me estrellé contra sus conciencias. Ansiaba sentir el afecto que antes daba por sentado. Casi, pensé, llegué hasta ellos, sólo para replegarme exhausto en mi ser, sentado en el polvo de la carretera, con la sangre de tres hombres formando un charco a mi alrededor.

Alguien me lanzó tierra de un puntapié.

Levanté la cabeza. Al principio Miel era una silueta oscura contra el sol poniente. Entonces parpadeé y vi el asco y la furia que reflejaba su rostro. Tenía la ropa desgarrada, el cabello enmarañado alrededor de la cara.

—¡Te fuiste corriendo! —me acusó. Sentí cuánto despreciaba mi cobardía—. Te fuiste corriendo y dejaste que le rompiera el brazo a Trina, que tumbara a mi padre y que intentara violarme. ¿Qué clase de hombre eres tú? ¿Qué clase de hombre es capaz de hacer algo así?

Había mil respuestas a esa pregunta, y ninguna. El vacío de mi interior me garantizaba que no resolvería nada hablando con ella. En vez de eso me puse de pie. Se quedó mirándome fijamente mientras yo recorría la carretera hasta el lugar donde había soltado mi hato. Parecía que hubieran transcurrido horas desde que lo apartara de mí de una patada. Lo recogí y lo llevé hasta donde Josh se había sentado en el polvo, junto a Trina, para intentar consolarla. Miel, pragmática, había abierto sus fardos. El arpa de Josh era un amasijo de astillas y cuerdas. Trina no volvería a tocar la flauta hasta que se le curara el brazo, dentro de varias semanas. Ésa era la situación, e hice lo que pude para remediarla.

Lo que no era nada, salvo encender un fuego a un lado de la carretera, y traer agua del río y ponerla a hervir. Seleccioné las hierbas que calmarían a Trina y mitigarían el dolor de su brazo. Encontré palos secos y los descortecé para hacer unas tablillas. ¿Y en lo alto de la colina, en el bosque, a mi espalda? Duele, hermano, pero no es profunda. Aunque se abre cuando intento caminar. Y las espinas. Estoy más lleno de espinas que de moscas un pedazo de carroña.

Iré enseguida y te las quitaré todas.

No. Puedo apañármelas solo. Ocúpate de los otros. Hizo una pausa. Hermano. Tendríamos que habernos marchado.

Lo sé.

¿Por qué era tan difícil acercarse a Miel y preguntarle amablemente si tenía un trozo de tela con el que sujetar las tablillas al brazo de Trina? No se dignó replicarme, pero el ciego Josh me entregó sin decir palabra la suave tela que antes envolvía su arpa. Miel me menospreciaba, Josh parecía conmocionado y Trina estaba tan inmersa en su dolor que apenas si reparaba en mí. Pero de alguna manera conseguí que se arrimaran al fuego. Conduje allí a Trina, rodeándola con un brazo y sujetándole el brazo lastimado con mi mano libre. Hice que se sentaran y le di a ella primero el té que había preparado. Hablé más para el arpista Josh que para ella cuando dije:

—Puedo enderezar el hueso, y entablillarlo. Lo he hecho antes con hombres heridos en combate. Pero no soy curandero. Cuando lleguemos a la próxima ciudad, habrá que curarlo de nuevo.

Asintió despacio. Ambos sabíamos que no teníamos otra alternativa. De modo que me arrodillé junto a Trina y la agarré por los hombros, y Miel le sujetó el brazo con firmeza. Apreté los dientes anticipando el dolor que iba a sentir la muchacha y tiré con fuerza de su brazo para enderezarlo. Chilló, naturalmente, pues no había té que pudiera mitigar por completo ese dolor. Pero también se esforzó por no debatirse. Las lágrimas le bañaron las mejillas y su respiración se tornó entrecortada mientras le entablillaba y vendaba el brazo. Le enseñé a llevarlo recogido parcialmente dentro de su chaleco para soportar el peso e inmovilizarlo lo más posible. Luego le di otra taza de té y me acerqué a Josh.

Había recibido un golpe en la cabeza que lo había aturdido por un momento, pero no había perdido el sentido. Había hinchazón, y se encogió al tocar el bulto, pero la carne no se había abierto. Lo lavé con agua fría y le dije que el té podía aliviarlo también a él. Me dio las gracias y, no sé por qué, me sentí avergonzado por ello. Volví la cabeza hacia Miel, que me observaba con ojos felinos al otro lado de la fogata.

—¿Estás herida? —musité.

—En la espinilla tengo un bulto del tamaño de una ciruela donde me golpeó. Y me dejó marcas de garras en el cuello y el pecho intentando sujetarme. Pero puedo ocuparme de mis heridas yo sola, gracias de todos modos… Mazurco. A ti te debo el que siga con vida.

—Miel —advirtió Josh con voz peligrosamente ronca, en la que había tanta rabia como cansancio.

—Se fue corriendo, padre. Mató a su hombre y luego huyó. Si nos hubiera ayudado entonces, nada de esto habría ocurrido. Trina tendría el brazo sano y tu arpa seguiría estando entera. Se fue corriendo.

—Pero regresó. No queramos imaginar lo que hubiera pasado si no. Habremos sufrido heridas, pero todavía puedes darle las gracias por estar viva.

—No tengo que darle las gracias por nada —repuso ella con aspereza—. Un poco de coraje y podría haber salvado nuestro sustento. ¿Qué nos queda ahora? Un arpista sin arpa y una flautista incapaz de levantar el brazo para sostener su instrumento.

Me levanté y me alejé de ellos. De pronto estaba demasiado cansado para seguir escuchándolos, y demasiado desanimado para excusar mis acciones. En vez de eso arrastré los dos cadáveres de la carretera hasta el césped de la ribera. A la luz del ocaso, me adentré de nuevo en la arboleda y busqué a Ojos de Noche. Ya se había ocupado de sus heridas mejor de lo que podría haberlo hecho yo. Pasé los dedos por su pelaje, desenredando espinas y trozos de zarza. Me quedé un momento sentado a su lado. Se echó y apoyó la cabeza en mi rodilla, y le rasqué las orejas. Ésa era toda la comunicación que necesitábamos. Luego me levanté, encontré el tercer cuerpo, lo agarré por los hombros y lo saqué del bosque para dejarlo con los otros dos. Sin remordimiento alguno, les registré los bolsillos y bolsas. Dos de ellos llevaban encima apenas un puñado de monedas, pero el de la espada guardaba doce piezas de plata en su bolsa. La cogí y metí dentro las demás monedas. Me apropié también de su desgastado cinturón y de la vaina de su espada, que fui a recoger a la carretera. Después me mantuve atareado hasta que se hizo de noche recogiendo piedras del río y apilándolas alrededor y encima de los cadáveres. Cuando terminé, me acerqué a la orilla, me lavé las manos y los brazos, y me remojé la cara. Me quité la camisa y escurrí la sangre que la empapaba, antes de ponérmela de nuevo fría y húmeda. Por un momento el frescor aplacó el dolor de mis heridas; después se me empezaron a agarrotar los músculos a causa del frío.

Regresé a la fogata que iluminaba ahora los rostros de las personas sentadas a su alrededor. Cuando llegué, tomé la mano de Josh y le entregué la bolsa.

—Quizá os sirva de algo hasta que puedas sustituir tu arpa —le dije.

—¿Dinero de los difuntos para acallar tu conciencia? —se burló Miel.

Eso acabó con los últimos resquicios de mi paciencia.

—Imagínate que sobrevivieron, pues la ley de Gama estipula que tendrían que compensaros al menos pagando una multa —sugerí—. Y si tampoco eso te satisface, por mí puedes tirar las monedas al río.

La ignoré con más ahínco que ella a mí. Pese a mis magulladuras y punzadas de dolor, desabroché el cinturón. Ojos de Noche tenía razón; el espadachín era mucho más corpulento que yo. Apoyé el cuero en un trozo de madera y practiqué un nuevo agujero en la correa con mi cuchillo. Hecho eso, me levanté y me lo ceñí a la cintura. Era reconfortante volver a sentir el peso de una espada en la cadera. Desenvainé la hoja y la examiné a la luz de la lumbre. No era excepcional, pero sí práctica y resistente.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Trina.

Le temblaba un poco la voz.

—Se la quité al tercer hombre, en el bosque —respondí, sucinto.

Volví a guardar el arma.

—¿Qué es? —quiso saber el arpista Josh.

—Una espada —dijo Trina.

Josh volvió hacia mí sus ojos encapotados.

—¿Había otro hombre en el bosque, con una espada?

—Sí.

—¿Y tú se la arrebataste y lo mataste?

—Sí.

Resopló suavemente y sacudió la cabeza para sí.

—Cuando nos dimos la mano, noté enseguida que la tuya no era una mano de escribano. Ninguna pluma deja callos como los tuyos, ni fortalece el antebrazo de esa manera. Lo ves, Miel, no huía. Sólo fue a…

—Si hubiera matado antes al hombre que nos estaba atacando, habría sido mejor —se empecinó la joven.

Deshice mi hato y desenrollé mi manta. Me tumbé en ella. Tenía hambre, pero no podía hacer nada al respecto. Sí podía remediar el cansancio que sentía.

—¿Te vas a dormir? —preguntó Trina.

Su semblante reflejaba tanta alarma como era capaz de sentir en su estado sedado.

—Sí.

—¿Y si vienen más forjados? —inquirió.

—Que los mate Miel, en el orden que le dé la gana —sugerí con acritud.

Me revolví en la manta hasta tener la espada libre y a mano, y cerré los ojos. Oí que Miel se levantaba despacio y organizaba el lecho de los demás.

—¿Mazurco? —preguntó Josh en voz baja—. ¿Te has quedado con alguna moneda?

—No creo que vuelva a necesitar el dinero —respondí con suavidad.

No le expliqué que esperaba no tener que volver a relacionarme demasiado con la gente. No quería volver a darle explicaciones a nadie nunca más. Me daba igual si me entendían o no.

Cerré los ojos y sondeé hasta rozar a Ojos de Noche. Al igual que yo, tenía hambre pero había decidido descansar. Mañana por la noche seré libre para cazar contigo de nuevo, le prometí. Suspiró satisfecho. No estaba tan lejos. Mi fuego era una chispa entre los árboles por debajo de él. Apoyó el hocico entre las patas.

Estaba más agotado de lo que pensaba. Mis pensamientos iban a la deriva, borrosos. Me olvidé de todo y floté libremente, lejos de los dolores que atormentaban mi cuerpo. Molly, pensé con anhelo. Molly. Pero no la encontré. En alguna parte Burrich dormía en un catre delante de una chimenea. Lo vi, y fue casi como si lo estuviera habilitando pero no pudiera enfocar la vista. La luz del fuego iluminaba sus rasgos; estaba más delgado, y moreno tras horas de labor en el campo. Me alejé de él girando lentamente. La Habilidad chapaleaba a mi alrededor, pero no podía controlarla.

Cuando mis sueños acariciaron a Paciencia, me sorprendió encontrarla en un aposento privado con lord Refuljo. Éste parecía un animal acorralado. Junto a él había una joven vestida con un camisón primoroso, a todas luces tan sobresaltada como él por la intromisión de Paciencia. Ésta esgrimía un mapa, y estaba hablando mientras apartaba una bandeja con pasteles y vino para desenrollarlo encima de la mesa. «No me parecéis cobarde ni idiota, lord Refuljo. Así que debo suponeros meramente ignorante. Es mi intención que vuestra educación no se siga descuidando por más tiempo. Como os demostrará este mapa del difunto príncipe Veraz, si no hacéis algo pronto, toda la costa de Gama estará a merced de los Corsarios de la Vela Roja. Y sabed que no conocen la piedad». Levantó sus penetrantes ojos de avellana y lo miró como me había mirado a mí tantas veces cuando esperaba ser obedecida. Casi sentí pena por él. Perdí mi débil presa sobre la escena. Como una hoja al viento, me alejé de ellos.

No supe a continuación si subía o bajaba, sólo que sentía que lo único que me unía a mi cuerpo era un hilo muy fino. Giré y rodé en una corriente que me arrastraba, incitándome a dejarme llevar. En alguna parte, un lobo aulló con ansiedad. Unos dedos espectrales me tantearon como si reclamaran mi atención.

Traspié. Ten cuidado. Vuelve.

Veraz. Pero su Habilidad tenía tanta fuerza como un soplo de aire, pese al esfuerzo que sabía que le costaba. Había algo entre nosotros, una niebla helada, tersa pero resistente, entramada como un zarzal. Intenté preocuparme, intenté encontrar el miedo necesario para enviarme corriendo de regreso a mi cuerpo. Pero era como estar atrapado en un sueño e intentar despertar. No lograba encontrar la manera de liberarme. No lograba encontrar la voluntad necesaria para intentarlo.

Una vaharada de magia animal en el aire, y mira lo que me encuentro. Will se aferró a mí como un gato, me atrajo hacia sí. Hola, bastardo. Su honda satisfacción reanimó hasta el último ápice de mi temor. Podía sentir su sonrisa sardónica. Pero si no ha muerto ninguno, ni el bastardo con su magia perversa, ni Veraz el usurpador. Tsk, tsk. Menuda contrariedad para Regio cuando descubra que no tuvo tanto éxito como pensaba. Esta vez, sin embargo, me cercioraré de enmendar las cosas. A mi manera. Sentí un tanteo insidioso de mis defensas, más íntimo que un beso. Como si acariciara la piel de una prostituta, me palpó en busca de puntos débiles. Me acobardé como un conejo en su presa, aguardando tan sólo la torsión y el tirón que acabarían con mi vida. Percibí cuánto había ganado en fuerza y malicia.

Veraz, hipé, pero mi rey no podía escucharme ni responder.

Me sopesó en su presa. ¿De qué te sirve esta fuerza que nunca has aprendido a dominar? De nada. Pero a mí, ah, a mí me dará alas y garras. Tú me harás lo bastante fuerte para encontrar a Veraz, no importa dónde se esconda.

La fuerza me abandonaba de pronto como el agua un odre agujereado. No sabía cómo había burlado mis defensas, ni conocía la manera de detenerlo. Arrimó mi mente a la suya con glotonería y sorbió. Así habían asesinado Justin y Serena al rey Artimañas. Se había ido sin más, como una pompa que estalla. No conseguía encontrar la voluntad ni la fuerza necesarias para debatirme mientras Will derribaba todos los muros que nos separaban. Sus pensamientos alienígenas ejercían presión dentro de mi mente mientras desentrañaba mis secretos, al tiempo que me privaba de sustancia.

Pero en mi interior lo esperaba un lobo. ¡Hermano!, exclamó Ojos de Noche, y se abalanzó sobre él con uñas y dientes. En algún lugar, en la lejanía, Will profirió un alarido de espanto y desesperación. Por fuerte que fuese con la Habilidad, desconocía la Maña. Estaba tan indefenso ante el ataque de Ojos de Noche como yo ante el suyo. En cierta ocasión, cuando Justin me agredió con la Habilidad, Ojos de Noche había respondido. Vi cómo Justin se desplomaba como si el lobo se estuviera ensañando físicamente con él. Había perdido toda su concentración y el control sobre su Habilidad y yo pude escapar de él. No podía ver lo que ocurría con Will, pero sentí las fauces de Ojos de Noche al cerrarse. Me apabulló la fuerza del horror de Will. Huyó, rompiendo el enlace de la Habilidad que nos unía tan bruscamente que por un instante no estuve seguro de mi identidad. Entonces regresé, completamente despierto, a mi cuerpo.

Me senté en la manta, con la espalda empapada de sudor, y levanté a mi alrededor todas las murallas que recordaba cómo erigir.

—¿Mazurco? —preguntó Josh alarmado, y lo vi sentarse aún somnoliento.

Miel me observaba fijamente desde su manta, donde montaba guardia. Reprimí un sollozo atragantado.

—Una pesadilla —conseguí balbucir—. Sólo era una pesadilla.

Me incorporé tembloroso, horrorizado por lo débil que estaba. El mundo daba vueltas a mi alrededor. Apenas si podía tenerme en pie. El miedo a mi debilidad me espoleó. Cogí mi pequeño cazo y me encaminé hacia el río. Té de corteza feérica, me prometí, y esperaba que fuese lo bastante potente. Di un amplio rodeo a las piedras amontonadas que cubrían los cadáveres de los forjados. Antes de llegar a la orilla del río tuve a Ojos de Noche a mi lado, renqueando a tres patas. Solté el cazo y me arrodillé junto a él. Lo rodeé con los brazos, con cuidado de esquivar el corte que tenía en el hombro, y enterré el rostro en su pelaje.

Estaba muy asustado. Casi me muero.

Ahora entiendo por qué tenemos que matarlos a todos, dijo con calma. Si no lo hacemos, nunca nos dejarán en paz. Debemos seguir el rastro hasta su guarida y exterminarlos.

Era el único consuelo que me podía ofrecer.