Formaron un círculo en la sala de estar cogidos de la mano, con las mochilas a la espalda. Parecía la ceremonia de iniciación de una fraternidad, como si fueran a tomarse un ácido, cantar a capella o batir algún récord absurdo. El rostro de Anaïs ardía de excitación, y daba saltitos a pesar de la mochila, lo sucedido la noche anterior no le había afectado para nada. Era la única de los reunidos que parecía feliz de estar allí.
Lo más curioso es que había funcionado. Quentin no lo dejó estar, siguió persiguiéndolos y con el tiempo acabaron por ceder, ofreciendo una resistencia sorprendentemente escasa. El día había llegado. En parte porque les aterrorizaban sus brillantes y doloridos ojos, pero también porque en el fondo sabían que tenía razón: era el momento adecuado y sólo esperaban que apareciera alguien para guiarlos, aunque estuviese tan evidentemente borracho y loco como Quentin.
Quentin volvió la vista al pasado, en sentido filosófico, y se dio cuenta de que siempre había pensado que aquél sería un día feliz, el más feliz de su vida. Era curioso las sorpresas que da la vida. Pequeñas jugarretas del destino.
Si no era feliz, al menos se sentía inesperadamente liberado. Al menos ya no estaba encogido por la vergüenza. Lo que sentía era una emoción pura, sin adulterar por recelos, prevenciones o condiciones. Alice ya no era la santa de alabastro, ya no le resultaba tan difícil mirarla a los ojos al otro lado del círculo. ¿Y acaso no era vergüenza lo que asomaba a sus ojos por momentos? Quizás estaba descubriendo lo que era el remordimiento, lo que se sentía. Ahora estaban juntos en el barro.
Pasaron la mañana reunidos y preparando el equipo y los víveres, que de todos modos ya estaban empaquetados, yendo a buscar a los que se perdían en los lavabos, dudando sobre qué zapatos ponerse o por qué tenían que salir al prado sin un motivo claro. Por fin lograron juntarse todos en la sala de estar, cargando el peso en un pie, luego en otro, mirándose y diciendo:
—¿Listo?
—¿Listo?
—¿Todo listo?
—Vamos a hacerlo.
—¡Hagámoslo ya!
—¡Listo!
—¡Listo!
—Vamos…
Y entonces Penny debió de tocar el botón, porque todos ascendieron a la vez a través de la fría negrura de tinta.
* * *
Quentin fue el primero en salir del estanque, cargando el lastre de la mochila. Estaba sobrio, de eso estaba muy seguro, pero seguía furioso, furioso y rebosando autocompasión. Déjala fluir. No quería tocar a nadie ni que nadie lo tocara, pero le gustaba estar en la Ciudad. Allí todo era tranquilo y silencioso. Si tan sólo pudiera tumbarse un momento, sobre esas viejas piedras gastadas, sólo un momento, quizá podría dormir algo.
La cara alfombra persa sobre la que habían estado formando un círculo les había seguido flotando hasta la negrura. De algún modo, también la había atravesado accidentalmente. ¿Acaso el botón la había confundido con ropa? Era curioso cómo funcionaban esas cosas.
Quentin esperó, mientras los demás salían forcejeando de la fuente. Se amontonaron en el borde, apoyándose unos en otros, lanzando las mochilas por encima del borde de piedra y arrastrándose luego tras ellas.
Eliot miró rápidamente a su alrededor, asumiendo el mando de la operación.
—Bueno, pasemos a la fase dos.
Penny se había alejado. Estaba estudiando un conjunto de losetas de cerámica en una pared.
—Esto es interesante —dijo Penny—. ¿Qué crees que…?
—Eh, gilipollas. —Quentin chasqueó los dedos ante la cara de Penny. En ese momento no tenía problemas para mostrar su hostilidad claramente. Se sentía muy desinhibido—. ¿No has oído? Fase dos, gilipollas. Vamos.
Esperaba que Penny reaccionara y fuera a por él, conseguir la revancha de su pequeño Club de la Lucha. Pero éste se limitó a mirarlo tranquilamente y dar media vuelta, aprovechando la oportunidad de situarse por encima de él, de ser el adulto, el ganador elegante. Agitó un espray de pintura naranja industrial y marcó el suelo que rodeaba la fuente con cruces; entonces partió en la dirección que él llamaba palacio, más allá del elegante palazzo blanco que se veía en la plaza. No era ningún secreto hacia dónde se dirigían: la escena estaba descrita en el libro con la prosa clara y sin ambigüedades de Plover. Los Chatwin necesitaron cruzar tres plazas en dirección palacio y una a la izquierda para llegar a la fuente que conducía a Fillory. Los demás lo siguieron desordenadamente, chapoteando con la ropa mojada.
En el último tramo cruzaron un puente de piedra sobre un estrecho canal. El trazado de la ciudad le recordaba a Quentin un tablero de welters pero en versión gigante. Puede que el juego fuera un reflejo distante y apenas inteligible de Ningún Lugar que se había filtrado hasta la Tierra.
Se detuvieron en una plaza cuidada y más pequeña que la de llegada, dominada por un enorme y digno edificio de piedra que habría podido hacer las veces de ayuntamiento en algún pueblo medieval francés. El reloj en lo alto de la fachada marcaba las doce. ¿Mediodía o medianoche? La lluvia arreció. En el centro de la plaza había una fuente redonda, con la estatua de un Atlas semiaplastado bajo un orbe de bronce.
—¡Bueno! —exclamó Penny, en un tono innecesariamente elevado. Era el gran jefe de pista. Quentin se dio cuenta de que estaba nervioso. Ya no eres tan duro, ¿eh, donjuán?—. Esta es la que usan en las novelas. Así que voy a cruzarla para comprobar qué tiempo hace.
—¿Qué quieres, un redoble de tambores? —soltó Janet—. ¡Venga, ve!
Penny sacó del bolsillo el botón blanco y lo apretó en el puño. Respiró hondo, subió al borde de la fuente y saltó con las piernas rectas a la tinta negra. En el último momento, un reflejo hizo que se tapara la nariz. Cayó dentro y desapareció. El líquido se lo tragó.
Hubo un largo silencio. El único sonido procedía de las salpicaduras de la fuente creadas por el salto. Pasó todo un minuto hasta que la cabeza de Penny rompió la superficie, escupiendo líquido y resoplando.
—¡Ha funcionado! —gritó—. ¡Hace calor! ¡Es verano! ¡Allí es verano!
—¿Era Fillory? —preguntó Josh.
—¡No lo sé! —Penny sorteó a gatas el borde de la fuente, jadeando—. Es un bosque. Ni rastro de habitantes.
—Me vale —dijo Eliot—. Vamos todos.
Richard ya rebuscaba en las mochilas para sacar la ropa de invierno: las parkas nuevecitas, los gorros de lana y los calcetines de colores eléctricos, formando un creciente montón multicolor.
—Alineaos y sentaos en el borde —dijo por encima del hombro—. Los pies en el agua, cogeos de la mano.
Quentin quiso soltar algún sarcasmo pero no se le ocurrió ninguno. El borde del estanque tenía pesados anillos de hierro oxidado, que habían manchado la piedra con un oscuro tono marrón ferroso. Bajó los pies hasta la tinta. Parecía ligeramente más líquida que el agua, pero más consistente que el alcohol clínico. Miró hacia sus zapatos sumergidos. No consiguió verlos.
Una pequeña parte de su ser seguía cuerda y sabía que estaba descontrolado, pero no era la parte que mandaba en ese momento. Todo lo que decían los demás le parecía tener doble sentido para recordarle lo ocurrido entre Alice y Penny. Incluso el Atlas de la fuente parecía burlarse de él. Estaba aturdido por la falta de sueño y cerró los ojos. Sentía la cabeza enorme, difusa y vacía, como si tuviera una nube sobre sus hombros. Y la nube empezaba a disiparse. Se preguntó si no se desmayaría, le encantaría desmayarse. En su cerebro había un punto muerto, y quería que ese punto se propagara, se metastatizara por toda la cabeza y devorara todos sus dolorosos pensamientos.
—¿Armadura corporal? —estaba diciendo Eliot—. Cielos, Anaïs, ¿has leído las novelas? No vamos a ningún tiroteo. Lo más probable es que acabemos comiendo magdalenas con un conejo parlante.
—Bueno —dijo Penny—. ¿Preparados?
Los ocho estaban sentados alrededor de la fuente formando un semicírculo, inclinados para dejarse caer sin usar las manos, que por cierto aferraban con fuerza los anillos. Janet se recostó en el hombro de Eliot, descubriendo su pálido cuello. A la derecha de Quentin, Josh lo estudiaba preocupado, le dio un fuerte abrazó que lo animó.
—No pasa nada, tío —susurró—. Vamos. Estás bien. Puedes hacerlo.
Miraron a su alrededor por última vez y cerraron los ojos, sintiendo un escalofrío. Eliot citó el Ulises de Tennyson, la frase en la que habla de buscar nuevos mundos y navegar hacia la puesta de sol. Alguien lanzó un grito de entusiasmo, quizás Anaïs, ya que tenía acento francófono. Pero Quentin no gritó, se quedó mirando fijamente el regazo y esperó que cada segundo cayera sobre él por turno, como intrusos a los que no has invitado. A una señal de Penny se dejaron caer juntos en la fuente, no muy sincronizados pero casi, con un cierto aire a lo Busby Berkeley. Janet cayó más o menos de cara contra la tinta.
Fue una caída, una zambullida: salir de Ningún Lugar significaba descender, como tirarse en paracaídas, pero caían demasiado deprisa; era algo entre el paracaídas y la caída libre, sin que el viento te azotara. Durante un largo y silencioso momento pudieron verlo todo: un mar de copas de árboles extendiéndose hasta el horizonte, un verdor preindustrial dando paso a prados cuadrados en una dirección que Quentin supuso que era el norte, calculando a partir del pálido sol que flotaba en un cielo blanco. Intentó fijar la vista en él mientras caían. El suelo se precipitó hacia ellos dispuesto a golpearlos.
Entonces, de pronto, ya estaban, habían caído. Quentin flexionó instintivamente las rodillas, pero no tuvo que absorber ningún impacto ni contrarrestar ninguna inercia. Estaban todos allí, de pie.
Pero ¿dónde era allí? No un claro, precisamente. Más bien una zanja poco profunda, con el fondo cubierto de hojas muertas, arcilla, ramitas y otros detritus arbóreos, una trinchera que atravesaba el bosque. Quentin se incorporó apoyando una mano en la inclinada ladera. La luz se filtraba débilmente por entre las masificadas ramas de las alturas. Un pájaro cantó y se alejó. Aparte de eso, el silencio era profundo y espeso.
Se habían dispersado en la transición, como un grupo de paracaidistas tras efectuar un salto, pero todos seguían estando dentro del campo visual de los demás. Richard y Penny forcejeaban para salir de un enorme matorral reseco; Alice y Anaïs estaban sentadas en el tronco de un árbol colosal que atravesaba la zanja, como si fueran muñecas que un niño gigante hubiera colocado allí cuidadosamente; y Janet también estaba sentada en el suelo, con las manos en los muslos, recuperando el aliento.
Toda la escena tenía una profunda sensación de abandono. No era un bosque cuidado o talado, sino primitivo. Así es como crecen los árboles abandonados a sus propios recursos.
—¿Penny? —Josh se encontraba en el borde de la trinchera con las manos en los bolsillos, mirando hacia ellos. Parecía incongruentemente acicalado con su chaqueta y su camisa, pero sin corbata. Como todos, estaba calado hasta los huesos—. Hace frío, Penny. ¿Por qué coño hace frío?
Era verdad. El aire era seco y cortante, y la ropa estaba congelándose rápidamente. Sus alientos brotaban blancos con frígida quietud, una suave nieve caía desde el cielo blanco y el suelo bajo las hojas caídas era duro. Estaban en pleno invierno.
—No lo sé —respondió Penny, frunciendo el ceño y mirando alrededor—. Antes era verano, os lo aseguro. ¡Hace un segundo hacía calor!
—¿Puede alguien ayudarme a bajar, por favor? —Anaïs miraba el suelo desde su posición en el gigantesco tronco de árbol con cierta duda. Josh la cogió galantemente por la estrecha cintura y la bajó; ella soltó un gritito, complacida.
—Es por ese asunto del tiempo, se me acaba de ocurrir… —apuntó Alice—. Igual han pasado seis meses en tiempo de Fillory desde que Penny estuvo aquí. O sesenta años, tal como funcionan aquí las estaciones. Siempre pasaban estas cosas en las novelas. No hay forma de predecirlo.
—Pues yo predigo que en cinco minutos se me habrán helado las tetas —aseguró Janet—. Que alguien vuelva a por los abrigos.
Todos estuvieron de acuerdo en que Penny volviese por las parkas. Estaba a punto de usar el botón, cuando Eliot saltó de repente hacia él y le sujetó el brazo. Indicó, con toda la calma posible, que si las corrientes temporales de Fillory y Ningún Lugar se movían a una velocidad distinta, cuando Penny volviera con ellos podrían haber pasado días o años, al menos desde el punto de vista filloriano. Para entonces podrían haber muerto congelados, de vejez o por la acumulación de incontables problemas igualmente graves. Si iban a por la ropa, debían hacerlo todos juntos.
—Olvidadlo —dijo Janet, negando con la cabeza—. No pienso volver a bañarme en esa mierda negra. Todavía no.
Nadie lo discutió. De todos modos nadie quería irse tan pronto, no cuando por fin estaban en Fillory o donde fuera. No irían a ninguna parte sin echar al menos un vistazo. Penny empezó una ronda con su hechizo para secar la ropa.
—Creo que ya sé por dónde debemos ir —aseguró Alice, que seguía sentada en el tronco de árbol. La nieve empezaba a acumularse en sus oscuros cabellos—. Al otro lado, esta zanja se convierte en un sendero. Y hay algo más. Vais a querer verlo por vosotros mismos.
Si se quitaban la mochila, podían pasar a cuatro patas por debajo del enorme tronco, hundiendo manos y rodillas en la espesa capa de hojas cubiertas de escarcha. Eliot fue el último, tras pasarles las mochilas a los demás. Se incorporaron al otro lado, sacudiéndose la tierra de las manos. Penny se apresuró para ayudar a Alice a bajar del tronco, pero ella lo ignoró y saltó sola, aunque supusiera caer sobre manos y rodillas, y tener que volver a incorporarse. Quentin pensó que no parecía especialmente encantada de la aventura de la noche anterior.
A un lado del camino se veía un pequeño roble de corteza gris oscura, casi negra, con ramas retorcidas y onduladas, y abundantes hojas. Incrustado en el tronco a la altura de sus cabezas, como si el árbol se hubiera limitado a crecer a su alrededor, podía verse la esfera de un reloj de unos treinta centímetros de diámetro.
Sin pronunciar palabra, uno a uno treparon por la ladera para poder verlo más de cerca. Era uno de los árbolesreloj de la Relojera.
Quentin palpó la parte donde la dura y áspera corteza se encontraba con el bisel de plata vieja que contenía la circunferencia. Cerró los ojos y siguió la curva con el dedo. Era sólido, frío y real. Estaba allí de verdad. Estaban en Fillory. Ya no había ninguna duda.
Y ahora que por fin estaban allí, todo saldría bien. Quentin no sabía cómo, pero saldría bien. Tenía que salir bien. Quizá fuera debido a la falta de sueño, pero unas cálidas lágrimas surcaron sus mejillas, dejando un helado rastro tras ellas. Cayó de rodillas en contra de todos sus deseos e instintos, se llevó las manos a la cabeza y hundió la cara en las frías hojas. Un sollozo pugnó por abrirse paso en su garganta y, por un momento, se dejó llevar. Alguien, nunca supo quién —aunque no fue Alice—, le puso una mano en el hombro. Estaban donde debían estar. Aquí lo recogerían, lo limpiarían y volverían a hacer que se sintiera seguro, feliz y completo. ¿Cómo era posible que todo hubiese salido tan mal? ¿Cómo habían podido ser tan estúpidos Alice y él? Bueno, ya no importaba. Ésta era su vida, la vida que siempre había deseado. Por fin la tenía.
Y en su cabeza afloró con repentina urgencia la idea de que Richard tenía razón: debían encontrar a Martin Chatwin, si es que seguía con vida. Ésa era la clave. Y ahora que estaba allí no pensaba volver a rendirse. Quería conocer su secreto para poder quedarse en Fillory para siempre, para que su estancia fuera duradera, permanente.
Quentin se puso en pie avergonzado y se secó las lágrimas con la manga.
—Bueno —dijo por fin Josh, rompiendo el silencio—. Creo que esto es definitivo. Estamos en Fillory.
—Se supone que estos árboles-reloj son cosa de la Relojera —apuntó Quentin, sorbiendo todavía—. Todavía debe de andar por aquí.
—Creí que estaba muerta —dijo Janet.
—Quizás hayamos llegado a una época anterior —sugirió Alice—. Quizás hemos retrocedido en el tiempo. Como La chica que le habló al tiempo.
Janet, Quentin y ella seguían sin mirarse al hablar.
—Es posible. Igual dejaron crecer algunos, incluso después de deshacerse de ella. Recordad que vieron uno en La duna errante.
—Nunca pude acabar ese libro —gruñó Josh.
—Me pregunto… —dijo Eliot estudiando el árbol—. ¿Creéis que podríamos llevarnos esta cosa a Brakebills? Sería un regalo de la hostia para Fogg.
Nadie más parecía dispuesto a seguir especulando en esa línea. Josh señaló a Eliot con dos dedos y formó con los labios la palabra «capullo».
—¿Será buena la hora que marca? —especuló Richard.
Quentin podría haberse quedado allí todo el día contemplando el árbolreloj, pero el frío no les permitía quedarse quietos. Las chicas ya se alejaban y, aunque reticente, las siguió. No tardaron en recorrer la trinchera-sendero formando un grupo desigual, internándose en Fillory. El sonido de sus pies arrastrándose entre las hojas secas resultaba ensordecedor en medio de aquel silencio.
Nadie habló. Pese a todos los cuidadosos preparativos, habían hablado muy poco de sus planes u objetivos, pero ahora que estaban allí resultaban obvios. ¿Por qué molestarse en planificar una aventura? Estaban en Fillory… ¡la aventura los encontraría a ellos! A cada paso que daban, esperaban que una aparición o una revelación maravillosa surgiera trotando del bosque a su encuentro, pero de momento brillaban por su ausencia. Era casi anticlimático. ¿O sólo estaban viviendo los prolegómenos de un encuentro realmente asombroso? Los restos de antiguos muros de piedra se perdían entre los arbustos, y los árboles que los rodeaban permanecían inmóviles y testarudamente inanimados, incluso después de que Penny, movido por su espíritu de exploración y descubrimiento, se presentara formalmente ante varios de ellos. Los pájaros gorjeaban aquí y allá, volando y posándose en las ramas altas de los árboles, pero ninguno de ellos les ofreció consejo alguno. Hasta el menor detalle de aquel escenario parecía superluminoso y saturado de significado, como si el mundo que los rodeaba estuviese literalmente compuesto de letras y palabras, grabados en alguna mágica escritura geográfica.
Richard sacó una brújula, pero descubrió que la aguja estaba bloqueada, inmovilizada contra el fondo de cartón, como si el polo magnético de Fillory se encontrase bajo tierra, justo debajo de sus pies. La arrojó a un arbusto. Janet caminaba dando saltitos, con las manos debajo de las axilas para protegerlas del frío. Josh especulaba sobre el hipotético contenido de una imaginaria revista porno para árboles inteligentes que se titularía Enthouse.
Caminaron durante veinte minutos, media hora como mucho. Quentin se echaba el aliento en las manos o se las metía dentro de las mangas del jersey. Estaba por completo despierto y sereno, al menos de momento.
—Necesitamos algunos faunos en esta escena —dijo Josh, sin dirigirse a nadie—. O un duelo a espada, o lo que sea.
El camino describió vueltas y revueltas hasta que bruscamente desapareció. Cada vez tenían que dedicar más esfuerzos a abrirse paso entre el follaje, y se produjeron los primeros desacuerdos sobre si aquello era o no un camino, si sólo se trataba de una franja de bosque más desarbolado, o incluso si los árboles se movían de forma sutil e imperceptible para interponerse en su camino. Esta última aportación fue de Penny. Antes de que pudieran alcanzar un consenso llegaron a un riachuelo que se filtraba entre el bosque.
Era un encantador arroyuelo invernal, ancho y poco profundo, resplandeciente, que fluía como encantado de haber encontrado ese cimbreante lecho. Se agruparon en la orilla sin decir palabra. Las piedras que emergían de la superficie estaban coronadas de nieve y los suaves remolinos de las orillas estaban recubiertos de hielo. Una rama que sobresalía del bosque y llegaba hasta el centro del arroyo aparecía cargada en toda su extensión de estalactitas fabulosas y góticos contrafuertes de hielo. No tenía nada de sobrenatural, pero satisfizo temporalmente su apetito por las maravillas. En la Tierra habría sido un riachuelo encantador, nada más, pero el hecho de ver algo como aquello en Fillory, en otro mundo, y que posiblemente fueran los primeros seres humanos en verlo, lo convertía en un milagro resplandeciente.
Se quedaron contemplándolo en arrebatado silencio durante todo un minuto, antes de que Quentin se diera cuenta de que, justo delante de ellos, en la parte más profunda del riachuelo, asomaban la cabeza y los hombros desnudos de una mujer.
—Oh, Dios mío —exclamó, retrocediendo un paso torpemente—. Mierda. Chicos.
Era surrealista. La mujer estaba, casi con total seguridad, muerta. Su cabello era oscuro y aparecía cubierto de pegotes de hielo; sus ojos, que parecían mirarles directamente, tenían un color azul medianoche y no se movían ni pestañeaban, y su venosa piel era de un pálido gris perlado. Tendría dieciséis años como mucho, y las pestañas cuajadas con escarcha.
—¿Está…? —Alice no terminó la pregunta.
—¡Eh! —llamó Janet—. ¿Te encuentras bien?
—Tenemos que ayudarla, hay que sacarla de ahí. —Quentin intentó acercarse, pero resbaló en una piedra y su pierna se hundió en el agua hasta la rodilla. Luchó por sacarla con el pie ardiendo por el frío—. Necesitamos cuerda. Sacad cuerda. Llevamos cuerda en una de las mochilas.
El arroyo no parecía tan profundo como para que la chica estuviera tan sumergida y Quentin se preguntó, horrorizado, si no estarían viendo un cuerpo cortado por la mitad y arrojado al agua. ¿Una cuerda? ¿En qué estaban pensando? Eran unos puñeteros magos. Dejó la mochila y empezó a recitar un sencillo hechizo cinético que la elevara del agua.
Sintió la calidez premonitoria del hechizo formándose en las yemas de sus dedos, y el peso del cuerpo en su mente. Disfrutaba volviendo a utilizar la magia, consciente de que, a pesar de todo, aún podía concentrarse. Nada más empezar se dio cuenta de lo distintas que eran allí las Circunstancias respecto de la Tierra: diferentes estrellas, diferentes mares, diferente… todo. Gracias a Dios trabajaba principalmente con la voz. Poco a poco, la mujer se elevó chorreando agua. Estaba entera y desnuda. Su cuerpo era esbelto, y los pechos pequeños, adolescentes, con los pezones de un púrpura pálido. Parecía helada, pero se estremeció cuando la magia actuó sobre ella. Sus ojos despertaron y enfocó la mirada. Frunció el ceño mientras alzaba una mano, bloqueando de algún modo el hechizo antes de que terminase, con los pies todavía sumergidos en las gélidas aguas.
—Soy una náyade. No puedo salir del arroyo.
Por su voz, bien podría haber estado todavía en el instituto. Sus ojos se encontraron con los de Quentin.
—Tu magia es torpe —le recriminó.
Era electrizante. Quentin comprendió que no era humana; tenía los pies y las manos palmeados. Oyó un ruido a su izquierda. Penny. Se estaba arrodillando en la nevada orilla.
—Pedimos humildemente perdón —dijo, con la cabeza gacha—. Pedimos humildemente tu perdón.
—¡Por todos los cielos! —susurró Josh—. ¡Será capullo!
La ninfa desvió la mirada e inclinó la cabeza a un lado, como una niña. El agua del arroyo goteaba por su piel desnuda.
—¿Admiras mi belleza, humano? —preguntó dirigiéndose a Penny—. Tengo frío. ¿Querrías calentarme con tu piel ardiente?
—Por favor —suplicó Penny, sonrojándose—. Si quieres encomendarnos una misión, la llevaremos a cabo con entusiasmo, con mucho entusiasmo y… mmm…
Janet acudió en su rescate.
—Venimos de la Tierra —explicó con firmeza—. ¿Hay una ciudad por aquí cerca a la que puedas llevarnos? ¿El castillo de Torresblancas, tal vez?
—… Acataremos todos tus deseos —intervino Penny.
—¿Sirves a los carneros? —preguntó Alice.
—Yo no sirvo a falsos dioses, chica humana. Tampoco a falsas diosas. Sirvo al río, y el río me sirve a mí.
—¿Hay más humanos aquí? —se interesó Anaïs—. ¿Como nosotros?
—¿Como tú? —La ninfa sonrió con picardía y la punta de una sorprendente lengua azul asomó por un instante entre unos dientes con aspecto de ser muy afilados—. Oh, no. Como vosotros no. ¡Ninguno está tan maldito como vosotros!
En ese momento, Quentin sintió que su hechizo telequinético desaparecía. No sabía cómo, pero ella lo había anulado sin una palabra ni un gesto. En ese mismo instante, la náyade giró y se zambulló, alzando al aire sus pálidas nalgas de doncella y desapareciendo en unas aguas demasiado poco profundas para cubrirla.
Un momento después volvió a asomar la cabeza.
—Temo por vosotros, niños humanos. Esta no es vuestra guerra.
—No somos niños —protestó Janet.
—¿Qué guerra? —preguntó Quentin.
Ella volvió a sonreír. Entre los labios color lavanda asomaron dientes puntiagudos y entrecruzados como los de un pez depredador. Algo goteaba en su mano palmeada.
—Un regalo del río. Usadlo cuando hayáis perdido toda esperanza.
Lo lanzó hacia lo alto y Quentin lo cogió al vuelo con una mano, sintiéndose desproporcionadamente aliviado por no haber fallado. Gracias a Dios por sus viejos reflejos de malabarista. Cuando volvió a mirar hacia la ninfa, ésta ya había desaparecido. Se quedaron solos junto al susurrante arroyo.
Quentin sostenía un pequeño cuerno de marfil veteado de plata.
—¡Vale! —exclamó Josh. Entrechocó las manos y se las frotó—. Desde luego, ya no estamos en Kansas, Toto.
Se agruparon para estudiar el cuerno. Quentin se lo pasó a Eliot, que lo hizo girar un par de veces, examinando primero un extremo y luego el otro.
—No siento nada —dijo Eliot—. Parece algo que podrías comprar en la tienda de regalos de cualquier aeropuerto.
—No tienes por qué sentir nada —señaló Penny con tono áspero. Cogió el cuerno y lo metió en su mochila.
—Deberíamos haberle preguntado si esto es Fillory —apuntó Alice en voz baja.
—Claro que es Fillory. —Penny parecía indignado por la duda.
—Me gustaría estar segura. Y me gustaría saber por qué estamos malditos.
—¿A qué guerra se referiría? —preguntó Richard, frunciendo el ceño—. Eso provoca muchas preguntas.
—Y no me gustaron esos dientes —dijo Alice.
—¡Cielos! —exclamó Josh—. ¡Cielos! ¡Eso era una náyade, chicos! ¡Acabamos de ver una ninfa del río! ¿A que mola, eh? ¡Estamos en el puto Fillory, tíos!
Agarró a Quentin por los hombros y lo sacudió. Corrió hasta Richard y chocó pecho contra pecho.
—¿Puedo decir que estaba muy buena? —sugirió Janet.
—¡Oh, sí! ¡La prefiero a cualquier fauno! —aseguró Josh. Anaïs le dio un golpecito amistoso con la mano abierta.
—Eh, estáis hablando de la novia de Penny —dijo Janet—. Mostrad algo de respeto.
La tensión se disolvió, y hablaron entre ellos, burlándose unos de otros y asombrándose de lo extrañamente mágico que había sido todo. ¿Se volvía líquida al sumergirse en el arroyo? De no ser así, ¿cómo podía desaparecer en aguas tan poco profundas? ¿Y cómo habría anulado el hechizo de Quentin? ¿Qué función tendría dentro del ecosistema mágico? ¿Y qué era ese cuerno? Alice ya estaba hojeando sus gastados libros de Fillory, buscando alguna referencia… ¿No había encontrado Martin un cuerno mágico en el primer libro?
Pasado un rato empezaron a darse cuenta de que llevaban cuarenta y cinco minutos a la intemperie, en pleno invierno, vistiendo poco más que vaqueros y jerséis. Hasta Janet admitió que era hora de volver a la Ciudad. Eliot reunió a los dispersos, y todos se cogieron de la mano junto a la orilla del riachuelo.
Formaron un círculo, todavía excitados por lo ocurrido, e intercambiaron alegres miradas conspirativas. Entre ellos tenían malos rollos personales, vale, pero eso no tenía por qué estropear su aventura, ¿verdad? Estaban haciendo algo importante, lo que habían esperado y ansiado toda su vida… ¡lo que estaban destinados a hacer! Habían encontrado la puerta mágica, el camino que conducía al jardín secreto. Aquello era una aventura de verdad, y apenas era el principio.
En el silencio que siguió lo oyeron por primera vez: era un sonido seco, rítmico, semejante a un tictac. Apenas se percibía sobre el gorgoteo del arroyo, pero poco a poco fue haciéndose más intenso y distinguible. Empezó a nevar con fuerza.
Era difícil identificarlo fuera de contexto. Alice fue la primera en comprender su significado.
—Es un reloj —dijo—. Es el tictac de un reloj.
Miró a los demás directamente a la cara.
—Un reloj —repitió, esta vez con pánico—. La Relojera. ¡Es la Relojera!
Penny se apresuró a buscar el botón. El tictac se hizo más fuerte, semejante al latido de un monstruoso corazón. Parecía provenir de lo alto, pero era imposible saber de qué dirección. Y entonces dejó de importar, porque se vieron flotando en la fría negrura hacia la salvación.
* * *
Esta vez todo fue muy rápido y expeditivo. Una vez en la Ciudad, recuperaron la ropa de invierno, volvieron a la fuente y se sentaron en el borde cogidos de las manos con la facilidad que da la práctica. Janet hizo un chiste sobre Anita Ekberg y La dolce vita. Todos asintieron y se dejaron caer hacia atrás a la vez.
Volvieron a Fillory, junto al mismo arroyo que acababan de abandonar, pero ya no había ni rastro de nieve. Estaban a principios de otoño y una cálida neblina flotaba en el aire, la temperatura no debía de llegar a los veinte grados. Era como si, durante su breve ausencia, hubiesen pasado la película de Fillory a cámara rápida: hacía cinco minutos las ramas de los árboles estaban desnudas, y ahora se las veía cubiertas de hojas doradas y rojizas. Una de las primeras, imposiblemente diminuta, flotó hacia las alturas arrastrada por una corriente cálida. La hierba estaba salpicada de cristalinos charcos de lluvia otoñal, seguramente caída pocos minutos antes. Allí estaban, con su hato de parkas y guantes de lana, sintiéndose idiotas.
—Otra vez con ropa de sobra —se lamentó Eliot, soltando la ropa—. La historia de mi vida.
A nadie se le ocurrió una alternativa razonable a dejar la ropa allí. Podían volver a Ningún Lugar para dejarla allí, pero cuando regresaran podía ser invierno de nuevo. Era ridículo, un fallo del sistema, pero no importaba, se sentían llenos de ánimo. Llenaron las cantimploras en el arroyo.
Cincuenta metros más allá, un puente cruzaba el arroyo trazando un suave arco de intrincada y retorcida orfebrería filloriana. Quentin estaba seguro de que no se encontraba allí antes, pero Richard insistió en que sencillamente no lo habían visto por culpa de las ramas cubiertas de nieve. Quentin estudió la burbujeante corriente, no había señales de la ninfa. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que estuvieron aquí? Las estaciones en Fillory bien podían durar todo un siglo. ¿O acaso habían retrocedido en el tiempo? ¿Estaban viviendo la misma aventura o una nueva?
* * *
Al otro lado del puente descubrieron un ancho y cuidado sendero que atravesaba el bosque, salpicado por hojas y agujas de pino. Se trataba de un sendero en toda regla, un sendero de verdad. Marcharon con ganas, animados por el buen tiempo y un constante goteo de adrenalina. Esta vez sí estaban en marcha, se acabaron los falsos inicios. No es que Fillory pudiera borrar lo que pasara la noche anterior, aunque igual sí. Allí podía pasar cualquier cosa. Un ciervo de color pardo surgió de entre los árboles y trotó un trecho por delante de ellos, mirando hacia atrás con lo que —todos estuvieron de acuerdo— parecía una inteligencia realmente excepcional; pero si podía hablar prefirió no hacerlo. Intentaron seguirlo. —¿Y si los guiaba a una ciudad? ¿Y si era un mensajero de Ember y Umber?—, pero al final se alejó dando saltitos, tal y como lo haría un vulgar ciervo no mágico.
Josh practicó un hechizo que alisó el pelo de Anaïs a distancia. Ella miró alrededor molesta, pero incapaz de localizar la fuente. Janet se situó en medio de Quentin y Eliot, cogiéndolos del brazo, y les hizo avanzar bailando a lo «Sigue el camino de baldosas amarillas». Quentin no estaba seguro, pero creía que Eliot no había bebido en todo el día. ¿Cuándo fue la última vez que había bebido?
El bosque parecía eterno. De vez en cuando, el sol aparecía lo suficiente para proyectar largos y polvorientos haces de luz entre los árboles antes de volver a desaparecer.
—Esto va bien —admitió Penny, mirando a su alrededor deslumbrado. Iba sumido en un trance de extática certeza—. Siento que esto va bien, que se supone que debemos estar aquí.
Janet puso los ojos en blanco.
—¿Tú qué dices, Q? —preguntó Penny—. ¿No sientes que todo es tal como debe ser?
Sin saber exactamente cómo, Quentin terminó cogiendo a Penny de la camiseta. Pesaba más de lo que esperaba, pero aun así logró hacerle perder el equilibrio y lo empujó hacia atrás, hasta que su cabeza chocó contra el húmedo tronco de un pino.
—No vuelvas a hablarme —siseó Quentin con rabia—. ¿Me has entendido? No vuelvas a dirigirte a mí, nunca.
—No quiero pelearme contigo —aseguró Penny—. Es justo lo que pretende la Relojera…
—¿Es que no has oído lo que he dicho? —Quentin volvió a empujar a Penny contra el árbol, esta vez con más fuerza. Oyó que alguien mencionaba su nombre, pero no hizo caso—. ¿Es que no has oído una puta mierda de lo que te he dicho, puto canijo fofo de mierda? ¿Es que no lo he dejado claro?
Se apartó de él sin esperar respuesta. Más valía que Fillory le proporcionara pronto algo contra lo que luchar o perdería por completo la cabeza.
A pesar de todo, la novedad de estar físicamente en Fillory se agotaba por momentos, y se imponía un malhumor general, un ambiente de picnic estropeado. Cada vez que un pájaro se posaba cerca de ellos unos cuantos segundos, Josh decía: «Vale, va a ser éste», o «Creo que intenta decirnos algo», para acabar con un «Vale, gilipollas, vete ya volando, ¿quieres?».
—Al menos no ha aparecido la Relojera —dijo Eliot.
—Si es que se trataba de ella —arriesgó Josh—. En teoría la cogieron en el primer libro, ¿no?
—Sí, lo sé. —Eliot había recogido un puñado de bellotas y las iba lanzando contra los árboles mientras caminaba—. Pero aquí pasa algo raro. No entiendo que esa ninfa no nos diera la vara con Ember y Umber. En los libros no paran de mencionarlos.
—Si aún hay guerra entre los carneros y la Relojera, nos conviene estar del lado de Ember y Umber pero ya —apuntó Alice.
—Oh, sí —convino Janet.
—Si quieren que estemos de su lado, nos buscarán —señaló Penny—. No hay nada que temer por ese lado.
Nadie le contestó. Cada vez resultaba más patente que el encuentro con la ninfa lo había afectado mucho. Así era como se enfrentaba a la realidad de Fillory. Pasaba por una experiencia de conversión, adoptando la actitud de un jugador de rol.
—¡Cuidado, cuidado! —gritó Richard.
Oyeron el retumbar de pezuñas casi demasiado tarde. Un carruaje cerrado y oscuro, tirado por dos caballos, pasó junto a ellos a todo galope, dispersándolos entre los árboles que crecían a los lados del camino. En un costado llevaba lo que parecía un escudo de armas pintado recientemente sobre fondo negro.
El cochero iba envuelto en una capa negra. Él —¿o ella?; resultaba imposible adivinarlo— sofrenó los caballos, que se detuvieron por fin unos treinta metros más allá.
—La trama se complica —dijo Eliot secamente.
Ya era hora de que pasase algo. Quentin, Janet y Anaïs se dirigieron con atrevimiento hacia el vehículo, compitiendo por ver quién era más valiente, quién lograba que progresara la situación. En su actual estado mental, Quentin se sentía más que preparado para llegar el primero y llamar a la puerta del coche, pero se descubrió reduciendo progresivamente el paso. Igual que los demás. El cochero negro tenía un aspecto ominosamente fúnebre.
Una voz apagada surgió del carruaje.
—¿Llevan cuernos?
Era evidente que no se dirigía a ellos sino al cochero, que tenía mejor visión. Si el cochero respondió, él/ella lo hizo de forma inaudible.
—¿Lleváis cuernos?
La voz sonó más alta y clara. Intercambiaron una mirada.
—¿A qué se refiere con cuernos? —exclamó Janet—. No somos de aquí.
Era ridículo. Como hablar con aquel personaje del doctor Seuss, el Once-Ler.
—¿Servís al toro? —Esta vez la voz sonó más chillona, con tonos agudos y gorjeantes.
—¿Quién es el toro? —preguntó Quentin alzando la voz, como si hablara con alguien que no supiera inglés o fuera algo retrasado. En las novelas de Plover no salían toros, así que…—. Estamos visitando su país. No servimos al toro… Ni a nadie, ya puestos.
—No están sordos, Quentin —le recriminó Janet.
Se produjo un largo y tenso silencio. Uno de los caballos, tan negro como el carruaje y sus aparejos, relinchó. La primera voz dijo algo inaudible.
—¿Qué? —Quentin avanzó un paso.
En lo alto del carruaje se abrió de repente una trampilla con un sonido semejante al de un disparo. Por ella asomaron una cabecita inexpresiva y un largo torso de insecto; era como una mantis religiosa que hubiera crecido grotescamente hasta alcanzar el tamaño de un ser humano. Era tan delgada y tenía tantas antenas elegantes y tantas patas de color esmeralda, que al principio Quentin no advirtió que empuñaba un arco verde con una flecha verde a punto de ser disparada.
—¡Mierda! —gritó Quentin. La voz se le quebró. Estaba muy cerca y no tenía tiempo de huir. Se encogió bruscamente, y se arrojó al suelo.
Los caballos partieron al galope en el instante en que la mantis disparaba la flecha. La trampilla se cerró con un golpe. Polvo y ramitas secas se elevaron por los aires al paso del carruaje, cuyas ruedas trazaban nítidos surcos en el camino.
Cuando Quentin se atrevió a mirar, vio a Penny junto a él, inmóvil. Sujetaba la flecha con una mano. Debía de haber usado un hechizo para acelerar sus reflejos, malditas Circunstancias fillorianas, y atrapar la flecha en pleno vuelo. De no haberlo hecho, le habría traspasado un riñón.
Los demás llegaron a tiempo de ver el carruaje perderse en la distancia.
—Espera —dijo Josh con sarcasmo—. Alto.
—Cielos, Penny —dijo Janet—. Bien hecho.
«¿Qué pasa? ¿Ahora también se lo va a tirar a él?», pensó Quentin. Miró jadeante la flecha que seguía en la mano de Penny. Medía un metro de largo y estaba pintada a rayas negras y amarillas, como el cuerpo de una avispa; su punta era doble y muy afilada. No había tenido tiempo ni para asustarse.
Respiró profundamente sin dejar de temblar.
—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —le gritó al vehículo que no dejaba de empequeñecerse, demasiado tarde para que resultase gracioso.
Se puso en pie. Sentía las rodillas de goma y no paraban de temblarle.
En un gesto extraño, Penny le ofreció la flecha. Quentin soltó un bufido, furioso, y se alejó, sacudiéndose las hojas de las manos. No quería que Penny lo viera temblar. Y seguro que la flecha no le habría dado.
—Guau —exclamó Janet—. Ese bicho parecía muy enfadado.
* * *
El día se acababa. La luz desaparecía del cielo tan rápidamente como la diversión de la tarde. Nadie quería admitir que estaba asustado, así que adoptaron la única opción que les quedaba, volverse irritables. Si no decidían pronto volver a la Ciudad, tendrían que buscar un sitio donde acampar y pasar la noche, lo que en esos momentos no les parecía buena idea. Ninguno de ellos dominaba lo suficiente la magia médica como para curar las heridas que pudiera producir una flecha bífida al clavarse en sus intestinos. Se detuvieron a discutir en medio del polvoriento camino. ¿Debían volver a la Ciudad, a la Tierra, a Buffalo? ¿Y si conseguían algo forrado de kevlar? El número de flechas que Penny podía atrapar en el aire era limitado. ¿Detendría el kevlar el impacto de una flecha?
¿Y qué clase de situación política iban a encontrar? Insectos y toros, ninfas y brujas. ¿Quiénes eran los buenos y quiénes los malos? Todo resultaba mucho menos divertido y más difícil de encajar de lo que esperaban. Quentin tenía los nervios destrozados y no paraba de tocarse el estómago, el lugar que le habría atravesado la flecha. ¿Qué pasaba allí? ¿Es que ahora había estallado la guerra entre los insectos y los mamíferos? De no ser así, ¿por qué iba a pelear una mantis religiosa con un toro? La ninfa les había dicho que aquélla no era su guerra. Quizás estuviese en lo cierto.
Tenía los pies destrozados por las botas nuevas de excursionista. No se había secado el pie que metiera en el arroyo, y ahora lo notaba caliente, húmedo y cubierto de ampollas. Se imaginó cientos de esporas de hongos echando raíces y germinando en la cálida humedad entre sus dedos, y se preguntó cuánto terreno habrían cubierto ya. Hacía más de treinta horas que no dormía.
Tanto Penny como Anaïs votaban resueltamente en contra de volver. La primera se preguntó si los Chatwin habrían dado media vuelta. Ahora eran parte de una historia. ¿Es que nadie había leído esa clase de historias? Afrontaban la parte difícil, la más dura, por la que luego serían recompensados. Tenían que pasar por esta fase. No es que quisiera insistir, pero ¿quiénes eran aquí los buenos? Los buenos eran ellos. Y los buenos siempre sobrevivían.
—¡Despierta de una vez! —gritó Alice—. ¡Esto no es un cuento, no es ninguna «historia»! ¡Esto es una putada tras otra! ¡Hace un momento podría haber muerto alguien!
Evidentemente se refería a Quentin, pero no quería mencionar su nombre.
—Puede que Helen Chatwin tuviera razón —dijo Richard—. Puede que no debamos estar aquí.
—Seguís sin entenderlo, ¿verdad? —intervino Janet, mirándolos fijamente—. Se supone que al principio todo debe ser algo confuso y la situación se aclara con el tiempo. Debemos seguir avanzando, descubriendo cosas. Si renunciamos ahora, cuando volvamos quizás hayan pasado quinientos años y tengamos que volver a empezar desde el principio.
Quentin los observó atentamente: Richard era listo y escéptico; Janet, toda acción y exuberancia. Se volvió hacia Anaïs para preguntarle cuánto camino creía que habían recorrido, basándose en la vaga teoría de que los europeos tenían las ideas más claras a ese respecto que los norteamericanos, pero se dio cuenta de que era el único del grupo que no miraba a la derecha, hacia el bosque. Entre los oscurecidos árboles, siguiendo un camino paralelo al de ellos, se movía la cosa más extraña que hubiera visto en toda su vida.
Era un abedul. Y caminaba. Por el bosque. El tronco se escindía a un metro del suelo formando dos patas sobre las que daba rígidos pero deliberados pasos. Era tan delgado que costaba verlo en la penumbra, pero su corteza blanca resaltaba contra los troncos oscuros que lo rodeaban. Sus delgadas ramas superiores se agitaban, golpeando contra los árboles junto a los que pasaba. Parecía más una máquina o una marioneta que una persona. Quentin se preguntó cómo podía mantener el equilibrio.
—¡Joder! —soltó Josh.
Lo siguieron sin necesidad de cruzar palabra. El árbol no los saludó, pero su copa se torció en su dirección por un instante, como si los mirara por encima de un hombro que no tenía. Quentin estaba convencido de que los ignoraba conscientemente. En el silencio reinante podían oír los chasquidos y crujidos que provocaba su avance, igual que una mecedora.
Tras los cinco primeros minutos de mágico asombro, empezó a resultarles socialmente extraño seguir de forma tan palpable a aquella cosa-espírituárbol, pero éste no parecía querer admitir su presencia y ellos no pensaban ceder. Se aferraron a ello como grupo. Quizás aquella cosa pudiera ponerlos al corriente de la situación… siempre que no diera media vuelta y los azotase con sus ramas hasta matarlos.
Janet no perdía de vista a Penny y, cada vez que parecía que iba a decir algo, lo hacía callar.
—Que haga el primer movimiento —le susurró.
—¡Esto es un circo! —se burló Josh—. ¿Qué es esa cosa?
—Una dríada, idiota.
—Creía que eso eran chicas-árbol.
—Se suponía que eran chicas-árbol sexys —apuntó Josh, quejoso.
—Yo diría que las dríadas son robles —dijo Alice—. Y eso es un abedul.
—¿Qué te hace pensar que no es una chica-árbol?
—Sea lo que sea, lo hemos conseguido —apuntó Josh, exultante—. Es una puta cosa-árbol, tío. Lo hemos conseguido, joder.
El árbol era rápido casi saltando sobre sus elásticas patas sin rodillas, hasta el punto que pronto tuvieron que apresurarse para seguir a su altura. Y cuando estaban a punto de perder su única pista prometedora o a convertirla en una persecución muy poco digna, resultó evidente hacia dónde se dirigía.