En el campo

Todo el mundo decidió marcharse. Apenas hicieron alguna observación sobre el ojo amoratado de Quentin («Los nativos eran un poco hostiles», improvisó malhumorado). Minutos después del regreso del trío apareció Josh —al fin y al cabo, había conseguido pasar la noche con Anaïs— y tuvieron que relatar de nuevo su aventura. Entonces se transportaron a la Ciudad en grupos de tres: Josh viajó con Penny y Richard; y Penny repitió, esta vez con Janet y Eliot. Josh llamó a Anaïs y, cuando llegó, cruzó con Penny y con él.

Entretanto, Quentin contemplaba a Janet con odio. Era una vampira, se alimentaba del amor de los demás convirtiéndolo en algo sucio y enfermizo.

Cuando todos hubieron viajado hasta la Ciudad y visto lo que había que ver, nadie supo qué decir. El ambiente que se respiraba en el salón era serio y grave. Todos intercambiaban largas e inquisitivas miradas preñadas de significado, pero nadie se sentía capaz de expresar con palabras la importancia de aquello, sólo estaban de acuerdo en que era algo grande. Muy grande. Y que tenía que ser suyo. De momento, por lo menos, lo mantendrían en secreto, no podía saberlo nadie más. Ante la insistencia de Penny se sentaron en la alfombra del comedor formando círculo y colaboraron para rehacer los conjuros de protección del apartamento. La tendencia de Richard al autoritarismo, que tan a menudo lo hacía insoportable, resultó muy útil en este caso. Dirigió el hechizo de una forma profesional y eficiente, como un director dirigiendo su orquesta de cámara a través de un pasaje especialmente difícil de Bartok.

Tardaron veinte minutos en terminar, y después diez más para añadir unas cuantas capas de ocultación, algo muy prudente dado el alto nivel de interés que atraía el botón en todo el ecosistema mágico. Al final, cuando todo fue revisado y vuelto a revisar, un extraño silencio cayó sobre la sala. Permanecieron sentados, dejando que la magnitud de lo que estaba ocurriendo macerara lentamente en sus mentes. Tras un buen rato, Josh se levantó y se dirigió a la cocina para preparar unos bocadillos; Eliot abrió una ventana y encendió un cigarrillo; y Janet miró a Quentin con frío regocijo.

Este se tendió en la alfombra y contempló el techo. Necesitaba dormir, pero no tenían tiempo. Distintas emociones luchaban por dominar su cerebro, como ejércitos rivales que tomaran, perdieran y volvieran a tomar la misma colina: excitación, remordimiento, anticipación, aprensión, dolor, rabia… Intentó concentrarse en Fillory, recuperar las buenas sensaciones. Aquello lo cambiaría todo. Sí, su universo se había expandido un millón de veces, pero Fillory era la clave de todo. Esa insidiosa, infecciosa sensación de futilidad que incubaba desde antes incluso de la graduación, había encontrado su bala mágica. Alice todavía no se daba cuenta, pero ya lo haría. Es lo que siempre había estado esperando, lo que los padres de la chica no lograban encontrar. Una somnolienta sonrisa se expandió por su rostro y los años se desprendieron de él como una capa de piel muerta. No es que hubiera malgastado los años pasados en Brakebills, nunca se atrevería a decir algo así, pero habían sido años en los que, a pesar de los sorprendentes regalos recibidos, fue consciente de que aquello no era exactamente lo que quería. Quizá suficiente para merecer la pena. No, seguro que sí. Pero eso lo era todo. Ahora el presente tenía un propósito, el futuro tenía un propósito, incluso el pasado, toda su vida vista retrospectivamente, tenía sentido. Ahora sabía por y para qué estaba allí.

Si no hubiera ocurrido en ese momento, si Penny hubiera aparecido un día antes… Maldito Penny. Todo se había destrozado completamente y redimido completamente en tan rápida sucesión, que no podía decir cuál de las dos situaciones podía aplicarse en aquel momento. Aunque, visto desde un cierto ángulo, lo que pasara entre Janet y él no se limitaba a ellos dos, ni siquiera a Alice y él. Era un síntoma del mundo vacío y enfermo en el que vivían. Ahora tenían la medicina. Ese mundo enfermo iba a curarse.

Los otros siguieron sentados en el suelo, apoyándose sobre los codos o recostándose contra el sofá, mirándose de vez en cuando y soltando incrédulas risitas. Era como si estuvieran colocados. Quentin se preguntó si los demás sentirían lo mismo que él, si también ellos habían estado esperando aquello sin saberlo. Lo importante es que los salvaría del hastío, de la depresión y del trabajo sin sentido que los acechaba desde la graduación con su rancio aliento a alcohol. Por fin estaba allí, justo a tiempo. No hubieran podido seguir así y ahora no tendrían que hacerlo.

Fue Eliot el que terminó tomando el control de la situación, casi parecía haber recuperado su antiguo yo. Establecieron calendarios. Nadie tenía pendientes obligaciones importantes, nada que se pudiera comparar a esto, nada que no pudiera aplazarse, postergarse o simplemente descartarse. Reclamó atención dando palmadas, repartió órdenes y, para variar, todos parecieron disfrutar trabajando seria y eficientemente.

Nadie conocía bien a Anaïs —ni siquiera Josh—, pero resultó ser muy útil. Su círculo de conocidos incluía a alguien que conocía a alguien que tenía una propiedad al norte del estado, una granja de unas cuarenta hectáreas, lo bastante privada y fácilmente defendible como para utilizarla de base para lo que fueran a hacer a continuación. Y ese primer alguien resultó ser una maga lo bastante poderosa como para abrir un portal a través del que pudieran transportarse. Volvería más tarde, en cuanto terminase el partido de los Nets.

Tendrían que partir desde el tejado, porque los muy efectivos conjuros con los que aquella mañana habían protegido el apartamento (que ahora tendrían que abandonar) impedían cualquier transporte mágico. A las cinco y media de la tarde estaban en el tejado tomando un cóctel y disfrutando del skyline de Manhattan sur. Nadie más se atrevería a subir allí en invierno. El tejado, barrido por el viento, estaba lleno de mobiliario cubierto de plásticos y complementos para barbacoas.

Los componentes del grupo se abrazaban a sí mismos y daban pataditas en el suelo para combatir el frío, mientras esperaban que una robusta bruja belga de pelo gris, con los dedos manchados de nicotina y un siniestro fetiche de mimbre colgando de su cuello, terminara de abrir el portal. Se trataba de un portal pentagonal, cuyo lado inferior corría paralelo al suelo y cuyos vértices derramaban pequeñas chispas blancoazuladas. Un toque puramente cosmético, sospechaba Quentin, pero le daba a la escena un aire a la vez melancólico y festivo.

Entre ellos flotaba la sensación de estar viviendo un momento trascendental. Iban a embarcarse en una gran aventura. ¿No era eso lo que significaba estar vivo, maldita sea? Cuando el portal se estabilizó, la mujer de pelo gris besó a Anaïs en las mejillas, dijo algo en francés y se marchó a toda prisa, pero no antes de que Janet hiciera una foto de grupo con una cámara desechable, incluidos los baúles, maletas y bultos llenos de víveres apilados tras ellos.

* * *

El grupo —ahora eran ocho— avanzó por un vasto prado castigado por la escarcha. El serio ambiente del tejado neoyorquino se rompió instantáneamente cuando Janet, Anaïs y Josh corrieron hasta el interior de la casa chillando, lanzándose sobre los sofás y discutiendo sobre los dormitorios. Anaïs tenía razón acerca de la casa, era realmente grande, cómoda y, al menos en ciertas partes, antigua. Aparentemente, había sido una granja colonial, pero alguien con una idea arquitectónica progresista mezcló madera y piedra con cristal y titanio, inyectó cemento y añadió televisiones de pantalla plana, sistema de sonido de última tecnología e instalación de gas.

Alice se dirigió directa y silenciosamente al dormitorio principal, que ocupaba casi la mitad de la segunda planta, y cerró la puerta tras de sí espantando a cualquier rival con una mirada que despedía fuego. Exhausto tras una noche casi en blanco, seguida de un día agotador, Quentin encontró una pequeña habitación para invitados en la parte trasera de la casa. Creyó que sus funcionales y antisépticas camas gemelas eran todo cuanto merecía.

Cuando despertó, ya había anochecido. Los dígitos azules del reloj de la radio marcaban las 22.27; en la oscuridad parecían garabatos fosforescentes inscritos en el lomo de algún pez abisal. No pudo encontrar el interruptor de la luz, pero tanteó hasta descubrir la puerta de un pequeño cuarto de baño y consiguió encender la luz situada sobre el espejo. Quentin se lavó la cara y después se internó en la extraña casa.

Excepto Alice y Penny, los demás estaban en el comedor, donde encontró los restos de un banquete de proporciones heroicas desparramados sobre una mesa que parecía construida con los troncos de la Verdadera Cruz, barnizados y unidos con clavos de hierro. Enormes piezas de arte moderno del color y la textura de la sangre seca colgaban de las paredes.

—¡Q! —gritaron en cuanto apareció.

—¿Dónde está Alice?

—Ven y siéntate con nosotros —le invitó Josh—. ¿Qué os pasa? ¿Os habéis peleado o qué?

Él fingió lanzarle un par de puñetazos, obviamente no sabía lo que había pasado. Anaïs, sentada a su lado, apuntó con el puño a su mandíbula. Volvían a estar borrachos, igual que la noche anterior, igual que todas las noches. Nada había cambiado.

—En serio, Q —dijo Janet—. ¿Ha sido ella la que te ha puesto el ojo a la funerala? Tienes toda la pinta de haber recibido una trompada.

Su humor era tan animado y tóxico como siempre, pero tenía los ojos enrojecidos. Quentin se preguntó si había salido del holocausto de la pasada noche tan indemne como quería dar a entender.

—Fueron Ember y Umber, los carneros mágicos, ¿no os lo ha contado Alice? Me castigaron por ser un pecador sin remedio.

—¿Ah, sí? —dijo Josh—. ¿Y no les pateasteis sus lanudos culos?

—No, puse la otra mejilla. —Quentin no tenía ganas de hablar, pero sí de comer. Buscó un plato en la cocina, se sentó en un extremo de la mesa y rebuscó algo aprovechable entre los restos.

—Estábamos hablando de nuestro siguiente paso —explicó Richard—. ¿Hacemos una lista?

—De acuerdo —aceptó Josh—. ¿Tenemos que enumerar todo lo que necesitamos?

—Comida —comenzó Richard, muy serio—. Y si realmente vamos a viajar hasta Fillory, deberíamos volver a leernos toda la serie.

—Oro —apuntó Anaïs, sumándose al juego—. Y mercancía para comerciar. ¿Qué pueden querer los fillorianos? ¿Cigarrillos?

—No vamos a una Rusia de la era Breznev, Anaïs. ¿Acero?

—¿Pólvora?

—Dios Santo —se alarmó Josh—. Escuchaos, gente. No pienso ser el tipo que introdujo las armas de fuego en Fillory.

—Deberíamos llevar ropa de abrigo, tiendas, toda clase de material que nos proteja del frío —añadió Richard—. No tenemos ni idea de la estación en la que llegaremos. Podría ser pleno invierno.

Ayer —es decir, antes de su siesta—, quentin creyó que Fillory lo arreglaría todo. Le resultaba difícil concentrarse, volvía a parecer un sueño. Ahora, lo real era el lío con Janet y Alice. Eso lo echaría todo a perder. Hizo un esfuerzo por recuperarse.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando?

—¿Un par de días? Si necesitamos algo en lo que no hayamos pensado o se nos haya olvidado, usamos el botón y ya está —sugirió Josh—. Podemos quedarnos allí hasta que nos aburrarnos.

—¿Y qué haremos una vez que estemos en Fillory?

—Seguramente nos encargarán una misión —dijo Penny—. A los Chatwin siempre les encargaban una.

Todas las cabezas se volvieron hacia él. Penny había aparecido en el umbral vestido con camiseta y pantalones de chándal, parpadeando como un búho y aspecto de recién despertado.

—No sé si podemos contar con eso. —Por alguna razón, el optimista y soñador Penny hacía que Quentin se sintiera furioso—. No podemos decir que los carneros nos han convocado. Quizá ni siquiera sean como en las novelas, que no encarguen misiones ni nada de eso. Lo más probable es que Plover lo plantease así porque le convenía literariamente. Tal vez la caguemos en Fillory como siempre la cagamos aquí.

—No seas aguafiestas porque tu chica te haya dado una paliza —protestó Josh.

Penny sacudió la cabeza.

—No me imagino a Plover inventándose todo lo que sale en las novelas. No es racional. Era un magnate de la alimentación con una formación en química práctica. No tenía ni un solo átomo creativo en todo su cuerpo. Ni hablar. Es la navaja de Occam: lo más probable es que transcribiera lo que vivió.

—¿Así que supones que nos encontraremos con una damisela en apuros? —preguntó Eliot.

—Es posible. No precisamente una damisela, pero… ya sabes, quizás una ninfa o un enano… o un pegaso, yo qué sé. Alguien que necesite ayuda. —Todo el mundo se estaba riendo, pero eso no frenó a Penny. Resultaba casi conmovedor—. No, en serio. En las novelas ocurre siempre.

Josh le ofreció a Quentin un vasito de algo transparente y alcohólico, y él dio un sorbo. Era una especie de eau-devie afrutada y le supo a un nutriente vital que su cuerpo había ansiado toda la vida.

—La vida real no funciona así —insistió Quentin, convencido de que el tema era importante—. No vamos a correr aventuras, hacer el bien y tener un final feliz. No vamos a ser personajes de novela. No habrá nadie que nos prepare y solucione todo. El mundo real no funciona así.

—Quizá no sea tu mundo —respondió Josh, guiñándole el ojo—, pero ya no estamos en tu mundo.

—No quiero convertir esto en una discusión teológica —añadió Richard con una impresionante dignidad—, pero se puede estar en desacuerdo con ese planteamiento.

—Aunque no creas que este mundo tiene un Dios —concluyó Penny—, hay de admitir que Fillory tiene uno. Incluso dos.

—Lo que nos devuelve, aunque de un modo insensato, a una pregunta muy razonable —dijo Eliot—: ¿Qué haremos cuando lleguemos a Fillory?

—Deberíamos buscar la flor mágica —sugirió Josh—. Ya sabéis, esa que cuando la hueles te hace automáticamente feliz, ¿lo recordáis? Sería algo digno de traer a la Tierra.

Mientras nadie miraba, Janet atrajo la atención de Quentin alzando las cejas y moviendo lascivamente la lengua. Éste sabía que disfrutaba de la situación. Había saboteado la relación entre Alice y él, y estaba encantada. Imágenes de la noche anterior —no, no podía haber sido la noche anterior— estallaron en su cerebro, instantáneas que sobrevivían tozudamente al misericordioso ángel del borrado alcohólico. El sexo con Janet había sido tan diferente del acostumbrado con Alice. El olor, el tacto de su piel, su saber hacer, la vergüenza y el miedo incluso antes de haber terminado, antes de llegar al orgasmo, lo que no hizo que se detuviera.

¿Había estado Eliot despierto toda la noche? Su mente barajó unas cuantas Polaroid fuera de secuencia: una de Janet besando a Eliot, otra de la mano de la chica trabajando diligente entre las piernas de Eliot. ¿Había ella llorado realmente? ¿Había él besado a Eliot? Un vívido recuerdo de algo más, algo sorprendentemente rasposo, rozando su mejilla y su labio superior. «Santo Dios —exclamó, mentalmente agotado—. ¿Qué pasó allí?».

Había alcanzado los límites de lo que la Diversión, con mayúscula, podía ofrecerle. Pero el coste era demasiado alto y el camino de vuelta lastimosamente inadecuado. Su mente empezaba a despertar, demasiado tarde, a otras cosas tan importantes como aquello, incluso más. Necesitaba raparse, cubrirse de cenizas, autoflagelarse… Tenía que existir algún ritual adecuado para demostrar cuánto lamentaba lo ocurrido. Si ella se lo pedía, estaba dispuesto a hacer lo que fuera.

—Podríamos buscar a Martin Chatwin —sugirió Richard—. Sus hermanos siempre intentaban encontrarlo.

—Me gustaría llevarle algo de recuerdo a Fogg —dijo Eliot—. Algo para la escuela, un artefacto o algo así.

—¿Y ya está? —Josh parecía atónito—. ¿Vas a viajar hasta Fillory para llevarle una manzana a tu profesor? ¡Dios, a veces eres tan increíblemente patético!

Extrañamente, Eliot no tragó el cebo. Aquello los afectaba de formas muy diferentes.

—Podríamos buscar a la Bestia Buscada —sugirió tranquilamente Quentin.

—¿La qué? —preguntó Josh frunciendo el ceño. No era un experto en Fillory.

—La que sale en La chica que le habló al tiempo, ¿no te acuerdas? La Bestia que nunca puede ser atrapada. Helen fue tras ella.

—¿Y qué haces una vez que la atrapas? ¿Te la comes?

—No lo sé. Quizá te guía hasta un tesoro, o comparte contigo un secreto, o algo así. No he acabado de madurarlo. A los Chatwin les parecía importante, pero ahora no recuerdo por qué.

—Nunca la encontrarás —dijo Penny—. En las novelas tampoco la encuentran y Plover no vuelve a mencionarla. Es buena idea, pero estaba pensando que… ya sabéis, quizá quieran convertirnos en reyes. En reyes y reinas. Los Chatwin llegaron a serlo.

En cuanto Penny lo mencionó, Quentin se preguntó por qué no lo había pensado él. Era obvio. Serían reyes y reinas, claro que sí. Si la Ciudad era real, ¿por qué no iba a serlo el resto, incluso eso? Podrían vivir en el castillo Torresblancas. Y Alice sería su reina.

¡Dios, estaba de acuerdo con Penny! Si había alguna señal de peligro, era ésa.

—Esto… ¿no tendríamos que casarnos unos con otros? —La mente de Janet siempre en marcha. Por lo visto, también se estaba tomando todo aquello en serio.

—No necesariamente, los Chatwin no lo hicieron. Claro que ellos eran hermanos.

—No sé, a mí me parece que ser reina es un buen trabajo —reflexionó Anaïs—. Aunque probablemente haya que ocuparse de la administración, de la burocracia…

—Una idea lucrativa. Piensa en las ventajas.

—Si las novelas son más o menos exactas y si los tronos están vacantes… Dos síes muy importantes —apuntó Josh—. Además, sólo hay cuatro tronos y nosotros somos ocho. Sobran cuatro.

—Yo te diré lo que necesitamos —intervino Anaïs—. Necesitamos magia de guerra. Magia de combate. Ofensiva y defensiva. De ser necesario, tenemos que poder derrotar a un enemigo.

Janet parecía divertida, como siempre.

—Esa mierda es ilegal, nena —sentenció, impresionada a su pesar—. Y lo sabes.

—No me importa. —Anaïs agitó sus preciosos rizos dorados—. La necesitamos. No tenemos ni idea de lo que encontraremos al cruzar y debemos estar preparados. A menos que nuestros valientes muchachotes sepan manejar una espada… —Nadie respondió y ella hizo una mueca—. ¿Alors?

—¿No te enseñan todo eso cuando estás allí? —preguntó Josh, un poco temeroso.

—Supongo que en Europa no somos tan puristas como vosotros, los yanquis.

Penny asentía con la cabeza.

—La magia de combate no es ilegal en Fillory.

—Ni hablar —cortó Richard con sequedad—. ¿No comprendéis lo que estáis diciendo? ¿Quién tiene ganas de enfrentarse al Tribunal de los Magos? ¿Alguien?

—Ya estamos hasta el cuello de mierda, Richard —aseguró Eliot—. ¿Crees que si el Tribunal supiera de la existencia de este botón lo consideraría legal? Si no quieres participar, vete, pero Anaïs tiene razón. No pienso ir ahí empuñando únicamente mi polla.

—Podemos conseguir una dispensa para armas de pequeño calibre —dijo Richard—. Hay precedentes, conozco las normas.

—¿Armas? —Eliot hizo una mueca de desagrado—. ¿Qué pasa con vosotros? Fillory es una sociedad inmaculada. ¿Es que nunca habéis visto Star Trek? Esto es pura Primera Directiva. Tenemos la oportunidad de experimentar un mundo que los gilipollas todavía no han echado a perder. ¿No os dais cuenta de lo importante que es? ¿Ninguno lo ve?

Quentin seguía esperando que Eliot decidiera que era demasiado guay para el proyecto Fillory y empezara a soltar sarcasmos, pero estaba sorprendentemente concentrado y serio. No podía recordar la última vez que Eliot se había mostrado tan abiertamente entusiasta. Era un alivio ver que todavía se preocupaba por algo.

—No quiero estar cerca de Penny si empuña una pistola —dijo firmemente Janet.

—Anaïs tiene razón —concedió Eliot—. Por si acaso, practicaremos algunos hechizos básicos de ataque. Nada demasiado espectacular, sólo lo suficiente como para tener un par de ases en la manga. Además, contamos con nuestros cacodemonios en la espalda, no los olvidéis. Y el botón.

—Y siempre podemos empuñar nuestras pollas —añadió Anaïs con una risita nerviosa.

* * *

Al día siguiente, Richard, Eliot, Janet y Anaïs se fueron en coche a Buffalo para comprar suministros; Janet, al ser de Los Ángeles, era la única que tenía carnet de conducir. Se suponía que Quentin, Josh, Alice y Penny debían buscar hechizos de combate, pero la chica seguía sin querer hablar con Quentin —él había llamado a su puerta aquella mañana, pero no quiso abrirle— y los tecnicismos quedaban fuera del alcance de Josh, así que al final Alice y Penny fueron los únicos que se pusieron a trabajar.

La mesa del comedor no tardó en llenarse con libros del tráiler de Penny, y con hojas de papel cubiertas de tablas y gráficos. Siendo como eran los dos magos más capaces del grupo, Alice y Penny se concentraron en el trabajo, intercambiando comentarios en una jerga técnica ad hoc: él transcribía rimas de anotaciones arcaicas y ella asentía con seriedad, mientras miraba por encima de su hombro y hacía ocasionales observaciones. Estaban realizando un trabajo original, creando hechizos prácticamente de la nada. No es que fuera algo especialmente difícil, pero todo lo relacionado con el tema había sido concienzudamente suprimido de su plan de estudios.

Viéndolos trabajar, Quentin se sintió consumido por los celos. Gracias a Dios que era Penny, de cualquier otro habría tenido serias sospechas. Josh y él pasaron la tarde comiendo, bebiendo cervezas y viendo tele por cable en una pantalla plana del tamaño de una pantalla de cine. En Brakebills no tenían televisión y en su apartamento de Manhattan tampoco, así que les parecía algo tan exótico como prohibido.

Eliot los llamó alrededor de las cinco.

—Venid, os vais a perder el gran espectáculo de Penny.

—¿Qué tal Buffalo?

—Como una visión del Apocalipsis. Hemos comprado parkas y cuchillos de caza.

Siguieron a Eliot hasta el jardín trasero. Verlo feliz, contento y razonablemente sobrio, devolvió la fe de Quentin en la posibilidad de que todo se estuviera desarrollando adecuadamente, de que todo lo que se había roto pudiera recomponerse. Se llevó una bufanda y un extraño gorro ruso con orejeras que encontró en un armario.

En la distancia, el sol ya se ocultaba tras las Adirondacks, frío, rojo y desolado a través de la bruma. Los otros estaban agrupados en un extremo del prado. Penny tenía el brazo extendido y señalaba uno de los árboles, mientras Alice medía la distancia con pasos largos y regulares. Llegó hasta él y le susurró algo; después volvió a medir la distancia. Janet permanecía a un lado, junto a Richard, con un aspecto adorable gracias a su parka rosa y su gorra de lana.

—Atención —advirtió Penny—. Atrás todos.

—¿Cuánto más atrás tenemos que ponernos? —preguntó Josh. Estaba sentado en una balaustrada de mármol blanco, un elemento arquitectónico chocante en aquel conjunto. Bebió un trago de una botella de schnapps y se la pasó a Eliot.

—Quedaos atrás, ¿vale? Sólo por precaución.

Como la típica ayudante de un mago vestida con lentejuelas, Alice fue hasta el extremo de una mesa situada en el jardín y colocó sobre ella una botella vacía de vino. Después, se apartó.

Penny tomó aliento y lanzó una rápida secuencia de entrecortadas sílabas, terminando con un seco giro de su mano. Algo —una rociada de tres «algos» muy agrupados y de un gris acerado— surgió de la punta de sus dedos a demasiada velocidad para poder seguirlos, y atravesaron el prado parpadeantes. Dos de ellos fallaron, pero el tercero impactó contra el cuello de la botella cercenándolo limpiamente y dejando la base intacta sobre la mesa.

Penny sonrió. Se oyó un aplauso aislado.

—Lo llamamos Misil Mágico.

—¡Misil Mágico, tío! —aulló Josh, mientras su aliento se expandía en nubes de vapor. Su rostro estaba radiante de excitación—. ¡Esa mierda es de Dragones y mazmorras!

Penny asintió.

—Bueno, hemos basado parte de los hechizos en los tradicionales de Dragones y mazmorras. En ese juego hay un montón de ideas prácticas.

Quentin no sonreía. ¿Es que nadie iba a decir nada? Aquello era magia negra. Dios sabía que no era un mojigato, pero aquel hechizo implicaba heridas graves para cualquiera que lo recibiera en sus carnes. Estaban cruzando tantas líneas que era difícil imaginarse dónde quedaban. Si alguna vez se veían obligados a lanzar aquella cosa, significaría que ya era demasiado tarde.

—¡Dios, espero que no tengamos que usarlo nunca! —Fue todo lo que pudo decir.

—¡Oh, vamos, Quentina! No buscaremos problemas, sólo queremos estar preparados por si acaso. —Josh apenas podía controlarse—. ¡Joder, Dragones y mazmorras!

A continuación, Alice apartó rápidamente la mesa y dejó a Penny solo frente a la oscura fila de tilos. Los otros se colocaron tras él, bajo el cielo ya sin sol, prácticamente oculto por las montañas. Sus narices goteaban y sus orejas estaban rojas, pero el frío no parecía tener ningún efecto en Penny, que sólo llevaba la camiseta y los pantalones de chándal. Estaban en medio de la nada y Quentin se había acostumbrado al ruido de fondo de Manhattan. Hasta en Brakebills tenía siempre gente alrededor, siempre había alguien en alguna parte que gritaba, llamaba a una puerta o volaba algo; aquí, cuando el viento no movía las ramas de los árboles, no se oía nada. El mundo era mudo.

Se ató las orejeras de la gorra rusa por debajo de la barbilla.

—Si esto no funciona… —empezó a decir Penny.

—¡Hazlo de una vez! —gritó Janet—. ¡Nos estamos muriendo de frío!

Penny adelantó la pierna doblando la rodilla y escupió en la hierba amarronada. Ahuecó las manos, las juntó y efectuó un movimiento grotesco, frenético, pero acorde con el que Quentin había visto antes. Una luz violeta brilló entre las manos, tan potente que los huesos de sus dedos se hicieron visibles a través de la piel. Gritó algo y terminó alzando las manos por encima de la cabeza.

Una chispa anaranjada surgió de la palma izquierda de Penny y voló a ras de suelo justo por encima de la hierba. Al principio dio la impresión de ser absurdamente inofensiva, como un juguete o un insecto. Pero, al acercarse a los árboles, fue creciendo de tamaño hasta convertirse en una especie de cometa veteado y crepitante del tamaño de una pelota playera. Se expandieron sombras por todo el prado que cambiaban constantemente con el rápido movimiento de la fuente de luz. El calor era intenso, Quentin podía sentirlo en su rostro. Cuando la bola impactó contra uno de los tilos, el árbol saltó por los aires con un crujido seco. Una llamarada ascendió hacia el cielo y desapareció.

—¡Bola de fuego! —gritó Penny, innecesariamente.

Fue una hoguera instantánea. Las chispas volaron increíblemente alto en el cielo crepuscular y el árbol se consumió con rapidez. Janet lanzó vítores mientras saltaba y aplaudía como una animadora deportiva. Penny sonrió levemente e hizo una teatral reverencia.

* * *

Se quedaron en la casa unos cuantos días más descansando, organizando barbacoas en el jardín trasero, bebiendo las mejores botellas de vino que pudieron encontrar en la casa, repasando la colección de DVD y relajándose en la enorme bañera. Lo cierto era, según Quentin, que después de toda la ilusión, de toda la preparación, de toda la prisa, habían frenado en seco, esperando que algo les diera un nuevo impulso. Estaban tan excitados, que no se daban cuenta de lo aterrorizados que se sentían. Y cuando pensaba en la felicidad que le esperaba en Fillory, Quentin estaba seguro de que no se la merecía. No estaba preparado. Ember y Umber nunca hubieran convocado a alguien como él.

Entretanto, Alice parecía haber descubierto la forma de no estar nunca en la misma habitación que él. Había desarrollado un sexto sentido y apenas captaba fugazmente su imagen a través de una ventana o atisbaba sus pies mientras desaparecían escaleras arriba. Era casi un juego al que los demás también se apuntaron. Cuando se topaba con ella en terreno abierto —sentada en la encimera de la cocina, balanceando las piernas mientras charlaba con Josh, o inclinada sobre la mesa del comedor con Penny y sus libros, como si todo fuera normal—, no se atrevía a intervenir ya que iría contra las reglas del juego. Verla tan cerca y al mismo tiempo tan infinitamente distante, era como mirar otro universo a través de una puerta, otra dimensión cálida, soleada, tropical en la que vivió hace tiempo, pero de la que ahora había sido expulsado. Cada noche dejaba flores ante la puerta de su dormitorio.

Fue una vergüenza: probablemente ni siquiera se habría dado cuenta de lo que pasó. Podía habérselo perdido fácilmente. Una noche se quedaron jugando a cartas hasta tarde, aun sabiendo que las partidas entre magos solían degenerar en una metacompetición para descubrir quién superaba a los otros haciendo trampas mágicas, y prácticamente todas las manos terminaban enfrentando cuatro ases contra un par de escaleras de color. Bebían grappa y Quentin se sentía un poco mejor. El retorcido nudo de vergüenza y arrepentimiento que sentía en el pecho desde que pasara la noche con Janet iba deshaciéndose gradualmente, o cicatrizando al menos. No había significado nada. La relación entre Alice y él era mucho más importante, podrían superarlo.

Ya era hora de hacérselo ver. Seguro que ella quería verlo. La había cagado y lo lamentaba, pediría perdón y todo quedaría atrás. Sólo necesitaban mirarlos con perspectiva. Probablemente ella estaba esperando que él se lo planteara. Se disculpó y subió las escaleras hasta el tercer piso, donde se encontraba el dormitorio principal que ocupaba Alice. Josh y Eliot no dejaron de animarlo durante todo el trayecto.

—¡Q! ¡Q! ¡Q! ¡Q! ¡Q!

Casi llegaba ya a la puerta cuando se detuvo. Habría reconocido aquel ruido en cualquier parte, era el ruido que hacía Alice mientras follaba. Aquello planteaba un reto para su embriagada mente: estaba follando, vale, pero no con él. Se quedó contemplando el dibujo anaranjado de la alfombra. No podía seguir soportando aquel ruido. La sangre le hirvió como si estuviera en medio de un experimento científico y se convirtió en ácido. El ácido se propagó por todo su cuerpo e hizo que ardieran sus brazos, sus piernas, su cerebro. Después llegó hasta su corazón como un letal coágulo de sangre que circulara libremente por su cuerpo anunciando su muerte. Cuando llegó al corazón, éste terminó al rojo blanco.

Obviamente estaba con Penny o con Richard. Acababa de dejar a Josh y a Eliot, y de todas formas ellos nunca le harían algo así. Descendió rígidamente los escalones, como un robot, y llegó hasta el dormitorio de Richard. Abrió la puerta de una patada y encendió la luz. Richard estaba en su cama, solo. Se sentó parpadeando, embutido en un estúpido camisón Victoriano. Quentin apagó la luz y salió de la habitación dando un portazo.

Janet apareció en pijama frotándose los ojos.

—¿Qué ocurre aquí?

Él pasó por su lado, dándole un fuerte empujón con el hombro.

—¡Eh! ¡Que eso duele! —le gritó la chica a su espalda.

¿Doler? ¿Qué sabía ella del dolor? Encendió la luz de la habitación de Penny. La cama estaba vacía. Cogió la lámpara y la tiró al suelo. Ésta parpadeó y se apagó. Quentin jamás se había sentido así, era algo sorprendente: su rabia lo había vuelto superpoderoso. Podía hacer lo que se propusiera. No había literalmente nada que no pudiera hacer. O casi. Intentó arrancar las cortinas del cuarto pero resistieron, incluso cuando se colgó de ellas con todo su peso. Entonces abrió la ventana, desgarró las sábanas de la cama y lanzó los jirones al exterior. No estaba mal, pero quería más. Destrozó el despertador de un puñetazo y empezó a tirar los libros de las estanterías.

Penny tenía muchos libros. Tardaría un buen rato en vaciarlas. Bien, no importaba, tenía toda la noche y toda la energía del mundo. Ni siquiera tenía sueño. Era como si hubiera tomado una dosis de speed. Excepto que, tras un rato, le resultó más difícil tirar los libros porque Josh y Richard le sujetaban los brazos. Quentin se debatió enloquecido, como un niño pequeño con una rabieta. Lo tuvieron que sacar a rastras.

Era tan estúpido. Era tan obvio. No hacía falta ser muy listo. Él se había follado a Janet y ahora ella se follaba a Penny. Estaban empatados. Pero él estaba borracho cuando lo hizo, ¿cómo podían estar empatados? ¡Apenas sabía lo que estaba haciendo! ¿Cómo podían estar empatados? Y con Penny… ¡Dios! Ojalá hubiera sido con Josh.

Lo encerraron en el estudio, con una botella de grappa y un paquete de DVD. Josh se quedó con él para asegurarse de que no utilizara magia, pero no tardó en dormirse con la mejilla apoyada en el brazo del sillón, como un apóstol durmiente.

A Quentin no le interesaba dormir. El dolor era un sentimiento agónico, como el largo descenso desde el éxtasis, como ese personaje de dibujos animados que se cae de un edificio y plof, choca contra un toldo, pero lo atraviesa y plof, choca contra otro, y contra otro, y contra otro más. Está seguro de que uno de ellos resistirá y volverá a impulsarlo hacia arriba, o se enrollará sobre su cuerpo, pero ninguno resiste, sólo aparecen toldos endebles, uno tras otro. Y el personaje cae, y cae, y cae. Pasa el tiempo y desea detener su caída de una vez, aunque eso signifique estrellarse contra la acera, pero no se detiene, sigue cayendo, atravesando toldo tras toldo, hundiéndose cada vez más profundamente en el dolor.

Quentin no se molestó en probar los DVD, fue cambiando de canal en la enorme televisión y bebiendo de la botella hasta que la luz del sol se derramó por encima del horizonte como la sangre que manaba de su destrozado corazón, un tambor podrido lleno de residuos tóxicos y abandonado en el fondo de un vertedero, destilando veneno en una corriente subterránea de agua, suficiente veneno como para matar a todo un barrio lleno de niños inocentes.

No podía dormir. La idea se le ocurrió al amanecer y esperó tanto como le fue posible, pero era demasiado buena para guardársela. Era como un niño en Navidad, que no puede esperar a que se despierten los adultos. Papá Noel había llegado y lo arreglaría todo. Salió del estudio a las siete y media, todavía medio borracho, y corrió por los pasillos aporreando las puertas. Incluso, ¡qué diablos!, subió al tercer piso y abrió de una patada la puerta del dormitorio de Alice, llegando a vislumbrar el redondo y blanquecino trasero de Penny, algo que tampoco hubiera querido ver. Aquello le hizo estremecerse y dar media vuelta, pero no callarse.

—¡Vamos, gente! ¡Despertad! ¡Arriba, arriba, arriba! —gritó a pleno pulmón—. ¡Ha llegado la hora! ¡Hoy es el día! ¡Despertaos todos!

Cantó un verso de la estúpida canción escolar de James:

En tiempos antiguos vivió un chico,

joven, fuerte y valiente.

Él era ahora el animador, manejando sus pompones, saltando arriba y abajo, dando volteretas por el parquet, gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Nos! ¡Vamos! ¡A!

»¡Fill!

»¡O!

»¡Ryyyyyyy!