El relato de Penny

Tenía un nuevo peinado mohicano, una tira de pelo verde orgullosamente iridiscente de un par de centímetros de anchura y unos siete de altura, como la cresta del casco de un centurión romano. También había engordado. Parecía extrañamente más joven y blando que en Brakebills; menos un solitario guerrero iroqués y más un gángster de extrarradio sobrealimentado, pero seguía siendo Penny. Ahora, de pie sobre la alfombra oriental del comedor y mirando a su alrededor como un conejo curioso y crítico, intentaba recuperar el aliento. Llevaba una cazadora de cuero negro con tachuelas de cromo incrustadas, vaqueros de un negro desvaído y una mugrienta camiseta blanca. «Dios —pensó Quentin—, ¿aún existen los punkies? Debe de ser el último que queda en Nueva York».

Penny sorbió aire por la nariz y se la limpió con la manga de su cazadora. Quentin lo conocía y sabía que nunca se rebajaría ante convenciones sociables como saludar, preguntar cómo estabas y explicar qué diablos hacía allí. Y, por una vez, se sintió agradecido. No creía que pudiera soportarlo.

—¿Cómo has entrado? —croó Quentin. Tenía la boca reseca.

—Vuestro portero está dormido. Deberíais despedirlo.

—No es «nuestro» portero. —Intentó aclararse la garganta—. Tienes que haber lanzado un hechizo.

—Sólo el Sigilo de Cholmondeley. —Penny le dio la correcta pronunciación inglesa: Chumley.

—Eliot puso un conjuro en todo el piso, yo mismo lo ayudé. Además, el ascensor necesita una llave.

—Necesitaremos lanzar un nuevo conjuro. Lo anulé mientras subía.

—¡Joder! Vale, veamos. Primero, ¿por qué «nosotros»? ¿Quiénes somos «nosotros»? —preguntó Quentin. En aquel momento, su deseo más profundo era disponer de un momento de respiro y sumergir la cara en una pila de agua fría. Y quizá tener a alguien que la mantuviera sumergida hasta que se ahogara—. Y segundo, Penny, hostia, tardamos todo un fin de semana en lanzar ese conjuro.

Hizo un somero pero rápido repaso. Penny tenía razón, los hechizos defensivos que rodeaban el apartamento se habían esfumado y ni siquiera los habían alertado al hacerlo. No podía creérselo. Penny tenía que haber eliminado el conjuro desde el exterior, desde su misma raíz, en menos tiempo del que tardó en subir los veintidós pisos en ascensor. Quentin intentó mantener una expresión neutra, no pensaba darle la satisfacción de mostrar lo impresionado que se sentía.

—¿Y la llave?

Penny la sacó del bolsillo de su cazadora y se la dio a Quentin.

—Se la robé al portero —confesó, encogiéndose de hombros—. Es el tipo de cosas que aprendes en la calle.

Quentin iba a decir algo sobre «la calle» en cuestión y que, de todas formas, tampoco era tan difícil robarle la llave a un portero dormido cuando has lanzado un Sigilo de Cholmondeley, pero no creyó que tuviera la importancia suficiente y las palabras se le antojaban demasiado pesadas para salir de su boca, como bloques de piedra en su estómago que tuviera que regurgitar físicamente. Puto Penny, le estaba haciendo perder el tiempo. Tenía que hablar con Alice.

Por entonces, los demás ya habían oído a Penny. Richard salió de la cocina en la que estaba limpiando, ya despierto e irritantemente duchado, peinado y cepillado. Janet no tardó en salir del dormitorio de Eliot enfundada en una bata, como si nada desacostumbrado hubiera sucedido la noche anterior. Lanzó un gritito de horror al ver a Penny y desapareció en el cuarto de baño.

Quentin comprendió que tenía que vestirse y afrontar la situación. El día había llegado y, con él, el mundo de las apariencias y mentiras, el actuar como si todo fuera maravilloso. Harían huevos revueltos, comentarían sus resacas mientras bebían mimosas y Bloody Maries bien cargados de Tabasco y pimienta negra, y actuarían como si no pasara nada, como si Quentin no hubiera roto el corazón de Alice sin otra razón que la de estar borracho y querer acostarse con Janet. Y por increíble, por impensable que pareciera, escucharían lo que Penny tenía que decirles.

* * *

Al final de su cuarto curso, Penny había decidido —explicó, cuando su público estuvo vestido, reunido y atento, con comida y bebida, tumbados en los sofás o sentados con las piernas cruzadas en el suelo, según su estado físico o emocional— que Brakebills ya le había enseñado todo lo que podía enseñarle, así que abandonó la escuela y se trasladó a un pequeño pueblo de Maine, al norte de Bar Harbor y al sur de Bangor. El pueblo se llamaba Oslo, un sórdido centro turístico con una población que se reducía en un 80% al terminar la temporada de vacaciones.

Penny escogió Oslo —ni siquiera Nueva Oslo, como si pensaran que eran los primeros— por su total y absoluta falta de distracciones. Llegó a mediados de septiembre y no tuvo problemas para alquilar una pequeña granja en las afueras, junto a la carretera de un solo carril. Su propietario era un maestro retirado que voló a su residencia de invierno en Carolina del Sur en cuanto le entregó las llaves. Los vecinos más cercanos a ambos lados eran una congregación de la iglesia Pentecostal y un campamento de verano para niños con problemas. Era perfecto. Había encontrado su propio Walden.

Tenía todo lo que necesitaba: silencio, soledad y un tráiler U-Haul lleno con una envidiable biblioteca de códices mágicos, monografías, libros de género, referencias y periódicos. Disponía de una sólida mesa, una habitación bien iluminada y una ventana con una nada atractiva vista al patio trasero de la casa que no ofrecía ninguna tentación particular. Y tenía un proyecto de investigación razonable e intrigantemente peligroso, que mostraba todos los signos posibles de convertirse en algo interesante. Estaba en el paraíso.

Pero una tarde, unas cuantas semanas después, sentado ante su mesa trazando palabras de mucho poder, escritas hace siglos con la pluma de un hipogrifo, Penny descubrió que su mente vagaba. Enarcó las pobladas cejas. Algo perturbaba su poder de concentración. ¿Lo estaba atacando un investigador rival? ¡Cómo se atrevía! Se frotó los ojos e intentó concentrarse con más fuerza, pero su atención volvió a derivar.

Resultó que Penny había descubierto una debilidad en él, un fallo que ni en mil años hubiera sospechado que tuviera; una edad, por cierto, a la que pensaba llegar con unas pocas y cuidadosas modificaciones a las que se sometería cuando tuviera tiempo. El fallo era que se sentía solo.

La idea resultaba escandalosa. Humillante. Él, Penny, era un solitario frío como el hielo, un «desperado». Era el Han Solo de Oslo. Lo sabía y le encantaba. Había pasado interminables años —cuatro, en realidad— en Brakebills rodeado de idiotas —excepto Melanie, que era como llamaba en privado a la profesora Van der Weghe—, y ahora por fin se veía libre de sus incesantes chácharas.

Pero Penny se descubría haciendo cosas, cosas improductivas, sin una razón. Se plantaba en una pequeña presa de cemento cercana a su granja y tiraba piedras para romper la delgada capa de hielo formada en la superficie del estanque. Caminaba varios kilómetros hasta el centro del pueblo y jugaba a videojuegos en el salón recreativo situado tras la farmacia, atiborrándose de chicles junto a adolescentes de ojos muertos, desesperanzados, que rondaban por allí para hacer exactamente lo mismo que él. Cambiaba miradas con el dependiente de la librería, que en realidad vendía sobre todo tarjetas de felicitación y no libros. Le confiaba sus problemas a una penosa manada de cuatro búfalos que vivían en una granja junto a la carretera de Bar Harbor; incluso pensó saltar la cerca y acariciar una de aquellas enormes cabezas en forma de cuña, pero le faltó valor. Eran búfalos bastante grandes y nunca se sabe lo que piensan.

Eso fue en septiembre. En octubre, ya se había comprado un Subaru Impreza color hierba y viajaba regularmente al club de baile de Bangor, bebiendo de una botella de vodka que llevaba en el asiento del pasajero (ya que en el club se admitían menores, y por tanto no se servía alcohol), mientras conducía tres cuartos de hora por senderos boscosos. Los progresos en su proyecto de investigación se habían reducido a prácticamente nada, apenas un par de horas diarias de apático repaso de viejas notas, salpicadas de generosos descansos a base de porno online. Humillante.

El club de baile de Bangor abría únicamente los viernes y los sábados por la noche, y todo lo que hacía allí era jugar al billar en una zona mal iluminada y alejada de la pista de baile, junto a otros machos solitarios como él mismo. Pero fue allí, durante una de esas noches de sábado, donde vio un rostro familiar. El rostro escuálido de un cadáver que tampoco fuera particularmente atractivo en vida, con un horrible bigote sobre su labio superior. Pertenecía al vendedor ambulante llamado Lovelady.

Lovelady estaba en el club de baile de Bangor por las mismas razones que Penny: había huido lo más lejos posible del mundo de Brakebills y de la magia, y ahora se enfrentaba a la soledad. Entre una pinta de Coors Light y unas cuantas partidas de billar que Lovelady ganó con bastante facilidad —no puedes pasarte la vida traficando con falsos objetos mágicos sin aprender unas cuantas habilidades reales— se contaron mutuamente sus penas.

El sistema de vida de Lovelady dependía mucho de la suerte y de la credulidad de la gente. Se pasaba la mayor parte del tiempo recorriendo las tiendas de segunda mano y de saldos, de la misma forma que los pescadores rastrillaban el océano. Se aprovechaba de la vulnerabilidad emocional de las viudas de aquellos magos que habían muerto recientemente y escuchaba las conversaciones de los más sabios, manteniéndose ojo avizor a todo lo que pudiera tener valor o él pudiera hacer pasar por algo que tenía valor. Había pasado los últimos meses en el norte de Inglaterra, viviendo en un apartamentoestudio situado sobre un garaje de la ciudad de Hull, probando suerte en tiendas de antigüedades y librerías de segunda mano. Viajó en autobuses, y en sus peores momentos, en una vieja bicicleta de una sola marcha que había tomado prestada sin permiso del garaje, al que teóricamente no tenía acceso.

En algún momento de su estancia, Lovelady empezó a recibir una atención no buscada. Solía buscar desesperadamente que alguien le prestara atención, no le importaba quién fuera, pero esta vez era distinto. Gente desconocida se quedaba mirándolo fijamente sin razón aparente, el timbre de los teléfonos públicos empezaba a sonar cuando pasaba junto a ellos, miraba la televisión y todo lo que veía era el reflejo de su propia imagen con una misteriosa ciudad vacía de fondo. Lovelady no tenía estudios ni una inteligencia especial, pero sobrevivía gracias a su instinto, y su instinto le decía que allí pasaba algo raro. Y grave.

Solo en su apartamento, sentado en su sofá del color de la sopa de guisantes, Lovelady reflexionó. Su mejor suposición fue que, inadvertidamente, había adquirido un objeto de poder genuino y que algo ahí fuera lo deseaba. Estaba siendo acosado.

Aquella misma noche decidió subir las apuestas. Abandonó su refugio, reunió su vasta selección de amuletos y fetiches, tomó un autobús a Londres, y de allí viajó a París en tren por debajo del canal. Después cruzó el Atlántico para pedir asilo en Brakebills. Pasó una tarde agotadora peinando los bosques del norte de Nueva York, buscando el familiar y acogedor terreno de la escuela.

Mientras el sol se ponía a través de los árboles y los primeros fríos del invierno roían las puntas de sus orejas, descubrió la horrible verdad. Se encontraba en el lugar adecuado, pero Brakebills no aparecía. Los hechizos defensivos de Brakebills detectaban algo, en él o en su mercancía, y la ocultaban. Fuera lo que fuese que llevaba encima, lo convertía en intocable.

Fue entonces cuando huyó a Maine. Era irónico: por una vez en su vida, Lovelady había tenido suerte consiguiendo algo genuinamente poderoso, un premio gordo, pero resultó que era demasiada suerte. Aquello lo superaba. Allí mismo, en medio de los helados bosques, sintió deseos de desprenderse de sus pertenencias, de todas ellas, pero tras una vida de codicia no tuvo el valor suficiente. Eso hubiera roto su avaricioso corazón. En vez de eso, alquiló una cabaña en el bosque por un precio módico de fuera de temporada y realizó un exhaustivo inventario.

Lo descubrió enseguida, en una bolsa de plástico atada con un nudo, mezclado entre un revoltijo de mugrienta joyería. No sabía lo que era, pero su poder resultaba obvio incluso para su ojo desentrenado.

Llevó a Penny hasta un rincón, hurgó en los bolsillos de su sucio abrigo —que no se había quitado en toda la noche—, y depositó una bolsa sobre la mesa redonda de aglomerado. Dirigió a Penny una sonrisa lívida y descolorida. Los botones eran un excedente de botones de época; los había de dos agujeros, de cuatro, de falso cuero, de falso caparazón de tortuga, de baquelita, y unos cuantos eran puros abalorios. Penny se fijó de inmediato en uno de ellos, un botón plano, blanco, opalescente, de un par de centímetros de diámetro. Era más pesado de lo que parecía y prácticamente vibraba con una fuerza mágica apenas contenida.

Sabía que era eso. Lo sabía sin necesidad de tocarlo.

—¿Un botón mágico? —preguntó Janet—. Qué extraño. ¿Qué era?

Llevaba el pelo hecho un desastre, pero parecía obscenamente relajada bebiendo café y mostrando sus largas piernas por debajo de su corto albornoz. Obviamente, se sentía triunfante, saboreaba su conquista y, por extensión, su victoria sobre Alice. En aquel momento, Quentin simplemente la odió.

—¿De verdad no te lo imaginas? —dijo Penny.

Quentin sí se lo imaginaba, pero no pensaba admitirlo en voz alta.

—¿Qué le dijiste? —preguntó en cambio.

—Hice que aquella noche me acompañara hasta mi apartamento. No estaba a salvo y yo, por lo menos, tenía instalado un conjunto básico de hechizos protectores. Llamamos a la mujer que le había vendido los botones, pero ella insistió en que no le constaba que hubieran pasado por sus manos en ningún momento. Al día siguiente fuimos a Boston y le compré todo el lote por ochenta mil dólares. No quería dinero, sólo oro y diamantes. Prácticamente vacié la tienda de Harry Winston, pero mereció la pena. Después le dije que le dieran por culo y se marchó.

—¡Ochenta mil dólares! —exclamó Eliot—. Con eso no vaciarías ni un expositor de Zales, mucho menos uno de Harry Winston.

Penny lo ignoró.

—Eso fue hace dos días. Me quedé a pasar la noche en un hotel de Boston, pero estalló un incendio dos pisos por encima del mío y murió una mujer de la limpieza. No volví a mi habitación. Tomé el autobús Fung Wah en la estación del sur y, una vez aquí, tuve que venir caminando desde Chinatown. Cada vez que me subía a un taxi, le fallaba el motor. Pero lo que importa es que el botón es real y es nuestro.

—¿«Nuestro»? ¿Quiénes somos «nosotros»? —se interesó Richard.

—Eres un puto imbécil —sentenció Quentin.

—Q lo ha pillado —sonrió Penny—. ¿Alguien más?

—¿De qué está hablando, Q?

Un silencioso puñal de hielo atravesó el corazón de Quentin. No había oído entrar a Alice, pero allí estaba, de pie en el borde del círculo, con el cabello sucio y suelto, como una niña que se hubiera despertado en mitad de la noche y apareciera por sorpresa, como un espíritu inseguro, en una fiesta de adultos.

—No saben de qué estás hablando —susurró Quentin, sin atreverse a mirar a la chica. El remordimiento lo ahogaba. Le dolía tanto mirarla que casi se enfureció con ella.

—¿Se lo explicas tú o tengo que hacerlo yo? —dijo Penny.

—Hazlo tú. Yo no podría sin estallar en carcajadas.

—Bueno, que uno de los dos lo suelte de una vez —protestó Eliot—, o me vuelvo a la cama.

—Damas y caballeros —gritó Penny, teatral y grandilocuente—, vamos a viajar a Fillory.

* * *

—Al final de La duna errante —empezó Penny. Era un discurso que obviamente había preparado—, helen y Jane Chatwin recibieron un regalo del capitán del barco que habían encontrado en pleno desierto. El regalo consistía en un cofrecito de roble con molduras de bronce y contenía cinco botones mágicos, todos con el poder de hacer que su portador se trasladase a voluntad de la Tierra a Fillory y viceversa.

Todos los que se encontraban en la habitación habían leído las novelas de Fillory, y Quentin varias veces, pero Penny repasó igualmente las reglas. Los botones no te transportaban directamente hasta allí, sino que primero te llevaban a una especie de Ningún Lugar intermedio, una parada interdimensional. De allí podías saltar a Fillory.

Nadie sabía dónde se encontraba ese mundo de transición. Podía ser un plano de existencia alternativo, un lugar intercalado entre planos como una flor colocada y aplastada entre las páginas de un libro, o un plano maestro que contuviera todos los planos, como el lomo que une las páginas y las mantiene unidas. A primera vista parecía una ciudad desierta con una sucesión infinita de vacías plazas de piedra, pero que servía como una especie de tablero multidimensional. En el centro de cada plaza había una fuente que, en vez de agua, vertía un líquido tan negro como la tinta o la brea.

Según la novela, al sumergirte en una de las fuentes te transportabas a otro universo. Había cientos, miles de plazas distintas, posiblemente infinitas, y un número correspondiente de universos alternativos. Los conejitos lo llamaban Ningún Lugar —porque no estaba ni allí ni aquí— o, a veces, la Ciudad.

Pero lo más importante, explicó Penny, era que al final de La duna errante, Helen escondía todos los botones en algún lugar de la casa de su tía en Cornualles. Creía que era un sistema demasiado mecánico, demasiado fácil para viajar por él. Tanto poder no estaba bien. Según ella, nadie tendría que ser capaz de llegar a Fillory cuando le apeteciera, como el que coge un autobús. Un viaje a Fillory tenía que ganarse, así había sido siempre. Era una recompensa concedida por Ember y Umber, los diosescarneros, para aquellos que se lo merecían. Los botones eran una perversión de aquella gracia divina, la usurpaban, rompían las reglas. Ember y Umber no podían controlarlos. Fillory era fundamentalmente una fantasía religiosa, pero los botones no eran precisamente religiosos, sino mágicos; eran herramientas, no valores añadidos. Podías usarlos para lo que quisieras, ya fuera el bien o el mal. Eran tan mágicos que prácticamente resultaban tecnológicos.

Así que los escondió. Jane se volvió inconsolable, algo bastante comprensible, y destrozó media casa buscándolos. Pero, según La duna errante, nunca los encontró. Y Plover no escribió ningún libro más de la serie.

La duna errante terminaba en el verano de 1917, quizá de 1918, dados los escasos detalles del mundo real era casi imposible datarlo con exactitud. Tras eso, el paradero de los botones se desconocía. Penny sugirió un experimento: ¿cuánto tiempo podría una simple caja de botones permanecer oculta para una niña de doce años…? ¿Diez años? ¿Cincuenta? Nada quedaba enterrado para siempre. ¿No era posible, casi inevitable, que en las décadas posteriores una criada, un agente de la propiedad u otra niña cualquiera la hubiera encontrado? ¿Y que, tras ser descubierta, se abriera camino hasta el mercado mágico clandestino?

—Siempre pensé que eran botones de solapa —comentó Richard—. Como un pin. O una chapa de esas que dicen «I love algo».

—Mmm, vale, retrocedamos un poco —propuso Quentin animosamente. Tenía el perfecto estado de ánimo para que alguien, cualquiera que no fuera él mismo, lo ridiculizara: Ese alguien podía ser Penny, y si Quentin podía ayudarlo, mucho mejor—. ¿Los libros de Fillory no son ficción? ¿Nada de lo que estamos hablando ha sucedido realmente?

—Sí y no —respondió Penny, sorprendentemente razonable—. Acepto que parte de la narrativa de Plover pueda ser ficción. O realidad ficcionada. Pero he llegado a la convicción que la mecánica básica del viaje interdimensional que describió Plover es bastante real.

—¿En serio? —Quentin conocía lo bastante a Penny como para saber que no solía marcarse faroles, pero sí era bastante testarudo, impulsado por su propia vileza interna—. ¿Y qué te hace pensar eso?

Penny lo contempló con piedad benevolente mientras preparaba su golpe de efecto.

—Bueno, puedo asegurar que Ningún Lugar es muy real porque me he pasado allí los últimos tres años.

* * *

Nadie supo qué responder. Quentin por fin se atrevió a lanzar una mirada a Alice, pero su rostro era una máscara. Casi habría preferido verla furiosa.

—No sé si lo sabéis —siguió Penny—. De hecho, estoy casi seguro de que no, pero la mayor parte de mis estudios en Brakebills se basaron en los viajes entre mundos alternativos. O entre planos, como solemos llamarlos nosotros. Melanie y yo, quiero decir.

»Por lo que hemos averiguado se trata de una disciplina completamente nueva. No es que yo sea la primera persona que ha estudiado el tema, pero sí el primero en tener aptitudes especiales para ello. Mi talento era tan excepcional, que Melanie, la profesora Van der Weghe, decidió sacarme de las clases normales y prepararme un plan de estudios personalizado.

»La hechicería en juego es extremadamente complicada y tuve que improvisar un montón. Os aseguro que gran parte del canon establecido sobre esa materia no tiene ninguna base, ni la más mínima. No capta todo el escenario, y la parte que capta no es ni mucho menos la más importante. Podríais pensar que nuestro amigo Bigby sabe algo del tema, pero tampoco tiene ni idea. Me sorprendí y mucho. Pero sigue habiendo problemas que no he logrado resolver.

—¿Como cuáles? —preguntó Eliot.

—Bueno, de momento únicamente he sido capaz de viajar hasta allí solo. Puedo transportar mi cuerpo, mis ropas y unos cuantos suministros, pero nada ni nadie más. Segundo, puedo llegar hasta Ningún Lugar, pero eso es todo. No consigo avanzar, el multiverso sigue fuera de mi alcance.

—¿Quieres decir que…? —intervino Janet—. Espera, ¿quieres decir que has estado en esa sorprendente ciudad mágica y eso es todo? —Parecía abrumada—. Creí que eras un cabrón «desperado» multidimensional y todo eso.

—No. —Penny podía ponerse a la defensiva cuando se sentía atacado, pero ahora estaba tan autísticamente concentrado que incluso las burlas directas le rebotaban—. He limitado mis exploraciones a la Ciudad. Es un entorno muy rico en sí mismo, algo sorprendentemente complejo para un ojo mágico entrenado. En los libros hay muy poca información. La duna errante está narrada a través de los ojos de una niña, y no tengo claro si Plover o los Chatwin tienen algún control de la tecnología que describen. Al principio creí que toda la Ciudad era una chapuza, un entorno virtual que funcionaba gracias a una especie de interfaz tridimensional pirateada de un tablero interdimensional. Y no es que parezca una interfaz, sino que… ¿Un laberinto de plazas idénticas sin identificar ni etiquetar? ¿Nos sirve eso de ayuda? No creo, pero es todo cuanto se me ocurre.

»El asunto es que, cuanto más lo estudio, más creo que se trata exactamente de lo contrario, que nuestro mundo tiene mucha menos sustancia que la Ciudad y que lo que experimentamos como realidad no es más que una nota a pie de página de lo que sucede allí. Un epifenómeno.

»Pero ahora tenemos el botón. —Se dio una palmada en el bolsillo de sus vaqueros—. Podremos descubrir mucho más, llegar mucho más lejos.

—¿Lo has intentado? —preguntó Richard.

Penny dudó. Para alguien que obviamente quería ser visto como un tipo duro y hermético resultaba dolorosamente transparente.

—Por supuesto que no —respondió Quentin, oliendo sangre—. Está cagado de miedo. No tiene ni idea de qué es esa cosa, sólo que es potencialmente muy peligrosa y quiere que uno de nosotros haga de conejillo de Indias.

—¡Eso es una completa mentira! —protestó Penny, cuyas orejas enrojecieron de golpe—. ¡Es mejor estudiar una cosa como ésa con amigos y aliados! ¡Con controles y protecciones adecuadas! Ningún mago razonable…

—Frena, Penny. —Ahora, Quentin podía jugar a ser razonable. Y lo hizo con máximo rencor—. Has llegado a ir tan por delante de ti mismo, que ni siquiera sabes cómo lo has hecho. Has visto una ciudad antigua, y un montón de plazas y fuentes llenas de un líquido negro, vale, y ahora estás buscando un marco en el que todo encaje. Por eso se te ha ocurrido recurrir a Fillory, pero te estás aferrando desesperadamente a una esperanza. Y es una locura. Necesitas retroceder y tomar aliento de nuevo. Te estás quedando sin reservas.

Nadie habló. El escepticismo en la sala podía palparse. Quentin ganaba aquel enfrentamiento y lo sabía. Penny miró alrededor, a su público, incapaz de creer que los estuviera perdiendo.

Alice dio un paso al frente rompiendo el círculo que rodeaba a Penny.

—¡Quentin, siempre has sido tan increíblemente cobarde…!

Su voz se quebró mientras hablaba. Sujetó la muñeca de Quentin con una mano y metió la otra en el bolsillo izquierdo de los vaqueros negros de Penny revolviendo un poco su interior.

Y desaparecieron los tres a la vez.