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La Despedida

Tras coronarse rey de los Seis Ducados, el príncipe Regio Vatídico esencialmente abandonó los ducados costeros a su suerte. Había despojado a Torre del Alce y a buena parte del ducado de Gama de cuantas monedas pudo exprimirles. En Torre del Alce se habían vendido los caballos y las cabezas de ganado, reservando los mejores animales para acompañar a Regio hasta su nueva residencia en Puesto Vado. El mobiliario y la biblioteca de la tradicional sede monárquica también se habían saqueado, algunos para ir a parar al nuevo asentamiento, otros repartidos entre sus ducados y nobles terrales a modo de favor o vendidos a ellos directamente. Almacenes de grano, bodegas de vino, armerías, todo había sido desvalijado y el botín se había trasladado a las tierras del interior.

Su plan anunciado consistía en trasladar al afligido rey Artimañas, y a la viuda y embarazada Reina a la Espera Kettricken, tierra adentro hasta Puesto Vado, donde podrían estar más a salvo de las incursiones de las Velas Rojas que asolaban los ducados costeros. También esto fue aprovechado como excusa para el saqueo de muebles y objetos de valor de Torre del Alce. Pero con la muerte de Artimañas y la desaparición de Kettricken, incluso este endeble pretexto se desvaneció. A pesar de todo, abandonó Torre del Alce en cuanto pudo tras su coronación. Cuentan que cuando su Consejo de Nobles puso en duda esta decisión, él les dijo que los ducados costeros sólo representaban para él guerras y gastos, que siempre habían sido una sanguijuela adherida a los recursos de los ducados terrales y que deseaba a los marginados el placer de adueñarse de aquel triste pedazo de roca. Regio negaría más adelante haber pronunciado siquiera tales palabras.

Cuando Kettricken desapareció, el rey Regio se quedó en una posición para la que no se conocían precedentes históricos. La criatura que portaba Kettricken en su seno era sin duda el próximo en la línea sucesoria por la corona. Pero tanto la reina como su hijo nonato se habían esfumado en circunstancias sumamente sospechosas. No todos estaban seguros de que no fuese Regio el artífice de su desaparición, Aunque la reina se hubiera quedado en Torre del Alce, el niño no podría asumir siquiera el título de Rey a la Espera en al menos diecisiete años. Regio se dio mucha prisa en tomar el título de monarca lo antes posible, pero según la ley necesitaba el reconocimiento de los Seis Ducados para poder reclamarlo. Compró la corona mediante numerosas concesiones a sus ducados costeros. La más importante fue la promesa de Regio de mantener Torre del Alce guarnecida y lista para defender la costa.

El mando de la antigua fortaleza recayó sobre el mayor de sus sobrinos, heredero al título de duque de Lumbrales. Lord Refuljo, a sus veinticinco años, comenzaba a impacientarse mientras esperaba a que su padre le cediera los poderes. Estaba más que dispuesto a aceptar la autoridad sobre Torre del Alce y Gama, pero tenía poca experiencia a la que recurrir. Regio se fue tierra adentro hasta el castillo de Puesto Vado, a orillas del río Vin en Lumbrales, mientras el joven lord Refuljo se quedaba en Torre del Alce con una guardia selecta de hombres de Lumbrales. No consta en ninguna parte que Regio le dejara fondos con que operar, de modo que el joven se propuso obtener lo que necesitaba de los comerciantes de la ciudad de Torre del Alce, y de los ya sitiados pastores y ganaderos que habitaban en el resto del ducado de Gama. Si bien nada indicaba que sintiera animadversión alguna hacia las gentes de Gama o de los demás ducados costeros, lo cierto es que tampoco les profesaba ninguna lealtad.

En esa época moraba además en Torre del Alce un puñado de pequeños nobles de Gama. Casi todos los terratenientes de Gama se encontraban en sus respectivas torres, haciendo lo poco que podían por proteger a los vecinos de sus localidades. La más notable de cuantos se quedaron en Torre del Alce fue lady Paciencia, quien había sido Reina a la Espera hasta que su marido, el príncipe Hidalgo, abdicó el trono en su hermano pequeño, Veraz. Guarnecían Torre del Alce los soldados de Gama, amén de la guardia personal de la reina Kettricken y los pocos hombres que aún quedaban de la guardia del rey Artimañas. La moral de los soldados estaba baja, pues su salario era intermitente y las raciones exiguas. Lord Refuljo se había traído su guardia personal a Torre del Alce y era evidente que la prefería a los hombres de Gama. La situación se veía agravada aún más por la difusa cadena de mando. En apariencia los soldados de Gama debían informar al capitán Keffel de los hombres de Lumbrales, el comandante de la guardia de lord Refuljo. En realidad, Dedalera de la guardia de la reina, Kerf de la guardia de Torre del Alce y el viejo Red de la guardia del rey Artimañas estaban confabulados y seguían sus propios dictados. Si presentaban sus informes con regularidad ante alguien, era ante lady Paciencia. Con el tiempo, los soldados de Gama empezaron a referirse a ella como la Señora de Torre del Alce.

Aun después de su coronación, Regio seguía teniendo celos de su título. Envió mensajeros a uno y otro confín, buscando noticias sobre el posible paradero de la reina Kettricken y el heredero nonato. Sus sospechas de que ella podía haber buscado el amparo de su padre, el rey Eyod del Reino de las Montañas, lo llevó a exigir que se la devolviera. Cuando Eyod respondió que el paradero de la reina de los Seis Ducados no era de la incumbencia de las gentes de las montañas, la rabia impulsó a Regio a cortar los lazos con el Reino de las Montañas, interrumpiendo el comercio e intentando impedir incluso que los viajeros comunes traspasaran las fronteras. Al mismo tiempo, sin duda propagados por Regio, comenzaron a circular rumores de que el niño que portaba Kettricken no era hijo de Veraz y por tanto no tenía ningún derecho legítimo sobre el trono de los Seis Ducados.

Fueron tiempos aciagos para las gentes de Gama. Abandonados por su rey y defendidos únicamente por un pequeño contingente de soldados mal abastecidos, los habitantes se quedaron sin timón en medio de un mar embravecido. Cuando los corsarios no robaban o destruían, los hombres de Refuljo recaudaban impuestos. Los caminos se infestaron de salteadores, pues cuando una persona honrada es incapaz de ganarse la vida, la gente hace lo que sea preciso para subsistir. Los pequeños agricultores renunciaron a toda esperanza de salir adelante y huyeron de la costa para convertirse en mendigos, ladrones y prostitutas en las ciudades del interior. El comercio se extinguió, pues pocas de las naves que zarpaban regresaban a puerto.

Chade y yo estábamos sentados en el banco que había delante de la cabaña, conversando. No hablamos de hechos solemnes, ni de los sucesos significativos del pasado. En cambio, hablamos de las pequeñas cosas que compartíamos como si yo acabara de regresar de un largo viaje. Sisa, su comadreja, se estaba haciendo vieja; el invierno pasado le había envarado los huesos y ni siquiera la llegada de la primavera había servido para reanimarla. Chade temía que no fuese a sobrevivir otro año. Por fin había conseguido secar hojas de pináceas sin que las afectara el añublo, pero había descubierto que la hierba seca tenía poca potencia. Los dos añorábamos las pastas de Perol Sara. Chade me preguntó si había algo que quisiera recuperar de mi cuarto. Regio había ordenado su registro y lo había dejado patas arriba, pero creía que no se habían llevado gran cosa, ni echarían en falta lo que desapareciera ahora de allí. Le pregunté si se acordaba del tapiz que retrataba al rey Sapiencia parlamentando con los vetulus. Respondió que sí, aunque era demasiado voluminoso para cargar con él hasta allí. Le dirigí una mirada de congoja tal que de inmediato claudicó y dijo que seguramente podría encontrar la manera.

Sonreí.

—Era una broma, Chade. Esa cosa nunca ha hecho más que provocarme pesadillas cuando era pequeño. No. En mi habitación ya no queda nada que sea importante.

Chade me miró, casi con tristeza.

—¿Dejas atrás una vida, así, con las ropas que llevas encima y un pendiente en la oreja? Y dices que no hay nada que te gustaría llevarte contigo. ¿Es que a ti no te parece extraño?

Me quedé pensando un momento. La espada que me había dado Veraz. El anillo de plata que me había regalado el rey Eyod, que antes perteneciera a Rurisk. Un alfiler de lady Gracia. Las chirimías de Paciencia estaban en mi cuarto; esperaba que las hubiera recuperado. Mis pinturas y papeles. Una cajita que había tallado para guardar mis venenos. Entre Molly y yo nunca había habido obsequios. Ella no me dejaba que le regalara nada y a mí nunca se me había ocurrido robar una cinta de su cabello. Si lo hubiera pensado…

—No. Es mejor cortar por lo sano, supongo. Aunque se te ha olvidado una cosa. —Giré el cuello de mi basta camisa para enseñarle el diminuto rubí engarzado en plata—. El alfiler de corbata que me dio Artimañas para señalarme como suyo. Todavía lo conservo.

Paciencia lo había empleado para sujetar la mortaja con que me había envuelto. Aparté de mí ese pensamiento.

—No deja de sorprenderme que los guardias de Regio no desvalijaran tu cadáver. Supongo que la Maña tiene tan mala reputación que temían tocarte tanto muerto como vivo.

Me palpé el puente de la nariz, allí donde me la había roto.

—No parecía que tuvieran tanto miedo de tocarme, te lo aseguro.

Chade esbozó una sonrisa torcida.

—Te molesta la nariz, ¿verdad? Opino que le da más personalidad a tu cara.

La luz del sol me hizo entornar los ojos para mirarlo.

—¿En serio?

—No. Pero es lo que se suele decir en estos casos. No está tan mal, de verdad. Casi parece que alguien hubiera intentando enderezarla.

Me estremecí al sentir el filo aserrado de un recuerdo.

—No quiero pensar en eso —respondí con sinceridad.

Su dolor por mí le empañó el semblante. Aparté la mirada, incapaz de soportar su compasión. Los recuerdos de la paliza que había sufrido eran más tolerables si fingía que nadie más estaba al corriente de ellos. Me avergonzaba lo que había hecho Regio conmigo. Apoyé la cabeza en la madera de la pared bañada por el sol e inspiré hondo.

—En fin. ¿Qué pasa ahora por ahí abajo, donde todavía hay gente con vida?

Chade carraspeó, aceptando el cambio de tema.

—Bueno. ¿Qué sabes?

—No mucho. Que Kettricken y el bufón escaparon. Que es posible que Paciencia se haya enterado de que Kettricken llegó sana y salva a las montañas. Que Regio está enfadado con el rey Eyod de las Montañas y ha cortado sus rutas comerciales. Que Veraz vive todavía, aunque nadie tenga noticias de él.

—¡Epa! ¡Epa! —Chade se sentó muy recto—. El rumor sobre Kettricken… recuerdas eso de la noche en que lo discutimos Burrich y yo.

Torcí la cabeza.

—Lo mismo que se recuerda un sueño que tuviste hace tiempo. Con colores submarinos, con los hechos desordenados. Sólo sé que os oí decir algo sobre eso.

—¿Y lo de Veraz?

La súbita tensión que lo embargaba me produjo un escalofrío de temor que me recorrió la espalda.

—Aquella noche habilitó conmigo —dije con voz queda—. Os dije que seguía con vida.

—¡MALDICIÓN! —Chade se puso en pie de un salto y dio saltos de rabia. Era un espectáculo que jamás había presenciado antes y me lo quedé mirando fijamente, indeciso entre el asombro y el miedo—. ¡Burrich y yo no dimos credibilidad a tus palabras! Oh, nos alegró oírte pronunciarlas, y cuando saliste corriendo, dijo: «Deja que se largue el muchacho, es lo único que puede hacer esta noche, se acuerda de su príncipe». Pensamos que sólo era eso. ¡Maldición y mil veces maldición! —Se detuvo de golpe y me señaló con un dedo—. Informa. Cuéntamelo todo.

Rebusqué entre mis recuerdos. Era tan difícil de dilucidar como si lo hubiera visto a través de los ojos del lobo.

—Tenía frío. Pero vivía. Estaba cansado o herido. Frenado, de algún modo. Intentaba abrirse paso y yo lo rechazaba, así que me incitó a beber. Para que bajara mis barreras, me figuro…

—¿Dónde estaba?

—No lo sé. Nieve. Un bosque. —Buscaba a tientas el fantasma de un recuerdo—. Me parece que él no sabía dónde estaba.

Los ojos verdes de Chade se clavaron en mí.

—¿Puedes llegar hasta él, puedes sentirlo? ¿Sabrías decirme si vive todavía?

Negué con la cabeza. El corazón empezaba a golpetear fuerte en mi pecho.

—¿Puedes habilitar con él ahora?

Meneé la cabeza. La tensión me atenazaba las entrañas.

La frustración que sentía Chade aumentaba con cada una de mis negativas.

—¡Maldita sea, Traspié, tienes que hacerlo!

—¡No quiero! —exclamé de pronto.

Me había puesto de pie.

¡Corre! ¡Huye enseguida!

Lo hice. De repente era así de fácil. Huí de Chade y de la cabaña como si me persiguieran todos los demonios de las infernales Islas del Margen. Chade me llamó pero me negué a escuchar sus palabras. Corrí, y en cuanto me hube internado en el refugio del bosque, Ojos de Noche estuvo a mi lado.

Por ahí no, por ahí está Corazón de la Manada, me advirtió. De modo que corrí colina arriba, lejos del arroyo, hacia un gran entramado de espinos que cubría un terraplén donde se refugiaba Ojos de Noche las noches de tormenta. ¿Qué ha pasado? ¿Cuál era el peligro?, quiso saber Ojos de Noche.

Quería que regresara, admití después de un momento. Intenté expresarlo de modo que lo entendiera Ojos de Noche. Quería… que dejara de ser un lobo.

Un escalofrío repentino me recorrió la espalda. Al explicárselo a Ojos de Noche me había enfrentado cara a cara con la verdad. La elección era sencilla. Ser un lobo, sin pasado, ni futuro, sólo con el presente. O ser un hombre, retorcido por su pasado, cuyo corazón bombeaba miedo mezclado con su sangre. Podía caminar sobre dos piernas, y conocer la vergüenza y la cobardía como forma de vida. O correr a cuatro patas y olvidarlo todo hasta que incluso Molly fuese tan sólo un olor agradable en mi memoria. Me senté inmóvil bajo los espinos, con la mano ligeramente apoyada en el lomo de Ojos de Noche, observando fijamente un lugar que sólo yo podía ver. Lentamente la luz cambió y la tarde dio paso al crepúsculo. Mi corazón se rebelaba, pero las alternativas eran intolerables. Me armé de valor para afrontarlo.

Era de noche cuando volví. Me arrastré hasta casa con el rabo entre las piernas. Era extraño regresar a la cabaña de nuevo como un lobo, percibir el olor del humo de leña como algo propio de los humanos y parpadear ante el fulgor del fuego que se filtraba por los postigos. A regañadientes, liberé mi mente de la de Ojos de Noche.

¿No prefieres cazar conmigo?

Me encantaría cazar contigo. Pero esta noche no puedo.

¿Por qué?

Meneé la cabeza. La firmeza de mi decisión era tan nueva y frágil que no me atrevía a ponerla a prueba hablando. Me detuve en la linde del bosque para limpiar mis ropas de hojas y suciedad, recogerme el cabello y anudarme la coleta. Esperaba que no tuviera la cara tiznada. Enderecé los hombros y me obligué a caminar hasta la cabaña, abrir la puerta, entrar y observarlos. Me sentía tremendamente vulnerable. Habían estado compartiendo información sobre mí. Entre los dos conocían casi todos mis secretos. Mi dignidad, ya maltrecha, ahora estaba hecha jirones. ¿Cómo podía presentarme ante ellos y esperar que me trataran como a un hombre? Pero no podía culparlos. Habían intentado salvarme. De mí, cierto, pero salvarme al fin y al cabo. No era culpa suya que lo que habían salvado apenas si valiera la pena.

Estaban sentados a la mesa cuando llegué. Si hubiera salido corriendo de esa manera hacía algunas semanas, Burrich se habría puesto de pie de un salto para zarandearme y pegarme a mi regreso. Sabía que ya habíamos dejado eso atrás, pero el recuerdo me inspiraba un recelo que no lograba disimular por completo. Sin embargo, su rostro sólo expresó alivio, mientras que Chade me miraba con vergüenza y preocupación.

—No pretendía presionarte de esa forma —dijo apresuradamente, sin darme tiempo a hablar.

—No lo hiciste —contesté suavemente—. Lo único que hiciste fue poner el dedo en la llaga que yo no dejo que se cierre. A veces uno no sabe cuánto daño ha sufrido hasta que otra persona palpa la herida.

Cogí mi silla. Tras semanas de frugalidad, ver de golpe queso, miel y vino de saúco en la mesa resultaba casi escandaloso. También había una hogaza de pan para acompañar la trucha que había pescado Burrich. Por un momento nos limitamos a comer, sin hablar salvo para pedir algo de la mesa. Eso pareció aliviar la incomodidad. Pero en cuanto la cena hubo terminado, regresó la tensión.

—Ahora entiendo tu pregunta —dijo Burrich de improviso. Chade y yo lo miramos sorprendidos al mismo tiempo—. Hace unos días, cuando me preguntaste qué íbamos a hacer a continuación. Comprende que había dado a Veraz por perdido. Kettricken portaba su heredero, pero ya estaba a salvo en las montañas. No podía hacer nada más por ella. Si interviniera de alguna forma, podría delatar su paradero a otras personas. Era mejor dejar que siguiera escondida, a salvo con el pueblo de su padre. Cuando su hijo alcance la edad necesaria para reclamar su trono… en fin, si no estoy en la tumba para ese momento, supongo que haré lo que pueda. Por ahora, consideraba que mi servicio al rey era cosa del pasado. Así que cuando me preguntaste no veía más que la necesidad de cuidar de nosotros mismos.

—¿Y ahora? —pregunté con voz queda.

—Si Veraz vive todavía, quien ocupa el trono es un usurpador. He jurado acudir en auxilio de mi rey. Igual que Chade. Igual que tú. Los dos me observaban con intensidad.

Sal corriendo.

No puedo.

Burrich dio un respingo como si le hubiera pinchado con un alfiler. Si me acercaba a la puerta, me pregunté, ¿saltaría sobre mí para detenerme? Pero no dijo ni hizo nada, se limitó a esperar.

—Yo no. Ese Traspié ha muerto —dije bruscamente.

Fue como si hubiera abofeteado a Burrich. Pero Chade preguntó suavemente:

—En ese caso, ¿cómo es que aún lleva encima el alfiler del rey Artimañas?

Lo cogí y lo saqué del cuello de mi camisa. Me proponía decir, ten, quédatelo y con él todo lo que acarrea. Ya no quiero saber nada más de él. Me falta el coraje necesario. En vez de eso me quedé sentado, mirándolo.

—¿Vino de saúco? —ofreció Chade, pero no a mí.

—Esta noche hace frío. Prepararé té —respondió Burrich.

Chade asintió. Yo seguía sentado, con el alfiler rojo y plateado en mi mano. Recordé las manos de mi rey cuando había prendido ese alfiler entre los pliegues de la camisa de un niño. «Así —había dicho—. Ahora me perteneces». Pero ahora estaba muerto. ¿Me liberaba eso mi promesa? ¿Y las últimas palabras que me había dirigido? «¿Qué he hecho de ti?». Volví a apartar de nuevo esa pregunta. Lo más importante, ¿qué era yo ahora? ¿Era lo que Regio había hecho de mí? ¿O podía escapar de eso?

—Regio me dijo —empecé pensativo— que sólo estaba un paso por encima del criador de perros anónimo que siempre he sido. —Levanté la cabeza y me obligué a mirar a Burrich a los ojos—. Me gustaría que fuese así.

—¿Te gustaría? —preguntó Burrich—. Tiempo atrás no opinabas lo mismo. ¿Quién eres, Traspié, sino el hombre del rey? ¿Qué crees que eres? ¿Adonde irás?

¿Adonde iría si fuese libre? Con Molly, gritaba mi corazón. Zangoloteé la cabeza, rechazando la idea antes de que pudiera abrasarme. No. Aun antes de perder la vida, la había perdido a ella. Consideré mi libertad, vacua y amarga. Sólo había un lugar al que podía ir, en realidad. Me armé de valor, levanté la cabeza y sostuve con firmeza la mirada de Burrich.

—Me voy. A donde sea. A los Estados de Chalaza, al Mitonar. Se me dan bien los animales, también soy un escribano decente. Podría ganarme la vida.

—No me cabe duda. Pero te ganarías una vida que no te corresponde —señaló Burrich.

—Bueno, ¿y cuál es ésa? —inquirí, repentina y genuinamente enfadado. ¿Por qué tenían que ponérmelo tan difícil? Las palabras y los pensamientos brotaron de pronto de mí como veneno que rezuma de una herida infectada—. Te gustaría que me entregara por entero a mi rey y sacrificara todo lo demás, como hiciste tú. Que renunciara a la mujer que amo para seguir a un rey como un perro siempre a sus pies, como hiciste tú. ¿Y cuando ese rey te abandonó? Te tragaste el orgullo, criaste a su bastardo en su lugar. Después te lo quitaron todo, establos, caballos, perros, empleados. Te dejaron sin nada, ni siquiera un techo sobre tu cabeza, esos reyes a los que juraste servir. ¿Y qué hiciste? A falta de otra cosa te aferraste a mí, sacaste al bastardo de un ataúd y lo obligaste a volver a la vida. ¡Una vida que odio, una vida que no quiero!

Le lancé una mirada torva, acusatoria.

Me miró fijamente, sin palabras. Quería parar, pero algo me impulsaba a seguir. La rabia era una sensación agradable, como un fuego purificador. Cerré los puños con fuerza mientras preguntaba:

—¿Por qué estás siempre ahí? ¿Por qué siempre vuelves a ponerme de pie, para que me derriben otra vez? ¿Para qué? ¿Para obligarme a deberte algo? ¿Para darte algún derecho sobre mi vida cuando no tienes el valor necesario para vivir la tuya? Sólo quieres que sea igual que tú, alguien sin vida propia, alguien que renuncie a todo por su rey. ¿No te das cuenta de que vivir consiste en algo más que renunciar a todo por otra persona?

Lo miré a los ojos y volví la cabeza para no tener que soportar el dolor y el asombro que vi en ellos.

—No —dije apagadamente tras tomar aliento—. No te das cuenta, no puedes saberlo. Ni siquiera eres capaz de imaginarte lo que me has quitado. Tendría que estar muerto, pero no me dejaste morir. Siempre con la mejor de las intenciones, creyendo siempre que hacías lo correcto, no importaba el daño que me hiciera. Pero ¿quién te dio ese derecho sobre mí? ¿Quién decretó que podías hacerme esto?

En la estancia no había más sonido que el de mi voz. Chade estaba paralizado, y la expresión de Burrich no conseguía sino enfurecerme más aún. Vi cómo hacía acopio de valor. Apeló a su orgullo y dignidad cuando dijo suavemente:

—Tu padre me encomendó esa tarea, Traspié. Me he portado lo mejor posible contigo, muchacho. Lo último que me dijo mi príncipe, lo que me dijo Hidalgo, fue: «Críalo bien». Y yo…

—Renunciaste a los diez años siguientes de tu vida para criar al bastardo de otro —acoté con encarnizado sarcasmo—. Cuidaste de mí, porque era lo único que sabías hacer realmente. Toda tu vida, Burrich, has estado cuidando de otra persona, anteponiendo el bienestar de los demás, sacrificando cualquier posibilidad de llevar una vida normal por el bien de otro. Fiel como un perro. ¿Eso es vida? ¿Nunca se te ha ocurrido ser tu propio dueño, tomar tus propias decisiones? ¿O es que es el miedo a eso lo que te empuja a refugiarte en el gollete de una botella?

Había levantado la voz hasta empezar a gritar. Cuando me quedé sin palabras lo miré fijamente, con el pecho subiendo y bajando mientras jadeaba de furia.

De pequeño, enfadado, a menudo me había prometido que pagaría algún día por cada coscorrón que me hubiera dado, por cada establo que había tenido que barrer cuando no me tenía en pie de cansancio. Con esas palabras, cumplía mi malhumorada promesa multiplicada por diez. Burrich tenía los ojos desorbitados y el dolor lo había dejado sin habla. Vi cómo se henchía su pecho una vez, como si quisiera recuperar el aliento que le había sido arrebatado. La consternación de su mirada no sería mayor si le hubiera clavado un puñal.

Lo miré fijamente. No estaba seguro de dónde habían salido esas palabras, pero era demasiado tarde para retirarlas. Decir «lo siento» no las desarticularía, no las cambiaría en absoluto. De repente deseé que me golpeara, que nos ofreciera a ambos ese consuelo al menos.

Se puso de pie con inseguridad, las patas de la silla arañando el suelo de madera. La misma silla se tambaleó y se cayó con estrépito cuando se apartó de ella. Burrich, que era capaz de caminar erguido aunque estuviera harto de brandy, se acercó a la puerta con pasos de borracho y salió a la noche. Permanecí sentado, sintiendo cómo se detenía algo en mi interior. Esperaba que fuese mi corazón.

Por un momento todo fue silencio. Un momento interminable. Entonces Chade suspiró.

—¿Por qué? —preguntó al cabo, con voz queda.

—No lo sé. —Qué bien mentía. Chade en persona me había enseñado. Contemplé el fuego. Por un momento, estuve tentado de explicárselo. Decidí que no podía hacerlo. Me descubrí dando un rodeo a la verdad—. A lo mejor es que necesitaba librarme de él. De todo lo que ha hecho por mí, aunque yo no quisiera que lo hiciese. Tiene que dejar de hacer cosas que jamás podré devolverle. Cosas que nadie debería hacer por otra persona, sacrificios que ningún hombre haría por otro. No quiero volver a deberle nada. No quiero deberle nada a nadie.

Cuando Chade habló, lo hizo de forma prosaica. Sus largos dedos reposaban en sus muslos, serenos, relajados casi. Pero sus ojos verdes habían adquirido el color del cobre, y en ellos habitaba la rabia.

—Desde que volviste del Reino de las Montañas es como si buscaras pelea. Con cualquiera. Cuando eras un chiquillo y te mostrabas taciturno o enfurruñado, podía achacarlo a tu edad, al juicio y las frustraciones propias de un niño. Pero regresaste con… ira. Como si quisieras desafiar al mundo entero, como si éste estuviera dispuesto a matarte si pudiera. No es sólo que te interpusieras en el camino de Regio: lo que más peligroso fuese para ti, a ello te lanzabas de cabeza. Burrich no fue el único en darse cuenta. Repasa el último año: cada vez que me daba la vuelta, allí estaba Traspié, despotricando contra el mundo, enzarzado en una pelea, inmerso en una batalla, envuelto en vendas, borracho como un pescador, o débil como un hilo y suplicando corteza feérica. ¿Cuándo te has mostrado sereno y reflexivo, cuándo has reído con tus amigos, cuándo has estado sencillamente en paz? Si no estabas retando a tus adversarios, estabas apartando de ti a tus amigos. ¿Qué pasó entre el bufón y tú? ¿Dónde está Molly ahora? Acabas de mandar a Burrich a preparar su fardo. ¿Quién será el siguiente?

—Tú, supongo.

Las palabras salieron de mi boca imparables, inevitables. Yo no quería pronunciarlas pero tampoco podía contenerlas. Había llegado la hora.

—Ya has avanzado mucho en esa dirección, con la forma en que te has dirigido a Burrich.

—Lo sé —dije secamente. Lo miré a los ojos—. Hace ya mucho tiempo que no te complace nada de lo que hago. Ni a Burrich. Ni a nadie. Últimamente parece que soy totalmente incapaz de tomar la decisión acertada.

—En eso estoy de acuerdo contigo —convino Chade, inexorable.

Y de nuevo el rescoldo de mi ira se trocaba en llama.

—Quizá se deba a que nunca he tenido ocasión de tomar mis propias decisiones. Quizá se deba a que hace demasiado tiempo que soy el «chico» de alguien. El mozo de cuadra de Burrich, tu aprendiz de asesino, la mascota de Veraz, el paje de Paciencia. ¿Cuándo he podido ser yo, yo mismo? —pregunté con ferocidad.

—¿Cuándo no has podido? —me espetó Chade, con el mismo acaloramiento—. Es lo único que has hecho desde que volviste de las montañas. Acudiste a Veraz para decirle que estabas harto de ser un asesino cuando más falta hacía tomar medidas discretas. Paciencia intentó advertirte que te mantuvieras apartado de Molly, pero también en eso te saliste con la tuya. Por tu culpa se convirtió en un objetivo. Empujaste a Paciencia a complots que la exponían al peligro. Te vinculaste al lobo, a pesar de todo lo que te había dicho Burrich. Cuestionaste incluso mi decisión en lo tocante a la salud del rey Artimañas. Y tu penúltima estupidez en Torre del Alce consistió en ofrecerte voluntario para formar parte de una sublevación contra la corona. Gracias a ti hemos estado más cerca de una guerra civil de lo que habíamos estado en cien años.

—¿Y mi última estupidez? —inquirí con áspera curiosidad.

—Matar a Justin y Serena —pronunció la acusación categóricamente.

—Acababan de drenar a mi rey, Chade —señalé con frialdad—. Murió entre mis brazos. ¿Qué querías que hiciera?

Se levantó y de alguna manera consiguió encumbrarse sobre mí como hacía antaño.

—Después de todos los años de entrenamiento conmigo, de todo lo que te he enseñado sobre la sutileza, te lanzaste a recorrer el castillo con un cuchillo en la mano, degollando a uno, apuñalando a otro hasta la muerte en el Gran Salón delante de toda la congregación de nobles… ¡Mi prometedor aprendiz de asesino! ¿Ésa fue la única manera de conseguirlo que se te ocurrió?

—¡Estaba furioso! —rugí.

—¡Exacto! —contestó con la misma intensidad—. Estabas furioso. ¡Así que destruiste nuestro centro de poder en Torre del Alce! ¡Contabas con la confianza de los duques costeros y decidiste presentarte ante ellos como un demente! Hiciste pedazos su último ápice de fe en el linaje de los Vatídico.

—Hace un instante me regañabas por haberme granjeado la confianza de esos mismos duques.

—No. Te regañaba por haberte ofrecido a ellos. Nunca debiste permitir que te ofrecieran el gobierno de Torre del Alce. Si hubieras hecho lo que tenías que hacer, jamás se les habría pasado por la cabeza algo así. No eres un príncipe, eres un asesino. No eres el jugador, eres la ficha. ¡Y cuando te mueves por tu cuenta, anulas cualquier otra estrategia y pones en peligro al resto del tablero!

Ser incapaz de pensar en una respuesta no es lo mismo que aceptar las palabras de otro. Lo fulminé con la mirada. No se amedrentó, se limitó a quedarse de pie, con los ojos clavados en mí. Bajo el escrutinio de los ojos verdes de Chade, la fuerza de mi rabia me abandonó de repente y dejó sólo amargura. La corriente subterránea de mi secreto temor afloró una vez más a la superficie. Me abandonó la determinación. No podía hacerlo. No tenía la fuerza necesaria para desafiarlos a ambos. Tras un momento, me oí decir, taciturno:

—De acuerdo. Muy bien. Burrich y tú tenéis razón, como siempre. Prometo que no volveré a pensar por mi cuenta, me limitaré a obedecer. ¿Qué quieres que haga?

—No —dijo sucinto.

—¿No qué?

Meneó la cabeza despacio.

—Si algo me ha quedado claro esta noche es que no puedo confiar en ti para nada. No recibirás ningún encargo de mí, ni volverás a estar al corriente de mis intenciones. Esos días han terminado. —No lograba comprender el tono de su voz. Me dio la espalda, con la mirada perdida en la distancia. Cuando volvió a hablar, no fue como mi mentor, sino como Chade. Tenía los ojos fijos en la pared—. Te quiero, muchacho. Eso no lo has perdido. Pero eres peligroso. Y lo que debemos intentar ahora ya es lo bastante arriesgado sin que tú te desboques en mitad de todo.

—¿Qué te propones? —pregunté contra mi voluntad.

Sus ojos se encontraron con los míos mientras negaba lentamente con la cabeza. Al guardar ese secreto, cortaba los lazos que nos unían. De repente me sentí a la deriva. Con la mirada empañada vi cómo recogía su hato y su capa.

—Afuera está oscuro —observé—. Y Torre del Alce está lejos, es un paseo complicado, aun a la luz del día. Quédate a pasar la noche por lo menos, Chade.

—No puedo. Seguirías escarbando en esta disputa como si fuese una costra hasta que sangrara de nuevo. Ya se han dicho duras palabras de sobra. Será mejor que me vaya.

Y se fue.

Me quedé sentado, solo, viendo cómo se consumía el fuego. Me había propasado con ambos, había ido mucho más lejos de lo que me proponía. Quería despedirme de ellos y en vez de eso había envenenado hasta el último recuerdo de mí que tenían. Todo había acabado. No se podía remediar algo así. Me levanté y empecé a reunir mis pertenencias. Tardé muy poco tiempo. Lo guardé todo en un fardo hecho con mi capa de invierno. Me pregunté si actuaba impulsado por un rencor infantil o por una inesperada determinación. Me pregunté si había alguna diferencia. Pasé otro momento sentado frente a la chimenea, abrazado a mi hato. Quería que regresara Burrich para que viera que lo sentía, que me marchaba arrepentido. Me obligué a pensar en eso detenidamente. Después deshice mí fardo, extendí mi manta delante del fuego y me tendí en ella. Desde que Burrich me trajera de vuelta de la muerte, había dormido entre la puerta y yo. Quizá para impedir que me escapara. Algunas noches parecía que él fuese lo único que se interponía entre la oscuridad y yo. Ahora no estaba allí. Pese a las paredes de la cabaña, me sentía acurrucado a solas en la cara desnuda y salvaje del mundo.

Siempre me tienes a mí.

Ya lo sé. Y tú a mí. Lo intenté, pero no conseguía imprimir sentimiento a mis palabras. Había derramado hasta la última emoción de mi interior y ahora estaba vacío. Y cansado. Con tantas cosas aún por hacer.

El gris está hablando con Corazón de la Manada. ¿Quieres que escuche?

No. Sus palabras son cosa suya. Me daba envidia que estuvieran juntos mientras yo estaba solo. Pero también era un consuelo. A lo mejor Burrich lograba convencer a Chade para que se quedara a pasar la noche. A lo mejor Chade podía purgar algo del veneno con que había rociado a Burrich. Contemplé las llamas. No tenía muy buena opinión de mí.

Hay un punto muerto en la noche, la hora más negra y fría, cuando el mundo se ha olvidado del atardecer y el alba no es todavía ninguna promesa. Un momento en que es demasiado pronto para levantarse, pero tan tarde que irse a la cama no tiene sentido. Fue entonces cuando entró Burrich. No estaba dormido, pero no me moví. No se dejó engañar.

—Chade se ha ido —dijo en voz baja.

Oí cómo enderezaba la silla volcada. Se sentó en ella y empezó a quitarse las botas. No percibí hostilidad en él, ni animosidad. Era como si mis coléricas palabras nunca hubieran salido de mi boca. O como si él hubiera cruzado el umbral de la rabia y el dolor para adentrarse en la indiferencia.

—Está demasiado oscuro para que camine ahora —dije a las llamas.

Hablé con cuidado, temeroso de romper el hechizo de calma.

—Lo sé. Pero tenía una lámpara pequeña con él. Dijo que le asustaba más quedarse, ser incapaz de mantener la decisión que ha tomado con respecto a ti. Dejarte partir.

Aquello por lo que había rugido antes se me antojaba ahora un abandono. El temor creció en mi interior, socavando mi determinación. Me senté de golpe, aterrorizado. Tomé una larga bocanada de aire, temblando.

—Burrich. Lo que te dije antes, estaba enfadado, tenía…

—Toda la razón del mundo.

El sonido que emitió podría haber sido una risa, si no hubiera estado tan cargado de amargura.

—Las personas que mejor se conocen saben cuál es la mejor manera de hacerse daño —plañí.

—No. Es así. A lo mejor este perro necesita un amo. —La sorna con que se refería a sí mismo era más ponzoñosa que cualquier veneno que yo hubiera escupido. No podía hablar. Se enderezó en su silla, dejó que las botas cayeran al suelo. Me miró de soslayo—. No era mi intención hacer de ti lo que soy yo, Traspié. Eso no es algo que le desee a ningún hombre. Desearía que fueses como tu padre. Pero a veces me parecía que daba igual lo que hiciera, insistías en cortar tu vida siguiendo el patrón de la mía. —Contempló las brasas por un momento. Al cabo empezó a hablar de nuevo, para el fuego. Sonaba como si estuviera contando una antigua historia a un niño adormilado.

»Nací en los Estados de Chalaza. En una pequeña ciudad costera, un puerto pesquero y de carga. Lees. Mi madre lavaba para mantenernos a mi abuela y a mí. Mi padre murió antes de que yo naciera, en el mar. Mi abuela se ocupaba de mí, pero era muy anciana y estaba enferma a menudo. —Oí más que vi su amarga sonrisa—. Toda una vida de esclavitud se deja notar en la salud de cualquier mujer. Me quería, y me cuidaba como mejor podía. Pero yo no era un crío modoso al que le gustara jugar en casita. Y en mi hogar no había nadie lo bastante fuerte para oponerse a mi voluntad.

»De modo que me vinculé, siendo muy joven, al único macho fuerte de mi mundo que mostraba interés por mí. Un chucho callejero. Sarnoso. Tiñoso. Sólo valoraba la supervivencia, sólo era leal a mí. Igual que yo a él. Su mundo, sus costumbres eran las únicas que yo conocía. Coger lo que quisieras, cuando quisieras, sin preocuparte más allá de eso. Seguro que sabes a lo que me refiero. Los vecinos pensaban que yo era mudo. Mi madre pensaba que era retrasado. Mi abuela, estoy convencido, sospechaba algo. Intentó alejar al perro, pero al igual que tú, yo tenía mi propia opinión al respecto. Me parece que tenía ocho años cuando se coló debajo de un caballo y su carreta y murió aplastado. Intentaba robar un pedazo de tocino.

Se levantó de la silla y fue en busca de sus mantas.

Burrich había alejado de mí a Morrón cuando yo tenía menos de ocho años. Creí que había muerto. Pero él había experimentado realmente la muerte violenta de su compañero de vínculo. Apenas si se diferenciaba de la propia muerte.

—¿Qué hiciste? —pregunté con voz queda.

Oí cómo hacía su cama y se echaba en ella.

—Aprendí a hablar —respondió un instante después—. Mi abuela me obligó a superar la muerte de Tajo. En cierto modo, transferí mi vínculo a ella. No es que olvidara las lecciones de Tajo. Me volví un ladrón, bastante bueno. Conseguí mejorar un poco la vida de mi madre y mi abuela gracias a mis artes, aunque ellas nunca sospecharon de mis actividades. Años más tarde, la talasemia asoló Chalaza. Era la primera vez que veía algo así. Las dos murieron y me quedé solo. Por eso me hice soldado.

Lo escuchaba asombrado. Todos aquellos años lo había conocido como una persona taciturna. El alcohol nunca le soltaba la lengua, sino que acrecentaba su silencio. Ahora las palabras manaban de él, barriendo mis años de dudas y suposiciones. Por qué de repente hablaba con tanta franqueza, no lo sabía. Su voz era lo único que se oía en la estancia iluminada por las llamas.

—Primero combatí para un terrateniente venido a menos de Chalaza. Jecto. Sin saber ni importarme por qué peleábamos, si teníamos algún derecho o no. —Soltó un bufido—. Como te dije antes, a veces la vida que se gana uno no es la que le corresponde. Pero se me daba bastante bien. Gané fama de cruel. Nadie espera que un muchacho pelee con la ferocidad y el ensañamiento de una bestia. Era mi única esperanza de sobrevivir entre la clase de hombres con los que combatía. Pero un buen día perdimos una campaña. Pasé varios meses, no, casi un año, descubriendo por qué odiaba tanto mi abuela a los negreros. Cuando escapé, hice lo que ella siempre había soñado con hacer. Fui a los Seis Ducados, donde no hay esclavos, ni negreros. Por aquel entonces el duque de Torote era Entrecano. Luché a su servicio. No sé cómo acabé ocupándome de los caballos de mi destacamento. Me gustaba el trabajo. Los soldados de Entrecano eran unos caballeros comparados con la escoria que estaba a las órdenes de Jecto, pero aun así prefería la compañía de los caballos a la de ellos.

»Cuando concluyó la guerra de Arenas del Borde, el duque Entrecano me trasladó a los establos de su hogar. Allí me vinculé a un semental joven. Neko. Estaba a mi cuidado, pero no era de mi propiedad. Entrecano salía con él a cazar. A veces lo usaban de garañón. Pero Entrecano no era un hombre amable. A veces enfrentaba a Neko a otros sementales, igual que otros enfrentan a perros o gallos como entretenimiento. Una hembra en celo y el semental más fuerte se la quedaba. Y yo… yo estaba vinculado a él. Su vida era tan mía como la mía propia. Así crecí hasta hacerme un hombre. O al menos, hasta tener la forma de uno.

Burrich guardó silencio un momento. No hacía falta que me diera más explicaciones. Transcurrido un instante, suspiró y continuó.

—El duque Entrecano vendió a Neko y a seis yeguas, y me incluyó en el lote. Costa arriba, a Garrón —carraspeó—. Algún tipo de peste equina asoló los establos de aquel hombre. Neko murió sólo un día después de enfermar. Conseguí salvar a dos de las yeguas. Mantenerlas con vida impidió que me suicidara. Pero después de aquello, perdí todo el carácter. Lo único que se me daba bien era la bebida. Además, en aquel establo apenas si quedaban animales suficientes para llamarse así. De modo que permitieron que me fuera. Con el tiempo, volví a convertirme en soldado, esta vez al servicio de un joven príncipe llamado Hidalgo. Había acudido a Garrón para dirimir una disputa territorial entre los ducados de Torote y Garrón. No sé por qué se fijó en mí su sargento. Aquéllas eran tropas de élite, su guardia personal. Se me había acabado el dinero y hacía tres días que estaba dolorosamente sobrio. No cumplía sus requisitos como hombre, mucho menos como soldado. El primer mes que pasé al servicio de Hidalgo, me presenté ante él en dos ocasiones para recibir una amonestación disciplinaria. Por pelearme. Como un perro, o un garañón. Pensaba que era la única manera de establecer una posición con los demás.

»La primera vez que fui conducido en presencia del príncipe, todavía debatiéndome y ensangrentado, me sorprendió ver que teníamos la misma edad. Casi todos sus soldados eran mayores que yo; esperaba enfrentarme a un hombre de mediana edad. Me planté delante de él y lo miré a los ojos. Y algo parecido al reconocimiento pasó entre nosotros. Como si cada uno viera… lo que podía haber sido en circunstancias distintas. Eso no hizo que fuera magnánimo conmigo. Perdí la paga y conseguí labores añadidas. Todo el mundo esperaba que Hidalgo me expulsara la segunda vez. Me presenté ante él, dispuesto a odiarlo, y él se limitó a observarme. Ladeó la cabeza como un perro cuando oye algo a lo lejos. Me descontó dinero del sueldo y me dio más trabajo. Pero se quedó conmigo. Todos decían que iba a despedirme. Ahora todos esperaban que yo desertara. Ni siquiera sé por qué no lo hice. ¿Por qué servir en el ejército sin un sueldo y con responsabilidades extras?

Burrich carraspeó de nuevo. Lo oí hundirse en su cama. Permaneció callado un momento. Al cabo continuó, casi a regañadientes.

—La tercera vez que me arrestaron fue por pelear en una taberna. La guardia de la ciudad me condujo ante él, cubierto de sangre, borracho, aún con ganas de pelea. Mis compañeros de servicio no querían saber nada más de mí. Mi sargento estaba harto, no había hecho amigos entre los soldados rasos. De modo que la guardia de la ciudad decretó mi encarcelamiento preventivo. Dijeron a Hidalgo que había dejado inconscientes a dos hombres y plantado cara a otros cinco hasta que llegó la guardia para inclinar la balanza a su favor.

Hidalgo despidió a los guardias y les entregó una bolsa con que cubrir las pérdidas del tabernero. Se sentó detrás de su mesa, con unos papeles a medio redactar delante de él, y me miró de arriba abajo. Luego se puso de pie sin pronunciar palabra y empujó su mesa hasta una esquina del cuarto. Se quitó la camisa y cogió una pica del rincón. Pensé que quería darme una paliza de muerte. En vez de eso, me entregó otra pica y dijo: «Está bien, enséñame cómo lo haces para mantener a raya a cinco hombres». Y se me echó encima. —Se aclaró la garganta—. Yo estaba cansado, y medio borracho. Pero no me di por vencido. Al final, me dio un buen golpe. Perdí el conocimiento.

»Cuando desperté, el perro volvía a tener un amo. De otra clase. Sé que habrás oído decir a la gente que Hidalgo era frío, estirado y correcto en exceso. No lo era. Era como él pensaba que tenía que ser una persona. Más que eso. Era lo que pensaba que debería querer ser una persona. Adoptó a una sabandija ladrona y desobediente y… —Se quedó sin palabras, suspiró de repente—. Hizo que me levantara antes de que amaneciera el día siguiente. Practicamos con las armas hasta que ninguno de los dos nos teníamos en pie. Nunca había recibido ninguna formación especial. Se limitaron a darme una pica y enviarme a luchar. Él me adiestró, y me enseñó a manejar la espada. No le gustaba el hacha, pero a mí sí. De modo que me enseñó lo que sabía de ella, y dispuso que me diera clases alguien que conocía sus estrategias. El resto del día me tenía a sus pies. Como un perro, tú lo dijiste antes. No sé por qué. Quizá añoraba la compañía de alguien de su misma edad. Quizá echaba de menos a Veraz. Quizá… no lo sé.

»Primero me enseñó los números, y luego a leer. Me encargó el cuidado de su caballo. Después me confió sus perros y su halcón. Más adelante, todas las bestias de carga y los animales de tiro. Pero no me enseñó sólo a trabajar. Limpieza. Sinceridad. Imprimió valor a lo que mi madre y mi abuela habían intentando inculcarme hacía tanto tiempo. Me los enseñó como valores propios de un hombre, no como simples modales que respetar en la casa de una mujer. Me enseñó a ser un hombre, no una bestia con forma de hombre. Me hizo ver que eran más que reglas, era una forma de vida. Una vida, más que un modo de subsistencia.

Se interrumpió. Lo oí levantarse. Fue a la mesa y cogió la botella de vino de saúco que había dejado Chade. Vi cómo le daba varias vueltas entre las manos. Después la soltó. Se sentó en una de las sillas y se quedó contemplando el fuego.

—Chade dijo que deberías irte mañana —musitó. Me miró—. Creo que tiene razón.

Me senté y le devolví la mirada. La menguante luz de la chimenea convertía su semblante en un paisaje de sombras. No podía leer en sus ojos.

—Chade dice que hace demasiado tiempo que eres mi chico. El chico de Chade, el chico de Veraz, incluso el chico de Paciencia. Que te hemos obligado a seguir siendo un niño, te hemos mimado demasiado. Cree que cuando te llegó la hora de tomar decisiones de hombre, las tomaste como un muchacho. De forma impulsiva. Intentando hacer lo correcto, intentando hacer lo adecuado. Pero no siempre basta con la intención.

—¿Ordenarme que asesinara personas fue tratarme como a un niño? —pregunté con incredulidad.

—¿Es que no has escuchado nada de lo que te he dicho? Yo maté a gente cuando era un muchacho. Eso no me convirtió en un hombre. A ti tampoco.

—Entonces ¿qué quieres que haga? —inquirí con sarcasmo—. ¿Que busque a un príncipe para que me eduque?

—Ahí está. ¿Lo ves? La respuesta de un crío. No lo entiendes, por eso te enfadas. Atacas. Me haces esa pregunta pero ya sabes que no te gustará mi respuesta.

—¿Qué es?

—Sería que puedes hacer cosas mucho peores que buscar un príncipe. Pero no te voy a decir lo que tienes que hacer. Chade me ha aconsejado que no lo haga. Y creo que tiene razón. Pero no porque opine que tomas tus decisiones como lo haría un chiquillo. No más que yo a tu edad. Creo que tus decisiones son las de un animal. Siempre en el presente, sin pensar en el mañana, ni en los recuerdos del ayer… Sé que sabes de qué te hablo. Dejaste de vivir como un lobo porque te obligué. Ahora debo dejarte solo, para que averigües si deseas vivir como un lobo o como una persona.

Me sostuvo la mirada. Había demasiada comprensión en sus ojos. Me atemorizaba pensar que realmente podía saber a lo que me enfrentaba. Rechacé esa posibilidad, la descarté por entero. Le di de lado, esperando casi que regresara mi ira. Pero Burrich siguió sentado en silencio.

Finalmente lo miré. Él contemplaba las llamas. Tardé un largo rato tragarme mi orgullo y preguntar:

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Ya te lo he dicho. Mañana me voy.

Más difícil todavía formular la siguiente pregunta.

—¿Adonde irás?

Carraspeó. Parecía incómodo.

—Tengo una amiga. Está sola. No le vendría mal la fuerza de un hombre para levantar su casa. Tiene que arreglar el tejado, y hay plantas que sembrar. Pasaré allí una temporada.

—¿«Sola»? —me atreví a preguntar, enarcando una ceja.

—Nada por el estilo. —Su voz era tajante—. Una amiga. Seguramente dirás que he encontrado otra persona de la que cuidar. Tal vez sea así. Tal vez haya llegado el momento de prestar mi ayuda donde de verdad la necesitan.

Ahora me tocó a mí contemplar las llamas.

—Burrich. Yo te necesito de verdad. Me apartaste del precipicio, volviste a convertirme en un hombre.

Resopló.

—Si hubiera hecho lo que tenía que hacer contigo desde el principio, jamás te habrías acercado a ese precipicio.

—No. En vez de eso estaría en mi tumba.

—¿Seguro? Regio no te habría podido acusar de practicar la magia de la Maña.

—Habría encontrado cualquier otra excusa para matarme. O una mera oportunidad. Ni siquiera necesita una excusa para hacer lo que le plazca.

—A lo mejor. A lo mejor no.

Vimos cómo languidecía el fuego. Acerqué la mano a mi oreja y palpé el cierre del pendiente.

—Quiero devolverte esto.

—Preferiría que te lo quedaras. Llévalo puesto.

Era casi una petición. Parecía forzada.

—No me merezco lo que sea que simboliza este pendiente para ti. No me lo he ganado, no tengo derecho a llevarlo.

—Lo que simboliza para mí no es algo que se gane. Es algo que yo te he dado, te lo merezcas o no. Tanto si lo llevas puesto como si no, quédatelo.

Dejé el pendiente colgando de mi oreja. Una diminuta red plateada con una gema azul atrapada en su interior. En cierta ocasión Burrich se lo había dado a mi padre. Paciencia, a sabiendas de cuánto significaba, me lo había entregado a mí. No sabía si quería que lo llevara por el mismo motivo que se lo había regalado a mi padre. Presentía que había algo más, pero no me lo había contado y yo no se lo iba a preguntar. De todos modos, aguardé, esperando una pregunta por su parte. Pero se limitó a levantarse y regresar a sus mantas. Oí cómo se tumbaba.

Deseaba que me hubiera hecho la pregunta. Me dolía que no fuera así. La contesté de todos modos.

—No sé lo que voy a hacer —dije a la habitación en penumbra—. Toda mi vida, siempre he tenido deberes, señores ante los que responder. Ahora que no… Es una sensación extraña.

Por un momento pensé que no iba a hablar. Hasta que dijo de pronto:

—Conozco esa sensación.

Clavé la mirada en el techo ensombrecido.

—He estado pensando en Molly. A menudo. ¿Sabes adonde se fue?

—Sí.

Como no añadió nada más, supe que no debía seguir preguntando.

—Ya sé que lo más acertado sería dejarla partir. Que crea que estoy muerto. Espero que quienquiera que esté con ella ahora sepa cuidar de ella mejor que yo. Espero que la quiera como se merece.

Las mantas de Burrich se revolvieron.

—¿A qué te refieres? —preguntó cauteloso.

Decirlo resultaba más difícil de lo que pensaba.

—Aquel día, cuando se fue, me dijo que había otra persona. Alguien que era tan importante para ella como mi rey para mí, alguien que para ella estaba por encima de todo y de todos. —De repente se me formó un nudo en la garganta. Tomé aliento, obligándome a deshacerlo—. Paciencia tenía razón.

—Sí que la tenía —convino Burrich.

—La culpa es sólo mía. Cuando supe que Molly estaba a salvo, debí dejar que eligiera su camino. Se merece a alguien que pueda dedicarle todo su tiempo, toda su devoción…

—Sí, se lo merece —afirmó Burrich, implacable—. Lástima que no te dieras cuenta de eso cuando la tenías.

Una cosa es admitir la culpa para uno mismo. Otra muy distinta es que un amigo no sólo coincida contigo, sino que te señale esa culpa en toda su magnitud. Si Molly se lo había contado, no quería saber qué más le habría dicho. Si lo había deducido él, no quería saber que era tan obvio. Sentí un arrebato de algo, una ferocidad que me incitaba a rugir. Me mordí la lengua y me obligué a pensar en mis sentimientos. Culpa y lástima porque hubiera terminado con dolor para ella, por haber hecho que dudara de su valía. Y la certidumbre de que daba igual cuan equivocado estuviera, también tenía razón. Cuando confié de nuevo en mi voz, dije suavemente:

—Nunca me arrepentiré de haberla amado. Sólo de no haberla podido convertir en mi esposa a los ojos de todos como lo era en mi corazón.

No respondió. Pero al cabo de un rato, aquel silencio se tornó ensordecedor, me impedía dormir. Finalmente hablé.

—Bueno. Mañana iremos cada uno por nuestro camino, supongo.

—Supongo —dijo Burrich. Al cabo, añadió—: Suerte.

Parecía que lo dijera de corazón. Como si comprendiera cuánta suerte me iba a hacer falta.

Cerré los ojos. Estaba cansado. Muy cansado. Cansado de lastimar a las personas que quería. Pero ya estaba decidido. Mañana Burrich se iría y yo sería libre. Libre de seguir los dictados de mi corazón, sin intromisiones.

Libre de ir a Puesto Vado y matar a Regio.