La Búsqueda
La Habilidades la magia tradicional del noble linaje de los Vatídico. Si bien parece ser más potente en las líneas de sangre reales, no resulta tan extraño descubrirla con menos fuerza en los allegados lejanos de los Vatídico, o en aquellos cuyos antepasados se cuenten entre las gentes de las Islas del Margen y los Seis Ducados. Es una magia de la mente que otorga a su practicante la facultad de comunicarse sin hablar con personas que estén lejos de él. Sus posibilidades varían; en su forma más simple se puede emplear para transmitir mensajes, o para influir en los pensamientos de enemigos (o aliados) y doblegarlos a las intenciones de uno. Sus inconvenientes son dobles: es precisa una gran cantidad de energía para esgrimirla a diario, y ofrece a sus practicantes una atracción que se ha calificado erróneamente de placer. Se trata más bien de una euforia, una sensación que aumenta de intensidad proporcionalmente a la fuerza y la duración de la habilitación. Puede volver al practicante adicto a la Habilidad, hasta privarlo con el tiempo de su fortaleza física y mental, y convertir al mago en un despojo babeante.
Burrich partió a la mañana siguiente. Cuando desperté, él ya estaba levantado, vestido y deambulando por la cabaña, recogiendo sus cosas. No tardó mucho. Cogió sus efectos personales, pero me dejó la mayor parte de nuestras provisiones. No habíamos bebido la noche anterior, pero los dos hablábamos en voz baja y nos movíamos con cuidado, como si nos aturdiera la mañana. Conversamos hasta que me pareció que hubiera sido mejor no decirnos nada en absoluto. Quería balbucir disculpas, rogarle que reconsiderara su decisión, hacer algo, lo que fuese, con tal de impedir que nuestra amistad acabara de ese modo. Al mismo tiempo, quería que se marchase, quería que todo acabara, que fuese mañana, que amaneciera un nuevo día y yo estuviese solo. Me aferraba a mi determinación como si empuñara un cuchillo por la hoja. Sospecho que él sentía algo parecido, pues a veces se detenía y me miraba como si estuviera a punto de decir algo. Nuestros ojos se encontraban y nos quedábamos así hasta que uno u otro volvía la cabeza. Entre nosotros flotaban demasiadas cosas inexpresadas.
Estuvo listo para irse espantosamente pronto. Se cargó su hato al hombro y cogió un bastón que había junto a la puerta. Me quedé mirándolo, pensando en el aspecto tan extraño que ofrecía: Burrich el caballerizo, a pie. La luz del sol de comienzos de verano que se derramaba por la puerta abierta me mostraba a un hombre al final de su mediana edad, con la franja de cabello blanco que señalaba su cicatriz prediciendo las canas que ya habían empezado a despuntar en su barba. Era fuerte y ágil, pero era indudable que había dejado atrás su juventud. Había dedicado sus años de más vigor a cuidar de mí.
—En fin —refunfuñó—. Adiós, Traspié. Que tengas buena suerte.
—Tú también, Burrich.
Corrí hacia él y lo abracé antes de que pudiera apartarse.
Me devolvió el abrazo, un brusco apretón que casi me parte las costillas, y me retiró el pelo de la cara.
—Péinate, pareces un salvaje.
Casi logró sonreír.
Me dio la espalda y se fue. Lo vi alejarse. Pensé que no se daría la vuelta pero, al llegar al final del pasto, se giró y levantó la mano. Lo imité. Después se marchó, se adentró en el bosque. Me quedé sentado un momento en el umbral, contemplando el lugar donde lo había visto por última vez. Si me atenía a mi plan, pasarían años antes de que volviera a verlo. Si es que lo volvía a ver. Desde que tenía seis años, él siempre había sido un factor en mi vida. Siempre había podido contar con su fuerza, aunque yo no quisiera. Ahora se había ido. Como Chade, como Molly, como Veraz, como Paciencia.
Pensé en todo lo que le había dicho la noche previa y me estremecí de vergüenza. Había sido necesario, me dije. Quería alejarlo de mí. Pero era demasiado lo que había surgido de antiguos resentimientos incubados en mi interior. No era mi intención decirle esas cosas. Quería alejarlo de mí, no herirlo en lo más hondo. Igual que Molly, llevaría consigo las dudas que le había inspirado. Y al arremeter contra el orgullo de Burrich, había destruido el escaso respeto que pudiera sentir aún Chade por mí. Supongo que una parte infantil de mi ser esperaba poder volver con ellos algún día, que algún día compartiríamos nuestras vidas de nuevo. Ahora sabía que eso era imposible.
—Se acabó —dije en voz baja—. Esa vida se acabó, olvídate de ella.
Ahora me había librado de los dos. De las limitaciones que me imponían, de sus conceptos del honor y el deber. De sus expectativas. Jamás tendría que volver a mirarlos a los ojos y rendir cuentas por mis acciones. Era libre de hacer lo único para lo que tenía corazón o coraje, lo único que podía hacer para enterrar por fin el resto de mi vida anterior.
Matar a Regio.
Era justo. Él me había matado primero. El espectro de la promesa que le había hecho al rey Artimañas, no hacer daño nunca a uno de los suyos, surgió brevemente para acosarme. Lo exorcicé recordándome que Regio había asesinado al hombre que había hecho esa promesa, además de al hombre que la había recibido. Ese Traspié ya no existía. Nunca volvería a presentarme ante el viejo rey Artimañas para informar del resultado de una misión. No actuaría como hombre del rey para prestar mi fuerza a Veraz. Lady Paciencia no volvería a molestarme con una decena de recados insignificantes que para ella eran de la mayor importancia. Lloraba mi muerte. Y Molly. Las lágrimas me irritaron los ojos cuando sopesé mi dolor. Me había abandonado antes de que Regio me matara, pero también esa pérdida se la achacaba a él. Si no podía obtener nada de este remedo de vida que habían rescatado Burrich y Chade para mí, obtendría al menos venganza. Me prometí que Regio me miraría a la cara cuando lo matara y sabría que era yo su asesino. No sería éste un asesinato en la sombra, no confiaría en ningún veneno anónimo. Regio encontraría la muerte a mis manos. Deseaba golpear como una flecha, como un puñal, directo a mi objetivo sin las trabas del temor por quienes me rodeaban. Si fracasaba, en fin, ya estaba muerto en todos los aspectos que me importaban. Intentarlo no le haría ningún daño a nadie. Si moría matando a Regio, valdría la pena. Protegería mi vida sólo hasta haberme cobrado la de Regio. Lo que pasara después no importaba.
Ojos de Noche se agitó, perturbado por algún atisbo de mis pensamientos.
¿Te has parado a pensar qué sería de mí si murieras?, me preguntó.
Cerré los ojos con fuerza por un instante. Pero sí, me había parado a pensarlo.
¿Qué sería de nosotros si yo viviera como una presa?
Ojos de Noche me entendía.
Somos cazadores. Ni tú ni yo hemos nacido para ser presas.
No puedo ser un cazador si estoy siempre esperando a ser una presa. Por eso debo cazarlo antes de que él me cace a mí.
Aceptaba mis planes con demasiada calma. Intenté que comprendiera lo que me proponía hacer. No quería que me siguiera a ciegas.
Voy a matar a Regio. Y a su camarilla. Voy a matarlos a todos, por lo que me hicieron, por todo lo que me han robado.
¿Regio? No podemos comer esa carne. No entiendo por qué tenemos que cazar hombres.
Tomé mi imagen de Regio y la combiné con sus recuerdos del vendedor de animales que lo había enjaulado y apaleado con una porra revestida de bronce siendo un cachorro.
Ojos de Noche pensó en eso.
Cuando me alejé de él, fui lo bastante listo para no volver a acercarme. Cazar a ése es tan inteligente como ir a cazar un puercoespín.
No puedo dejarlo correr, Ojos de Noche.
Te entiendo. A mí me pasa lo mismo con los puercoespines.
Así que percibía mi cruzada contra Regio como un equivalente de su debilidad por los puercoespines. Me descubrí aceptando mis anunciados objetivos con menos ecuanimidad. Una vez fijados, no lograba imaginarme dándole la espalda a todo lo demás. Las palabras que había pronunciado la noche anterior regresaron para reprobarme. ¿Qué había sido de los discursos que le había soltado a Burrich sobre vivir mi propia vida? Bueno, me defendí, quizá lo consiguiera si podía atar esos cabos sueltos. Tampoco era que no pudiera vivir mi vida. Era que no soportaba la idea de que Regio pensara que me había derrotado, sí, y arrebatado el trono de Veraz. Venganza, pura y simple, me dije. Si quería dejar atrás alguna vez el dolor y la vergüenza, tenía que hacerlo.
Ya puedes entrar, ofrecí.
¿Por qué querría hacerlo?
No tenía que darme la vuelta para ver que Ojos de Noche ya se había acercado a la cabaña. Se sentó a mi lado y escudriñó el interior del edificio.
¡Uf! Con la peste que hay en vuestras madrigueras, no me extraña que se os atrofie el olfato.
Entró precavidamente en la cabaña y se dedicó a vagar por la estancia. Me quedé sentado en el umbral, observándolo. Hacía tiempo que no lo miraba como si fuese otra cosa que una extensión de mi ser. Había alcanzado todo su tamaño y estaba en la cumbre de su fortaleza. Cualquier otro diría que era un lobo gris. Para mí, tenía todos los colores que puede tener un lobo: ojos y hocico oscuros, ante en la base de las orejas y la garganta, el pelaje salpicado de cerdas tiesas y negras, sobre todo en los hombros y el nacimiento de las ancas. Sus pies eran enormes, y se abrían aún más cuando corría por la nieve. Su cola era más expresiva que el rostro de muchas mujeres, y sus mandíbulas podían partir fácilmente los huesos de las patas de un ciervo. Se movía con esa economía de energía que poseen los animales perfectamente sanos. El mero hecho de verlo me alegraba el corazón. Cuando hubo satisfecho en gran parte su curiosidad, vino a sentarse a mi lado. Al cabo, se estiró al sol y cerró los ojos.
¿Vigilas?
—Montaré guardia —le aseguré.
Agitó las orejas al escuchar mis palabras en voz alta. Luego se sumió en un sueño bañado por el sol.
Me levanté sin hacer ruido y entré en la cabaña. Tardé exageradamente poco tiempo en reunir todas mis pertenencias. Dos mantas y una capa. Tenía una muda de ropa, cálidas prendas de lana poco adecuadas para viajar en verano. Un cepillo. Un cuchillo y una piedra de amolar. Pedernal. Una honda. Varias pieles curtidas de los animales que habíamos cazado. Cuerda de tendones. Un hacha de mano. El espejo de Burrich. Un cazo pequeño y varias cucharas. Éstas eran el reciente resultado de las tallas de Burrich. Había dos bolsitas de harina, una de maíz y otra de trigo. La miel restante. Una botella de vino de saúco.
No era gran cosa para empezar mi empresa. Tenía por delante un largo viaje por tierra hasta Puesto Vado. Tenía que sobrevivir a eso antes de poder planear cómo burlar a los guardias y la camarilla de la Habilidad de Regio y matarlo. Pensé con detenimiento. Todavía no era pleno verano. Había tiempo para recoger hierbas y secarlas, tiempo para ahumar pescado y carne con las que preparar raciones de viaje. No pasaría hambre. De momento, tenía ropa y demás elementos básicos. Pero a la larga necesitaría dinero. Había dicho a Chade y a Burrich que sabría apañármelas, con mi talento con los animales y mis aptitudes para la escritura. Quizá esas habilidades me llevaran a Puesto Vado.
Podría haber sido más fácil si siguiera siendo Traspié Hidalgo. Conocía barqueros que se dedicaban al comercio fluvial y podría haberme costeado la travesía hasta Puesto Vado. Pero ese Traspié Hidalgo había muerto. No podía presentarse en los muelles buscando trabajo. Ni siquiera podía acercarme a los muelles, por miedo a que me reconocieran. Me acerqué la mano a la cara, acordándome de lo que me había enseñado el espejo de Burrich. Un mechón de pelo blanco para recordarme dónde me habían hecho una brecha los soldados de Regio. Tanteé la nueva configuración de mi nariz. También tenía una fina costura que me recorría la mejilla derecha por debajo del ojo, donde el puño de Regio me había partido la cara. Nadie se acordaría de un Traspié que luciera esas cicatrices. Me dejaría crecer la barba. Y si me afeitaba la cabeza desde la frente como hacían los escribanos, bastaría para despistar a cualquier observador ocasional. Aunque no engañaría a las personas que me conocían.
Iría a pie. Nunca había recorrido tanta distancia andando.
¿Por qué no podemos quedarnos aquí?, preguntó adormilado Ojos de Noche. Hay pesca en el arroyo y caza en los bosques detrás de la cabaña. ¿Qué más necesitamos? ¿Por qué tenemos que irnos?
Debo hacerlo. Debo hacerlo para ser un hombre de nuevo.
¿Seguro que quieres volver a ser un hombre? Percibí su recelo, pero también su aceptación ante mi voluntad de intentarlo. Se rascó perezosamente sin levantarse, extendiendo los dedos de sus patas delanteras. ¿Adonde vamos?
A Puesto Vado. Donde está Regio. Un viaje muy largo río arriba.
¿Allí hay lobos?
En la ciudad no, claro. Pero hay lobos en Lumbrales. También quedan algunos en Gama. Pero no por aquí cerca.
Salvo nosotros dos, señaló. Y añadió: Me gustaría encontrar lobos allí donde vamos.
Luego se tendió y volvió a dormirse. Eso formaba parte de lo que significaba ser un lobo, reflexioné. Dejaría de preocuparse hasta que partiéramos. Después se limitaría a seguirme y confiaría su supervivencia a nuestras habilidades.
Pero yo había recuperado demasiado de mi humanidad para imitarlo. Empecé a reunir provisiones al día siguiente. Pese a las protestas de Ojos de Noche, cacé más de lo que necesitábamos para comer diariamente. Y cuando teníamos éxito no dejaba que se saciara, sino que reservaba un poco de carne y la ahumaba. Los sempiternos zurcidos de arneses que me encargaba Burrich me habían enseñado a trabajar el cuero y pude confeccionarme unas botas ligeras para el verano. Engrasé también las viejas y las guardé para utilizarlas en invierno.
De día, mientras Ojos de Noche dormitaba al sol, yo reunía mis hierbas. Algunas eran las plantas medicinales comunes que quería tener a mano: corteza de sauce para la fiebre, raíz de frambuesa para la tos, llantén para las infecciones, ortiga para la congestión, y otras por el estilo. En cambio otras no eran tan saludables. Tallé una cajita de cedro y la llené. Junté y guardé los venenos que me había enseñado Chade: cicuta, oronja, dulcamara, médula de saúco, bayacerina y clavaria. Seleccioné lo mejor que pude las insípidas e inodoras, las que se podían reducir a fino polvillo o líquidos transparentes. También recolecté corteza feérica, el potente estimulante que había suministrado Chade a Veraz para que éste sobreviviera a sus sesiones de habilitación.
Regio estaría rodeado y protegido por su camarilla. Will era al que más temía, pero no debía subestimar a ninguno de ellos. Había conocido a Burl como un chico grande y hosco, y Carrod era una especie de dandy con las chicas. Pero aquellos tiempos eran cosa del pasado. Había visto lo que el uso de la Habilidad había hecho con Will. Hacía mucho que no tenía contacto con Carrod ni Burl, y no pensaba especular sobre ellos. Todos estaban versados en la Habilidad, y aunque al principio mi talento natural parecía mucho mayor que el suyo, había descubierto por las malas que conocían formas de utilizar la Habilidad que ni siquiera Veraz comprendía. Si me atacaban con su Habilidad, y sobrevivía, necesitaría la corteza feérica para restablecerme.
Preparé un segundo estuche, lo bastante grande para albergar mi caja de venenos, pero diseñado por lo demás como la maleta de un escribano, para dar así la impresión de ser un calígrafo itinerante. Eso indicaría el estuche a cualquiera con quien me cruzara. Obtuve las plumas de una oca a la que tendimos una emboscada. Pude confeccionar algunos de los polvos necesarios para los pigmentos y diseñé cañas y tapones de hueso donde guardarlos. Ojos de Noche me prestó algunos pelos a regañadientes para hacer pinceles duros. Intenté conseguir los más delicados a partir de pelo de conejo, pero sólo tuve un éxito parcial. Era desalentador. La gente esperaba que un calígrafo decente tuviera las tintas, pinceles y plumas propias de su oficio. Concluí a mi pesar que Paciencia tenía razón cuando me dijo que tenía buena letra pero me faltaban las habilidades de un verdadero escribano. Esperaba que mis utensilios fueran suficientes para cualquier trabajo que pudiera encontrar en mi camino a Puesto Vado.
Llegó un momento en que supe que estaba tan bien pertrechado como podía esperar y que debería irme enseguida, para viajar aprovechando el clima estival. Estaba ávido de venganza, y al mismo tiempo extrañamente reacio a abandonar esa cabaña y esa vida. Por vez primera que pudiera recordar, me despertaba cuando mi cuerpo no quería seguir durmiendo y comía cuando tenía hambre. No tenía que hacer nada más que lo que yo me exigía. No me vendría mal dedicar una temporada a recuperar mi salud. Aunque hacía tiempo que las magulladuras de mi estancia en el calabozo habían desaparecido y las únicas señales externas de mis heridas eran cicatrices, todavía me sentía anquilosado algunas mañanas. En ocasiones, mi cuerpo me sorprendía con una punzada de dolor cuando me abalanzaba sobre algo, o si giraba la cabeza demasiado deprisa. Una cacería particularmente extenuante me dejaba temblando y temeroso de sufrir un ataque. Sería más juicioso, decidí, tenía que estar plenamente recuperado antes de partir.
Así que nos demoramos un tiempo. Los días eran cálidos, la caza era buena. Conforme transcurrían los días, hice las paces con mi cuerpo. No era el guerrero físicamente curtido que había sido el verano anterior, pero podía seguir el paso de Ojos de Noche durante toda una noche de cacería. Cuando saltaba para matar a mi presa, mis acciones eran rápidas y seguras. Mi cuerpo sanó, y dejé atrás los dolores del pasado, reconociéndolos, pero sin obsesionarme con ellos. Me desprendí de las pesadillas que me habían acosado como Ojos de Noche de su pelaje de invierno. No había conocido nunca una vida más plena. Por fin estaba en paz conmigo mismo.
No hay paz que dure eternamente. Vino un sueño a despertarme. Ojos de Noche y yo nos levantamos antes del alba, cazamos y matamos juntos una brazada de gordos conejos. Esta colina en particular estaba repleta de sus madrigueras, y capturar los suficientes para saciarnos pronto había degenerado en un estúpido juego de saltar y escarbar. Había pasado el amanecer antes de que nos cansáramos de jugar. Nos tumbamos a la sombra moteada de un abedul, comimos lo que habíamos cazado y dormitamos. Algo, quizá la fluctuante luz del sol en mis párpados cerrados, me sumió en un sueño.
Estaba de nuevo en Torre del Alce, en la vieja sala de guardia, despatarrado en su frío suelo de piedra en el centro de un círculo de hombres de mirada cruel. El suelo bajo mi mejilla estaba pegajoso a causa de la sangre derramada. Mientras jadeaba con la boca abierta, su olor y su sabor se combinaban para colapsar mis sentidos. Volvían a por mí, no sólo el hombre con los guantes de cuero, sino también Will, el esquivo Will, sorteando sigiloso mis defensas para colarse en mi mente. «Por favor, esperad, por favor —les supliqué—. Parad, os lo ruego. No me tengáis miedo, no me odiéis. Sólo soy un lobo. Sólo un lobo, no soy una amenaza para vosotros. No os haré daño, dejad que me vaya. Para vosotros no soy nada. Nunca volveré a molestaros. Sólo soy un lobo». Levanté el hocico al firmamento y aullé.
Mi aullido me despertó.
Rodé hasta quedar a cuatro patas, me sacudí de la cabeza a los pies y me levanté. Un sueño, me dije. Nada más que un sueño. El miedo y la vergüenza me cubrían, me mancillaban. En mi sueño había suplicado clemencia como no lo había hecho en la realidad. Me dije que no era ningún cobarde. ¿O sí lo era? Todavía me parecía sentir el olor y el sabor de la sangre.
¿Adonde vas?, preguntó adormilado Ojos de Noche. Estaba tendido a la sombra y su pelaje lo camuflaba sorprendentemente bien.
Agua.
Me dirigí al arroyo, me lavé la pegajosa sangre de conejo de la cara y las manos, y luego bebí con ansia. Volví a enjuagarme la cara, rascándome la barba con las uñas para sacar la sangre. De pronto decidí que no podía soportar la barba. Tampoco pensaba ir donde pudieran reconocerme. Regresé a la cabaña de los pastores para afeitarme.
En la puerta, arrugué la nariz al percibir el rancio olor. Ojos de Noche tenía razón; dormir bajo techo había atrofiado mi sentido del olfato. Me costaba creer que había consentido en vivir allí. Entré con renuencia, resoplando frente a los olores del hombre. Había llovido hacía algunas noches. La humedad había calado en mi carne seca y había echado a perder parte de mis reservas. Separé la intacta de la mohosa, frunciendo la nariz por lo podridos que estaban algunos pedazos, donde ya habían aparecido incluso gusanos. Mientras comprobaba minuciosamente el resto de mis reservas de carne, aparté de mí una molesta sensación de intranquilidad. No fue hasta que cogí el cuchillo y hube de limpiar una fina pátina de óxido de su hoja que lo admití para mis adentros.
Hacía días que no pasaba por allí.
Quizá semanas.
Había perdido la noción del tiempo. Eché un vistazo a la carne estropeada, al polvo que cubría mis diseminadas pertenencias. Me atusé la barba, sorprendido por lo mucho que había crecido. Burrich y Chade no se habían ido de allí hacía días. Habían transcurrido semanas. Fui a la puerta de la cabaña y me asomé afuera. La hierba estaba alta donde antes había senderos que surcaban el prado hasta el arroyo, donde solía pescar Burrich. Las flores de primavera habían desaparecido hacía tiempo, las bayas estaban verdes en los arbustos. Me miré las manos, vi la suciedad incrustada en la piel de mis muñecas, la sangre vieja encostrada y reseca bajo mis uñas. Antes, comer carne cruda me habría repugnado. Ahora la idea de cocinarla se me antojaba peculiar e inusitada. Mi mente corcoveaba y no quería enfrentarse a mi ser. Más tarde, me oí plañir, mañana, más tarde, ve a buscar a Ojos de Noche.
¿Tienes problemas, hermanito?
Sí. Me obligué a añadir: No puedes ayudarme con esto. Son problemas de hombre, algo que debo resolver yo solo.
Es mejor que seas un lobo, me aconsejó perezosamente.
No tenía fuerzas para decir ni que sí ni que no a eso. Lo dejé correr. Me miré, vi mi camisa sucia y mis pantalones manchados. Tenía la ropa apelmazada de tierra y sangre seca, y las perneras hechas andrajos por debajo de las rodillas. Con un estremecimiento, me acordé de los forjados y de su atuendo harapiento. ¿En qué me había convertido? Me abrí el cuello de la camisa y torcí la cabeza ante lo repulsivo de mi hedor. Los lobos eran más limpios. Ojos de Noche se aseaba a diario.
Lo dije en voz alta, y la aspereza de mi voz no hizo sino subrayar lo lamentable de mi condición.
—En cuanto Burrich me dejó aquí, solo, volví a convertirme en algo peor que un animal. Ajeno al tiempo, a la limpieza, a los objetivos, a la preocupación por nada salvo comer y dormir. Contra esto mismo intentaba prevenirme todos estos años. He hecho justo lo que temía que hiciese.
Encendí con esfuerzo un fuego en la chimenea. Acarreé agua del arroyo en muchos viajes y calenté toda la que pude. Los pastores habían dejado un pesado barreño de enlucido en la cabaña, con capacidad suficiente para llenar a medias un abrevadero de madera que había en la calle. Mientras se calentaba el agua, recogí hierba jabonera y tallos de espliego. No recordaba haber estado tan sucio en mi vida. El basto espliego raspó capas de piel con la mugre antes de considerarme lo bastante limpio. Había no pocas pulgas flotando en el agua. También descubrí una garrapata en mi nuca, que quemé con una ramita encendida de la chimenea. Cuando me hube lavado el pelo, lo cepillé y volví a anudarlo en una coleta de guerrero. Me afeité delante del espejo que me había dejado Burrich y luego escudriñé el rostro que allí se reflejaba. Frente morena y barbilla pálida.
Cuando hube calentado más agua para poner a remojo y batir mis ropas, empecé a comprender la constante obsesión de Burrich por el aseo. La única forma de salvar mis pantalones sería cortarlos a la altura de las rodillas. Aun así, no resistirían mucho más. Extendí mi ataque de limpieza a la cama y a mis ropas de invierno para quitarles el olor a humedad. Descubrí que un ratón había aprovechado un trozo de mi capa de invierno para aclimatar su madriguera. También eso lo remendé como mejor pude. Levanté la cabeza de los pantalones empapados que estaba tendiendo encima de un arbusto para encontrar a Ojos de Noche observándome.
Vuelves a oler a hombre.
¿Eso es bueno o malo?
Mejor que oler a la carne de la semana pasada. Peor que oler a lobo. Se levantó y se desperezó, arqueando la espalda y extendiendo los dedos contra la tierra. Bueno. Así que al final has decidido ser un hombre. ¿Nos iremos pronto? Sí. Viajaremos hacia el oeste, río Alce arriba.
Oh. Estornudó de pronto, se tumbó de lado de repente y se revolcó en el polvo como un cachorro. Se contoneó con fruición, embadurnándose el pelaje, antes de incorporarse para sacudírselo de nuevo. Su indiferente aceptación de mi súbita decisión era una carga. ¿En qué lo estaba embarcando?
El anochecer me encontró con todas mis ropas y la cama aún mojadas. Había enviado a Ojos de Noche a cazar solo. Sabía que tardaría en volver. Había luna llena y el cielo estaba raso. Esa noche saldrían muchas presas. Entré en la cabaña y avivé el fuego lo suficiente para preparar galletas cocidas con los últimos restos de harina de maíz. Los gusanos habían echado a perder la de trigo. Lo mejor sería dar cuenta de la harina de maíz ahora, antes de que corriera la misma suerte. Las sencillas galletas con los últimos vestigios de la cristalizada miel del tarro sabían increíblemente bien. Sabía que más me valdría ampliar mi dieta para incluir algo más que carne y un puñado de hojas verdes al día. Preparé un té extraño con la menta silvestre y las puntas del nuevo macizo de ortigas, y también eso estaba rico.
Metí en la cabaña una manta que estaba casi seca y la extendí delante de la chimenea. Me tumbé encima, dormitando y contemplando las llamas. Sondeé en busca de Ojos de Noche, pero éste rehusó mi compañía, prefiriendo la carne recién cazada y la tierra blanda bajo un roble en la linde del prado. Estaba más solo y era más persona de lo que había sido y estado en meses. Era una sensación extraña, pero agradable.
Cuando me giré y me estiré vi el paquete encima de la silla. Me sabía de memoria hasta el último objeto que contenía la cabaña. Eso no estaba allí la última vez que había estado yo. Lo cogí y lo olisqueé, y capté el tenue olor de Burrich, y el mío. Un momento más tarde comprendí lo que había hecho y me recriminé por ello. Más me valía empezar a comportarme como si hubiera siempre testigos cerca, si no quería que me ejecutaran de nuevo por Mañoso.
No era un bulto grande. Era una de mis camisas, recuperada de alguna forma de mi antiguo arcón de ropa, una marrón pálido que siempre había sido mi favorita, y un par de pantalones. Envuelto en la camisa había un pequeño tarro de arcilla del ungüento que empleaba Burrich para los cortes, quemaduras y magulladuras. Cuatro piezas de plata en una bolsita de cuero; había bordado un alce en la parte delantera. Un cinturón de cuero de calidad. Me senté contemplando el dibujo que había inscrito en la correa. Había un alce, con la cornamenta baja para embestir, similar al blasón que había sugerido Veraz para mí. En el cinturón, se enfrentaba a un lobo. Era difícil pasar por alto el mensaje.
Me vestí delante del fuego, lamentando haberme perdido su visita, y aliviado al mismo tiempo. Conociendo a Burrich, seguramente sintió lo mismo al subir hasta allí y ver que yo no estaba. ¿Me había traído estas ropas presentables porque quería persuadirme para que volviera con él? ¿O para desearme un buen viaje? Procuré no pensar en cuáles habían sido sus intenciones, ni su reacción al descubrir la cabaña abandonada. Vestido de nuevo, me sentía mucho más humano. Colgué la bolsita y la funda de mi cuchillo del cinturón y me lo ceñí alrededor de la cintura. Coloqué una silla delante del fuego y me senté.
Contemplé las llamas. Por fin me permití pensar en mi sueño. Sentí una extraña opresión en el pecho. ¿Era un cobarde? No estaba seguro. Me dirigía a Puesto Vado para matar a Regio. ¿Haría eso un cobarde? Quizá, me dijo mi mente traidora, quizá un cobarde lo hiciera si eso le pareciese más fácil que buscar a su verdadero rey. Aparté ese pensamiento de mi cabeza.
Regresó de inmediato. ¿Matar a Regio era lo correcto, o simplemente lo que deseaba hacer? ¿Qué importaba eso? Importaba. Quizá debiera partir en busca de Veraz.
De nada servía pensar en eso hasta que no supiera si Veraz seguía con vida. Si pudiera habilitar con él, lo averiguaría. Pero nunca había sido capaz de habilitar con garantías. Galeno se había ocupado de eso, con los abusos que habían convertido mi talento natural para la Habilidad en algo impredecible y frustrante. ¿Se podía cambiar eso? Necesitaría habilitar en condiciones si quería pasar por encima de la camarilla para llegar al cuello de Regio. Tendría que aprender a controlarla. ¿Era la Habilidad algo que se podía aprender a dominar sin ayuda? ¿Cómo se aprende algo de lo que ni siquiera se conoce todo su potencial? Todas las aptitudes que Galeno me había inculcado o arrebatado, todos los conocimientos que Veraz nunca había tenido tiempo de enseñarme: ¿cómo iba a aprender todo eso yo solo? Era imposible.
No quería pensar en Veraz. Eso, más que nada, me indicaba que debería hacerlo. Veraz. Mi príncipe. Mi rey, ahora. Vinculado por la sangre y la Habilidad, había llegado a conocerlo como no conocía a ninguna otra persona. Abrirse a la Habilidad, me había dicho, era tan sencillo como no cerrarse a ella. Sus luchas de Habilidad con los corsarios se habían convertido en su vida, le habían robado su juventud y vitalidad. Nunca había tenido tiempo para enseñarme a controlar mi talento, pero me había impartido las clases que pudo en las escasas ocasiones que se presentaban. Su fuerza con la Habilidad era tal que podía imponer su toque sobre mí y fundirse conmigo durante días, a veces semanas. Y una vez, cuando estaba sentado en la silla de mi príncipe, en su estudio ante su mesa de trabajo, había habilitado con él. Ante mí tenía sus útiles de cartografía y el pequeño desorden personal del hombre que aguardaba a ser rey. Aquella vez había pensado en él, anhelado que estuviera en casa para guiar su reino, había sondeado sin más y lo había habilitado. Así de sencillo, sin preparación o proponérmelo realmente siquiera. Intenté adoptar la misma disposición mental. No tenía la mesa de Veraz ni otros objetos suyos para ponerlo en mi mente, pero si cerraba los ojos podía ver a mi príncipe. Tomé aliento e intenté conjurar su imagen.
Veraz tenía las espaldas más anchas que yo pero no alcanzaba mi estatura. Mi tío compartía conmigo los ojos y el cabello oscuros de la familia Vatídico, pero tenía los ojos más hundidos en el rostro y las canas no veteaban su barba y su pelo alborotado. Cuando yo era pequeño, él era musculoso y fuerte, un hombre fornido que blandía la espada con la misma facilidad con que cogía una pluma. Los últimos años lo habían desmejorado. Se había visto obligado a pasar demasiado tiempo sedente mientras empleaba su fuerza con la Habilidad para defender nuestras costas de los corsarios. Pero si su musculatura había disminuido, su aura de Habilidad se había acrecentado, hasta tal punto que presentarse ante él era como estar delante de una hoguera encendida. Cuando estaba en su presencia, reparaba mucho más en su Habilidad que en su cuerpo. Para su fragancia, rememoré el gusto picante de las tintas de colores con que trazaba sus mapas, el olor del delicado papel vitela y, también, el atisbo de corteza feérica que se apreciaba a menudo en su aliento.
—Veraz —dije suavemente en voz alta, y dejé que la palabra despertara ecos en mi interior, que rebotara en mis paredes.
Abrí los ojos. No podría sondear lejos de mí hasta que bajara mis muros. Visualizar a Veraz no me serviría de nada hasta que abriera una vía por la que pudiera salir mi Habilidad y la suya entrara en mi mente. Muy bien. Eso era sencillo. Relájate. Mira fijamente el fuego y observa las chispas diminutas que flotan sobre el calor. Chispas danzarinas, livianas. Baja la guardia. Olvida cómo Will había lanzado su fuerza con la Habilidad contra esa muralla y casi había conseguido derribarla. Olvida que sostener esa pared fue lo único que permitió que conservaras tu mente mientras laceraban tu carne. Olvida la enfermiza sensación de violación, cuando Justin se abrió paso hasta tu interior. La forma en que Galeno había mutilado y lesionado tu Habilidad cuando abusó de su posición como Maestro de la Habilidad para imponer su control sobre tu mente.
Tan claramente como si Veraz estuviera a mi lado, volví a escuchar las palabras de mi príncipe. «Galeno te ha marcado. Has levantado barreras que ni siquiera yo puedo traspasar, pese a mi fuerza. ¡Tendrías que aprender a bajarlas!. Sé que es difícil». Y esas palabras eran de hacía muchos años, antes de la invasión de Justin, antes de los ataques de Will. Sonreí con amargura. ¿Sabrían que habían conseguido deshabilitarme? Seguramente nunca se habían parado a pensar en ello. Alguien, en alguna parte, debería tomar nota de eso.
Algún día un rey hábil podría encontrar útil saber que, si herías lo bastante con la Habilidad a quien la poseyera, podías sellarla dentro de él y dejarlo impotente en ese sentido.
Veraz nunca había tenido tiempo de enseñarme a bajar esas defensas. Irónicamente, había encontrado la forma de enseñarme a fortalecerlas, para que pudiera ocultarle mis pensamientos íntimos cuando no quisiera compartirlos. Quizá eso fuera algo que había aprendido demasiado bien. Me pregunté si algún día tendría tiempo de olvidar esas enseñanzas.
Tiempo, no hay tiempo, me interrumpió fastidiado Ojos de Noche. El tiempo es algo que se inventaron los hombres para tener de qué preocuparse. Piensas tanto en él que me mareas. ¿Por qué sigues esos rastros viejos? Encuentra uno nuevo que te conduzca a algo de carne. Si quieres cazar, tienes que perseguir a tu presa. Eso es todo. No puedes decir: «Perseguir a esta presa me llevaría demasiado tiempo, quiero comer ahora». Todo es la misma cosa. La persecución es el comienzo del festín.
No lo entiendes, dije con cansancio. El día tiene las horas que tiene, y sólo dispongo de un número de días determinado para hacer esto.
¿Por qué partes tu vida en pedazos y pones nombre a esos trozos? Horas, días. Es como los conejos. Si yo mato un conejo, como conejo. Un somnoliento bufido de desdén. Cuando tú tienes un conejo, lo troceas y lo llamas huesos, carne, piel y tripas. Por eso nunca tienes bastante.
¿Qué debería hacer, oh sabio maestro?
Deja de lamentarte y haz lo que tengas que hacer. A ver si así consigo dormir.
Me dio un empujoncito mental, como un codazo en las costillas cuando un compañero pasa por tu lado en una taberna atestada. De golpe comprendí cuan estrechamente había mantenido nuestro contacto en las últimas semanas. Hubo un tiempo en que lo regañaba por estar siempre en mi mente. No quería su compañía cuando estaba con Molly, y había intentado explicarle entonces que esas ocasiones debían pertenecerme exclusivamente a mí. Ahora su empujón puso de manifiesto que había estado aferrándome a él tan intensamente como él a mí cuando era un lobezno. Resistí con firmeza mi primer impulso de abrazarme a él. En vez de eso me acomodé en mi silla y contemplé el fuego.
Bajé las defensas. Permanecí un rato sentado, con la boca seca, esperando un ataque. Como no ocurrió nada, pensé con detenimiento y volví a bajar mis defensas. Creían que estaba muerto, me recordé. No estarán escondidos esperando a emboscar a un difunto. Aun así no era sencillo obligarme a bajar mis defensas. Sería mucho más sencillo observar el reflejo de un sol radiante en el agua sin pestañear, o aguardar sin moverse un puñetazo inminente. Pero cuando por fin lo hice, pude sentir la Habilidad flotando a mi alrededor, fluyendo en torno a mí como si yo fuese una roca en medio de un río. Sólo tenía que zambullirme y encontraría a Veraz. O a Will, o a Burl, o a Carrod. Me estremecí y el río se retiró. Hice acopio de valor y volví a él. Pasé mucho tiempo al borde de esa orilla, animándome a saltar. No se puede probar la temperatura del agua con la Habilidad. Dentro o fuera. Dentro.
Dentro, y empecé a rodar y a dar tumbos, sentí que mi ser se deshilachaba como un cabo podrido de cuerda de cáñamo. Las hebras se soltaban y se alejaban de mí, todas las capas que componían mi yo, recuerdos, emociones, los pensamientos profundos que importaban, los destellos de poesía que uno experimenta y que calan más hondo que la comprensión, los recuerdos aleatorios de días corrientes, todo se disolvía. Era tan agradable. Lo único que tenía que hacer era dejarme llevar.
Pero eso confirmaría lo que pensaba Galeno de mí.
¿Veraz?
No hubo respuesta. Nada. No estaba allí.
Regresé a mi ser y retuve todo mi yo a mi alrededor. Podía hacerlo, descubrí, podía mantenerme entero en el torrente de la Habilidad, conservar mi identidad. ¿Por qué había sido tan difícil siempre antes? Dejé esa pregunta a un lado y me puse en el peor de los casos. El peor de los casos era que Veraz estaba vivo y me había hablado hacía apenas unos meses. «Diles que Veraz está vivo. Eso es todo». Y lo había hecho, pero no lo habían comprendido y nadie había hecho nada. Pero ¿qué podría haber sido aquel mensaje, más que una llamada de auxilio? Una llamada de auxilio de mi rey que se había quedado sin respuesta.
De repente esa idea se hizo intolerable y el grito de Habilidad que brotó de mí fue algo que sentí, como si mi misma vida saltara de mi pecho inmersa en una búsqueda.
¡VERAZ!
¿… Hidalgo?
Nada más que un susurro rozando mi conciencia, tenue como las alas de una polilla que baten contra la cortina de una ventana. Era mi turno, esta vez, de buscar, asir y sujetar. Me lancé en su dirección y lo encontré. Su presencia titilaba como la llama de una vela a punto de apagarse en el charco de su propia cera. Sabía que desaparecería enseguida. Tenía mil preguntas que hacerle. Formulé la única que importaba.
Veraz. ¿Puedes extraer fuerzas de mí, sin tocarme?
¿Traspié? Más débil, más vacilante. Pensé que Hidalgo había vuelto… Se tambaleaba al filo de las tinieblas… para librarme de esta carga…
Veraz, presta atención. Piensa. ¿Puedes sacar fuerzas de mí? ¿Puedes hacerlo ahora?
No… No puedo. Llegar. ¿Traspié?
Me acordé de Artimañas, extrayendo fuerzas de mí para habilitar un adiós a su hijo. Y de cómo Justin y Serena lo habían atacado y absorbido toda su fuerza para matarlo. Cómo había muerto, como si estallara una pompa de jabón. Como una chispa que se apaga.
¡VERAZ! Salté sobre él, me envolví a su alrededor, lo sujeté como tantas veces me había sujetado él a mí en nuestros contactos con la Habilidad. Toma de mí, le ordené, y me abrí a él. Me obligué a creer en la realidad de su mano sobre mi hombro, intenté recordar qué sentía cuando Artimañas o él extraían fuerzas de mí. La llama que era Veraz creció de repente, y al cabo volvió a arder fuerte y limpia.
Basta, me advirtió, y luego con más ímpetu: ¡Ten cuidado, chico!
No, estoy bien, puedo hacerlo, le aseguré, y bombeé mi fuerza hacia él.
¡Basta!, insistió, y se apartó de mí. Fue casi como si retrocediéramos y nos estudiáramos el uno al otro. No podía ver su cuerpo, pero percibía la tremenda fatiga que lo embargaba. No era el cansancio saludable que llega al final de una jornada de trabajo, sino el agotamiento de un día aplastante sobre otro, sin el alimento ni el descanso suficientes entre ellos. Le había prestado fuerza, pero no salud, y pronto consumiría la vitalidad que había tomado prestada de mí porque no era una fuerza auténtica, como tampoco alimenta realmente el té de corteza feérica.
¿Dónde estás?, pregunté.
En las montañas, dijo a regañadientes, y añadió: No es prudente decir nada más. Ni siquiera deberíamos habilitar. Alguien podría intentar escucharnos.
Pero no interrumpió el contacto, y supe que tenía tanta sed de respuestas como yo. Intenté pensar en lo que podía contarle. No lograba sentir a nadie más aparte de nosotros, pero no estaba seguro de saber si alguien nos espiaba. Durante un momento nuestro contacto fue sólo la simple percepción del otro. Entonces Veraz me previno severamente: Debes tener más cuidado. Te buscarás problemas. Pero esto me infunde ánimos. Hacía mucho tiempo que no sentía el contacto de un amigo.
En ese caso merece la pena el riesgo. Vacilé, antes de descubrir que no podía contener el pensamiento dentro de mí. Mi rey. Hay algo que debo hacer. Cuando termine, iré a buscaros.
En ese momento percibí algo procedente de él. Una gratitud humillante en su intensidad. Espero seguir aquí cuando llegues. A continuación, con más severidad: No digas nombres, habilita sólo si es estrictamente necesario. Más suavemente: Ten cuidado, muchacho. Ten mucho cuidado. Son despiadados.
Y desapareció.
Había cortado limpiamente el contacto de la Habilidad. Esperaba que, dondequiera que estuviese, empleara la fuerza que le había prestado para encontrar algo de comida o un lugar seguro donde descansar. Había percibido que vivía acosado, siempre alerta, siempre hambriento. Presa, tanto como yo. Y algo más. ¿Una herida, fiebre? Me recliné en la silla, temblando ligeramente. Sabía que no debía intentar ponerme de pie. El mero hecho de habilitar me dejaba agotado, y me había abierto a Veraz y había permitido que me debilitara todavía más. Dentro de un rato, cuando se mitigaran los temblores, prepararía un té de corteza feérica y me repondría. De momento me quedé sentado, contemplando las llamas y pensando en Veraz.
Veraz había salido de Torre del Alce el otoño pasado. Parecía que hiciese una eternidad. Cuando se fue, el rey Artimañas vivía todavía, y su esposa, Kettricken, estaba embarazada. Se había embarcado en una misión. Los Corsarios de la Vela Roja, procedentes de las Islas del Margen, llevaban tres años asolando nuestras costas y todos nuestros esfuerzos por expulsarlos habían sido inútiles. De modo que Veraz, Rey a la Espera del trono de los Seis Ducados, había partido hacia las montañas para buscar allí a nuestros legendarios aliados, los vetulus. Decía la tradición que el rey Sapiencia, generaciones atrás, los había encontrado y éstos habían ayudado a los Seis Ducados frente a una amenaza similar. También habían prometido regresar si alguna vez volvíamos a necesitarlos. De modo que Veraz había dejado atrás trono, esposa y reino para buscarlos y recordarles su promesa. Su anciano padre, el rey Artimañas, se había quedado en la corte, al igual que el príncipe Regio, su hermano menor.
Casi inmediatamente después de la marcha de Veraz, Regio comenzó a conspirar contra él. Solicitó el favor de los duques del interior e ignoró las necesidades de los ducados costeros. Sospechaba que él era el origen de los rumores que ridiculizaban la búsqueda de Veraz y lo describían como un necio irresponsable, cuando no como un loco. La camarilla de usuarios de la Habilidad que debería haber sido fiel a Veraz se había corrompido hacía tiempo y servía a Regio. Éste los utilizó para anunciar que Veraz había muerto cuando se dirigía a las montañas, antes de autoproclamarse Rey a la Espera. Su control sobre el afligido rey Artimañas se hizo absoluto; Regio había declarado que trasladaría su corte al interior, abandonando Torre del Alce en todos los sentidos a merced de las Velas Rojas. Cuando anunció que el rey Artimañas y la reina Kettricken de Veraz debían acompañarlo, Chade decidió que debíamos actuar. Sabía que Regio no toleraría que ninguno de ellos se interpusiera entre el trono y él. De modo que trazamos nuestros planes para sacarlos del castillo la misma noche que Regio se coronara Rey a la Espera.
Nada salió como estaba previsto. Los duques de la costa habían estado a punto de sublevarse contra Regio; habían intentado reclutarme para su rebelión. Accedí a contribuir a su causa, con la esperanza de mantener Torre del Alce como puesto de poder para Veraz. Pero antes de que pudiéramos sacar al rey, dos miembros de la camarilla lo asesinaron. Sólo Kettricken huyó, y aunque yo había matado a los asesinos del rey Artimañas, fui capturado, torturado y juzgado culpable de practicar la magia de la Maña. Lady Paciencia, la mujer de mi padre, intercedió por mí sin éxito. Si Burrich no hubiera logrado facilitarme un veneno, me habrían ahorcado sobre el agua y quemado. Pero el veneno había servido para simular una muerte convincente. Mientras mi alma viajaba en el cuerpo de Ojos de Noche, Paciencia reclamó mi cadáver, que yacía en la celda de la prisión, y le dio sepultura. Sin que ella lo supiera, Burrich y Chade me desenterraron en cuanto pudieron.
Parpadeé y aparté los ojos de las llamas. El fuego ya casi se había apagado. Así era mi vida ahora, reducida a cenizas. No tenía manera de recuperar a la mujer que amaba. Molly pensaba que yo estaba muerto, y sin duda le repugnaba mi uso de la magia de la Maña. Y, en cualquier caso, me había abandonado días antes de que el resto de mi vida se desmoronara. La conocía desde que ambos éramos niños y jugábamos juntos en las calles y muelles de la ciudad de Torre del Alce. Ella me llamaba Nuevo y pensaba que yo era un crío más del castillo, un mozo de cuadra o el aprendiz del escribano. Se enamoró de mí antes de descubrir que era el bastardo, el hijo ilegítimo que había obligado a Hidalgo a abdicar el trono. Cuando se enteró, estuve a punto de perderla. Pero la convencí para que confiara en mí, para que creyera en mí, y durante casi todo un año nos aferramos el uno al otro a pesar de todos los escollos. Una y otra vez me vi obligado a anteponer mi lealtad al rey a los deseos de ambos. El rey me había denegado su permiso para casarme; ella lo aceptó. Me había prometido a otra mujer. Incluso eso, ella supo tolerarlo. La amenazaron y la apodaron «la puta del bastardo». Fui incapaz de protegerla. Pero ella lo había soportado todo con estoicismo… hasta que un buen día me dijo que había otra persona en su vida, alguien a quien podía querer y poner por encima de todo lo demás en su vida, como hacía yo con mi rey. Me abandonó. No podía culparla. Sólo podía echarla de menos.
Cerré los ojos. Estaba cansado, exhausto. Y Veraz me había advertido que no volviera a habilitar a menos que fuese imprescindible. Aunque intentar atisbar a Molly no tendría nada de malo. Simplemente verla un instante, comprobar que estaba bien… Seguramente ni siquiera conseguiría verla, pero ¿qué tenía de malo intentarlo sólo un instante?
Debería resultar fácil. No me costaba ningún esfuerzo recordarlo todo sobre ella. Había inhalado su perfume tantas veces, compuesto de las hierbas que utilizaba para aromatizar sus velas y la calidez de su piel. Conocía cada matiz de su voz, cómo se volvía más grave cuando reía. Podía recordar la línea precisa de su mentón, y cómo sacaba la barbilla cuando se enfadaba conmigo. Conocía la textura brillante de su lustroso cabello castaño y el fulgor de sus ojos oscuros. Solía enmarcar mi cara con sus manos y sujetarla con firmeza cuando me besaba… Acerqué una mano a mi rostro, deseando poder encontrar la suya allí, poder atraparla y retenerla eternamente. En vez de eso sentí la costura de una cicatriz. Las lágrimas afloraron cálidas a mis ojos. Pestañeé para enjugarlas; las llamas de la chimenea fluctuaron un momento antes de que se me despejara la vista. Estaba cansado, me dije. Demasiado cansado para intentar encontrar a Molly con mi Habilidad. Debería procurar conciliar el sueño. Intenté apartarme de esas emociones tan humanas. Pero eso era lo que había escogido cuando decidí ser un hombre de nuevo. Quizá fuese más sensato ser un lobo. Los animales no tenían por qué albergar esos sentimientos. Afuera, en la oscuridad, un lobo solitario alzó su hocico y aulló de repente al firmamento, inundando la noche con su soledad y desolación.