En cierta forma fueron unas vacaciones desastrosas. Apenas salieron excepto para dar cortos paseos (siempre a trote ligero) por los helados suburbios de Urbana, tan llanos y vacíos que daban la impresión de haberse caído un segundo antes del inmenso cielo blanquecino. Pero en otros aspectos resultaron perfectas porque propiciaron una mayor intimidad entre Quentin y Alice. No se pelearon ni una sola vez, y aunque únicamente fuera en comparación con el terrorífico ejemplo de los padres de la chica, se sintieron más jóvenes y románticos por contraste. La primera semana ya habían terminado todos sus deberes escolares, y se sintieron libres para holgazanear a su antojo. Cuando transcurrieron las dos semanas estaban listos para afrontar su último semestre en Brakebills.
Durante las vacaciones apenas tuvieron noticias de los demás y Quentin tampoco esperaba tenerlas. Sentía curiosidad por lo que podía estar ocurriendo en el mundo exterior, por supuesto, pero temía que Eliot, Josh y Janet hubieran logrado un nuevo e inconcebible nivel en su potencial, tan por encima de Brakebills como Brakebills lo estaba por encima de Brooklyn o Chesterton, y que él se quedara muy atrás respecto a ellos. Y eso en el caso de que tuvieran tiempo y ganas de mantener el contacto.
Por lo que podía deducir de sus escasos mensajes, vivían juntos en un apartamento de Manhattan. La única corresponsal decente de los tres era Janet, que cada par de semanas enviaba la postal más cursi que podía encontrar con el lema I ♥ New York. Siempre escribía con mayúsculas y con la mínima puntuación posible:
QUERIDOS Q & A:
LA SEMANA PASADA FUIMOS A CHINATOWN EN BUSCA DE HIERBAS, ELIOT SE COMPRÓ UN LIBRO DE HECHIZOS MONGOLES QUE ESTÁ ESCRITO EN MONGOL PERO ASEGURA QUE SABE LEERLO AUNQUE YO CREO QUE ES PORNO. JOSH SE COMPRÓ UNA TORTUGUITA VERDE A LA QUE LLAMA GAMERA EN HOMENAJE AL MONSTRUO DE GODZILLA. SE ESTÁ DEJANDO BARBA JOSH NO GAMERA. PRONTO (el resto estaba escrito con una letra minúscula apenas legible, en el espacio dedicado a la dirección). OS DARÉIS CUENTA DE QUE BRAKEBILLS ES COMO UN ESTANQUE MUY PEQUEÑITO AL LADO DE NY QUE ES TODO UN OCÉANO Y ELIOT ESTÁ BEBIENDO COMO UNA ESPONJA STOP OS QUIERO POR ESTO Y OS QUIERO MIL VECES… (Resto ilegible).
CON MUCHO CARIÑO
J♣
A pesar de la resistencia general, o posiblemente a causa de ella, el decano Fogg inscribió a Brakebills en un Campeonato Internacional de Welters, y Quentin viajó por primera vez a otras escuelas mágicas extranjeras, aunque sólo vio sus terrenos de juego y, una sola vez, un comedor. Jugaron sobre un campo verde esmeralda, levantado en el patio de un castillo medieval de los neblinosos Cárpatos; y en un terreno de juego creado en la infinita pampa argentina. En la isla de Rishiri, al norte de Hokkaido, jugaron contra sus rivales en el campo de welters más bonito que jamás hubieran visto: las casillas de arena eran cegadoramente blancas y perfectamente niveladas; las de hierba eran de un verde lima y segadas uniformemente a doce milímetros de altura; y las de agua humeaban oscuramente bajo un viento glacial. Los espectadores fueron unos monos extrañamente humanoides, que se aferraban a las ramas ondulantes de unos pinos y cuyas caras rosadas estaban rodeadas de un nevado pelaje blanco.
Pero la gira mundial de Quentin se vio interrumpida cuando, ante el asombro y la vergüenza del profesor Fogg, el equipo de Brakebills perdió sus seis primeros partidos y fue eliminado del torneo. Además, remataron su perfecto récord de derrotas al ser aplastados en el primer partido de consolación por un equipo pan-europeo, capitaneado por una pequeña y feroz luxemburguesa de pelo rizado de la que Quentin, como todos los demás chicos del equipo de Brakebills —y alguna de las chicas— se enamoró instantáneamente.
La temporada de welters terminó el último día de marzo y, de repente, Quentin se encontró ante el final de su carrera en Brakebills con un peligroso margen de sólo dos meses de tiempo. Fue como si hubiera estado caminando por una ciudad gigantesca y reluciente, zigzageando por calles laterales, deambulando por edificios y ocultas plazoletas, siempre pensando que apenas había arañado la superficie, que sólo veía una ínfima parte de un barrio pequeño y entonces, de repente, girabas una esquina y te encontrabas con el límite de la ciudad, con que la dejabas atrás y todo lo que quedaba era una pequeña calle que te sacaba de ella.
Ahora, ante las cosas más insignificantes, Quentin sentía un momentáneo ataque de anticipada nostalgia. Si pasaba frente a una de las ventanas traseras de la Casa, con la típica prisa entre clases, y un pequeño movimiento captaba su atención, el de una distante figura que caminaba con paso vacilante por el Mar embutido en una chaqueta de Brakebills, o un flamenco del topiario que sacudía la capa de nieve depositada sobre su pequeña cabecita verde, sabía que nunca volvería a ver ese particular movimiento. O que si lo hacía, sería en un tiempo futuro y él una persona inimaginablemente distinta.
Había otros momentos en que se sentía harto de Brakebills, harto de todo y de todos, inútil, y lerdo, y claustrofóbico, y desesperado por salir de allí. En cuatro años apenas había puesto un pie fuera del campus de Brakebills. ¡Dios mío, pero si hasta llevaba un uniforme escolar! En el fondo, lo que había hecho era pasar cuatro años en un instituto. Los estudiantes tenían una forma particular de hablar de Brakebills, utilizaban una dicción afectada, muy precisa, casi británica, resultado de tantos ejercicios vocales, como si acabaran de disfrutar de una beca Rhodes y quisieran que todo el mundo se diera cuenta. Eso hacía que Quentin quisiera destriparlos con un arma bien afilada. Y después estaba la obsesión por poner nombres a las cosas. Todas las habitaciones de Brakebills tenían una mesa idéntica, unos monstruos de madera de cerezo pintados de negro, que debieron ser construidos en la segunda mitad del siglo XIX. Estaban llenos de pequeños cajones, bandejas y casilleros, y cada uno de esos cajones, bandejas y casilleros tenía nombre propio. Cada vez que Quentin oía que alguien hacía una referencia a «La Grieta de la Tinta» o a «La Oreja del Viejo Decano», miraba a Alice y hacía girar los ojos. «¡Cielo Santo, ¿hablan en serio?! Tenemos que largarnos de este lugar cuanto antes», le decía en silencio.
Pero ¿adónde ir exactamente? No pensaba en ello para no dejar traslucir su pánico o incluso su especial preocupación por la graduación. Pero el mundo post-Brakebills le parecía peligrosamente vago e incierto, y los aburridos y desaliñados espectros de los padres de Alice lo acosaban. ¿Qué iba a hacer? O sea, ¿qué iba a hacer exactamente? Cualquier ambición que hubiera tenido en su vida se había visto cumplida el día en que lo habían admitido en Brakebills, y luchaba por encontrar una nueva en cualquiera de sus especialidades prácticas. Brakebills y el mundo real no eran Fillory, donde siempre tenía que librarse alguna guerra mágica. Allí no existía ninguna Relojera a la que derrotar ni un mal innombrable que doblegar. Y sin eso, todo parecía demasiado mundano y patético. Nadie se atrevería a dar un paso al frente y proclamarlo en voz alta a los cuatro vientos, pero toda la economía del mundo mágico sufría un fuerte desequilibrio: demasiados magos para tan pocos monstruos.
El hecho de que pareciera ser el único a quien aquello le importase, sólo empeoraba la situación. Montones de estudiantes ya se conectaban en red con organizaciones mágicas establecidas, y Surendra le daba la paliza a todo el que quisiera escucharlo, explicándole la creación de un consorcio de magos —del que ni siquiera había oído hablar, pero del que estaba casi seguro que le garantizaría una plaza—, que pasaba el tiempo en altitudes suborbitales vigilando asteroides extraviados, manchas solares mayores de lo normal y otros potenciales desastres a escala planetaria. Muchos alumnos elegían la investigación académica. Alice, por ejemplo, estudiaba un programa para posgraduados en Glasgow, aunque la idea de estar separados no les atrajera especialmente a ninguno de los dos, ni tampoco a ella la idea de tener a Quentin pegado a sus faldas, en Escocia, sin nada que hacer.
Estaba bien considerado pasarse a la clandestinidad, infiltrarse en gobiernos, gabinetes estratégicos de crisis y ONG, incluso en estamentos militares, y situarse en una posición desde la que poder influenciar desde la sombra, mágicamente, el devenir del mundo real. La gente dedicaba años y años a este empeño. Y existían caminos todavía más exóticos. Unos cuantos magos —ilusionistas en particular— asumían masivos proyectos artísticos, manipulando las auroras boreales y cosas así, encantamientos que tardaban décadas en poder lanzarse y que, al final, su público era una sola persona. También existía una extensa red de aficionados a los juegos de guerra y que anualmente organizaban conflictos mundiales con objetivos tácticos arbitrarios sólo para divertirse, hechiceros contra hechiceros en combates individuales y en equipo, y batallas globales. Jugaban sin restricciones, sin salvaguardas y se sabía que una vez, durante una luna llena, alguien había resultado muerto. Pero la mitad de la emoción, la mitad de la diversión estaba en el riesgo, ¿no?
Y más salidas, y más posibilidades, todas completa y horriblemente plausibles. Cualquiera de las mil opciones le prometía —hasta le garantizaba— un futuro rico, desafiante y satisfactorio. Así que, ¿por qué Quentin sentía como si mirara frenéticamente a su alrededor buscando una salida? ¿Por qué seguía esperando que una gran aventura se presentara ante su puerta? Se estaba ahogando, ¿por qué rechazaba cualquier ayuda de cualquier persona que deseara ayudarlo? Los profesores con los que hablaba no parecían nada interesados. No veían el problema. ¿Qué podía, qué debía hacer? Porque estaba dispuesto a hacer lo que fuera.
Entretanto, Quentin y Alice seguían con sus trabajos obligatorios de fin de carrera, pero con un entusiasmo progresivamente decreciente. Ella intentaba aislar un fotón y congelarlo al instante, frenando en seco su velocidad, la de la luz. Para ello construyó una intrincada trampa de madera y cristal, entretejida con una diabólicamente compleja maraña de reluciente magia índiga. Al final, nadie pudo asegurar fehacientemente si el fotón estaba allí o no, aunque tampoco podían probar lo contrario. En privado, Alice le confesó a Quentin que tampoco estaba segura, y que tenía la esperanza de que el profesorado se pronunciara en su favor, porque aquella incertidumbre la estaba volviendo loca. Tras una semana de debates progresivamente enconados sin llegar a ninguna parte, votaron por darle a Alice el aprobado más justito posible y dejarlo así.
El proyecto de Quentin era volar hasta la Luna y volver. Considerando la distancia, calculó que si tomaba una ruta directa tardaría un par de días, y gracias a su aventura antártica confiaba bastante en sus hechizos caloríficos, aunque no formaran parte de su disciplina. Había dejado de intentar encontrarla. Para él, la idea tenía un cierto sabor romántico, lírico. Se elevó del Mar una brillante, calurosa y húmeda mañana de primavera, con Alice, Gretchen y un par de los nuevos Físicos contemplando su despegue. Los hechizos de protección formaban una burbuja a su alrededor, los sonidos le llegaban distorsionados, y el verde prado y los rostros sonrientes de sus compañeros se deformaron como si los estuviera viendo a través de un ojo de pez. Mientras ascendía, la Tierra cambió gradualmente, de una infinita llanura mate debajo de él a una radiante esfera azul. Las estrellas por encima de él se volvieron más brillantes y aceradas, y menos centelleantes.
Tras seis horas de viaje, su garganta se cerró repentinamente, unos clavos de acero taladraron sus oídos y sus globos oculares amenazaron con salirse de sus órbitas. Había perdido la concentración durante una fracción de segundo y su improvisada burbuja espacial empezaba a fallar. Quentin agitó los brazos como un conductor frenético, prestíssimo, y el aire se espesó y se calentó de nuevo, pero para entonces la diversión ya se había terminado. Lo agitaban escalofríos, resuellos, incluso risas nerviosas, y no podía calmarse. «Cristo, ¿alguien más habrá arriesgado su vida por algo tan idiota como esto?», pensó. Sólo Dios sabía cuánta radiación interestelar habría absorbido ya, el espacio estaba lleno de partículas pequeñas y letales.
Dio media vuelta. Pensó esconderse unos cuantos días y fingir que había llegado a la Luna, quizás hasta comprarle a Lovelady algo de polvo lunar y presentarlo como prueba. El aire volvió a tornarse cálido y el cielo, más luminoso; se relajó mientras lo inundaba una mezcla de alivio y vergüenza. El mundo se extendió de nuevo bajo él: la costa detallada fractalmente, la textura del agua azul como metal fundido, la garra de cabo Cod.
Lo peor fue entrar esa noche en el comedor, dos días antes de lo previsto y con un vergonzante «Sí, la cagué», grabado en el rostro completamente sonrojado. Tras la cena, cogió la llave de Alice y se refugió en la Sala de Delegados, donde bebió demasiado jerez sentado a solas frente a la oscura ventana, aunque lo único que podía ver era su propio reflejo en el cristal e imaginarse al Hudson deslizándose en la oscuridad, lento y crecido a causa de las lluvias primaverales. Alice estaba estudiando en su habitación y todos los demás dormían, excepto los participantes de una fiesta y que iba perdiendo paulatinamente alumnos borrachos por parejas o en grupos. Cuando estuvo lo bastante macerado en alcohol y autocompasión, y el amanecer estaba a punto de saltar sobre él, Quentin regresó a su dormitorio ascendiendo por los escalones circulares que conducían a la habitación que solía ser de Eliot. Zigzagueó un poco, bebiendo directamente de la botella de jerez que había cogido en su retirada.
Sintió que su embriaguez se convertía en resaca, esa mareante alquimia neurológica que normalmente tiene lugar durante el sueño. Su abdomen estaba hinchado y repleto de vísceras contaminadas. La gente a la que había traicionado escapó de su mente, donde generalmente permanecía: sus padres, James, Julia, el profesor March, Amanda Orloff. Incluso cadáveres, como el examinador de Princeton, el fallecido Como-sellamara. Todos lo contemplaban desapasionadamente. En aquel momento todos lo despreciaban.
Se tumbó en la cama con la luz encendida. ¿Es que no existía un hechizo que te hiciera feliz? Seguro que alguien había inventado uno, claro que sí, ¿cómo no lo había pensado antes? ¿Y por qué no lo enseñaban? ¿Estaría en la biblioteca, en un libro que revoloteara fuera del alcance de los usuarios, batiendo sus alas contra una ventana alta? Sintió que la cama se deslizaba hacia abajo y giraba, como un Stuka que se preparara para descender en picado y atacar, una y otra y otra vez. ¡Era tan joven la primera vez que llegó allí! Recordó aquel frío día de noviembre, cuando aceptó el libro que le ofreció la atractiva sanitaria y la nota voló de sus manos hasta aquel jardín, y cómo había corrido tras ella. Ahora nunca sabría lo que estaba escrito en ella. ¿Contendría todas las riquezas, todos los buenos sentimientos que echaba a faltar, incluso después de todo lo que había experimentado? ¿Sería la secreta revelación de Martin Chatwin, el chico que había huido a Fillory y que nunca había vuelto, sobre cómo afrontar el misterio de este mundo? Al estar borracho, pensó en su madre y en cómo lo consoló cuando perdió una de sus figuras de acción por la rejilla de una cloaca y cómo enterró su rostro en la almohada, llorando como si se le hubiera roto el corazón.
* * *
Para entonces, sólo faltaban dos semanas para la graduación. El Laberinto era un mundo verde, vívido, floreciente, el aire estaba atestado de motitas flotantes y botes de recreo navegaban río abajo como sirenas, cargados de gente que tomaba el sol ajena a todo. Los alumnos sólo hablaban de lo genial que sería organizar fiestas, dormir hasta tarde o experimentar con hechizos prohibidos. Seguían viéndose, riendo, dándose palmadas en la espalda y agitando alegremente sus cabezas, pero el tiovivo estaba frenando y la música casi había dejado de sonar.
Se organizaron todo tipo de bromas. Una intensa vibración se extendió por los dormitorios. Alguien inventó un nuevo juego con dados y un espejo encantado, que básicamente era una versión mágica del strippoker. Se hacían intentos desesperados y desacertados de acostarse con aquella persona de la que siempre se había estado secreta y desesperadamente enamorado.
La ceremonia de graduación comenzó a las seis de la tarde, con el cielo todavía iluminado por una luz dorada. Se preparó un banquete de once platos y los diecinueve graduados de quinto se miraron los unos a los otros con incredulidad, sintiéndose perdidos y solos; sirvieron vino tinto de unas botellas sin etiquetar que, según Fogg, procedía de las uvas del pequeño viñedo de Brakebills, el que Quentin había descubierto durante su primer año; tradicionalmente, toda la producción del viñedo era consumida por los homenajeados durante la ceremonia de graduación. Tenían que emborracharse, enfatizó Fogg, amenazando oscuramente con lo que podría pasar si quedaba una sola botella sin vaciar. Se trataba de un cabernetsauvignon suave y algo ácido, pero se lo bebieron igualmente. Quentin dedicó un largo discurso a esa sutil expresión del terroir único de Brakebills. Se brindó en recuerdo de Amanda Orloff, y las copas terminaron en la chimenea para asegurarse de que no hubiera ningún otro brindis después de ése. Cuando el viento sopló, las velas parpadearon y dejaron caer gotas de cera fundida sobre el blanco mantel que cubría la mesa.
Mientras servían un plato de quesos, a todos y cada uno de los graduados les regalaron un alfiler de plata en forma de abeja, idéntico al que llevaban los delegados. —Quentin no imaginaba ni remotamente una ocasión apropiada para llevarlo—, y una pesada llave de hierro, negra, de sólo dos dientes, que les permitiría regresar a Brakebills si alguna vez lo necesitaban. Entonaron canciones y Chambers sirvió un whisky que Quentin no había visto nunca, incluso alzó su vaso para ver cómo la luz se filtraba a través del misterioso fluido ambarino. Era sorprendente que cualquier cosa en estado líquido supiera a humo y fuego a la vez.
Se inclinó sobre Georgia y estaba explicándole aquella fascinante paradoja, cuando Fogg adoptó una expresión extrañamente grave, despidió a Chambers y pidió a los alumnos que lo siguieran escaleras abajo.
Eso era inesperado. «Escaleras abajo» significaba la bodega, un lugar que Quentin prácticamente no había pisado durante su estancia en Brakebills, apenas un par de veces para conseguir una botella de vino especial, o cuando Alice y él necesitaban desesperadamente un poco de intimidad. Ahora, el profesor Fogg guió a un tropel bromista y ocasionalmente cantor a través de la cocina primero, de una pequeña y sencilla puerta en la despensa después, y más tarde por un conjunto de gastados y polvorientos escalones de madera que, en mitad del descenso, cambiaron a escalones de piedra. Al final, emergieron en un oscuro subsótano con suelo de tierra.
Aquel lugar no era donde Quentin pensaba terminar la fiesta. El ambiente no era precisamente festivo, allí abajo hacía frío y todo estaba silencioso. El suelo parecía sucio, y tanto el techo bajo como los muros, desiguales y sin pulir, absorbían el sonido. Uno a uno, los integrantes del coro de una tradicional canción de Brakebills —un elaborado eufemismo llamado «El prefecto tiene un defecto»— fueron callando, impresionados. Parecía una tumba, pero sin el desagradable olor a humedad.
Fogg se detuvo ante lo que a Quentin le pareció la tapa metálica de un pozo enterrado en el suelo, era de bronce y estaba densamente inscrita con una letra caligráfica. Extrañamente, parecía tan brillante y nueva como una moneda recién acuñada. El decano cogió una palanca y levantó con esfuerzo un arco del disco de bronce. Tenía un espesor de cinco centímetros y necesitaron tres alumnos para apartarlo a un lado.
—Vosotros primero —invitó el decano, resoplando un poco y haciendo un gesto grandilocuente hacia el agujero negro.
Quentin fue el primero. Tanteó a ciegas con los pies entumecidos por el whisky, hasta que encontró un anillo de hierro. Era como si se estuviera sumergiendo en un cálido aceite negro. La escalera condujo a los graduados hasta una cámara circular, lo bastante grande como para que los diecinueve pudieran estar de pie formando círculo, que es lo que hicieron. Fogg llegó el último. Pudieron escuchar cómo arrastraba el disco de bronce hasta colocarlo en su lugar. Después descendió y vieron que la escalera se retiraba como si fuera una escalera de incendios. Tras esto, el silencio fue absoluto.
—No perdamos el momento —dijo Fogg. Encendió una vela y de alguna parte extrajo dos botellas de bourbon que entregó a dos de los alumnos situados en puntos opuestos del círculo. Algo en su gestualidad enervó a Quentin. En Brakebills se autorizaba cierta cantidad de alcohol— en realidad, una cantidad elevada, —pero aquello era demasiado. Parecía forzado.
Bueno, al fin y al cabo se trataba de la graduación. Ya no eran estudiantes, habían crecido, y los iguales bien podían compartir una copa en una mazmorra subterránea secreta en medio de la noche. Quentin tomó un trago y pasó la botella.
El decano Fogg encendió más velas en unos candelabros de bronce, hasta dibujar un círculo dentro del círculo más amplio. No podían estar a más de cincuenta metros de profundidad, pero tenían la impresión de estar a más de un kilómetro, enterrados vivos, olvidados del resto del mundo.
—En caso de que os estéis preguntando por qué estamos aquí —dijo Fogg—, es porque necesitamos estar fuera del Cordón de Seguridad de Brakebills, una barrera mágica defensiva que se extiende desde la Casa en todas direcciones. Esa escotilla de bronce era un portal para atravesarla.
La oscuridad se tragó sus palabras en cuanto las pronunció.
—Es un poco inquietante, ¿verdad? Pero también apropiado porque, a diferencia de mí, vosotros pasaréis el resto de vuestras vidas fuera de Brakebills. Normalmente, el motivo de bajar hasta aquí es asustaros con historias macabras sobre el mundo exterior, pero en vuestro caso no creo que sea necesario. Sabéis de primera mano el poder destructivo que poseen algunas entidades mágicas.
»Es difícil que lleguéis a ver algo tan horrible como lo que pasó el día de la Bestia. Pero recordad que lo que pasó ese día puede repetirse. Aquellos de vosotros, los que estabais en el auditorio, llevaréis esa marca para siempre. Nunca olvidaréis a la Bestia, y puedo aseguraros que ella tampoco os olvidará a vosotros.
»Perdonadme por el sermón, pero es la última oportunidad que tendré de advertiros.
Quentin estaba sentado frente a Fogg, en el lado opuesto del círculo —se habían sentado en el suave suelo de piedra— y su afeitado rostro flotaba en la oscuridad como una aparición. Ambas botellas de whisky llegaron hasta Quentin simultáneamente y él bebió un sorbo de cada una, una en cada mano, antes de pasarlas.
—A veces me pregunto si el hombre estaba destinado a descubrir la magia —reflexionó Fogg, expansivo—. Porque no tiene mucho sentido, ¿sabéis? Todo resulta un poco demasiado perfecto. Si la vida nos enseña alguna lección, es que desear una cosa no la convierte en realidad. Las palabras y las ideas no cambian nada. El lenguaje y la realidad se mantienen apartados; la realidad es dura, implacable, y no importa lo que penséis, sintáis o digáis. O no debería importar. Afrontadlo y seguid con vuestra vida.
»Los niños no lo saben. Pensamiento mágico, así lo llamaba Freud. Una vez que lo descubrís, dejáis de ser niños. La separación de las palabras y las cosas es un hecho esencial sobre el que se basan nuestras vidas adultas.
»Pero en algún lugar, en el corazón de la magia, esa frontera entre las palabras y las cosas se rompe, se cruza, unas fluyen dentro de otras, se fusionan. El lenguaje se entremezcla con el mundo que describe.
»A veces parece como si hubiéramos caído en una falla del sistema, ¿verdad? Un cortocircuito, un error, un extraño bucle. ¿Es posible que la magia sea una fuente de conocimiento del que sería mejor renegar? Decidme: ¿puede madurar realmente un hombre capaz de lanzar hechizos?
Hizo una pausa, pero nadie respondió a la pregunta. ¿Qué diablos podían decir? Ahora que ya habían completado su educación mágica, era un poco tarde para reproches.
—Si me lo permitís, tengo una teoría que me gustaría compartir con vosotros. ¿Qué creéis que os convierte en magos? —Más silencio. Fogg se estaba adentrando en el terreno de las preguntas retóricas. Bajando el tono de voz, prosiguió—: ¿Que sois inteligentes? ¿Que sois buenas personas y valientes? ¿Que sois especiales?
»Es posible, ¿quién sabe? Pero os diré algo. Creo que sois magos porque sois infelices. Un mago es fuerte porque siente dolor, siente la diferencia entre lo que es el mundo y lo que podría ser si él interviniera activamente. ¿Qué pensáis si no que es esa sensación que os oprime el pecho? Un mago es fuerte porque siente más dolor que los demás. Su herida constituye su fuerza.
»La mayoría de las personas llevan ese dolor consigo toda su vida, hasta que consiguen matar el dolor por otros medios o hasta que el dolor los mata a ellos. Pero vosotros, amigos míos, habéis encontrado otro camino, habéis encontrado una forma de utilizar vuestro dolor. Lo quemáis como si fuera combustible al que transformar en luz y calor. Habéis aprendido a doblegar al mundo que quiere doblegaros.
La atención de Quentin se vio atraída por pequeños y parpadeantes puntos de luz diseminados aquí y allá por el techo, tomando la forma de constelaciones que no reconocía, como si estuvieran en otro planeta y vieran las estrellas desde un ángulo distinto al que tendrían desde la Tierra. Alguien se aclaró la garganta.
Fogg reemprendió su discurso.
—Pero, por si eso no es suficiente, cada uno de vosotros abandonará la sala esta noche con una póliza de seguros: un pentagrama tatuado en la espalda, una estrella de cinco puntas bastante decorativa, pero que en realidad será la prisión de un demonio, un amiguito bastante salvaje. Un cacodemonio, técnicamente.
»Son pequeños pendencieros, con la piel tan dura como el hierro. Sinceramente, diría que todos ellos están hechos de hierro. A cada uno os daré una contraseña para liberarlos. Pronunciadla en voz alta y saltará de vuestra espalda. Peleará por vosotros hasta que muera o hasta que mate a quienquiera que os esté causando problemas.
Fogg se dio unas palmadas en las rodillas y los contempló como si acabara de anunciarles que recibirían suministros gratis de la papelería de Brakebills durante todo un año suplementario. Georgia levantó la mano tímidamente.
—¿Es… optativo? Quiero decir, ¿nadie, además de mí, se siente incómodo ante la idea de tener un demonio enfurecido atrapado debajo de su piel?
—Si eso te preocupa, Georgia —dijo Fogg con aspereza—, tendrías que haber ido a una escuela de peluquería. No te preocupes, cuando lo liberes sentirá por ti una gratitud del demonio… por así decirlo. Sólo funcionará una vez, así que elegid bien el momento. Y ésa es otra razón de que nos encontremos aquí: no se pueden conjurar cacodemonios dentro del perímetro del Cordón de Seguridad. Y por eso necesitamos también el bourbon, porque vais a sentir un dolor infernal.
»Bien, ¿quién será el primero? ¿O tendré que hacerlo alfabéticamente?».
* * *
A las diez de la mañana del día siguiente celebraron una ceremonia de graduación más convencional en la sala de conferencias más grande de Brakebills. Sería difícil imaginar un grupo de graduados con aspecto más miserable y visiblemente resacoso. Aquélla era una de las raras ocasiones en que se admitían padres en el campus, así que no se permitían despliegues de magia, ni siquiera menciones a la misma. El dolor del tatuaje resultaba casi peor que la resaca. Quentin sentía como si por su espalda se arrastraran cientos de insectos hambrientos y mordisqueantes, que hubieran tropezado con algo especialmente delicioso. A pesar de eso, era exquisitamente consciente de que su padre y su madre estaban sentados una docena de filas detrás de él. Los recuerdos de Quentin de la noche anterior seguían siendo confusos. El decano había invocado a los demonios garabateando anillos concéntricos de sellos en el viejo suelo de piedra con pedazos cortos y gruesos de tiza blanca. Trabajó con rapidez y seguridad, con ambos manos al mismo tiempo. Para recibir los tatuajes se quitaron la camisa y la chaqueta y formaron fila desnudos hasta la cintura, incluidas las chicas… con distintos grados de pudor. Algunas sujetaron su arrugada ropa por encima del pecho; unas cuantas exhibicionistas se desnudaron completa y orgullosamente.
Quentin, en aquella semioscuridad, no pudo ver lo que Fogg utilizaba para dibujar en la piel, pero se trataba de algo fino y brillante. El diseño era intrincado y tenía una cualidad extraña, ópticamente cambiante. El dolor fue asombroso cuando Fogg le desolló la espalda y espolvoreó sal en las heridas, pero quedó compensado por el temor a lo que sucedería a continuación, al momento en que le fuera implantado el demonio. Cuando todos estuvieron preparados, Fogg creó un pequeño montón de brillantes brasas en el centro de los anillos, y la sala se volvió cálida y húmeda. El aire estaba impregnado del olor de la sangre, del humo y del sudor… y de una especie de fiebre orgiástica. Cuando le tocó el turno a la primera chica —alfabéticamente era Alsop, Gretchen—, fogg se puso un guante de hierro y hurgó en las brasas hasta que atrapó algo.
Un fulgor rojizo iluminó la cara de Fogg desde abajo y, quizá debido a lo distorsionado de sus recuerdos por culpa del alcohol, creyó ver algo que no había visto desde su primer día en Brakebills, algo borracho, cruel y nada paternal. Cuando el decano sujetó lo que estaba buscando, tiró de él y lo sacó de entre las brasas: era un demonio del tamaño de un perro, pesado, enfadado, echando chispas. Aprovechando el movimiento del tirón, y a pesar de que no dejaba de retorcerse, lo metió en la esbelta espalda de Gretchen; incluso tuvo que volver a las brasas, y empujar hacia abajo un miembro gesticulante, sobresaliente. Ella gimió y tensó todo su cuerpo, como si de repente la hubieran bañado con agua helada; después, se retorció un poco para mirar por encima de su hombro, ajena a todo lo demás, dejando que todo el mundo viera sus senos de pálidos pezones. Pero cuando llegó su turno, Quentin no sintió prácticamente nada.
Ahora todo parecía un sueño, aunque lo primero que hiciera Quentin al despertar aquella mañana fue, por supuesto, echarle un vistazo a su espalda en un espejo. Allí estaba, una enorme estrella de cinco puntas dibujada en gruesos trazos rojos y negros, y ligeramente descentrada hacia la izquierda; se suponía que se alineaba más o menos exactamente con el centro de su corazón. Segmentos de la estrella estaban llenos de finos garabatos negros, estrellas más pequeñas, lunas crecientes o menguantes, y otros iconos menos identificables. Parecía no haber sido tatuado sino sellado, como un pasaporte. Cansado, dolorido y resacoso, sonrió al espejo. Tenía toda la pinta de un mal bicho.
Cuando terminó la ceremonia, cambiaron el auditorio por el salón general. Si hubieran tenido sombrero o gorra los habrían lanzado al aire, pero no los tenían; se pudo escuchar el susurro de las conversaciones y un par de exclamaciones, pero eso fue todo. Se había acabado. Fin. No había nada más. Si no estaban graduados la noche anterior, ahora lo estaban. Podían ir a donde quisieran, hacer lo que quisieran. Aquello era la gran despedida.
Quentin y Alice se escaparon por una puerta lateral y pasearon cogidos de la mano hasta llegar junto a un enorme roble. No hacía viento y el sol resultaba demasiado brillante. A Quentin le palpitaba la cabeza. Sus padres estaban cerca y tendría que ir a saludarlos dentro de un segundo. ¿Por qué no se acercaban a saludarlo a él por una vez en la vida? Supuso que aquella noche se celebrarían fiestas, pero él tenía demasiadas a sus espaldas. No le daba la impresión de tener que hacer las maletas por última vez, ni de que iba a volver a Chesterton, o a Brooklyn, o a cualquier otra parte, qué más daba. No se sentía como si fuera a quedarse, ni tampoco a irse. Miró de reojo a Alice. Parecía tensa. Buscó el amor que estaba acostumbrado a sentir emanando de ella hacia él y lo encontró extrañamente ausente. Si algo deseaba en aquel momento era estar solo, pero no iba a conseguirlo.
Eran pensamientos desagradables, pero no podía o no quería detener el flujo, restañar aquella hemorragia cerebral. Allí estaba, un recién licenciado, establecido y acreditado mago. Había aprendido a lanzar hechizos, visto a la Bestia y sobrevivido, volado hasta la Antártida con sus propias alas y regresado, desnudo, gracias a la fuerza de su voluntad mágica. Llevaba un demonio de hierro en su espalda. ¿Quién hubiera pensado que podría tener, y hacer, y ser todas aquellas cosas, y aun así no sentir nada? ¿Qué estaba fallando? ¿O era él quien fallaba? Si ni siquiera era feliz aquí, si ni siquiera era feliz ahora, ¿el fallo era suyo? En cuanto lograba aferrar un retazo de felicidad, ésta se disolvía y reaparecía en algún otro lugar. Como Fillory, como todo lo bueno, nunca duraba. Darse cuenta era una sensación horrible.
«Por fin he conseguido lo que mi corazón anhelaba —pensó—. Ahora empiezan los problemas».
—Tenemos toda la vida por delante y lo único que me apetece es echarme una siesta —le susurró Alice.
Tras ellos se produjo un ruido sordo, una burbuja de jabón estallando, un suspiro, un batir de alas.
Quentin dio media vuelta y allí estaban todos. Josh con una incipiente barba rubia que le hacía parecer, más que nunca, un abad sonriente. Janet se había puesto un piercing en la nariz, y probablemente en otras partes ocultas. Eliot llevaba gafas de sol, algo que nunca hizo en Brakebills, y una camisa sorprendente, indescriptiblemente perfecta. Y con ellos venía alguien más, alguien extraño, serio, alto, algo mayor que los demás, oscura y literariamente atractivo.
—Recoged vuestras cosas —indicó Josh. Sonrió ampliamente y extendió los brazos como un profeta—. Vamos a sacaros de aquí y a libraros de todo esto.