Manhattan

Dos meses después era noviembre. No el noviembre de Brakebills, sino el real. Quentin aún tenía que hacer un esfuerzo consciente para acordarse de que ahora se encontraba en el mundo normal. Apoyó la sien contra la fría ventana del apartamento. Abajo podía ver un parque rectangular con los árboles teñidos de rojo y marrón. La hierba era rala, con calvas, como una alfombra gastada que mostrara su urdimbre.

Quentin y Alice yacían de espaldas en un amplio sofácama junto a la ventana, cogidos de la mano, mirándose y sintiéndose como si hubiesen llegado a la orilla en una balsa, depositada por las olas en la playa de una isla desierta. No habían encendido las luces, pero la blancura lechosa del sol del atardecer se filtraba en la habitación a través de las persianas semicerradas. Los restos de una partida de ajedrez, unas descuidadas y mortíferas tablas, yacían sobre una cercana mesita de café.

El apartamento estaba sin decorar y apenas amueblado por una ecléctica colección de muebles, reunidos a medida que los necesitaban. Se consideraban «okupas», un acuerdo mágico tediosamente complejo les permitía vivir en aquel particular rincón de una infrautilizada propiedad en el Lower East Side, mientras sus legítimos propietarios estuvieran ocupados en otros asuntos.

Un profundo y pesado silencio pendía en el aire, como una rígida sábana blanca en un tendedero. Ninguno de los dos hablaba, ninguno había hablado desde hacía una hora y ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar. Estaban en Lotuslandia.

—¿Qué hora es? —preguntó Alice finalmente.

—Las dos. Las dos pasadas. —Quentin volvió la cabeza para mirar al reloj—. No, las dos.

Sonó el timbre de la puerta. Ni él ni ella se movieron.

—Seguramente será Eliot —supuso Quentin.

—¿Volverás pronto?

—Sí, seguramente.

—No me digas que vas a volver pronto.

Quentin se incorporó lentamente hasta quedar sentado, utilizando únicamente los músculos de su estómago y extrayendo el brazo de debajo de la cabeza de Alice.

—Seguramente volveré pronto.

Sólo habían pasado dos meses desde la graduación, pero les parecía toda una vida. Toda otra vida, rectificó Quentin, reflejando el cansancio del que, a los veintiún años, cree que está viviendo su tercera o cuarta vida.

Cuando cambiaron Brakebills por Nueva York, Quentin había esperado ser derribado, atropellado y despedazado por la pura realidad de aquella ciudad: pasar de la enjoyada crisálida de Brakebills a la gran, sucia y desordenada ciudad, donde la gente real llevaba vidas reales en un mundo real y cumplía con un trabajo real por dinero real se le antojó demasiado. Y lo siguió pensando un par de semanas más. Aquello era definitivamente real, si real significaba no mágico, obsesionado por el dinero y espantosamente sucio. Había olvidado por completo lo que significaba vivir a tiempo completo en el mundo real. Nada estaba encantado: todo era lo que era y nada más. Toda superficie concebible se atiborraba de papeles y palabras —anuncios de conciertos, programas, graffitis, mapas, señales, etiquetas, regulaciones de aparcamiento—, pero aquello no significaba nada, no de la misma forma que un hechizo. En Brakebills, cada centímetro cuadrado de la Casa, cada ladrillo, cada arbusto, cada árbol, estaba marinado en magia desde hacía siglos. En el mundo exterior, reinaban las leyes de la física y lo prosaico era una epidemia. Era como un arrecife de coral al que le hubieran extirpado todo su entorno vital, dejando únicamente un esqueleto vacío y estéril. A ojos de un mago, Manhattan era un desierto.

Pero un desierto en el que, si sabías dónde buscar, encontrabas algunos sorprendentes y retorcidos rastros de vida. Existía una cultura mágica en Nueva York más allá del puñado de ex alumnos educados en Brakebills que residían en la ciudad, pero estaba localizada en las afueras, en territorio de inmigrantes. Los Físicos de más edad —un apelativo que habían dejado atrás, en Brakebills, y que nunca volverían a utilizar— les dieron a Quentin y Alice la tradicional gira por los barrios más alejados del centro. En un café sin ventanas situado en un segundo piso del bulevar Queens, vieron a kazajos y hasidim interpretar la teoría de los números. Comieron con místicos coreanos en Flushing y contemplaron a los modernos adoradores de Isis ensayar hechizos egipcios en la parte trasera de una bodega de Atlantic Avenue. En cierta ocasión tomaron el ferry hasta Staten Island, donde bailaron alrededor de una deslumbrante piscina azul bebiendo ginebra con tónica en un cónclave de chamanes filipinos.

Pero, tras unas cuantas semanas, la energía de aquellos educativos trabajos de campo se evaporó. Demasiadas cosas los distraían, aunque no tuvieran nada particularmente urgente o importante de lo que distraerse. Si habías trabajado lo bastante duro, la magia siempre estaría ahí. Y él lo había hecho durante mucho tiempo. Lo que Quentin necesitaba ahora era disfrutar de la vida. El movimiento mágico clandestino de Nueva York podía ser limitado, pero el número de bares era prodigioso. Y se podían conseguir drogas… ¡drogas de verdad! Tenían el mundo en sus manos y ninguna necesidad de trabajar. Nada ni nadie los detendría. Podían arrasar la ciudad, y lo hicieron.

Alice no encontraba todo aquello tan excitante. Para poder quedarse en Nueva York con Quentin y los demás, había aplazado las citas con los servicios civiles o los equipos de investigadores en los que habitualmente se enrolaban los alumnos de Brakebills. A pesar de todo, mostraba signos de una no fingida curiosidad académica, lo que provocaba que pasara gran parte del día estudiando magia en lugar de recuperarse de la juerga del día anterior. Quentin se sentía un tanto avergonzado por no seguir su ejemplo, incluso pensó en volver a intentar su fallida expedición lunar, pero no tan avergonzado como para hacer algo al respecto. (Alice aprovechó ese momento para ponerle una serie de apodos relacionados con los viajes espaciales. —Scotty, mayor Tom, Laika—, hasta que su falta de progreso los convirtió en algo más humillante que divertido). Él creía tener derecho a soltar vapor, a sacudirse el polvo de hadas de Brakebills y a «vivir». Y Eliot opinaba lo mismo («¿Acaso no tenemos el hígado para eso?», argumentaba con su exagerado acento de Oregón). Su divergencia de opinión no suponía ningún problema en su relación, Alice y él eran personas distintas. ¿No era precisamente eso lo interesante?

En todo caso, Quentin se sentía fascinado. Durante el primer año tras su graduación, sus necesidades económicas y financieras fueron cubiertas por un inmenso fondo secreto, amasado durante siglos gracias a inversiones aseguradas mágicamente y que pasaba una asignación regular a todos los nuevos magos que la necesitaran. Tras cinco años enclaustrado en Brakebills, el dinero era mágico en sí mismo, una forma de convertir una cosa en otra, de producir algo de la nada, y esa magia abarcaba toda la ciudad. Los que tenían dinero creían que Quentin era un artista, y los artistas, que tenía dinero; todo el mundo pensaba que era listo y guapo, y lo invitaban a todas partes: acontecimientos sociales, clubes de póquer clandestinos, bares, fiestas en tejados, juergas en limusina que duraban toda la noche con acceso a mil drogas distintas… Eliot y él pasaban por hermanos y se convirtieron en la sensación de la temporada. Era la venganza de los empollones.

Noche tras noche, Quentin regresaba a casa hacia el amanecer, siempre solo. Un taxista solitario lo dejaba delante de su edificio como un coche fúnebre pintado de amarillo, en una calle bañada de luz azulada, la delicada radiación ultrasónica del embriónico día, atiborrado de coca o de éxtasis, sintiendo su cuerpo extraño y pesado como un golem creado a partir de algún metal estelar ultradenso que hubiera caído del cielo, enfriado y moldeado para darle una forma humana. Se sentía tan pesado que de un momento a otro se hundiría en el pavimento, lo atravesaría y caería en las cloacas, a menos que pisara suave y precisamente en el centro de cada baldosa de la acera.

De pie en medio del tranquilo y solemne desastre de su apartamento, su corazón rebosaba de arrepentimiento. Creía que toda su vida era un completo desastre. No tendría que haber salido, debió quedarse en casa con Alice, pero… ¡es que entonces se habría aburrido tanto! ¡Y ella se hubiera aburrido tanto si hubiera salido con él! ¿Qué podían hacer? Era imposible seguir así. Pero sentía gratitud hacia ella por no reprocharle los excesos que tan ávidamente satisfacía, las drogas que ingería, los maníacos flirteos en los que se comprometía.

Entonces, él se quitaba la ropa que apestaba a humo de tabaco como un sapo se libraba de su piel, y Alice se estremecía y se sentaba, adormilada, con la sábana resbalando por sus abundantes senos dejándolos al descubierto. Se apoyaba en él sin hablar, con ambas espaldas contra la ondulada y fría cabecera de su cama, y contemplaban la llegada del amanecer mientras un camión de basura se detenía bajo su ventana, con sus bíceps neumáticos brillando y devorando todo lo que la ciudad expectoraba. Y Quentin sentía lástima por los basureros. Se preguntó qué tendrían sus mediocres vidas que les hiciera pensar que valía la pena vivirlas.

* * *

Oyó que Eliot intentaba abrir la puerta, la encontraba cerrada y hurgaba en sus bolsillos en busca de la llave. En realidad compartía un apartamento con Janet en el Soho, pero pasaba tanto tiempo en el de Quentin y Alice que resultó más fácil darle una llave. Quentin paseaba por el apartamento intentando poner un poco de orden, recogiendo los envoltorios de preservativos, la ropa interior sucia y los restos de comida, tirándolo todo al cubo de basura. El piso había sido en tiempos parte de una fábrica y lo reconvirtieron para hacerlo habitable, sin muros de separación, con gruesos suelos de madera barnizada y ventanas en forma de arco. Cuando se trasladaron a Nueva York para vivir juntos, Quentin se sorprendió al descubrir que, mientras que él se mostraba más o menos indiferente respecto a las tareas domésticas, Alice se convertía en la verdadera vaga de la relación.

Se dirigió al dormitorio para vestirse. Alice seguía en pijama.

—Buenos días —dijo Eliot. Llevaba un abrigo largo y un jersey que había sido caro antes de que las polillas cayeran sobre él.

—Hola —respondió Quentin—. Déjame coger el abrigo.

—Ahí fuera está helando. ¿Viene Alice?

—Me da la impresión de que no. ¿Alice? —Alzó la voz—. ¿Alice?

No obtuvo respuesta. Eliot ya había marchado rumbo al pasillo, últimamente no parecía tener mucha paciencia con Alice, ni con cualquiera que no compartiera su rigurosa dedicación a la búsqueda del placer. Quentin suponía que la diligencia no exigente de la chica le recordaba desagradablemente el futuro que prefería ignorar. Él sabía que eso le afectaba.

Dudó en el umbral entre lealtades divididas. Seguramente ella prefería tener tranquilidad para poder estudiar.

—Ya se reunirá con nosotros después —dijo Quentin. Se volvió hacia el dormitorio—. Vale. Adiós. Ya nos veremos.

Ninguna respuesta.

—Adiós, mamá —gritó Eliot.

Y cerraron la puerta.

* * *

Eliot, como todo lo demás, era distinto en Nueva York de lo que había sido en Brakebills. En la escuela siempre se mostraba muy distante y autosuficiente; su encanto personal, su aspecto extraño y su talento mágico lo apartaban y elevaban por encima de los demás. Pero desde que Quentin se uniera a él en Manhattan, el equilibrio de poder entre ellos había cambiado, Eliot no había sobrevivido intacto al trasplante, ya no flotaba fácilmente sobre el barro y su humor era más amargo y pueril de lo que recordaba, parecía haberse infantilizado mientras que él había madurado. Necesitaba a Quentin, y eso lo afectaba. Odiaba que lo dejaran al margen de los planes, pero también odiaba que lo incluyeran. Pasaba más tiempo del debido en el tejado de su edificio de apartamentos fumando Merits y Dios sabía qué más; si tenías el dinero suficiente podías encontrar lo que quisieras, y ellos lo tenían. Además, estaba adelgazando, casi siempre se sentía deprimido y podía mostrarse muy desagradable con Quentin si éste pretendía animarlo. Cuando se enfadaba, su frase favorita era: «¡Dios, es increíble que no sea un dipsomaníaco!», para corregirse de inmediato: «Oh, espera, sí lo soy…». La primera vez resultó divertido. Más o menos.

En Brakebills, Eliot empezó a beber en las comidas, un poco antes durante los fines de semana. Eso entraba dentro de una cierta normalidad porque todos los genios bebían en las cenas, aunque no todos cambiaban el postre por otro vaso de vino como hacía él. En Manhattan, sin los profesores encima suyo vigilándolo y sin clases que le exigieran mantenerse sobrio, raramente se le veía sin una copa en la mano. Normalmente, empezaba por algo relativamente inocuo, vino blanco, Campari o un poco de bourbon muy diluido con soda y hielo, pero… Cierta vez, cuando estaba incubando un resfriado, Quentin le comentó que quizá le convendría algo más suave que la tónica con vodka para ayudar a tragar los antigripales.

—Estoy enfermo, no muerto —fue la áspera respuesta de Eliot.

Al menos, uno de los talentos de Eliot sobrevivía a la graduación: seguía siendo un incansable buscador de oscuras y maravillosas botellas de vino. No se había embrutecido tanto como para dejar de ser esnob. Acudía a degustaciones y charlaba con importadores y propietarios de licorerías con un celo que no empleaba en otras tareas. Una vez cada pocas semanas, cuando acumulaba más o menos una docena de botellas de las que se sentía especialmente orgulloso, organizaba una cena especial. Y aquel día Quentin se preparaba para una de ellas.

En aquellas cenas derrochaban una ingente cantidad de esfuerzo, absolutamente desproporcionada con la diversión que obtenían a cambio. El lugar de reunión siempre era el apartamento que Janet y Eliot compartían en el Soho, un vasto laberinto anterior a la guerra con una inverosímil cantidad de dormitorios, un escenario digno de una comedia francesa de enredo. Josh era el chef oficial y Quentin le hacía de pinche, en tanto que Eliot ejercía de sumiller, por supuesto. La contribución de Alice consistía en dejar de leer el tiempo suficiente para poder comer.

Janet se encargaba de la ambientación y dictaba las normas de etiqueta, elegía la música, y no sólo escribía de su puño y letra los menús sorprendentemente preciosos, sino que los ilustraba. También confabulaba para organizar cenas temáticas surrealistas, incluso controvertidas. El tema del día era el Mestizaje, y Janet les prometió —a pesar de las objeciones estéticas, morales y ornitológicas de todos los demás— presentarles a Leda y su cisne como un par de esculturas de hielo mágicamente animadas. Tenía previsto que mientras se fundían lentamente no dejaran de copular.

En veladas como aquéllas, la presunción se volvía molesta al mediar la tarde, antes de que comenzase la cena propiamente dicha. Quentin encontró una falda de hierba en un viejo almacén, que pensó combinar con una camisa de esmoquin y una chaqueta, pero la falda estaba tan deshilachada que tuvo que renunciar a ella. No se le ocurría otra idea, así que pasó el resto de la tarde pensando y esquivando a Josh, que había tardado toda una semana en encontrar recetas que incluyeran sabores, olores y colores lo más opuestos posibles —dulce y salado, blanco y negro, helado y fundido, occidental y oriental—, y ahora estaba abriendo y cerrando frenéticamente hornos, puertas y cajones de armarios, y obligándolo a que lo probara todo. Alice llegó a las cinco y media, y Quentin y Josh también procuraron esquivarla. Cuando llegó el momento de la cena, todos estaban borrachos, hambrientos e irritables.

Pero entonces, como ocurre a veces en ese tipo de reuniones, todo salió misteriosa y espontáneamente perfecto. El día antes, Josh, que ya no llevaba barba («Es como tener que cuidar de una puñetera mascota»), había anunciado que llevaría pareja, lo que añadió presión a los demás para contenerse. Mientras el sol caía sobre el Hudson y sus rayos se teñían de un rosa delicado al atravesar la atmósfera de Nueva Jersey, Eliot repartía cócteles (capas de Lillet, un burdeos francés, y champán sobre fondo de vodka) en copas heladas de martini, y Quentin servía rollitos de langosta agridulces, todo el mundo pareció repentinamente guapo, ingenioso y divertido.

Josh se había negado a revelar la identidad de su invitada, así que cuando se abrieron las puertas del ascensor —tenían todo un piso para ellos solos—, quentin no tenía ni idea de que ya la conocía: era la chica luxemburguesa, la capitana de pelo corto del equipo europeo que había asestado el golpe definitivo a su carrera como jugador de welters. Resultó que Josh (contaron la historia entre los dos, algo que evidentemente habían trabajado) se había topado con ella en una estación de metro, mientras la chica intentaba hechizar una máquina expendedora para añadir dinero a su Metrocard. Se llamaba Anaïs y llevaba unos pantalones de piel de serpiente, tan deslumbrantes que nadie le preguntó por qué los llevaba, ya que no tenían nada que ver con el tema de la cena. Tenía rizos dorados y una nariz pequeña y puntiaguda, y Josh estaba tan obviamente enamorado de ella que Quentin sintió una intensa punzada de celos.

Apenas habló con Alice en toda la velada, que se pasó entrando y saliendo de la cocina, emplatando y sirviendo la cena. Cuando apareció con los entrantes —costillas de cerdo recubiertas de chocolate amargo— ya había anochecido y Richard estaba soltando un discurso sobre teoría de la magia. El vino, la comida, la música y las velas casi conseguían que lo que decía sonara interesante.

Richard, por supuesto, era el misterioso extranjero que había aparecido con los Físicos el día de la graduación. También había formado parte del grupo, pero pertenecía a la promoción anterior a Eliot, Josh y Janet, y de todos ellos fue el único que entró en el respetable mundo de la magia profesional. Era alto, con una enorme cabeza, cabello oscuro, hombros cuadrados y una enorme mandíbula también cuadrada; era guapo en un estilo frankensteiniano. A Quentin le pareció bastante amistoso: firme apretón de manos, mucho contacto visual con sus grandes y oscuros ojos. Al conversar, le gustaba dirigirse a él como «Quentin», lo que hacía que se sintiera como en una entrevista de trabajo. Richard era un empleado del trust que administraba las finanzas colectivas de la comunidad mágica, bastante vasta. Y, sobre todo, era cristiano. Aunque no excesivamente militante. Los cristianos no eran comunes entre los magos.

Quentin intentó que Richard le cayera bien, ya que le caía bien a todos los demás y así todo sería más fácil, pero era condenadamente serio. No es que fuera estúpido, sino que no tenía el más mínimo rastro de sentido del humor —las bromas lo descolocaban—, así que la conversación se interrumpía constantemente hasta que alguien, solía ser Janet, le explicaba que los demás bromeaban y Richard enarcaba las cejas al mejor estilo vulcaniano, evidentemente consternado ante las debilidades humanas de sus compañeros. Y Janet, que por regla general despellejaba implacablemente a cualquiera que cometiera el error de tomarse algo en serio, se ponía a su servicio sin condiciones. A Quentin le molestaba pensar que ella miraba a Richard de la misma forma con la que él miró, en su momento, a los Físicos veteranos. Tenía la sensación de que Janet se había acostado con Richard una o dos veces en Brakebills, y era muy posible que siguieran durmiendo juntos de vez en cuando.

—La magia es la herramienta —anunció Richard con firmeza—. Es la herramienta del Hacedor. —Casi nunca bebía, y los dos vasos de vino habían sobrepasado su límite. Miró primero a su izquierda y después a su derecha, para asegurarse de que todos los reunidos en torno a la mesa lo estaban escuchando. Menudo gilipollas engreído—. No hay otra forma de verlo. Estamos en un escenario donde una Persona construyó la casa y después se marchó. —Golpeó la mesa con una mano para celebrar el triunfo de la razón—. Y cuando se marchó, dejó sus herramientas en el garaje. Nosotros las encontramos e intentamos deducir cómo funcionan. Ahora estamos aprendiendo a utilizarlas. Eso es la magia.

—Hay tantas cosas equivocadas en ese argumento, que ni siquiera sé por dónde empezar —se oyó decir Quentin.

—Empieza por una. La que quieras.

Quentin dejó los cubiertos en el plato. No tenía ni idea de lo que iba a decir, pero se sentía feliz contradiciendo públicamente a Richard.

—Vale, de acuerdo. El primer problema es la escala. Aquí nadie crea o construye universos. Ni siquiera galaxias, sistemas solares o planetas. Para construir una casa necesitas grúas y bulldozers. Si existe un Hacedor, y yo francamente no he visto muchas pruebas de ello, eso es lo que habría necesitado. Lo que tenemos son herramientas de mano. Black and Deckers. No veo cómo pudo hacer con eso todo lo que estás diciendo.

—Si el problema es de escala, no es insalvable —contraatacó Richard—. Quizá no estamos conectando nuestras herramientas en el enchufe adecuado. Quizás existe un enchufe mucho mayor.

—Si estás hablando de electricidad —le interrumpió Alice—, explícame de dónde procede la energía.

«Eso es lo que tendría que haber dicho», pensó Quentin. A Alice le encantaban las discusiones teóricas tanto como a Richard y era mucho mejor que él.

—Al lanzar cualquier hechizo calorífico, es fácilmente demostrable que extraes energía de algún lugar y la aplicas en otro. Si alguien creó el Universo, también tuvo que crear energía de alguna forma.

—De acuerdo, pero…

—Además, yo no siento que la magia sea una herramienta —prosiguió Alice sin dejarle hablar—. ¿Te imaginas lo aburrido que sería si lanzar un hechizo fuera como manejar un taladro eléctrico? No lo es. Es algo irregular y maravilloso. No se trata de algo material, sino de algo más… orgánico. Algo que crece, no que se construye.

Estaba radiante con el vestido de seda negro que sabía que a él le gustaba. ¿Dónde se había metido toda la noche? Quentin olvidaba demasiado a menudo el tesoro que tenía.

—Seguro que es tecnología alienígena —sentenció Josh—. O cuatridimensional, o algo así, y no sabemos de dónde procede. O puede que estemos en una especie de videojuego multijugador de alta tecnología. —Chasqueó los dedos—. Por eso Eliot siempre anda cargando con mi cadáver.

—No necesariamente —apuntó Richard. Todavía estaba asimilando el argumento de Alice—. No es necesariamente irregular. Podría argumentar que pertenece a una regularidad superior, a un orden superior que no se nos permite discernir.

—Sí, ésa es la respuesta —admitió Eliot, visiblemente borracho—. Esa es la respuesta para todo, ¿no? Dios nos guarde de los magos cristianos. Eres como mis padres. Eso es lo que dirían exactamente mis cristianos padres. Si algo no se ajusta a vuestra teoría, bien, es porque… oh, espera, sí que se ajusta, pero Dios es tan misterioso que no podemos comprenderlo porque somos unos pecadores. ¡Eso es tan jodidamente fácil…!

Picoteó los restos de la escultura de Janet con un largo tenedor de servir. Leda y el cisne eran ya indistinguibles el uno de la otra, dos redondeadas formas de Brancusi follando como dos montículos de nieve rosada.

—¡Joder, deberíamos llamarnos Los Meta -Físicos! —exclamó Josh.

—¿Y quién cojones es ese «Hacedor» del que hablas? —escupió Eliot, sordo a los argumentos de los demás y cada vez más vehemente—. ¿Estás hablando de Dios? Porque si estás hablando de Dios, llámalo Dios.

—Está bien, digamos Dios —admitió Richard tranquilamente.

—¿Es un dios moral? ¿Va a castigarnos por usar su sagrada magia? ¿Por ser magos malvados? ¿Va él. —¡Ella!, gritó Janet— a volver y a darnos unas palmaditas en el culo porque hemos entrado en el garaje y jugado con las herramientas de papá?

»Porque eso es estúpido. Estúpido y propio de ignorantes. Nadie será castigado por nada. Hacemos cuanto queremos y eso es todo. Y nadie nos lo impedirá porque a nadie le importa una mierda.

—Si Él nos ha dejado sus herramientas, lo ha hecho por alguna razón —sugirió Richard.

—Y supongo que tú sabes cuál es esa razón.

—¿Qué vino toca ahora, Eliot? —preguntó Janet alegremente. Siempre mantenía la cabeza fría en los momentos más acalorados, quizá porque tendía a descontrolarse bastante el resto del tiempo. Esa noche también parecía inusualmente deslumbrante enfundada en una ceñida túnica roja que apenas le llegaba a medio muslo. Era algo que Alice nunca se pondría. No podría, no con su figura.

Ambos, Richard y Eliot, parecían querer celebrar otro asalto de su combate particular; pero el segundo logró controlarse con un visible esfuerzo y aceptó la maniobra de diversión.

—Una pregunta excelente. —Eliot se llevó las manos a las sienes—. Oh, estoy captando una visión divina del Hacedor Todopoderoso sobre… sobre un exquisito y carísimo bourbon que el Creador… lo siento, o la Creadora, me ordena que os sirva de inmediato.

Logró mantenerse en pie, aunque de forma inestable, y se alejó en dirección a la cocina.

Quentin lo encontró sentado en un taburete junto a una ventana abierta, con el rostro encendido y sudoroso. El aire helado penetraba en el comedor, pero Eliot no parecía darse cuenta, contemplaba fijamente la ciudad, cuyas luces se perdían en la distancia hasta la negrura más absoluta. No dijo nada ni se movió, mientras Quentin ayudaba a Richard con el postre, un pastel Alaska (el truco, explicó Richard con su tono de maestro dando una lección, era asegurarse de que el merengue, un excelente aislante del calor, quedara sellado recubriendo el corazón de helado), y Quentin se preguntó si habrían perdido a Eliot para el resto de la noche. Pero unos cuantos minutos después reaccionó y regresó al comedor con una botella de forma extraña, llena de un whisky de color ambarino.

Los ánimos se calmaron. Todos procuraron no provocar otro exabrupto de Eliot u otro sermón de Richard. Poco después, Josh se marchó para acompañar a Anaïs a su casa y Richard se fue solo, dejando a Quentin, Janet y Eliot entre un caos de botellas vacías y servilletas arrugadas. Una de las velas había quemado un agujero en el mantel. ¿Dónde estaba Alice? ¿Se había ido a casa? ¿O dormía en alguna de las habitaciones? La llamó a su móvil. No obtuvo respuesta.

Eliot arrastró un par de otomanas hasta dejarlas junto a la mesa y se tumbó en una de ellas al estilo romano, pero eran demasiado bajas, así que tenía que incorporarse para alcanzar la bebida y Quentin sólo veía su mano aparecer por encima del borde. Janet se tumbó también junto a él.

—¿Café? —preguntó.

—Queso —respondió Eliot—. ¿Tenemos queso? Necesito queso.

En aquel momento, Peggy Lee entonaba los primeros versos de Is That All There Is?, en el estéreo. Quentin suspiró, preguntándose si Richard tendría razón y existía un Dios furioso y moral, o si por el contrario era Eliot quien estaba en lo cierto; si la magia fue creada con un propósito o si ellos podían hacer lo que quisieran. Sintió algo semejante a un ataque de pánico. Estaban metidos en problemas y no tenían nada a lo que agarrarse. No podían seguir así eternamente.

—Hay Morbière en la cocina —anunció—. Se supone que se ajusta al tema de la cena… ya sabes, las dos capas, la noche lechosa…

—Vale, vale, ya lo capto —lo interrumpió Janet—. Tráelo, Q.

—No, ya voy yo —se adelantó Eliot, pero en lugar de ponerse en pie rodó por el sofá y cayó al suelo. Su cabeza resonó ominosamente al rebotar contra el parquet del suelo.

Quentin y Janet lo recogieron sin dejar de reír. Él lo sujetó por los hombros y ella por los pies, ya olvidado el queso, y maniobraron para sacarlo del comedor y llevarlo a su dormitorio. Cuando intentaron franquear la puerta, la cabeza de Eliot impactó contra el marco de la puerta con otro sonoro «tunk», lo que se les antojó absolutamente hilarante. Empezaron a reír y siguieron riendo hasta que se quedaron sin fuerzas; Janet tuvo que soltarle los pies y Quentin los hombros. La cabeza de Eliot volvió a estrellarse contra el suelo, y esa vez fue mil veces más divertida que las dos primeras.

Tardaron veinte minutos en llevar a Eliot hasta el dormitorio, con sus brazos rodeando su cintura y rebotando pesadamente contra las paredes, como si lucharan contra la corriente en un pasillo inundado del Titanic. El mundo se había vuelto más pequeño y de algún modo más ligero: nada significaba nada. Eliot seguía diciendo que estaba bien, y los otros dos insistían en ayudarlo a caminar. Janet anunció que se había meado encima, literalmente, y volvió a estallar en carcajadas. Mientras pasaban por delante de la puerta de Richard, Eliot empezó un soliloquio.

—Soy el Creador Todopoderoso, y os lego mis Sagradas Herramientas porque estoy jodidamente borracho para utilizarlas. Y os deseo buena suerte porque, cuando mañana me levante, será mejor que estén exactamente en el mismo lugar donde las he dejado, exactamente, incluso mi… No, especialmente mi lijadora, porque mañana voy a tener una resaca tan monumental, que cualquiera que haya trasteado con mi lijadora se llevará una buena paliza. Y no le sentará nada bien.

Al final consiguieron soltarlo sobre su cama e intentaron que bebiera un poco de agua mientras lo tapaban con las mantas. Pudo ser el aspecto doméstico de aquella situación —como si Eliot fuera un hijo al que estaban arropando por la noche— o quizás el puro aburrimiento, ese poderoso afrodisíaco que no había desaparecido del todo, ni siquiera durante los mejores momentos de la velada, pero si tenía que ser sincero consigo mismo, Quentin sabía desde hacía por lo menos veinte minutos, incluso mientras luchaba con Eliot en el pasillo, que en cuanto tuviera la más mínima oportunidad se abalanzaría sobre Janet y le arrancaría la ropa.

* * *

A la mañana siguiente, Quentin se despertó lentamente. Tanto, que no llegó a estar seguro de que hubiera dormido siquiera. La cama parecía inestable y desconcertantemente flotante, más extraña todavía a causa de las otras dos personas desnudas que la compartían con él. Seguían moviéndose en sueños, y sin darse cuenta lo tocaron y lo empujaron, sintiéndose cohibidos por haberlo hecho.

Al principio, en un primer arrebato, no lamentó lo que había pasado. Tenía que pasar. Eso era vivir la vida a tope. Emborracharse y entregarse a toda clase de pasiones prohibidas. Eso era la vida. ¿Acaso no aprendieron esa lección cuando se convirtieron en zorros? ¡Si Alice tuviera algo de sangre en las venas, se hubiera unido a ellos! Pero no, se había ido a dormir temprano. Era como Richard. Bueno, Alice, bienvenida al mundo de los magos adultos. La magia no lo resuelve todo, ¿es que no se daba cuenta? ¿No se daba cuenta de que todos estaban muriéndose, que todo era fútil, que lo único que valía la pena era vivir, y beber, y follar con quien fuera y cuando fuera mientras pudieras? Ella misma se lo había dicho en Illinois, mientras estaban en casa de sus padres. ¡Y tenía razón!

Tras un rato ya le pareció algo discutible. En realidad se podía argumentar exactamente lo contrario, como la otra cara de una moneda. Y más tarde todavía creyó que había cometido un fallo desafortunado, una indiscreción; entraba dentro de los límites de lo perdonable, pero había sido definitivamente uno de sus momentos bajos, no de los mejores. Finalmente se convirtió en una indiscreción mayor, un error grave, y el último acto del striptease lo reveló como lo que realmente era: una terrible, horrorosa y dolorosa traición.

En algún punto de aquella lenta y acelerada caída de la gracia, Quentin fue consciente de una Alice sentada a los pies de la cama, de espaldas al lecho donde yacían Eliot, Janet y él, con la barbilla apoyada en las manos. Intentó creer que todo aquello no había sido más que un sueño, que ella no estuvo realmente allí, pero si tenía que ser sincero consigo mismo estaba seguro de que sí. No parecía un producto de su imaginación. Estaba completamente vestida, debía haberse levantado hacía rato.

Hacia las nueve de la mañana, con el cuarto iluminado por la luz del sol, Quentin ya no pudo seguir pretendiendo que volvería a dormirse y se sentó. No llevaba camiseta y no recordaba dónde la había dejado. Tampoco llevaba nada más. Hubiera dado lo que fuera por tener una camiseta y unos calzoncillos.

Con los pies desnudos sobre el suelo de madera se sintió extrañamente insustancial. No podía entender, no podía creer lo que había hecho. No era algo propio de él. Quizá Fogg tenía razón, quizá la magia inhibía el desarrollo moral. Quizá por eso se había vuelto un cabrón. Pero tenía que existir una forma de que Alice comprendiera lo mucho que lo lamentaba. Cogió una manta de la cama de Eliot. —Janet se agitó adormilada y se quejó un poco, pero terminó por caer de nuevo en un sueño libre de culpa— y se envolvió en ella. Salió del dormitorio arrastrando los pies. La mesa del comedor parecía los restos de un naufragio; la cocina, el escenario de un crimen. Su pequeño planeta estaba destrozado y no tenía ningún lugar en el que refugiarse. Quentin pensó en el profesor Mayakovsky, en cómo invertía el tiempo, recomponía la esfera de cristal, resucitaba a la araña. Sería estupendo poder invertir el tiempo ahora.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Quentin creyó que sería Josh volviendo de pasar la noche con Anaïs. Pero se trataba de Penny, pálido y sin aliento por haber estado corriendo, y tan excitado que apenas podía controlarse.