La persecución de la Bestia Buscada lo llevó hasta los límites del vasto Pantano del Norte; después hacia el sur, bordeando el margen de la Gran Zarza; de nuevo al norte y al oeste a través de los Bosques Oscuros hasta el vasto y gorgoteante Chapoteo Inferior. Fue como visitar lugares que ya viera en sueños. Bebió en arroyos, durmió en el suelo y comió de lo que cazaba. Se había convertido en un arquero aceptable, y cuando sus flechas no conseguían abatir ninguna presa, hacía trampas utilizando la magia.
Forzaba al máximo su caballo, un zaino que no pareció lamentar alejarse de los centauros. La mente de Quentin estaba tan vacía de pensamientos como los bosques y los campos lo estaban de gente. El estanque de su cabeza volvía a estar congelado, y esta vez el espesor del hielo tenía un palmo de grosor. En sus mejores días, podía pasar horas sin pensar en Alice.
Si pensaba en algo era en el ciervo blanco. Tenía una misión, pero esta vez era su misión, de nadie más. Estudiaba el horizonte buscando su cornamenta y los matorrales intentando descubrir su pálido flanco. Sabía lo que estaba haciendo. Era lo que había soñado desde los tiempos de Brooklyn, su fantasía primaria. Cuando terminara, podría cerrar el libro para siempre.
La Bestia Buscada lo arrastró todavía más hacia el oeste, a través de las Colinas de los Agujeros Ruidosos y un paso de montaña amargamente escarpado, más allá de todo lo que conocía y de lo que había leído en las novelas de Fillory. Ahora andaba por territorio virgen, pero no se detuvo a explorar o dar nombre a las montañas. Descendió por un precipicio de piedra caliza hasta una franja de arena negra volcánica, situada en la orilla de un desconocido Mar Occidental. Cuando lo descubrió, el ciervo saltó sobre las olas como si fueran tierra firme, desplazándose por ellas como si pasara de peñasco en peñasco, con la cornamenta alta, agitando su cabeza y expulsando espuma marina por el morro.
Quentin suspiró. Al día siguiente vendió el zaino y buscó la forma de cruzar el Mar Occidental.
Consiguió contratar un ágil balandro llamado Skywalker, un nombre bastante embarazoso, con una eficiente tripulación de cuatro personas, tres hermanos taciturnos, y su fornida y morena hermana. Sin mediar palabra se repartieron entre el control del diabólicamente complicado velamen, dos docenas de pequeñas velas latinas que requerían constantes ajustes pequeños. Los marineros se sentían impresionados por sus prótesis de madera. Dos semanas después hicieron escala en un alegre archipiélago tropical —pequeñas pautas de tierra diseminada, llenas de prados y pantanos castigados por el sol— para repostar agua fresca. Una vez llenos los bidones, siguieron su viaje.
Pasaron junto a una isla habitada por furiosas jirafas sedientas de sangre y una bestia flotante que les prometió un año de vida extra a cambio de un dedo (la hermana aceptó la oferta de la bestia, tres veces). Se cruzaron con una ornamentada escalera de madera que descendía en espiral hasta las profundidades del océano y una joven mujer, a la deriva sobre un libro abierto del tamaño de una isla pequeña, en el que garabateaba incesantemente. Ninguna de esas criaturas o aventuras despertó en Quentin nada semejante a la maravilla o la curiosidad. Todo le daba igual.
Tras cinco semanas de travesía, atracaron en una abrasada roca negra y la tripulación amenazó con amotinarse si no daban media vuelta. Quentin se marcó un farol con sus poderes mágicos y prometió quintuplicarles la paga. Siguieron navegando.
Ser valiente resulta fácil cuando prefieres morir a rendirte. La fatiga no significa nada cuando quieres sufrir. Antes, Quentin nunca viajó en un barco lo bastante grande como para necesitar un foque, pero ahora estaba tan delgado, moreno y manchado de sal como su tripulación. El sol se volvió inmenso y el agua, muy caliente contra la borda del Skywalker. Todo parecía cargado de electricidad, los objetos normales emitían extraños efectos ópticos, destellos, manchas solares y coronas solares. Las estrellas eran orbes bajos, ardientes y visiblemente esféricos, preñados de un ilegible significado. Una potente luz dorada se filtraba a través de todo, como si el mundo fuera una delgada pantalla tras la que brillaba un sol esplendoroso. El ciervo seguía saltando por delante de ellos.
Al fin, en el horizonte apareció un continente desconocido. Estaba envuelto en un invierno mágico y espesos abetos que crecían desde la misma orilla, de forma que el agua salada lamía sus retorcidas raíces. Quentin echó el ancla y le dijo a la tripulación, que tiritaba a causa de su ropa para climas más tropicales, que le esperase una semana, y que si por entonces no había vuelto, se marcharan sin él. Les dio el resto del oro prometido, besó a la hermana de siete dedos a modo de despedida, botó el bote del balandro y remó hasta la orilla. Se colgó el arco en la espalda y se internó en el bosque cubierto de nieve. Se alegró de estar de nuevo solo.
La Bestia Buscada apareció la tercera noche. Quentin había montado su campamento en una colina baja que dominaba un estanque de aguas claras y transparentes. Poco antes del amanecer se despertó y lo vio junto al estanque. Su reflejo tembló mientras lamía el agua fría. Esperó un minuto con una rodilla en tierra. Ahí estaba. Por fin. Empuñó el arco y sacó una flecha de su carcaj. Desde su posición y sin viento apenas, ni siquiera era un disparo difícil. En el momento de soltar la cuerda, pensó: «Estoy haciendo aquello que no pudieron hacer los Chatwin, Helen y Rupert», pero no sintió el placer que esperaba. La flecha se enterró en la dura carne del muslo derecho del ciervo blanco.
Se estremeció. Gracias a Dios no había acertado una arteria. No intentó huir, sólo se sentó rígidamente sobre sus ancas como un gato herido. Por su expresión resignada, a Quentin le dio la impresión de que la Bestia Buscada debía de afrontar una situación como aquélla una vez por siglo, aproximadamente. El precio de la fama. Su sangre parecía negra bajo la escasa luz del amanecer.
No mostró miedo cuando Quentin se acercó. Dobló el cuello y aferró firmemente la flecha con sus dientes blancos. Con un movimiento brusco, la arrancó y la escupió a los pies del chico.
—Eso duele —protestó la Bestia Buscada, remarcando lo evidente.
Hacía tres días que Quentin no hablaba con nadie.
—¿Y ahora qué? —preguntó con voz ronca.
—Ahora los deseos, por supuesto. Tienes tres.
—Mi amigo Penny perdió las manos. Devuélveselas.
El ciervo entornó los ojos por un instante mientras pensaba.
—No puedo, lo siento. O está muerto o ha dejado este mundo.
El sol estaba venciendo en su duelo contra el bosque de oscuros abetos. Quentin aspiró profundamente, el aire frío olía a frescor y a trementina.
—Alice. Se convirtió en una especie de espíritu, en un niffin. Vuelve a transformarla.
—Tampoco puedo.
—¿Cómo que no puedes? Es un deseo.
—Yo no he escrito las reglas —protestó la Bestia Buscada. Se lamió la sangre que todavía corría por su muslo—. Si no te gustan, búscate otro ciervo mágico y clávale la flecha a él.
—Deseo cambiar las reglas.
—No. Y como soy generoso, contaré las tres negativas como un solo deseo. ¿Cuál es el segundo?
Quentin suspiró. No se había permitido albergar esperanza.
—Paga a mi tripulación. Dóblales lo prometido.
—Hecho —afirmó la Bestia Buscada.
—Eso es diez veces su salario, ya lo había quintuplicado.
—He dicho que está hecho, ¿no? ¿Y el tercero?
Años atrás, Quentin habría sabido exactamente lo que hubiera pedido si le hubieran dado la posibilidad que en ese momento le ofrecía el ciervo. Habría deseado viajar a Fillory y que le permitieran quedarse allí para siempre. Pero eso había sido años atrás.
—Envíame a casa.
La Bestia Buscada cerró lentamente los ojos y volvió a abrirlos. Bajó la cornamenta y la apuntó contra él.
—Hecho.
* * *
Quentin pensó que podría haber sido más específico. La Bestia Buscada podía haberlo enviado a Brooklyn, a casa de sus padres en Chesterton o a Brakebills, incluso a la casa desde la que partieron hacia Fillory. Pero se lo había tomado literalmente, y se encontró frente a su última residencia semipermanente, el edificio de apartamentos de Tribeca que había compartido con Alice. Nadie notó su repentina aparición en medio de la acera, en una mañana que parecía veraniega. Se alejó rápidamente, sin mirar siquiera hacia la entrada del edificio. Arrojó el arco y las flechas a un cubo de la basura.
Verse rodeado de nuevo por tantos seres humanos representó casi un trauma. Sus pieles manchadas, sus fisonomías estropeadas y sus vanidades acicaladas eran menos fáciles de ignorar. Quizá se había contagiado del esnobismo de los centauros. Una mezcla de fragancias, orgánicas e inorgánicas, hirió su olfato. La primera página de un diario, que compró en el quiosco de la esquina, le informó que faltaba de la Tierra desde hacía poco más de dos años.
Tenía que llamar a sus padres. Fogg ya se habría encargado de tranquilizarlos, pero aun así… La idea de verlos ahora casi le hizo sonreír. ¿Cómo diablos iba a explicarles lo de su pelo? Los llamaría, sí, pero todavía no. Paseó tranquilamente intentando aclimatarse. Los hechizos necesarios para conseguir dinero de un cajero automático eran un juego de niños para él. Se cortó el pelo y se afeitó en una peluquería, y compró algo de ropa no hecha por centauros y que no pareciera del Renacimiento. Comió en un restaurante especializado en filetes y casi murió de placer al comerse uno. A las tres ya estaba bebiendo un cóctel, una Mula Moscovita, en un largo, oscuro y desierto bar de Chinatown al que solía ir con los Físicos.
Hacía mucho que no bebía alcohol y le produjo un peligroso efecto descongelador en su helado cerebro. El hielo que mantenía controlados sus sentimientos de culpabilidad y de pena crujió y se cuarteó, pero consiguió mantenerlo firme, y no tardó en sentir una profunda, pura y lujosa tristeza, tan embriagadora y decadente como una droga. El bar empezó a llenarse hacia las cinco, y a las seis, los bebedores que acudían después del trabajo empujaron progresivamente a Quentin hasta el exterior del local. Pudo ver que la luz que caía sobre los escalones de acceso había cambiado. Estaba a punto de salir, cuando se fijó en una chica guapa y delgada con rizos rubios, que se estaba besando con lo que parecía un modelo publicitario de ropa interior. Quentin no conocía al modelo, pero estaba seguro de que la chica era Anaïs.
No era una reunión que hubiera querido, ni la persona que habría elegido para una reunión, pero quizás era mejor así: encontrarse con alguien que no le importaba demasiado y que tampoco él le importaba demasiado a ella. Y confiaba en las Mulas Moscovitas para que cargaran su parte. Se sentaron fuera, en las escaleras. Ella le puso la mano en el brazo y miró con ojos desorbitados su cabello blanco.
—No te lo creerías —dijo. Su acento europeo se había acentuado y su sintaxis inglesa, empeorado desde la última vez que la vio. Posiblemente encajaba mejor en la escena del bar—. Mientras escapábamos, tuvimos un período de tranquilidad, pero después volvieron a la carga. Josh era muy bueno, de verdad. Muy bueno. Nunca había visto lanzar hechizos como lo hizo él. Había una cosa que rondaba en el suelo, bajo las piedras… Una especie de tiburón, supongo, pero de tierra firme. Te mordió la pierna.
—Eso explica esto —admitió Quentin, y le enseñó su rodilla de madera, ante la que volvió a desorbitar los ojos. El alcohol estaba haciendo que fuera mucho más fácil de lo que esperaba. Se sintió inundado por un torrente de emoción, una carga de caballería de dolor en su indefensa paz mental, pero si tenía que llegar no era hora todavía.
—Y luego estaba aquella cosa —un hechizo en las paredes, creo—, así que avanzábamos en círculos. Terminamos otra vez en la cámara de Amber.
—Ember.
—¿Qué he dicho? En fin, que tuvimos que romper el hechizo. —Se detuvo un instante para saludar por la ventana a su pareja, que estaba dentro del bar. Sonaba como si hubiera repetido varias veces aquella historia, hasta el punto de que le resultaba aburrida. Para ella, todo había pasado hacía dos años y a unas personas que apenas conocía—. Y te transportamos todo el camino. Dios mío, creo que no lo habríamos conseguido si Richard no nos hubiera encontrado.
»Casi logró caernos bien, ¿sabes? Tenía una forma de volvernos invisibles para los monstruos. Prácticamente nos sacó de allí. Todavía conservo una cicatriz. —Se recogió la falda, que tampoco era precisamente larga. Una cicatriz de unos quince centímetros recorría su suave y bronceado muslo.
Sorprendentemente, Penny había sobrevivido, al menos un tiempo. Los centauros fueron incapaces de reconstruirle las manos, y sin ellas ya no podía lanzar hechizos. Cuando llegaron a la Ciudad, se separó del resto del grupo, como si estuviera buscando algo, llegó hasta un estrecho palazzo de piedra, excepcionalmente viejo y desgastado, se detuvo frente a él y alzó sus muñones en actitud de súplica. Tras un minuto, las puertas del palazzo se abrieron. Los otros captaron brevemente filas y filas de estanterías, el cálido y secreto corazón de papel de la Ciudad. Penny entró y las puertas se cerraron tras él.
—¿Puedes creértelo? —dijo—. Fue como un cauchemar. Ahora todo ha terminado.
Era extraño: Anaïs no parecía culparlo, ni culparse a sí misma. Había encontrado una forma de asimilar lo que había pasado. O quizá ni siquiera había penetrado en su coraza. Era difícil saber lo que escondían aquellos rizos rubios.
Durante el resto de la historia no dejó de mirar a su modelo de ropa interior por encima del hombro, y al final Quentin se apiadó de ella y dejó que se reuniera con él. Se despidieron —besito, besito— y no se prometieron que seguirían en contacto. ¿Para qué mentir a esas alturas del partido? Como ella misma había dicho, todo había terminado. Se quedó sentado en los escalones, disfrutando del calor de la tarde veraniega, hasta que por su mente cruzó la idea de que no quería volver a cruzarse en el camino de Anaïs cuando saliera del bar.
Estaba oscureciendo y necesitaba algún lugar donde pasar la noche. Podía ir a un hotel, pero ¿para qué molestarse? ¿Y por qué esperar? Había dejado casi todas sus pertenencias en Fillory, pero una de las pocas cosas que conservaba era la llave de hierro que les diera Fogg el día de su graduación. No había funcionado en Fillory —lo intentó—, pero ahora, en aquella calle de Tribeca llena de basura, respirando el espeso y caliente aire neoyorquino, la sacó del bolsillo de sus recién estrenados vaqueros. La sintió tranquilizadoramente pesada. Tuvo una corazonada y se la acercó a la oreja. Desprendía un constante tono musical, un zumbido. Nunca lo había notado.
Sintiéndose solitario y un poco aterrorizado, sujetó la llave con ambas manos, cerró los ojos, se relajó y dejó que tirara de él hacia delante. Era como hacer esquí acuático. La llave captó un sendero invisible que la atrajo y la hizo acelerar a través de una conveniente subdimensión, hasta la terraza de piedra que estaba detrás de la Casa en Brakebills. El dolor de la vuelta era grande, pero la necesidad era todavía mayor. Sólo tenía que solucionar un pequeño problema más, y entonces todo habría terminado realmente para siempre.