Emily Greenstreet

Una tarde, estaban los cinco sentados en círculo con las piernas cruzadas, en medio de la vasta vaciedad del Mar. Era un cálido día de verano, y habían ido hasta allí con la intención de lanzar un hechizo ridículamente complejo de magia en colaboración. Un hechizo a cinco que, si funcionaba, agudizaría la vista y el oído del grupo, e incrementaría su fuerza física durante un par de horas. Era magia vikinga, magia de combate diseñada para una expedición de rapiña, y que, por lo que sabían, nadie había intentado lanzarlo desde hacía mil años. Josh, que dirigía los esfuerzos del grupo, confesó que ni siquiera estaba seguro de que funcionase. Los chamanes vikingos solían fanfarronear demasiado de sus conjuros.

Habían empezado a beber muy pronto, a la hora de comer. Y aunque Josh anunció a mediodía que todo estaba preparado —adelante, vamos, en marcha—, cuando les repartió las páginas con los viejos cánticos escandinavos escritos a mano y en espiral por Josh, con sus típicas runas pequeñas y claras, y hubo preparado el terreno marcando un ondulante y ramificado nudo con arena negra sobre la hierba, ya eran casi las cuatro. Como ni Janet ni Quentin daban con el tono adecuado de los cánticos, interrumpiendo la melodía de los demás, constantemente se veían obligados a comenzar de nuevo.

Por fin consiguieron completar el hechizo y se sentaron a contemplar el cielo, y la hierba, y el dorso de sus manos, y el reloj de la torre en la distancia, intentando descubrir si algo había cambiado. Quentin se alejó hasta el borde del bosque para orinar y, cuando volvió, Janet hablaba de alguien llamada Emily Greenstreet.

—¡No me digas que la conociste! —exclamó Eliot.

—Yo, no. Pero ¿te acuerdas que en primer curso compartí habitación con la estúpida de Emma Curtis? Bien, pues resulta que su primo vive en Los Ángeles, cerca de mis padres. Lo vi durante las vacaciones y me contó toda la historia.

—¿En serio?

—Y ahora vas a contárnosla a nosotros —aseguró Josh.

—Es un secreto. No podéis decírselo a nadie.

—Emma no era una estúpida —protestó Josh—. Y aunque lo fuera, estaba buenísima. Por cierto, ¿te pagó la tintorería cuando te vomitó encima de aquel vestido? —Estaba tumbado de espaldas contemplando el cielo, no parecía importarle si el hechizo había funcionado o no.

—No, no me pagó nada. Y ahora se ha ido a Tajikistán o algo así para salvar no sé qué especie de saltamontes en peligro. Estúpida.

—¿Quién es Emily Greenstreet? —preguntó Alice.

—Emily Greenstreet es… —Janet hizo una pausa teatral, saboreando el satisfactorio chismorreo que iba a compartir— la primera persona en ciento cincuenta años que se marchó voluntariamente de Brakebills.

Las palabras flotaron y se deshicieron en el cálido aire veraniego como el humo de un cigarrillo. Hacía calor en medio del Mar, sin una sombra que los cobijase, pero eran demasiado perezosos para moverse.

—Llegó a Brakebills hace ocho años. Creo que era de Connecticut, pero no de la Connecticut glamurosa, la del dinero y los Kennedy, sino la de la enfermedad de Lyme. Vino de New Haven, Bridgeport o un pueblucho así. Era tranquila, con aspecto de ratoncita…

—¿Cómo sabes qué aspecto tenía? —interrumpió Josh.

—No la interrumpas, quiero oír la historia —protestó Alice, dándole un manotazo en el brazo. Estaban tumbados sobre una manta a rayas, colocada encima de los restos de la arena de Josh.

—Lo sé porque me lo dijo el primo de Emma. Además, es mi historia, y si digo que tenía aspecto de ratoncita es que tenía cola y vivía en un puto queso suizo, ¿vale?

»Emily Greenstreet es una de esas chicas en las que no se fija nadie y cuyas únicas amigas son las demás chicas en las que no se fija nadie. No gustan ni disgustan a nadie. Tienen barbillas endebles, marcas de viruela o sus gafas son demasiado gruesas. Sé que estoy siendo cruel, pero ya sabéis a lo que me refiero.

»Era buena estudiante. Siempre estaba ocupada estudiando y siguió así hasta tercero, cuando finalmente se enamoró de uno de los profesores.

»Todo el mundo lo hace, claro, al menos la mayoría de las chicas. Todas nos enamoramos de un profesor, pero normalmente es un cuelgue pasajero y termina pronto, y acabamos enamorándonos de algún chalado de nuestra edad. Pero no nuestra Emily. Ella estaba profunda, apasionada, desesperadamente enamorada, un amor fatal a lo Cumbres borrascosas. Se quedaba junto a su ventana toda la noche, le hacía pequeños dibujitos en clase, contemplaba la luna y lloraba, hacía pequeños dibujitos de la luna en clase y lloraba.

»Se volvió malhumorada y deprimida. Empezó a vestirse de negro, escuchar música de los Smith y leer a Camus en el francés original. Sus ojos se hundieron progresivamente y las bolsas bajo ellos se agrandaron. Empezó a pasar más tiempo en el Aullido.

Todos gruñeron. El Aullido era una fuente del Laberinto. Su nombre oficial era la fuente de Van Pelt, en honor a un decano del siglo XVIII, pero representaba a Rómulo y Remo mamando de las ubres de una loba, de ahí lo de «el Aullido». Era el lugar de reunión preferido por los góticos y los arty.

—Ahora tenía un Secreto con ese mayúscula. Irónicamente, eso la hacía más atractiva para los demás porque querían averiguar de qué Secreto se trataba. Y claro, no pasó mucho tiempo hasta que un chico, alguien profundamente desgraciado, se enamorase de ella.

»Ese amor no era correspondido, dado que ella guardaba el suyo para el profesor Sexy, pero aquello hizo que se sintiera jodidamente bien, ya que nadie se había enamorado nunca de ella. Incluso flirteaba en público, con la esperanza de que su verdadero amor los viera y se sintiera celoso.

»Vayamos con el tercer vértice de aquel triángulo amoroso. Era de esperar que el profesor fuera completamente impermeable a los encantos de nuestra Emily, que se echara unas risas con sus colegas en la sala de profesores, y a otra cosa, mariposa. Ella ni siquiera estaba buena, pero… Puede que estuviera pasando por la crisis de la mediana edad, puede que creyera que tener un rollo con la señorita Greenstreet le devolvería parte de esa juventud desaparecida mucho tiempo atrás… En fin, ¿quién sabe? Además, el muy idiota estaba casado.

»Nunca sabremos exactamente lo que sucedió o lo lejos que llegaron, sólo que el profesor Sexy recuperó el sentido común. O quizás obtuvo lo que buscaba y después cortó por lo sano.

»No hace falta decir que, al verse abandonada por su amor, Emily se volvió más gótica, más llorosa, y más parecida a un dibujo de Gorey de lo que ya era, y que su pretendiente se enamoró todavía más y la colmó de regalos y flores, y la apoyó más que nunca.

»Quizá ya lo sepáis, yo no lo sabía, pero el Aullido era distinta de las demás fuentes del Laberinto. Los raritos de Brakebills se reunían allí precisamente por eso. Al principio no te dabas cuenta, pero al final terminabas descubriendo que cuando mirabas sus aguas no veías tu propio reflejo, sino el del cielo. Y aunque el cielo que tenías sobre tu cabeza estuviera ese día especialmente nublado, el que veías en la fuente era de un azul luminoso. O viceversa. Que no era un reflejo normal, vamos. De vez en cuando, encontrabas otros rostros que te devolvían la mirada, rostros perplejos, como si ellos estuvieran mirando el reflejo de alguna otra fuente y se sorprendieran al encontrar tu cara y no la suya. O sea, que alguien había encontrado la forma de intercambiar los reflejos de dos fuentes, pero quién, cómo y por qué, y por qué el decano no había lanzado un contrahechizo, no tengo ni idea.

Eliot resopló ruidosamente a modo de protesta.

—A mí no me mires, es lo que dice la gente —se justificó Janet—. El caso es que Emily pasaba mucho tiempo en el Aullido, fumando y llorando por sus penas de amor; de hecho, pasaba tanto tiempo que empezó a reconocer una de las caras de la fuente. Era alguien parecido a ella, alguien que también pasaba mucho tiempo en la otra fuente, la del reflejo. La llamaremos Doris. Tras cierto tiempo, Emily y Doris se reconocían de inmediato, incluso intercambiaban saludos silenciosos por… bueno, por ser amables. Doris probablemente también fuese un poco depresiva. Seguro que creían ser almas gemelas.

»Emily y Doris buscaron una forma de comunicarse. Los detalles exactos le son desconocidos a vuestra intrépida narradora. Quizá mediante signos o algo así. Si eran mensajes escritos, debían escribir delante de un espejo para que la otra pudiera leerlos, ¿no?

»No sé cómo funcionan las cosas en Aullidolandia donde vivía Doris, puede que la magia sea diferente allí. Quizá Doris le estaba tomando el pelo a nuestra Emily, o estaba harta de escuchar los lloriqueos sobre su vida amorosa; quizá Doris era una perturbada o genuinamente malvada. El caso es que un día le sugirió a Emily que si quería recuperar a su amante, el problema podía ser su aspecto. ¿Y si intentaba cambiarlo?

Un escalofrío recorrió el grupo, a pesar de que el sol seguía brillando en el cielo. Incluso Quentin sabía que utilizar la magia para alterar la propia apariencia física era algo que nunca terminaba bien. En el mundo de la teoría mágica era un punto negro: hay algo en la inextricable conexión entre tu rostro y quién eres —tu alma, a falta de una palabra mejor— que hace que el hechizo sea infernalmente difícil y fatalmente impredecible. Cuando Quentin llegó por primera vez a Brakebills se preguntó por qué alumnos y profesores no eran ridículamente guapos. Miraba a los chicos y chicas con defectos físicos. —Gretchen y su pierna, o Eliot y su mandíbula torcida— y se preguntaba por el motivo de que no arreglaran sus defectos, como hacía Hermione con sus dientes en la serie de Harry Potter. La verdad era que siempre terminaba en desastre.

—Pobre Emily —dijo Janet con un suspiro—. Cuando anotó el hechizo que le mostró Doris en el reflejo de la fuente, creyó haber encontrado la técnica secreta que nadie más había descubierto. Era elaborada y costosa, pero podía funcionar. Tras unas cuantas semanas de preparativos, decidió lanzar el hechizo en su habitación.

»¿Cómo creéis que se sintió al mirarse en el espejo y ver lo que se había hecho a sí misma? —Casi podías descubrir una nota de genuina simpatía en la dura voz de Janet—. No puedo ni imaginármelo. No puedo, de verdad.

Caía la tarde y las sombras del bosque del límite oeste eran lo bastante alargadas para empezar a cubrir su manta.

—Debemos suponer que aún podía hablar, porque consiguió avisar a su enamorado de que se había metido en un lío. Éste acudió a su habitación, y tras muchos susurros preliminares a través de la cerradura, lo dejó entrar. Hay que reconocer el mérito del chico, porque a pesar de su estado se quedó con ella. Emily no dejó que acudiera a los profesores, Dunleavy era decano y la habría echado a patadas sin pensárselo dos veces.

»Así que él le dijo que no se moviera de su habitación, que no hiciera nada que empeorase todavía más las cosas, que iría a la biblioteca e intentaría encontrar algo para ayudarla.

»Volvió poco antes del amanecer. Imaginaos la escena: después de pasar la noche en blanco, los dos se sentaron en su pequeña cama con las piernas cruzadas. Ella, con su cabeza deforme; él, con ocho libros abiertos a su alrededor. El chico mezcló unos cuantos reactivos en tazas de cereales robadas del comedor, mientras ella apoyaba lo que le quedaba de frente contra la pared intentando conservar la calma. El trozo de cielo que podían ver por la ventana se iba haciendo más azul y más brillante a cada segundo, tenían que darse prisa. En aquel momento, ella debía estar más allá del pánico y el arrepentimiento, pero no más allá de la esperanza.

»Pensad en su estado mental. En cierto modo, para él lo sucedido era perfecto, su momento de gloria, su oportunidad para convertirse en un héroe salvando a la chica y conquistando su amor. O, por lo menos, ella se sentiría lo bastante agradecida como para recompensarlo con un poco de sexo. Podría demostrar sus cualidades, que ella las apreciara, lo que siempre había deseado.

»Pero, no sé… Puede que estuviera harto o que sospechase lo que había pasado, que ella había decidido correr un riesgo terrible y no precisamente por él.

»Sea como fuere, no estaba en la mejor forma posible para hacer hechicería mayor: cansado, aterrado y supongo que con el corazón un poquito roto. Quizá sólo estaba desesperado. Lanzó el hechizo reparador (por cierto, sé cuál fue, un arcano mayor del Renacimiento). Demasiada energía y demasiado descontrolada surgió de él, lanzándolo por los aires. Y allí, frente a los ojos de Emily, gritó y gritó mientras ardía envuelto en un fuego azulado. Se convirtió en un niffin.

De eso hablaba Fogg aquella noche en la enfermería, pensó Quentin. De perder el control. Aparentemente, los otros sabían lo que significaba la palabra niffin. Contemplaban inmóviles a Janet como si se hubieran convertido en piedra.

—Bueno, Emily enloqueció. Y digo que enloqueció de verdad. Montó una barricada ante la puerta y no dejó que nadie entrara hasta que apareció su amado profesor. Por entonces, claro, toda la escuela estaba despierta. Sólo puedo imaginarme cómo se sintió aquel profesor, dado que todo aquello era en parte culpa suya. No debió de sentirse muy orgulloso de sí mismo. Supongo que si el niffin no quería marcharse intentó hacer que se desvaneciera. Ni siquiera sé si lo consiguió. Creo que el poder de esas cosas no tiene límite.

»Mantuvo a todo el mundo fuera del dormitorio y compuso la cara de Emily allí mismo, lo que no debió de ser fácil. Dejando aparte cuestiones morales, tenía que ser un buen mago porque el hechizo que llegó a través de la fuente era de los más complicados. Además, cuando Emily lo lanzó también debió de trastocarlo un poco. Pero al final logró que la chica quedara razonablemente presentable, aunque dicen que no era lo que fue. No es que quedara deformada ni nada de eso, no, sólo… diferente. Si no la conocías de antes, ni siquiera te dabas cuenta.

»Y eso es más o menos todo. Ni siquiera puedo imaginar qué le dijeron a los padres del chico. Dicen que pertenecía a una familia de magos, así que es posible que les contaran una parte de la verdad. La versión oficial, ya sabéis.

El silencio fue largo. En la lejanía repicó la campana de un barco que navegaba por el río. La sombra de los árboles había seguido avanzando y ya los cubría, deliciosamente fría en aquella calurosa tarde.

Alice se aclaró la garganta.

—¿Qué le pasó al profesor?

—¿No te lo imaginas? —Janet ni siquiera se molestó en ocultar su deleite—. Le dieron a elegir: dimisión y deshonra… o traslado a la Antártida, a Brakebills Sur. Adivina lo que eligió.

—¡Dios mío, era Mayakovsky! —exclamó Josh.

—Eso explica un huevo de cosas.

—¿Y qué le pasó a Emily Greenstreet? —preguntó Alice—. ¿Se fue de la escuela y ya está? —Su voz tenía un tono helado y Quentin no estaba muy seguro de dónde surgía—. ¿Qué le pasó a ella? ¿La enviaron a una escuela normal?

—Dicen que vive en Manhattan y se dedica a los negocios —explicó Janet—. Somos parte de una gran empresa, chicos, así que le ofrecieron un trabajo corporativo. No sé, consultora administrativa o algo así. Mucha magia para tapar el hecho de que no hace nada. Se sienta en su despacho y navega todo el día por la web. Creo que una parte de ella no sobrevivió a todo lo que pasó, ¿sabéis?

Janet dejó de hablar y Quentin derivó entre las nubes. Todo daba vueltas a su alrededor debido al vino, como si la Tierra se hubiera soltado de su base y se tambaleara incontrolablemente. Y al parecer no era el único en sentirse así porque cuando Josh intentó levantarse, perdió el equilibrio y cayó de culo al suelo, provocando unos cuantos aplausos.

Volvió a levantarse, respiró profundamente, dobló una rodilla y de repente dio una perfecta voltereta hacia atrás. Clavó la caída y se irguió abriendo los brazos a modo de saludo.

—¡Funciona! —exclamó—. No puedo creerlo. Retiro todo lo que dije sobre los chamanes vikingos… ¡el puto hechizo funciona!

Sí, el hechizo había funcionado, pero por alguna razón Josh era el único que sufría los efectos. Mientras recogían los restos del picnic y sacudían la manta, Josh dio vueltas por el campo saltando como un superhéroe bajo la escasa luz del atardecer.

—¡Soy un guerrero vikingo! ¡Temblad ante mi poder! ¡La fuerza de Thor y sus huestes fluye por mis venas! ¡Y me follaré a vuestra madre! ¡Meee… follaréee… a vuestraaa… madreee!

—Está en la gloria —apuntó Eliot fríamente—. Es como si hubiese cocinado algo y hubiera salido exactamente como la foto de la receta.

Josh desapareció entonando el Himno de batalla de la República, en busca de otros alumnos ante los que presumir. Janet y Eliot se dirigieron a la Casita, y Alice y Quentin a la Casa, adormilados y todavía medio borrachos.

—Alguien resultará herido —dijo Quentin—. Probablemente, él.

—El hechizo conlleva cierta resistencia al daño. Endurece la piel y el esqueleto, podría atravesar una pared de un puñetazo y seguramente ni se enteraría.

—Seguramente. Y si puede hacerlo, lo hará.

Alice parecía más tranquila de lo habitual. No fue hasta que se internaron en los oscuros callejones del Laberinto cuando Quentin descubrió que su rostro estaba surcado de lágrimas. Su corazón se encogió.

—Alice… Alice, cariño… —Se detuvo y la obligó a que se girase para mirarlo—. ¿Qué ocurre?

Ella escondió la cara en el hombro de Quentin.

—¿Por qué ha tenido que contar esa historia? ¿Por qué es así?

Quentin se sintió inmediatamente culpable por haber disfrutado del relato. Era una historia horrible, pero tenía algo irresistiblemente gótico.

—Es una chismosa —terminó por reconocer—. No le des importancia.

—¿Que no le dé importancia? —Alice le dio un empujón y se enjugó furiosamente las lágrimas con el dorso de las manos ¿Que no se la dé? Siempre pensé que mi hermano había muerto en un accidente de coche.

—¿Tu hermano? —Quentin se quedó helado—. No comprendo…

—Era ocho años mayor que yo. Mis padres me dijeron que había muerto en un accidente de coche, pero ése era él. Estoy segura

—No lo entiendo. ¿Crees que el protagonista de esa historia era tu hermano?

Ella asintió con la cabeza.

—Creo que sí. Sé que sí. —Sus ojos estaban enrojecidos por el dolor y la rabia.

—Dios, sólo es una historia. Ella no tenía forma de saberlo

—Lo sabe. —Alice siguió caminando—. Todo encaja, hasta el tiempo en que ocurrió. Y él era así. Charlie siempre se estaba enamorando de alguien. Seguro que intentó salvarla de sí misma —sacudió la cabeza amargamente—. Era así de estúpido.

—Puede que Janet no sepa que es él. Puede que no se haya dado cuenta.

—¡Eso es lo que quiere que piense todo el mundo! ¡Así nadie piensa en lo mala puta que puede llegar a ser!

Aquél era un insulto de moda en Brakebills. Quentin estaba a punto de seguir defendiendo a Janet, cuando algo encajó en su mente.

—Por eso no te invitaron a entrar en la escuela —dijo tranquilamente—. Sí, eso es. Por lo que le pasó a tu hermano.

Ella asintió con los ojos todavía desenfocados, con su incansable cerebro funcionando a toda máquina, encajando nuevas piezas en el rompecabezas.

—No querían que me pasara nada parecido. ¡Dios, ¿por qué todo el mundo es tan jodidamente estúpido?!

Se detuvieron a pocos metros de la salida del Laberinto entre las sombras que se aglomeraban allí donde los setos crecían más cercanos, como si no pudieran enfrentarse de nuevo a la luz del día. Por el momento.

—Al menos ahora ya lo sé —susurró Alice—. ¿Por qué ha contado esa historia, Q? Sabía que me haría daño. ¿Por qué quiere hacerme daño?

Él sacudió la cabeza. La idea de un conflicto interno en su pequeño grupo le hacía sentir incómodo. Quería que todo fuera perfecto. Buscó una explicación desesperadamente.

—Está amargada porque tú eres más guapa —dijo al fin.

Alice resopló.

—Está amargada porque somos felices —replicó—. Y porque está enamorada de Eliot, siempre lo ha estado. Y él no la ama.

—¿Qué? ¡Espera! —Quentin agitó la cabeza, como si por fin hubiera reunido todas las piezas del rompecabezas—. ¿Por qué iba a enamorarse de Eliot?

—¡Porque no puede tenerlo! —exclamó Alice con amargura, sin mirarlo—. Y ella quiere tenerlo todo. Me sorprende que no vaya detrás de ti. ¿Acaso crees que no se ha acostado con Josh?

Salieron del Laberinto y ascendieron las escaleras que conducían hasta la terraza trasera, iluminada por la luz amarilla que se colaba a través de las ventanas francesas y sembrada de prematuras hojas otoñales. Alice se limpió la cara como pudo, tampoco llevaba mucho maquillaje. Sumido en sus propios pensamientos, Quentin le ofreció en silencio un pañuelo para que se sonara la nariz. Ni antes ni ahora dejaba de sorprenderlo lo mucho que de misterioso y oculto tenía el mundo que lo rodeaba.