La Tumba de Ember

La colina era suave y verde. En su base se abría una entrada, con dos postes a los lados y un montante: dos enormes losas de piedra puestas en pie, con una tercera colocada sobre ellas. Más allá de eso, pura oscuridad. A Quentin le recordó una boca de metro.

Alboreaba, y la puerta estaba situada en la ladera occidental, por lo que la sombra de la colina caía sobre ellos. La hierba aparecía escarchada por el pálido rocío y no se oía sonido alguno. La forma de la colina era la de una ola de un verde esmeralda puro, recortándose contra el cielo que se iluminaba poco a poco. Lo que fuera a pasar, pasaría allí.

Sintiéndose abatidos y sucios, detuvieron la marcha y se agruparon a cien metros de distancia para infundirse valor. La mañana era fresca, por lo que Quentin se frotó las manos e intentó un hechizo calorífico, pero sólo consiguió sentirse febril y con ligeras náuseas. No parecía congeniar con las Circunstancias de Fillory. La noche anterior había dormido profundamente, y el peso del cansancio lo había sumido en vívidos sueños de reinos oscuros y primigenios, azotados por rugientes vientos, y de pequeñas bestias peludas, mamíferos primitivos que se ocultaban temerosos en la alta hierba. Deseó poder quedarse allí fuera un poco más y contemplar cómo la rosada luz iluminaba las gotas de rocío. Todos llevaban un pesado cuchillo de caza, que en la Tierra les había parecido necesario, y que ahora resultaba patéticamente inadecuado.

La forma de la colina despertaba algo en lo más profundo de su memoria. Pensó en la que veían en el espejo encantado de aquel mohoso almacén de Brakebills, donde Alice, Penny y él estudiaran juntos tanto tiempo atrás. Parecía la misma colina, pero también mil colinas más. Sólo era una colina.

—Quisiera aclarar una cosa —dijo Eliot, dirigiéndose a Dint y a Fen—. Se llama la Tumba de Ember, pero Ember no está enterrado aquí. Y no está muerto.

Parecía tan relajado y despreocupado como solía estarlo en Brakebills. Ponía los puntos sobre las íes y aclaraba los detalles, tal como habría resuelto indolentemente un problema que le planteara Bigby o decodificado la apretada letra de una etiqueta de vino. Tenía el control. Cuanto más se adentraban en Fillory, más inseguro se sentía Quentin, todo lo contrario de Eliot, que parecía más tranquilo y seguro de sí mismo. Lo que Quentin creyó que le pasaría a él, y no le estaba pasando.

—Cada época le da a este lugar un uso particular —explicó Fen—. Una mina, una fortaleza, una casa del tesoro, una prisión, una tumba… Algunos cavan y profundizan más, otros tapian las partes que no necesitan o que desean olvidar. Es una de las Ruinas Profundas.

—¿Así que ya has estado aquí? —preguntó Anaïs—. Dentro, quiero decir.

Fen negó con la cabeza.

—Aquí, no. En cien lugares similares.

—Pero la corona está aquí, ¿no? ¿Cómo acabó aquí?

Quentin se había preguntado lo mismo. Si la corona perteneció a Martin, quizá vino a esta colina cuando desapareció, quizá murió aquí.

—La corona está ahí —aseguró Dint—. Entraremos y la cogeremos. Basta de preguntas. —Hizo girar su capa, impaciente.

Alice se encontraba muy cerca de Quentin. Parecía pequeña, callada y frágil.

—Quentin, no quiero entrar —susurró, sin mirarlo.

Durante toda la semana anterior, Quentin dedicó horas y más horas a fantasear sobre lo que le diría a Alice en caso de que alguna vez volviera a dirigirle la palabra. Pero todos los discursos cuidadosamente preparados desaparecieron ante el sonido de su voz. No, no haría un discurso. Era mucho más sencillo enfadarse, enfadarse lo hacía sentirse más fuerte. Aunque, y esa contradicción no contribuía a disminuir su rabia, sólo se enfadaba porque sabía que su posición era muy débil.

—Entonces, regresa a casa —dijo por toda respuesta.

Tampoco era lo adecuado. Pero ya era demasiado tarde, porque alguien corría hacia ellos.

* * *

Lo extraño fue que la entrada a la tumba seguía estando a cien metros de ellos y Quentin pudo ver, durante todo un minuto por lo menos, que dos de las criaturas cubrían esa distancia, corriendo por la húmeda hierba como si hicieran una carrera matutina. Resultaba casi gracioso. No eran humanas y tampoco parecían pertenecer a una misma especie, pero las dos eran muy monas. Una galopaba en cuclillas, y parecía una liebre gigante cubierta de un pelo marrón grisáceo, de metro y medio de alto, y más o menos lo mismo de ancho, y saltaba hacia ellos con decisión. La otra parecía más bien un hurón… ¿O era un suricato? ¿Una comadreja, quizá? Quentin perdió el tiempo pensando a qué animal peludo se parecía más. Fuera cual fuese corría erecto y era alto, medía casi dos metros, la mayoría pertenecía a un torso alargado y sedoso. El rostro carecía de barbilla, pero mostraba unos prominentes dientes delanteros.

La extraña pareja cargó contra ellos en silencio, sin gritos de combate ni banda sonora que rompiera el silencio de la mañana. Al principio creyeron que corrían a recibirlos, pero el conejo enarbolaba dos espadas cortas en las garras anteriores, manteniéndolas firmemente ante él mientras corría, y el hurón sujetaba una pica.

La distancia que los separaba se redujo a cincuenta metros. El grupo de Brakebills retrocedió involuntariamente, como si los recién llegados emitieran un campo de fuerza invisible. Bien, ya estaba: habían llegado al límite de todo lo concebible. Algo iba a ceder. Algo tenía que ceder. Dint y Fen no se movían, y Quentin se dio cuenta de que allí no habría conversaciones ni sorteos tipo piedra-papeltijera. Aquel encuentro se resolvería a espadazos. Había creído estar preparado, pero no lo estaba. Alguien tenía que detenerlos. Las chicas se agarraban unas a otras como azotadas por un fuerte viento, incluso Alice y Janet.

«Oh, Dios mío —pensó Quentin—. Está pasando de verdad, está pasando de verdad».

El hurón llegó primero. Frenó en seco, jadeante. Sus enormes ojos pestañearon a medida que balanceaba suavemente la pica, trazando un ocho en el aire. Su bufido llenó el aire.

—¡Eh! —gritó Fen.

—¡Ja! —respondió Dint.

Se situaron uno al lado del otro, como si se dispusieran a levantar algo pesado. Dint dio un paso atrás, cediendo la primera sangre.

—Cristo —se oyó decir a Quentin—. Cristo, Cristo, Cristo. —No estaba preparado para eso. Eso no era magia, era todo lo contrario a la magia. Su mundo se estaba desmoronando.

El hurón fintó y atacó al rostro de Fen. Los dos extremos de la pica brillaron con un ominoso color anaranjado, como la punta de un cigarrillo. Alguien gritó.

Uno de los extremos de la pica salió proyectado hacia delante y Fen tuvo que esquivarlo. Se inclinó hacia delante y giró de forma fluida para convertir elegante, casi perezosamente, el giro en una patada circular. Parecía moverse con lentitud, pero su pie golpeó la débil barbilla del hurón con fuerza suficiente como para que su cabeza diese la vuelta noventa grados.

El hurón sonrió, mientras la sangre manchaba sus grandes dientes, pero todavía le esperaban más malas noticias. Fen no había dejado de girar, y su siguiente patada impactó con dureza en el lateral de su rodilla. Ésta cedió, doblándose como no debería. El hurón se tambaleó y repitió el golpe contra la cara de Fen, que detuvo la chisporroteante pica con las manos desnudas y un ruido que resonó como el disparo de un rifle. Entonces, abandonó la elegancia de las artes marciales para forcejear salvaje y aparatosamente con el hurón por el dominio de la pica.

Permanecieron inmóviles por un segundo sujetando la pica, vibrando por la tensión mientras el hurón, con una lentitud agónica, casi cómica, alargaba el cuello para intentar morder el cuello de la mujer con sus grandes incisivos de roedor. Pero ella era más fuerte y, lentamente, le obligó a bajar la pica hasta quedar a la altura de su barbilla, justo donde debía tener la nuez, sin dejar de golpear repetidamente con el pie derecho la rodilla herida, una y otra vez. El animal jadeó y se apartó, retorciéndose de dolor.

Cuando Quentin creía que no podría seguir contemplando la pelea, el hurón cometió su último error. Apartó un instante la zarpa de la pica para buscar el cuchillo que llevaba envainado en el muslo. Fen aprovechó la ventaja para arrojarlo con dureza contra la hierba, dejándolo sin aire.

—¡Ja! —ladró ella, y lo golpeó dos veces con fuerza en el cuello. A eso le siguió un largo gorgoteo, el primer sonido que Quentin le oía proferir.

Fen se puso en pie de un salto con el rostro rojo bajo su corta melena rubia, claramente acalorada. Recogió la pica, respiró hondo y la partió en dos sobre su rodilla. Arrojó los pedazos a un lado, se agachó y le gritó al hurón a la cara:

—¡Jaaa!

Los extremos rotos de la pica escupieron unas cuantas chispas anaranjadas sobre la hierba. Habían pasado sesenta segundos, puede que menos.

—Cristo, Cristo, Cristo —repitió Quentin.

Alguien vomitaba en la hierba. No se le había ocurrido intentar ayudarla ni una sola vez. No estaba preparado para eso. No había ido hasta allí para eso.

Entretanto, el otro asesino, el conejo musculoso, ni siquiera había conseguido llegar hasta ellos. Dint le había hecho algo al terreno, o quizás a su sentido del equilibrio, porque no conseguía mantenerse en pie. Resbalaba impotente como si la hierba fuera hielo. Fen, dejándose llevar, saltó hacia él pasando por encima del cuerpo del hurón, pero Dint la detuvo con un gesto.

Se volvió hacia el grupo de Brakebills.

—¿Alguno de vosotros quiere encargarse de él? ¿Tal vez con arco y flechas? —Quentin no supo decir si el aventurero estaba molesto porque no lo habían ayudado o si sólo estaba siendo educado al ofrecerles participar de la acción—. ¿Alguien?

Nadie contestó. Lo miraron como si hablara en alguna jerigonza incomprensible. Cada vez que la musculosa liebre intentaba levantarse, sus patas se veían incapaces de sostenerla. Aullaba y lloriqueaba, incluso lanzó un grito gutural al arrojarles una de sus espadas, pero volvió a resbalar y la espada quedó corta y desviada.

Dint esperó una respuesta del grupo, pero terminó apartando la mirada disgustado. Dio un golpecito a su varita con el dedo índice, como si le quitara la ceniza a un cigarrillo, y un hueso del muslo de la liebre emitió un chasquido audible. Su grito terminó en falsete.

—¡Espera! —Era Anaïs, abriéndose paso entre los demás, pasando junto a una Janet que parecía de cera—. Espera. Deja que lo intente yo.

A Quentin le resultó incomprensible que Anaïs pudiera siquiera caminar o hablar en ese momento. Inició un hechizo, pero tartamudeó confusa un par de veces y tuvo que volver a empezar. Dint esperaba, visiblemente impaciente. Al tercer intento consiguió completar un hechizo adormecedor que le enseñara Penny. Los gruñidos del conejo cesaron, y se derrumbó de costado sobre la hierba; de pronto parecía alarmantemente encantador. El hurón seguía jadeando, mirando al cielo con ojos abiertos mientras una espuma roja le brotaba de la boca, pero nadie le prestaba atención. Nada se movía por debajo de su cuello.

Anaïs se agachó y cogió la espada corta que les había arrojado la liebre.

—Ya está —le dijo orgullosa a Dint—. Ahora podemos matarlo sin problemas. —Feliz, sopesó la espada en su mano.

* * *

Cuando era adolescente en Brooklyn, Quentin se imaginaba a menudo entablando combates marciales. Pero tras lo ocurrido frente a la Tumba de Ember supo, de forma fría e inmutable, que haría todo lo necesario, sacrificaría lo que fuera y a quien fuera, para no verse expuesto nuevamente a la violencia física. Ni siquiera se avergonzó por ello, ni se le pasó por la cabeza, y abrazó su nueva identidad de cobarde; correría en dirección contraria, se tiraría al suelo, lloraría, se taparía la cabeza con las manos o se haría el muerto. Le daba igual lo que tuviera que hacer, porque lo haría. Y lo haría contento.

Cruzaron la puerta de la tumba tras Dint y Fen, y entraron en la colina.

«Por cierto, ¿qué clase de nombres de retrasados son ésos? ¿Dint y Fen?», pensó Quentin, todavía aturdido. Apenas se fijó en lo que lo rodeaba. El pasillo cuadrado de paredes de piedra se abrió a una enorme cámara abierta, casi tan grande como la colina que la contenía, que debía de ser prácticamente hueca. Una luz tintada de verde se filtraba a través de una abertura circular en la cúspide de la sala, y el aire estaba impregnado de polvo de piedra. En el centro de la sala se veían los restos de un enorme modelo mecánico del sistema solar realizado en bronce, con los esqueléticos brazos desprovistos de planetas. Era como un árbol de Navidad roto y desfoliado, cuyas esferas destrozadas yacían alrededor de su base como adornos caídos.

Nadie se fijó en un enorme lagarto verde —más de tres metros—, inmóvil hasta entonces en medio de restos de mesas y bancos rotos, hasta que se movió y reptó hacia las sombras, arañando el sueño de piedra con sus garras. El horror resultó casi placentero: barrió de su mente a Alice, a Janet y a todo lo demás excepto el horror mismo, como un limpiador potente y abrasivo a la vez.

Vagaron de habitación en habitación, todas vacías, levantando ecos en los pasillos de piedra. El trazado de aquella especie de laberinto era más que caótico. Los estilos de albañilería cambiaban de aspecto y pauta cada veinte minutos, indicando los cambios de las nuevas generaciones de albañiles. Se turnaron para lanzar hechizos lumínicos sobre cuchillos, manos y otras partes más inapropiadas del cuerpo en un intento por romper la tensión.

Tras haber probado sangre, Anaïs seguía ahora a Dint y Fen como un cachorrito, lamiendo cualquier comentario sobre combate cuerpo a cuerpo que pudiera sacarles.

—Nunca tuvieron ninguna oportunidad —dijo Fen con desinterés profesional—. Ni aunque Dint no se hubiera ocupado del segundo, ni siquiera si hubiera estado yo sola. La pica no es un buen arma para un ataque conjunto, requiere demasiado espacio. Una vez atacas con ella, los extremos se mueven a izquierda y derecha, arriba y abajo, y no puedes preocuparte por tu amigo. Sólo tienes que enfrentarte a ellos uno por uno, y después sigues adelante.

—Tendrían que haber esperado a que llegáramos a la gran sala y entonces atacarnos por sorpresa —añadió Dint.

Anaïs asintió, evidentemente fascinada.

—¿Y por qué no lo hicieron? —preguntó—. ¿Por qué vinieron a por nosotros?

—No lo sé —confesó Fen, frunciendo el ceño—. Quizá por una cuestión de honor, o pudo ser un farol, creyendo que huiríamos. Quizás estaban bajo la influencia de un hechizo y no pudieron evitarlo.

—¿Teníamos que matarlos? —saltó Quentin—. No podríamos haberlos… no sé…

—¿Qué? —replicó Anaïs con tono de burla—. ¿Haberlos cogido prisioneros? ¿Haberlos rehabilitado?

—No lo sé —repuso Quentin, descorazonado. No era así como esperaba que salieran las cosas—. Podríamos haberlos… ¿atado, quizá? Mira, creo que no tenía muy claro cómo sería esto en realidad, que tendríamos que matar gente.

Eso le hizo pensar en el día que apareció la Bestia. Tuvo la misma sensación insondable de que lo sucedido ya no tenía remedio, como si se hubiera roto la cuerda que los sostenía y estuvieran en caída libre.

—No eran gente —protestó Anaïs—. No eran gente. Además, ellos intentaron matarnos primero.

—Estamos entrando en su casa.

—La gloria tiene un precio —sentenció Penny—. ¿O no lo sabías antes de buscarla?

—Pues ellos han pagado el precio por nosotros, ¿no?

Para sorpresa de Quentin, también Eliot se puso en su contra.

—¿Qué pasa? ¿Ahora te echas atrás? ¿Precisamente tú? —Eliot dejó escapar una risa amarga—. Necesitas esto casi tanto como yo.

—¡No me estoy echando atrás! ¡Sólo estoy hablando!

Quentin tuvo tiempo de preguntarse por qué necesitaría Eliot «esto» tanto como él, antes de que Anaïs los hiciera callar.

—Oh, Dios. Por favor, ¿podemos no pelearnos? —Agitó su rizada cabeza con desagrado—. ¿Podemos no pelearnos?

* * *

Cuatro horas, tres tramos de escaleras, y kilómetro y medio de pasillos vacíos más tarde, Quentin estaba examinando una puerta cuando se abrió de pronto, con fuerza, golpeándolo en la cara. Retrocedió un paso, llevándose la mano al labio superior. Medio aturdido, se preocupaba más por si le sangraba la nariz, que por cómo se había abierto la puerta de golpe o quién lo había hecho. Se llevó el dorso de la mano al labio, lo palpó, volvió a levantar la mano y volvió a palparlo. Sí, estaba sangrando.

Un ser élfico asomó un delgado y enfurecido rostro por la abertura y lo miró. Por puro reflejo, Quentin cerró la puerta de una patada.

Decidió avisar a los demás, ocupados en ese momento examinando una habitación amplia de techo bajo, con un lavamanos seco en el centro. Una planta trepadora, una especie de hiedra, había crecido desde el cuenco, extendiéndose por la mitad de las paredes antes de morir. Allí, la luz del sol no era más que un recuerdo de muchos meses atrás. Quentin veía puntos luminosos aunque cerrase los ojos, y sentía la nariz como un pegote fundido de algo que latía por su cuenta.

La puerta volvió a abrirse con lentitud melodramática, revelando a un hombrecillo menudo de rasgos puntiagudos, vestido con una armadura de cuero negro. No parecía especialmente sorprendido de ver a Quentin. El hombre, elfo o lo que fuera, sacó un estoque del cinto y adoptó una postura formal de esgrima. Quentin retrocedió, con los dientes rechinando de miedo y resignación. Fillory había vomitado otro integrante de su zoo maligno.

Puede que la fatiga embotara el filo de su miedo, pero, casi sin darse cuenta, empezó a recitar el hechizo del proyectil mágico de Penny. Lo había practicado en Nueva York, y ahora intentó lanzarlo mientras retrocedía porque el elfo negro, como lo había bautizado mentalmente, avanzaba hacia él desplazándose en la misma posición de tirador, con la mano libre levantada y la muñeca floja. El terror y el dolor físico habían agudizado y simplificado el universo moral de Quentin, así que lanzó los dardos mágicos contra el pecho de su adversario.

El elfo negro tosió y cayó al suelo de culo. Parecía desmayado. Su rostro quedó a una altura ideal para recibir una patada de kungfu, así que Quentin, en lo que le pareció un acto de valentía suprema, le pateó salvajemente en la cara. El estoque repiqueteó al chocar contra la piedra.

—¡Aaah! —gritó Quentin.

Sucedió lo mismo que durante su pelea con Penny, cuando el miedo lo abandonó. ¿Era eso lo que llamaban la furia del combate? ¿Iba a convertirse en un exterminador como Fen? Lo único que sabía era que dejar de estar asustado le sentaba de maravilla.

Nadie más se había dado cuenta de lo que pasaba hasta su grito. Ahora, la escena cambió y se tornó una pesadilla. Otros cuatro elfos negros entraron en la sala enarbolando diversas armas, seguidos por dos hombres con piernas de cabra y dos aterradores abejorros gigantes del tamaño de pelotas de baloncesto. También apareció algo carnoso y sin cabeza que se arrastraba sobre cuatro patas, y una figura delgada y silenciosa compuesta de niebla blanca.

Con los dos grupos en sus respectivos lados de la sala, dio inicio un combate de miradas. La situación le recordaba a Quentin el principio de un partido de balón prisionero. Todo el cuerpo le ardía, ansiaba volver a utilizar el hechizo de los proyectiles. Había pasado de sentirse frágil, vulnerable y cobarde, a poderoso, supercargado y protegido por una armadura. Los dos mercenarios susurraban entre sí y señalaban, eligiendo objetivos.

Fen cogió un guijarro y lo lanzó suave, lateralmente, contra uno de los faunos (¿ahora había faunos malos?), que dejó que rebotara inofensivamente contra un escudo redondo de cuero sujeto a su antebrazo. Parecía enfadado.

—El problema es el grimling —oyó que le decía Fen a Dint.

—Sí, pero déjame el pangborn. Tengo algo para él.

Dint sacó una varilla de la capa y pareció escribir con ella en el aire. Después, se acercó la punta a los labios y dijo dos palabras, como si le hablara a un micrófono. Cuando señaló con ella a uno de los faunos, como un director de orquesta orientando a un solista, el hombre con patas de cabra estalló en llamas.

Era como si estuviera hecho de magnesio empapado en gasolina y sólo hubiera esperado una chispa para prenderse fuego. Ardían todos y cada uno de los centímetros de su cuerpo. Dio un paso atrás, se giró hacia el otro hombrecabra como si fuera a decirle algo, pero se desplomó y Quentin no pudo seguir mirando. Cuando estalló el infierno, intentó aferrarse a la exultante sed de sangre que sintiera momentos antes con tanta claridad, aventarla para que volviera a la vida, pero la había perdido.

Fen disfrutaba, era evidente que se había entrenado para esto. Quentin no se había dado cuenta antes, pero también utilizaba algo de magia cuando combatía; su inc aga era una técnica híbrida, un arte marcial completamente integrado con un estilo de hechizos muy especializado. Movía los labios, y estallaban fogonazos blancos allí donde impactaban sus patadas y puñetazos. Mientras tanto, Dint se dirigió hacia la figura fantasmal y neblinosa, musitando algo inaudible que hizo que ésta se agitara y dispersara ante una galerna inaudible e invisible.

Quentin hizo un inventario rápido de sus compañeros. Eliot mostró su utilidad lanzando un hechizo cinético contra el segundo fauno y clavándolo firmemente al techo. Anaïs había sacado la espada corta, que ahora brillaba como la luna gracias a un hechizo filoso, y buscaba impaciente alguien en quien clavarla. Janet se abrazaba a sí misma pegada a la pared, con el rostro húmedo y brillante por las lágrimas, y los ojos en blanco. Se había desmayado.

Pasaban demasiadas cosas a la vez. El estómago le dio un vuelco cuando se dio cuenta de que un elfo había elegido a Alice como objetivo y avanzaba en su dirección a través del lavamanos, haciendo girar un largo cuchillo —¿se llamaban puñales?— en cada mano. Su rostro dejaba muy claro que había olvidado todos los hechizos aprendidos. Se dejó caer sobre una rodilla y se encogió, cruzando las manos en la nuca. Nadie en toda la historia de los conflictos del mundo habría parecido más indefenso.

Sólo tuvo tiempo para sentir cómo toda la ternura que una vez sintió por ella brotaba infinitamente concentrada en un instante y de sorprenderse porque siguiera allí, fresca e intacta bajo su antiestética y chamuscada capa de rabia, antes de ver cómo se rompía la blusa de Alice, y un pequeño y correoso bípedo se abría paso con sus garras por la piel de su espalda. Era un truco de fiesta, una corista saliendo de una tarta. Alice había liberado su cacodemonio.

No había duda de que aquel ser era el más feliz de la sala. Ansiaba participar en aquella fiesta y comenzó por el elfo. Saltó sobre los dedos de los pies, como un tenista profesional disponiéndose a devolver un servicio, con un triple punto de partido a su favor. Resultó evidente que su salto era mucho más rápido de lo que se esperaba su contrincante. Un instante después estaba fuera del alcance de los puñales y aferraba los brazos superiores del elfo, enterrando su horrendo rostro en el suave hueco de su cuello. El elfo boqueó desesperado y atacó fútilmente la impenetrable espalda del demonio con sus cuchillos. Quentin volvió a recordarse por centésima vez que no debía subestimar a Alice.

Y de pronto, todo acabó. Ya no tenían contrincantes. Los elfos y los abejorros habían caído, y la sala estaba llena de un humo ácido procedente del fauno quemado. Fen era responsable del mayor número de bajas y ya estaba realizando un ritual poscombate para calmarse, retrocediendo por encima de los enemigos ejecutados durante la breve batalla y susurrando sus nombres. Penny estaba lanzando un hechizo al sátiro que Eliot había pegado al techo, mientras Anaïs aguardaba, impaciente por administrar el golpe de gracia. Quentin se fijó, con la más mezquina de las irritaciones, que aquel sátiro no llevaba escudo, lo que significaba que Dint había quemado al otro y que no podría reclamar el botín. Tenía un bigote de sangre seca por la hemorragia de su nariz.

No había estado tan mal, se dijo a sí mismo. No era tanta pesadilla como pensara. Se arriesgó a lanzar un estremecedor suspiro de alivio. ¿Eso era todo? ¿Habían acabado con todo?

Janet había conseguido recuperarse de su parálisis y estaba ocupada con algo. A diferencia de todo lo que habían visto, la criatura carnosa y sin cabeza que se movía sobre cuatro patas ni era humanoide ni estaba relacionada con ninguna fauna terrestre. Era radialmente simétrica, como una estrella de mar, sin cara o espalda definidas, y ahora permanecía en un rincón, dando repentinos saltitos asustados en direcciones inesperadas. Tenía una gran gema facetada incrustada en la espalda. ¿Puramente decorativa o era su ojo? ¿Su cerebro, quizá?

—¡Eh! —exclamó Fen, chasqueando los dedos en dirección a Janet—. ¡Eh! —Era evidente que había olvidado el nombre de Janet—. Deja eso. Déjanos el grimling a nosotros.

Janet la ignoró y siguió avanzando con cuidado hacia él. Quentin deseó que no lo hiciera. Su estado emocional no era adecuado para echar mano de la magia.

—¡Janet! —gritó.

—Mierda —dijo Dint con claridad.

Era un «mierda» profesional, porque le tocaría limpiar el resultado. Sacó la varita de donde fuese que la tuviera.

Antes de que pudiese actuar, Janet se llevó la mano a la espalda y sacó algo pequeño pero pesado. Lo cogió con ambas manos, hizo un pequeño ajuste y disparó cinco balas contra la criatura. El sonido en aquella sala de techo bajo fue atronador. Uno de los disparos incluso arrancó chispas de la joya del grimling. Se desplomó en el suelo, temblando y desinflándose como un globo en un desfile, siempre inexpresivo, emitiendo tan sólo un silbido agudo y urgente. Al quinto disparo ya estaba clara y definitivamente muerto.

Nada ni nadie se movió en la sala, cuando Janet se dio media vuelta. Las lágrimas que derramara antes estaban secas.

Clavó desafiante la mirada en todos los demás.

—¿Qué coño estáis mirando? —dijo.

* * *

A medida que avanzaron el frío se hizo más intenso. Cuando alcanzaron los seis pisos de profundidad, Quentin tiritaba dentro de su grueso jersey y pensaba nostálgicamente en las cálidas y acolchadas parkas que abandonaran junto al soleado arroyo. Hicieron una pausa para descansar en una sala circular, con un hermoso dibujo de lapislázuli en el suelo. De alguna parte emanaba una luz ambiental verde oscura, como la de un acuario. Dint adoptó la posición de loto, se envolvió en la capa y meditó, flotando a quince centímetros del suelo. Fen realizó unos cuantos ejercicios calisténicos. Era evidente que no se habían detenido por ellos; eran como montañeros profesionales, pastoreando con impaciencia a una manada de ricos y obesos gatos por las laderas del Everest. El grupo de Brakebills resultaba un pesado fardo que estaban obligados contractualmente a entregar.

Alice estaba sola en un banco de piedra con la espalda contra una columna, mirando ausente un mosaico de la pared que representaba a un monstruo marino, una especie de pulpo pero mucho más grande y con bastante más de ocho patas. Quentin se sentó a horcajadas en el extremo opuesto del banco sin dejar de mirarla. La chica desvió por un instante la mirada hacia él; en sus ojos no se leía ni un asomo de contrición o perdón. Él se aseguró de que los suyos reflejaran lo mismo.

Contemplaron el mosaico. Los cuadraditos de cerámica que componían la criatura marina se movían muy despacio, recolocándose en la pared, y el azul de las olas se movía gradual y acompasadamente con el monstruo. Era una magia decorativa muy sencilla. En Brakebills tenían un lavabo cuyo suelo ofrecía más o menos el mismo efecto. Quentin sentía como si un agujero negro tirase de él, arrancándole la carne con su gravedad tóxica.

Al final, ella sacó la cantimplora y humedeció con ella uno de los calcetines blancos que llevaba de repuesto.

—A ver qué podemos hacer con tu nariz —dijo.

Alargó la mano para acercar el calcetín a su cara, pero en el último momento se dio cuenta de que él no quería que lo tocara y le entregó la prenda. A medida que se lo pasaba con cuidado por el labio superior fue tiñéndose de rosa.

—¿Cómo fue? —preguntó Quentin. Alice lo miró desconcertada—. Me refiero a cuando dejaste salir al demonio.

Ahora que había pasado la tensión del combate y que ella ya no estaba en peligro, la rabia volvió a él. Le costaba esfuerzo no decir nada insultante. Alice apoyó el pie en el banco y empezó a deshacer los cordones de sus deportivas.

—Me sentí bien —dijo ella con cuidado—. Creí que me dolería pero fue un alivio, como estornudar. Nunca pude respirar bien con esa cosa dentro de mí.

—Interesante. ¿Te sentiste tan bien como cuando te tiraste a Penny?

Había querido pensar que podía ser educado, pero le costaba demasiado. Las palabras acudieron a su boca con una malévola vida propia. Se preguntó qué más podría decir. «Llevo en mi interior toda clase de demonios —pensó—. No sólo uno».

Si había conseguido herirla, Alice no lo demostró. Se quitó un calcetín, una fea ampolla blanca le cubría media planta del pie. Volvieron a contemplar el mosaico. Un pequeño barco entraba en escena, un bote salvavidas o la lancha de un ballenero abarrotada de personitas. Estaba claro que la criatura marina acabaría destrozando la pequeña lancha con sus muchos brazos largos y verdes.

—Eso fue… —se interrumpió y volvió a empezar—. Eso no estuvo bien.

—¿Por qué lo hiciste entonces?

Alice inclinó, pensativa, la cabeza; estaba pálida.

—Porque quería vengarme de ti. Porque me sentía como una mierda. Porque no creí que pudiera importarte. Porque estaba borracha y él se me echó encima…

—Entonces, te violó.

—No, Quentin, no me violó.

—Da igual. No sigas hablando.

—Creo que no me di cuenta de lo mucho que te dolería…

—Cállate. No puedo seguir hablando contigo. No puedo escuchar lo que estás diciendo.

Empezó la conversación hablando con normalidad y la terminó gritando. En cierta manera, esa clase de peleas era como usar magia. Soltabas las palabras y éstas alteraban el universo. Con sólo hablar podías causar daño y dolor, derramar lágrimas, apartar a la gente, sentirte mejor, empeorar tu vida. Quentin se inclinó hacia delante con los ojos cerrados, hasta apoyar la frente en el frío mármol del banco. Se preguntó qué hora sería. La cabeza le daba vueltas, y pensó que podría quedarse dormido allí mismo. Así, como si nada. Quería escupirle a Alice que no la amaba, pero no podía porque no era cierto. Era la única mentira que no conseguía decir.

—Ojalá esto hubiera acabado ya —dijo Alice en voz baja.

—¿Qué?

—Esta misión, esta aventura o como quieras llamarla. Quiero volver a casa.

—Yo, no.

—Esto va mal, Quentin. Alguien acabará herido.

—Pues, eso espero. Si muero haciendo esto, al menos habré hecho algo. Puede que tú también hagas algo uno de estos días, en vez de ser un ratoncito patético.

Alice respondió algo que él no consiguió oír.

—¿Qué?

—He dicho que no hables de la muerte. No sabes nada de eso.

Una banda elástica que apretaba el pecho de Quentin se relajó ligeramente sin ningún motivo, contra su expresa voluntad, y de él brotó algo a medio camino entre la risa y la tos.

Volvió a apoyarse contra la columna.

—Dios, estoy perdiendo la puta cabeza.

Al otro lado de la sala, Anaïs estaba sentaba junto a Dint, comentando sus progresos sobre un mapa improvisado que el guía había trazado en lo que parecía sospechosamente una hoja cuadriculada. Ahora, Anaïs parecía más parte del equipo de los guías que del grupo de Brakebills. La chica se inclinó sobre el mapa, apoyando deliberadamente un pecho sobre el hombro de Dint. No se veía a Josh por ninguna parte. Penny y Eliot dormitaban en el suelo, en el centro de la sala, con las mochilas debajo de sus cabezas. Eliot había abroncado a Janet por el arma, hasta arrancarle la promesa de que sólo la usaría de forma responsable.

—¿Tú sigues queriendo esto, Quentin? —preguntó Alice—. Me refiero a lo que estamos haciendo aquí, a todo eso de ser reyes y reinas.

—Claro que sí. —Casi se le había olvidado el motivo de que estuvieran allí. Pero era verdad, un trono era justo lo que necesitaba. Quizá, cuando estuvieran instalados en el castillo de Torresblancas, coronados en la gloria y con todas las comodidades posibles, fuera capaz de encontrar fuerzas para asimilarlo todo—. Habría que ser idiota para no quererlo.

—¿Sabes lo más divertido? —Se sentó muy recta, muy animada de pronto—. ¿Lo que es para partirse de risa? Que no es verdad, que ni siquiera lo quieres. Aunque todo esto terminase sin más contratiempos, seguirías sin ser feliz. Te rendiste en Brooklyn y en Brakebills, y cuando llegue el momento, también te rendirás en Fillory. Es lo más fácil, ¿verdad? Y, por supuesto, siempre acabarías rindiéndote con lo nuestro.

»Teníamos problemas, pero podríamos haberlos solucionado. Y eso era demasiado fácil para ti porque podría haber funcionado, ¿y qué sería entonces de ti? Habrías tenido que aguantarme para siempre.

—¿Problemas? ¿Teníamos problemas? —Los demás alzaron la cabeza, y Quentin bajó la voz hasta convertirla en un furioso susurro—. ¡Te acostaste con Penny, joder! ¡Yo diría que eso es más que un puto problema!

Alice hizo caso omiso del comentario. De no conocerla bien, Quentin habría dicho que su tono al responder parecía casi tierno.

—Dejaré de ser un ratón y correré riesgos. Pero sólo si miras tu vida un momento y te das cuenta de lo perfecta que es. Deja de buscar la siguiente puerta secreta que te lleve a tu verdadera vida, deja de esperar. Ya la tienes; no hay otra. Está aquí, y más te vale disfrutarla o seguirás sufriendo vayas donde vayas, hagas lo que hagas el resto de tu vida, eternamente.

—Uno no puede decidir ser feliz.

—No, no puede, pero sí puede decidir que quiere sufrir. ¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres ser el gilipollas que fue a Fillory a sufrir por estar allí? ¿Incluso en Fillory? Porque es ahí donde estás ahora.

Lo que decía Alice tenía cierto sentido, pero no conseguía entenderlo. Era demasiado complejo o demasiado simple… demasiado algo. Había pensado lo mismo la primera semana que pasó en Brakebills, cuando salió a navegar con Eliot y vieron otros remeros encogidos y tiritando en lo que para Quentin era un cálido día de verano. Así era como lo veía Alice. Era extraño, Llegó a pensar que hacer magia sería lo más duro que tendría que hacer nunca, pero el resto era mucho más duro. Resultó que la magia era la parte fácil.

—¿Por qué has venido, Alice?

Ella lo miró con calma.

—¿Por qué crees tú, Quentin? Vine por ti. Vine porque quería cuidar de ti.

Quentin miró alrededor. Vio a Janet, con los ojos cerrados y sentada con la espalda contra una pared. Acunaba el revólver en su regazo. No creyó que estuviera dormida. Vestía una camiseta roja con una estrella blanca en el pecho y pantalones caqui. «Debe de tener frío», pensó. Mientras la miraba, ella suspiró y se humedeció los labios sin abrir los ojos, como una niña pequeña.

No quiso mostrarse distante. Alice seguía mirándolo. Detrás de ella, el mosaico era un torbellino de tentáculos verdes, olas espumosas y fragmentos de madera flotantes. Se deslizó por el banco de piedra hasta donde estaba ella y la besó, y le mordió el labio inferior hasta que ella se sobresaltó.

* * *

Llegó un momento en que ya no pudieron seguir ignorando que se habían perdido. Los pasillos se retorcían endemoniadamente y se dividían con frecuencia. Estaban en un laberinto y no sabían resolverlo. Dint se había obsesionado con su mapa, que ya ocupaba media docena de hojas de papel cuadriculado, y que examinaba y rectificaba cada vez que doblaban una esquina. En Brakebills aprendieron un hechizo que les permitía dejar huellas brillantes tras ellos, pero Dint les advirtió que eso podría conducir hasta ellos a toda clase de enemigos y depredadores. Las paredes estaban grabadas con hileras de figuras, miles de ellas, desfilando de perfil, cada una sosteniendo un tótem diferente: una hoja de palma, una antorcha, una llave, una espada, una granada…

Estaba muy oscuro. Amontonaban los hechizos luminosos en todo lo que pudiera asimilarlos, pero la luz no parecía durar mucho, y recorrían los pasillos a toda velocidad. El ambiente era el de un picnic amenazado por una tormenta. El pasillo seguía dividiéndose una y otra vez, y a veces interrumpiéndose, lo que obligaba a retroceder. A Quentin le dolían los pies, algo duro le pinchaba el tobillo izquierdo cada vez que daba un paso.

Echó un vistazo atrás. Algo rojizo brillaba tras ellos, algo que proyectaba una luz carmesí oscura en alguna parte del laberinto. Sintió una profunda falta de interés por descubrir qué era.

Diez minutos después se atascaron en una bifurcación. Dint abogaba con fuerza por ir a la derecha, mientras que Josh defendía, admitiendo que no se basaba en nada tangible, que el pasillo de la izquierda parecía «mucho más prometedor» y que «presentía que era lo que buscaban». Las paredes estaban pintadas con paisajes trampantojos extrañamente convincentes, atestados de pequeñas figuritas bailando. En la distancia, unas puertas se abrieron y se cerraron con un portazo.

El pasillo se iluminó detrás de ellos. Esta vez todos se dieron cuenta, era como si acabara de salir un sol subterráneo. La disciplina se hizo añicos, el grupo se partió en una huida descontrolada, pero estaba demasiado oscuro para que Quentin pudiera asegurar que no dejaban nadie atrás. Se concentró en Alice, que jadeaba frente a él. La parte trasera de su blusa se abría a cada paso, allí donde el demonio la había desgarrado para liberarse; podía ver la cinta de su sujetador negro, y se preguntaba cómo había sobrevivido a la operación. Deseó tener una chaqueta que ofrecerle.

Alcanzó a Dint.

—Deberíamos reducir la marcha —sugirió entre jadeos—. Perderemos a alguien.

Dint negó con la cabeza.

—Nos siguen el rastro. Si paramos, nos alcanzarán.

—¿Qué coño pasa, tío? ¿No tenías un plan?

—Éste es el plan, niño de la Tierra —le espetó Dint en respuesta—. Si no te gusta, vete a casa. En Fillory necesitamos reyes y reinas. ¿No vale la pena morir por eso?

«La verdad es que no, gilipollas», pensó Quentin. La ninfa putilla tenía razón. Esta no es vuestra guerra.

Cruzaron en tromba una puerta para darse de bruces con un tapiz, que la ocultaba por el otro lado. Tras el tapiz descubrieron una sala de banquetes iluminada con velas y dispuesta con comida fresca y humeante. Pero estaban solos; era como si los camareros hubieran desaparecido de la vista momentos antes de llegar ellos. La mesa se prolongaba en ambas direcciones sin que vieran el final en ninguno de los extremos. Los tapices eran coloridos y detallados, la cubertería de plata relucía, las jarras de cristal estaban llenas de vino oro oscuro y púrpura arterial.

Se detuvieron y miraron en ambas direcciones, pestañeando. Era como si hubieran tropezado con el sueño de un hombre hambriento.

—¡Que no coma nadie! —exclamó Dint—. ¡No lo toquéis! ¡Que nadie coma ni beba!

—Hay demasiadas entradas —advirtió Anaïs, mirando en todas direcciones—. Pueden atacarnos.

Tenía razón. Una puerta se abrió al fondo del salón, y entraron dos individuos altos y larguiruchos de la familia de los simios, aunque Quentin no habría sabido cómo llamarlos. Por la expresión de sus vidriosos ojos de mono parecían aburridos, pero se movieron en perfecta sincronía al meter las manos en unas bolsas que colgaban de sus hombros y sacar unas bolas de plomo del tamaño de pelotas de golf. Con un giro ensayado de sus hiperdesarrollados hombros y sus brazos excesivamente largos, arrojaron las bolas contra el grupo a la velocidad de una bola rápida de béisbol.

Quentin cogió a Alice de la mano y juntos se agacharon tras el pesado tapiz que encajó el impacto de una de las bolas. La otra partió una vela de la mesa y vaporizó de forma espectacular cuatro vasos de vino dispuestos en fila. Quentin pensó que, en otras circunstancias, aquello habría molado. Eliot se tocó la frente, allí donde le había alcanzado una astilla de cristal, y se miró los dedos ensangrentados.

—¡Quiere alguien hacer el favor de matar a esas cosas, por favor! —exclamó Janet, disgustada. Estaba encogida debajo de la mesa.

—Por favor, esta mierda no es ni mitológica —se quejó Josh con los dientes apretados—. Necesitamos unicornios o algo así en este capítulo.

—¡Janet! —gritó Eliot—. ¡Saca a tu demonio!

—¡Ya me lo saqué la misma noche de la graduación! —respondió ella—. ¡Me daba mucha pena!

Oculto tras la áspera tela del tapiz, Quentin vio que un par de piernas pasaban por su lado sin prisas. Penny caminó confiado hacia los dos lanzadores de bolas mientras se disponían a lanzar una nueva andanada, manteniendo inexpresivo el rostro simiesco. Hacía gestos rápidos con las manos y cantaba una invocación con su clara voz de tenor. Tranquilo y muy serio bajo la cambiante luz de las velas, vestido sólo con vaqueros y camiseta, ya no parecía un simple punk tatuado, sino un mago de combate joven y endurecido. ¿Fue así como lo vio Alice la noche que se acostó con él?

Penny alzó una mano y detuvo una bola de plomo en el aire, y luego una segunda. Flotaron un segundo ante él como sorprendidos colibríes, antes de recuperar su peso y caer al suelo. Con la otra mano, les lanzó una ardiente semilla que creció y se expandió como un paracaídas al desplegarse. Los tapices de ambos lados de la sala ardieron antes que la bola de fuego los rozara. La bola engulló a los dos monos y, al disiparse, habían desaparecido; tres metros de la mesa de banquete eran una hoguera.

—¡Sí! —gritó Penny, entusiasmado—. ¡Cabrones!

—Aficionado —murmuró Dint.

—Como me hayan estropeado el pelo, resucitaré a esas cosas para volver a matarlas —dijo Eliot débilmente.

Retrocedieron por la sala del banquete en dirección opuesta, pasando con incomodidad junto a las sillas de madera de respaldo recto. Era demasiado estrecha, y la mesa no dejaba sitio para que mantuvieran la formación de manera adecuada. Todo producía una absurda sensación a lo Yellow Submarine. Quentin retrocedió un poco y en parte saltó, en parte se deslizó sobre la mesa, haciendo volar los platos en su avance, sintiéndose como un héroe de acción que resbala por la capota de su coche estampada con un ave en llamas.

A ambos lados de la sala se congregó un curioso zoológico salido de Alicia en el país de las maravillas. Especies y partes corporales parecían haberse fundido en él de forma aparentemente caótica. ¿Tanto había degenerado todo desde que se fueron los Chatwin, al punto de cruzarse animales y humanos? Podían ver hurones y conejos, ratones gigantes, monos saltarines y un martín pescador de aspecto salvaje, pero también hombres y mujeres con cabezas de animales: uno, con una cabeza de zorro que le daba un aire astuto, parecía preparar un hechizo; una mujer de cuello ancho, tenía cabeza de lagarto y enormes ojos que se movían de forma independiente; otro más enarbolaba una pica con aire extrañamente digno, pero sobre cuyos hombros se agitaba el cuello sinuoso y la pequeña cabeza de un flamenco rosa.

Fen cogió un cuchillo afilado de la mesa del banquete, sujetó con cuidado la hoja entre pulgar e índice y lo arrojó girando hasta clavarlo en el ojo del hombrezorro que comandaba un pequeño grupo.

—¡Moveos! —rugió—. Todos, todo el mundo. Atrás. No dejéis que se nos adelanten. Ya debemos de estar cerca.

Retrocedieron a lo largo de la sala del banquete. La idea era mantener una línea de combate constante y ordenada entre los atacantes y ellos, pero esa línea no paraba de fluctuar. Uno de ellos se retrasaba porque las sillas lo molestaban, o los moradores de la tumba se agrupaban y cargaban contra ellos, o, lo que era peor, uno de sus enemigos irrumpía de pronto en el centro del grupo desde alguna puerta oculta en la pared de la sala. Alice y él lograron seguir cogidos de la mano los primeros diez segundos, pero después les resultó imposible. No fue como los primeros combates, la situación seguía degenerando y cada vez se parecía más a un encierro de San Fermín. La sala parecía prolongarse eternamente, y quizá fuera así. Las velas, los espejos y la comida daban un aire incongruentemente festivo. Aunque decidieran utilizar el botón para volver a casa, les sería difícil reunirse en un mismo sitio para dar el salto.

Quentin corría cuchillo en mano, aunque no sabía si sería capaz de usarlo. Se sentía como en clase de gimnasia, intentando parecer parte del equipo, al tiempo que deseaba desesperadamente que nadie le pasara la pelota. Un gato doméstico gigante saltó desde un tapiz situado frente a él y Fen le salvó la vida al embestirlo temerariamente y rodar con él por el suelo, forcejeando y luchando, hasta dejarlo inconsciente de un furioso cabezazo inc aga. Quentin alargó la mano para ayudarla a levantarse y siguieron corriendo.

Dint era todo un espectáculo. Saltó ágilmente sobre la mesa del banquete y corrió a zancadas por ella, recitando percutoras sílabas con una rapidez y una fluidez asombrosas, y la varita encajada en la oreja. Sus largos cabellos negros chisporroteaban y chorros de energía brotaban en fogonazos de las yemas de sus dedos, lanzando en ocasiones hasta dos hechizos distintos a la vez. Quentin se fijó en que era capaz de realizar un ataque primario con una mano, mientras liberaba con la otra un segundo de inferior nivel. Hubo un momento en que hizo crecer tanto sus brazos, que agarró dos sillas con cada una de sus manos y derribó a media docena de contrincantes en tres movimientos precisos, derecha, izquierda, derecha.

Penny se las arregló para embrujar a una parte de la mesa y convencerla de que se encabritara como un ciempiés furioso y atacase a los fillorianos, hasta que éstos la hicieron astillas. Incluso Quentin logró lanzar un par de proyectiles mágicos de sus sudorosas palmas. Fen llevaba la túnica empapada de sudor y sangre, cuando cerró los ojos y unió las palmas de las manos susurrando; cuando las separó, brillaban con una terrible fosforescencia blanca. Gritó al siguiente enemigo con el que se enfrentó —un fibroso ser que enarbolaba una cimitarra y vestía piel de leopardo, o era medio leopardo de cintura para arriba—, y le hundió el puño por el pecho hasta tocar el hombro.

Sin embargo, se encontraban constantemente al borde de la muerte, y a cada segundo se les acercaba más. La situación se desintegraba y necesitaban una salida estratégica. La sala estaba llena de cuerpos y de humo. Quentin apenas podía respirar entre dientes y canturreaba mentalmente una absurda canción psicótica.

Había perdido el cuchillo en algún momento de la batalla, al hundirlo en el vientre de un filloriano peludo. Nunca llegó a ver el rostro de la criatura —porque era una criatura, no una persona, no una persona, no una persona—, pero luego recordaría la sensación, la forma en que la hoja se hundió en los duros y correosos músculos del diafragma, deslizándose después con facilidad por entre las vísceras que había debajo, hasta que un nuevo paquete de músculos dificultó su trayectoria. Apartó la mano de la empuñadura como si estuviera electrificada.

Quentin vio cómo, primero Josh y luego Eliot, se encogían y liberaban sus cacodemonios. El de Eliot tenía un aspecto especialmente impresionante, envuelto de pies a cabeza en cintas amarillas y negras. Se deslizó lateralmente sobre la mesa, removiéndose como un gato irritado y entrando en la refriega con inconsciente alegría, arañando, desgarrando, mordiendo, saltando y volviendo a desgarrar.

—¡Maldita sea! —gritaba Janet—. ¿Qué más? ¿Qué coño más?

—Esto es una mierda —masculló Eliot, con voz ronca—. ¡Una puerta lateral! ¡Busquemos una puerta lateral y salgamos por ella!

Se produjo un momento de silencio premonitorio, como si alguna de las criaturas sintiera lo que iba a pasar a continuación. Y de repente, el suelo saltó por los aires y un gigante de reluciente hierro al rojo se abrió paso a través de él, empujando con el hombro.

Se llevó una pared por delante. Un ladrillo golpeó a Fen en la cabeza, derribándola como alcanzada por un disparo. El gigante desprendía oleadas de calor difuminando el aire que lo rodeaba, quemando todo lo que tocaba. Al ser demasiado alto para la reducida altura de la sala de banquetes se mantuvo agachado, con las manos apoyadas en el suelo. Sus ojos eran de oro fundido, sin pupilas. Los escombros llenaban el aire. El gigante posó un pie sobre el cuerpo postrado de Fen, que estalló en llamas.

Todos echaron a correr, sabiendo que el que perdiera pie sería pisoteado. El calor que emitía la roja piel del monstruo resultaba insoportable. Quentin habría hecho lo que fuera para poner distancia entre ellos. Las salidas más cercanas estaban bloqueadas por los seres que pretendían huir —el gigante no hacía distingos entre fillorianos y humanos— y Quentin se abrió paso sala adentro. Miró alrededor buscando a Alice, sin ver a nadie humano; se arriesgó a desviar la vista hacia atrás y descubrió a Josh, solo, en medio del paso.

Parecía estar en uno de sus monstruosos arrebatos de poder. Había invocado otro de sus agujeros negros en miniatura, tal y como hiciera el día del partido de welters. Entonces, casi se tragó un árbol; ahora, Quentin vio que un tapiz entero se agitaba hacia él, cómo las anillas de la barra que lo sujetaba se partían con el sonido de una andanada de balas y cómo terminaba por desaparecer por completo en él. La luz de la sala disminuyó, tornándose ambarina. El gigante rojo se detuvo momentáneamente, todavía encogido, estudiando aquella esfera negra, aparentemente fascinado. Era calvo, de expresión ausente. Su enorme y reluciente polla, y sus testículos sin vello, se agitaban entre sus muslos como el badajo de una campana.

Entonces, Quentin se encontró solo y corriendo por un oscuro pasillo lateral. El ruido de la sala había desaparecido como si alguien hubiera apagado un televisor. Del sprint pasó a la carrera, a una marcha rápida y, finalmente, al simple caminar. Fin. Ya no podía más. El aire le quemaba en los pulmones. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas. La espalda, justo debajo del hombro derecho, le dolía y picaba a la vez, y cuando fue a rascarse, se encontró con una flecha que colgaba del músculo. Se la arrancó sin pensar y un hilo de sangre resbaló por su espalda, pero no sintió mucho dolor. Apenas había penetrado algo más de un centímetro, quizá ni siquiera eso. Casi se alegró de que le doliera, el dolor era algo a lo que aferrarse. Sostuvo el dardo de madera entre los dedos, agradecido por tener algo sólido en las manos. El silencio era asombroso.

Por unos instantes se permitió disfrutar de la sencilla alegría de poder respirar aire fresco, de no correr, de estar solo en la sernioscuridad y no en peligro de muerte inmediata. Pero la gravedad de la situación se fue filtrando lentamente, estropeando el momento, hasta que no pudo seguir bloqueándola. Por lo que sabía, quizás era el último que quedaba con vida, y no tenía ni idea de cómo volver a la superficie. Moriría allí abajo. Sintió el peso de la tierra y la piedra sobre su cabeza; estaba enterrado en vida. Y aun en el supuesto de que encontrase el camino de salida, le faltaba el botón. No tenía forma de volver a la Tierra.

Oyó pisadas en la oscuridad, alguien se acercaba. Las manos de la figura ardían con un hechizo lumínico. Quentin inició cansinamente el hechizo de otro proyectil mágico, pero antes de terminarlo se dio cuenta de que se trataba de Eliot. Bajó las manos y se dejó caer al suelo, agotado.

Ninguno de los dos habló, se limitaron a apoyarse contra la pared, codo con codo. La fría piedra apaciguó la pequeña punzada de dolor que sentía a causa de la flecha. Eliot tenía la camisa por fuera y la cara manchada de suciedad. De haber sido consciente de ello, se habría puesto furioso.

—¿Estás bien?

Eliot asintió.

—Fen ha muerto —informó innecesariamente. Respiró hondo y se pasó las luminosas manos por el espeso y ondulado pelo.

—Lo sé. Lo vi.

—No creo que pudiéramos haber hecho nada —dijo—. Ese grandullón rojo nos superaba de largo.

Guardaron silencio. Era como si las propias palabras crearan un vacío en el que carecían de significado. Habían perdido toda conexión con el mundo, o puede que fuera el mundo el que se había apartado de las palabras. Eliot le pasó una botella, bebió de ella y se la devolvió. El líquido era fuerte, y restauró algún lazo entre su cuerpo y él.

Quentin encogió las rodillas y las abrazó.

—Me clavaron una flecha. En la espalda. —En cuanto lo dijo, le pareció una estupidez. Al menos él estaba vivo.

—Deberíamos seguir —propuso Eliot.

—Sí.

—Retroceder. Intentar reunimos con los demás. Penny tiene el botón.

Resultaba asombroso que Eliot siguiera siendo tan práctico después de todo lo sucedido. Era mucho más fuerte que Quentin.

—Pero está el grandullón brillante.

—Sí.

—Quizá sigue ahí atrás.

Eliot se encogió de hombros.

—Tenemos que llegar hasta Penny. Hasta el botón.

Quentin estaba sediento, pero no tenía agua. No podía recordar cuándo había vaciado la cantimplora.

—Te diré algo gracioso —dijo Eliot al cabo de un rato—. Creo que Anaïs se ha enrollado con Dint.

—¿Qué? —Quentin no pudo evitar sonreír—. ¿Cuándo han tenido tiempo?

—En la pausa para el baño. Tras la segunda pelea.

—Guau. Lo siento por Josh, pero hay que aplaudir su iniciativa.

—Desde luego. Pero a Josh le costará tragarlo.

—Y una mierda.

Era la clase de expresión que solía emplearse en Brakebills.

—Te diré algo más —siguió Eliot—. No lamento haber venido aquí. Incluso ahora, que todo se ha ido a tomar por culo, me alegra haber venido. Puede que sea lo más estúpido que haya dicho nunca, pero es la verdad. Creo que en la Tierra habría seguido emborrachándome hasta matarme.

Era cierto. Eliot no habría tenido otra salida. De algún modo, eso lo mejoró todo un poco.

—Todavía puedes matarte bebiendo aquí.

—A este paso no tendré ocasión de hacerlo.

Quentin se levantó. Sentía las piernas rígidas y doloridas. Echaron a andar por donde habían llegado.

Ya no sentía miedo. Había desaparecido, y sólo sentía preocupación por Alice. También se le había pasado el efecto de la adrenalina. Estaba sediento, le dolían los pies e iba cubierto de arañazos que no recordaba cómo se había hecho. La sangre de la espalda se había secado, pegando la tela a la herida, le tiraba de forma incómoda cada vez que daba un paso.

Pronto resultó evidente que no tenía que preocuparse de nada, porque ni siquiera encontraron el camino de vuelta a la sala del banquete. En algún momento habían girado por donde no debían o elegido la bifurcación equivocada, o ambas cosas a la vez. Se detuvieron e intentaron algo de magia básica para encontrar el camino, pero Quentin tenía la lengua espesa y torpe, y ninguno de los dos consiguió pronunciar bien las palabras. De todos modos hubieran necesitado un plato de aceite de oliva para que funcionara como es debido.

A Quentin no se le ocurría nada que decir. Esperó, mientras Eliot orinaba contra la pared de piedra. Daba la impresión de haber llegado al final, pero no les quedaba más remedio que seguir andando. Igual también formaba parte de la historia, pensó torpemente, la parte mala justo antes de que todo se arregle y llegue el final feliz. Se preguntó qué hora sería en la superficie, le parecía haber pasado toda la noche despierto.

El enlucido de las paredes era tan antiguo que se desmoronaba. En algunos tramos, cortos, sólo quedaba la piedra desnuda y polvorienta de una cueva. Se encontraban en los mismísimos confines de ese universo subterráneo, vagando entre planetas mellados por la erosión y apagadas estrellas en decadencia. El pasillo dejó de bifurcarse, sólo se curvaba suavemente hacia la izquierda, y a Quentin le pareció que la curva era cada vez más cerrada, como una espiral, como los canales internos de la concha de un nautilus. Le pareció razonable pensar, dentro de lo poco razonable que era aquel mundo, que la dichosa curva tendría un límite geométrico antes de llegar a alguna parte. Pronto descubrió que estaba en lo cierto.