Quentin nadaba. O podría nadar, pero la verdad es que sólo flotaba. Su cuerpo era ingrávido, suspendido en aquel líquido casi helado, y la oscuridad prácticamente absoluta. Sus testículos se encogieron intentando escapar del frío.
Tras la primera impresión de frialdad, combinada con la negrura y la falta de peso, se sintió indescriptiblemente a gusto en su cuerpo sucio, enfebrecido y resacoso. En vez de dejarse llevar por el pánico, permaneció flotando con los brazos extendidos. Abrió los ojos y el líquido los bañó con su frescor húmedo y balsámico. Los cerró de nuevo. No había nada que ver.
Fue todo un alivio. El entumecimiento resultaba magnífico, y en un momento tan doloroso para él, el mundo, normalmente tan variable e insensible en esos asuntos, le había concedido el favor de desaparecer completamente.
Tarde o temprano necesitaría aire, pero ya llegaría a ese punto. Por mal que fueran las cosas, ahogarse sería por lo menos rápido. De momento, todo lo que deseaba era permanecer allí eternamente, flotando optimista en aquel vacío amniótico. Ni en el mundo ni fuera de él, ni muerto ni vivo.
De pronto, un grillete de hierro se cerró en torno a su muñeca. Era la mano de Alice, y tiraba implacablemente de él hacia arriba. Estaba claro que no pensaba soltarlo ni rendirse, de modo que la ayudó impulsándose con los pies. Sus dos cabezas asomaron a la superficie al mismo tiempo.
Se encontraban en el centro de una silenciosa y vacía plaza ciudadana, flotando en el agua del estanque de una fuente redonda. Sólo que no era agua, sino algo negro y opaco. El silencio era absoluto y no había viento, pájaros o insectos que lo rompieran. El pavimento estaba formado por piedras anchas y se extendía en todas direcciones, limpio y desnudo como recién fregado. En los cuatro lados de la plaza se levantaban edificios de piedra de una edad indescriptible; no parecían decrépitos, pero sí que daban la impresión de haber estado ocupados hacía mucho, mucho tiempo. Su estilo era vagamente italiano; fácilmente podían haber pertenecido a un barrio romano o veneciano, pero no era así.
El cielo estaba cubierto de nubes bajas que desprendían una finísima lluvia, casi pura niebla, y las gotas abrían pequeños hoyuelos en la calmada superficie del líquido negroazulado que surgía del cáliz de un gigantesco loto de bronce. La plaza tenía el aspecto de un lugar abandonado rápidamente, fuera cinco minutos o cinco siglos antes. Imposible saberlo.
Quentin disfrutó del líquido negro unos segundos, y después llegó hasta el borde de piedra de una larga brazada. El estanque apenas tenía cinco metros de diámetro y el borde de piedra caliza estaba desgastado y lleno de marcas. Apoyándose con ambas manos, se izó a sí mismo y se dejó caer en terreno seco.
—¡Cristo! —susurró, casi sin aliento—. Maldito Penny. Es real.
No lo dijo únicamente porque odiase a Penny, en realidad no había pensado que pudiera ser verdad. Pero ahora estaban en la Ciudad, en Ningún Lugar, o en algún lugar que se parecía sorprendentemente a ella. Increíble. El más ingenuo, feliz y ñoño sueño de su infancia resultaba ser real. Dios, había estado tan equivocado sobre todo.
Aspiró profundamente. Fue como si una luz blanca fluyera a través de él. No sabía que pudiera ser tan feliz. Todo lo que hasta entonces le abrumaba. —Janet, Alice, Penny, todo…— de repente era insustancial por comparación. Y si la Ciudad era real, Fillory también podía serlo. La última noche había resultado un desastre, un Apocalipsis, pero esto era mucho más importante. Les esperaba la mayor de las alegrías.
Se volvió hacia Alice.
—Esto es exactamente…
El puño le impactó en el ojo izquierdo. Alice pegaba como una chica, sin cargar todo su peso en el golpe, pero Quentin no lo había visto venir y la mitad izquierda del mundo desapareció en un estallido de blancura.
Se inclinó medio ciego, tapándose el ojo con la palma de la mano. Ella le lanzó una patada a la espinilla, y otra, y otra más, con una descorazonadora puntería.
—¡Gilipollas! ¡Eres un gilipollas!
El rostro de Alice estaba blanco. Sus dientes castañeteaban.
—¡Cabrón! ¡Puto cobarde!
—A… Alice —consiguió balbucear—. Alice, lo siento. Espera… Escúchame… —intentó señalar el mundo que los rodeaba mientras comprobaba que su córnea seguía intacta.
—¡No me hables! ¡No me dirijas ni una puta palabra! —Le golpeó salvajemente en la cabeza y los hombros con ambas manos, hasta que él se agachó y alzó los brazos para protegerse—. ¡No te atrevas a dirigirme la palabra, cabrón! ¡Cabrón de mierda!
Desconcertado, se alejó unos pasos intentando escapar, pero ella lo persiguió como un enjambre de abejas. Sus voces resonaban débiles y vacías en la plaza sin eco.
—¡Alice! ¡Alice! —Su ojo era un anillo de fuego—. ¡Olvídate de todo por un segundo! ¡Sólo por un segundo! —Cuando lo golpeó, tenía aferrado el botón en su puño. Debía de ser mucho más pesado de lo que parecía—. No lo entiendes, todo fue tan… tan… —Tenía que haber una forma adecuada de explicarlo—. Estaba confuso. La vida me parecía tan vacía… Tú misma lo dijiste, tenemos que vivirla mientras podamos. O eso pensaba. Pero se me escapó de las manos, se me escapó de las manos. —¿Por qué era incapaz de evitar los clichés? Tenía que centrarse. Encontró un argumento—. Estábamos tan borrachos…
—¿De verdad? ¿Demasiado borracho para follártela? —Lo había pillado—. Podría matarte, ¿me oyes? —Su rostro era terrible. En sus sonrojadas mejillas destacaban dos puntos al rojo blanco—. Podría hacerte arder ahí mismo hasta quedar reducido a cenizas. Soy más fuerte que tú. No podrías hacer nada para impedirlo.
—Escucha, Alice. —Tenía que conseguir que dejara de hablar, que dejara de alimentar su rabia—. Sé que la cagué. Hice mal, muy mal, y lo siento de verdad. Nunca sabrás cuánto lo siento. Tienes que creerme. ¡Pero es importante que lo comprendas!
—¿Qué eres? ¿Un crío? ¿Estabas confuso…? ¿Por qué no cortaste conmigo, Quentin? Es obvio que hace mucho que perdiste todo interés por mí. Eres un crío, ¿verdad? Es obvio que no eres lo bastante maduro como para tener una relación de verdad. Ni siquiera eres lo bastante maduro como para terminar con una relación de verdad. ¿Es que tengo que hacerlo absolutamente todo por ti?
»¿Sabes lo que ocurre? Lo que ocurre es que te odias tanto a ti mismo, que haces daño a todos los que te aman. Es eso, ¿verdad? Los castigas simplemente por amarte, pero hasta ahora no había querido verlo.
Se detuvo agitando la cabeza, perdida en un sopor incrédulo. Sus propias palabras la habían sorprendido. En aquel silencio, el hecho de que la hubiera engañado —y nada más y nada menos que con Janet— volvió a golpearla tan ferozmente como la primera vez, hacía ya dos horas. Era como si le hubiera disparado un tiro en pleno estómago.
Alice alzó la mano con la palma hacia Quentin, como si se escudase en los ojos de un rostro monstruoso. Un empapado mechón de pelo se aplastaba contra su mejilla. Sus labios estaban blancos, pero seguían moviéndose.
—¿Valió la pena? —preguntó al fin—. Siempre la deseaste, ¿crees que no me daba cuenta? ¿Crees que soy estúpida? Vamos, contesta: ¿crees que soy estúpida? ¡Responde! ¡Quiero saber si crees que soy estúpida!
—No, Alice, no creo que seas estúpida. —Quentin se sentía como un boxeador noqueado pero que aún se mantiene en pie, con la vista borrosa, rogando a Dios que le permita desplomarse. Ella tenía razón, mil veces razón, pero si podía conseguir que viera lo mismo que él, si pudiera exponer las cosas en la perspectiva adecuada… Malditas mujeres.
Alice se alejó hacia uno de los callejones que conducían a otra plaza, dejando un rastro de húmedas pisadas tras ella.
—Por favor, echa un vistazo alrededor —suplicó Quentin, con la voz rota por el agotamiento—. ¿No puedes darte cuenta por un segundo de que está ocurriendo algo más importante que una persona haya metido una parte de su cuerpo dentro de otra?
Pero no lo escuchaba. O quizás estaba decidida a decir lo que tenía que decir.
—¿Sabes? —siguió en un tono más tranquilo, mientras llegaba a la plaza siguiente—. Me parece que creíste que follándotela serías feliz. Saltas de una cosa a la siguiente, creyendo que así lograrás ser feliz. En Brakebills no lo conseguiste. Conmigo no lo conseguiste. ¿Realmente creíste que con Janet lo conseguirías? Sólo es otra fantasía, Quentin.
Se detuvo, abrazándose el estómago con ambos brazos como si padeciera una úlcera gástrica, y sollozó amargamente. Su ropa empapada se le pegaba al cuerpo, y a su alrededor se estaba formando un charquito de aquel líquido negro. Quentin deseó poder confortarla, pero no se atrevía a tocarla. El silencio de la plaza se hizo casi tangible. Según las novelas de Fillory todas las plazas eran idénticas, pero él podía ver que no lo eran ni de lejos. Compartían el mismo estilo criptoitaliano, pero en ésta los edificios tenían columnatas a los lados y la fuente de su centro tenía forma rectangular, no redonda como la que habían dejado atrás. En uno de los lados más cortos, un rostro de mármol blanco vomitaba un torrente de líquido negro.
Sonaron pasos sobre la piedra. Quentin estaba dispuesto a darle la bienvenida a cualquier interrupción, y si era algo carnívoro y lo devoraba vivo, mucho mejor.
—Menuda reunión, ¿eh?
Penny se acercó caminando animadamente por las losas de piedra. La fachada gris de una piazza de piedra se erguía sobre ellos, con un ancla y tres llamas como incrustaciones heráldicas. Penny parecía más feliz y relajado de lo que había estado nunca. Estaba en su elemento y relucía de orgullo, Su ropa estaba seca.
—Lo siento. He pasado aquí mucho tiempo, pero nunca lo había compartido con nadie. Pensaréis que eso no tiene importancia, pero sí la tiene. La primera vez que llegué había un cadáver en el suelo. Ahí mismo.
Señaló una losa como si fuera el guía turístico.
—Era humano… o casi, no sé. Quizás un maorí, porque tenía toda la cara tatuada. Llevaría muerto unos días. Seguramente quedó atrapado: llegó y los estanques no lo dejaron salir, vete a saber por qué. Creo que murió de inanición. Cuando regresé por segunda vez, el cadáver ya no estaba.
Penny estudió sus dos caras —las lágrimas de Alice, el ojo negro de Quentin— y su lenguaje corporal, y se dio cuenta de la situación.
—Oh. —Su expresión se suavizó ligeramente. Hizo un gesto y, de repente, las ropas de la pareja quedaron secas y cálidas—. Mirad, aquí tenéis que olvidaros de los malos rollos. Si no prestáis atención, este sitio puede ser muy peligroso. Os daré un ejemplo: ¿Cómo podemos volver a la plaza por la que llegamos?
Alice y Quentin miraron a su alrededor como si fueran obedientes alumnos de Penny. Mientras discutían, habían cortado en ángulo a través de la segunda plaza hasta una tercera. ¿O era una cuarta? La humedad de sus pisadas ya se estaba evaporando. A cada lado de la plaza se abría un callejón, y más allá de ellos se vislumbraban otros callejones irregulares, y fuentes, y plazas, empequeñeciéndose hasta el infinito. Era como un truco de mago con espejos. El sol estaba ocultándose, si es que allí había un sol. Penny estaba en lo cierto: no tenían ni idea de cuál era la plaza y el estanque que los devolvería a la Tierra, ni siquiera de qué dirección habían seguido.
—No os preocupéis, he marcado el camino. Estamos apenas a quinientos metros. Una plaza hacia allí y otra a la derecha. —Penny señaló en dirección opuesta a la que Quentin suponía que era la correcta—. En las novelas caminaban al azar y siempre llegaban a su destino, pero nosotros debemos tener más cuidado. Yo utilizo un espray naranja para indicar el camino, pero tengo que hacerlo cada vez que vengo. La pintura desaparece entre un viaje y otro.
Penny caminó en la dirección que había señalado. Indecisos, sin mirarse mutuamente, Quentin y Alice lo siguieron. Sus ropas empezaban a empaparse de nuevo a causa de la lluvia.
—He elaborado unas cuantas reglas para moverme por aquí. No existen los puntos cardinales típicos, así que me he inventado unos nuevos según los edificios de las plazas, uno por cada lado: palacio, villa, torre e iglesia. En realidad no son iglesias, pero lo parecen. Ahora nos dirigimos en dirección iglesia.
Volvieron a la fuente original, que Penny había marcado con una enorme equis de un naranja fluorescente. Un poco más allá se levantaba un tosco refugio hecho con una lona y un catre. Quentin se preguntó cómo no lo había visto antes.
—Establecí un campamento base con comida, agua y libros. —Penny volvía a sentirse excitado, como un niño rico y marginado que por primera vez llevara a casa a sus amigos para enseñarles sus juguetes. Ni siquiera se daba cuenta de que ni Quentin ni Alice habían dicho una sola palabra—. Siempre creí que la primera que me acompañaría hasta aquí sería Melanie, pero nunca pudo dominar los hechizos. Intenté enseñárselos, pero no es lo bastante poderosa. Casi, pero no. En cierta forma, me alegra que hayáis sido vosotros. ¿Sabéis que sois los únicos amigos que he tenido en Brakebills?
Penny agitó la cabeza, como si fuera algo sorprendente que no le gustara a la gente. Quentin pensó que, doce horas antes, Alice y él apenas habrían podido aguantar la risa ante la sugerencia de ser los mejores amigos de Penny.
—Oh, casi me olvido. Nada de hechizos lumínicos, es una locura. La primera vez que vine, intenté lanzar uno básico de iluminación y me quedé ciego durante dos horas. Es como si el aire estuviera hiperoxigenado con magia. Una chispa y todo se inflama.
Dos escalones de piedra llevaban hasta la fuente. Quentin se sentó en uno de ellos y apoyó la espalda en el borde. Ya no tenía sentido seguir peleando, sólo quería sentarse allí y descansar mientras escuchaba la perorata de Penny.
—No os creeríais lo lejos que he llegado explorando este lugar. Mucho más lejos de lo que llegaron nunca los Chatwin. Una vez vi una fuente que se desbordaba, como si alguien le hubiera puesto un tapón, y la plaza estaba inundada con un palmo de agua, medio palmo en las plazas contiguas. Y por dos veces he visto fuentes tapadas, selladas con una cubierta de bronce como la de un pozo, como si quisieran evitar que la gente pudiera salir de ellas. O entrar. También he llegado a ver pedazos de mármol blanco en el pavimento. Supuse que era una escultura rota e intenté volver a montar las piezas para ver qué representaba, pero no lo conseguí.
»No se puede entrar en los edificios. Lo he intentado de todas las maneras: con ganzúas, con mazos, incluso una vez traje un soplete de acetileno… y nada. Y las ventanas son demasiado oscuras para atisbar a través de ellas. Traje una linterna, no una normal, sino de esas que utilizan los guardacostas. Cuando la encendí, pude vislumbrar algo del interior. Y os diré algo: están llenos de libros. Cualquiera que sea su aspecto; todos y cada uno de los edificios es en realidad una biblioteca.
* * *
Quentin no tenía ni idea del tiempo que llevaban allí, pero no era poco. Horas, quizá. Los tres atravesaron plazas y más plazas, como turistas perdidos. Todas compartían un mismo estilo y el aspecto de antiguas, de erosionadas por el tiempo, pero no había dos iguales. Quentin y Alice seguían sin atreverse a mirarse las caras, pero eran incapaces de resistirse a la seducción de aquel lugar inmenso y melancólico. Al menos, la lluvia había cesado.
Pasaron por una plaza pequeña, apenas una cuarta parte del tamaño de las demás, pavimentada con adoquines. Si te situabas en el centro, podías escuchar el océano, el ir y venir de las olas. En otra, Penny señaló una ventana que presentaba marcas de quemaduras en la parte superior, como si el interior del edificio hubiera sufrido un incendio. Quentin se preguntó quiénes habrían construido aquel lugar y dónde estarían ahora. ¿Qué pudo suceder para que lo abandonasen?
Penny describió con muchos detalles técnicos su elaborada aunque inútil odisea para escalar uno de los edificios y tener una perspectiva de la Ciudad desde los tejados. En cierta ocasión consiguió asegurar una cuerda en una pieza de mampostería, pero a medio camino sintió una agobiante sensación de mareo y, cuando logró recuperarse, se encontró descendiendo por la misma pared que había intentado ascender.
En varios momentos llegaron a ver, a una distancia incalculable, un cuadrado verde que parecía ser un jardín, con hileras de lo que parecían limeros, pero no consiguieron llegar hasta esa plaza. A medida que se acercaban, como los callejones estaban ligeramente desalineados unos con otros, se perdían en sus cambiantes perspectivas.
—Deberíamos regresar —propuso por fin Alice con voz apagada. Era la primera vez que hablaba desde que discutiera con Quentin.
—¿Por qué? —preguntó Penny. Se lo estaba pasando de miedo. Debía de haberse sentido terriblemente solitario allí, pensó Quentin—. No importa el tiempo que pasemos en la Ciudad, ¿sabéis? Sea el que sea, en la Tierra no habrá transcurrido ni un segundo. Para los otros, será como si desapareciéramos y reapareciéramos de golpe, bing, bang. Ni siquiera habrán tenido tiempo de sorprenderse. Una vez pasé seis meses aquí y nadie se dio cuenta.
—Seguro que nosotros no lo hubiéramos notado —sentenció Quentin, sabiendo que Penny lo ignoraría.
—¿Sabéis que subjetivamente soy más viejo que vosotros, debido a todo el tiempo que he pasado aquí? Mmm… creo que tendría que haber llevado la cuenta.
—Penny, ¿qué estamos haciendo aquí?
Penny pareció desconcertado.
—¿No es obvio, Quentin? Vamos a ir a Fillory. Tenemos que hacerlo. Esto lo cambia todo.
—Vale, vale. —Algo lo estaba fastidiando y tenía que expresarlo con palabras, tenía que obligar a su cansado cerebro a procesar sus pensamientos y convertirlos en argumentos inteligibles—. Penny, tenemos que ir más despacio. Estudia el problema en su conjunto. Los Chatwin llegaban a Fillory porque eran los elegidos. Por Ember y Umber, las ovejas mágicas… los carneros, quiero decir. Los convocaban para hacer el bien, para combatir con la Relojera o lo que fuera.
Alice asintió con la cabeza.
—Sólo los reclamaban cuando amenazaba algún peligro —añadió la chica—. La Relojera, la Duna Errante o esa cosa de El bosque volante. O para encontrar a Martin. A eso se refería Helen Chatwin. No podemos entrar sin ser invitados. Por eso escondió los botones, porque eran un error. Fillory no es como el mundo real, es un universo perfecto donde todo está organizado para bien. Se supone que Ember y Umber controlan las fronteras.
»Pero, con los botones, cualquiera puede viajar hasta allí. Gente que no son parte de la historia, gente malvada. Los botones no forman parte de la lógica interna de Fillory. Son como un agujero en la frontera, una laguna imprevista.
El mero hecho de que Alice conociera las tradiciones fillorianas a la perfección, sin ninguna duda, aumentaba el sentimiento de culpabilidad de Quentin y el de añoranza por ella. ¿Cómo pudo estar tan confuso como para creer que deseaba más a Janet que a ella?
Penny asentía en actitud semiautista, balanceándose hacia atrás y hacia delante.
—Te olvidas de algo, Alice. Nosotros no somos malvados. —Una luz de fervor volvió a brillar en los ojos de Penny—. Somos los buenos. ¿Se te ha ocurrido que quizás hemos encontrado los botones por eso? Puede que sea porque nos quieren convocar. Puede que Fillory nos necesite desesperadamente.
Esperó alguna reacción.
—Por los pelos, Penny —exclamó finalmente Quentin—. Ese argumento está cogido por los pelos.
—Bueno, ¿y qué? —protestó Penny—. ¿Y si no se trata de Fillory? ¿Y si terminamos en algún otro mundo? Sigue siendo otro mundo, Quentin. Hay un millón de otros mundos. ¡Ningún Lugar es el punto donde confluyen los mundos! ¿Quién sabe qué otros mundos imaginarios puede resultar que son reales? ¡Toda la literatura humana podría ser una guía del multiverso! Una vez marqué cien plazas en una misma dirección y ni siquiera llegué al límite de la Ciudad. Podríamos pasarnos el resto de nuestra vida explorando, y ni siquiera tendríamos el mapa de un uno por ciento de todo esto. ¿No te das cuenta, Quentin? ¡Ésta es la nueva frontera, el reto de nuestra generación y de las próximas cincuenta generaciones!
»Y todo empieza aquí y ahora, Quentin. Con nosotros. Sólo tienes que desearlo. ¿Qué me dices?
Alargó la mano con la palma hacia abajo, como si esperase que Quentin y Alice pusieran las suyas encima como en un equipo de fútbol o de baloncesto. Quentin se sintió tentado de dar media vuelta y dejarlo esperando, pero al final permitió que Penny le diera una floja palmada en la mano. El ojo todavía le palpitaba.
—Deberíamos volver —repitió Alice. Parecía exhausta, la noche anterior no debió de dormir demasiado.
Alice sacó el extraño botón nacarado de su bolsillo. Parecía ridículo —en las novelas sonaba razonable, pero eso era en las novelas y los Chatwin sólo los habían utilizado una vez—, en la vida real era como si estuvieran jugando a algún juego infantil. Era la idea que tendría un niño pequeño de un objeto mágico. Claro que, ¿qué podía esperarse de un puñado de conejitos parlantes?
De vuelta a la primera plaza, se alinearon en el borde de la fuente cogidos de la mano, guardando un equilibrio precario. La idea de empaparse de nuevo era indescriptiblemente deprimente.
Sus reflejos sobre la negra superficie parecían borrosos y distantes, se asemejaban a sombras del inframundo. Aquel líquido negro parecía tinta. Quentin pensó que realmente podía ser tinta, una tinta mágica que no manchaba la ropa. En un rincón de la plaza vio el brote de un joven arbolito que se había abierto camino a través de las losas del pavimento. Crecía doblado y retorcido, casi en forma de hélice, pero estaba vivo. Se preguntó sobre qué habría sido construida la Ciudad y qué descubrirían allí abajo si algún día desaparecía. ¿Un bosque? ¿Volvería a serlo algún día? La Ciudad, como todo, terminaría desapareciendo.
Alice se colocó en un extremo, con Penny en medio, para no tener que tocar a Quentin. Dieron un paso hacia delante al unísono, todos con el pie derecho.
Esta vez el viaje fue distinto. Cayeron a través de la tinta como si fuera aire, después cruzaron la oscuridad, y de repente parecieron caer del cielo hacia un Manhattan que se extendía debajo de ellos en un invernal viernes gris —parques marrones, edificios grises, taxis amarillos esperando en zonas señalizadas de blanco, ríos negros salpicados de remolcadores y barcazas…—, atravesaron un tejado gris y aparecieron en el comedor donde Janet, Eliot y Richard permanecían inmóviles, congelados en medio de su acción, como si Alice acabara de tocar el botón del bolsillo de Penny, como si las últimas tres horas no hubieran existido.
—¡Alice! —exclamó Janet, divertida—. ¡Aparta la mano de los pantalones de Penny!