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La Tumba de la Vida

En los Estados de Chalaza tienen esclavos. Se ocupan del trabajo pesado. Ellos son los mineros, los herreros, los remeros, los que conducen las carretas cargadas de menudillos, los que aran los campos, las prostitutas. Curiosamente, esclavos son también los tutores de los pequeños, las niñeras, las cocineras, los escribanos y los artesanos. La rutilante civilización de Chalaza al completo, desde las grandes bibliotecas de Jep a las legendarias fuentes y baños de Sanguaza, se basa en la existencia de una clase esclava.

Los Comercios del Mitonar son la mayor fuente de abastecimiento de esclavos. En el pasado, la mayoría de los esclavos eran prisioneros capturados en la guerra, y Chalaza afirma todavía que esto es verdad. En los últimos años no ha habido guerras suficientes para satisfacer la demanda de esclavos cultivados. Los Comercios del Mitonar saben ingeniárselas a la hora de encontrar otros puntos de aprovisionamiento, y la piratería tan extendida que asola las Islas del Comercio se menciona a menudo asociada con esto. Quienes poseen esclavos en Chalaza sienten poca curiosidad por conocer el origen de sus criados, siempre y cuando éstos estén sanos.

La esclavitud es una costumbre que nunca ha arraigado en los Seis Ducados. El hombre condenado culpable de un delito podría ser sentenciado a servir a su víctima, pero siempre se estipula un límite de tiempo y jamás será considerado menos que una persona que cumple su pena. Si el crimen es demasiado atroz para redimirse por medio de los trabajos forzados, el criminal pagará con su vida. Nadie se convierte en esclavo en los Seis Ducados, como tampoco respaldan nuestras leyes la idea de que una casa entre con sus esclavos en el reino y los obligue a conservar su condición. Por este motivo, muchos esclavos de Chalaza que consiguen la libertad de manos de sus propietarios por uno u otro motivo escogen los Seis Ducados como nuevo hogar.

Estos esclavos traen consigo las lejanas tradiciones y costumbres populares de sus tierras. Un relato que he conservado tiene que ver con una joven que era Vecci, o lo que nosotros llamaríamos Mañosa. Deseaba abandonar el hogar paterno, seguir al hombre que amaba y convertirse en su esposa. Sus padres no consideraban que él fuese un buen partido y le denegaron el permiso. Si ellos no querían dejarla partir, ella era demasiado obediente para contrariarlos. Pero también era demasiado apasionada para vivir sin su verdadero amor. Se tendió en su cama y murió de lástima. Sus padres la enterraron con gran pesar y reproche por haberle impedido seguir los dictados de su corazón. Pero sin que ellos lo supieran, ella estaba ligada por la Maña a una osa, que cuando murió la joven se hizo cargo de su alma y le impidió escapar del mundo. Tres noches después del entierro de la muchacha, la osa escarbó en su fosa y restauró el espíritu de la joven a su cuerpo. El renacimiento de la joven la convirtió en una persona distinta que ya no debía obediencia a sus padres. De modo que salió del ataúd destrozado y partió en busca de su verdadero amor. El cuento tiene un final triste, pues tras su existencia como osa fue incapaz de volver a ser completamente humana y su amor verdadero se resistió a aceptarla.

Este fragmento de historia fue lo que fundamentó la decisión de Burrich de intentar liberarme de la mazmorra del príncipe Regio envenenándome.

Hacía demasiado calor en el cuarto. Y era demasiado pequeño. Jadear ya no me refrescaba. Me levanté de la mesa y me acerqué al barril de agua que había en el rincón. Quité la tapa y bebí con avidez. Corazón de la Manada levantó la cabeza con algo parecido a un gruñido.

—Usa una taza, Traspié.

Me corría el agua por la barbilla. Lo miré fijamente, observándolo.

—Límpiate la cara.

Corazón de la Manada apartó los ojos de mí y se miró las manos. Las tenía sucias de la grasa que estaba untando en unas tiras. La olisqueé. Me relamí.

—Tengo hambre —le dije.

—Siéntate y termina tu trabajo. Luego comeremos.

Intenté acordarme de lo que quería de mí. Movió la mano hacia la mesa y lo recordé. Más tiras de cuero en mi lado de la mesa. Volví y me senté en la dura silla.

—Tengo hambre ahora —le expliqué.

Volvió a mirarme de esa manera, sin enseñar los dientes pero gruñendo de todos modos. Corazón de la Manada podía gruñir con los ojos. Suspiré. La grasa que estaba empleando olía muy bien. Tragué saliva. Luego agaché la cabeza. Ante mí, encima de la mesa, había tiras de cuero y trozos de metal. Me los quedé mirando un buen rato. Al cabo, Corazón de la Manada soltó sus tiras y se limpió las manos con un trapo. Vino a mi lado y tuve que girarme para poder verlo.

—Aquí —dijo, tocando el cuero que tenía delante—. Estabas arreglándolo aquí. —Se quedó a mi lado hasta que volví a cogerlo. Empecé a olisquearlo y me golpeó en el hombro—. ¡No hagas eso!

Fruncí los labios, pero no gruñí. Cuando le gruñía se enfadaba mucho. Me quedé con las tiras en la mano largo rato. Luego fue como si mis manos recordaran algo antes que mi mente. Vi cómo mis dedos trabajaban el cuero. Cuando terminé, lo sostuve ante él y tiré, con fuerza, para demostrarle que resistiría aunque el caballo lanzara la cabeza hacia atrás.

—Pero no hay ningún caballo —rememoré en voz alta—. Todos los caballos se han ido.

¿Hermano?

Voy. Me levanté de la silla. Caminé hacia la puerta.

—Vuelve aquí y siéntate —dijo Corazón de la Manada. Ojos de Noche está esperando, le dije. Entonces recordé que no podía escucharme. Pensé que podría si lo intentaba, pero no quería intentarlo. Sabía que si volvía a dirigirme a él de esa manera, me empujaría. No me dejaba hablar mucho con Ojos de Noche de esa forma. Incluso empujaba a Ojos de Noche si el lobo hablaba mucho conmigo. Era algo muy extraño.

Ojos de Noche está esperando —le dije con la boca.

—Ya lo sé.

—Ahora es un buen momento para cazar.

—Es un momento mejor todavía para que te quedes aquí. Te he preparado comida.

Ojos de Noche y yo podríamos encontrar carne fresca.

Salivé al pensar en eso. Un conejo destripado, humeando aún en la noche de invierno. Eso era lo que quería.

Ojos de Noche tendrá que cazar solo esta noche —me dijo Corazón de la Manada. Se acercó a la ventana y abrió un poco los postigos. Entró el aire frío. Podía oler a Ojos de Noche y, más lejos, un gato de las nieves. Ojos de Noche gañó—. Vete —le dijo Corazón de la Minada—. Vete, venga, ve a cazar, aliméntate. No tengo comida suficiente para ti.

Ojos de Noche se apartó de la luz que se derramaba por la ventana. Pero no se fue muy lejos. Me estaba esperando, pero yo sabía que no podía esperar mucho tiempo. Como yo, tenía hambre ahora.

Corazón de la Manada se acercó al fuego que provocaba que hiciera demasiado calor en el cuarto. Había una olla junto a él, la retiró del fuego y le quitó la tapa. Salió vapor, y con él olores. Cereales y raíces, y una traza diminuta de carne, evaporada casi por la cocción. Pero tenía tanta hambre que mi nariz siguió la dirección de los efluvios. Empecé a gañir, pero Corazón de la Manada volvió a gruñirme con los ojos. Así que regresé a la silla dura. Me senté. Esperé.

Tardó mucho tiempo. Quitó todo el cuero de la mesa y lo colgó de un gancho. Luego apartó el tarro de grasa. Luego trajo la olla caliente a la mesa. Luego sacó dos cuencos y dos tazas. Echó agua en las tazas. Sacó un cuchillo y dos cucharas. Del armario sacó pan y un tarro pequeño de mermelada. Echó caldo en el cuenco que tenía delante, pero yo sabía que no podía tocarlo. Tenía que quedarme sentado sin tocar la comida mientras él cortaba el pan y me daba un trozo. Podía tener el pan en la mano, pero no podía morderlo hasta que él también se sentara, con su plato, su caldo y su pan.

—Coge la cuchara —me recordó. Luego se sentó lentamente en su silla justo a mi lado. Yo sujetaba la cuchara y el pan y esperaba, esperaba, esperaba. No le quitaba la vista de encima, pero no podía dejar de mover la boca. Eso lo enfureció. Volví a cerrar la boca. Por fin, dijo—: Ahora comamos.

Pero la espera aún no había terminado. Se me permitía dar un bocado. Debía masticar y tragar antes de dar otro, si no me pegaba. Sólo podía tomar tanto caldo como cupiera en mi cuchara. Levanté la taza y di un sorbo. Me sonrió.

—Bien, Traspié. Buen chico.

Le devolví la sonrisa, pero luego me metí en la boca un trozo de pan demasiado grande y arrugó el entrecejo. Intenté masticarlo despacio, pero tenía tanta hambre ahora, y la comida estaba ahí, y no entendía por qué no dejaba que me la comiera ya. Tardaba mucho tiempo en comer. Había calentado demasiado el caldo a propósito, para que me quemara la boca si cogía una cucharada demasiado grande. Pensé en eso un momento. Luego dije:

—Has puesto la comida demasiado caliente a propósito. Para que me queme si como demasiado deprisa.

Su sonrisa asomó lentamente. Asintió.

Aun así acabé antes que él. Tuve que quedarme sentado en la silla hasta que también él hubo terminado.

—Bueno, Traspié —dijo al cabo—. No se ha dado tan mal el día. ¿Eh, chico?

Lo miré.

—Contesta —me dijo.

—¿Qué? —pregunté.

—Lo que sea.

—Lo que sea.

Frunció el ceño y quise gruñir, porque había hecho lo que me pedía. Después de un momento, se levantó y cogió una botella. Vertió algo en su taza. Me ofreció la botella.

—¿Quieres un poco? —Me aparté de ella. Hasta su olor me cosquilleaba en la nariz—. Contesta —me recordó.

—No. No, es agua mala.

—No. Es brandy malo. Brandy de mora, muy barato. Antes me repugnaba, a ti te gustaba.

Bufé para desprenderme del olor.

—Nunca nos ha gustado.

Dejó la botella y la taza en la mesa. Se levantó y se acercó a la ventana. Volvió a abrirla.

—¡Te he dicho que te fueras a cazar!

Sentí que Ojos de Noche daba un brinco y salía corriendo. Ojos de Noche teme a Corazón de la Manada tanto como yo. Una vez ataqué a Corazón de la Manada. Había estado enfermo una temporada, pero ya me encontraba mejor. Quería salir a cazar y él no me dejaba. Se plantó delante de la puerta y salté sobre él. Me golpeó con el puño y me aplastó contra el suelo. No es más grande que yo. Pero es más artero, y más astuto. Conoce muchas formas de sujetarte y casi todas duelen. Me sujetó contra el suelo, boca arriba, con la garganta expuesta y esperando sus dientes mucho, mucho tiempo. Cada vez que me movía, me pegaba. Ojos de Noche gruñía fuera de la casa, pero no muy cerca de la puerta, y no intentó entrar. Cuando gemí pidiendo clemencia, volvió a pegarme. «¡Cállate!» —dijo. Cuando me callé, siguió— «eres joven. Yo soy más viejo y más listo. Peleo mejor que tú, cazo mejor que tú. Estoy siempre por encima de ti. Harás todo lo que yo quiera que hagas. Harás todo lo que te diga que hagas. ¿Entendido?».

, le dije. Sí, sí, eso es una manada, lo entiendo, lo entiendo. Pero volvió a pegarme y siguió reteniéndome allí, con la garganta vulnerable, hasta que le dije con la boca:

—Sí, entendido.

Cuando Corazón de la Manada regresó a la mesa, echó brandy en mi taza. Me la puso delante, donde tenía que olerlo. Resoplé.

—Pruébalo —insistió—. Un poquito. Antes te gustaba. Lo bebías en la ciudad, cuando eras más pequeño y se suponía que no podías entrar en las tabernas sin mí. Y luego masticabas menta, pensando que no me daría cuenta de lo que habías estado haciendo.

Meneé la cabeza.

—Yo no haría lo que tú me dijeras que no hiciese. Lo entendí.

Hizo un ruido parecido a atragantarse y estornudar a la vez.

—Oh, muy a menudo hacías lo que te decía que no hicieras. Muy a menudo.

Volví a menear la cabeza.

—No lo recuerdo.

—Todavía no. Pero lo recordarás. —Señaló otra vez el brandy—. Vamos. Pruébalo. Sólo un poquito. Te sentará bien.

Como me había dicho que tenía que hacerlo, lo probé. Me picaba en la boca y en la nariz, pero no lograba librarme del sabor resoplando. Derramé lo que quedaba en mi taza.

—Bueno. Qué contenta se pondría Paciencia —fue lo único que dijo.

Y luego me hizo ir a buscar un trapo y limpiar lo que había derramado. Y también a fregar los platos con agua y secarlos.

A veces empezaba a temblar y me caía. Sin motivo. Corazón de la Manada intentaba mantenerme en pie. A veces los temblores hacían que me durmiera. Cuando me despertaba, me dolía todo. Me dolía el pecho, me dolía la espalda. A veces me mordía la lengua. No me gustaban esas ocasiones. Ojos de Noche se asustaba.

Y a veces había otro con Ojos de Noche y conmigo, otro que pensaba con nosotros. Era muy pequeño, pero estaba allí. No lo quería allí. No quería a nadie allí, nunca más, sólo Ojos de Noche y yo. Él lo sabía, y se hacía tan pequeño que la mayor parte del tiempo no estaba allí.

Más tarde, vino un hombre.

—Viene un hombre —dije a Corazón de la Manada.

Estaba oscuro y el fuego ardía bajo. El buen momento para cazar se había pasado. Fuera estaba completamente oscuro. Pronto diría que nos echásemos a dormir.

No me respondió. Se levantó deprisa y sin hacer ruido, y cogió el gran cuchillo que había siempre encima de la mesa. Me indicó que fuera a la esquina, fuera de su camino. Se acercó sigilosamente a la puerta y esperó. Fuera, oí al hombre que pisaba la nieve. Entonces lo olí.

—Es el gris —le dije—. Chade.

Después abrió la puerta muy deprisa y entró el gris. Estornudé por culpa de los olores que traía consigo. Siempre olía a polvos de hojas secas, y a humos de distintos tipos. Era viejo y delgado pero Corazón de la Manada siempre se comportaba como si fuese un líder de la manada. Corazón de la Manada echó más leña al fuego. La habitación se iluminó, y se caldeó. El gris se quitó la capucha. Me observó un momento con sus ojos claros, como si estuviese esperando. Luego habló con Corazón de la Manada.

—¿Cómo se encuentra? ¿Mejor?

Corazón de la Manada movió los hombros.

—Cuando te olió, dijo tu nombre. Lleva una semana sin sufrir ningún ataque. Hace tres días remendó un trozo de arnés para mí. E hizo un buen trabajo, además.

—¿Ya no intenta masticar el cuero?

—No. Al menos no cuando lo estoy mirando. Además, es un trabajo que conoce muy bien. Quizá apele a algo en su interior. —Corazón de la Manada soltó una risa corta—. Por lo menos, los arneses remendados se pueden vender.

El gris se acercó a la lumbre y tendió las manos hacia el fuego. Tenía manchas en las manos. Corazón de la Manada sacó su botella de brandy. Luego echó brandy en las tazas. Me hizo sostener una taza con un poco de brandy en el fondo, pero no me obligó a probarlo. Hablaron durante mucho, mucho, mucho tiempo, de cosas que no tenían nada que ver con comer, dormir ni cazar. El gris había oído algo de cierta mujer. Podía ser crucial, un punto de inflexión para los ducados.

—No quiero hablar de eso delante de Traspié —dijo Corazón de la Manada—. Se lo prometí.

El gris le preguntó si pensaba que yo lo entendía, y Corazón de la Manada dijo que eso daba igual, que él había dado su palabra. Yo quería irme a dormir, pero hicieron que me quedara quieto en una silla. Cuando el viejo tuvo que irse, Corazón de la Manada dijo:

—Es muy peligroso que vengas aquí. Es un largo camino para ti. ¿Podrás volver a entrar?

El gris se limitó a sonreír.

—Sabré apañármelas, Burrich —dijo.

Yo también sonreí, recordando que siempre se había sentido orgulloso de sus secretos.

Un día, Corazón de la Manada salió y me dejó solo. No me ató. Simplemente me dijo:

—Ahí tienes unos copos de avena. Si quieres comer mientras estoy fuera, tendrás que acordarte de cómo se preparan. Si sales por la puerta o por la ventana, si abres siquiera la puerta o la ventana, me enteraré. Y te daré una paliza de muerte. ¿Entendido?

—Entendido —dije.

Parecía muy enfadado conmigo, aunque no lograba recordar que hubiera hecho algo que me hubiese dicho que no hiciera. Abrió una caja y sacó unas cosas de ella. La mayoría eran redondas de metal. Monedas. De una cosa me acordaba. Era reluciente y curva como la luna, y olía a sangre la primera vez que la olí. Había peleado con otro por ella. No lograba recordar para qué la quería, pero había peleado y la había ganado. Ahora no la quería. La sostuvo de su cadena para examinarla y luego la metió en una bolsa. Me daba igual que se la llevara.

Tenía mucha, mucha hambre antes de que él volviera. Cuando lo hizo traía un olor consigo. Un olor a hembra. No muy fuerte, y mezclado con los olores de una pradera. Pero era un olor bueno que me hacía querer algo, algo que no era comida, ni agua, ni cazar. Me acerqué a él para olerlo, pero no se dio cuenta de eso. Cocinó las gachas de avena y comimos. Después se quedó sentado delante del fuego, muy, muy triste. Me levanté y cogí la botella de brandy. Se la llevé con una taza. Las aceptó pero no sonrió.

—A lo mejor mañana te enseño a traerme las cosas —me dijo—. A lo mejor eso se te da bien.

Luego se bebió todo el brandy que había en la botella, y después de eso abrió otra botella. Me senté y lo observé. Cuando se durmió, cogí su abrigo con ese olor. Lo dejé en el suelo y me tumbé encima, oliéndolo hasta quedarme dormido.

Soñé, pero no tenía sentido. Había una hembra que olía como el abrigo de Burrich, y yo no quería que se fuera. Era mi hembra, pero cuando se fue, no la seguí. Eso era cuanto podía recordar. Recordarlo no era bueno, del mismo modo que no es bueno tener hambre o sed.

Me obligaba a estar encerrado. Llevaba mucho, mucho tiempo obligándome a estar encerrado cuando yo lo único que quería era salir. Pero esa vez llovía, mucho, con tanta fuerza que casi toda la nieve se había fundido. De pronto parecía buena idea no salir.

—Burrich —dije, y levantó la cabeza muy deprisa para mirarme.

Pensé que me iba a atacar, tan rápido se movió. Intenté no acobardarme. Cuando me acobardaba a veces se enfadaba.

—¿Qué pasa, Traspié? —preguntó, y su voz era amable.

—Tengo hambre-dije. —Ahora.

Me dio un gran trozo de carne. Estaba cocinada, pero era un buen pedazo. Me lo comí demasiado deprisa y él me observó, pero no me dijo que no lo hiciera, ni me pegó. Esa vez.

No paraba de rascarme la cara. La barba. Al final, fui y me planté frente a Burrich. Me la rasqué delante de él.

—No me gusta esto —le dije.

Pareció sorprenderse. Pero me dio agua muy caliente y jabón, y un cuchillo muy afilado. Me dio un cristal redondo con un hombre dentro. Me lo quedé mirando largo rato. Me producía escalofríos. Sus ojos eran como los de Burrich, rodeados de blanco, pero aún más oscuros. No eran ojos de lobo. Su pelaje era oscuro como el de Burrich, pero el vello que le cubría las mandíbulas era irregular y áspero. Me toqué la barba y vi unos dedos sobre la cara del hombre. Era extraño.

—Aféitate, pero ten cuidado —me dijo Burrich.

Casi recordaba cómo se hacía. El olor del jabón, el agua caliente en mi cara. Pero el cuchillo afilado, afilado no dejaba de cortarme. Pequeños tajos que escocían. Después observé al hombre del cristal redondo. Traspié, pensé. Casi como Traspié. Estaba sangrando.

—Sangro por todas partes —dije a Burrich.

Se rió de mí.

—Siempre sangras cuando te afeitas. Siempre corres demasiado. —Cogió el cuchillo afilado, afilado—. Estáte quieto —me dijo—. Te has saltado algunas partes.

Me quedé sentado muy quieto y no me cortó. Era difícil estarse quieto cuando se me acercaba tanto y me miraba tan de cerca. Cuando acabó, me cogió la barbilla. Me giró la cara y me examinó. Me examinó detenidamente.

—¿Traspié? —dijo.

Giró la cabeza y me sonrió, pero la sonrisa se desdibujó cuando me limité a devolverle la mirada. Me dio un cepillo.

—No hay caballo que cepillar —le dije.

Casi parecía complacido.

—Cepilla esto —me dijo, y me alborotó el pelo. Hizo que me lo cepillara hasta aplastarlo. Había puntos magullados en mi cabeza. Burrich frunció el ceño cuando me vio hacer muecas. Me quitó el cepillo e hizo que me estuviera quieto mientras miraba y tocaba debajo de mi pelo—. ¡Bastardo! —dijo bruscamente, y cuando me acobardé, añadió—: Tú no. —Meneó la cabeza despacio. Me dio una palmada en el hombro—. El dolor desaparecerá con el tiempo —me dijo. Me enseñó a recogerme el pelo y atarlo con una cinta de cuero. Tenía la longitud suficiente—. Así está mejor —dijo—. Vuelves a parecer una persona.

Desperté de un sueño, retorciéndome y chillando. Me senté y empecé a llorar. Acudió a mi lado desde su cama.

—¿Qué ocurre, Traspié? ¿Te encuentras bien?

—¡Me apartó de mi madre! —exclamé—. Me apartó de ella. Yo era demasiado pequeño para que me apartaran de ella.

—Ya lo sé —dijo—. Ya lo sé. Pero eso fue hace mucho tiempo. Ahora estás aquí, a salvo.

Casi parecía asustado.

—Llenaron la guarida de humo —le dije—. Convirtió a mi madre y a mis hermanos en pieles.

Su rostro cambió y su voz dejó de ser amable.

—No, Traspié. Ésa no era tu madre. Era un sueño de lobo. De Ojos de Noche. Le pasaría a Ojos de Noche. Pero no a ti.

—Oh, sí, sí que me pasó a mí —le dije, y me enfadé de repente—. Oh, sí que me pasó a mí, y la sensación era idéntica. Idéntica.

Me levanté de la cama y paseé por la habitación. Paseé mucho tiempo, hasta que dejé de sentir de nuevo aquella sensación. Él se sentó y me observó. Bebió mucho brandy mientras yo paseaba.

Un día de primavera estaba asomado a la ventana. El mundo parecía bueno, vivo y nuevo. Me desperecé y giré los hombros. Oí el crujido de mis huesos.

—Sería una buena mañana para salir a caballo —dije.

Me volví hacia Burrich. Estaba revolviendo gachas de avena en una olla sobre el fuego. Vino a mi lado.

—En las Montañas todavía es invierno —dijo en voz baja—. Me pregunto si Kettricken llegó a casa sana y salva.

—Si no lo hizo, no fue por culpa de Hollín —dije.

Entonces algo se revolvió y me lastimó las entrañas, hasta que por un momento fui incapaz de respirar. Intenté pensar en qué era, pero se me escapó. No quería perseguirlo, aunque sabía que era algo que debería cazar. Sería como cazar un oso. Cuando me acercaba a eso, se encaraba conmigo e intentaba herirme. Pero había algo en ello que me impulsaba a perseguirlo. Inspiré hondo y me estremecí. Cogí otra bocanada de aire, con un sonido que se me atragantó.

A mi lado, Burrich estaba inmóvil y callado. Esperándome.

Hermano, eres un lobo. Vuelve, aléjate de eso, te hará daño, me advirtió Ojos de Noche…

Me aparté de un salto.

Burrich empezó a deambular por la estancia, maldiciendo, y dejó que se quemaran las gachas. Tuvimos que comérnoslas de todas formas porque no había otra cosa.

Durante algún tiempo, Burrich me molestó. No paraba de decir: «¿Te acuerdas?». No me dejaba en paz. Proponía nombres y quería que yo intentara decirle quiénes eran. A veces lo sabía, un poco.

—Una mujer —respondí cuando dijo Paciencia—. Una mujer en un cuarto con plantas.

Me esforzaba, pero él seguía enfadándose conmigo. Si dormía por la noche, tenía sueños. Sueños de una luz trémula, una luz que danzaba sobre una pared de piedra. Y ojos en una ventana pequeña. Los sueños me aplastaban y me impedían respirar. Si lograba tomar el aliento necesario para gritar, me despertaba. A veces tardaba mucho tiempo en conseguir el aliento necesario. Burrich se despertaba también y cogía el cuchillo grande de la mesa.

—¿Qué pasa, qué ocurre? —me preguntaba. Pero no se lo sabía decir. Era más seguro dormir a la luz del día, en la calle, oliendo a hierba y a tierra. Los sueños de las paredes de piedra no venían entonces. En vez de eso venía una mujer que se arrimaba dulcemente a mí. Su olor era el mismo de las flores del prado, y su boca sabía a miel. El dolor de esos sueños llegaba al despertar, y sabía que se había ido para siempre, con otro. De noche me sentaba y contemplaba el fuego. Procuraba no pensar en frías paredes de piedra, ni en ojos oscuros que lloraban, ni en bocas dulces que se torcían con palabras amargas. No dormía. Ni siquiera me atrevía a tumbarme. Burrich no me obligaba.

Chade regresó un día. Se había dejado la barba larga y llevaba un sombrero de ala ancha como un buhonero, pero lo reconocí igualmente. Burrich no estaba en casa cuando llegó, pero le dejé pasar. No sabía para qué había venido.

—¿Quieres un poco de brandy? —le ofrecí, pensando que a lo mejor venía por eso.

Me miró fijamente y sonrió casi.

—¿Traspié? —dijo. Volvió la cabeza para mirarme a la cara—. Bueno. ¿Cómo te van las cosas?

No sabía qué responder a esa pregunta, así que me limité a devolverle la mirada. Transcurrido un momento, puso la olla al fuego. Sacó cosas de su hato. Había traído té de especias, un poco de queso y pescado ahumado. Sacó también bolsitas de hierbas y las dejó encima de la mesa formando una fila. Luego sacó una bolsita de cuero. Dentro había un grueso cristal amarillo, lo bastante grande para ocuparle toda la mano. En el fondo del hato había un gran cuenco poco profundo, con el interior azul esmerilado. Lo posó en la mesa y estaba llenándolo de agua clara cuando regresó Burrich. Había ido a pescar. Tenía una cuerda con seis peces pequeños en ella. Eran peces de arroyo, no de océano. Eran escurridizos y brillaban. Ya les había sacado las tripas.

—¿Ahora lo dejas solo? —preguntó Chade a Burrich cuando se hubieron saludado.

—Tengo que hacerlo, para buscar comida.

—¿Así que ahora confías en él?

Burrich apartó la mirada de Chade.

—He adiestrado a muchos animales. Enseñar a uno a hacer lo que le digas no es lo mismo que confiar en una persona.

Burrich cocinó el pescado en una sartén y comimos. También comimos queso y bebimos té. Después, mientras yo fregaba la sartén y los platos, se sentaron a conversar.

—Quiero probar las hierbas —dijo Chade a Burrich—. O el agua, o el cristal. Algo. Lo que sea. Empiezo a pensar que no está realmente… ahí.

—Sí que lo está —afirmó suavemente Burrich—. Dale tiempo. No creo que las hierbas sean lo más adecuado para él. Antes de que… cambiara, estaba empezando a aficionarse demasiado a las hierbas. Al final, siempre estaba o enfermo, o rebosante de energía. Cuando no estaba inmerso en las profundidades del dolor, estaba agotado por el combate o por ser el Hombre del Rey de Veraz o Artimañas. Luego acudía a la corteza feérica en vez de al reposo. Se le había olvidado cómo descansar y permitir que su cuerpo se recuperara. No tenía paciencia para eso. Aquella última noche… le diste semillas de carris, ¿verdad? Dedalera dijo que nunca había visto nada parecido. Creo que podría haber acudido más gente en su ayuda, si no le hubieran tenido tanto miedo. El pobre Filo opinaba que se había vuelto completamente loco. Nunca se perdonó el haberlo abatido. Ojalá pudiera saber que el muchacho no murió de verdad.

—No había tiempo para pararse a elegir. Le di lo que tenía a mano. No sabía que enloquecería con la semilla de carris.

—Podrías haberle llevado la contraria —repuso Burrich en voz baja.

—Eso no lo habría detenido. Habría ido como estaba, exhausto, y lo habrían matado en el sitio.

Fui a sentarme encima de la chimenea. Burrich no me miraba. Me tendí, me giré de espaldas y me desperecé. Era una sensación agradable. Cerré los ojos y sentí el calor del fuego en mi costado.

—Levántate y siéntate en el taburete, Traspié —dijo Burrich.

Suspiré, pero obedecí. Chade no me miró. Burrich reanudó la conversación.

—Me gustaría que se mantuviera en un plano estable. Creo que sólo necesita tiempo para conseguirlo por sus propios medios. Se acuerda. A veces. Y luego se rebela contra esos recuerdos. Creo que no quiere recordar, Chade. Creo que realmente no quiere volver a ser Traspié Hidalgo. A lo mejor le gustaba ser un lobo. Puede que le gustara tanto que no regrese jamás.

—Tiene que regresar —dijo Chade con voz queda—. Lo necesitamos.

Burrich se enderezó en su asiento. Tenía los pies encima de la pila de leña, pero ahora los puso en el suelo. Se acercó a Chade.

—¿Has tenido noticias?

—Yo no. Pero Paciencia sí, creo. Es sumamente frustrante, en ocasiones, ser la rata detrás de la pared.

—Entonces ¿qué has oído?

—Sólo a Paciencia y Cordonia, hablando de lana.

—¿Qué importancia tiene eso?

—Querían lana para tejer una tela muy suave. Para un bebé, o un niño pequeño. «Nacerá a finales de nuestra cosecha, pero eso es principio del invierno en las Montañas. Así que hagámosla gruesa», dijo Paciencia. Es posible que hablaran del hijo de Kettricken.

Burrich pareció sobresaltarse.

—¿Paciencia sabe algo de Kettricken?

Chade se rió.

—No lo sé. ¿Quién sabe lo que sabe esa mujer? Últimamente ha cambiado mucho. Tiene a la Guardia de Torre del Alce en la palma de su mano, y lord Refuljo ni siquiera se da cuenta. Ahora pienso que debimos informarla de nuestro pían, debimos incluirla desde el principio. Aunque a lo mejor no.

—A lo mejor habría sido más fácil para mí si lo hubiésemos hecho.

Burrich clavó la mirada en el fuego.

Chade meneó la cabeza.

—Lo siento. Ella tenía que pensar que habías abandonado a Traspié, que lo repudiabas por su práctica de la Maña. Si hubieras ido tras su cadáver, Regio habría sospechado. Teníamos que conseguir que Regio creyera que ella era la única que se preocupaba lo suficiente para enterrarlo.

—Ahora me odia. Me dijo que no tenía lealtad, ni coraje. —Burrich se miró las manos y su voz se tornó tirante—. Sabía que había dejado de amarme hacía años. Cuando entregó su corazón a Hidalgo. Podía aceptarlo, era un hombre digno de ella. Y yo me había alejado de ella antes. Así que podía vivir sin su amor, porque sentía que todavía me respetaba como hombre. Pero ahora, me desprecia. Me… —Sacudió la cabeza y cerró los ojos con fuerza. Por un momento todo estuvo en silencio. Luego Burrich se enderezó lentamente y se volvió hacia Chade. Su voz sonó serena cuando preguntó—: Entonces, ¿crees que Paciencia sabe que Kettricken huyó a las Montañas?

—No me sorprendería. No ha habido ningún anuncio oficial, naturalmente. Regio ha enviado mensajes al rey Eyod, exigiendo saber si Kettricken se ha refugiado allí, pero él se limitó a contestar que ella era la reina de los Seis Ducados y lo que hiciera no era asunto de las Montañas. Regio se enfureció tanto con su respuesta que ha cortado el comercio con las Montañas. Pero Paciencia parece saber mucho de lo que transpira fuera del castillo. Quizá sepa lo que ocurre en el Reino de las Montañas. Por mi parte, daría lo que fuese por saber cómo piensa enviar la manta allí. Es un viaje largo y agotador.

Burrich guardó silencio largo rato. Al cabo dijo:

—Tendría que haber encontrado la manera de acompañar a Kettricken y el bufón. Pero sólo había dos caballos, y víveres suficientes para dos personas. No conseguí reunir más que eso. Así que se fueron solos. —Observó el fuego con ojos furibundos, antes de preguntar—: ¿Supongo que nadie habrá tenido noticias del Rey a la Espera Veraz?

Chade meneó la cabeza despacio.

—El rey Veraz —recordó suavemente a Burrich—. Si él estuviera aquí. —Extravió la mirada—. Si pensara regresar, creo que ya habría vuelto —dijo con voz queda—. Unos cuantos días apacibles como éste y habrá Corsarios de la Vela Roja en todas las bahías. Ya no creo que Veraz vaya a volver.

—Entonces Regio será verdaderamente el rey —dijo Burrich con amargura—. Al menos hasta que el hijo de Kettricken nazca y alcance la mayoría de edad. Y luego podemos irnos preparando para una guerra civil si el pequeño intenta reclamar la corona. Si es que queda algo que gobernar todavía de los Seis Ducados. Veraz. Ahora desearía que no hubiera partido en busca de los vetulus. Al menos mientras estaba con vida, teníamos cierta protección frente a los corsarios. Ahora, con él desaparecido y la primavera abriéndose paso, nada se interpone entre las Velas Rojas y nosotros…

Veraz. Tirité de frío. Rechacé el frío. Regresó y volví a rechazarlo. Lo mantuve lejos de mí. Transcurrido un momento, inspiré hondo.

—¿Sólo el agua, entonces? —preguntó Chade a Burrich, y comprendí que habían seguido hablando sin que yo los escuchara.

Burrich se encogió de hombros.

—Adelante. ¿Qué daño puede hacer? ¿Solía vislumbrar cosas en el agua?

—Nunca lo puse a prueba. Siempre supuse que podría si lo intentaba. Posee la Maña y la Habilidad. ¿Por qué no iba a ser capaz de presagiar además?

—El que una persona tenga la capacidad de hacer algo no significa que deba hacerlo.

Por un momento, se miraron el uno al otro. Al final Chade encogió los hombros.

—Quizá mi oficio no favorezca tantas objeciones de conciencia como el tuyo —sugirió con voz envarada.

Transcurrido un instante, Burrich refunfuñó:

—Disculpadme, señor. Todos servimos a nuestro rey como dictan nuestras capacidades.

Chade asintió. Sonrió.

Despejó la mesa salvo por el plato de agua y algunas velas.

—Acércate —me dijo suavemente, así que volví a la mesa. Me sentó en su silla y puso el plato delante de mí—. Observa el agua. Dime qué ves.

Veía el agua en el cuenco. Veía el azul en el fondo del cuenco. Ninguna de las respuestas lo satisfizo. Siguió diciéndome que volviera a mirar pero yo seguía viendo las mismas cosas. Movió la vela varias veces, insistiendo cada vez para que mirara de nuevo.

—En fin —dijo dirigiéndose a Burrich—, por lo menos ahora contesta cuando le hablas.

Burrich asintió, aunque parecía desalentado.

—Sí. A lo mejor con el tiempo —dijo.

Sabía que habían terminado conmigo, de modo que me relajé.

Chade preguntó si podía quedarse con nosotros esa noche. Burrich contestó que desde luego. Luego fue y cogió el brandy. Sirvió dos tazas. Chade acercó mi taburete a la mesa y se sentó de nuevo. Yo me quedé sentado y esperé, pero empezaron a conversar otra vez entre sí.

—¿Y yo? —pregunté por fin.

Se callaron y me miraron.

—¿Y tú qué? —preguntó Burrich.

—¿Para mí no hay brandy?

Siguieron mirándome.

—¿Quieres un poco? —preguntó Burrich con recelo—. Pensaba que no te gustaba.

—No, no me gusta. Nunca me ha gustado. —Pensé un momento—. Pero era barato.

Burrich me observó fijamente. Chade esbozó una pequeña sonrisa, mirándose las manos. Burrich cogió otra taza y me sirvió un poco. Se quedaron un rato sentados, vigilándome, pero no hice nada. Al cabo reanudaron su conversación. Probé un sorbo de brandy. Seguía irritándome la boca y la nariz, pero hacía que sintiera calor dentro de mí. Sabía que no quería más. Después pensé que sí. Bebí un poco más. Estaba igual de asqueroso. Como algo que Paciencia me podría obligar a tragar cuando tenía tos. No. Aparté también ese recuerdo. Posé la taza.

Burrich no me miraba. Seguía hablando con Chade.

—Cuando cazas un ciervo, a menudo puedes acercarte mucho a él simplemente fingiendo que no lo ves. Se quedan en el sitio vigilando cómo te aproximas y no mueven ni una pata mientras no los mires directamente.

Cogió la botella y sirvió otro poco de brandy en mi taza. Resoplé al aspirar sus vapores. Pensé que sentía cómo se agitaba algo. Una idea en mi mente. Busqué a mi lobo.

—¿Ojos de Noche?

—¿Hermano? Estoy durmiendo, cambiador. Todavía no es buen momento para cazar.

Burrich me fulminó con la mirada. Paré.

Sabía que no quería más brandy. Pero otra persona pensaba que sí. Otra persona me instaba a levantar la taza, a sostenerla simplemente. Lo agité dentro de la taza. Veraz solía agitar su vino en la copa y lo observaba. Me asomé al interior de la taza oscura.

Traspié.

Solté la taza. Me levanté y deambulé por la estancia. Quería salir, pero Burrich nunca me dejaba salir solo, y menos de noche. Así que me paseé por el cuarto hasta regresar a mi silla. Volví a sentarme. La taza de brandy seguía allí. Transcurrido un momento la cogí, sólo para mitigar el deseo de sostenerla. Pero cuando la tuve en mi mano, él lo cambió. Me hizo pensar en beber. En el calor que sentiría en el estómago. Sólo tenía que beber deprisa y el sabor no duraría, el calor sí, la agradable sensación en mi estómago.

Yo sabía lo que se proponía. Empezaba a enfadarme.

Otro sorbito nada más. Incitante. Susurrante. Para que te ayude a relajarte, Traspié. El fuego da tanto calor, has cenado. Burrich te protegerá. Chade está a tu lado. No hace falta que estés tan en guardia. Otro sorbito nada más. Otro sorbito.

No.

Mójate los labios, aunque sea, sólo tienes que humedecértelos.

Di otro sorbo para que dejara de obligarme a desearlo. Pero no cesó, así que probé otro más. Me llené la boca y tragué. Cada vez me costaba más resistirme. Me estaba agotando. Y Burrich no paraba de llenarme la taza.

Traspié. Di: «Veraz está vivo». Eso es todo. Nada más.

No.

¿No es agradable sentir el brandy en tu estómago? Cálido. Toma poco más.

—Sé lo que intentas hacer. Quieres que me emborrache. Para que no pueda mantenerte a raya. No pienso dejarte.

Tenía humedad en el rostro.

Burrich y Chade me observaban.

—Nunca fue de los que se ponían a gritar cuando bebían —comentó Burrich—. Por lo menos, no delante de mí.

Los dos parecían encontrar eso interesante:

Dilo. Di: «Veraz está vivo». Después te dejaré en paz. Te lo prometo. Tú dilo. Una sola vez, aunque sea un susurro. Dilo. Dilo.

Clavé los ojos en la mesa. En voz muy baja, dije:

—Veraz está vivo.

—¿Oh? —dijo Burrich.

Demasiado indiferente. Se dio mucha prisa en verter más brandy en mi taza. La botella estaba vacía. Me echó de su propia taza.

De pronto lo quería. Lo quería para mí. La cogí y me lo bebí todo. Me levanté.

—Veraz está vivo —dije—. Tiene frío, pero está vivo. Y eso es todo cuanto tengo que decir.

Me dirigí a la puerta, quité el pestillo y salí a la noche. No intentaron detenerme.

Burrich tenía razón. Estaba todo allí, como una canción que se ha escuchado demasiado a menudo y no se te va de la cabeza. Discurría por detrás de todos mis pensamientos y teñía todos mis sueños. Me acosaba constantemente y no me dejaba en paz. La primavera dio paso al verano. Mis viejos recuerdos empezaron a superponerse a los nuevos.

Mis vidas comenzaron a imbricarse. Había huecos y arrugas en las junturas, pero cada vez se volvía más difícil resistirse a saber cosas. Los nombres volvían a tener rostro y significado. Paciencia, Cordonia, Celeridad y Hollín ya no eran meras palabras sino que tintineaban como cascabeles con recuerdos y emociones.

—Molly —dije finalmente para mí en voz alta un buen día.

Burrich me miró de pronto cuando pronuncié esa palabra, y a punto estuvo de soltar el lazo de tripas finamente trenzado que tenía en las manos. Lo oí tomar aliento como si quisiera decirme algo, pero en vez de eso guardó silencio, aguardando a que yo continuara. Pero no continué. Cerré los ojos, escondí la cara entre las manos y anhelé el olvido.

Pasaba mucho tiempo delante de la ventana, contemplando la pradera. Allí no había nada que ver. Pero Burrich no me lo impedía ni me ordenaba volver a mis quehaceres como antes. Un día, mientras apreciaba el esplendor de la hierba, le pregunté:

—¿Qué haremos cuando lleguen los pastores? ¿Dónde viviremos entonces?

—Piénsalo. —Había extendido una piel de conejo en el suelo y estaba raspando la carne y la grasa—. No van a venir. No hay rebaños que subir a los pastos de verano. Casi todos los animales se fueron al interior con Regio. Despojó a Torre del Alce de todo lo que pudiera subir a una carreta o ser conducido. Apostaría a que todas las ovejas que dejó en Torre del Alce se convirtieron en chuletillas al llegar el invierno.

—Seguramente —convine.

Y entonces algo se incrustó en mi mente, algo más terrible que todas las cosas que sabía y no quería recordar. Era todo lo que no sabía, todas las preguntas que habían quedado sin respuesta. Salí a pasear por la pradera. Crucé el prado, hasta la orilla del arroyo, y luego lo atravesé y me dirigí a los terrenos cenagosos donde crecían las aneas. Recogí los tallos verdes de las aneas para añadirlos a las gachas de avena. De nuevo conocía todos los nombres de las plantas. No quería, pero sabía cuáles matarían a una persona, y cómo prepararlas. Todos los antiguos conocimientos estaban allí, esperando a reclamarme tanto si a mí me gustaba como si no.

Cuando regresé con las cañas, estaba cocinando el cereal. Las dejé encima de la mesa y cogí un cazo de agua del barril. Mientras las enjuagaba y seleccionaba, pregunté al fin:

—¿Qué ocurrió? ¿Esa noche?

Se volvió muy despacio para mirarme, como si fuese un ciervo que pudiera espantarse con cualquier movimiento repentino.

—¿Esa noche?

—La noche en que iban a escapar el rey Artimañas y Kettricken. ¿Por qué no tenías los caballos de refresco y la litera esperando?

—Ah. Esa noche. —Suspiró como si estuviera recordando un viejo dolor. Habló muy despacio y con calma, como si temiera sobresaltarme—. Nos estaban vigilando, Traspié. Todo el tiempo. Regio lo sabía todo. Aquel día no podría haber sacado del establo ni un grano de trigo, mucho menos tres caballos, una litera y una mula. Había guardias de Lumbrales por todas partes, intentando aparentar que sólo pasaban por allí para inspeccionar los compartimientos vacíos. No me atreví a ir a avisarte. Así que, al final, esperé a que comenzara el banquete, hasta que Regio se hubiera coronado a sí mismo y pensara que había ganado. Luego me escabullí y fui a buscar los dos únicos caballos que pude conseguir. Hollín y Rubí. Los había ocultado en la herrería, para asegurarme de que Regio no pudiera venderlos también. Los únicos alimentos que pude obtener fueron los que logré sustraer de la sala de guardia. Fue lo único que se me ocurrió.

—Y la reina Kettricken y el bufón se fueron en ellos.

Esos nombres me dejaban una sensación extraña en la lengua. No quería pensar en ellos, no quería recordar nada de ellos. La última vez que vi al bufón, estaba llorando y acusándome de haber asesinado a su rey. Insistí para que huyera en lugar del monarca, para que salvara su vida. No era la mejor despedida que recordar de quien había considerado mi amigo.

—Sí. —Burrich acercó la olla de gachas a la mesa y la dejó allí para que se espesaran—. Chade y el lobo los guiaron hasta mí. Quería irme con ellos, pero no podía. Sólo los hubiera retrasado. Mi pierna… Sabía que no podría seguir el ritmo de los caballos por mucho tiempo, y dos jinetes a la vez, a esa velocidad, habrían reventado al animal. Tenía que dejar que se fueran. —Silencio. Después gruñó, más ronco que el gruñido de un lobo—. Si alguna vez descubro quién nos traicionó a Regio…

—Fui yo.

Me miró a los ojos, con una expresión de horror e incredulidad en la cara. Me miré las manos. Empezaban a temblar.

—Fui un estúpido. Fue culpa mía. La doncella de la reina, Romero. Siempre cerca, siempre a nuestros pies. Debía de ser la espía de Regio. Me oyó decirle a la reina que se preparara, que el rey Artimañas partiría con ella. Me oyó decirle a Kettricken que cogiera ropa de abrigo. Regio deduciría gracias a eso que pensaba huir de Torre del Alce. Sabría que ella iba a necesitar caballos. Y puede que hiciera algo más que espiar. Puede que llevara una cesta de dulces envenenados a cierta anciana. Puede que untara de grasa cierto tramo de escalones por los que sabía que pronto iba a bajar la reina.

Me obligué a levantar los ojos de las espigas para sostener la afligida mirada de Burrich.

—Y lo que no oyera Romero, lo sabrían Justin y Serena. Estaban pegados al rey, sorbiéndole su fuerza de la Habilidad, enterados de cada pensamiento que habilitaba a Veraz o recibía de éste. Cuando supieron lo que me proponía, actuando como hombre del rey, empezaron a espiarme también a mí con su Habilidad. No sabía que pudiera hacerse algo así. Pero Galeno había descubierto la manera y se la había enseñado a sus pupilos. ¿Te acuerdas de Will, el hijo de Cochinero? ¿El miembro de la camarilla? Era el más diestro. Era capaz de conseguir que creyera que ni siquiera estaba allí cuando sí que estaba.

Meneé la cabeza, intenté expulsar de ella mis aterradores recuerdos de Will. Me devolvía a las sombras de la mazmorra, a aquello que me resistía a rememorar. Me pregunté si lo habría matado. No lo creía. No creía que le hubiera inoculado veneno suficiente. Levanté la cabeza para encontrar a Burrich estudiándome intensamente.

—Aquella noche, en el último instante, el rey se negó a venir —le dije en voz baja—. Hacía tanto tiempo que consideraba un traidor a Regio que había olvidado que Artimañas seguiría viéndolo como a su hijo. Lo que hizo Regio, apropiarse de la corona de Veraz cuando sabía que su hermano estaba vivo… El rey Artimañas no quería seguir viviendo con la certeza de que Regio era capaz de algo así. Me pidió que fuese el hombre del rey, que le prestara la fuerza de la Habilidad necesaria para despedirse de Veraz. Pero Serena y Justin estaban esperando. —Hice una pausa, encajando en su sitio nuevas piezas del rompecabezas—. Debí darme cuenta de que era demasiado fácil. Nadie vigilaba al monarca. ¿Por qué? Porque Regio no necesitaba guardias. Porque Serena y Justin estaban ligados a él. Regio había terminado con su padre. Se había coronado Rey a la Espera; ya no tenía más ventajas que extraer de Artimañas. De modo que drenaron toda su fuerza de la Habilidad al rey Artimañas. Lo mataron. Antes incluso de que pudiera despedirse de Veraz. Seguramente Regio les encargó que se aseguraran de que no volvía a habilitar con Veraz. Así que yo asesiné a Serena y a Justin. Los maté como habían matado ellos a mi rey. Sin darles ocasión de defenderse, sin un ápice de compasión.

—Tranquilo. Cálmate. —Burrich se acercó corriendo a mí, apoyó las manos en mis hombros y me sentó en una silla—. Tiemblas como si te fuese a dar un ataque. Tranquilízate.

No podía hablar.

—Esto es lo que nos desconcertaba a Chade y a mí —me dijo Burrich—. ¿Quién había delatado nuestro plan? Sospechamos de todo el mundo. Hasta del bufón. Durante algún tiempo temimos haber dejado a Kettricken al cuidado de un traidor.

—¿Cómo pudisteis pensar algo así? El bufón quería al rey Arrimáis más que nadie.

—No se nos ocurría nadie más que conociera todos nuestros planes —arguyó Burrich, lacónico.

—El responsable de nuestro fracaso no fue el bufón. Fui yo. —Y ese, creo, fue el momento en que volví en mí por completo. Había dicho lo impronunciable, había afrontado mi más execrable verdad. Los había traicionado a todos—. El bufón me previno. Dijo que yo sería la muerte de los reyes a menos que aprendiera a no entrometerme. Chade me advirtió. Intentó obligarme a prometer que no pondría más ruedas en marcha. Pero no les hice caso. Mis acciones le costaron la vida a mi rey. Si no hubiera estado ayudándole a habilitar, no habría sido tan vulnerable al ataque de sus asesinos. Lo desarmé mientras buscaba a Veraz. Pero fueron esas dos sanguijuelas las que acudieron. El asesino del rey. Oh, en tantos, tantos sentidos, Artimañas. Lo siento, Alteza. Lo siento mucho. De no ser por mí, Regio no habría tenido motivos para mataros.

—Traspié. —La voz de Burrich era firme—. A Regio nunca le hizo falta una excusa para matar a su padre. Sólo necesitaba quedarse sin motivos para mantenerlo con vida. Y tú no tenías ningún control sobre eso. —De improviso arrugó el entrecejo—. ¿Por qué lo asesinaron en aquel preciso instante? ¿Por qué no esperaron hasta tener también a la reina?

Sonreí.

—Tú la salvaste. Regio pensaba que tenía a la reina. Pensaron que nos habían detenido cuando te impidieron coger los caballos de los establos. Regio se jactó incluso en mi cara, cuando estaba encarcelado. Dijo que ella tendría que partir sin caballos. Y sin ropa de abrigo.

Burrich esbozó una sonrisa feroz.

—El bufón y ella se llevaron el equipaje de Artimañas. Y se fueron a lomos de dos de los mejores caballos que hayan salido jamás de los establos de Torre del Alce. Apuesto a que llegaron a las Montañas sanos y salvos, muchacho. Seguro que en estos momentos Hollín y Rubí pastan en los prados de las montañas.

Era un consuelo demasiado pobre. Esa noche salí y corrí con el lobo, y Burrich no me regañó. Pero no podíamos correr lo bastante lejos, lo bastante aprisa, y la sangre que derramamos esa noche no era la sangre que yo deseaba ver vertida, como tampoco la carne fresca y cálida podía llenar el vacío de mi interior.

Así recordé mi vida y quién había sido. Conforme pasaban los días, Burrich y yo empezamos a hablar abiertamente de nuevo como amigos. Redujo el dominio que ejercía sobre mí, aunque no sin expresar burlonamente el malestar que eso le producía. Rememoramos cómo nos tratábamos antes, cómo nos reíamos antes, cómo reñíamos antes. Pero a medida que las cosas se estabilizaban entre nosotros y recuperaban la normalidad, ambos recordábamos, con mayor claridad, todo lo que ya no teníamos.

No había trabajo suficiente en un día para mantener a Burrich ocupado. Era éste un hombre que había gozado de plena autoridad sobre los establos y caballos de Torre del Alce, sobre todos sus perros y halcones. Lo veía idear tareas con que llenar las horas, y sabía cuánto añoraba a las bestias de las que había cuidado durante tanto tiempo. Yo echaba de menos el bullicio y la gente de la corte, pero más que nada extrañaba a Molly. Me inventaba conversaciones que tendría con ella, cogía reinas de los prados y flores de barba de buey porque olían igual que ella, y me acostaba por la noche recordando el roce de su mano en mi rostro. Pero no hablábamos de estas cosas. En vez de eso, uníamos nuestros distintos fragmentos para recomponer una suerte de conjunto. Burrich pescaba y cazaba, había pieles que curtir, camisas que lavar y zurcir, agua que colectar. Era una vida. Intentó hablarme una vez de cómo había ido a verme a la mazmorra, para llevarme el veneno. Sus manos laboraban dando pequeñas puntadas mientras relataba cómo se había alejado después, dejándome en aquella celda. No pude dejar que continuara.

—Vayamos a pescar —propuse.

Tomó aliento y asintió. Salimos a pescar y no volvió a decir nada aquel día.

Pero a mí me habían encarcelado, había pasado hambre, me habían dado unas palizas de muerte. En ocasiones, cuando me miraba, sabía que él veía mis cicatrices. Me afeitaba siguiendo la costura que me recorría la mejilla, y veía cómo me nacía el pelo blanco sobre el castaño allí donde me habían abierto la cabeza. Nunca hablamos de aquello. Me negaba a pensar en eso. Pero ninguna persona podría salir indemne de algo así.

Empecé a soñar por las noches. Sueños cortos y vividos, momentos congelados de fuego, dolor abrasador, miedo insoportable. Me despertaba con el pelo apelmazado por un sudor frío, temblando de pavor. No recordaba nada de esos sueños cuando me sentaba en la oscuridad, ni el menor hilo que me ayudara a desmadejarlos. Sólo el dolor, el miedo, la rabia, la frustración. Pero por encima de todo, el miedo. El miedo abrumador que me dejaba estremecido y sin aire, con los ojos llorosos, con el amargo sabor de la bilis en el fondo de la garganta.

La primera vez que ocurrió, la primera vez que me incorporé como un resorte con un grito inarticulado, Burrich salió de su cama, me puso la mano en el hombro y me preguntó si me encontraba mal. Lo aparté de un empujón tan violento que se estrelló contra la mesa y a punto estuvo de volcarla. El miedo y la rabia culminaron en un instante de furia tal que podría haberlo matado por el mero hecho de tenerlo a mi alcance. En ese momento sentía tanto rechazo y repugnancia hacia mí mismo que sólo deseaba destruir todo cuanto era yo o lindaba con mi ser. Repelí salvajemente al mundo entero, llegando a desplazar casi mi propia conciencia. Hermano, hermano, hermano, gañía desesperado Ojos de Noche en mi interior, y Burrich retrocedió trastabillando y moviendo los labios. Transcurrido un momento pude tragar saliva y musitar:

—Era una pesadilla, nada más. Perdona. Estaba soñando, sólo era una pesadilla.

—Lo entiendo —dijo bruscamente, y luego, más pensativo—: Lo entiendo.

Volvió a su cama. Pero yo sabía que lo que entendía era que no podía ayudarme con aquello, y eso era todo.

Las pesadillas no me asaltaban todas las noches, pero sí lo bastante a menudo para que temiera acostarme. Burrich fingía dormir en todo momento, pero yo sabía que estaba despierto mientras yo libraba en solitario mis batallas nocturnas. No recordaba los sueños, sólo el insoportable terror que me inspiraban. Había sentido miedo antes. A menudo. Miedo cuando me enfrentaba a los forjados, miedo cuando guerreaba con los Corsarios de la Vela Roja, miedo cuando planté cara a Serena. Miedo que advertía, que espoleaba, que le prestaba a uno la prudencia necesaria para seguir con vida. Pero el miedo a la noche era un terror que me desarmaba, que me hacía desear que la muerte le pusiera fin porque estaba destrozado y sabía que les daría lo que quisieran antes de enfrentarme a más dolor.

No hay respuesta posible a un miedo así, ni a la vergüenza que lo acompaña. Probé con la ira, probé con el odio. Ni las lágrimas ni el brandy lo ahogaban. Se filtraba como un olor nauseabundo y teñía todas mis memorias, empañando mi percepción de la persona que había sido. Ni un solo momento de gozo, de pasión o coraje que lograra recordar se aproximaba realmente a lo que había sido, pues mi mente traidora siempre añadía: «Sí, tuviste eso, durante algún tiempo, pero después vino esto, y esto es lo que eres ahora». Ese miedo debilitador era una presencia amedrentadora en mi interior. Sabía, con una certeza enfermiza, que si me veía presionado me convertiría en eso. Ya no era Traspié Hidalgo. Era lo que quedaba después de que el miedo lo hubiera expulsado de su cuerpo.

Al segundo día después de que Burrich se hubiera quedado sin brandy, le dije:

—Aquí estaré bien si quieres bajar a la ciudad de Torre del Alce.

—No tenemos dinero para comprar más provisiones, y no nos queda nada que vender —lo dijo secamente, como si fuese culpa mía. Estaba sentado junto al fuego. Juntó las manos y las enlazó entre las rodillas. Le temblaban un poco—. Ahora tendremos que apañárnoslas por nuestra cuenta. Hay caza de sobra. Si no logramos alimentarnos aquí arriba será que merecemos morirnos de hambre.

—¿No te pasará nada? —inquirí, lacónico.

Me miró con los ojos entornados.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que se nos ha terminado el brandy —dije con la misma aspereza.

—¿Y te parece que no sé vivir sin él?

Empezaba a perder los estribos. Cada vez se enfadaba más fácilmente desde que se acabó el brandy.

Encogí ligeramente los hombros.

—Era una pregunta. Nada más.

Me quedé sentado, muy quieto, sin mirarlo, rezando para que no estallara.

Tras una pausa dijo, con voz muy queda:

—Bueno, supongo que eso es algo que tendremos que descubrir.

Dejé que transcurriera un largo rato. Al cabo, pregunté:

—¿Qué vamos a hacer?

Me lanzó una mirada de enojo.

—Ya te lo he dicho. Cazaremos para alimentarnos. No es tan difícil de entender.

Aparté la mirada de él, asentí.

—Lo he entendido. Digo… después de eso. Pasado mañana.

—Bueno. Cazaremos para conseguir carne. Así podremos apañarnos una temporada. Pero tarde o temprano querremos cosas que no podamos obtener ni hacer por nuestra cuenta. Cosas que nos conseguirá Chade, si puede. Ahora Torre del Alce está pelada como un hueso. Tendré que bajar a la ciudad, una temporada, y trabajar en lo que sea. Pero de momento…

—No —dije suavemente—. Me refería… No podemos quedarnos escondidos aquí arriba eternamente, Burrich. ¿Qué haremos después de eso?

Le tocó a él guardar silencio un momento.

—Supongo que no le he dado muchas vueltas. Al principio era un sitio donde cuidarte mientras te reponías. Después, durante algún tiempo, era como si nunca fueses a…

—Pero ahora estoy aquí. —Vacilé—. Paciencia… —empecé.

—Piensa que estás muerto —atajó Burrich, quizá más bruscamente de lo que se proponía—. Chade y yo somos los únicos que sabemos que no es así. Antes de que te sacáramos de ese ataúd, no estábamos seguros. Si la dosis hubiese sido demasiado alta, ¿te habría matado realmente, o habrías pasado el resto de tus días paralizado bajo tierra? Había visto lo que hicieron contigo. —Se calló y, por un momento, me miró fijamente. Parecía hechizado. Sacudió la cabeza—. No pensaba que pudieras sobrevivir a aquello, mucho menos al veneno. Así que no dimos esperanzas a nadie. Y luego, cuando te sacamos… —Volvió a menear la cabeza, más enérgicamente—. Al principio estabas destrozado. Lo que te habían hecho… el daño era tan grande… No sé qué inspiró a Paciencia a limpiar y vendar las heridas de un cadáver, pero si no lo hubiera hecho… Más tarde… no eras tú. Tras las primeras semanas, me revolvía el estómago lo que te habíamos hecho. Meter el alma de un lobo en el cuerpo de un hombre, ésa era la impresión que me daba.

Volvió a mirarme. El recuerdo imprimía una expresión de incredulidad a su rostro.

—Te abalanzaste sobre mi cuello. El primer día que pudiste tenerte en pie sin ayuda, intentaste huir. Te lo impedí y te abalanzaste sobre mi cuello. No podía enseñarle esa criatura rabiosa y furiosa a Paciencia, y mucho menos a…

—¿Crees que Molly…? —empecé.

Burrich apartó la mirada de mí.

—Seguramente oyó que moriste. —Transcurrido un instante, añadió, con incomodidad—: Alguien había dejado una vela encendida sobre tu tumba. Había apartado la nieve y el trozo de cera estaba allí todavía cuando fui a desenterrarte.

—Como un perro detrás de un hueso.

—Temía que no lo entendieras.

—No lo entendí. Me fié de la palabra de Ojos de Noche.

Era cuanto podía soportar en esos momentos. Intenté dejar que la conversación languideciera. Pero Burrich fue despiadado.

—Si volvieras a Torre del Alce, o a la ciudad de Torre del Alce, te matarían. Te ahorcarían sobre el agua y quemarían tus restos. O te descuartizarían. La gente se cercioraría de que esta vez murieras.

—¿Tanto me odiaban?

—¿Odiarte? No. Les caías bien a los que te conocían. Pero si regresaras, un hombre que estaba muerto y enterrado, para pasearte de nuevo entre ellos, te temerían. No es algo que pueda explicarse como si fuese un truco. La Maña no es una magia que esté bien considerada. Cuando alguien es acusado de practicarla y después muere y es enterrado, en fin, para que conserven un buen recuerdo de ti tendrás que seguir estando muerto. Si te vieran caminando pensarían que Regio tenía razón; que estabas practicando la magia de las bestias, que la empleaste para asesinar al rey. Volverían a matarte. Más concienzudamente que la primera vez. —Burrich se puso en pie de repente y cruzó la estancia dos veces—. Maldita sea, no me vendría mal un trago.

—A mí tampoco —dije con un hilo de voz.

Diez días más tarde subió Chade por el sendero. El viejo asesino caminaba despacio, con ayuda de un cayado, y cargaba su hato alto sobre los hombros. El día era apacible y había echado hacia atrás la capucha de su capa. Su largo cabello gris ondeaba al viento y se había dejado crecer más la barba para ocultar aún más su cara. A primera vista, parecía un hojalatero ambulante. Un anciano surcado de cicatrices, tal vez, pero ya no el Hombre Picado. El viento y el sol le habían curtido el rostro. Burrich había salido a pescar, algo que prefería hacer solo. Ojos de Noche se había acercado para tenderse al sol en nuestro umbral aprovechando la ausencia de Burrich, pero se había refugiado en el bosque detrás de la cabaña nada más percibir la primera traza del olor de Chade en el aire. Me había quedado solo.

Me entretuve un rato viendo cómo se acercaba. El invierno lo había envejecido, en las arrugas de su cara y el gris de su cabello. Pero caminaba con más vigor del que recordaba, como si la privación lo fortaleciera. Por fin salí a su encuentro, sintiéndome extrañamente tímido y azorado. Cuando levantó la cabeza y me vio, se frenó y se quedó en la vereda. Seguí aproximándome a él.

—¿Muchacho? —preguntó cautelosamente cuando estuve cerca. Conseguí asentir y sonreír. Su respuesta, una sonrisa que iluminó sus rasgos, me humilló. Soltó su cayado para abrazarme, y después pegó su mejilla a la mía como si yo fuese un chiquillo—. Oh, Traspié, Traspié, muchacho —dijo con la voz cargada de alivio—. Pensaba que te habíamos perdido. Pensaba que habíamos hecho algo peor que dejarte morir.

Sus viejos brazos eran fuertes, tensos, a mi alrededor.

Fui considerado con el anciano. No le dije que era precisamente eso lo que habían hecho.