4

La Carretera del Río

Gama, el más antiguo de los Seis Ducados, tiene una costa que se extiende desde el pie de los Altibajos hacia el sur hasta comprender la desembocadura del río Alce y la Bahía de Gama. La Isla de los Antílopes se incluye en el ducado de Gama. La riqueza de Gama gira en torno a dos ejes: la pesca abundante de la que siempre han disfrutado los habitantes de la costa, y el comercio creado vía el río Alce para abastecer a los ducados terrales de cuanto carecen. Es éste un río amplio que discurre mansamente sobre su lecho e inunda a menudo las tierras bajas de Gama en primavera. La corriente es tal que siempre permanece abierto un canal libre de hielo en el río durante todo el año, con la excepción de los cuatro inviernos más crudos de la historia de Gama. No sólo la mercancía de Gama viaja río arriba hasta los ducados terrales, también bienes de los ducados de Garrón y Torote, por no mencionar los artículos más exóticos procedentes de los Estados de Chalaza y los de los Comercios del Mitonar. Por el río baja todo cuanto tienen que ofrecer los ducados terrales, además de las exquisitas pieles y ámbares con que comercia el Reino de las Montañas.

Me desperté cuando Ojos de Noche acercó su fría nariz a mi mejilla. Ni siquiera así desperté de golpe, sino que reconocí mi entorno poco a poco y aturdido. Me dolía la cabeza y sentía el rostro apelmazado. La botella vacía de vino de saúco se alejó rodando de mí cuando me senté en el suelo.

Duermes demasiado profundamente. ¿Estás enfermo?

No. Es que soy estúpido.

Eso nunca hizo que durmieras tan profundamente en el pasado.

Volvió a empujarme con el hocico y lo aparté de un empujón. Cerré los ojos con fuerza un momento, antes de abrirlos de nuevo. No había mejorado nada. Eché otro puñado de astillas a los rescoldos del fuego de la noche anterior.

—¿Es de día? —pregunté, adormilado, en voz alta.

La luz está empezando a cambiar. Deberíamos volver a la madriguera de conejo.

Ve tú delante. No tengo hambre.

Muy bien. Iba a marcharse, pero se detuvo al llegar a la puerta abierta. Me parece que dormir encerrado no te sienta bien. Luego desapareció, una mancha gris que se alejaba del umbral. Lentamente me tumbé otra vez y cerré los ojos. Dormiría sólo un poquito más.

Cuando desperté de nuevo, la plena luz del día entraba por la puerta abierta. Un breve sondeo con la Maña me bastó para encontrar a un lobo saciado sesteando a la sombra jaspeada, entre dos grandes raíces de roble. Los días de sol radiante no eran del gusto de Ojos de Noche. Hoy estaba de acuerdo con él, pero me obligué a recordar mi determinación del día anterior. Me dispuse a ordenar la cabaña. Se me ocurrió entonces que posiblemente jamás volvería a ver ese lugar. Por costumbre terminé de barrer de todos modos. Quité las cenizas de la chimenea y dejé una nueva brazada de leña. Si pasaba alguien por allí y necesitaba refugio, lo encontraría todo dispuesto. Reuní mis ropas, ya secas, y dejé encima de la mesa todo lo que iba a llevarme. Era patéticamente poco si uno pensaba que aquello resumía la totalidad de mis pertenencias. Cuando consideraba que tendría que cargarlo todo a mi espalda, parecía exageradamente mucho. Bajé al arroyo para beber y asearme antes de intentar confeccionar un hato transportable.

Mientras regresaba del arroyo, me pregunté cuánto le costaría a Ojos de Noche el tener que viajar de día. No sé cómo se me habían caído mis pantalones de repuesto en el umbral. Me agaché y los cogí al tiempo que entraba, y los tiré encima de la mesa. Comprendí entonces que no estaba solo.

La ropa tirada en el umbral tendría que haberme alertado, pero me había vuelto descuidado. Hacía demasiado tiempo que no me sentía amenazado. Había empezado a confiar por completo en mi sentido de la Maña para percibir la proximidad de otros. Ni la Maña ni la Habilidad podían alertarme de la presencia de aquéllos. Eran dos, ambos jóvenes, y forjados hacía no mucho tiempo a juzgar por su aspecto. Su atuendo estaba casi intacto y, si bien se veían sucios, no mostraban la mugre incrustada y el cabello apelmazado que había aprendido a asociar con los forjados.

Cuando me había enfrentado a algún forjado era casi siempre invierno y estaba debilitado por las privaciones. Uno de mis deberes como asesino del rey Artimañas había consistido en mantener los alrededores de Torre del Alce libres de ellos. Nunca habíamos descubierto qué magia empleaban los Corsarios de la Vela Roja con nuestra gente para quitárselos a sus familias y devolverlos horas después como brutos faltos de emociones. Sólo sabíamos que la única cura era una muerte piadosa. Los forjados eran el peor de los horrores con que nos acosaban los corsarios. Dejaban que fueran nuestros vecinos quienes nos atacaran mucho después de que se hubieran alejado sus barcos. ¿Qué era peor: enfrentarte a tu hermano, sabiendo que ahora el robo, el asesinato y la violación eran perfectamente aceptables para él con tal de obtener lo que quisiera? ¿O desenfundar tu cuchillo y partir en su búsqueda para matarlo?

Había interrumpido a la pareja mientras revolvían mis pertenencias. Se alimentaban con las manos llenas de carne seca, sin dejar de vigilarse atentamente. Aunque es posible que los forjados viajen en grupo, no profesan lealtad absolutamente a nadie. Quizá la compañía de otros humanos fuese sólo una costumbre. Los había visto pelear salvajemente entre sí para disputarse el derecho sobre cualquier botín, o por el mero hecho de estar lo bastante hambrientos. Pero ahora volvieron el rostro hacia mí, cavilosos. Me quedé congelado en el sitio. Por un momento, nadie se movió.

Tenían la comida y todas mis pertenencias. No tenían ningún motivo para asaltarme, siempre y cuando yo no los desafiara. Retrocedí hacia la puerta con pasos lentos y cuidadosos, manteniendo las manos bajas y quietas. Como si me hubiera tropezado con un oso junto a su presa, evité mirarlos directamente mientras salía con sigilo de su territorio. Ya casi había alcanzado la puerta cuando uno de ellos me señaló con una mano tiznada de mugre.

—¡Sueña demasiado fuerte! —declaró con rabia.

Los dos soltaron su botín y se abalanzaron sobre mí.

Giré en redondo y corrí para estrellarme de bruces con uno que acababa de trasponer el umbral. Me rodeó con los brazos casi por reflejo. No vacilé. Podía alcanzar el cuchillo de mi cinto y eso hice, para luego atravesarle el vientre un par de veces antes de que me soltara. Se ovilló con un rugido de dolor mientras lo empujaba a un lado.

¡Hermano!, sentí, y supe que Ojos de Noche venía, pero estaba demasiado lejos, en lo alto de la loma. Un hombre me golpeó sólidamente por la espalda y me desplomé. Rodé en su presa, chillando con ronco terror cuando súbitamente despertó en mí hasta el último recuerdo abrasador de la mazmorra de Regio. El pánico recorrió mi cuerpo como un veneno veloz. Me sumergí en la pesadilla. Estaba demasiado aterrado para moverme. Mi corazón martilleaba, no podía tomar aliento, tenía las manos entumecidas, no sabía si empuñaba aún mi cuchillo. Su mano tocó mi garganta. Me debatí desesperadamente, pensando sólo en escapar, en eludir aquel roce. Su compañero me salvó, con una patada salvaje que me magulló el costado mientras pataleaba y conectaba un sólido porrazo en las costillas del hombre que tenía encima. Lo oí boquear sin aire y bastó un violento empujón para librarme de él. Me aparté rodando, me puse de pie y huí.

Corría impulsado por un miedo tan intenso que me impedía pensar. Oía a un hombre cerca a mi espalda, y me parecía oír al otro detrás de él. Pero ahora conocía aquellas colinas y pastos tan bien como mi lobo. Los conduje pendiente arriba por la cuesta empinada que había detrás de la cabaña y, antes de que la coronaran, cambié de dirección y me tiré al suelo. Se había caído un roble durante las últimas tormentas fuertes del invierno, derribando otros árboles más pequeños con él. Componía un fino entramado de troncos y ramas, y permitía el paso de una amplia franja de luz en el bosque. Las zarzas habían brotado con decisión y cubrían ahora al gigante abatido. Me tendí en la tierra detrás de él. Me arrastré sobre mi estómago entre los tallos más espinosos de las zarzas para adentrarme en la oscuridad bajo el tronco del roble, y allí me quedé completamente inmóvil.

Oí sus gritos airados mientras me buscaban. Llevado por el pánico, levanté mis defensas mentales. «Sueña demasiado fuerte», me había acusado el forjado. Bueno, Chade y Veraz sospechaban que habilitar atraía a los forjados. Quizá la agudeza de sensación que exigía y la propagación de esa sensación con la Habilidad tocaba algo en ellos y les recordaba todo lo que habían perdido.

¿Y los instigaba a matar a quienquiera que pudiera sentir todavía? Tal vez.

¿Hermano?

Era Ojos de Noche, amortiguado de alguna forma, o a una gran distancia. Me atreví a abrirme un poco a él.

Estoy bien. ¿Dónde estás?

Justo aquí. Oí un roce y de pronto estaba allí, gateando hacia mí. Me tocó la mejilla con la nariz. ¿Estás herido?

No. Salí corriendo.

Sabia decisión, observó, y pude sentir que lo decía en serio.

Pero también sentía que estaba sorprendido. Nunca me había visto huir de los forjados. En el pasado siempre plantaba cara y peleaba, y él había plantado cara y peleado junto a mí. Bueno, en esas ocasiones yo solía estar bien armado y alimentado, y ellos famélicos y ateridos. Tres contra uno cuando sólo se tiene un cuchillo por toda arma era una proporción negativa, aunque supieras que vendría un lobo en tu auxilio. No había nada de cobardía en ello. Cualquiera hubiese hecho lo mismo. Me repetí varias veces ese pensamiento.

Está bien, me tranquilizó. Luego añadió: ¿No quieres salir?

Dentro de un rato. Cuando se hayan ido, chisté.

Se han ido hace un buen rato, comentó. Se fueron cuando el sol seguía alto.

Sólo quiero estar seguro.

Yo estoy seguro. Vi cómo se iban, los seguí. Sal, hermanito.

Dejé que me convenciera para salir de las zarzas. Cuando emergí descubrí que el sol estaba a punto de ponerse. ¿Cuántas horas había pasado ahí escondido, con los sentidos amortiguados, como un caracol refugiado en su cascara? Me sacudí la tierra de la pechera de mi camisa, antes limpia. También había sangre, la sangre del joven del umbral. Tendría que volver a lavar mi ropa, pensé con embotamiento. Por un momento pensé en acarrear el agua y calentarla, en frotar la sangre, y entonces supe que no podía regresar a la cabaña y quedarme atrapado en ella de nuevo.

Pero mis escasas pertenencias estaban allí. O las que hubieran dejado los forjados.

Cuando salió la luna había reunido el coraje suficiente para acercarme a la cabaña. Era una luna llena espléndida que iluminaba la amplia pradera delante del edificio. Me quedé un rato agazapado en la loma, escudriñando y buscando cualquier sombra que se pudiera mover. Había un hombre tendido entre las hierbas altas cerca de la puerta de la cabaña. Lo observé durante mucho tiempo, a la espera de que se moviera.

Está muerto. Utiliza tu olfato, me recomendó Ojos de Noche.

Ése debía de ser el que me había encontrado al salir por la puerta. Mi cuchillo debía de haber encontrado algún punto vital; no había llegado muy lejos. Aun así, lo vigilé en la penumbra con la misma atención que si fuera un oso herido. Pero pronto percibí el hedor dulzón de un cadáver dejado al sol durante todo un día. Yacía de bruces en la tierra. No le di la vuelta, sino que describí un amplio círculo a su alrededor.

Me asomé a la ventana de la cabaña, estudiando la inerte oscuridad del interior durante varios minutos.

Dentro no hay nadie, me recordó Ojos de Noche con impaciencia.

¿Estás seguro?

Tan seguro como que tengo el olfato de un lobo y no una pelota de carne inútil bajo los ojos. Hermano…

Dejó el pensamiento inacabado, pero percibí la ansiedad inexpresada que sentía por mí. Yo la compartía. Una parte de mí sabía que había poco que temer, que los forjados se habían llevado lo que querían y habían continuado su camino. Otra parte de mí no podía olvidar el peso de aquel hombre sobre mí, la fuerza acariciadora de aquella patada. Había estado atrapado de aquella manera contra el suelo de piedra de una mazmorra y me habían golpeado, con puños y botas, hasta que fui incapaz de hacer nada. Ahora que había recuperado ese recuerdo, me pregunté cómo podría vivir con él.

Entré, al cabo, en la cabaña. Incluso me obligué a encender una luz, una vez mis manos encontraron a tientas el pedernal. Me temblaban las manos mientras reunía apresuradamente lo que me habían dejado y lo guardaba todo en mi capa. La puerta abierta a mi espalda era un amenazador vacío negro por el que podrían llegar de un momento a otro. Pero si la cerraba, estaría atrapado en el interior. Ni siquiera el hecho de que Ojos de Noche estuviera montando guardia en el umbral conseguía tranquilizarme.

Se habían llevado únicamente aquello que podían utilizar de inmediato. Los forjados no planeaban nada más allá del momento inmediato. Toda la carne seca había sido devorada o tirada al suelo. No quería nada de lo que hubieran tocado. Habían abierto mi estuche de escribano, pero perdieron el interés cuando no encontraron nada que comer en su interior. Seguramente habían asumido que mi cajita de venenos y hierbas contenía mis frascos de tintas de colores. No la habían manipulado. De mi ropa, sólo se habían llevado la camisa, y no tenía ningún interés en recuperarla. De todos modos estaba agujereada a la altura del vientre. Cogí lo que quedaba y me fui. Crucé el prado y subí a lo alto de la loma, desde donde se gozaba de una vista en todas direcciones. Allí me senté y, con manos trémulas, empaqueté lo que me quedaba para el viaje. Utilicé mi capa de invierno para envolverlo todo y amarré el hato fuertemente con correas de cuero. Otra tira me sirvió para colgármelo al hombro. Cuando hubiera más luz, podría ingeniar una forma mejor de transportarlo.

¿Listo? —pregunté a Ojos de Noche.

¿Cazamos ahora?

No. Viajamos. Vacilé. ¿Tienes mucha hambre?

Un poco. ¿Tanta prisa tienes por irte de aquí?

No me hizo falta pensar la respuesta.

Sí. Sí que la tengo.

Entonces no te preocupes. Podemos viajar y cazar.

Asentí y volví el rostro al firmamento nocturno. Encontré la Caña del Timón en el cielo y me orienté con ella.

Por ahí, dije, señalando el extremo más alejado de la colina.

El lobo no respondió, se limitó a incorporarse y trotar decididamente en la dirección que yo había indicado. Lo seguí, con los oídos atentos y todos los sentidos en alerta por si se movía cualquier cosa en la noche. Avanzaba en silencio y nada nos seguía. No me seguía nada en absoluto, salvo mi miedo.

Viajar de noche se convirtió en nuestra costumbre. Planeaba viajar de día y dormir de noche, pero tras la primera noche de trotar por los bosques siguiendo a Ojos de Noche, que tomaba las veredas que por lo general discurrían en la dirección adecuada, decidí que eso era lo mejor. No hubiera podido dormir por las noches, de todos modos. Al principio me costaba incluso dormir durante el día. Buscaba un lugar elevado donde pudiéramos ocultarnos y me tumbaba, convencido de mi agotamiento. Me ovillaba, cerraba los ojos y me quedaba allí tendido, atormentado por la agudeza de mis sentidos. Cualquier sonido, cualquier olor me devolvía a la vigilia y no lograba volver a relajarme hasta comprobar que no había peligro. Después de un tiempo, Ojos de Noche se quejó de mi crispación. Cuando por fin conseguía dormir, era sólo para despertarme estremecido a intervalos, sudoroso y temblando. La falta de sueño diurno dificultaba mi avance por la noche mientras seguía la estela de Ojos de Noche.

Pero esas horas y más horas de insomnio cuando caminaba tras los pasos de Ojos de Noche, con la cabeza asaeteada por el dolor, ésas no eran horas perdidas en balde. En esas horas alimentaba mi odio por Regio y su camarilla. Lo templé hasta volverlo sumamente afilado. Eso era lo que había hecho conmigo. No le bastaba con haberme arrebatado mi vida, mi amor, no era suficiente que debiera evitar a las personas y los lugares que quería, no se conformaba con las cicatrices que lucía y la impredecible temblequera que me asaltaba en ocasiones. No. Me había convertido en eso, en ese conejo asustado y tembloroso. Ni siquiera tenía el coraje necesario para recordar todo lo que me había hecho, pero sabía que en el peor de los momentos esos recuerdos resurgirían y se revelarían para desarmarme. Los recuerdos que no podía conjurar de día acechaban como fragmentos de sonidos, colores y texturas que me atormentaban por la noche. La sensación de mi mejilla contra la fría piedra cubierta por una fina capa de mi sangre cálida. El haz de luz que acompañaba al puñetazo estrellado contra mi sien. Los sonidos guturales de los hombres, los silbidos y gruñidos que salen de ellos mientras ven cómo alguien es apaleado. Ésos eran los filos aserrados que reducían a trizas mis intentos por dormir. Legañoso y estremecido, yacía despierto junto al lobo y pensaba en Regio. Una vez tuve un amor que creí capaz de ayudarme a superarlo todo. Regio me lo había robado. Ahora alimentaba mi odio con la misma intensidad.

Cazamos mientras viajábamos. Mi propósito de cocinar siempre la carne pronto demostró ser fútil. Conseguía encender un fuego a lo sumo una noche de cada tres, y sólo si encontraba un refugio donde no pudiera llamar la atención. Sin embargo, no me permití degenerar en algo inferior a una bestia. Respetaba mi aseo y procuraba cuidar de mi atuendo todo lo que me permitían las exigencias de nuestra agreste vida.

El plan para nuestro viaje era sencillo. Viajaríamos a campo traviesa hasta llegar al río Alce. La carretera del río discurría paralela a él hasta el lago Turia. Mucha gente transitaba esa carretera; sería difícil que no vieran al lobo, pero era la ruta más rápida. Una vez allí, había poca distancia a Puesto Vado siguiendo el río Vin. En Puesto Vado, mataría a Regio.

Ésa era la suma total de mis planes. Me negaba a considerar cómo lograría hacerlo. Me negaba a preocuparme por lo desconocido. Me limitaría a seguir avanzando, un día tras otro, hasta culminar mi objetivo. Eso era lo que me había enseñado ser un lobo.

Conocía la costa tras un verano en el banco de remos del Rurisk, el barco de guerra de Veraz, pero no estaba familiarizado personalmente con las tierras del interior del ducado de Gama. Cierto era que las había atravesado una vez, camino de las montañas, para asistir a la ceremonia de compromiso de Kettricken. Luego había formado parte de la caravana nupcial, bien abastecida y aprovisionada. Pero ahora viajaba solo y a pie, con tiempo para considerar cuanto veía. Atravesábamos un territorio agreste, pero gran parte del mismo había servido antaño de pasto de verano para los rebaños de ovejas, cabras y reses. Una y otra vez cruzamos praderas de altas hierbas que me llegaban al pecho para encontrar cabañas de pastores frías y desiertas desde el otoño pasado. Los rebaños que vimos eran pequeños, lejos del tamaño de los rebaños que recordaba de años anteriores. Vi pocas piaras y bandadas de ocas en comparación con mi primer viaje por aquella zona. A medida que nos acercábamos al río Alce, dejamos atrás campos de cereales sustancialmente más pequeños de lo que recordaba, con generosas porciones de sembrados cedidas a las hierbas silvestres, sin arar siquiera.

Aquello no tenía sentido. Había visto cómo ocurría aquello en la costa, donde los rebaños y los cultivos de los granjeros habían sufrido los repetidos estragos de las incursiones de los corsarios. En los últimos años, todo lo que no sucumbía al fuego o al saqueo de las Velas Rojas era consumido por los impuestos con que se sufragaban los barcos de guerra y los soldados que apenas si podían proteger nada.

Pero río arriba, lejos del alcance de los corsarios, pensaba que Gama sería más próspera. Era desalentador.

Pronto llegamos a la carretera que seguía el río Alce. Había mucho menos tráfico de lo que recordaba, tanto en la carretera como en el río. Las personas que encontramos en el camino se mostraban bruscas y poco amistosas, aunque Ojos de Noche no estuviera a la vista. Me detuve una vez en una alquería para preguntar si podía coger agua fresca de su pozo. Me dieron permiso, pero nadie llamó a los perros que me ladraban mientras llenaba mi odre de agua, y cuando terminé la mujer me dijo que sería mejor que continuara mi camino. Al parecer su actitud estaba extendida entre las gentes de allí.

Y cuanto más avanzaba, más empeoraba la situación. Los viajeros que encontraba en las carreteras no eran comerciantes con carretas ni granjeros que llevaban sus productos al mercado. Eran familias harapientas, a menudo con todas sus posesiones en una o dos carretillas. Los ojos de los adultos eran duros y hostiles, mientras que los de los niños se veían conmocionados y vacíos. Cualquier esperanza que hubiera albergado de encontrar trabajo por el camino no tardó en esfumarse. Quienes conservaban todavía sus hogares y granjas las protegían celosamente. Los perros ladraban en los patios y los labriegos vigilaban sus cultivos al caer la noche. Dejamos atrás varias «ciudades mendigas», racimos de chozas y tiendas improvisadas en la orilla de la carretera. Por la noche, las hogueras ardían con fuerza en ellas y adultos de mirada gélida montaban guardia con cayados y picas. De día, los niños se sentaban en las cunetas y pedían dinero a los transeúntes. Creí comprender por qué las carretas de comerciante que veía estaban tan bien protegidas.

Llevábamos varias noches siguiendo la carretera, atravesando silenciosos como fantasmas varias aldeas pequeñas antes de llegar a una ciudad de cierto tamaño. El alba nos alcanzó cuando nos acercábamos a las afueras. Cuando nos adelantaron unos mercaderes madrugadores con una carreta llena de jaulas de pollos, supimos que era el momento de perderse de vista. Nos dispusimos a pasar las horas del día en una pequeña elevación que nos permitía ver una ciudad construida con terrenos ganados al río. Cuando renuncié a intentar conciliar el sueño, me senté y contemplé el comercio de la carretera a nuestros pies. Había embarcaciones grandes y pequeñas amarradas en los muelles de la ciudad. Ocasionalmente el viento me traía los gritos de las tripulaciones que descargaban los barcos. Una vez oí incluso el fragmento de una canción. Para mi sorpresa, me encontré atraído por mis congéneres. Dejé a Ojos de Noche durmiendo, pero sólo llegué hasta el riachuelo que discurría al pie de la colina. Me dispuse a lavar mi camisa y mis pantalones.

Deberíamos evitar este lugar. Intentarán matarte si vas ahí, intentó prevenirme Ojos de Noche. Estaba sentado en la orilla del arroyo, a mi lado, viendo cómo me aseaba mientras el atardecer ensombrecía el cielo. La camisa y los pantalones ya casi se habían secado. Estaba intentando explicarle por qué quería que me esperara allí mientras yo me acercaba a la posada de la ciudad.

¿Por qué querrían matarme?

Somos extraños, invadimos sus terrenos de caza. ¿Por qué no iban a intentar matarnos?

Los humanos no son así, le expliqué pacientemente.

No. Tienes razón. Seguramente te meterán en una jaula y te apalearán.

No lo harán, insistí con firmeza para ocultar mi temor a que alguien pudiera reconocerme.

Ya lo hicieron una vez, insistió. Nos lo han hecho a los dos. Y eso que era tu propia manada.

No podía negar aquello. De modo que le prometí: Tendré mucho, mucho cuidado. Volveré enseguida. Sólo quiero escuchar su conversación un rato, para descubrir qué ocurre.

¿Qué nos importa lo que les ocurra? Lo que nos ocurre a nosotros es que ni cazamos ni dormimos ni viajamos. No son nuestra manada.

Podría indicarnos qué esperar más adelante en el camino. Podría averiguar si las carreteras están muy transitadas, si hay trabajo para mi durante el día, para poder conseguir unas monedas. Cosas así.

Podríamos proseguir nuestro camino y averiguarlo por nuestra cuenta, señaló testarudamente Ojos de Noche.

Me puse la camisa y los pantalones sobre la piel empapada. Me peiné con los dedos y escurrí el agua de mi cabello. La fuerza de la costumbre me hizo recogérmelo en una coleta de guerrero. Luego me mordí el labio, pensativo. Había planeado presentarme como un escribano itinerante. Deshice la coleta y sacudí la cabeza. Casi todos llevaban el pelo corto, y afeitado desde la frente para que no les molestara en los ojos mientras trabajaban. Bueno, con mi barba desaliñada y el cabello largo, quizá me tomaran por un escribano que hacía tiempo que no trabajaba. No diría mucho en favor de mis habilidades, pero dados los pobres utensilios que tenía, quizá fuera lo mejor.

Me alisé la camisa para ponerme presentable. Me ceñí el cinturón, comprobé que el cuchillo estuviera guardado en su funda, y sopesé el poco peso de mi bolsa. La piedra de pedernal pesaba más que las monedas. Tenía las cuatro piezas de plata de Burrich. Hacía meses no me habría parecido gran cosa. Ahora era todo lo que tenía, y decidí no gastarlo a menos que fuese imprescindible. Lo único de valor que llevaba encima aparte de eso era el pendiente que me había dado Burrich y el alfiler de Artimañas. Mi manó palpó el pendiente de forma inconsciente. Por enojoso que pudiera llegar a ser cuando cazábamos en la espesura, su contacto siempre me tranquilizaba. Lo mismo ocurría con el alfiler prendido en mi camisa.

El alfiler que no estaba allí.

Me quité la camisa y miré el cuello de arriba abajo, y luego el resto de la prenda. Encendí metódicamente una pequeña fogata para conseguir un poco de luz. Después deshice mi hato por completo y lo comprobé todo, no una, sino dos veces, a pesar de que sabía casi con toda seguridad dónde estaba el alfiler. El pequeño rubí rojo engarzado en su nido de plata adornaba el cuello de la camisa del cadáver que yacía delante de la cabaña de los pastores. Estaba casi convencido, y ni así lograba admitirlo. Mientras registraba mis pertenencias, Ojos de Noche caminaba en círculos alrededor del fuego, gañendo levemente agitado por una ansiedad que percibía sin comprenderla.

—¡Chis! —dije irritado, y me obligué a recordar todo lo ocurrido como si fuese a presentar un informe ante Artimañas.

La última vez que recordaba haber visto el alfiler era la noche en que había expulsado a Chade y a Burrich. Lo había desenganchado del cuello de mi camisa y se lo había enseñado a ambos, y luego me había quedado sentado mirándolo. Después había vuelto a ponerlo en su sitio. No recordaba haber vuelto a tocarlo desde entonces. No conseguía recordar haberlo quitado de la camisa cuando la lavé. Supuse que me habría pinchado con él mientras la restregaba si todavía seguía allí. Pero solía sujetar el alfiler en una costura donde se sostendría con más firmeza. Me parecía lo más seguro. No tenía forma de saber si lo había perdido mientras cazaba con el lobo, o si seguía en la camisa que llevaba puesta el difunto. A lo mejor estaba encima de la mesa y alguno de los forjados había cogido el objeto brillante mientras revolvían mis cosas.

Sólo era un alfiler, me recordé. Con insoportable añoranza deseé verlo de repente, prendido del forro de mi capa o perdido en el fondo de mi bota. Con un súbito destello de esperanza, volví a mirar dentro de ambas botas. Seguía sin estar allí. Un simple alfiler, un simple trocito de metal trabajado y una piedra brillante. Una simple insignia que me había dado el rey Artimañas cuando me reclamó, cuando creó un lazo entre nosotros para reemplazar el lazo de sangre que jamás podría ser legítimamente reconocido. Un alfiler nada más, y lo único que me quedaba de mi rey y mi abuelo. Ojos de Noche gañó de nuevo y sentí el impulso irracional de gruñirle. Debió de presentirlo, pero aun así se acercó, levantándome el codo con el hocico y enterrando luego su enorme cabeza gris bajo mi brazo hasta apoyarla en mi pecho, con mi brazo rodeándole los hombros. Irguió el morro de repente, golpeándome dolorosamente en la barbilla. Lo abracé con fuerza y se giró para frotar el cuello contra mi rostro. El gesto de confianza definitivo, de lobo a lobo, descubrir la garganta a las fauces del otro. Transcurrido un momento suspiré, y el dolor que sentía por la pérdida de aquel objeto se redujo.

¿Era sólo una cosa del ayer?, preguntó vacilante Ojos de Noche. ¿Una cosa que ya no está? ¿No es una herida en tu pata, ni un dolor en la barriga?

—Sólo una cosa del ayer —tuve que convenir. Un alfiler entregado a un niño que ya no existía por un hombre que ya estaba muerto. Quizá fuese lo mejor, me dije. Una cosa menos que pudiera relacionarme con Traspié Hidalgo el Mañoso. Le alboroté el pelo del lomo y le rasqué detrás de las orejas. Se sentó a mi lado y me empujó para que volviera a frotarle las orejas. Lo hice, mientras pensaba. A lo mejor tendría que quitarme el pendiente de Burrich y guardarlo en mi bolsa. Pero sabía que no iba a hacerlo. Que fuese el único recuerdo que me llevara de aquella vida a esta nueva—. Deja que me levante —pedí al lobo, que dejó de apoyarse en mí a regañadientes.

Volví a envolver meticulosamente mis pertenencias en un fardo y lo até, antes de apagar la fogata con los pies.

¿Vuelvo aquí o quieres que nos reunamos al otro lado de la ciudad?

¿Al otro lado?

Si rodeas la ciudad y vuelves en dirección al río, encontrarás otra vez la carretera, expliqué. ¿Nos vemos allí?

Estaría bien. Cuanto menos tiempo pasemos cerca de este cubil de humanos, mejor.

De acuerdo, entonces. Te buscaré allí antes de que amanezca, le dije. Seguramente te encuentre yo a ti, nariz rota. Y cuando lo haga tendré la tripa llena.

Tuve que admitir que eso era lo más probable.

Cuidado con los perros, le advertí mientras se adentraba en la maleza.

Cuidado con los hombres, repuso, antes de ocultarse a todos mis sentidos salvo a nuestro lazo de la Maña.

Me eché el hato al hombro y bajé a la carretera. Mi intención era llegar a la ciudad antes de que oscureciera y parar en alguna taberna para escuchar la conversación y tomar tal vez una jarra, antes de seguir mi camino. Quería pasear por la plaza del mercado y enterarme de lo que hablaban los vendedores. En cambio entré en una ciudad que ya casi estaba dormida. El mercado estaba desierto salvo por un puñado de perros que husmeaban entre los puestos en busca de despojos. Salí de la plaza y dirigí mis pasos hacia el río. Allí abajo encontraría posadas y tabernas de sobra para acomodar a los mercaderes fluviales. Unas pocas antorchas ardían aquí y allá por toda la ciudad, pero casi toda la luz de las calles salía por las rendijas de los postigos de las ventanas. Las calles, toscamente empedradas, necesitaban un mantenimiento más cuidado. En varias ocasiones confundí un agujero con una sombra y estuve a punto de tropezar. Paré a un sereno antes de que éste pudiera darme el alto, para pedirle que me recomendara alguna posada de la zona portuaria. La Balanza, me dijo, era tan honrada y ecuánime con los forasteros como indicaba su nombre, además de ser fácil de localizar. Me advirtió severamente que allí no se toleraba la mendicidad, y que los ladrones de bolsas tendrían suerte si escapaban con una simple tunda. Le agradecí sus consejos y seguí mi camino.

Encontrar la Balanza fue tan fácil como había dicho el sereno. Salía luz de su puerta abierta, y con ella las voces de dos mujeres que cantaban una alegre tonada. Se me animó el corazón al escuchar ese grato sonido y entré sin pensármelo dos veces. Entre las robustas paredes de adobe y las gruesas vigas había una espaciosa sala abierta de techo bajo, aderezada con los olores de la carne, el humo y las gentes del río. Una chimenea sita en un extremo de la estancia contenía un generoso espetón de carne, pero casi todos los parroquianos se congregaban en el rincón más fresco del local esa agradable noche de verano. Allí las dos juglaresas habían subido sus sillas a lo alto de una mesa y entrelazaban sus voces. Un paisano de pelo gris armado con un arpa, a todas luces parte de su grupo, sudaba ante otra mesa mientras ataba una cuerda nueva a su instrumento. Supuse que se trataba de un maestre y dos cantantes itinerantes, una formación familiar, posiblemente. Permanecí de pie viéndolos cantar, y mis pensamientos regresaron a Torre del Alce y la última vez que había escuchado música y visto gente reunida. No me di cuenta de que los estaba mirando fijamente hasta que una de las mujeres propinó un codazo subrepticio a la otra y me señaló con un discreto ademán. La segunda mujer puso los ojos en blanco y me devolvió la mirada. Agache la cabeza, sonrojándome. Deduje que había sido grosero y volví el rostro a otro lado.

Me quedé en las proximidades del grupo, y me sumé al aplauso con que se recibió el final de la canción. El hombre del arpa ya había terminado y las incitó a entonar una canción más melodiosa, con el tiempo marcado por golpes de remo. Las mujeres se sentaron al filo de la mesa, espalda contra espalda, con las largas melenas negras mezclándose mientras cantaban. La gente se sentó para escuchar la canción, y hubo quien se arrimó a las mesas próximas a la pared para conversar discretamente. Observé los dedos del hombre mientras acariciaban las cuerdas del arpa, maravillado por su destreza. En un momento tuve un crío de mejillas sonrosadas junto a mi codo, preguntándome qué quería tomar. Una jarra de cerveza, le dije, y pronto regresó con ella y con el puñado de cobres en que se había convertido mi pieza de plata. Encontré una mesa no muy alejada de los bardos y deseé casi que alguien sintiera la curiosidad suficiente para acompañarme. Pero aparte de algunas miradas procedentes de clientes a todas luces habituales, nadie parecía sentir mucho interés por los forasteros. Las juglaresas terminaron su canción y empezaron a charlar entre ellas. Un vistazo de soslayo por parte de la mayor de las dos me hizo comprender que volvía a mirarlas fijamente. Clavé los ojos en la mesa.

Mediada la jarra, me di cuenta que ya no estaba acostumbrado a la cerveza, y menos con el estómago vacío. Hice señas al crío para que acudiera a mi mesa y encargué algo para cenar. Me sirvió una rodaja recién cortada del espetón con una guarnición de tubérculos cocidos y caldo. Eso y una segunda jarra de cerveza terminaron con casi todas mis piezas de cobre. Cuando enarqué la ceja ante aquellos precios, el niño pareció sorprenderse.

—Es la mitad de lo que le cobrarían en el Nudo de Yardam, señor —me informó con voz indignada—. Y es cordero del bueno, no carne de chivo viejo matado de cualquier manera.

En un intento por aliviar la tensión, dije:

—Bueno, supongo que la plata ya no vale lo que antes.

—Pues será que no, pero yo no tengo la culpa —observó con socarronería, y regresó a sus cocinas.

—En fin, ahí se va una pieza de plata, antes de lo que me imaginaba —refunfuñé por lo bajo.

—Esa cantinela se la sabe todo el mundo —comentó el arpista.

Estaba sentado de espaldas a su mesa, al parecer observándome mientras sus compañeras discutían cierto problema que tenían con una pipa. Asentí en su dirección con una sonrisa, antes de hablar en voz alta al reparar en que un velo gris le nublaba los ojos.

—Hace tiempo que no vengo por la carretera del río. Mucho tiempo, en realidad, unos dos años. La última vez que pasé por aquí, las posadas y la comida no eran tan caras.

—Bueno, apuesto a que lo mismo se podría decir de cualquier rincón de los Seis Ducados, al menos en la costa. El nuevo adagio reza que los impuestos salen más a menudo que la luna nueva. —Miró en rededor como si pudiera ver y supuse que no hacía mucho que se había quedado ciego—. Hay otro adagio que dice que la mitad de esos impuestos sirve para dar de comer a los hombres de Lumbrales que los recaudan.

—¡Josh! —lo amonestó una de sus compañeras, y él se giró hacia ella con una sonrisa.

—No me digas que hay alguno cerca, Miel. Puedo oler un lumbraleño a cien pasos.

—¿Y también puedes oler con quién hablas, entonces? —preguntó ella secamente.

Miel era la mayor de las dos mujeres, aproximadamente de mi misma edad.

—Con un muchacho sin demasiada fortuna, diría yo. Y por consiguiente, no con algún gordo lumbraleño recaudador de impuestos. Además, supe que no podía tratarse de uno de los recaudadores de Refuljo en cuanto empezó a quejarse del precio de la cena. ¿Cuándo se ha visto que pague ninguno de ellos en las posadas o tabernas?

Eso me hizo fruncir el ceño. Cuando Artimañas ocupaba el trono, sus soldados o sus recaudadores de impuestos no cogían nada sin ofrecer alguna recompensa a cambio. Era evidente que lord Refuljo no respetaba la misma cortesía, al menos no en Gama. Pero eso me hizo recordar mis modales.

—¿Me permite que rellene su jarra, arpista Josh? ¿Y la de vuestras acompañantes?

—¿Esto qué es? —inquirió el anciano, con una sonrisa y una ceja arqueada—. ¿Rezongas cuando tienes que echar mano de la bolsa para llenarte la tripa, pero te da igual vaciarla para invitarnos a beber?

—Vergüenza tendría que darle al noble que se deleite con las canciones de un bardo y lo deje luego con la garganta seca —repuse con una sonrisa.

Las mujeres cruzaron la mirada detrás de Josh, y Miel preguntó con tonillo irónico:

—¿Y desde cuándo eres tú un noble, jovencito?

—No es más que una forma de hablar —contesté después de un momento, azorado—. Pero no escatimaré monedas con las canciones que he escuchado, sobre todo si vienen acompañadas de un poco de información. Viajo río arriba; ¿no vendréis de allí, por casualidad?

—No, también nosotros seguimos esa dirección —intervino risueña la más joven de las dos.

Debía de contar unos catorce años de edad y tenía los ojos de un azul intenso. Vi que la otra mujer la acallaba con un ademán e hizo las presentaciones.

—Como habéis oído ya, señor, éste es el arpista Josh, y yo me llamo Miel. Trina es mi prima. ¿Y tú eres…?

Dos reveses en la misma conversación. El primero, por hablar como si todavía viviese en Torre del Alce y ellos fueran unos bardos de visita, y el segundo, por no haber planeado ninguna identidad con antelación. Rebusqué en busca de un nombre, y tras una pausa demasiado prolongada, balbucí:

—Mazurco.

Me pregunté con un escalofrío por qué había adoptado el nombre de una persona a la que había conocido y asesinado.

—Bueno… Mazurco —y Miel hizo una pausa antes de pronunciar el nombre, como había hecho yo—, es posible que tengamos alguna nueva para ti, y te agradeceremos una jarra de lo que sea, tanto si eres un noble como si no. Tan sólo dinos a quién esperas que no hayamos visto en la carretera buscándote.

—¿Cómo dices? —pregunté con voz queda, antes de levantar mi jarra para llamar la atención del pinche de cocina.

—Es un aprendiz fugitivo, padre —dijo Miel a su progenitor con todo convencimiento—. Porta un estuche de escribano amarrado a su hato, pero lleva el pelo largo y no tiene una sola mancha de tinta en los dedos. —Se rió al reparar en la desilusión que se reflejaba en mi rostro, sin imaginarse siquiera el motivo—. Oh, venga… Mazurco, soy juglaresa. Cuando no estamos cantando, estamos fijándonos en todo lo que pueda servimos para componer una canción. No esperarás que no tengamos buen ojo para los detalles.

—No soy un aprendiz fugitivo —dije suavemente, pero no tenía ninguna mentira preparada para acompañar mi declaración.

¡Qué manotazo me habría dado Chade por esa metedura de pata! 8

—Nos da igual que lo seas, muchacho —me tranquilizó Josh—. Y no sabemos de ningún escribano enfadado que ande en busca de aprendices extraviados. Con los tiempos que corren, más de uno se alegraría si sus pupilos se dieran a la fuga… una boca menos que alimentar.

—Y el aprendiz de un hombre paciente no tendría por qué acabar con la nariz rota ni con cicatrices como ésa en la cara —acotó comprensivamente Trina—. Así que no es de extrañar que decidieras huir de su lado.

El niño volvió por fin de la cocina y ellos se apiadaron de mi flaca bolsa, pidiendo únicamente jarras de cerveza. Primero Josh y luego las mujeres se trasladaron a mi mesa. El pinche debía de tenerme en mejor estima por tratar bien a los bardos, pues cuando trajo sus jarras rellenó también la mía y no me cobró por ella. Aun así, hube de partir otra pieza de plata en cobres para pagar las bebidas. Intenté tomármelo con filosofía y me propuse dejar un cobre de propina para el pequeño cuando me marchara.

—Bueno, así que —empecé cuando se hubo alejado el camarero— ¿qué noticias vienen de allí abajo?

—¿No vienes tú también de allí? —preguntó Miel con aspereza.

—No, milady, en realidad vengo a campo traviesa, de visitar a unos amigos pastores —improvisé.

La actitud de Miel empezaba a cansarme.

—Milady —musitó ella para Trina, y puso los ojos en blanco.

Su prima soltó una risita. Josh ignoró a las mujeres.

—Río abajo es lo mismo que río arriba en estos momentos, o peor —me dijo—. Corren tiempos difíciles, y más difíciles que se avecinan para la gente del campo. Los cereales de consumo sirvieron para pagar los impuestos, de modo que con las semillas se dio de comer a los niños. Así que a los sembrados sólo fueron los restos, y no hay nadie que recoja más plantando menos. Lo mismo pasa con las aves y el ganado. Y nada indica que los impuestos vayan a bajar con la próxima cosecha. Hasta una chiquilla incapaz de contar los años que tiene sabe que así sólo se consigue pan para hoy y hambre para mañana. En la costa es aún peor. Si un pescador sale a faenar, ¿quién sabe qué ocurrirá en su hogar antes de que regrese? Los labriegos plantan sus sembrados a sabiendas de que no crecerá lo necesario para pagar los impuestos y sustentar a su familia, y que les quedará menos de la mitad de ese poco si se dejan caer los Corsarios de la Vela Roja por su casa. Circula por ahí una canción satírica sobre un campesino que le dice al recaudador de impuestos que las Velas Rojas ya le han hecho el trabajo.

—Sólo que los bardos inteligentes no la cantan —le recordó Miel mordaz.

—Así que los corsarios saquean la costa de Gama —musité.

Josh soltó una risotada amarga.

—Gama, Osorno, Garrón, o Torote… Dudo que a los corsarios les importe dónde acaba un ducado y empieza otro. Si linda con la mar, atracarán allí.

—¿Y nuestros barcos? —pregunté con voz queda.

—Los que nos han arrebatado los corsarios están perfectamente. Los que quedan para defendernos, en fin, tienen tanto éxito como los mosquitos que intentan molestar a una vaca.

—¿Es que no hay nadie que dé la cara por Gama? —pregunté, y percibí la desesperación en mi voz.

—Sí, la Señora de Torre del Alce. Y no es la cara lo único que da. Hay quienes dicen que lo único que hace es chillar y protestar, pero los demás saben que no les pide nada que no haya hecho ya antes ella misma.

El arpista Josh hablaba como si lo supiera de primera mano.

Yo estaba estupefacto, pero no quería parecer ignorante.

—¿Como por ejemplo?

—Por ejemplo, todo lo posible. Ya no luce ninguna joya. Las ha vendido todas para sufragar las patrullas marítimas. Liquidó las tierras de sus antepasados y empleó el dinero en contratar mercenarios que guarnezcan las torres. Cuentan que vendió el collar que le regalara el príncipe Hidalgo, los rubíes de su abuela, al mismísimo rey Regio, para comprar grano y madera con que reconstruir las aldeas de Gama.

—Paciencia —susurré.

Había visto esos rubíes en una ocasión, hacía mucho tiempo, cuando la conocí. Los consideraba demasiado valiosos para llevarlos encima, pero me los había enseñado y me dijo que algún día los luciría mi esposa. Hacía mucho tiempo. Giré la cabeza y me esforcé por iluminar mi rostro.

—¿Dónde has pasado el último año… Mazurco, para no saber nada de esto? —preguntó Miel con sarcasmo.

—He estado apartado —dije en voz baja.

Me volví de nuevo hacia la mesa y conseguí mirarla a los ojos. Esperaba que mi expresión no delatara nada.

Ladeó la cabeza y me sonrió.

—¿Dónde? —inquirió animadamente.

No me caía demasiado bien.

—Solo, en el bosque —respondí al fin.

—¿Por qué?

No dejaba de sonreír mientras me acosaba. Estaba seguro de que sabía cuánto me incomodaba.

—Está claro, porque me apetecía —dije.

Sonó tan propio de Burrich cuando lo dije que miré por encima del hombro esperando encontrarlo allí.

Frunció los labios, sin darse por aludida, pero el arpista Josh soltó su jarra encima de la mesa con firmeza. No dijo nada, y la mirada que le dirigió con sus ojos ciegos fue apenas un parpadeo, pero la mujer desistió de golpe. Recogió las manos en el filo de la mesa como una chiquilla regañada y, por un momento, me pareció sofocada, hasta que me miró entre sus pestañas. Sus ojos se cruzaron directamente con los míos y la sonrisita que me dirigió era desafiante. Volví el rostro, incapaz de comprender por qué se empeñaba en buscarme las cosquillas de ese modo. Miré a Trina de soslayo, sólo para descubrir que se había ruborizado a fuerza de contener la risa. Fijé la vista en mis manos sobre la mesa, enojado con el sonrojo que se adueñó de pronto de mi cara.

En un esfuerzo por reencauzar la conversación, dije:

—¿Se sabe algo más de Torre del Alce?

El arpista Josh soltó una risa seca.

—Hay pocas miserias que contar. Todas las historias son iguales, sólo cambian los nombres de las aldeas y las ciudades. Oh, aunque sí que hay algo, un apunte jugoso. Dicen que el rey Regio piensa ahorcar al Hombre Picado.

Estaba tragando un sorbo de cerveza. Me atraganté y pregunté:

—¿Qué?

—Es una ridiculez —declaró Miel—. El rey Regio ha hecho circular el rumor de que recompensará con oro a cualquiera que le entregue a cierto hombre picado por la viruela, o al que le facilite información sobre su posible paradero.

—¿Un hombre picado por la viruela? ¿Ésa es toda la descripción? —pregunté con cuidado.

—Por lo visto es muy flaco, y tiene el pelo gris, y a veces se disfraza de mujer. —Josh se rió divertido, ajeno al modo en que me helaban las entrañas sus palabras—. Y se le acusa de alta traición. Por lo que se rumorea, el rey lo culpa de la desaparición de la Reina a la Espera Kettricken y su hijo nonato. Pero hay quien dice que sólo es un viejo chiflado que afirma haber sido consejero de Artimañas, y que así se ha dirigido por escrito a los duques de la costa, instándolos a ser valientes, pues Veraz regresará y su hijo heredará el trono de los Vatídico. Pero los mismos rumores dicen, y con la misma credibilidad, que el rey Regio espera ahorcar al Hombre Picado y terminar así con la mala suerte de los Seis Ducados.

Volvió a reírse.

Cincelé una sonrisa mareada en mis labios y asentí como un idiota. Chade, pensé. De alguna manera Regio había encontrado el rastro de Chade. Si sabía que tenía marcas de viruela, ¿qué más podría saber? Era evidente que lo relacionaba con la falsa lady Tomillo. Me pregunté dónde estaría Chade en esos momentos, y si se encontraría bien. De pronto deseé desesperadamente conocer sus planes, saber de qué conspiración me había excluido. Descorazonado de repente, la percepción de mis acciones dio un vuelco. ¿Había alejado a Chade de mi para protegerlo de mis planes, o lo había abandonado cuando más necesitaba a su aprendiz?

—¿Sigues ahí, Mazurco? Todavía veo tu sombra, pero tu sitio en la mesa se ha quedado quieto.

—¡Oh, sigo aquí, arpista Josh! —Intenté imprimir vida a mis palabras—. Estaba pensando en lo que acabas de decirme, eso es todo.

—Por la expresión de tu cara, preguntándote qué viejo picado de viruela podrías vender al rey Regio —se mofó Miel.

Percibí de repente que sus incesantes pullas y burlas eran su forma de coquetear. Decidí enseguida que había tenido compañía y conversación de sobra por esa noche. Sería mejor que me marchase. Más valía que me consideraran grosero y extravagante antes que quedarme allí y despertar su curiosidad.

—Bueno, gracias por vuestras canciones, y por la conversación —dije con todo el tacto que pude. Dejé un cobre debajo de mi jarra para el niño—. Será mejor que vuelva a la carretera.

—¡Pero si ya es noche cerrada! —objetó Trina sorprendida.

Soltó su jarra y miró de soslayo a Miel, que parecía perpleja.

—Y se respira aire fresco, milady —observé secamente—. Prefiero andar de noche. La luna está casi llena, así que debería haber luz suficiente para iluminar un camino tan amplio como la carretera del río.

—¿No te asustan los forjados? —preguntó el arpista Josh, consternado.

Me tocaba a mí sentir sorpresa.

—¿Tan lejos de la costa?

—Ni que hubieras estado viviendo en la copa de un árbol —exclamó Miel—. Todas las carreteras están infestadas de ellos. Algunos viajeros alquilan guardias, arqueros y espadachines. Otros, como nosotros, viajan en grupo cuando pueden, y sólo de día.

—¿Es que las patrullas no pueden mantenerlos lejos de las carreteras, al menos? —pregunté asombrado.

—¿Las patrullas? —resopló Miel, desdeñosa—. Cualquiera de nosotros preferiría encontrarse con los forjados antes que con una banda de lumbraleños armados con picas. Los forjados no les molestan, así que ellos no molestan a los forjados.

—Entonces ¿para qué patrullan? —inquirí con enfado.

—Buscan contrabandistas, sobre todo —respondió Josh antes de que Miel pudiera abrir la boca—. O eso quieren hacernos creer. A más de un viajero honrado han detenido para registrarle el equipaje y arrebatarle lo que se les antoja, alegando contrabando, o afirmando que se ha denunciado su robo en la ciudad más cercana. Para mí que lord Refuljo no les paga como ellos creen que se merecen, así que se procuran el salario por su cuenta.

—Y el príncipe… el rey Regio, ¿no hace nada?

Cuánto me costó pronunciar ese título y hacer esa pregunta.

—Bueno, si llegas a Puesto Vado se lo podrías preguntar tú mismo —dijo Miel con sarcasmo—. Seguro que te hace caso a ti antes que a las decenas de mensajeros que han ido allí antes. —Hizo una pausa, pensativa—. Aunque tengo entendido que si algún forjado se aleja tanto de la costa como para suponerle un problema, sabe cómo ocuparse de él.

Me sentía miserable y desdichado. Siempre había sido motivo de orgullo para el rey Artimañas que hubiera pocos salteadores de caminos en Gama, al menos si se atenía uno a las carreteras principales. Ahora, oír que quienes deberían vigilar las carreteras del rey eran poco más que bandoleros suponía una puñalada para mí. No era suficiente que Regio se hubiera adueñado del trono para luego abandonar Torre del Alce. Ni siquiera se molestaba en fingir que reinaba sabiamente. Me pregunté aturdido si sería capaz de castigar a Gama entera por el poco entusiasmo con que había sido recibida su ascensión al trono. Pregunta estúpida; sabía que era capaz de eso y de mucho más.

—Bien, forjados o lumbraleños, me temo, no obstante, que debo seguir mi camino —les dije.

Apuré lo que quedaba de cerveza en mi jarra y la solté.

—¿Por qué no esperas al menos a que amanezca, muchacho, y viajas con nosotros? —ofreció Josh de repente—. Los días no son tan calurosos para caminar, pues siempre sopla la brisa del río. Y cuatro van más seguros que tres en los tiempos que corren.

—Te agradezco de veras la invitación —empecé, pero Josh me interrumpió.

—No me agradezcas nada, porque no era una invitación sino una súplica. Soy ciego, o casi. Sin duda ya te habrás percatado de eso. Como también de que me acompañan dos hermosas mujeres, aunque a juzgar por los comentarios que te ha dirigido Miel, me da que le has sonreído más a Trina que a ella.

—¡Padre! —se indignó Miel, pero Josh prosiguió inflexible.

—No te estaba ofreciendo la protección de nuestro grupo, sino pidiéndote que consideraras el ofrecernos tu brazo diestro. No somos ricos; no tenemos con qué alquilar escoltas. Y aun así debemos recorrer los caminos, con forjados o sin ellos.

La mirada nublada de Josh se cruzó con la mía sin vacilación. Miel volvió el rostro, con los labios apretados, en tanto Trina me miraba directamente con expresión implorante. Forjados. Inmovilizado, puños cayendo sobre mí. Agaché la cabeza.

—No soy muy buen luchador —dije secamente.

—Por lo menos tú verías lo que intentaras golpear —replicó con obstinación—. Y sin duda los verías llegar antes que yo. Mira, vas en la misma dirección que nosotros. ¿Tanto te costaría viajar de día en vez de por la noche?

—¡Padre, no le supliques! —rechistó Miel.

—¡Prefiero suplicarle a él que nos acompañe antes que implorar a los forjados que no os hagan daño! —respondió él con dureza. Volvió el rostro hacia mí para añadir—: Nos tropezamos con unos forjados hace un par de semanas. Las chicas tuvieron la sensatez de salir corriendo cuando les grité que lo hicieran, cuando ya no pude seguir su ritmo. Pero perdimos toda nuestra comida, y me estropearon el arpa, y…

—Y lo golpearon —dijo Miel en voz baja—. Por eso hemos jurado, Trina y yo, que la próxima vez no huiremos de ellos, da igual cuántos sean. No si para eso hemos de abandonar a papá.

La socarronería y la burla habían desaparecido de su voz. Sabía que hablaba en serio.

Llegaré tarde, suspiré para Ojos de Noche. Espérame, vigilante de lejos y sígueme sin que te vean.

—Iré con vosotros —claudiqué. No puedo decir que me ofreciera voluntariamente—. Aunque no me defiendo muy bien en combate.

—Como si no lo llevara escrito en la cara —comentó Miel a Trina en un aparte.

La sorna había regresado a su voz, pero dudaba que supiera cuánto me herían sus palabras.

—Mi gratitud es lo único con que puedo pagarte, Mazurco. —Josh estiró los brazos por encima de la mesa y sujetó mis manos entre las suyas con el antiguo gesto con que se cerraban los tratos. Sonrió de repente, con evidente alivio—. De modo que acepta mi gratitud, y una parte de lo que nos han reportado nuestras canciones. No podemos pagarnos una habitación, pero el posadero nos ha ofrecido cobijo en su granero. Ya no es como antes, cuando al juglar se le ofrecía alojamiento y comida sin que lo pidiera. Pero por lo menos el granero tiene una puerta que cerrar entre la noche y nosotros, y este posadero tiene buen corazón. No le importará extender su invitación a ti si le digo que viajas con nosotros en calidad de escolta.

—Será más refugio del que tengo desde hace noches —le dije, intentando ser cortés. Mi corazón se había hundido en el frío pozo de mi estómago.

¿En qué lío te has metido ahora?, preguntó Ojos de Noche.

También yo me lo preguntaba.