De repente, todos estaban allí.
Quentin y Eliot se encontraban en el arco de una gran cámara circular, pestañeando ante la intensa luz de unas antorchas. Era distinta de las salas que habían visto hasta el momento porque parecía natural, no excavada. El suelo era arenoso y el techo, rocoso, irregular y sin tallar, con estalactitas y otras excrecencias rocosas con las que nadie querría chocar de cabeza. El aire era frío y la atmósfera, húmeda y estancada. Quentin incluso podía oír el gorgoteo de un río subterráneo, aunque no viera la corriente de agua. El sonido carecía de origen o dirección.
Los demás también estaban, todos menos la pobre Fen: Josh y Alice en otra entrada, un poco más allá; Janet, bajo otra arcada, desaliñada y con aire de perdida; Dint y Anaïs en la siguiente; y Penny en la que había a continuación. Permanecieron inmóviles bajo las entradas, como los participantes de un concurso televisivo, enmarcados por arcos iluminados con bombillas.
Era un milagro. Hasta parecían haber llegado a la vez. Quentin respiró profundamente y el alivio lo inundó como una cálida transfusión de líquido. ¡Estaba tan jodidamente contento de verlos a todos! Incluso a Dint, al bueno de Dint, aquel sabueso cabrón. Incluso a Penny, en parte porque conservaba la mochila y esperaba que el botón estuviese dentro de ella. Al fin y al cabo, la conclusión de la historia seguía pendiente. A pesar de que todo había salido mal, aún podía terminar bien; un desastre, sí, pero de momento un desastre relativo. Era posible que dentro cinco años, cuando más o menos hubieran superado el estrés postraumático, se reirían al reunirse y recordar sus aventuras. Puede que, al final, el Fillory real no fuera tan diferente del Fillory que siempre había ansiado encontrar.
«Reyes y reinas —pensó Quentin—. Reyes y reinas. La gloria tiene un precio. ¿No lo sabías?».
Un bloque de piedra se erguía en el centro de la cámara. Y, sobre él, podía verse una gran oveja velluda. No, tenía cuernos, así que era un carnero. Estaba recogido sobre sí mismo, con los ojos cerrados y las patas debajo del cuerpo. Su mandíbula descansaba sobre una corona, una sencilla diadema dorada encajada entre sus dos peludas patas delanteras. Quentin no supo si estaba dormido o muerto, o si sólo era una estatua muy realista.
Dio un paso vacilante, exploratorio, sintiéndose como el navegante que llega a una playa tras una larga y agotadora tarde en un yate azotado por la tormenta. El suelo de arena parecía tranquilizadoramente sólido.
—No sabía si… —gritó roncamente a Alice—. ¡No sabía si seguías con vida!
Josh creyó que Quentin se dirigía a él. Tenía la cara cenicienta, como la de un fantasma que acabara de ver otro fantasma.
—Lo sé —respondió, escupiendo algo húmedo en su puño.
—¿Qué diablos pasó? ¿Luchaste contra esa cosa?
Todavía tembloroso, Josh asintió con la cabeza.
—Algo así. Capté que me llegaba un gran hechizo y me dejé llevar. Creo que por fin sentí lo mismo que vosotros. Invoqué uno de esos agujeros negros giratorios. Esa cosa lo miró, y luego me miró a mí con sus horribles ojos dorados. Creí que me iba a matar, pero entonces fue absorbido. De cabeza. El agujero se lo tragó. Lo último que vi fueron sus enormes piernas rojas, sobresaliendo y pataleando. Me largué corriendo de allí.
—¿Te fijaste en su polla? ¡Era enorme!
Quentin y Alice se abrazaron en silencio, mientras los demás intercambiaban historias. No sabían exactamente cómo, pero se las habían arreglado para escapar ilesos de la sala del banquete; bueno, no exactamente ilesos, pero al menos no muy maltrechos. Anaïs le enseñó a todo el mundo la nuca, allí donde se había quemado parte de sus dorados rizos mientras huía. Janet era la única que no había utilizado una puerta lateral, sino que llegó al final de la sala —resultó que tenía un final—, aunque le costó una hora («De algo tenían que servirme tres años de excursiones campo a través», exclamó orgullosa). Hasta se había tomado un vaso de vino sin sufrir ningún efecto pernicioso, fuera de un cierto mareo.
¡Las cosas que habían vivido! Nadie les creería. Quentin estaba tan cansado que apenas podía pensar, más allá de que lo habían conseguido, lo habían conseguido de verdad. Eliot pasó su petaca y todo el mundo bebió un trago. Al principio era una especie de juego, pero luego se convirtió en algo espantosamente real; ahora volvían a sentirse parte de un juego, de algo muy parecido a lo que imaginaran aquella terrible y maravillosa mañana en Manhattan. Una diversión. Una aventura de verdad. Al cabo de un rato agotaron las anécdotas personales y permanecieron en círculo, mirándose unos a otros y moviendo la cabeza con embobadas sonrisas de borrachos.
Una tos seca y profunda los interrumpió.
—Bienvenidos. —Era el carnero. Había abierto los ojos—. Bienvenidos, hijos de la Tierra. Y bienvenido tú también, valiente hijo de Fillory —añadió, al reconocer a Dint—. Soy Ember.
Se estaba sentando. Tenía las extrañas pupilas horizontales y con forma de cacahuete propias de las ovejas. Su espesa lana era de color oro pálido. Las orejas sobresalían de forma cómica bajo los pesados cuernos que se curvaban hacia atrás a partir de su frente.
De todos ellos, sólo Penny supo qué hacer. Soltó la mochila y se acercó al carnero. Se arrodilló en la arena e inclinó la cabeza.
—Buscábamos una corona, pero hemos encontrado un rey —soltó, grandilocuente—. Mi señor Ember, es un honor y un privilegio poder ofreceros mi lealtad.
—Gracias, hijo mío.
Los entornados ojos del carnero tenían una expresión grave y alegre al mismo tiempo. Gracias a Dios, pensó Quentin. Literalmente, gracias a Dios. Era Él de verdad. No encontraba otra explicación. Tampoco es que hubieran hecho algo especialmente heroico para merecerse ese giro de la fortuna, así que Ember debía de haberlos conducido hasta allí. Él los había salvado. Ya estaba, títulos de crédito. Habían ganado. Podía dar comienzo la coronación.
Miró a Penny y al carnero, y otra vez a Penny. Podía oír varios pies removiendo el suelo arenoso. Alguien más aparte de Penny se arrodillaba, pero no se volvió para ver quién era. Él siguió de pie. Por algún motivo no estaba listo para arrodillarse, todavía no. Quizás al cabo de un momento, pero algo le decía que todavía no era ese momento. Habría sido agradable, llevaba tanto tiempo andando. No estaba seguro de qué hacer con las manos, así que las juntó frente a la entrepierna.
Ember estaba hablando, pero la mente de Quentin pasó por alto las palabras. Tenían cierta cualidad estereotipada, y en las novelas también se saltaba los discursos de Ember y Umber. Ahora que lo pensaba, si éste era Ember, ¿dónde estaba Umber? Por regla general, nunca se los veía separados.
—… Con vuestra ayuda. Es hora de que reanudemos nuestra legítima guía sobre esta tierra. Juntos saldremos de este lugar y restauraremos la gloria de Fillory, la gloria de los días de antaño, los grandes días de…
Las palabras le resbalaban, ya se las resumiría luego Alice. En los libros, Ember y Umber siempre le resultaron un tanto siniestros, pero en persona no parecía tan malo. Resultaba incluso agradable, cálido. Comprendía que a los fillorianos no les molestase su presencia. Era como un Papá Noel de grandes almacenes, siempre amable y sonriente, no te lo podías tomar demasiado en serio. Tampoco parecía diferenciarse mucho de un carnero vulgar y corriente, excepto por ser más grande y estar mejor cuidado, y porque lo envolvía un aire de extraña y alerta inteligencia que uno no esperaría en un animal corriente. El resultado resultaba inesperadamente gracioso.
A Quentin le costaba concentrarse en lo que decía Ember. Estaba borracho por el agotamiento, el alivio y la petaca de Eliot. Le habría encantado saltarse el discurso. Sólo deseaba saber de dónde procedía ese sonido fresco, chorreante, porque estaba muerto de sed.
Allí mismo estaba la corona, entre los cascos de Ember. ¿No debería pedirla alguien? ¿O acaso Él la ofrecería cuando estuviera listo para entregarla? Era ridículo, una mera cuestión de etiqueta en una cena oficial. Supuso que el carnero se la entregaría a Penny en recompensa a su rápido despliegue de adulación, y que todos tendrían que ser sus súbditos. Quizá sólo se necesitara eso. Quentin no tenía una especial predilección por ver a Penny coronado como Rey de Fillory. Después de todo lo que habían pasado, ¿resultaría ser Penny el héroe de aquella pequeña aventura?
—Tengo una pregunta.
La voz interrumpió al viejo carnero en pleno discurso. Quentin se sorprendió al descubrir que era la suya.
Ember hizo una pausa. Era un animal grande, de casi un metro y medio de altura en la cruz. Tenía labios negros y una lana que parecía agradablemente esponjosa, como una nube. A Quentin le habría gustado hundir el rostro en esa lana, llorar sobre ella, dormirse contra ella. Penny se volvió hacia él, abriendo mucho los ojos en señal de alarma.
—No quisiera parecer excesivamente curioso, pero si Tú eres… bueno, si eres Ember, ¿por qué estás en esta mazmorra y no arriba, en la superficie, ayudando a Tu pueblo?
Era un riesgo. No es que le pareciera de una importancia trascendental, pero antes de seguir adelante quería saber por qué habían tenido que pasar por tantas penurias.
—Bueno, ha sonado más melodramático de lo que pretendía, pero… bueno, Tú eres un dios, y ahí arriba las cosas se están yendo a la mierda. Supongo que habrá mucha gente preguntándose dónde te has metido todo este tiempo. Respóndenos sólo a eso. ¿Por qué dejas que Tu pueblo sufra de ese modo?
Habría funcionado mejor exhibiendo una sonrisa de tocapelotas; su intervención estaba resultando un tanto tímida y llorica. Repetía la palabra «bueno» demasiadas veces, pero no pensaba echarse atrás. Ember profirió un extraño balido ininteligible. Su boca se movía más lateralmente que la de un ser humano. Quentin pudo ver su lengua rosada, gorda y rígida de carnero.
—Muestra algo de respeto —susurró Penny.
—No deberíamos tener que recordarte, niño humano, que Nosotros no somos tus sirvientes —dijo Ember, en tono menos amable, levantando una negra pezuña—. Nosotros no servimos a tus necesidades, sino a las Nuestras. No vamos y venimos a tu antojo.
»Es cierto que Nosotros llevamos mucho tiempo bajo tierra. Resulta difícil saber cuánto, tan lejos del sol y de su discurrir, pero unos meses por lo menos. El mal ha llegado a Fillory, debe combatirse, y no hay combate sin precio. Como puedes ver, hemos sufrido la vergüenza en nuestros cuartos traseros.
Volvió su alargada y dorada cabeza, y Quentin vio que tenía dañada una de las patas traseras. Ember la mantenía estirada, rígida, para que la pezuña apenas rozase la piedra. No soportaría su peso.
—Vale, pero no lo entiendo —dijo Janet—. Quentin tiene razón. Eres el Dios de este mundo, o uno de ellos. ¿Eso no te hace todopoderoso?
—Hay leyes que superan tu comprensión, hija mía. Una cosa es el poder de crear y otra el poder de destruir. Siempre están en equilibrio, pero es más fácil destruir que crear. Y hay quienes, por su naturaleza, sólo aman la destrucción.
—Bueno, entonces, ¿por qué has creado algo con el poder de hacerte daño a ti, o hacérselo a cualquiera de tus criaturas? ¿Por qué no nos ayudas? ¿Tienes idea de todo el dolor que padecemos? ¿De cuánto sufrimos?
—Lo sé todo, hija —respondió Él con una mirada severa.
—Entonces, a ver si te enteras. —Janet se llevó las manos a las caderas. Se había topado con una veta inesperada de amargura en su interior y estaba ahondando en ella—. Los seres humanos somos constantemente infelices. Nos odiamos a nosotros mismos y odiamos a los demás, y a veces deseamos que Tú, o Quien sea, nunca nos hubiera creado a nosotros, a este mundo de mierda o a cualquier otro mundo de mierda. ¿Te das cuenta? Así que, la próxima vez, plantéate no hacer un trabajo tan chapucero.
Su estallido de rabia fue seguido de un silencio ensordecedor. Las antorchas de las paredes dejaban en ellas marcas de hollín que se extendían hasta el techo. Lo que había dicho Janet era cierto, y ponía furioso a Quentin. Pero había algo más que le ponía nervioso.
—Estás indignada, hija —dijo Ember con amable expresión.
—No soy tu hija. —Janet se cruzó de brazos—. Y sí, claro que estoy indignada, mierda.
El enorme y viejo carnero suspiró profundamente. Una lágrima se formó en sus acuosos ojos, derramándose y siendo absorbida por la dorada lana de su mejilla. A su pesar, Quentin pensó en el indio orgulloso de los viejos anuncios que promocionaban la limpieza de las calles. Tras él, Josh se apoyó en su hombro y susurró:
—¡Tío, ha hecho llorar a Ember!
—La marea de maldad está en su auge —argumentó el carnero, como un político que machacara incansable su mensaje—. Pero ahora que habéis venido, la marea se retirará.
No, no era así. Quentin se dio cuenta de repente, comprendiéndolo en un fogonazo enfermizo.
—Estás aquí contra Tu voluntad —dijo—. Estás aquí abajo prisionero, ¿a que sí?
Al fin y al cabo, la historia no se había acabado.
—Humano, hay muchas cosas que no entiendes. No eres más que un niño.
Quentin hizo caso omiso de su comentario.
—Es eso, ¿verdad? ¿Estás aquí por eso? Alguien te puso aquí y no puedes salir. Esto no era una misión de búsqueda, sino de rescate.
A su lado, Alice se llevó las manos a la boca.
—¿Dónde está Umber? ¿Dónde está tu hermano?
Nadie se movió. Los labios negros y el morro alargado del carnero se mantuvieron inmóviles e inescrutables.
—Mmm. —Eliot se frotó la barbilla, calibrando la situación con calma—. Sí, es posible.
—Umber ha muerto, ¿verdad? —preguntó Alice, aturdida—. Este lugar no es una tumba sino una prisión.
—O una trampa —apuntó Eliot.
—Escuchadme, niños humanos —dijo Ember—. Hay leyes que superan vuestra comprensión. Nosotros…
—Ya he oído bastante sobre mi comprensión —soltó Janet.
—Pero ¿quién pudo hacerlo? —Con la vista baja, contemplando fijamente la arena, Eliot pensaba a toda máquina—. ¿Quién puede tener el poder necesario para hacerle esto a Ember? ¿Y por qué? Supongo que la Relojera, pero todo esto es muy raro.
Quentin sintió un cosquilleo en los hombros. Miró a su alrededor, hacia los oscuros recovecos de la cueva. Lo que fuera que le había roto la pata a Ember no tardaría mucho en aparecer, y entonces tendrían que volver a pelear. No sabía si podría con otra pelea. Penny seguía de rodillas, pero su nuca estaba roja mientras miraba a Ember.
—Quizá sea el momento de apretar el botón del pánico —dijo Josh—. Volver a Ningún Lugar.
—Tengo una idea mejor —anunció Quentin.
Tenían que asumir el control de la situación. Podían irse, sí, pero la corona estaba allí, justo delante de ellos. Estaban tan cerca de la meta, que todavía podían ganar si encontraban el modo de abrirse paso hasta el final de la historia. Si conseguían superar un capítulo más.
Y se dio cuenta de que sabía cómo hacerlo.
Penny había dejado caer la mochila en la arena. Quentin se agachó y hurgó en su interior. Por supuesto, Penny se había tomado la molestia de envolver y esconder aquella puta cosa hasta el agotamiento, pero la encontró dentro de un pañuelo rojo, entre barritas energéticas, utensilios de cocina y ropa interior de reserva.
El cuerno era más pequeño de lo que recordaba.
—Vale. ¿Os acordáis de lo que dijo la ninfa? —Alzó el cuerno para que todos lo vieran—. Cuando hayáis perdido toda esperanza, o algo así.
—Yo diría que no hemos perdido toda esperanza… —repuso Josh.
—Déjame ver eso —pidió Dint, con tono de mando. Se había mantenido notablemente silencioso desde que despertó Ember, con Anaïs cogida del brazo.
Quentin lo ignoró, pero todos hablaban a la vez. Penny y el carnero se encontraban enzarzados en una especie de pelea de enamorados.
—Interesante, podría funcionar —sugirió Eliot, encogiéndose de hombros—. Preferiría probar esto que volver a la Ciudad. ¿Quién crees que aparecerá?
—Niño humano —llamó el carnero, alzando la voz—. ¡Niño humano!
—Adelante, Q —lo animó Janet. Parecía más pálida de lo normal—. Ha llegado el momento. Adelante.
Alice se limitó a asentir con gravedad.
La boquilla de plata tenía un sabor metálico, como una moneda o una pila. Respiró tan hondo que, al expandirse sus pulmones, la herida del hombro le dio un latigazo de dolor. No estaba muy seguro de lo que debía hacer, si fruncir los labios como un trompetista o limitarse a soplar como lo haría con un silbato, pero el cuerno de marfil emitió una nota clara y firme, tan suave y redonda como la de una trompa tocada por un concertista experto en una sala de conciertos. Todo el mundo calló y se volvió hacia él. No había sonado precisamente fuerte, pero lo bastante para acallar todas las voces a su alrededor, de modo que se convirtió en el único sonido audible de la sala, resonando con su fuerza pura y simple. Era una única nota, natural y perfecta como un gran acorde. Y siguió, y siguió, y siguió. Quentin sopló hasta quedarse sin aire.
El sonido reverberó y desapareció como si nunca hubiera existido, dejando la caverna sumida en el silencio. Quentin se sintió ridículo, como si hubiera soplado por un matasuegras. ¿Qué había esperado conseguir? La verdad era que no lo sabía.
Ember soltó un bufido.
—Oh, niño —exclamó con voz profunda y quejumbrosa—. ¿No sabes lo que has hecho?
—Acabo de sacarnos de este aprieto. Eso es lo que he hecho.
El carnero se incorporó.
—Lamento que hayáis venido, hijos de la Tierra —dijo—. Nadie os pidió que vinierais. Lamento que nuestro mundo no sea el paraíso que buscabais, pero no fue creado para vuestra diversión. —La mandíbula le temblaba—. Fillory no es un parque temático al que podáis venir con vuestros amigos, disfrazaros y jugar con espadas y coronas.
Estaba claro que intentaba controlar una emoción poderosa, y Quentin sólo necesitó un segundo para reconocerla. Era miedo. El viejo carnero se ahogaba de miedo.
—No hemos venido aquí para eso, Ember —replicó con calma.
—¿Ah, no? —repuso Ember—. No, claro que no. —Costaba mirar aquellos ojos alienígenas, amarillentos y de pupilas negras como ochos tumbados y convertidos en símbolos de infinito—. Viniste para salvarnos, viniste para ser nuestro rey. Pero, dime una cosa, Quentin: ¿cómo esperas salvarnos cuando no puedes ni salvarte a ti mismo?
Quentin se ahorró la respuesta, porque entonces empezó la catástrofe.
En la cueva apareció un hombrecillo. Vestía un impoluto traje gris y tenía el rostro oculto por una rama llena de hojas que flotaba en el aire, delante de él. El mismo aspecto que recordaba Quentin. El mismo traje, la misma corbata y el mismo no identificare rostro. Parecía contemplar sus manos rosadas y manicuradas. Era como si Quentin nunca hubiera salido del aula donde lo viera por primera vez. Y en cierto modo no lo había hecho. El terror que sentía era tan absoluto, tan abrumador, que resultaba casi tranquilizador: no tenía la sospecha, sino la certeza absoluta de que iban a morir.
—Creo que ésa era la señal para mi entrada —dijo la Bestia—. Hablaba en un tono tranquilo y un aristocrático acento inglés.
Ember rugió. El sonido fue colosal, hizo temblar toda la sala y una estalactita se desprendió del techo haciéndose añicos contra el suelo. En ese momento, el carnero ya no parecía tan ridículo. Bajo la esponjosa lana se adivinaban músculos grandes y abultados, como peñascos cubiertos de musgo, y sus retorcidos cuernos, gruesos y pétreos, se retorcieron hasta que sus dos aguzadas puntas apuntaron hacia delante como las de un toro. Agachó la cabeza y se lanzó desde su pedestal contra el hombre del traje gris.
La Bestia lo apartó de un suave y tranquilo revés, un gesto casi casual. Ember voló como un cohete hasta golpear la pared de piedra con un sonido nauseabundo. La física de lo sucedido parecía equivocada, como si el carnero fuera ligero como una pluma y la Bestia, densa como la materia de una estrella enana. Ember cayó sobre la arena del suelo y quedó inmóvil.
La Bestia cogió con dos dedos una hebra de lana pegada a su inmaculada manga gris.
—Es curioso lo que pasa con los viejos dioses —comentó despreocupadamente—. Crees que, como han vivido tanto, serán difíciles de matar. Pero cuando llega el momento de la batalla, caen como cualquier otro. No son más fuertes, sólo más viejos.
Algo removió la arena detrás de Quentin. Se arriesgó a mirar, y vio que Dint daba media vuelta abandonando la sala. La Bestia no hizo nada por detenerlo. Sospechó que a ellos no les sería tan fácil salir de allí.
—Sí, Dint es uno de los míos —reconoció la Bestia—. Igual que Farvel, por si os interesa. Farvel, el abedul, ¿os acordáis de él? La mayoría de los habitantes del reino lo son. La época del carnero ha pasado. Fillory es ahora mi mundo.
No se jactaba, sólo constataba un hecho. «Puto Dint —pensó Quentin—. Y yo, simulando que me gustaba su estúpido chaleco».
—Sabía que vendríais a por mí, no es ninguna sorpresa, llevo siglos esperándoos. ¿Ya estáis todos? Es como un chiste malo, no tenéis ninguna posibilidad.
Suspiró.
—Supongo que ya no necesito esto. Lástima, casi me había acostumbrado.
La Bestia cogió descuidadamente la rama que flotaba ante su cara y la apartó a un lado, como quien se quita unas gafas de sol.
Quentin se encogió. No habría querido ver su verdadero rostro, pero ya era tarde. Y resultó que no tenía nada que temer porque era de lo más corriente, bien podía ser la cara de un anodino inspector de seguros: redonda, vulgar, con una barbilla débil y cierto aire infantil.
—¿Nada? ¿No me reconocéis?
La Bestia se dirigió hacia el pedestal de piedra, recogió la corona que seguía allí y se la colocó sobre sus sienes grises.
—¡Dios mío! —exclamó Quentin—. ¡Eres Martin Chatwin!
—En carne y hueso —reconoció la Bestia alegremente—. ¡Cuánto he crecido!
—No lo entiendo —dijo Alice, temblando—. ¿Cómo puedes ser Martin Chatwin?
—¿No lo sabíais? ¿No habéis venido por eso? —Escrutó sus rostros sin obtener respuesta. Estaban paralizados. No por ningún hechizo mágico, sino de miedo. Frunció el ceño—. Bueno, supongo que no importa. Había dado por sentado que ésa era la cuestión, pero… La verdad es que resulta algo insultante.
Puso morritos para su público, como un payaso triste. Resultaba perturbador ver a un hombre de mediana edad haciendo los mismos mohines que un escolar inglés. Pero era él, era él de verdad. Tenía cierta cualidad asexual, como si fuera una extraña miniatura, como si hubiera dejado de crecer en el mismo instante en que huyó al bosque.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Quentin.
—¿Que qué me ha pasado? —La Bestia abrió los brazos, triunfante—. Que conseguí lo que quería. ¡Vine a Fillory y conseguí quedarme! ¡Conseguí no volver!
Todo se estaba aclarando. Martin Chatwin no fue secuestrado por ningún monstruo, sólo se convirtió en uno. Había encontrado lo que Quentin deseaba para él, una forma de quedarse en Fillory, de abandonar para siempre el mundo real. Pero el precio era demasiado elevado.
—Tras haber vivido en Fillory, no quería volver a la Tierra. No se le puede enseñar el Paraíso a un hombre para luego quitárselo, y eso es lo que hacen los dioses. Pues bien, yo digo: ¡abajo con los dioses!
»Es asombroso lo que puedes conseguir si te empeñas lo suficiente. Hice amigos muy interesantes en los Bosques Oscuros, unos colegas muy útiles. —Hablaba con entusiasmo, de forma expansiva, como el maestro de ceremonias de un banquete—. No sabéis las cosas que hay que hacer para utilizar esa clase de magia. Lo primero que pierdes es la humanidad, uno no sigue siendo un hombre cuando hace las cosas que yo he hecho, cuando sabes las cosas que yo sé. Y, ¿sabéis?, apenas lo echo de menos.
—¿Amigos? ¿Qué amigos? —preguntó Quentin—. ¿Te refieres a la Relojera?
—¡La Relojera! —Martin pareció encontrar aquella observación hilarante—. ¡Oh, cielos, qué divertido! A veces se me olvidan las novelas. Hace mucho tiempo que estoy aquí, ¿sabéis?, hace siglos que no las leo. Claro que no me refiero a la Relojera. Comparada con los seres con los que trato, ella es… bueno, una de vosotros, una aficionada. En fin, basta de charla. ¿Quién tiene el botón?
El botón estaba en la mochila de Penny, a pies de Quentin. «Soy el culpable de todo esto», pensó, mientras un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Era la segunda vez que invocaba a la Bestia. «Soy una maldición para todos los que me rodean».
—El botón, el botón, ¿quién tiene el botón? ¿Quién lo tiene?
Penny se movió lentamente, apartándose de la cosa del traje gris, iniciando un hechizo que Quentin no reconoció. Pero Martin se movió imposiblemente rápido, como un pez venenoso al ataque, sujetando las dos muñecas de Penny con una sola mano. Este forcejeó salvajemente, doblándose por la cintura y lanzando una patada al estómago de su contrincante, para luego encogerse, apoyar las piernas contra el pecho de la Bestia y empujar para liberarse, gruñendo por el esfuerzo. Martin Chatwin apenas pareció notarlo.
—Me temo que no, querido niño —dijo.
Abrió mucho la boca, demasiado, desencajando la mandíbula como una serpiente, y se metió dentro las dos manos de Penny. Las mordió y las arrancó a la altura de la muñeca.
No fue una mordedura limpia. La Bestia tenía dientes romos, humanos, y no los afilados colmillos de un animal salvaje. Necesitó otro tirón de su cabeza para terminar de aplastar los huesos de las muñecas y arrancar las manos.
Martin soltó a Penny mientras masticaba, y el chico cayó sobre la arena como un muñeco roto. La sangre manaba a chorros de sus muñones y rodó para colocarlos debajo del cuerpo, para presionarlos en un intento desesperado de cortar la hemorragia. No gritó, pero de su boca hundida en la arena brotaban frenéticos resoplidos. Sus deportivas escarbaban el suelo.
La Bestia tragó una vez, dos, subiendo y bajando la nuez. Sonrió, casi avergonzado, y alzó un dedo, como pidiendo que le diesen un momento. Sus ojos se entrecerraron de placer.
—Mierda mierda… mierda mierda… mierda… —gimió alguien, con una voz aguda y desesperada. Era Anaïs.
—Bueno —dijo Martin Chatwin por fin, cuando pudo volver a hablar—. Quisiera ese botón, por favor.
Se quedaron contemplándolo alucinados.
—¿Por qué? —preguntó Eliot, aturdido—. ¿Qué eres?
Martin sacó un pañuelo y se limpió la comisura de la boca, manchada con la sangre de Penny.
—Soy lo que creísteis que era eso. —Señaló el cuerpo inmóvil de Ember—. Soy un dios.
Quentin sentía su pecho tan tenso, que sólo podía respirar a intervalos cortos e irregulares, aspirar y expirar, aspirar y expirar.
—Pero ¿para qué quieres el botón? —preguntó.
—Oh, para atar cabos sueltos, ¿no es obvio? Los botones es lo único que conozco que puede obligarme a volver a la Tierra. Los he encontrado casi todos, sólo me queda uno además del vuestro. El cielo sabrá de dónde los sacarían los conejos, aún no he conseguido descubrirlo.
»¿Sabéis que la primera vez que me escapé me persiguieron y me cazaron como a un animal? Mis hermanos, sí. Querían llevarme de vuelta a casa. ¡Como un animal, sí! —Su compostura se resquebrajó por un instante—. Después Ember y Umber fueron en mi busca para deportarme, pero ya era tarde, demasiado tarde. Era demasiado poderoso hasta para ellos.
»Esa puñetera guarra de la Relojera sigue intentándolo con esos malditos árbolesreloj que alteran el tiempo. Actualmente, sus raíces recorren medio puto mundo. Después de vosotros, le tocará el turno a ella. Tiene un botón, ¿sabéis? El último. Una vez que caiga en mi poder, no creo que tengan forma de librarse de mí.
Penny rodó sobre un costado. Su rostro, aunque más pálido que nunca y cubierto de arena, parecía sumido en un extraño éxtasis. Tenía los ojos cerrados, y presionaba sus muñones contra el pecho. La camiseta estaba empapada de sangre.
—¿Es muy malo, Q? —preguntó—. No pienso mirar. Dímelo. ¿Tan malo es?
—Te recuperarás, tío —mintió Quentin.
Martin no pudo contener una carcajada al oírlo, antes de seguir hablando.
—He vuelto a la Tierra un par de veces, claro, pero por mi cuenta. Una, para matar a ese mamón de Plover. —Arrugó su lisa frente un segundo, pensativo—. Se lo merecía. Eso y mucho más. Ojalá pudiera matarlo otra vez.
»Y también cuando vuestro profesor March falló un hechizo, sólo para controlar. Creí que en Brakebills planeaban algo, a veces tengo cierta percepción del futuro. Y parece que tenía razón, pero devoré al estudiante equivocado. —Se frotó las manos con ansiosa anticipación.
—En fin, todo eso es agua pasada. Dádmelo ya.
—¡Lo hemos vuelto a esconder! —aulló Alice—. Como hizo tu hermana Helen. Lo enterramos. Mátanos y nunca lo encontrarás.
Mi valiente Alice. Quentin la cogió de la mano, aunque las rodillas le temblaban de forma incontrolable.
—Oh, bien pensado, pequeña. ¿Prefieres que os arranque la cabeza uno a uno? Creo que, antes de que te toque el turno, me dirás dónde está.
—Espera, ¿por qué matarnos? —protestó Quentin—. Te daremos el botón, joder. ¡Basta con que nos dejes en paz!
—Ah, ojalá fuera tan fácil, Quentin. De verdad. Este sitio te cambia, ¿sabes? —Martin suspiró y agitó sus dedos extra. Sus manos parecían pálidas arañas—. Por eso los carneros no quieren que los humanos se queden demasiado tiempo. Y en estos momentos he ido demasiado lejos, le he cogido gusto a la carne humana. No te vayas a ninguna parte, William —añadió, apartando el retorcido cuerpo de Penny con la punta del zapato—. Los faunos no tienen el mismo sabor.
¿William? Debía de ser el verdadero nombre de Penny. Quentin no lo sabía.
—Además, no puedo consentir que andéis correteando por ahí e intentando derrocarme. Eso es traición. ¿Os habéis fijado que he dejado tullido a vuestro principal lanzador de hechizos? ¿Os habéis dado cuenta?
—Patético cabrón —masculló Quentin con calma—. Ni siquiera ha merecido la pena, ¿verdad? Eso es lo gracioso. Viniste aquí por la misma razón que nosotros, pero ¿estás satisfecho? No, ¿verdad? Ya lo has descubierto, ¿eh? No hay forma de esconderse de uno mismo. Ni siquiera en Fillory.
Martin gruñó y de un enorme salto cubrió los diez metros que lo separaban de Quentin. Éste quiso dar media vuelta y echar a correr, pero ya tenía al monstruo encima clavándole los dientes en el hombro, aferrándose a su pecho con los brazos. Las fauces de la Bestia eran como enormes pinzas hambrientas hundidas en su clavícula, que se dobló y crujió de forma nauseabunda.
La Bestia volvió a morder. Quentin emitió un gemido involuntario cuando el aire abandonó sus aplastados pulmones. Siempre había tenido miedo al dolor, pero ahora le preocupaba más la presión, esa presión increíble, insoportable, que no le permitía respirar. Por un instante creyó que podría recurrir a la magia, hacer algo inesperado y espectacular, como su primer día en Brakebills durante el Examen, pero no podía hablar para formular un hechizo. Intentó hundir los pulgares en los ojos de su enemigo o arrancarle las orejas, pero sólo consiguió tirar de su escaso pelo gris.
Los jadeos de Martin reverberaban en el oído de Quentin como los de un amante. Su aspecto seguía siendo básicamente humano, pero a esa distancia era puro animal, olfateando, gruñendo y apestando a almizcle. Las lágrimas brotaron de sus ojos. Esta vez sí se acababa todo, aquél era su gran final, devorado vivo por un Chatwin. Y todo por culpa de un botón. Resultaba hasta gracioso. Siempre creyó que sobreviviría, pero, claro, eso es lo que cree todo el mundo, ¿no? También creyó que todo sería diferente, muy diferente. ¿Cuál fue su primer error? ¿Importaba? ¡Había cometido tantos!
De pronto dejó de sentir la presión y empezaron a zumbarle los oídos. Allí estaba Alice, su Alice, sujetando con las manos el revólver negro azulado de Janet. Pálida, pero con pulso firme. Disparó dos veces más contra las costillas de Martin, que se volvió para mirarla. Una nueva bala reventó el pecho de la Bestia. Trozos pulverizados del traje y de la corbata flotaron unos segundos en el aire.
Quentin se revolvió como un pez primordial que aletease por un banco de arena, intentando respirar, escapar del peligro. Ahora sí sentía auténtico dolor. Arrastraba el brazo derecho, no tan firmemente sujeto al cuerpo como solía estarlo. Notó el sabor de la sangre en la boca, mientras Alice disparaba dos veces más.
Cuando creyó estar lo bastante lejos, se arriesgó a mirar hacia atrás. Su visión periférica se había vuelto gris y se iba cerrando en círculos, como en los últimos segundos de los dibujos animados del cerdo Porky. No obstante, aún podía ver a Alice y Martin Chatwin frente a frente, estudiándose a través de diez metros de arena. Alice se había quedado sin balas, así que le lanzó el arma a Janet.
—Bien, veamos qué más te enseñaron tus amigos —dijo con calma.
Su voz sonaba muy débil en la silenciosa cueva, pero no asustada. Martin la contempló con divertida curiosidad, inclinando la cabeza. ¿En qué pensaba esa chica? ¿De verdad pretendía enfrentarse a él? Transcurrieron diez largos segundos.
Cuando se arrojó sobre ella sin previo aviso, Alice estaba preparada. En una fracción de segundo pasó de estar inmóvil, en posición de firmes, a ser un borrón de movimiento. Quentin no supo cómo podía reaccionar tan deprisa, cuando él apenas era capaz de seguir los movimientos de Martin, pero antes de que la Bestia estuviera a medio camino, ella ya lo había alzado por los aires, atrapándolo en un férreo hechizo cinético. Lo arrojó contra el suelo tan fuerte que rebotó.
Se puso de pie casi de inmediato, alisándose el traje. Y volvió a atacarla sin preparación previa. Esta vez, se echó a un lado como un torero, y él pasó por su lado. Alice se movía como la Bestia, debía de haber acelerado su tiempo de reacción como hiciera Penny para coger la flecha. Quentin se incorporó con esfuerzo hasta casi conseguir sentarse, pero algo cedió en su pecho y se desplomó de espaldas.
—¿Te das cuenta? —dijo Alice dirigiéndose a Martin. En su voz se percibía una confianza creciente, como si intentara envalentonarse y descubriera que encima estaba disfrutando—. No lo viste venir, ¿verdad? Y todo eso sólo ha sido praxis flamenca, nada más. Todavía no he comenzado con el material oriental.
La Bestia partió una estalagmita por la base con un crujido seco y la lanzó contra Alice, pero la lanza de piedra estalló en el aire antes de alcanzarla. Los fragmentos zumbaron en todas direcciones. Quentin no era capaz de seguir todo lo que ocurría, pero no creyó que aquello fuera cosa de la chica; seguro que los demás la respaldaban. Eran como una falange con Alice como punta de lanza.
Quizás el pobre Penny podría haber seguido el ritmo de Alice; pero, en esos momentos, ella había alcanzado un nivel inimaginable. Él era un mago, pero ella era otra cosa, una auténtica adepta. No tenía ni idea de que estuviera tan por delante de él. En tiempos habría sentido envidia, pero ahora sólo sentía orgullo. Era su Alice. La arena se elevó siseando del suelo formando una mortaja, como un enjambre de abejas furiosas, y envolvió la cara de Martin, intentando entrar en su boca, en su nariz, en sus oídos. Él se retorció y agitó los brazos frenéticamente.
—Oh, Martin —dijo ella, con una sonrisa que resultaba casi malévola—. Eso es lo malo de los monstruos, que carecen de rigor teórico. Nadie te obligó a repasar los fundamentos de la magia, ¿verdad? Si lo hubieran hecho, no habrías picado…
Cegado como estaba, Martin se metió de cabeza en una bola de fuego al mejor estilo Penny que se había formado sobre él. Alice no esperó al resultado, no podía permitírselo. Sus labios se movían incesantemente, y sus manos no interrumpían sus movimientos fluidos y tranquilos, lanzando un hechizo tras otro. Era como si jugara una partida rápida de ajedrez, pero de alto riesgo. A la bola de fuego siguió una resplandeciente prisión esférica, y luego un granizo tóxico de proyectiles mágicos que debía haber sobrecargado para poder emitir toda una bandada de ellos. La arena que se alzaba del suelo se reunió y fundió en un golem de cristal sin rostro, que propinó a Martin dos puñetazos y un golpe circular antes de que éste lo hiciera añicos con un contragolpe. Pero ahora parecía desorientado. Su pálido rostro inglés tenía un ominoso rojo acalorado. Un peso colosal y abrumador pareció aposentarse sobre sus hombros, como una especie de yugo invisible que le hizo caer de rodillas.
Anaïs le lanzó un relámpago ocre que marcó una ensangrentada imagen en las retinas de Quentin, y Eliot, y Josh, y Janet, se cogieron de las manos para enviar una andanada de piedras que impactaron contra su espalda. La sala era una Babel de encantamientos, pero Martin no parecía notarlo. Sólo veía a Alice.
Saltó hacia ella desde su posición medio agazapada. Una especie de armadura fantasmal, que no se parecía a nada de lo que Quentin hubiera visto jamás, se materializó alrededor de Alice, plateada, translúcida y parpadeante, alternativamente visible e invisible. Los dedos de la Bestia resbalaron sobre ella. La armadura se complementaba con un arma en forma de vara que Alice hizo girar con una mano antes de clavarla en el vientre de su contrincante. Saltaron chispas incandescentes.
—¡La Armadura Espectral de Fergus! —gritó Alice, mirando al otro mortalmente seria y con los ojos enrojecidos—. Te ha gustado, ¿eh? Son principios muy básicos. ¡Temario de segundo curso! Pero nunca te molestaste en ir a clase, ¿verdad, Martin? ¡En Brakebills no habrías durado ni una hora!
A Quentin le resultaba intolerable verla luchar sola, y alzó la mejilla del suelo para intentar recitar un hechizo, el que fuera, aunque sólo sirviera de distracción, pero de sus labios no salían palabras y tenía los dedos dormidos. Frustrado, golpeó el suelo con las manos. Nunca la había querido tanto. Intentó enviarle su apoyo, su fuerza, aunque sabía que ella no podría sentirlos.
Alice y Martin lucharon salvajemente durante todo un minuto. El hechizo de la armadura debía de incluir conocimientos sobre artes marciales porque Alice movía la espada mágica en complicadas pautas, pasándosela de una mano a otra o empuñándola con ambas manos. En la empuñadura presentaba un pincho afilado con el que consiguió verter sangre. El sudor le pegaba el pelo a la frente, pero seguía sin perder la concentración. La armadura desapareció al cabo de otro minuto, al expirar el hechizo, pero hizo algo que congeló el aire alrededor de la Bestia, convirtiéndola en una momia de escarcha. La ropa se le cayó desmenuzada, dejándolo desnudo y blanco como la panza de un pez.
Pero para entonces había conseguido acercarse lo bastante como para sujetarla del brazo. Y de repente volvió a ser una chica pequeña y vulnerable.
Aunque no por mucho tiempo. Alice escupió una feroz secuencia de sílabas y se transformó en una leona con un mechón de pelo bajo la barbilla. Martin y ella cayeron al suelo rugiéndose, intentando clavarse mutuamente los dientes. Ella utilizó sus enormes cuartos traseros para arañar y destripar, bramando furiosa.
Janet daba vueltas en torno a ellos con el revólver intentando recargarlo, pero sus manos temblaban tanto que le resultaba imposible. Además, tampoco tenía un blanco al que apuntar, estaban demasiado juntos. En un momento, la Bestia estaba envuelta por los anillos de una enorme anaconda moteada; y al siguiente, Alice era un águila, y después un enorme oso manchado, y más tarde un aterrador escorpión del tamaño de un hombre, clavando su aguijón venenoso del tamaño de un gancho de grúa en la espalda de Martin Chatwin. Unas luces chisporroteaban y fulguraban a su alrededor, mientras sus cuerpos se alzaban del suelo. La Bestia logró colocarse sobre Alice, pero ésta se expandió de forma monstruosa, convirtiéndose en un esbelto y sinuoso dragón blanco que se posó sobre él, golpeando la arena con sus enormes alas. Y la Bestia creció con ella, de forma que acabó enfrentándose a un gigante. El dragón-Alice lo aferró con sus garras y le vomitó a la cara un torrente de fuego azul que parecía salido de la tobera de un cohete espacial.
Durante un segundo, Martin se retorció en las garras de Alice. No quedaba rastro de sus cejas y tenía el rostro cómicamente ennegrecido. Quentin pudo oír cómo el dragón jadeaba roncamente. La Bestia se estremeció y permaneció inmóvil por un instante. Entonces, pareció recuperarse y golpeó una vez a Alice con fuerza en pleno rostro.
Ella volvió a ser humana instantáneamente, le sangraba la nariz. Martin rodó a un lado y se puso en pie. Pese a estar desnudo, sacó un pañuelo de alguna parte y lo usó para limpiarse parte del hollín de la cara.
—¡Maldición! —gritó Quentin trabajosamente—. ¡Que alguien haga algo! ¡Ayudadla!
Janet consiguió meter una última bala en su pistola y disparó. La bala rebotó en la cabeza de Martin Chatwin sin alterarle el peinado.
—¡Que te jodan! —gritó.
Martin dio un paso hacia Alice. No. Esto tenía que acabar.
—¡Eh, gilipollas! —consiguió decir Quentin—. Se te ha olvidado algo.
Escupió sangre y utilizó su mejor acento cubano sin dejar de reír histéricamente.
—¡Saluda a mi amiguito!
Quentin susurró la palabra que Fogg le enseñara la noche de la graduación. La había analizado letra por letra un centenar de veces, y ahora, al pronunciar la última sílaba, sintió que algo grande y duro forcejeaba bajo su camiseta, arañando la piel de su espalda.
Alzó la vista y descubrió que su cacodemonio tenía unas gafas redondas enganchadas a las puntiagudas orejas. ¿Qué coño…? ¿Su cacodemonio necesitaba gafas? ¡Oh, mierda! La criatura se alzó sobre él, inseguro, pensativo. No sabía a quién enfrentarse.
—Al tío desnudo —ordenó Quentin con un suspiro ronco—. ¡Vamos! ¡Salva a la chica!
El demonio se detuvo a tres metros de su presa y fintó a la izquierda, como si fuera a enfrentarse cara a cara con Martin, antes de encogerse y saltar hacia su cara. Martin lo frenó en pleno salto, alzando una mano con gesto cansino, como queriendo expresar lo injustas que eran todas aquellas molestias que le estaban causando. El demonio intentó atacar sus dedos, pero Martin empezó a metérselo lentamente en la boca por los pies, como una salamanquesa devorando a una araña, mientras el demonio le tiraba del pelo e intentaba sacarle los ojos.
Quentin le hizo a Alice señas frenéticas de que huyera —quizá si todos se desplegaban…—, pero ella no lo miraba. Se humedeció los labios y se puso de pie, echándose el pelo hacia atrás con las manos.
Algo había cambiado en su expresión, como si hubiese tomado una decisión. Movió las manos y empezó a susurrar, iniciando los preliminares de un hechizo muy avanzado. Tanto Martin como el cacodemonio se paralizaron un segundo como respuesta a las palabras de la chica. Martin reaccionó antes y aprovechó la oportunidad para partirle el cuello al demonio, antes de tragarse el resto de su cuerpo.
—¿Así que te consideras el mayor monstruo de esta sala? —preguntó Alice.
—No —dijo Janet, pero Alice no se detuvo. Estaba intentando algo que todos parecían entender menos Quentin.
—¡No, no, no! —dijo Eliot furioso—. ¡Espera!
—Ni siquiera eres un mago, ¿verdad, Martin? No eres más que un crío, sólo eso, nada más. Y es todo lo que llegarás a ser. —Contuvo un sollozo—. Lo siento.
Cerró los ojos y siguió recitando el conjuro. Quentin pudo ver todo lo que afloraba al rostro de Alice: todo lo que habían compartido, todo el daño que se habían hecho, todo lo que habían superado. Estaba mostrando todo eso. Era un gran hechizo, Renacimiento. Magia muy académica. Grandes energías. No se le ocurría de qué podría servir, pero un momento después se dio cuenta de que la cuestión no estaba en el hechizo, sino en los efectos colaterales.
Intentó arrastrarse hacia ella, acercarse más, sin importarle si eso le mataba.
—¡No! —gritó—. ¡No!
El fuego azul nació en las yemas de los dedos de Alice, y empezó a propagarse de forma inexorable por manos y muñecas, iluminándole el rostro. Ella volvió a abrir los ojos. Lo contempló fascinada.
—Estoy ardiendo —dijo, con un tono normal, tranquilo—. No creí que… Estoy ardiendo. —Entonces, lanzó un aullido que tanto podía ser de agonía como de éxtasis—. ¡Estoy ardiendo! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Quentin, estoy ardiendo! ¡Me quema!
Martin interrumpió su lento avance para ver cómo Alice se convertía en un niffin. Quentin no podía ver su expresión. La chica retrocedió un paso y se sentó en el suelo, sin dejar de contemplarse los brazos. Los tenía envueltos en fuego azul hasta el hombro. Eran como dos bengalas. Su carne no se consumía pero, extrañamente, era reemplazada por el fuego que la devoraba. Dejó de hablar, limitándose a gemir en una nota más aguda y sonora. Por fin, cuando el fuego azul ascendía ya por su cuello, echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca, pero no emitió sonido alguno.
El fuego dejó a una nueva Alice, más pequeña y hecha de algo que parecía cristal azul brillante, candente, como si acabase de salir del horno. El proceso inundó la caverna de aquella luz azulada. Alice dejó de tocar el suelo, incluso antes de que la transformación se completara. Ahora era fuego puro, y su rostro tenía esa locura especial que pertenece a las cosas que no están ni vivas ni muertas. Flotó con la misma facilidad con que antes flotaba en una piscina.
El espíritu que había reemplazado a Alice, el niffin, los miró de forma neutral con sus ojos de zafiro, vacíos y enloquecidos. Pese a todo su poder, parecía delicado, como soplado en cristal de Murano. Desde su posición, Quentin contempló la escena con un distanciado interés académico a través de una niebla de agonía. Su capacidad para el miedo, el amor, la pena o lo que fuera aparte del dolor, había desaparecido junto a su visión periférica.
Aquello ya no era Alice sino un ángel destructor y justo, azul y desnudo, con una expresión de incontenible hilaridad en el rostro.
Quentin contuvo el aliento. Por un instante, Alice flotó sobre la Bestia que, presintiendo que las tornas se habían vuelto, retrocedió un paso antes de echar a correr con una velocidad cegadora. Pero resultó demasiado lento. El ángel lo cogió por los pocos cabellos que le quedaban, apoyó la otra mano en el hombro y le arrancó la cabeza con un sonido seco y crujiente.
Todo era demasiado agotador para seguir contemplándolo. Quentin se aferraba a ello como una señal de radio que se desvanece, pero le costaba mucho mantener la recepción clara. Al final, rodó lánguidamente sobre su espalda.
Su mente se había convertido en una torpe parodia de sí misma, estirada como un chicle y traslúcida como el celofán. Había sucedido algo indescriptible, algo que no conseguía entender. De algún modo, el mundo, tal y como lo conocía, había dejado de existir. Se las arregló para encontrar un pedazo de suelo arenoso razonablemente cómodo en el que recostarse. Qué atento había sido Martin llevándolos hasta una sala donde la arena era tan deliciosamente fina y fresca. Una pena que esa límpida arena blanca estuviera completamente empapada de sangre, suya y de Penny. Se preguntó si Penny seguiría con vida, si le sería posible desmayarse, por favor. Quería dormirse, no despertar nunca.
Oyó el roce de un zapato de cuero, y Eliot se interpuso entre la imagen del techo que tenía justo encima y él.
La voz de Ember le llegó desde algún ambiguo lugar del espacio y del tiempo. «Sigue con vida —pensó—. Es duro el cabronazo». Quizá sólo fuese su imaginación.
—Has ganado —dijo el carnero desde las sombras—. Coge tu premio, héroe.
Eliot cogió la corona dorada de Rey Supremo de Fillory, y con un grito inarticulado, la arrojó a la oscuridad como si de un disco se tratara.
Se había roto el último sueño. Quentin se desmayó o murió, no sabía bien cuál de las dos cosas.