Llegó septiembre, y sólo quedaron Quentin y Alice. Los demás se marcharon en medio de un torbellino de hojas caídas y el crujido de las primeras heladas.
Verlos partir supuso una verdadera conmoción. Y mezclada con ella, como el licor en un cóctel, experimentaron una enorme sensación de alivio. Quentin quería que todo fuera bien entre ellos; mejor que bien, perfecto. Pero la perfección es algo delicado, porque cuando descubres el mínimo fallo todo se va al traste. La Perfección con mayúsculas formaba parte de la mitología brakebillsiana, de la historia que Quentin se contaba a sí mismo sobre su vida en la escuela, un discurso tan cuidadosamente construido y veneradamente mantenido por él como el de Fillory. Y no sólo quería ser capaz de decirlo sino de creerlo, algo cada vez más difícil. La presión había ido creciendo en algún ignoto tanque subterráneo y al final las cosas empezaban a desmadrarse. Hasta Quentin lo percibía, a pesar de su casi ilimitada capacidad para ignorar lo obvio. Quizás Alice tenía razón, quizás Janet realmente estaba enamorada de Eliot y la odiaba. O era algo más, algo tan palpablemente obvio que Quentin no podía afrontarlo directamente. De una forma u otra, los lazos que mantenían unido al grupo empezaban a deshilacharse y los haría perder su mágica habilidad para quererse sin esfuerzo aparente. Ahora, aunque las cosas nunca volvieran a ser iguales, aunque nunca estuvieran tan unidos como antes, por lo menos podría recordar cómo habían sido. Los recuerdos permanecen a salvo, sellados para siempre en ámbar.
En cuanto comenzó el semestre, Quentin hizo algo que ya había postergado demasiado tiempo: fue a ver al decano Fogg y le explicó el incidente con Julia. Este se limitó a fruncir el ceño y asegurarle que se encargaría del asunto. Quentin sintió deseos de saltar por encima de la mesa y abofetearlo por lo que había hecho, por pifiarla con los hechizos de memoria. Intentó explicarle que había hecho sufrir a Julia en una forma que nadie debería soportar, pero el decano se limitó a contemplarlo sin mover un músculo. Al final, lo más que pudo conseguir fue la promesa de que haría todo lo posible por que todo le fuera lo más fácil posible a la chica, pero siempre ateniéndose a las reglas. Salió del despacho de Fogg sintiéndose tan mal como cuando entró.
Ya estuviera sentado a la mesa o paseando entre clases por los polvorientos pasillos, Quentin comprendió por primera vez lo mucho que se habían apartado Alice y él estos dos últimos años del resto de la escuela y qué pocos alumnos conocían realmente. En todos los cursos se formaban grupos, era lógico, pero los Físicos habían sido especialmente estrictos, y ahora Alice y él eran los únicos que quedaban. Evidentemente, seguía asistiendo a clases con otros alumnos de quinto y charlaba con ellos, pero sabía que su lealtad y su atención estaban en otro lugar.
—Deben de creer que somos unos esnobs —comentó Alice un día—. Por la forma en que nos mantenemos apartados de ellos.
Estaban sentados sobre la fría piedra de la fuente que llamaban Sammy, una reproducción del Laocoonte romano, cuyas serpientes también estrangulaban al sacerdote renegado y a sus hijos, pero con agua vertiéndose alegremente por sus bocas. Habían ido para limpiar algunas manchas de la falda de Alice con un poco de magia doméstica y siempre era mejor practicarla al aire libre, pero se habían olvidado de un ingrediente básico, cúrcuma, y no tenían ganas de volver a encerrarse tras los muros de la Casa. Era una preciosa mañana de sábado, y la temperatura se mantenía, en un precario equilibrio, entre cálida y fresca.
—¿De verdad crees eso?
—¿Tú no?
—Seguramente tienes razón —suspiró Quentin—. Qué cabrones. Ellos sí que son unos esnobs.
Alice arrojó una bellota a la fuente. Rebotó en una de las rodillas del sacerdote moribundo y cayó al agua.
—¿Crees que lo somos?, esnobs, quiero decir —preguntó Quentin.
—No sé, no necesariamente. No, creo que no lo somos. Y no tenemos nada contra ellos.
—Exacto. Algunos son muy simpáticos.
—Algunos merecen nuestra más alta estima.
—Exacto. —Quentin jugueteó con los dedos en el agua—. ¿Qué quieres decir? ¿Que deberíamos abrirnos más y hacer nuevos amigos?
Ella se encogió de hombros antes de responder:
—Bueno, son los únicos magos de nuestra misma edad en este continente y los únicos con los que podemos relacionarnos.
El cielo era de un azul luminoso y las ramas de los árboles se recortaban contra él en el nítido pero tembloroso reflejo de la fuente.
—Vale —admitió Quentin—. Pero no con todos.
—Dios, claro que no. Seremos selectivos. De todas formas, ¿quién nos asegura que querrán ser amigos nuestros?
—Tienes razón. ¿A quién elegimos?
—¿Importa?
—Claro que importa, Sexy, no todos son iguales —aseguró Quentin. «Sexy» era un apelativo cariñoso en recuerdo de su interludio antártico.
—Entonces, ¿a quién?
—Surendra.
—Vale, bien. O no, está saliendo con esa horrible chica de segundo. Ya sabes, la de los dientes. Siempre está intentando que la gente haga madrigales después de las comidas. ¿Qué tal Georgia?
—Quizá nos estamos pasando, no podemos forzar una amistad. Dejemos que suceda de forma natural.
—Vale. —Quentin contempló cómo ella se estudiaba las uñas con su intensa concentración habitual. A veces le parecía tan hermosa que no podía creer que tuviera una relación con ella. Apenas podía creer que existiera.
—Pero tendrás que encargarte tú —le advirtió Alice—. Si depende de mí, nunca pasará nada. Sabes lo patética que soy en ese tipo de cosas.
—Sí, lo sé.
Ella le tiró una bellota.
—Se supone que no tendrías que estar de acuerdo.
Y así, con un esfuerzo consciente, salieron de su estupor y se embarcaron en una tardía campaña para relacionarse más con sus compañeros de clase. Al final no fue ni Surendra ni Georgia, sino Gretchen —la chica rubia que necesitaba bastón— quien resultó ser la clave del asunto. Ayudó mucho que Alice y Gretchen fueran delegadas, algo que para ellas era al mismo tiempo fuente de orgullo y de vergüenza. El cargo no comportaba prácticamente ningún deber oficial; era, sobre todo, otra idea absurda e infantil tomada del sistema educativo público inglés, un síntoma de la anglofilia firmemente incrustada en el ADN institucional de Brakebills. El título recaía en los cuatro alumnos de cuarto y quinto con mayor nota media, y su insignia era un pin plateado con forma de abeja. Sus actuales responsabilidades consistían en nimiedades tales como regular el acceso al único teléfono del campus, un monstruo obsoleto que tenía disco y no teclas para marcar los números, situado en una deteriorada cabina telefónica de madera bajo una escalera, donde siempre se sentaban una docena de estudiantes para hacer cola. A cambio, tenían acceso a la Sala de Delegados, un saloncito especial en el lado este de la Casa, con una preciosa ventana alta en forma de arco y un armario repleto de jerez que Quentin y Alice se obligaban a beber.
La Sala de Delegados también era un lugar excelente para el sexo, siempre que se avisara a los demás monitores con antelación, lo que normalmente no suponía ningún problema. Gretchen era comprensiva, ya que también tenía pareja. La tercera delegada era una chica muy popular llamada Beatrice, y que nadie hubiera tomado por especialmente inteligente antes de ser nombrada. De todas formas, nunca utilizaba la sala. El único problema era evitar al cuarto delegado, porque el cuarto delegado era ni más ni menos que Penny.
El anuncio del nombramiento de Penny fue tan universal y asombrosamente sorprendente, que nadie habló de otra cosa todo el resto del día. Quentin apenas había intercambiado una palabra con Penny desde su altercado, aunque tampoco lo intentó mucho. Desde el día de la pelea, Penny se había convertido en un solitario, un fantasma, algo nada fácil en una escuela tan pequeña como Brakebills, pero tenía talento y se salía con la suya: caminaba deprisa entre clases con la mirada fija, engullía las comidas velozmente, daba solitarios paseos, se encerraba en su habitación tras las clases de la tarde, se iba a dormir temprano y se levantaba al amanecer.
Si hacía algo más, nadie lo sabía. Cuando los alumnos de Brakebills fueron divididos en grupos el segundo curso, según su disciplina, Penny no fue asignado a ninguno. El rumor era que seguía una disciplina tan arcana y extravagante que no tenía clasificación en ninguno de los esquemas convencionales. Si era cierto o no, en el listado oficial, junto a su nombre, Fogg simplemente había escrito la palabra INDEPENDIENTE. Apenas lo veían en clase, y cuando asistía se limitaba a acechar silenciosamente desde la última fila con las manos metidas en los bolsillos del chaquetón de Brakebills, sin preguntar nada ni tomar notas. Tenía el aspecto de saber cosas que los demás desconocían. A veces se le veía en compañía de la profesora Van der Weghe, bajo cuya guía se rumoreaba que seguía un estudio tan intensivo como independiente.
La Sala de Delegados era un refugio importante para Quentin y Alice porque su viejo santuario, la Casita, ya no era sacrosanta. Él nunca pensó seriamente en el tema, pero había sido pura cuestión de suerte que el año anterior no ingresara nadie en el grupo de los Físicos, preservando así la integridad de la pequeña camarilla. Pero la sequía tenía que terminar, y terminó. Al final del semestre anterior, no menos de cuatro alumnos de tercero fueron clasificados como Físicos y ahora, aunque le pareciera un error en todos los sentidos posibles, tenían tanto derecho a la Casita como ellos dos.
No obstante, se esforzaron por ser comprensivos. Durante el primer día de clase se sentaron pacientemente en la biblioteca, mientras los nuevos reclutas llevaban a cabo el ritual y se abrían paso al interior. Debatieron largo y tendido sobre qué ofrecer a los recién llegados cuando lograsen entrar, y al final se decidieron por un champán bastante bueno y —no queriendo ser egoístas, aunque se sintieran exactamente así— una obscenamente extensa selección de ostras y caviar, con tostadas y crème fraîche.
—¡Genial! —exclamaron al entrar los nuevos miembros del equipo Físico, contemplando con ojos desorbitados el enorme interior e inspeccionando el mobiliario, el piano y el armario de las ramitas alfabetizadas. Parecían imposiblemente jóvenes. Quentin y Alice charlaron con ellos intentando mostrarse simpáticos y comprensivos como, según recordaban, los otros se habían mostrado con ellos cuando llegaron.
Sentados en el sofá, los chicos y chicas de tercero no dejaban de moverse mientras sorbían su champán demasiado deprisa, como niños que tuvieran prisa por marcharse. Hicieron preguntas sobre las pinturas y la biblioteca de la Casita: ¿podían sacar los libros del edificio? ¿Era verdad que tenían una primera edición del Abecedarian Arcana, escrita a mano por el propio Pseudo-Dionisio? Claro. ¿Cuándo fue construida la Casita? ¿De verdad? ¡Guau! Pues sí que era vieja…
Después, tras un educado intervalo de tiempo, desaparecieron en masa hacia la sala de billar sin mostrar un interés especial en que Quentin y Alice los acompañasen. Como la pareja tampoco tenía un interés especial en acompañarlos, se quedaron donde estaban. A medida que avanzaba la tarde, escucharon jadeos y gemidos típicos de las relaciones sexuales adolescentes. Resultaba palpable que Quentin y Alice eran reliquias de otra era que habían agotado su bienvenida. Habían cerrado el círculo. Volvían a ser unos marginados.
—Me siento como un profesor anciano —confesó Quentin.
—Ya no me acuerdo ni de sus nombres —lo imitó Alice—. Son como cuatrillizos.
—Podríamos ponerles un número a cada uno y decirles que es una tradición.
—Y llamarlos por el número equivocado. Volverlos locos. O podríamos ponerles a todos el mismo nombre. Alfred, por ejemplo.
—¿Incluso a las chicas?
—Sobre todo a las chicas.
Estaban bebiendo demasiado champán, se estaban emborrachando, pero a Quentin no le importaba. Desde la sala de billar llegaron chasquidos y crujidos de cristal roto —una copa probablemente—, y poco después el ruido de un marco lanzado por los aires, afortunadamente por la ventana.
—El problema de crecer —dijo Quentin— es que una vez que has crecido, la gente ya no te parece tan divertida.
—Debimos quemar esta casa hasta los cimientos —sentenció Alice con tristeza. Estaban definitivamente borrachos—. Salir con los otros y prenderle fuego.
—Y alejarnos hacia el horizonte con el incendio de fondo, como en las películas.
—Es el fin de una era. El fin de una época… ¿El fin de qué, de una era o de una época? ¿Cuál es la diferencia?
Quentin no lo sabía. Tendrían que buscar algo más, pensó trabajosamente. Algo nuevo. No podían seguir allí. No podían volver atrás, sólo seguir hacia delante.
—¿Crees que alguna vez fuimos así? —preguntó Quentin—. Como esos chicos, quiero decir.
—Probablemente. Y hasta peores. No sé cómo los otros pudieron aguantarnos.
—Tienes razón, tienes razón. Dios, eran mucho mejores que nosotros.
* * *
Ese invierno, Quentin no fue a casa de sus padres durante las vacaciones. Por Navidades —las Navidades del mundo real—, tuvo la habitual discusión con sus padres por culpa del extraño calendario escolar de Brakebills y que tenía que recordárselo todos los años. Cuando llegó la Navidad al calendario de Brakebills, ya era marzo en el mundo real y no tenía mucho interés en la festividad. Si le hubieran pedido que fuera —si por un solo segundo hubieran demostrado que tenían ganas de verlo o que lamentaban su ausencia—, quizá se lo hubiera pensado. Por un solo segundo, lo habría pensado. Pero mostraron su habitual despreocupación e inconsciencia. Además, así se ahorró informarles de que tenía otros planes, muchas gracias.
De modo que Quentin fue de visita a casa de los padres de Alice. No había sido idea de él sino de ella, aunque no estaba muy seguro del motivo de la invitación, dado que tal posibilidad la ponía de un humor suicidamente incómodo.
—¡No lo sé, no lo sé! —repetía, cuando se lo preguntaba—. ¡Me pareció de ese tipo de cosas que suelen hacer las parejas!
—Bueno, vale. Entonces, no tengo que ir. Me quedaré aquí, diles que tenía trabajos que terminar o algo así. Ya nos veremos en enero.
—¿Es que no quieres venir conmigo? —gimió Alice.
—Claro que sí. Quiero ver de dónde procedes y quiero conocer a tus padres. Aunque Dios sabe que no pienso llevarte a casa de los míos.
—Está bien. —Pero no parecía menos ansiosa—. ¿Me prometes odiar a mis padres tanto como los odio yo?
—Oh, absolutamente —respondió Quentin—. Incluso más, si quieres.
La apertura de los portales vacacionales siempre era un procedimiento complicado y tedioso, que inevitablemente implicaba a montones de estudiantes cargados con montones de maletas encajonados en uno de los estrechos pasillos que conducían al salón principal, donde la profesora Van der Weghe se encargaba de enviarlos allí donde necesitaran ir. Todo el mundo se alegraba de que los exámenes hubieran terminado por fin, y siempre se producían aglomeraciones, empujones, gritos y lanzamientos de hechizos pirotécnicos menores. Quentin y Alice esperaron pacientemente en silencio, él deseando parecer tan respetable como pretendía. Apenas tenía ropa que no fuera el uniforme de Brakebills.
Sabía que Alice era de Illinois, y sabía que Illinois estaba en el Medio Oeste, pero podía ubicar su situación con una aproximación de mil kilómetros. Dejando aparte unas vacaciones en Europa apenas se había movido de la costa Este, y la educación en Brakebills no hacía mucho para mejorar sus conocimientos sobre la geografía norteamericana.
Resultó que apenas pudo ver Illinois, al menos su paisaje. La profesora Van der Weghe preparó el portal para que se abriera directamente en el interior de la casa de los padres de Alice: paredes de piedra, suelos de mosaico, puertas con dintel por todas partes… Se trataba de una exacta recreación de una villa romana tradicional. Fue como correr una cortina y llegar al pasado. La magia solía ser común entre familiares. —Quentin era una excepción a este respecto—, y los padres de Alice eran magos. Ella nunca había tenido que mentir acerca de sus estudios como él.
—Bienvenido a la casa que el tiempo olvidó —anunció malhumorada, lanzando sus maletas al rincón de una patada.
Después lo guió por un pasillo oscuro y alarmantemente largo, hasta un salón lleno de cojines y divanes al estilo romano desparramados por todas partes en ángulos extraños y con una pequeña fuente en medio de todos ellos.
—Papá cambia la decoración cada pocos años —explicó—. Su especialidad es la magia arquitectónica. De pequeña, todo era de estilo barroco, con picaportes dorados por todas partes. Casi me parecía bonito. Después tocó estilo japonés, con paredes de papel… ¡se oía todo! Más tarde tuvimos cascadas, a lo Frank Lloyd Wright, ya sabes, hasta que mamá, por alguna razón, se hartó de vivir en medio del moho. Y durante una temporada vivimos en una tienda comunal iroquesa, con suelo de tierra pero sin paredes. Resultaba hilarante. Tuvimos que rogarle que pusiera cuartos de baño de verdad. Si creyó que íbamos a mirar cómo defecaba en un agujero hecho en el suelo, iba listo.
Alice se sentó en un diván romano de cuero, abrió un libro y se concentró en su lectura vacacional.
Quentin comprendió que a veces era mejor esperar que se le pasaran sus períodos negros, que intentar sacarla de ellos a la fuerza. Todo el mundo tenía sus neuras particulares sobre el hogar de su infancia, así que pasó la siguiente hora explorando lo que parecía una casa pompeyana de clase mediaalta, incluidos unos cuantos frescos pornográficos. Todo era auténtico excepto los cuartos de baño, obviamente una concesión. La cena, que fue servida por un escuadrón de marionetas de madera de un metro de altura y que emitían un sonido cliqueante al caminar, era repugnante: sesos de ternera, lenguas de loro, una morena asada, todo con suficiente pimienta como para hacerlo intragable, por si acaso la materia prima no lo fuera ya bastante. Por suerte, había mucho vino.
Estaban en el tercer plato, útero de cerda relleno y asado, cuando un hombre bajito, corpulento y de cara redonda apareció en el umbral. Llevaba con elegancia una túnica grisácea que parecía una sábana sin lavar. No se había afeitado desde hacía varios días y su oscura barba casi se extendía hasta la nuca; el poco pelo lo que le quedaba en el cráneo necesitaba un buen corte.
—¡Ave atque vales! —proclamó, efectuando un elaborado saludo romano que, en esencia, era un saludo nazi—. Bienvenidos al domus de Danielus. —Hizo una mueca que implicaba que era culpa de los demás si la frase no resultaba divertida.
—Hola, papá —lo saludó Alice—. Papá, éste es mi amigo Quentin.
—Hola.
Quentin se puso de pie. Había intentado comer reclinado, al estilo romano, pero resultaba más difícil de lo que parecía y se rindió al sentir punzadas en el costado. El padre de Alice tendió la mano, pero a medio camino pareció olvidar lo que estaba haciendo y quedó realmente sorprendido al encontrarse una extremidad extraña encajada entre sus dedos.
—¿De verdad os estáis comiendo eso? Yo pedí una pizza hace una hora.
—No sabíamos que estabas aquí. ¿Y mamá?
—¿Quién sabe? —respondió el padre de Alice. Enarcó repetidamente las cejas como si fuera un misterio excéntrico—. La última vez que la vi estaba abajo, trabajando en una de sus composiciones. —Dio unos pasos y se sirvió vino de un decantador.
—¿Y cuándo fue eso? ¿En noviembre?
—No me lo preguntes. En esta maldita casa siempre pierdo la noción del tiempo.
—¿Por qué no pusiste ventanas, papá? Aquí dentro siempre se está a oscuras.
—¿Ventanas? —Volvió a mover las cejas, aquel gesto parecía su marca de fábrica—. ¡Hablas de una magia bárbara que los nobles romanos desconocían!
—Es un trabajo sorprendente —intervino Quentin, obsequioso—. Parece auténtico.
—¡Gracias!
El padre de Alice terminó de apurar su copa y se sirvió otra antes de dejarse caer pesadamente en uno de los divanes, salpicando la pechera de su toga con un chorro de vino púrpura. Sus pantorrillas eran blancas y regordetas, llenas de erizados pelos negros que surgían de ellas en extático asombro. Quentin se preguntó cómo era posible que la preciosa Alice compartiera siquiera un par de genes con aquella persona.
—Tardé tres años en terminarla —añadió—. Tres años. ¿Y sabes qué? Dos meses después ya me había cansado de ella. No aguanto este tipo de comida, siempre me mancho la toga y tengo fascitis plantar de caminar por estos suelos de piedra. ¿Qué sentido tiene mi vida? —Miró furioso a Quentin como si realmente esperara una respuesta, como si el chico se la estuviera ocultando—. ¿Puede alguien explicármelo, por favor? Porque yo no tengo ni idea. ¡Ni idea!
Alice contempló a su padre como si en aquel mismo instante hubiera matado a su mascota favorita delante de ella. Quentin no movió un solo músculo, para que el padre de la chica, al igual que ocurriría con un dinosaurio, no pudiera percibirlo. Los tres permanecieron en silencio un buen rato, hasta que el hombre se levantó.
—Gratias… y buenas noches.
Se colgó el extremo de la toga en el hombro y salió del comedor. Los pies de las marionetas resonaron en el suelo de piedra mientras limpiaban el vino derramado.
—¡Ése es mi padre! —explotó Alice, moviendo las cejas como si esperase que estallaran carcajadas. Nadie se rio.
En medio de aquel erial doméstico, Alice y Quentin establecieron una cómoda rutina, como unos invasores estableciendo el perímetro de seguridad en territorio hostil. Resultaba extrañamente liberador encontrarse en medio de la agonía doméstica de otro. Quentin captaba las malas vibraciones radiando en todas direcciones, esterilizando todas las superficies con sus venenosas partículas, pero a él lo atravesaban inofensivamente como neutrinos. Allí era como Superman, no pertenecía a aquel planeta y eso hacía que fuera inmune a la villanía local. En cambio, comprobaba su ruinoso efecto en Alice e intentaba escudarla tanto como podía. Conocía las reglas por instinto, sabía de primera mano lo que significaba tener unos padres que te ignoraban sistemáticamente. La única diferencia era que sus padres lo hacían porque se querían; los de Alice, porque se odiaban.
Al menos la casa era tranquila y estaba bien aprovisionada de vino al estilo romano, dulce pero perfectamente bebible. También les permitía una razonable intimidad, Alice y él podían compartir un dormitorio sin que a sus padres les importase o se enterasen siquiera. Y después estaban los baños. El padre de Alice había excavado unos enormes baños romanos subterráneos que disfrutaban en exclusiva: grandes acuíferos oblongos vaciados en la tundra del Medio Oeste. Cada mañana pasaban una hora jugando entre el hirviente caldarium y el glacial frigidarium, ambos igualmente insoportables, y después se relajaban desnudos en el tepidarium.
En las dos semanas Quentin vio a la madre de Alice exactamente una vez. Incluso se parecía menos a ella que el padre: era alta y delgada, más alta que su marido, con un rostro largo, fino y animado, y una estropajosa mata de pelo entre rubio y castaño, anudado en un moño sobre la nuca. Le explicó con total seriedad que estaba realizando una investigación sobre la música feérica que se basaba, según ella, en diminutas campanas y que resultaba inaudible para los seres humanos. La disertación duró casi una hora, sin necesidad de que Quentin la animara y sin preguntarle una sola vez quién era él y qué estaba haciendo en su casa. En cierto momento, uno de sus pequeños senos se escapó de la desabrochada rebeca —no llevaba nada más debajo— y ella lo devolvió a su lugar sin el menor rastro de vergüenza. Quentin tuvo la impresión de que hacía tiempo que no hablaba con nadie.
—Tus padres me preocupan un poco —confesó Quentin aquella tarde—. Creo que están completamente locos.
Se habían refugiado en el dormitorio de Alice, y yacían uno junto al otro en la enorme cama, contemplando el mosaico del techo: en él, Orfeo cantaba ante un carnero, un antílope y un grupo de atentas aves.
—¿Seguro?
—Alice, sé que sabes que son un tanto extraños.
—Sí, supongo. Quiero decir, los odio, pero son mis padres. No los veo como unos dementes, sino como gente cuerda que actúa así deliberadamente para torturarme. Si los defines como mentalmente inestables les estás disculpando de su responsabilidad, los ayudas a librarse de la acusación. De todas formas, supongo que eres capaz de encontrarlos interesantes, sé que todo lo mágico te excita mentalmente. Bien, voilà, dos magos de carrera para tu disfrute.
Él se preguntó cuál de los dos lo tenía peor en teoría. Los padres de Alice eran monstruos tóxicos, pero al menos podías darte cuenta de que lo eran. Sus propios padres eran como vampiros u hombres lobo pasando por seres humanos normales. Ya podía divulgar sus atrocidades todo lo que quisiera, los lugareños nunca lo creerían hasta que fuera demasiado tarde.
—Ahora entiendo de dónde vienen tus habilidades sociales —dijo Quentin.
—Tú no sabes lo que es crecer en una familia de magos.
—Es verdad, no sabía que tuvieras que llevar toga.
—No tienes que llevar toga. Precisamente ése es el problema, Q. No tienes que hacer nada. ¡Eso es lo que no comprendes! No conoces a otros magos adultos que no sean nuestros profesores. Ahí fuera no hay más que un erial. Puedes no hacer nada, o hacer algo, o hacerlo todo… y nada importa. Tienes que encontrar algo que realmente te importe para mantenerte motivado. Un montón de magos nunca lo encuentran.
Su voz tenía un tono extrañamente urgente, casi furioso.
—¿Estás diciendo que tus padres no lo encontraron?
—No, no lo consiguieron a pesar de tener dos hijos, lo que les hubiera dado un mínimo de dos buenas opciones. Bueno, creo que podrían haberlo conseguido gracias a Charlie, pero cuando lo perdieron, también perdieron su motivación por completo. Y ahí están.
—¿Qué me dices de tu madre y sus orquestas mágicas? Parece que se toma ese asunto muy en serio.
—Ni siquiera estoy segura de que existan. Sólo lo hace para molestar a mi padre.
De repente, Alice rodó sobre sí misma hasta colocarse sobre él y le puso las manos en los hombros, inmovilizándolo. Su cabello le caía sobre la cara como una fragante cortina haciéndole cosquillas y dándole el aspecto autoritario de una diosa descendiendo de los cielos.
—Tienes que prometerme que nunca seremos como ellos, Quentin. —Sus narices casi se tocaban. El peso de Alice era excitante, pero su rostro permanecía serio, casi furioso—. Sé que crees que todo serán aventuras y dragones, y luchar contra el mal y todo ese rollo, como en Fillory. Sé lo que piensas, pero no será así. Ahí fuera no hay nada de eso.
»Así que tienes que prometérmelo. Prométeme que nunca caeremos en la rutina, que no nos conformaremos con esos estúpidos hobbies que a nadie le importan, haciendo cosas estúpidas y sin sentido todo el día, odiándonos y esperando que llegue la muerte.
—Bueno, es una promesa difícil… pero está bien. Te lo prometo.
—Hablo en serio, Quentin. No voy a ser fácil. Esto será mucho más duro de lo que crees. Ellos ni siquiera lo saben, se creen que son felices. Y eso es lo peor.
Desabotonó a tientas la parte inferior de su pijama y se la bajó sin dejar de mirarlo a los ojos. Su bata ya estaba abierta hasta la cintura y no llevaba nada más debajo. Él sabía que Alice estaba diciendo algo importante, pero no conseguía concentrarse. Deslizó las manos bajo la bata sintiendo la suavidad de su espalda, la curva de su cintura. Sus pesados senos se aplastaban contra su pecho. Ellos siempre tendrían magia, la tendrían eternamente, así que…
—Quizá sean felices —se atrevió a aventurar—. Quizá sólo sean… así.
—No, Quentin, no son felices y no son así. —Enterró los dedos en su pelo y tiró de él fuerte, para que doliera—. Dios, a veces eres tan infantil.
Se movieron juntos, respirando acompasadamente. Quentin estaba dentro de ella y Alice sólo repetía:
—Prométemelo, Q. Prométemelo. Sólo prométemelo.
Lo repetía furiosa, insistentemente, una y otra vez, como si él se negara, como si en aquel momento no estuviera de acuerdo con todo lo que ella dijera.