Como miembro reciente del equipo contable de PlaxCo, el asesor a la dirección Quentin Coldwater tenía pocas responsabilidades más allá de asistir a reuniones ocasionales y ser amable con los colegas que se encontraba en el ascensor. En las raras ocasiones que los documentos lograban llegar hasta la bandeja de entrada de su ordenador o hasta su mesa de despacho, los marcaba con su sello personal («¡¡¡Me parece bien!!! QC») sin leerlos y los devolvía a su remitente.
La mesa de Quentin era anormalmente grande para un recién llegado de su nivel, sobre todo siendo tan joven como parecía (aunque su desconcertante melena blanca le dotaba de una cierta seriedad, independientemente de los años), y cuya formación e historial profesional resultaba un poco vago. Un día había aparecido y tomado posesión de un despacho, recientemente desocupado por un vicepresidente que le triplicaba la edad; cobraba un buen sueldo y amontonaba dinero en su fondo de pensiones, tenía derecho a un seguro médico y dental, y seis semanas de vacaciones anuales. A cambio, no parecía hacer mucho más que jugar con videojuegos en el monitor ultraplano de pantalla panorámica dejado por su antecesor.
Sin embargo, Quentin tampoco despertaba ningún resentimiento en sus nuevos colegas, ni siquiera una particular curiosidad. Todos pensaban que algún otro conocía su historia, y si al final resultaba que no era la que suponían, representaría la prueba de que alguien por encima del departamento de Recursos Humanos había hecho valer su influencia. De todas formas, se rumoreaba que había sido la superestrella de alguna prestigiosa escuela europea y hablaba todo tipo de idiomas. La empresa tenía suerte de contar con él. Mucha suerte.
Era bastante afable, aunque un poco seco, e inteligente. Por lo menos parecía inteligente. Aunque no lo fuera, seguía siendo miembro del equipo contable de la PlaxCo, y allí, en la consultora de Grunnings Hunsucker Swann, todo el mundo era un jugador de equipo.
El decano Fogg había advertido a Quentin en contra de aquello. Según él, debería tomarse un tiempo, pensarlo bien, quizá seguir algún tipo de terapia. Pero Quentin opinaba que ya se había tomado demasiado tiempo, ya había visto lo suficiente del mundo mágico para el resto de su vida y quería levantar una barrera que ninguna magia pudiera romper. Iba a cortar con todo. Al fin y al cabo, Fogg tenía razón aunque no las agallas de seguir su propio consejo: la gente estaba mejor sin la magia, viviendo en el mundo real y aprendiendo a tomarse las cosas como venían. Quizás ahí fuera había gente que podía manejar el poder de un mago, que incluso se lo merecía, pero Quentin no era uno de ellos. Era tiempo de que madurase y afrontara los hechos.
Fogg le proporcionó un trabajo como administrativo en una empresa creada con las ingentes cantidades de dinero procedentes de la magia, así que Quentin viajaba en metro, usaba los ascensores y compraba comida como el resto de la Humanidad, por más C. I. privilegiado que tuviera. Su curiosidad por los reinos invisibles estaba más que satisfecha, muchísimas gracias. Al menos sus padres estaban encantados. Era un alivio poder decirles lo que hacía para vivir sin mentirles.
Grunnings Hunsucker Swann era absolutamente todo lo que Quentin esperaba que fuera, lo que significaba tan cercano a la nada como pudiera serlo y seguir vivo. Tenía un despacho tranquilo y silencioso, climatizado y con ventanas tintadas desde el suelo hasta el techo. El material de oficina era abundante y de primera calidad, y le dejaban repasar todas las hojas de balances, gráficos organizativos y planos de negocios que quisiera. Para ser sinceros, Quentin se sentía superior a cualquier mago. Que se engañasen a sí mismos si querían, malditos mandarines mágicos, él estaba harto de todo eso. Ya no era un mago, era un hombre, y un hombre que se responsabilizaba de sus actos. Al fin y al cabo estaba trabajando como cualquier persona normal. ¿Fillory? Ya había estado allí y no le había hecho ningún bien, ni a él ni a nadie. En el fondo había tenido una condenada suerte de seguir vivo.
Todas las mañanas Quentin se ponía su traje e iba andando a la estación de metro de Brooklyn. Desde la estación apenas podía ver las pequeñas, brumosas y verdosas puntas de la corona de la Estatua de la Libertad, allá en la bahía. En verano, los espesos nudos de la madera exudaban aromáticas gotas de un alquitranado líquido negro. Invisibles señales provocaban que los cambios de aguja se pusieran en marcha y los convoyes giraban a izquierda y derecha como si (como si, pero en realidad no) los dirigieran manos invisibles. Cerca de allí, pájaros sin identificar gorjeaban interminablemente sobre un sucio y destartalado contenedor de basura.
Todas esas mañanas, los vagones llegaban llenos de jóvenes rusas procedentes de Brighton Beach, aún adormiladas y balanceándose al ritmo de la marcha de los vagones, con su lustrosas melenas negras teñidas de un rubio espantoso. En el recibidor marmóreo del edificio donde trabajaba Quentin, los ascensores ingerían cantidades enormes de personas que luego vomitaban en sus respectivos pisos.
Cuando se marchaba cada día, a las cinco, toda la secuencia se repetía a la inversa.
En cuanto a los fines de semana, los variados entretenimientos y las múltiples distracciones sin sentido que el mundo real podía suministrar a Quentin no tenían fin: videojuegos, porno por internet, gente hablando por sus teléfonos móviles del estado médico de sus parientes, ingrávidas bolsas de plástico de supermercado flotando en las corrientes de aire como hojas de árboles, ancianos sentados y encorvados sin camisa, limpiaparabrisas en los autobuses azules y blancos de la ciudad lanzando enormes gotas de agua a un lado y a otro, a un lado y a otro, a un lado y a otro.
Eso era todo lo que le quedaba, y le parecía suficiente. Como mago, había ocupado su puesto entre la mágica realeza silenciosa del mundo, pero había abdicado de ese trono. Rechazó su corona y la dejó para el siguiente imbécil que quisiera probársela. Le roi est mort. Su nueva vida era una especie de encantamiento en sí mismo, el encantamiento definitivo, la madre de todos los encantamientos.
* * *
Un día, tras machacar a tres personajes distintos en tres videojuegos distintos, y navegar por todas las páginas web posibles —y algunas teóricamente imposibles—, quentin se dio cuenta de que el calendario de su Outlook le recordaba que se suponía que debía estar en una reunión desde hacía media hora. Se celebraba en una remota sala del monolito corporativo de GHS, para lo que necesitaría utilizar una batería distinta de ascensores. A pesar de todo, decidió asistir.
El tema de aquella reunión, dedujo Quentin reuniendo pistas del contexto, era informar de una reestructuración en PlaxCo que, aparentemente, había concluido con éxito semanas atrás, aunque él se hubiera perdido aquel detalle crucial. Siguiendo el acta de la reunión, también se discutió un nuevo proyecto que dirigía otro equipo con el que Quentin no había coincidido nunca. Se encontró dirigiendo miradas de soslayo a uno de los miembros de ese equipo. Una mujer.
Era difícil saber lo que le llamó la atención de ella, excepto que fue la única persona, además de Quentin, que no dijo una sola palabra durante toda la reunión. Tenía unos cuantos años más que él y no era especialmente atractiva pero tampoco fea: nariz puntiaguda, boca fina, cabello castaño hasta la mandíbula, aspecto inteligente aunque atemperado por el aburrimiento. No estuvo seguro de cómo lo supo, quizá por sus dedos, que tenían una musculación familiar, o por su mirada. Quizá fueron sus rasgos, que casi parecían una máscara. Pero no tuvo duda de que lo era, de que era otra como él: una antigua alumna de Brakebills encubierta en el mundo real.
La trama se complicaba.
Después, Quentin preguntó a un colega. —Dan, Don, Dean, algo así— y descubrió su nombre. Era Emily Greenstreet. La única e infame Emily Greenstreet. La chica por la que había muerto el hermano de Alice.
A Quentin le temblaban las manos al apretar los botones del ascensor. Le dijo a su ayudante que se tomaría libre el resto de la tarde, quizás el resto de la semana.
Sin embargo, era demasiado tarde. Puede que Emily Greenstreet lo hubiera descubierto a él —¿también por los dedos?— porque antes de terminar el día recibió un e-mail. A la mañana siguiente le dejó un mensaje de voz e intentó insertar una cita para comer en el calendario de su Outlook. Cuando él entró en la red, ella lo acosó incansablemente, y por fin —cuando consiguió su número de teléfono gracias a la lista de contactos de emergencia de la compañía—, le envió a su móvil un mensaje de texto:
¿POR QUÉ POSPONES LO INEVITABLE?
«¿Tú, no?», pensó él. Pero sabía que ella tenía razón. No había escapatoria. Si quería verlo, más pronto o más tarde lo conseguiría. Con una sensación de derrota tecleó ACEPTO en la invitación a comer. Se encontraron la semana siguiente, en un carísimo restaurante francés que los ejecutivos de GHS adoraban desde tiempos inmemoriales.
No fue tan malo como había temido. Ella hablaba deprisa; y su delgadez, añadida a una postura rígida, la hacían parecer quebradiza. Sentados uno frente al otro, prácticamente solos en aquella orgía de manteles color crema, cristalerías frágiles y cuberterías de plata tintineantes, intercambiaron chismes acerca de la empresa y el trabajo. Él apenas conocía suficientes nombres como para seguir la conversación, pero ella habló por los dos. Le contó su vida —bonito apartamento en el Upper East Side, techo impermeabilizado, gatos— y descubrieron que compartían un humor negro muy similar, que cumplir los sueños infantiles siendo adultos era un desastre. ¿Quién podía saberlo mejor que ellos, el hombre que vio morir a Alice y la mujer que prácticamente mató al hermano de Alice? Cuando la miró, se vio a sí mismo ocho años más viejo. No le pareció tan mal.
Y a ella le gustaba tomar una copa, o dos, así que también tenían eso en común. Martinis, botellas de vino y chupitos de whisky fueron acumulándose entre ellos, una metrópolis de cristal en miniatura y colores variados, mientras sus teléfonos móviles y sus Blackberrys intentaban fútil, lastimeramente, atraer su atención.
—Oye, dime —se interesó Emily, cuando ambos estaban lo bastante bebidos como para crear la ilusión de que entre ellos existía una cómoda y antigua intimidad—, ¿lo añoras? Practicar la magia.
—Sinceramente, puedo confesarte que nunca pienso en eso —respondió él—. ¿Por qué? ¿Tú, sí?
—¿El qué? ¿Si lo añoro o si pienso en eso? —Emily se enrolló un mechón de pelo entre dos de sus dedos—. Claro que sí. Ambas cosas.
—¿Y nunca te arrepentiste de abandonar Brakebills?
Ella sacudió la cabeza repetidamente.
—Lo único que lamento es no haberme marchado antes. —Se inclinó hacia él, animada—. Sólo de pensar en ese lugar me dan ganas de gritar. ¡No son más que críos, Quentin! ¡Y con tanto poder! Lo que nos pasó a Charlie y a mí pudo pasarle a cualquiera, cualquier día, cualquier minuto. O cosas peores, mucho peores. Es sorprendente que ese lugar siga en pie. —Se dio cuenta de que ella nunca decía «Brakebills», sólo «ese lugar»—. Ni siquiera me gusta vivir en la costa Este por su culpa. Prácticamente no tienen protecciones. ¡Cada uno de esos chicos es una bomba atómica dispuesta a explotar!
»Alguien tendría que controlar ese lugar. A veces creo que deberíamos exponerlo a la luz pública, para que intervenga el gobierno y lo regule adecuadamente, porque los profesores nunca lo harán. Y el Tribunal de Magos tampoco.
Siguió charlando. Eran como dos alcohólicos en rehabilitación esperando su dosis de cafeína y canciones gospel, y contándose mutuamente lo contentos que estaban de seguir sobrios, y de hablar de lo que fuera menos de la bebida.
Pero, a diferencia de los alcohólicos rehabilitados, podían beber todo el alcohol que quisieran. Y lo hacían. Temporalmente revivido por un affogato fundido, Quentin se atrevió con un escocés, que parecía madurado en una barrica de roble al que le hubiera caído un rayo.
—Allí nunca me sentí segura. Nunca, ni un solo minuto. ¿Te sientes seguro ahí fuera, Quentin? ¿En el mundo real?
—Si quieres que te diga la verdad, estos días no siento mucho sobre nada.
Ella frunció el ceño.
—Vaya. Entonces, ¿qué hizo que te rindieras, Quentin? Debiste de tener una buena razón.
—Diría que mis motivos son impecables.
—¿Tan malo fue? —El enarcó una ceja, flirteando—. Cuéntamelo.
Ella se echó hacia atrás y dejó que la cómoda silla del restaurante la abrazase. No hay nada que le guste más a un adicto en recuperación que otro le cuente lo mal que lo pasó en los viejos tiempos y lo bajo que llegó a caer. Que empiece la fiesta.
Quentin le explicó lo bajo que llegó a caer. Le habló de Alice y el tiempo que compartieron, lo que hicieron juntos y cómo murió. Cuando le contó los detalles del destino de Alice, la sonrisa de Emily desapareció de su boca y vació su martini de un golpe. Al fin y al cabo, Charlie también se convirtió en un niffin. La ironía era bastante espantosa, pero no por eso le pidió que dejase de hablar.
Cuando terminó, esperó que lo odiase como él se odiaba así mismo, y como Quentin sospechaba que se odiaba a sí misma. Pero en vez de eso, sus ojos brillaron de simpatía.
—Oh, Quentin. —Le cogió la mano por encima de la mesa—. No puedes culparte, no puedes —una expresión de piedad suavizó sus rasgos—. Necesitas ver que toda esa maldad, toda esa tristeza proviene de la magia. Todos los problemas empiezan con ella. Nadie puede tener tanto poder sin corromperse. A mí me corrompió antes de que me marchara. Es lo más duro que he hecho nunca. —Hizo una pausa y, más tranquila, prosiguió—: Eso es lo que mató a Charlie. Y también mató a tu pobre Alice. Antes o después, la magia conduce al mal. Una vez que te des cuenta, podrás perdonarte a ti mismo. Será más fácil, te lo prometo.
Sus palabras fueron como un bálsamo para el destrozado corazón de Quentin. Se le estaba ofreciendo y estaba allí, al otro lado de la mesa. Todo lo que tenía que hacer era tender la mano.
Llegó la cuenta y Quentin cargó la astronómica suma a su cuenta de gastos. Estaban tan borrachos que tuvieron que ayudarse mutuamente a ponerse sus abrigos. Había estado lloviendo todo el día. No pensaba volver a su despacho, no estaba en condiciones y, de todas formas, ya estaba anocheciendo. Había sido una sobremesa muy larga.
Fuera, bajo el toldo, dudaron. Por un segundo, la boca de Emily Greenstreet quedó inesperadamente cerca de la suya.
—Cena conmigo esta noche. —Su mirada era desarmantemente directa—. Ven a mi apartamento, te prepararé la cena.
—Esta noche, no —dijo balbuceante—. Lo siento. Quizá la próxima vez.
Ella apoyó una mano en su brazo.
—Mira, Quentin, sé que crees no estar preparado para esto…
—Sé que no lo estoy.
—… Y nunca lo estarás. No, hasta que tú mismo decidas estarlo. —Le dio un apretón amistoso en el brazo—. Basta de dramas, Quentin. Déjame ayudarte. Admitir que necesitas ayuda no es nada malo, ¿verdad?
Su amabilidad fue lo más conmovedor que había visto desde que se marchara de Brakebills. Y había prescindido del sexo desde, Dios Santo, desde la última vez que durmiera con Janet. Sería tan fácil ir con ella…
Pero no lo hizo. Incluso mientras estaban allí, de pie, sintió un cosquilleo en las yemas de los dedos, bajo las uñas, un residuo dejado por los miles de hechizos que lanzara en todos aquellos años. Podía sentirlos allí, chispas al rojo blanco que una vez fluyeron libremente por sus manos. Emily se equivocaba: culpar a la magia de la muerte de Alice no lo ayudaría. Era demasiado fácil. Y ya estaba harto de elegir el camino fácil. Se había sentido mejor al recibir el perdón de Emily Greenstreet, pero la responsable de la muerte de Alice era la gente. Jane Chatwin era responsable, y lo era Quentin, y también la propia Alice. Y la gente tenía que responsabilizarse de ello.
Miró a Emily Greenstreet y vio un alma perdida, solitaria en medio de una aullante tierra yerma, no muy distinta de la que había elegido su antiguo amante, el profesor Mayakovsky, en el polo Sur. No estaba preparado para seguirlos hasta allí. Pero ¿adónde más podía ir? ¿Qué hubiera hecho Alice?
* * *
Pasó un mes y llegó noviembre. Quentin estaba sentado en un rincón de su despacho bebiendo café y mirando por la ventana. El edificio que tenía delante era más pequeño que el de Grunnings Hunsucker Swann, así que veía perfectamente su tejado, una superficie de grava gris con rejillas grises, que sostenían enormes y complicadas instalaciones de calefacción y aire acondicionado. Con la llegada del frío, el aire acondicionado había dejado de rugir y la calefacción había cobrado vida. Enormes nubes de vapor se enroscaban en remolinos abstractos: hipnóticas, silenciosas y cambiantes formas que nunca cesaban y nunca se repetían, señales de humo enviadas por nadie para nadie que no significaban nada. Últimamente, Quentin pasaba mucho rato observándolas. Su ayudante se había rendido en su intento por que cumpliera con sus citas.
De repente y sin previo aviso, el tintado cristal que iba del suelo al techo, ocupando toda una pared del despacho de Quentin, estalló hacia dentro. Las ultramodernas persianas venecianas saltaron por los aires, retorciéndose por el impacto. El aire frío y los rayos de sol entraron sin obstáculos. Algo pequeño, redondo y muy pesado rodó por la alfombra y se detuvo al tropezar con su zapato.
Quentin se quedó contemplándolo. Era una bola de mármol azulado, la bola que solían utilizar en un partido de welters.
En el exterior, tres personas flotaban en el aire… a treinta pisos de altura.
Janet parecía un poco más vieja, que lo era, pero algo más había cambiado en ella. Sus ojos irradiaban una furia, una energía mística violácea que Quentin no había visto nunca. Llevaba un apretado bustier de cuero negro que corría peligro inminente de reventar. Estrellas plateadas caían a su alrededor.
Eliot había conseguido en alguna parte un par de inmensas alas, ahora desplegadas tras él, como si atrapasen un invisible viento. Sobre su cabeza lucía la corona de oro de Fillory, que Quentin viera por última vez en la cámara subterránea de Ember.
Entre Janet y Eliot flotaba una mujer dolorosamente delgada, alta y de larga melena negra, que ondulaba en el aire como si estuviera bajo el agua. Llevaba los brazos envueltos en seda negra.
—Hola, Quentin —lo saludó Eliot.
—Hola —dijo Janet.
La otra mujer permaneció en silencio. Quentin también.
—Vamos a regresar a Fillory y necesitamos otro rey —anunció Janet—. Ya sabes: dos reyes, dos reinas.
—No puedes ocultarte eternamente, Quentin. Ven con nosotros.
Sin los cristales tintados y con la luz del atardecer entrando a raudales en su oficina, Quentin ya no podía ver nada en su monitor. El climatizador aullaba, intentando combatir el frío del exterior. En algún lugar del edificio empezó a sonar una alarma.
—Esta vez, sin Martin, puede funcionar —aseguró Eliot—. Además, nunca descubriste cuál era tu disciplina. ¿No te importa?
Quentin tardó unos segundos en recuperar la voz.
—¿Y Josh? Pedídselo a él.
—Tiene otro proyecto. —Janet puso los ojos en blanco—. Cree que puede usar Ningún Lugar para llegar hasta la Tierra Media. Está convencido de que acabará tirándose a una elfa.
—Pensé en convertirme en reina —dijo Eliot—. Resulta que en Fillory son bastante abiertos a ese respecto, pero las reglas son las reglas.
Quentin dejó la taza de café sobre la mesa. Hacía mucho desde que experimentase otras emociones que no fueran la tristeza, la vergüenza y el entumecimiento, así que no acabó de comprender lo que estaba pasando en su interior. A pesar de sí mismo, sintió que las sensaciones volvían de una parte de él que creía muerta para siempre. Dolía. Pero al mismo tiempo quería más.
—¿Por qué hacéis esto? —preguntó lenta, cuidadosamente. Necesitaba aclararlo—. Después de lo que le pasó a Alice, ¿por qué iba a querer volver? ¿Y por qué queréis vosotros que os acompañe? Sólo empeoraréis las cosas.
—¿Qué puede ser peor que esto? —preguntó Eliot, abriendo los brazos para abarcar el despacho de Quentin.
—Sabíamos lo que hacíamos —aseguró Janet—. Tú lo sabías y nosotros también. Y Alice lo sabía, por supuesto. Hicimos nuestra elección, Q. ¿Qué puede pasar ahora? Tienes el pelo blanco. No puedes acabar pareciendo más raro de lo que ya pareces.
Quentin hizo girar su silla para encararlos. Su corazón ardía de alivio y pena, las emociones se fundían convirtiéndose en una luz blanca, brillante, ardiente.
—El problema es que no quisiera marcharme antes de que repartan beneficios.
—Vamos, Quentin, se acabó. Ya has purgado tus pecados. —La sonrisa de Janet tenía una calidez que no le había visto nunca, o quizá no se había fijado—. Todo el mundo te ha perdonado, excepto tú mismo. Y estás tan atrasado con respecto a nosotros.
—Creo que podéis llevaros una sorpresa.
Quentin recogió la pelota del suelo y la estudió.
—Me vuelvo cinco minutos y ya habéis enrolado una bruja nueva.
Eliot se encogió de hombros.
—Tiene cojones.
—Que te jodan —dijo Julia.
Quentin suspiró y se puso de pie.
—¿Era necesario romper la ventana?
—No —reconoció Eliot—. Realmente no.
Quentin avanzó hasta el límite del suelo. Trocitos de cristal crujieron en la alfombra bajo sus zapatos de cuero. Se agachó bajo las rotas persianas y miró al exterior. Era una caída muy larga. Y no había hecho aquello desde hacía mucho tiempo.
Tras quitarse la corbata con una mano, Quentin dio un paso hacia el frío aire invernal y voló.