[Hyungchol Choi, subdirector de la Agencia Central de Inteligencia Coreana, hace un gesto hacia el paisaje seco, montañoso y mediocre que se encuentra al norte de nosotros. Podría pensarse que es el sur de California, de no ser por los fortines vacíos, las banderas descoloridas y las vallas de alambre de espino oxidado que recorren el horizonte.]
¿Qué pasó? Nadie lo sabe. No había ningún país tan preparado como Corea del Norte para repeler la plaga: ríos al norte, océanos al este y al oeste, y, al sur [hace un gesto hacia la Zona Desmilitarizada], la frontera más fortificada de la Tierra. Ya ve lo montañoso que es el terreno, lo fácil que resulta defenderlo, pero lo que no ve es que esas montañas son un laberinto de titánicas infraestructuras militares e industriales. El gobierno de Corea del Norte aprendió unas lecciones muy duras después de la campaña de bombardeos estadounidenses de los cincuenta y había estado trabajando desde entonces para crear un sistema subterráneo que permitiera a su gente luchar desde un lugar seguro.
Su población estaba muy militarizada, adiestrada hasta tal punto que hacía que Israel pareciese Islandia. Había más de un millón de hombres y mujeres armados de forma activa y otros cinco millones se encontraban en la reserva. Es más de un cuarto del total de la población, por no mencionar que casi todos sus habitantes habían pasado por entrenamiento militar en algún momento de sus vidas. En cualquier caso, más importante que ese entrenamiento, sobre todo para este tipo de guerra, era el grado prácticamente sobrehumano de disciplina nacional. Los norcoreanos eran adoctrinados desde pequeños para creer que sus vidas no valían nada, que sólo existían para servir al estado, a la revolución y al Gran Líder.
Podría decirse que es el polo opuesto de lo que experimentamos en Corea del Sur. Nosotros éramos una sociedad abierta, no nos quedaba más remedio, porque el comercio internacional era nuestra vida; éramos individualistas, quizá no tanto como ustedes, los estadounidenses, pero también teníamos protestas y disturbios públicos más que de sobra. Se trataba de una sociedad tan libre y fracturada que apenas conseguimos poner en acción la Doctrina Chang[49] durante el Gran Pánico. Aquel tipo de crisis interna habría sido inconcebible en el Norte. Nuestros vecinos eran personas que, incluso cuando su gobierno provocó una hambruna casi genocida, prefirieron comerse a los niños[50] antes que alzar sus voces por encima de un susurro. Era la clase de servilismo con el que Adolf Hitler habría soñado. Podías coger a un ciudadano, dejarlo desarmado, o darle una pistola o una roca, señalarle a los zombis que se acercaban y ordenarle que luchase; lo haría sin rechistar, ya fuese la mujer más anciana o el bebé más pequeño. Era un país creado para la guerra, organizado, preparado y a la espera desde el veintisiete de julio de 1953. Si uno quisiera inventarse un país capaz no sólo de sobrevivir, sino de triunfar sobre el apocalipsis al que nos enfrentábamos, ése sería la República Democrática Popular de Corea.
Entonces, ¿qué pasó? Más o menos un mes antes de que empezasen nuestros problemas, antes de que se informase de los primeros brotes en Pusan, el Norte, de repente y sin razón alguna, cortó todas las relaciones diplomáticas. No nos explicaron por qué la línea de ferrocarril, la única conexión terrestre entre nuestros dos lados, se había cerrado de improviso, ni por qué los ciudadanos de nuestro país que llevaban décadas esperando para ver a sus parientes largo tiempo perdidos del Norte vieron sus sueños truncados por un sello de caucho. No se ofreció motivo alguno, sólo nos llegó su excusa de siempre: que era un asunto de seguridad nacional.
Aunque muchos estaban convencidos de que era el preludio a la guerra, yo no. Siempre que el Norte había amenazado con violencia habían sonado las mismas alarmas, pero, en aquel caso, ni los datos de nuestros satélites ni los de los satélites estadounidenses mostraban intenciones hostiles. No había movimientos de tropas, los aviones no repostaban, no se desplegaban barcos ni submarinos. Lo único que notaron las fuerzas que teníamos apostadas a lo largo de la Zona Desmilitarizada era que los norcoreanos empezaban a desaparecer. Conocíamos a todos los que formaban las tropas fronterizas, los habíamos fotografiado a todos a lo largo de los años y les habíamos puesto motes como Ojos de Serpiente o Bulldog, e incluso compilábamos expedientes en los que incluíamos la edad, la historia y las vidas personales que les suponíamos. En aquel momento, no había nadie, habían desaparecido detrás de trincheras blindadas y refugios subterráneos.
Nuestros indicadores sísmicos también guardaban silencio. Si el Norte hubiese empezado trabajos de tunelaje o si hubiesen acumulado vehículos al otro lado de los zetas, lo habríamos oído mejor que a la Compañía Nacional de Ópera.
Panmunjom es la única zona que bordea la Zona Desmilitarizada en la que ambos lados pueden encontrarse para las negociaciones cara a cara. Compartimos la custodia de las salas de conferencias y nuestras tropas formaban unas frente a otras a lo largo de varios metros de patio. Los guardias hacían turnos. Una noche, cuando el destacamento norcoreano entró en sus barracones, no salió ninguna unidad a sustituirlo; se cerraron las puertas, se apagaron las luces y no volvimos a verlos.
También cesaron por completo los intentos de infiltración. Los espías del Norte eran casi tan regulares y predecibles como las estaciones: casi siempre eran fáciles de localizar, porque llevaban trajes pasados de moda y preguntaban el precio de cosas que todo el mundo conocía. Nos encontrábamos con ellos todo el tiempo, pero, desde el comienzo de los brotes, su número empezó a reducirse.
¿Y qué pasó con sus espías en el Norte?
Desaparecidos, todos ellos, más o menos cuando nuestros sistemas de vigilancia electrónica se apagaron. Eso no quiere decir que no captásemos emisiones de radio inquietantes, sino que no había emisiones de ningún tipo. Todos los canales civiles y militares se apagaron uno a uno. Las imágenes por satélite nos decían que había menos granjeros en los campos, menos peatones en las ciudades, aún menos trabajadores «voluntarios» en los proyectos de obras públicas, y eso era algo que no había ocurrido nunca. Antes de darnos cuenta, no quedaba ni un alma viva desde Yalu hasta la Zona. Desde el punto de vista de la inteligencia, era como si todo el país, todos los hombres, mujeres y niños de Corea del Norte se hubiesen esfumado.
Aquel misterio no hacía más que agravar nuestro creciente nerviosismo sobre lo que teníamos que arreglar en casa. Ya había brotes en Seúl, Pohang y Taejon. Teníamos la evacuación de Mokpo, el aislamiento de Kangnung y, por supuesto, nuestra versión de Yonkers en Inchon, y todo sumado a la necesidad de mantener al menos la mitad de nuestras divisiones activas a lo largo de la frontera del Norte. Había demasiadas personas en el Ministerio de Defensa Nacional convencidas de que Pyongyang estaba deseando entrar en guerra, que sólo esperaba ansioso a que estuviésemos en nuestro peor momento para entrar en tropel por el paralelo treinta y ocho. Nosotros, la comunidad de inteligencia, no estábamos de acuerdo en absoluto. Les repetíamos que, si esperaban a ese momento, estaba claro que había llegado hacía tiempo.
Daehan Minguk estaba al borde del colapso y se habían elaborado planes secretos para un reasentamiento al estilo japonés. Unos equipos encubiertos ya estaban buscando ubicaciones en Kamchatka. Si la Doctrina de Chang no hubiese funcionado…, si hubiésemos perdido algunas unidades más, si hubiesen fracasado unas cuantas zonas seguras más…
Quizá le debamos nuestra supervivencia al Norte, o, al menos, al miedo que le teníamos. Mi generación nunca lo vio realmente como una amenaza; estoy hablando de los civiles, claro, de las personas de mi edad que lo consideraban una nación retrasada, muerta de hambre y fracasada. Mi generación había crecido en paz y prosperidad, lo único que temían era que se produjese una reunificación como la alemana que nos trajese a millones de ex comunistas sin hogar en busca de limosna.
No era el caso de las generaciones que nos precedían…, nuestros padres y abuelos…, los que vivieron con el fantasma de una invasión real, sabiendo que la alarmas podían sonar en cualquier momento, que las luces podían apagarse, y que, entonces, los banqueros, maestros y taxistas tendrían que coger las armas y luchar para defender su hogar. Sus corazones y mentes siempre estaban vigilantes, y, al final, fueron ellos, no nosotros, los que levantaron el espíritu nacional.
Sigo insistiendo en hacer una expedición al Norte, pero siempre me rechazan diciendo que todavía queda mucho por hacer en casa. El país sigue en un estado desastroso. También tenemos nuestros compromisos internacionales, sobre todo la repatriación de nuestros refugiados a Kyushu… [Suelta un bufido.] Esos japos nos deben una muy gorda.
No estoy pidiendo un reconocimiento completo, sólo pido un helicóptero, un bote de pesca; sólo pido que abran las puertas de Panmunjom y me dejen entrar a pie. Sin embargo, me ponen pegas: «¿Qué pasa si activas una trampa explosiva? ¿Y si es nuclear? ¿Y si abres la puerta de una ciudad subterránea y veintitrés millones de zombis salen en estampida?». No niego el mérito de sus argumentos, porque sé que la Zona está llena de minas. El mes pasado, un avión de carga que se acercaba a su espacio aéreo fue derribado por un misil tierra-aire. Lo había lanzado un modelo automático, de ésos diseñados como arma de venganza en caso de que ya no quede nadie vivo.
La opinión mayoritaria es que evacuaron a la población y la llevaron a sus complejos subterráneos. Si eso es cierto, nuestras estimaciones sobre el tamaño y la profundidad de esos complejos eran muy poco precisas. Quizá todos los habitantes estén bajo tierra, preparando interminables proyectos bélicos, mientras su Gran Líder sigue anestesiándose con licor occidental y pornografía estadounidense. ¿Sabrán al menos que ya ha acabado la guerra? ¿Les han mentido sus líderes, otra vez, diciéndoles que el mundo que conocían ha desaparecido? Puede que el alzamiento de los muertos fuese algo bueno para ellos, una excusa para apretar más el yugo en una sociedad construida sobre la obediencia ciega. El Gran Líder siempre quiso ser un dios viviente y, ahora, como señor no sólo de la comida de la que se alimenta su gente y del aire que respira, sino también de la mismísima luz de sus soles artificiales, quizá su retorcida fantasía se haya hecho por fin realidad. A lo mejor ése era el plan original, y algo salió muy mal. Mire lo que pasó con la «ciudad de los topos» en los subterráneos de París. ¿Y si eso fue lo que ocurrió en Corea del Norte, pero en todo el país? Quizá esas cavernas contengan veintitrés millones de zombis, autómatas escuálidos aullando en la oscuridad y esperando a que los suelten.