Quentin despertó en una preciosa habitación blanca. Por un segundo (¿o fue una hora?, ¿o una semana?), creyó que estaba en su habitación en Brakebills Sur, que había vuelto a la Antártida. Pero entonces vio la ventana abierta y las pesadas cortinas verdes agitadas por un cálido viento veraniego. Decididamente, no era la Antártida.
Permaneció tumbado mirando al techo, dejándose mecer por las narcóticas corrientes mentales. No sentía ni la más remota curiosidad por saber dónde estaba o cómo había llegado hasta allí. Disfrutaba de los detalles insignificantes: el sol, el olor a sábanas limpias, el trozo de cielo azul que veía por la ventana, las retorcidas espirales de las vigas color marrón chocolate que cruzaban el techo encalado. Estaba vivo.
Y esas bonitas cortinas de color verde planta y sorprendente trenzado. Estaban tejidas toscamente, pero no con la familiar y deprimente tosquedad artificial de las casas elegantes de la Tierra, que sólo imitan la auténtica, la tejida a mano por necesidad. Allí, Quentin sólo podía pensar que eran auténticas cortinas tejidas a mano por personas que no conocían otro sistema, que ni siquiera sabían que su estilo era especial, que no se había depreciado y desprovisto de significado. Eso le hizo muy feliz. Era como si llevase toda una eternidad mirando esas cortinas, como si llevara toda la vida esperando despertarse una mañana, en una habitación con ventanas cubiertas por esas cortinas de verde planta tejidas a mano.
De vez en cuando oía, procedente del pasillo, el retumbar de cascos de caballos. El misterio se resolvió cuando una mujer con cuerpo de caballo se asomó a la habitación. El efecto resultó sorprendentemente poco sorprendente. Era una mujer robusta, de piel curtida por el sol y cortos cabellos castaños, unida al cuerpo de una esbelta yegua negra.
—¿Estás consciente? —preguntó.
Quentin intentó aclararse la garganta, pero no lo consiguió del todo. La tenía horriblemente seca, demasiado para hablar, así que se limitó a asentir.
—Tu recuperación casi se ha completado —dijo la centauro, con el aire de una médico residente haciendo la ronda, sin tiempo para alegrarse de los milagros curativos. Dio inicio al lento movimiento de dar media vuelta con elegancia e intención, y volver al pasillo—. Llevas dormido seis meses y dos días —añadió antes de marcharse.
Quentin oyó alejarse el ruido de sus cascos, hasta que todo volvió a quedar en silencio. Hizo lo que pudo para aferrarse a esa sensación de bienestar, pero no lo consiguió.
Los seis meses de su recuperación estaban prácticamente en blanco; sólo tenía una vaga impresión —que se evaporaba con rapidez— de profundidades azules, y sueños complejos y encantados. Pero los recuerdos de lo sucedido en la Tumba de Ember estaban muy claros. Habría sido razonable esperar que aquel día (¿o fue de noche?), quedara sumido en la negrura o, al menos, velado por la piadosa confusión postraumática. Pero no, nada de eso. Podía recordarlo todo con perfecta claridad y definición, y desde todos los ángulos, hasta el instante en que perdió la consciencia.
El shock estalló en su pecho. Le vació los pulmones tal y como hicieron las fauces de la Bestia, no sólo una vez sino otra, y otra, y otra más. Estaba indefenso contra aquello. Yació en la cama y sollozó hasta ahogarse, su débil cuerpo sufrió un espasmo, hizo ruidos que no recordaba haber oído nunca a un ser humano, enterró el rostro en la plana y áspera almohada de paja hasta sentirla húmeda de lágrimas y mocos. Ella había muerto por él, por todos ellos, y ya nunca volvería.
No podía reflexionar en lo que había pasado, sólo repasarlo una y otra vez, como si hubiera alguna posibilidad de que acabara de otro modo, aunque sólo fuera para que le doliera menos, pero cada vez que lo hacía deseaba morir. Le dolía todo su cuerpo semirrecuperado como si tuviera amoratado hasta el esqueleto, pero deseaba que le doliera aún más. No sabía cómo podría vivir en un mundo que permitía que pasaran cosas así. Era un mundo de mierda, un fraude, un timo, y no quería tener nada que ver con él. Cada vez que se dormía, despertaba intentando avisar a alguien de algo, pero nunca sabía a quién de qué, y siempre era demasiado tarde.
Tras la pena llegó la rabia. ¿En qué estaban pensando? ¿Un montón de chicos metiéndose en una guerra civil de un mundo extraño? Alice había muerto (y Fen, y quizá también Penny), y lo peor era que él pudo salvarlos a todos y no lo hizo. Fue él quien les dijo que ya era hora de ir a Fillory, él quien sopló el cuerno que atrajo a la Bestia. Alice había ido por él, para cuidar de él. Pero él no había cuidado de ella.
Los centauros lo veían llorar con despreocupación alienígena, como si fueran peces.
En los días siguientes descubrió que se hallaba en un monasterio o algo así, fue todo lo que pudo sacarle a los centauros que dirigían aquello. No era un lugar de culto, le explicaron con cierto relincho condescendiente, sino una comunidad dedicada a la expresión o encarnación más absoluta (aunque quizá realización era la palabra más adecuada) de los valores agrestes, incomprensiblemente complejos pero infinitamente puros, de la centauría, algo que el fallido cerebro humano de Quentin no podía asimilar. En los centauros había algo claramente germánico.
Dieron a entender, no con mucho tacto, que consideraban a los humanos unos seres inferiores. No era culpa de los humanos, simples seres tullidos, separados de la mitad equina que les correspondía por un desgraciado accidente de nacimiento. Los centauros miraban a Quentin con compasión agradablemente atemperada por una completa carencia de interés. Y parecían constantemente temerosos de que pudiera caerse de lado.
Ninguno de ellos tenía un recuerdo preciso de cómo llegó hasta allí, no prestaban mucha atención a la historia de los humanos heridos que llegaban ocasionalmente a su seno. Quentin presionó a su doctora, una hembra aterradoramente seria llamada Alder Acorn Agnes Allison-maderafragante, que dijo recordar vagamente a otros humanos, insólitamente sucios y desaliñados, ahora que lo mencionaba, que lo trajeron en una camilla improvisada. Estaba inconsciente y en estado de shock, con la caja torácica aplastada y una de las «patas anteriores» dislocada, prácticamente separada del cuerpo. Semejante trastorno anatómico era muy desagradable para los centauros. Y como no eran ajenos al servicio que los humanos habían prestado a Fillory, librándoles de Martin Chatwin, hicieron lo que pudieron por ayudarlos.
Los humanos se quedaron todo un mes en la zona, quizá dos, mientras los centauros tejían hechizos de magia forestal en el cuerpo tan insultantemente herido y destrozado de Quentin, que parecía improbable que llegase a despertar alguna vez. Y con el tiempo, al no mostrar Quentin señales de recuperar la consciencia, aquellos humanos acabaron yéndose muy a su pesar.
Supuso que podía enfadarse con ellos por haberlo abandonado allí, en Fillory, sin modo de volver a su propio mundo. Pero lo único que sintió fue un alivio profundo y cobarde. No tendría que enfrentarse a ellos, sólo mirarlos habría hecho que la vergüenza le consumiera la piel de la cara. Deseó haber muerto. Y ya que no lo hizo, al menos tenía lo más parecido a la muerte: el aislamiento total, perdido en Fillory para siempre. Estaba roto de un modo que no podía curar magia alguna.
Todavía se sentía débil y pasaba mucho tiempo en cama, descansando los músculos atrofiados. Era como un cascarón vacío, torpemente agujereado por alguna herramienta primitiva, destripado y abandonado como una piel fláccida, sin huesos, pero aún viva. Si lo intentaba, podía invocar recuerdos antiguos. Nada de Fillory o de Brakebills, sólo cosas antiguas de verdad, las más fáciles, las más seguras: El olor de la pintura al óleo de su madre, el espeso verdor del canal de Gowanus, la curiosa manera en que Julia fruncía los labios alrededor de la boquilla de su oboe o el huracán que pasó por Maine durante las vacaciones familiares, cuando debía de tener ocho años y salieron al césped, y tiraron los jerséis al aire, y los vieron alejarse por encima de la verja del vecino arrastrados por el viento, y luego se tiraron al suelo muertos de risa. Frente a su ventana, un hermoso cerezo florecía a la cálida luz de la tarde. Todas sus ramas se movían, se mecían a un ritmo ligeramente diferente. Lo contempló durante largo rato.
Cuando se sentía muy atrevido, pensaba en la época que fue un ganso, volando hacia el sur por la Patagonia, ala con ala con Alice, flotando sobre acolchadas masas de aire caliente, observando con frialdad los ondulantes meandros de los ríos. Pensó que, de hacer ahora ese vuelo, se acordaría de buscar las líneas de Nazca, en Perú. Incluso se planteó si podría acudir a la profesora Van der Weghe y hacer que volviera a cambiarlo, y quedarse así, y vivir y morir como un ganso idiota, y olvidar que alguna vez fue humano. A veces pensaba en el día que pasó con Alice en el tejado de la cabaña; se les ocurrió gastarles una broma a los demás cuando volvieran de donde fuera que hubieran ido, pero nunca volvieron, y Alice y él se pasaron la tarde tumbados sobre los cálidos guijarros, contemplando el cielo sin hablar de nada concreto.
Fueron muchos los días que pasó así. Se curaba con rapidez y se revolvía inquieto, su cerebro despertaba y necesitaba nuevas cosas con que distraerse. No le dejaría en paz mucho tiempo.
Iba mejorando y progresando, no podía evitar sanar. Quentin no tardó en ir de un sitio a otro, en explorar la zona como un esqueleto ambulante. Aislado de su pasado, de todo y todos los que conocía, se sentía tan insustancial como un fantasma. El monasterio, cuyo nombre en centauro era el Retiro, era todo columnas de piedra, árboles enormes y caminos amplios y cuidados. Muy a su pesar sentía un hambre terrible, y aunque los centauros eran vegetarianos estrictos, hacían auténticas maravillas con las ensaladas. Disponían enormes comederos llenos de espinaca, lechuga, rúcula y brotes de diente de león, todo delicadamente preparado y aderezado. También descubrió los baños para centauros, seis piscinas rectangulares de piedra a diferentes temperaturas, cada una lo bastante larga como para recorrerlas de un lado a otro bajo el agua tras dos largas y profundas bocanadas de aire. Le recordaron los baños romanos de la casa de los padres de Alice. Y eran muy profundas: Si se sumergía y nadaba hacia abajo con el vigor necesario, hasta que dejaba de haber luz y su romboencéfalo se quejaba, y la presión del agua le hacía llevarse las manos a los oídos, podía llegar a rozar con los dedos el áspero fondo de piedra.
Su mente era como un estanque helado en constante peligro de deshielo. La recorría sólo por encima, por la superficie peligrosamente resbaladiza y quién sabe cuán fina. Penetrar en ella significaba sumergirse en lo que había debajo; aguas anaeróbicas, oscuras y frías, y furiosos peces con colmillos. Esos peces eran recuerdos. Quería encerrarlos en alguna parte, olvidar que estaban allí, pero no podía. El hielo cedía en los momentos más extraños: cuando una ardilla parlante le miraba inquisitivamente, cuando una enfermera centauro era amable con él sin darse cuenta, cuando se miraba en el espejo… Y entonces, algo horrible y con forma de reptil salía a la luz, se le llenaban los ojos de lágrimas y rápidamente intentaba apartar el recuerdo.
La pena que sentía por Alice no paraba de abrir nuevas dimensiones cuya existencia desconocía. Se sentía como si sólo la hubiera visto y querido, querido de verdad, con todo su ser, con toda su alma, durante las últimas horas. Y ahora que ya no existía, que se había roto como el animalito de cristal que creó el día que se conocieron, el resto de su vida se abría ante él como una postdata árida y sin sentido.
Las primeras semanas tras su resurrección, Quentin sintió dolores agudos en el hombro y en el pecho, que fueron apagándose a medida que pasaban los días. Al principio le sorprendió, y luego le fascinó, descubrir que los centauros habían reemplazado la piel y el tejido muscular perdido a manos de la Bestia, con algo que parecía una madera oscura de grano fino. Las dos terceras partes de la clavícula, y la mayoría del hombro y el bíceps derecho, parecían ahora de madera de árbol frutal, lisa y muy pulida, un cerezo, quizás un manzano. El nuevo tejido era completamente insensible, pero perfectamente capaz de flexionarse y doblarse, donde y cuándo lo necesitara, y se fusionaba elegantemente con la carne que lo rodeaba, sin fisuras. Le gustaba. La rodilla derecha también era de madera. No conseguía recordar cómo se había lesionado esa parte concreta de su anatomía, pero qué más daba, igual le había pasado algo en el camino de vuelta.
Y aquél no era el único cambio en su físico: tenía el pelo completamente blanco, hasta las cejas, como el protagonista de Un descenso al Maelstrom, de Poe. Parecía que llevase la típica peluca de Andy Warhol.
Hacía lo que fuera para no estar cruzado de brazos. Practicó con el arco y las flechas en un extenso campo de tiro en desuso, invadido por las malas hierbas. Cuando conseguía captar su atención, hacía que uno de los centauros más jóvenes le enseñara los rudimentos de la monta a caballo y la lucha con sable, siempre en nombre de la terapia física, un argumento que podían entender. Unas veces pretendía que su contrincante era Martin Chatwin, otras no; en cualquier caso, nunca consiguió asestar un golpe certero. Un pequeño contingente de animales parlantes, un tejón y algunos conejos bastante grandes, descubrió la presencia de Quentin en el Retiro. Excitados ante la visión y el olor de un humano, de la Tierra además, se empeñaron en que sería el próximo Rey Supremo de Fillory, y cuando insistió furioso que no lo era y que había perdido todo interés en esa ambición concreta, lo apodaron el Rey Reticente, pero dejaban ante su ventana tributos de nueces, coles y patéticas coronas confeccionadas a mano (o a zarpa), con ramitas adornadas de cristales de cuarzo sin valor. Al verlas, las rompía.
Una pequeña manada de caballos domados recorría a voluntad los amplios prados del Retiro. Al principio, Quentin los tomó por mascotas, pero resultó que era ligeramente más complejo. Los centauros de ambos sexos copulaban con ellos frecuentemente, de forma pública y ruidosa.
Quentin halló sus limitadas posesiones dispuestas en montoncitos, junto a una pared de su habitación. Las metió en un armario y ocuparon exactamente medio cajón de los cinco de que disponía. En la habitación también tenía un castigado escritorio viejo, estilo Florida, pintado de blanco y verde pálido, y un día que Quentin rebuscaba por los deformados y mal encajados cajones, para ver si los anteriores ocupantes se habían dejado algo, se le ocurrió utilizar escritura mágica, una técnica básica de adivinación, para saber qué había sido de los otros. Lo más probable era que no funcionase entre planos, pero nunca se sabía. Eso le permitió encontrar dos sobres junto a varios botones raros, unas nueces secas y exóticos cadáveres de insectos fillorianos. También encontró una rama seca y endurecida con las hojas todavía verdes.
Los sobres eran gruesos y estaban confeccionados con el áspero papel blanco desteñido que fabricaban los centauros. En el primero vio su nombre escrito con una caligrafía elegante, que reconoció perteneciente a Eliot. La visión se le oscureció y tuvo que sentarse.
Contenía una nota. Estaba enrollada alrededor de los restos planchados y deshidratados de lo que fue un cigarrillo Merit Ultra Light, y en ella ponía lo siguiente:
QUERIDO Q:
SACARTE DE ESAS MAZMORRAS FUE UN INFIERNO. AL FINAL APARECIÓ RICHARD, LO QUE SUPONGO QUE ES DE AGRADECER, AUNQUE DIOS SABE QUE NO NOS LO PUSO NADA FÁCIL.
QUERÍAMOS QUEDARNOS, Q, PERO NOS RESULTABA MUY DURO, Y CADA DÍA MÁS. LOS CENTAUROS DIJERON QUE NO LO CONSEGUIRÍAS. PERO SI ESTÁS LEYENDO ESTO, ES QUE AL FINAL DESPERTASTE. LO SIENTO POR TODO. SÉ QUE TÚ TAMBIÉN LO SIENTES. SÉ QUE DIJE QUE NO NECESITABA NINGUNA FAMILIA PARA CONVERTIRME EN LO QUE SE SUPONÍA QUE DEBÍA SER, PERO RESULTÓ QUE SÍ QUE LA NECESITABA. Y QUE ESA FAMILIA ERAS TÚ.
VOLVEREMOS A VERNOS.
E.
El otro sobre contenía un cuaderno de notas. Era grueso, de aspecto raro y aplastado por las esquinas. Quentin lo reconoció al punto, aunque no lo veía desde aquella fría tarde de noviembre hacía seis años.
Se sentó en la cama con la mente fría y despejada, y abrió Los magos.
El libro resultaba decepcionantemente corto, unas cincuenta páginas escritas a mano, algunas manchadas o estropeadas por el agua, y no estaba escrito con la habitual prosa sencilla, simple y directa de Christopher Plover. Era más vulgar, más graciosa, más pícara, y con indicios de haberse escrito muy aprisa, tenía una buena cantidad de faltas de ortografía y faltaban palabras. Como explicaba el autor en el primer párrafo, era el primer libro de Fillory y Más Allá, escrito por alguien que había estado realmente allí. Ese alguien era Jane Chatwin.
Los Magos retomaba la historia justo al final de La duna errante, después de que Jane, la menor, y su hermana Helen, «la querida metomentodo siempre en posesión de la verdad», se peleasen porque ésta había escondido los botones mágicos que podía llevarlos de vuelta a Fillory. Al no encontrarlos, Jane se vio obligada a esperar, pero no le llegaba ninguna nueva invitación desde Fillory. Sus hermanos y ella parecían condenados a pasarse el resto de su vida en la Tierra como niños vulgares y corrientes. Tampoco es que eso estuviera mal, ya que, al fin y al cabo, la mayoría de los niños no viaja a Fillory, pero no le parecía justo. Todos sus hermanos habían ido a Fillory dos veces al menos, pero ella sólo una vez.
Y no había que olvidar el problema de Martin; después de tanto tiempo continuaba desaparecido. Hacía mucho que sus padres habían perdido toda esperanza, pero los niños no. Por la noche, Janet y los demás Chatwin se reunían en el dormitorio de uno de ellos para hablar de su hermano, preguntándose qué aventuras estaría viviendo en Fillory y cuándo volvería, porque sabían que acabaría volviendo.
Pasaron los años. Jane cumplió trece y dejó de ser una niña, tenía la misma edad que Martin en el momento de desaparecer, y por fin obtuvo la invitación. La visitó un erizo, muy colaborador y esforzado, llamado Pinchogordo, que la ayudó a recuperar la vieja caja de cigarros que contenía los botones, del pozo seco donde la había arrojado Helen. Pudo avisar a alguno de los otros para que la acompañara, pero regresó sola a Fillory pasando por la Ciudad, la única Chatwin que entraba en ese mundo sin ir acompañada por un hermano.
Encontró Fillory azotado por un poderoso vendaval. El viento soplaba, y soplaba, y no paraba de soplar. Al principio resultó divertido: todo el mundo hacía volar cometas y en la corte real de Torresblancas se puso de moda la ropa amplia que se hinchaba con la brisa. Pero, con el tiempo, el viento no amainaba, los pájaros se agotaban de tanto luchar contra él, y todo el mundo llevaba el pelo revuelto. Los bosques se quedaban sin hojas, y los árboles se quejaban. Incluso cuando entrabas en casa y cerrabas la puerta, seguías oyendo su gemido, y al cabo de varias horas aún sentías su sensación en la cara. El corazón mecánico del castillo de Torresblancas, movido por energía eólica, amenazaba con girar de forma descontrolada y hubo que desconectarlo de los molinos. Paró por primera vez desde que había memoria.
Un grupo de águilas, grifos y pegasos se dejaron llevar por el viento, convencidos de que los transportaría hasta una tierra fantástica, más mágica incluso que Fillory. Volvieron una semana después, hambrientos, con el pelaje alborotado y quemados por el sol. Se negaron a comentar lo que habían visto.
Jane se procuró un estoque, se recogió el pelo en un moño y se dirigió hacia los Bosques Oscuros sola, decidida, inclinándose contra la galerna, en busca del origen de aquel fenómeno. No tardó en encontrar a Ember en un claro. Estaba herido y muy alterado. Le contó la transformación de Martin y sus esfuerzos para expulsar al niño, que habían terminado con la muerte de Umber. Celebraron un consejo de guerra.
Ember lanzó un balido atronador para llamar al Caballo Confortable. Ambos montaron sobre su ancho lomo aterciopelado, y fueron a visitar a los enanos. Chaqueteros la mayoría de las veces, nunca se podía confiar en que cooperasen con nadie, pero hasta ellos estaban convencidos de la peligrosidad de Martin, además de que tanto viento estaba arrancando la parte superior de sus queridas madrigueras subterráneas. Fabricaron un reloj de plata de bolsillo para Jane, una obra de consumada maestría relojera, tan atiborrada de engranajes, levas y gloriosos muelles en espiral, que su interior era una sólida masa de brillantes mecanismos. Los enanos explicaron que Jane podría utilizarlo para controlar el flujo del tiempo y hacerlo avanzar, retroceder, acelerarlo, aminorarlo… En fin, lo que le apeteciera.
Jane y Ember se marcharon con el reloj de bolsillo, sacudiendo la cabeza. La verdad era que nunca sabían de qué eran capaces los enanos. Se preguntaron que, si lograban construir una máquina del tiempo, ¿por qué no gobernaban ya todo el reino? Quizá ni siquiera les interesaba, supuso la niña.
Quentin pasó la última página, pero el libro acababa allí. Al final de la hoja había firmado la propia Jane.
—Vaya, qué anticlimático —se quejó Quentin en voz alta.
—La verdad no siempre proporciona una buena historia, ¿verdad?
Quentin dio tal salto que casi se salió de la poca piel que le quedaba. Al otro lado de la habitación, sentada rígidamente sobre el escritorio con las piernas cruzadas, vio a una mujer pequeña y guapa, de pelo oscuro y piel pálida.
—Creo que até la mayoría de los cabos sueltos, seguro que puedes deducir el resto a poco que pienses. Al menos, intento hacer buenas entradas.
Vestía como si perteneciera a Fillory: una capa marrón clara sobre un práctico vestido de viaje gris, con aberturas laterales que le permitían enseñar algo de pierna. Pero no había duda que se trataba de ella. De la sanitaria. De la mujer que lo atendiera en la enfermería de Brakebills. Y eso no era todo.
—Eres Jane Chatwin, ¿verdad?
Ella sonrió alegremente y asintió.
—Si quieres, te lo puedo firmar. —Señaló el manuscrito—. Imagina cuánto valdría. A veces me siento tentada de ir a una convención de Fillory sólo por curiosidad, por ver qué pasaría.
—Seguramente creerían que vas disfrazada de hermanita pequeña Chatwin, y que ya eres mayorcita para eso.
Dejó el manuscrito a un lado. La primera vez que la vio era muy joven, pero ya no lo parecía tanto. Como habría dicho su hermano Martin: ¡Cielos, cuánto ha crecido! Incluso su sonrisa ya no era tan irresistible como antes.
—También eras la Relojera, ¿verdad?
—Lo era y lo soy. —Hizo un amago de reverencia, pese a seguir sentada—. Supongo que ya puedo retirarme, ahora que Martin ha muerto. Una lástima, empezaba a disfrutarlo.
Quentin esperaba poder devolverle la sonrisa, pero no se materializó. No le apetecía sonreír. Quentin no habría sabido decir con precisión cómo se sentía.
Jane permaneció muy rígida, estudiándolo como había hecho el día que se conocieron. Su presencia estaba tan cargada de magia, significado e historia que casi brillaba. Pensar que ella había hablado con el mismo Plover, que le había contado las historias con las que había crecido Quentin. La circularidad de toda la situación era mareante. El sol se estaba poniendo y la luz manchó las sábanas blancas de la cama de un rosa anaranjado crepuscular. Con la puesta de sol, los límites de todas las cosas se difuminaban.
—Esto no tiene sentido —dijo Quentin. Nunca se había sentido menos tentado por los encantos de una mujer guapa—. Si eras la Relojera, ¿por qué hacías todas esas cosas? ¿Detener el tiempo y todo eso?
Ella sonrió con ironía.
—Esta cosa no venía con libro de instrucciones. —De alguna parte de la capa ella sacó un reloj de bolsillo de plata, grueso y redondo como una granada—. Tuve que experimentar un poco hasta pillarle el tranquillo, y algunos de los experimentos no tuvieron mucho éxito. Hubo una larga tarde en concreto que… —Hizo una mueca. Su acento era similar al de Martin—. La gente lo interpretó mal. De todas formas, Plover acabó por liarlo todo. ¡Qué imaginación tenía ese hombre! —Sacudió la cabeza, como si los vuelos de la fantasía de Plover fueran la parte más increíble de todo—. Además, cuando empecé sólo tenía trece años y ningún conocimiento de magia. Tuve que descubrirlo todo por mi cuenta.
—Así que todas esas cosas que hizo la Relojera…
—Muchas pasaron de verdad, pero intenté tener cuidado. La Relojera nunca mató a nadie. A veces tomaba atajos a costa de los demás, vale, pero porque tenía otras cosas en mente. Mi trabajo era detener a Martin, e hice lo que tenía que hacer. Incluso esos árboles-reloj… —Resopló—. Menuda idea, nunca hicieron una puñetera cosa. Lo más gracioso es que a Martin le daban un miedo terrible. No conseguía entenderlos. —Perdió la compostura un momento, sólo un momento. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y pestañeó—. No paraba de repetirme que lo perdimos aquella primera noche, cuando se internó en el bosque. Después de eso, nunca volvió a ser el mismo. Ahora soy la única Chatwin que queda. Era un monstruo, pero también la única familia que me quedaba.
—Y nosotros lo matamos —remató Quentin con frialdad.
El corazón le latía con fuerza. La sensación que antes no conseguía identificar se estaba aclarando: era rabia. Esa mujer lo había utilizado, los había utilizado a todos como si fueran juguetes. Y si algunos de los juguetes se rompían, ah, mala suerte. Esa había sido la verdadera finalidad de toda la historia. Los había manipulado, los había enviado a Fillory para que encontrasen a Martin y se había asegurado de que llegasen hasta él. Que supiera, hasta pudo ser ella la que dejó el botón para que lo encontrara Lovelady. Pero eso ya no importaba. Todo había terminado y Alice había muerto.
Se levantó. Una suave brisa vespertina agitaba las verdes cortinas.
—Sí —dijo Jane—. Lo mataste. Ganamos.
—¿Ganamos? —Quentin no se lo podía creer. Y no pudo contenerse más. Todo el dolor y la culpa aislados con primoroso cuidado volvían a él en forma de rabia. El hielo se resquebrajaba. El estanque bullía—. ¿Ganamos? Tienes una puñetera máquina del tiempo en el bolsillo, ¿y eso es cuanto has conseguido? Nos manipulaste, Jane o quien coño seas. Creíamos partir en busca de una aventura, cuando tú nos enviabas a una misión suicida. Y ahora mis amigos han muerto. Alice ha muerto. —Tuvo que tragar saliva con fuerza para continuar—. ¿De verdad no pudiste hacerlo mejor?
Ella clavó la mirada en el suelo.
—Lo siento.
—Lo sientes —dijo Quentin. Esa mujer era increíble—. Bien, pues demuéstrame cuánto lo sientes. Envíame de regreso. Usa el reloj para que retrocedamos en el tiempo. Volvamos a hacerlo. Retrocedamos y arreglémoslo.
—No, Quentin. —Negó ella con gravead—. No podemos volver.
—¿Qué quieres decir con que no podemos volver? Claro que podemos. ¡Podemos y lo haremos!
Mientras hablaba, iba alzando la voz cada vez más, mirándola fijamente, como si pudiera obligarle a hacer lo que quisiera con sólo mirarla y hablarle. ¡Tenía que hacerlo! Y si no conseguía convencerla hablando, la obligaría. Era una mujer pequeña, y estaba dispuesto a apostar lo que fuera a que, reloj al margen, era el doble de mago de lo que ella sería nunca.
Pero ella seguía negando con la cabeza, triste.
—Tienes que entenderlo. —No se amilanaba. Hablaba despacio, como si pudiera aplacarlo, hacerle olvidar—. Soy una bruja, no un dios. He hecho esto tantas veces, he recorrido tantas líneas temporales distintas, he enviado a tanta gente a combatir contra Martin… No me obligues a darte una conferencia sobre los efectos prácticos de la manipulación temporal. Si cambias una variable, las cambias todas. ¿De verdad crees que has sido el primero que se ha enfrentado a Martin en esa sala? ¿De verdad crees que era la primera vez que tú te enfrentabas a él en esa sala? Esa batalla se ha librado una y otra vez. Lo he intentando de un millón de formas diferentes, y siempre morían todos. Y siempre tenía que volver a manipular el reloj.
»Por malo que haya sido el resultado, por malo que sea, es el mejor que he conseguido nunca. Nadie había conseguido derrotarlo antes, sólo tus amigos y tú, Quentin. Habéis sido los únicos. Y pienso quedarme con este resultado. No puedo arriesgarme a perder todo lo conseguido.
Quentin se cruzó de brazos. Los músculos de su espalda abultaban, prácticamente vibraba de rabia.
—Entonces iremos hasta el principio. A antes de lo ocurrido en El mundo entre los muros. Lo detendremos todo antes de que empiece. Encontraremos una línea temporal en la que Martin no vaya a Fillory.
—¡Lo he intentado, Quentin! ¡Lo he intentado! —exclamó ella en tono de súplica—. ¡Siempre va a Fillory! Lo he intentado una infinidad de veces. No hay ningún mundo en el que no vaya.
»Estoy cansada. Tú has perdido a Alice, yo he perdido a mi hermano. Estoy cansada de combatir a esa cosa que antes fue Martin.
De pronto pareció agotada y sus ojos se desenfocaron, como si mirase a algún otro mundo, uno en el que nunca podría entrar. Eso hizo que a él le costara mantener su rabia en ebullición. Por mucho que la azuzase, empezaba a abandonarlo.
Sin embargo, no acabaría allí. Saltó hacia ella, pero Jane lo vio venir. El era rápido, pero ella lo era aún más. Quizás habían vivido esta situación en otra línea temporal, o quizás él resultaba demasiado evidente. Antes de haber recorrido media habitación, ella giró sobre sus talones para arrojar el reloj de plata contra la pared y con toda la fuerza de que era capaz.
Fue suficiente. La pared era de piedra, y el reloj se aplastó como una fruta demasiado madura. Sonó como una bolsa llena de monedas. La delicada esfera de cristal se hizo añicos, y los pequeños engranajes y ruedas dentadas saltaron por los aires como perlas de un collar roto.
Jane se volvió retadora hacia él resoplando con fuerza, pero Quentin sólo tenía ojos para el reloj roto.
—Se acabó —sentenció Jane—. Hay que poner punto final a todo esto. Es hora de que vivamos con lo que tenemos y lloremos por lo que hemos perdido. Ojalá pudiera haberte dicho algo más antes de que fuera demasiado tarde, pero te necesitaba demasiado para contarte la verdad.
Ella tuvo un curioso gesto y le cogió las mejillas con ambas manos para bajarle la cabeza y darle un beso en la frente. La habitación estaba casi a oscuras, pero oyó el crujido de la puerta cuando ella la abrió.
—Procura no juzgar a Martin con demasiada dureza —le aconsejó desde el umbral—. Plover solía abusar de él cada vez que se quedaban a solas, creo que por eso fue a Fillory. ¿Por qué si no iba a querer meterse dentro de un reloj de péndulo? Buscaba un lugar donde esconderse.
Y se marchó.
Quentin no fue tras ella. Se quedó mirando la puerta un rato y, cuando se acercó para cerrarla, piezas del reloj roto crujieron bajo sus pies.
Todo es susceptible de empeorar. Sí, acababa de comprobarlo en sus propias carnes. ¿Habría tocado fondo? Miró el cuaderno de notas bajo los últimos rayos de moribunda luz. Entre las páginas descubrió una nota pegada, la misma que le arrebatara el viento la primera vez que intentó leerla. Pero todo lo que ponía era:
¡SORPRESA!
Volvió a sentarse. Al final, Alice y él sólo habían sido comparsas, extras con la mala suerte de que les tocase una escena de batalla entre un hermano y una hermana, que se habían declarado la guerra en el país fantástico de su jardín de infancia. A nadie le importaba que Alice hubiera muerto, y a nadie le importaba que él viviera.
Ahora tenía respuestas, pero no le servían para lo que se supone que sirven las respuestas: no le simplificaban o no le facilitaban las cosas. No lo ayudaban. Sentado en su cama, pensó en Alice, y en el pobre y estúpido Penny, y en el sufrido Eliot, y en ese pobre cabrón de Martin Chatwin. Por supuesto, ahora, por fin, lo entendía todo. Lo había enfocado mal. Nunca debió venir a Fillory. Nunca debió enamorarse de Alice. Ni siquiera debió ir a Brakebills. Debería haberse quedado en Brooklyn, en el mundo real retozando en su depresión y su rencor en la seguridad relativa de la vulgar realidad. De ese modo nunca habría conocido a Alice, pero al menos estaría viva en alguna parte. Podría haber seguido adelante con su triste y desperdiciada vida, a base de películas y libros, y masturbación, y alcohol, como todo el mundo. Nunca habría conocido el horror de conseguir lo que crees querer. Podría haberse ahorrado, y no sólo él sino todos los demás, el precio que pagaron por ello. Si la historia de Martin Chatwin tenía alguna moraleja, era ésa. Vale, quizá puedas hacer realidad tus sueños, pero pueden convertirte en un monstruo. Es preferible quedarse en casa y practicar trucos con naipes en tu dormitorio.
Por supuesto, Jane había tenido parte de culpa. Le había estado empujando en todo momento. Pues bien, no pensaba dejarse engañar otra vez, no le daría esa oportunidad a nadie nunca más. Quentin sintió que una nueva actitud distante se apoderaba de él. Su rabia y su pena se enfriaban hasta formar una brillante capa protectora, un barniz de indiferencia, duro y transparente. Dado que no podía retroceder, avanzaría; pero haciendo las cosas de otra manera. Sí, esa actitud era infinitamente más segura y coherente. El truco consistía en no querer nada. Ése era el poder: la valentía. La valentía de no querer a nadie ni esperar nada.
Lo más curioso era lo fácil que resultaba todo cuando no te importa nada. En las siguientes semanas, el nuevo Quentin, con su pelo blanco a lo Warhol y su hombro de madera a lo Pinocho, reanudó sus estudios de magia. Esta vez buscaba control. Quería ser intocable.
En su pequeña celda practicó cosas que nunca había tenido tiempo de dominar o no se había atrevido a dominar. Volvió a los ejercicios más avanzados de Popper, truculentamente difíciles, y a las lecciones sólo teóricamente factibles que se había saltado en Brakebills. Ahora los practicó una y otra vez, corrigiendo cada duda, cada torpeza, cada inflexión de voz. Inventó versiones nuevas, más crueles, y también las dominó. Disfrutaba con el dolor de sus manos, vivía por él. Sus encantamientos adquirieron una potencia, una precisión y una fluidez que nunca habían tenido. Las yemas de sus dedos dejaban rastros de fuego, chispas y añil.
En el aire quedaban huellas de neón zumbantes y chirriantes, demasiado brillantes para mirarlas directamente. Su cerebro brillaba con un triunfo tan frío como quebradizo. El aislamiento y la tenacidad lo estaban consiguiendo. Por eso Penny se trasladó a Maine, pero al final sería él quien lo conseguiría. Sólo ahora podía manejar de verdad un poder sobrehumano, ahora que había matado sus emociones humanas, ahora que ya no le importaba.
El dulce aire de la primavera se filtraba en su habitación; luego, fue sustituido por el calor infernal del verano, y el sudor le recorrió el rostro, y los centauros trotaron junto a su puerta, dignos e indiferentes, y descubrió la manera en que Mayakovsky había realizado las hazañas que en su momento encontrara desconcertantes. En un prado desierto, deconstruyó cuidadosamente, por ingeniería inversa, el hechizo Bola de Fuego de Penny, localizó y corrigió los errores cometidos durante su viaje a la Luna, su proyecto de fin de curso y, en homenaje a Alice, también terminó su proyecto, aislando y capturando un único fotón, incluso observándolo —al cuerno con Heisenberg—: Una pequeña chispa de onda infinitamente preciosa, furiosa, incandescente.
Sentado en la postura del loto, sobre el escritorio estilo Florida ajado por el sol, permitió que su mente se expandiera hasta llegar a un ratón de campo, luego tres más, y por fin hasta seis, mientras se ocupaban de sus ajetreados asuntos en el prado, al otro lado de su ventana. Los llamó para que se sentaran ante él y, con un solo pensamiento, apagó suavemente la corriente eléctrica que vivía en cada uno de ellos. Sus pequeños cuerpecitos velludos quedaron inmóviles y fríos. Y entonces, con la misma facilidad, tocó a cada uno con magia, volviendo a encender instantáneamente sus pequeñas almas, como si aplicase una cerilla al piloto de un horno.
Huyeron asustados en todas direcciones. Los dejó marchar. Solo en su habitación, sonrió ante su secreta grandeza. Se sentía señorial y magnífico. Había jugado con el misterio sagrado de la vida y de la muerte. ¿Qué más podía atraer su atención en el mundo? ¿En cualquier mundo?
Junio maduró y se convirtió en julio, y luego reventó, se pudrió, se secó y se convirtió en agosto. Una mañana despertó temprano para descubrir que una fresca neblina cubría el prado al otro lado de su ventana del primer piso. Allí, a simple vista, enorme y etéreo, vio un ciervo blanco. El animal agachó el cuello para cortar la hierba con sus dientes, inclinando la enorme y pesada cornamenta, y pudo ver los músculos tensándose en su cuello. Tenía las orejas más grandes y caídas de lo que esperaba. Alzó la cabeza cuando Quentin apareció en la ventana, consciente de ser observado, y se alejó a saltos por el prado, desapareciendo sin prisas. Quentin frunció el ceño. Volvió a la cama, pero no pudo dormir.
Ese mismo día buscó a Alder Acorn Agnes Allison-maderafragante. La encontró trabajando en un complicado telar del tamaño de una habitación, construido para aprovechar tanto la fuerza de sus cuartos traseros como la delicada manipulación de sus dedos humanos.
—La Bestia Buscada —le informó, jadeando con fuerza, empujando, sin dejar de tejer—. Es una visión poco común. Sin duda se ha visto atraída por las energías que irradian nuestros valores superiores. Eres afortunado de que se mostrase cuando dio la casualidad de que mirabas.
La Bestia Buscada. De La chica que le habló al tiempo. Así que ése era su aspecto, había esperado algo más feroz. Quentin le dio una palmada a Agnes en sus relucientes cuartos traseros negros y se marchó. Ya sabía lo que debía hacer.
Esa noche cogió la rama con hojas que encontrara en el escritorio. Era la rama que flotaba ante la cara de la Bestia, la que tiró a un lado antes de la batalla. La rama estaba muerta y seca, pero seguía teniendo las hojas verdes y lustrosas. Salió al exterior, hundió el tallo en el húmedo césped y amontonó tierra a su alrededor para asegurarse de que se mantuviera recta.
Al día siguiente, Quentin despertó para encontrarse con un árbol adulto ante su ventana. En medio de su tronco se veía la esfera de un reloj que tictaqueaba con suavidad.
Pasó la mano por el áspero y duro tronco gris del árbol, sintiendo su corteza polvorienta y fría. Su estancia allí había terminado. Empaquetó algunas de sus cosas, abandonó otras, robó un arco y un carcaj de flechas del cobertizo junto al campo de tiro, liberó un caballo de la manada sexual de los centauros y abandonó el Retiro.