Humildetambor

Diez minutos después, Quentin se encontraba en el reservado de una taberna escasamente iluminada, sentado ante una pinta de cerveza. Aunque inesperado, se le antojó que parecía un buen desarrollo de los acontecimientos. Taberna, mesa, cerveza. Aquélla era una situación en la que sabía desenvolverse, fuera cual fuese el mundo donde estuviese. Si se había entrenado para algo desde que dejara Brakebills, era para eso. Los demás tenían idénticas pintas de cerveza.

Quentin calculó que debían de ser alrededor de las cinco y media de la tarde, pero ¿cómo estar seguros? ¿Tenía el día veinticuatro horas en Fillory? ¿Por qué iba a tenerlas? Pese a la insistencia de Penny en que el árbol los «guió» hasta allí, estaba claro que habían encontrado la taberna por su cuenta. Se trataba de una cabaña oscura de techo bajo, hecha con troncos, y con un cartel en el que se veían dos lunas crecientes; un delicado mecanismo de relojería hacía que las dos lunas girasen la una alrededor de la otra cuando soplaba el viento. La parte trasera de la cabaña parecía hundirse en la propia ladera de la colina que se alzaba desde el suelo del bosque.

Entraron con precaución por unas puertas giratorias, y descubrieron lo que podría pasar por la reconstrucción de un local similar de la América colonial: una estancia estrecha y alargada con una barra a un lado. A Quentin le recordó las viejas tabernas históricas que había visitado mientras pasaba unos días en casa de sus padres, en Chesterton.

Sólo había otro reservado, ocupado en esos momentos por una familia, compuesta por un anciano alto de cabellos blancos, una mujer de pómulos altos que debía de andar por la treintena y una niña pequeña, muy seria. Se trataba de lugareños, evidentemente. Permanecían muy erguidos en completo silencio, mirando pesarosos las copas y los platos vacíos que tenían ante sí. Los entornados ojos de la niña expresaban un conocimiento precoz de la adversidad.

El abedul ambulante había desaparecido, presumiblemente en alguna habitación trasera. El camarero vestía un uniforme extrañamente anticuado, de color negro y con muchos botones de bronce, algo que bien podría haber llevado un policía eduardiano. Tenía un rostro alargado y aburrido, barba de dos días y limpiaba despacio los vasos con un paño blanco, en la actitud típica de los camareros desde tiempo inmemorial. La sala estaba vacía, aparte de ellos y de un gran oso pardo con chaleco, derrumbado sobre una sólida mecedora en un rincón. No quedaba claro si el oso estaba consciente o no.

Richard llevaba consigo varias docenas de pequeños cilindros de oro, con la esperanza de que funcionaran como moneda universal interdimensional. El camarero aceptó una sin más comentarios, la sopesó expertamente en la palma de la mano y le devolvió un puñado de monedas: cuatro ligeras monedas dentadas, estampadas con rostros y animales diversos. Dos de ellas tenían lemas escritos en dos idiomas diferentes e ilegibles, la tercera era un peso mejicano del año 1936, la cuarta resultó ser una ficha de plástico perteneciente a un juego de mesa llamado Risk. Acto seguido, llenó las jarras.

Josh miró la suya dubitativo y olió el contenido con cierto fastidio. Estaba tan nervioso como un niño de tercer curso.

—¡Limítate a beber! —siseó Quentin, irritado. Dios, qué inútil era a veces la gente. Alzó su propia jarra—. Salud.

Saboreó el líquido. Era amargo, carbónico y alcohólico. Cerveza, desde luego. Eso lo llenó de confianza y de un renovado sentimiento de determinación. Había estado asustado, pero era curioso cómo la cerveza ayudaba maravillosamente a enfocar la mente. Al haber evitado sentarse con Alice, Janet o Penny, compartía mesa con Richard, Josh y Anaïs, quienes se miraban furtivamente por encima de las espumosas pintas. Habían llegado muy lejos desde donde habían empezado esa mañana.

—¡No creo que el oso esté disecado! —susurró Josh, excitado—. ¡Creo que es un oso de verdad! ¿Lo invitamos a una cerveza?

—Yo creo que está dormido —afirmó Quentin. Se sentía valiente—. Pero podría ser la siguiente pista. Si es una cerveza parlante… digo, un oso parlante, podríamos, bueno, hacerle hablar.

—¿De qué?

Quentin se encogió de hombros y echó otro trago.

—De lo que pasa, para enterarnos de la situación. Si no, ¿qué otra cosa hacemos aquí?

Richard y Anaïs no habían tocado sus bebidas. Quentin tomó otro trago, sólo para pincharlos.

—Lo que hacemos es ir sobre seguro —aseguró Richard—. Estamos de reconocimiento, evitemos cualquier contacto innecesario.

—Estás de coña, ¿no? ¿Nos encontramos en Fillory y no quieres hablar con nadie?

—Claro que no. —Richard parecía sorprendido ante esa idea—. Hemos establecido contacto con otro plano de existencia. ¿No te basta con eso?

—Sinceramente, no. Una mantis religiosa gigante intentó matarme, y me gustaría saber por qué.

Fillory aún le debía a Quentin el esperado fin de su infelicidad. Que le condenasen si iba a marcharse antes de conseguir lo que buscaba. Sabía que el alivio estaba allí, sólo necesitaba profundizar un poco más y no permitiría que Richard lo retrasara. Tenía que seguir en marcha, dejar atrás su historia en la Tierra, que no iba nada bien, y entrar en la historia de Fillory, donde el éxito era infinitamente mayor. El problema era que, dado su estado de ánimo, estaba dispuesto a ponerse del lado que fuera y aliarse con quien fuese, si eso significaba pelea.

—¡Camarero! —llamó Quentin, en voz más alta de lo necesario. Y a continuación se le ocurrió usar un acento del salvaje Oeste. Si suena bien, adelante con ello. Señaló al oso con el pulgar—. Sírvele otra ronda al amigo oso del rincón.

Un oso en una taberna. Muy bueno. En la otra mesa, Eliot, Alice, Janet y Penny se volvieron para mirarlo. El hombre de uniforme se limitó a asentir cansinamente.

* * *

Resultó que el oso sólo bebía licor de melocotón, que sorbía de delicados vasos como dedales, y Quentin supuso que, dado su tamaño, consumiría una cantidad más o menos ilimitada de ellos. Al cabo de dos o tres, se puso tranquilamente a cuatro patas y se unió a ellos. Hincó las garras en el muy castigado tapizado de la mecedora y tiró de ella arrastrándola consigo, era el único elemento del mobiliario capaz de soportar su peso. Parecía demasiado grande para moverse en un espacio cerrado.

El oso se llamaba Humildetambor y, tal como sugería su nombre, era muy modesto. Se trataba de un oso pardo. Con un tono grave y profundo explicó que su especie era más grande que el oso negro, pero mucho, mucho más pequeña que el poderoso grizzly, aunque en realidad el grizzly fuera una variante del oso pardo. Él no era ni la mitad de oso que algunos de esos grizzlys, reiteraba periódicamente.

—No se trata de ser el oso más grande —sugirió Quentin. Conectaban. No estaba muy seguro de lo que pretendía del oso, pero le parecía una buena forma de conseguirlo. Tras terminar su cerveza, se estaba bebiendo la de Richard—. Hay otras formas de ser un buen oso.

Humildetambor asintió entusiasmado.

—Oh, sí. Oh, sí. Soy un buen oso. No quería decir que fuera un mal oso. Soy un buen oso. Respeto los territorios. Soy un oso muy respetuoso. —La garra aterradoramente grande de Humildetambor cayó enfáticamente sobre la mesa y su morro negro se acercó mucho a la nariz de Quentin—. Soy un oso. Muy. Respetuoso.

Los demás permanecían callados o susurraban entre sí, simulando no ser conscientes de que Quentin conversaba con un oso parlante borracho. Richard se había levantado enseguida y cambiado de sitio con la siempre dispuesta Janet. Josh y Anaïs se juntaron mucho y daban la sensación de estar atrapados en su rincón. Si Humildetambor reparó en todo aquello, no pareció molestarle.

Quentin sabía que se estaba pasando del margen de comodidad en el que aceptaba moverse el grupo; con el rabillo del ojo podía ver que Eliot le dirigía miradas de advertencia desde la otra mesa, pero las evitaba. No le importaba. Tenía que hacer progresar la historia, le aterraba quedarse atascado. Esta era su historia, participaba activamente en ella y seguiría haciéndolo hasta que se acabara. Los demás podían subirse al carro o «botonear» sus culitos a la Ciudad.

Tampoco es que lo que hacía fuera muy fácil. Los intereses de Humildetambor eran limitados hasta el agobio y sus conocimientos abisalmente profundos. Quentin aún recordaba con vaguedad ser ganso, lo mucho que se concentraba en las corrientes de aire y en el verdor acuático, y se dio cuenta de que, en el fondo, todos los animales eran unos plastas insufribles. Y Humildetambor, como mamífero hibernante, tenía un conocimiento profundo de la geología de las cuevas, y en lo referente a la miel era el más sutil y sofisticado de los gourmets. Quentin no tardó en aprender a desviar la conversación del tema de las nueces.

—Bueno —dijo Quentin, interrumpiendo en seco una disquisición sobre los aguijones de la dócil abeja carniola (Apis mellifera carnica) en contraste con la ligeramente más irritable abeja alemana (Apis mellifera… mellifera, o abeja negra alemana)—. Sólo para situarnos, estamos en Fillory, ¿verdad?

La conferencia se interrumpió en seco. El enorme ceño de Humildetambor se frunció bajo la piel, produciendo un claro equivalente al desconcierto humano.

—¿El qué, Quentin?

—El lugar donde nos encontramos ahora. Se llama Fillory.

Transcurrió un largo momento. El oso movió sus orejas de oso de peluche imposiblemente redondas y bonitas.

—Fillory —repitió con cautela—. He oído antes ese nombre.

El oso parecía un niño en clase ante una pizarra, calculando las posibilidades de que le hubieran formulado una pregunta con trampa.

—¿Es así? ¿Esto es Fillory?

—Creo que… igual lo fue una vez.

—¿Y cómo lo llamas ahora? —insistió Quentin.

—No, no. Espera. —Humildetambor alzó una zarpa pidiendo silencio, y Quentin sintió una punzada de compasión. Aquel enorme idiota peludo intentaba pensar—. Sí, lo es. Esto es Fillory. ¿O Loria? ¿No estamos en Loria?

—Tiene que ser Fillory —dijo Penny, desde la otra mesa—. Loria es el país malvado al otro lado de las montañas orientales. ¡Ja!, como si no hubiera diferencia. ¿Cómo es que no sabes dónde vives?

El oso seguía negando con el morro.

—Creo que Fillory está en otra parte —dijo.

—Definitivamente, esto no es Loria —aseguró Penny.

—A ver, ¿quién es aquí el oso parlante? —soltó Quentin—. ¿Lo eres tú? ¿Eres el puto oso parlante? No, ¿verdad? Pues cállate de una puta vez.

El sol se había puesto, y fueron entrando otras criaturas. Tres castores sorbían de un plato común en una mesita de café, acompañados por un grillo gordo, verde y de aire extrañamente alerta. En un rincón, una cabra blanca lamía de un bol poco profundo algo que parecía vino amarillo pálido. Un hombre delgado y de aspecto tímido, de cuyo cabello rubio asomaban dos cuernos, se sentó a la barra. Llevaba gafas redondas y tenía la parte inferior del cuerpo cubierta de espeso pelo. Toda la escena tenía la cualidad onírica de un cuadro de Chagall que hubiera cobrado vida. Quentin se dio cuenta de lo turbador que resultaba ver a un hombre con patas de cabra. Las rodillas hacia atrás le recordaban a alguien tullido o terriblemente deforme.

Mientras la taberna se iba llenando, la familia silenciosa se levantó y dejó su mesa, sin abandonar por ello su expresión sombría. ¿Adónde iría?, se preguntó Quentin. No había visto indicios de pueblos o aldeas cerca de allí. Se preguntó si les esperaría una larga caminata e imaginó a la familia bajo la luz de la luna recorriendo el polvoriento camino cubierto de surcos, con la niñita subida a los estrechos hombros del anciano, y cuando estuviera demasiado cansada hasta para eso, dormida y babeando sobre su solapa. Se sintió agredido por su seriedad. Hacían que se sintiera un turista ruidoso, que recorría su país como el borracho que era, un país real habitado por gente real, y no un país de cuento. ¿O sí lo era? ¿Debería ir tras ellos? ¿Qué secretos encerraban? Cuando la mujer de elegantes pómulos fue a abrir la puerta, Quentin se dio cuenta de que había perdido el brazo por encima del codo.

Tras otra ronda de schnapps y más conversación absurda con Humildetambor, el pequeño abedul plateado salió de donde fuera que estuviera y se abrió paso en dirección a ellos, moviéndose sobre patas de enmarañadas raíces que aún llevaban terrones de tierra adheridos a ellas.

—Soy Farvel —saludó con un gorjeo.

Bajo la fuerte luz de la barra resultaba todavía más extraño. Era como una figura hecha de palotes. En las novelas de Fillory se mencionaban árboles parlantes, pero Plover nunca era muy preciso al describir su aspecto. Farvel hablaba por un corte lateral en su corteza, el tipo de hendidura que dejaría un fuerte hachazo. El resto de sus rasgos estaban insinuados por un ramillete de finas ramas, cubiertas de temblorosas hojas verdes, que apenas dibujaban los bordes de un par de ojos y una nariz. Habría parecido un Hombre Verde tallado de una iglesia, de no ser porque su boquita plana le daba una expresión cómicamente agria.

—Por favor, disculpad mi brusquedad anterior, estaba desconcertado. Es muy raro encontrarse con viajeros de otras tierras. —Cogió un taburete y se dobló en posición de sentado. En sí mismo ya parecía una silla—. ¿Qué os trae por aquí, niños humanos?

Por fin lo habían encontrado. El siguiente nivel.

—Oh, no lo sé —dudó Quentin, haciendo un gesto con la mano que abarcaba toda la mesa. Era evidente que se postulaba como interlocutor, como el miembro especializado del grupo en primeros contactos. El camarero también se unió a ellos, en cuanto fue sustituido por un chimpancé muy digno y solemne de expresión pesarosa—. La curiosidad, sobre todo, supongo. Encontramos un botón que nos permitía viajar entre mundos. Y, de todos modos, en la Tierra nos sentíamos desplazados, así que, bueno… pues vinimos aquí. Para ver todo lo que pueda verse y esas cosas.

Incluso en su estado de semiembriaguez, le pareció que sus palabras sonaban lamentables. Incluso Janet lo miraba preocupada. Dios, ojalá Alice no hubiera oído nada. Sonrió débilmente, intentando parecer amistoso y deseando no haber bebido tanta cerveza con el estómago vacío.

—Claro, claro —dijo Farvel, amistoso—. ¿Y qué habéis visto hasta ahora?

El camarero miró fijamente a Quentin. Estaba sentado en una silla de caña puesta del revés, con las manos colgando ante él sobre el respaldo.

—Bueno, topamos con una ninfa de río que nos dio un cuerno. Un cuerno mágico, creo. Y luego, ese bicho, ese insecto que iba en un carruaje, creo que era una mantis religiosa, me disparó una flecha y casi me mata.

Sabía que debía ser un poco más discreto, pero ¿qué parte exactamente debía callar? ¿Cómo funcionaban esas cosas? El esfuerzo de mantenerse a la altura de Humildetambor le había embotado un tanto la mente. Farvel no pareció molesto, y se limitó a asentir compasivo. El chimpancé salió de detrás de la barra para colocar una vela encendida sobre la mesa junto con otra ronda de pintas, esta vez por cuenta de la casa.

Penny volvió a asomarse por detrás.

—No trabajaréis para la Relojera, ¿verdad? Quiero decir, en secreto. O sea, que no es que queráis, pero que no os quede más remedio.

—Por Dios, Penny. —Josh negó con la cabeza—. Calma.

—Oh, cielos, cielos —exclamó Farvel. Intercambió con el camarero una mirada cargada de significado—. Bueno, supongo que podría decirse… pero no, no debería decirse. Oh, cielos, cielos.

Completamente alterado, el pequeño arbolito era el vivo retrato de la preocupación arbórea: las ramas le caían más que antes y las hojas de su verde corteza se agitaban de ansiedad.

—Me gusta que mi miel tenga un toque de lavanda —comentó Humildetambor a propósito de nada—. Para eso hay que hacer que las abejas aniden cerca de un buen campo de lavanda. Contra el viento, si puede ser. Ése es el truco. Y resumiendo.

Farvel envolvió su vaso con una delgada ramamano y bebió más cerveza. Tras una visible lucha consigo mismo, el espíritu arbóreo volvió a hablar.

—Todavía no ha conseguido retrasar el paso del tiempo, por el momento. —Miró hacia el crepúsculo, visible a través de la puerta abierta, como asegurándose de que seguía allí—. Pero se muere por hacerlo. Se lo puede ver a veces, pero siempre a distancia. Recorre el bosque y vive en las copas de los árboles. Dicen que ha perdido su varita, pero bien terminará encontrándola o se hará una nueva.

»Y luego ¿qué? ¿Os imagináis cómo será? ¿Un crepúsculo eterno? Todo será confuso. Los animales diurnos y las criaturas de la noche guerrearán al no haber nada que los separe. El bosque morirá. El sol rojo se desangrará sobre la tierra hasta ser tan blanco como la luna.

—Yo creía que la bruja había muerto —dijo Alice—. Que los Chatwin la habían matado.

Así que estaba escuchando. ¿Cómo podía mostrarse tan calmada? Farvel y el camarero intercambiaron otra mirada.

—Bueno, quizá fue así. Pero de eso hace mucho, y la capital queda muy lejos. Hace años que los carneros no vienen por aquí y, en el campo, la diferencia entre lo vivo y lo muerto no es una cuestión sencilla de dilucidar. Sobre todo en lo referente a las brujas. ¡Y ha sido vista!

—¿La Relojera? —Quentin intentaba seguir la conversación. Estaban llegando al meollo de la cuestión, la savia empezaba a correr.

—¡Oh, sí! Humildetambor la ha visto. Era delgada y llevaba velo.

—¡Nosotros la oímos! —exclamó Penny, dejándose llevar por el ambiente general—. ¡Oímos el ruido de un reloj en el bosque!

El oso contemplaba su vasito de licor con ojos pequeños y acuosos.

—Respecto de la Relojera… —añadió Penny, impaciente—. ¿Podemos ayudaros con ese problema?

De pronto, Quentin se sintió enormemente cansado. El alcohol que había ingerido, y que hasta ese momento actuaba de estimulante, sin previo aviso pasó a ser su isomorfo químico y se convirtió en sedante. Si antes ardía como combustible de cohetes, ahora le atascaba la maquinaria y lo tumbaba. Su cerebro empezó a desconectar todas las operaciones no vitales. En alguna parte de su ser dio inicio una cuenta atrás autodestructiva.

Se retrepó en su asiento y dejó que su mirada vagara por la estancia. Ése era el momento en que debía actuar, pero lo estaba dejando pasar y se sumía en la disforia. Daba igual, si Penny quería hacerse cargo de las operaciones, le regalaba la función. Ya tenía a Alice, ¿por qué no podía tener también a Fillory? De todos modos, el momento de hacerse el listo había pasado. El árbol mordió el anzuelo, o lo mordieron ellos, o todos a la vez. En cualquier caso, allí estaba. La aventura había llegado.

Hubo momentos en que ésa fue su mayor esperanza, y toparse con la aventura le habría inundado de felicidad. Era todo tan raro, pensó con tristeza. ¿Cómo es que ahora, cuando por fin estaba en Fillory, su atractivo le resultaba tan vulgar y poco deseable? ¿Tan torpe era? Creía haber dejado atrás esa sensación, muy atrás, en Brooklyn, o al menos en Brakebills. ¿Cómo podía haberlo seguido precisamente hasta allí? ¿Hasta dónde tendría que huir de ella? ¡Si Fillory le fallaba, no le quedaría nada! Lo invadió una oleada de pánico y frustración. Tenía que librarse de ella, romper la pauta. Claro que, quizás era otra cosa. ¿Y si el vacío estaba en Fillory y no en él?

Se alejó de la mesa con paso vacilante, rozando el enorme y áspero muslo de Humildetambor, y llegó hasta los servicios, un simple y maloliente agujero en el suelo. Por un segundo creyó que iba a vomitar, lo que no era la peor idea que se le podía ocurrir, pero no pasó nada.

Cuando volvió a la mesa, Penny había ocupado su lugar. Quentin se sentó en el lugar de él y apoyó la barbilla en las manos. Si tan sólo tuvieran drogas. Un colocón en Fillory sería definitivo. Eliot se había acercado a la barra y charlaba con el fauno.

—Lo que necesita esta tierra son reyes y reinas —seguía Farvel, inclinándose sobre la mesa con aire conspirador e invitando a los demás a hacer lo propio—. Los tronos del castillo de Torresblancas llevan demasiado tiempo vacíos, y sólo pueden ocuparlos los hijos e hijas de la Tierra, los de vuestra especie. Pero sólo aquellos que son firmes de corazón pueden aspirar a ganarse esos asientos, ¿entendéis? —dijo con gesto agitado—. Sólo los más firmes de corazón.

Farvel parecía a punto de derramar una viscosa lágrima de savia. ¡Cielos, menudo discurso! Quentin casi podría haber recitado sus frases por él.

Humildetambor se tiró un pedo en tres claras notas.

—¿Y qué implicaría eso exactamente? —preguntó Josh, con un tono de estudiado escepticismo—. Quiero decir, ¿cómo se ganan esos tronos?

Implicaba, explicó Farvel, visitar unas peligrosas ruinas llamadas la Tumba de Ember. En alguna parte de esas ruinas había una corona de plata que una vez, siglos atrás, ciñera la frente del noble rey Martin cuando reinaban los Chatwin. Si conseguían recuperar la corona y devolverla al castillo de Torresblancas, cuatro de ellos al menos podrían ocupar el trono y convertirse en reyes y reinas de Fillory, acabando para siempre con la amenaza de la Relojera. Pero no sería fácil.

—¿Así que necesitamos ineludiblemente esa corona? —preguntó Eliot—. ¿Y si no, qué? ¿No lo conseguiremos?

—Debéis llevar la corona, no hay otro modo. Pero tendréis ayuda. Tendréis guías.

—¿La Tumba de Ember? —repuso Quentin, levantándose con un último esfuerzo—. Espera un momento. ¿Significa eso que Ember ha muerto? ¿Y qué pasa con Umber?

—¡Oh, no, no, no! —se apresuró a exclamar Farvel—. Es sólo un nombre, un nombre tradicional que no significa nada. Es que hace mucho tiempo que no se ve a Ember por estos lugares.

—¿Ember es el águila? —susurró Humildetambor.

—El carnero —corrigió el camarero de uniforme, hablando por primera vez—. Alasamplias era el águila. Un rey falso.

—¿Cómo puedes no saber quién es Ember? —le preguntó Penny al oso con desagrado.

—Oh, cielos, no —protestó el árbol, acercando a la mesa con tristeza su primaveral y festoneado rostro—. No juzgues con demasiada dureza al oso. Debéis comprender que estamos muy lejos de la capital, y que han sido muchos los que han gobernado o intentado gobernar estas verdes colinas desde la última vez que las hollaron los hijos de la Tierra. Los años plateados de los Chatwin se extinguieron hace mucho. Y los posteriores se han forjado con metales más viles. No podéis ni imaginar el caos que hemos padecido. Primero llegó Alasamplias, el águila, y tras él siguieron el Hombre de Hierro Forjado, la Bruja de Lirio, el Portalanzas y San Anselmo. Y el Cordero Perdido y las salvajes depredaciones del Árbol Muy Alto. Y es que aquí estamos tan lejos de la capital y es todo tan confuso… —se lamentó—. Yo sólo soy un abedul, ¿sabéis? Y uno no muy grande.

Una hoja cayó meciéndose sobre la mesa, una única lágrima verde.

—Tengo una pregunta —intervino Janet, tan poco intimidada como siempre—. Si esa corona es tan jodidamente importante, y Ember y Umber y Amber, o como se llamen, son tan poderosos, ¿por qué no la buscan ellos mismos?

—Ah, es que hay leyes para eso —suspiró Farvel—. No pueden. Hay leyes muy elevadas que atan incluso a los que son como ellos. Debéis ser vosotros los que recuperéis la corona.

—Hemos vivido demasiado tiempo —dijo el camarero con tristeza, sin dirigirse a nadie en particular. Estaba recogiendo las copas con una impresionante eficiencia.

* * *

Pasaron la noche en la posada. Los cuartos estaban excavados al estilo hobbit en la colina junto a la que se alzaba la cabaña principal. Eran cómodos, sin ventanas, y silenciosos. Quentin durmió como un muerto.

Al día siguiente se sentaron a una larga mesa de la taberna, para comer huevos frescos y tostadas, y beber agua fría en jarras de piedra, con las mochilas amontonadas en una de las mesas de los reservados. Parecía que los cilindros de oro de Richard daban para mucho en la economía filloriana. Quentin se sentía despejado y, milagrosamente, sin resaca. Sus restauradas facultades apreciaban con fría y nueva claridad los muchos aspectos dolorosos de su reciente historia personal, pero también le permitían apreciar casi por primera vez la realidad de su presencia física en Fillory. ¡Todo era tan real y vívido comparado con sus fantasías de cartón piedra! La sala tenía el aspecto mugriento y humillante de un bar visto a plena luz del día, pegajoso y claramente marcado por clientes poseedores de cuchillos y garras. El suelo estaba pavimentado con viejas piedras molino ligeramente recubiertas de paja y las rendijas entre ellas de arena apelmazada. No se veía por ninguna parte a Farvel, Humildetambor o al barman. Les sirvió un enano brusco pero atento.

En el comedor los acompañaban un hombre y una mujer sentados uno frente a la otra, junto a una ventana, bebiendo café en silencio y mirando de vez en cuando hacia la mesa de los magos. Quentin tenía la clara impresión de que sólo mataban el tiempo, esperando a que ellos acabaran de desayunar. Y así fue.

Cuando despejaron la mesa, la pareja se presentó como Dint, el hombre, y Fen, la mujer. Los dos eran cuarentones y estaban curtidos por los elementos, como si pasaran mucho tiempo al aire libre. Eran sus guías, explicó Dint. Llevarían al grupo hasta la Tumba de Ember, en busca de la corona del rey Martin. Dint era alto y flaco, con una enorme nariz que, junto a unas pobladísimas cejas negras, ocupaba la mayor parte de su cara; iba todo vestido de negro, incluida una larga capa negra, al parecer como expresión de la extrema seriedad con que se veía a sí mismo y a sus habilidades. Fen era más baja y musculosa, y llevaba el pelo rubio muy corto. De tener un silbato colgando del cuello, habría podido pasar por profesora de gimnasia en una escuela privada femenina. Llevaba ropa amplia y práctica, a todas luces diseñada para favorecer la libertad de movimientos en situaciones impredecibles. Proyectaba tanta dureza como amabilidad, y llevaba botas de caña con cordones fascinantemente complejos. Según la dudosa capacidad de Quentin para deducir esas cosas, era lesbiana.

El sol otoñal entraba por las estrechas ventanas talladas en los troncos del Dos Lunas. Quentin estaba sobrio y más ansioso que nunca por ponerse en marcha. Miró con dureza a su hermosa y sencilla Alice: la ira que sentía contra ella era una dura pepita que no sabía si podría digerir o expulsar de sí, como un cálculo renal. Quizá cuando fueran reyes y reinas. Quizás entonces podría hacer ejecutar a Penny, un golpe palaciego que, desde luego, no sería incruento.

Penny propuso que hicieran un juramento para celebrar su objetivo común. A Quentin le pareció que se pasaba, y de todos modos no consiguió quórum. Ya se estaban colocando las mochilas cuando Richard anunció de pronto que podían irse si querían, pero que él se quedaba en la taberna.

Nadie supo cómo reaccionar. Janet intentó hacerle desistir con bromas, y cuando no funcionaron, pasó a las súplicas.

—¡Pero, hemos llegado hasta aquí juntos! —le gritó furiosa, aunque intentando no parecerlo. Era la que más odiaba aquel tipo de deslealtad para con el grupo. Cualquier grieta en la fachada colectiva se la tomaba como un ataque personal contra ella—. Si las cosas se ponen difíciles, siempre podemos dar media vuelta. ¡O utilizar el botón como salida de emergencia! Creo que exageras.

—Pues yo creo que tú no te enteras —dijo Richard—. Y creo que las autoridades mágicas también exagerarán cuando sepan lo lejos que estás llevando esto.

—Si lo descubren —señaló Anaïs—. Que no lo descubrirán.

—Cuando lo descubran —apuntó Janet, acalorada—, esto será el hallazgo del siglo y haremos historia, y tú te lo estás perdiendo. Y si no eres capaz de verlo, la verdad, ni siquiera comprendo para qué has venido.

—Vine para impedir que cometierais alguna estupidez, que es lo que intento hacer ahora.

—Como quieras. —Le puso la mano en la cara, antes de alejarse con el rostro desencajado—. A nadie le importa si vienes o no. De todos modos, sólo hay cuatro tronos.

Quentin casi esperaba que Alice se uniera a Richard, pues daba la impresión de aferrarse a su valor con las yemas de los dedos. Se preguntó por qué no había renunciado ya; era demasiado delicada para una situación tan imprevisible como aquélla. En cambio, Quentin opinaba todo lo contrario: para él, el peligro residía en retroceder o no hacer nada. El único camino que le quedaba era seguir hacia delante. El pasado era una ruina, pero el presente seguía existiendo. Si pretendían impedir que fuera a la Tumba de Ember, tendrían que atarlo de pies y manos.

Richard no cedió, así que se marcharon sin él, precedidos por Dint y Fen. Antes de desviarse del camino e internarse en el bosque, siguieron durante un breve tramo las huellas del carruaje del día anterior. Pese a la gloria implícita en su elevado y noble objetivo, daban la impresión de ser una clase de párvulos dando una excursión por la naturaleza, con los niños jugando y los monitores adultos, de aspecto serio y responsable, controlándolos para que volvieran a la fila en cuanto se alejaban demasiado. Se estaban relajando por primera vez desde que llegaron a Fillory, siendo ellos mismos, en vez de jugar a los intrépidos héroes exploradores. Unos muros de piedra de escasa altura atravesaban el bosque, y se turnaron haciendo equilibrios sobre ellos. Nadie sabía quién los había construido ni por qué. Josh protestó, preguntando dónde estaba el Caballo Confortable cuando lo necesitaban. No tardaron mucho en cambiar el bosque por un laberinto de prados bañados por el sol y, más tarde, por campos cultivados.

No le habría costado nada hablar a solas con Alice, pero cada vez que Quentin ensayaba lo que iba a decirle, por bien que empezase, llegaba el momento en que le preguntaba qué había pasado con Penny, y toda la escena se volvía blanca como la filmación de una explosión nuclear. Así que decidió conversar con los guías.

Ninguno de los dos era muy parlanchín. Dint no mostró el menor interés al enterarse de que los visitantes también eran magos, pero resultó que no tenían gran cosa en común. Él sólo conocía la magia de combate, apenas era consciente de que hubiera de otra clase.

Quentin tuvo la impresión de que no quería revelar ningún secreto del oficio. Al menos se mostró franco en una cosa.

—Yo mismo me la cosí —dijo, algo tímidamente, apartando la capa a un lado para mostrarle a Quentin el chaleco bandolera que llevaba debajo, con hileras de bolsillos—. Aquí guardo hierbas, polvos y todo lo que pueda necesitar. Si estoy conjurando un hechizo que necesite un componente material, sólo tengo que hacer así… —Realizó una serie de rápidos movimientos, coger y espolvorear, que evidentemente había practicado durante mucho tiempo—. Y listo.

Después recuperó su expresión severa y volvió a sumergirse en su silencioso meditar. Llevaba una varita, algo que casi nadie usaba en Brakebills, se consideraba algo vergonzante, como una bicicleta de cuatro ruedas o una ayuda marital.

Fen era abiertamente más amistosa, pero también más difícil de entender. No era maga y no parecía llevar arma alguna, pero quedaba claro que era el músculo de la pareja. Por lo que pudo deducir Quentin, era una especie de artista marcial y su disciplina se llamaba inc aga, palabras intraducibles, pertenecientes a una lengua de la que Quentin no había oído hablar nunca. Las costumbres de la mujer eran muy estrictas: no podía vestir armadura, ni tocar oro o plata, y casi no comía. A Quentin le resultaba imposible adivinar cómo sería el inc aga una vez puesto en práctica, ya que sólo lo describía con metáforas abstractas y elevadas.

Dint y ella eran aventureros de profesión.

—Ya no quedamos muchos —confesó Fen, mientras sus cortas y sólidas piernas conseguían de algún modo devorar las distancias más deprisa que las largas y delgadas de Quentin. No lo miraba al hablar, sus ojos saltones examinaban continuamente el horizonte buscando peligros potenciales—. Humanos, quiero decir. Fillory es un lugar agreste, y cada vez lo es más. El bosque se propaga, y se hace más profundo y oscuro. En verano talamos los árboles, a veces incluso los quemamos, y luego marcamos los límites del bosque. Al verano siguiente, esos límites están enterrados cien metros bosque adentro. Los árboles se tragan las granjas, y los granjeros se van a vivir a los pueblos. ¿Dónde viviremos cuando todo Fillory sea bosque? Cuando yo era niña, el Dos Lunas estaba en un campo abierto. A los animales no les importa —añadió con amargura—. Les gusta así.

Se sumió en el silencio y Quentin creyó que era buen momento para cambiar de tema. Se sentía como el soldado paleto de Dubuque, Iowa, hablando con el veterano vietnamita adjunto a su unidad.

—No quiero parecer vulgar, pero ¿te estamos pagando por esto? ¿O te paga otro?

—El éxito será pago suficiente.

—Pero ¿por qué querrías que alguien de nuestro mundo sea rey? ¿Alguien a quien no conoces? ¿Por qué no un nativo de Fillory?

—Sólo los de tu clase pueden sentarse en los tronos del castillo de Torresblancas. Es la ley. Siempre ha sido así.

—Pues no tiene sentido. Y te lo dice alguien que puede beneficiarse de esa ley.

Fen hizo una mueca. Los ojos saltones y los gruesos labios conferían a su rostro un cierto aire de pescado.

—Los nuestros llevan siglos matándose y traicionándose mutuamente —explicó—. ¿Cómo podéis ser peores? El reinado de los Chatwin es la última época pacífica que puede recordar nadie. Vosotros no conocéis a nadie de aquí, no tenéis historia ni cuentas que saldar. No pertenecéis a ninguna facción. —Miró fijamente al camino que tenían delante, mordiéndoselas palabras. La amargura en su voz no tenía fondo—. Tiene un sentido político completo. Hemos alcanzado un punto en que la ignorancia y la negligencia son las únicas virtudes que aspiramos a encontrar en un gobernante.

El resto del día lo pasaron cruzando suaves colinas, con los pulgares enganchados en las correas de las mochilas. Unas veces, siguiendo caminos de piedra; otras, atajando por prados donde los grillos saltaban desde las hierbas altas para apartarse de su camino. El día era fresco y el cielo despejado.

Fue una excursión cómoda, de principiante. Cantaron un poco, y Eliot señaló a un risco que, estaba seguro, «gritaba a los cuatro vientos» ser perfecto para cultivar uvas pinot. En ningún momento vieron un pueblo o a otro viajero. Los árboles y verjas ocasionales junto a los que pasaban proyectaban una sombra precisa, clara y recta, como grabada a fuego. Aquello hizo que Quentin se preguntara cómo funcionaban realmente las cosas en Fillory. Apenas existía gobierno central, por tanto, ¿cuál era la función de un rey? Toda la economía política parecía haberse estancado en una Edad Media feudal, aunque también se percibieran elementos de cierta tecnología victoriana. ¿Quién habría hecho aquel precioso carruaje Victoriano que casi los atropella? ¿Qué artesanos fabricaban las entrañas de los relojes, tan ubicuos en Fillory? ¿O esas cosas eran producto de la magia? En todo caso, Fillory debía mantener a propósito un estado agrario preindustrial. Como los amish.

A mediodía presenciaron uno de los famosos eclipses diurnos de Fillory, y observaron algo que no describía ninguna de las novelas: la luna de Fillory no era una esfera, sino una luna creciente, un elegante arco plateado que navegaba por el cielo, rotando lentamente alrededor de su vacío centro de gravedad.

Acamparon al anochecer en un deshilachado prado cuadrado. La Tumba de Ember, les informó Dint, se encontraba en el siguiente valle, y era preferible no pasar la noche cerca de ella. Se repartió con Fen los turnos de guardia; Penny se presentó voluntario para cubrir alguno, pero declinaron amablemente la oferta. Comieron unos bocadillos de rosbif que habían preparado en la Tierra, desenrollaron los sacos de dormir y se tumbaron al aire libre, con los cuerpos aplastando la áspera y dura hierba verde debajo de ellos.