Alice

Quentin no pasó mucho tiempo en Brooklyn aquel verano, sus padres ya no vivían allí. De repente, y sin consultar con él, habían vendido su casa de Park Slope por una suma colosal y se habían mudado a una falsa mansión colonial situada en un plácido barrio de Boston llamado Chesterton, donde su madre podría dedicarse a la pintura y su padre a Dios sabía qué.

Lo más sorprendente es que no sufrió ningún trauma por verse arrancado del lugar en el que creció. Quentin buscó aquella parte de él que debía añorar su viejo barrio, pero no la encontró. Supuso que había ido renunciando a su vieja identidad y a su antigua vida poco a poco, sin darse cuenta. Gracias a eso, el corte ahora resultaba limpio y claro, y probablemente era mejor así.

La casa de Chesterton era amarilla con postigos verdes, y contaba con media hectárea de terreno tan paisajística y perfecta, que parecía una representación virtual de sí mismo. Aunque elegante y llena de detalles vagamente coloniales, la casa era tan enorme —parecía que la hubieran construido en todas direcciones, con alas adicionales, gabletes y tejados—, que parecía más hinchada que construida. Los aparatos de aire acondicionado zumbaban noche y día. El conjunto parecía más irreal de lo que ya solía parecer el mundo real.

Cuando Quentin llegó a la nueva casa para pasar las vacaciones de verano —verano en Brakebills, septiembre en el resto del mundo—, sus padres se alarmaron ante su aspecto demacrado, sus ojos vacíos y traumatizados, y su conducta angustiada. Pero su preocupación resultó ser, como siempre, lo bastante superficial como para poder manejarla fácilmente y pronto empezó a recuperar peso, gracias al gigantesco y siempre repleto frigorífico.

Al principio resultó un alivio no sentir frío, dormir todos los días y librarse de Mayakovsky, las Circunstancias y la implacable luz blanca del invierno. Pasadas setenta y dos horas, Quentin ya estaba aburrido. En la Antártida fantaseaba sobre no tener nada que hacer, excepto estar tumbado en su cama, dormir y contemplar el techo de su habitación; ahora que ya podía disfrutar de eso todo el tiempo que quisiera, se hartaba increíblemente rápido. Acostumbrado a los largos silencios de Brakebills Sur, ni tenía paciencia para las conversaciones banales ni sentía ningún interés por la televisión, para él un mero espectáculo electrónico de marionetas, una versión artificial de un mundo que ya no significaba nada. Lo que le importaba era la vida real de Brakebills —¿o era de fantasía?—, y esa vida no estaba allí.

Como hacía normalmente cuando estaba enclaustrado en casa, recurrió a Fillory. Las viejas cubiertas de las novelas, realizadas en los años setenta con su paleta psicodélica a lo Submarino amarillo, parecían más y más antiguas cada vez que las veía, y a un par de los tomos se le habían caído por lo que las utilizaba como puntos de lectura. Pero el mundo que presentaban seguía tan fresco, vital y colorista como siempre. Quentin jamás había apreciado realmente la habilidad que demostraba Plover en la segunda novela de la saga, La chica que le habló al tiempo, en la que Rupert y Helen eran abruptamente trasladados a Fillory desde sus respectivas escuelas, la única vez que los Chatwin cruzaban la frontera mágica en invierno y no en verano. Al final terminaban llegando a una época ligeramente anterior y el argumento se solapaba en parte con el de la primera entrega. Como ya conocía todo lo ocurrido en la primera novela por boca de Martin, el hermano mayor, Rupert seguía los pasos de éste y de Helen —de la primera Helen—, repitiendo los mismos pasos de El mundo entre los muros punto por punto. El chico siempre se mantenía oculto y dejaba pistas a sus hermanos, ayudándolos sin que lo supieran (el misterioso personaje conocido como el Leño resultaba ser Rupert disfrazado). Quentin se preguntó si Plover escribió La chica que le habló al tiempo únicamente para rellenar los agujeros en el argumento de El mundo entre los muros.

Entretanto, Helen se embarcaba en la búsqueda de la misteriosa Bestia Buscada de Fillory que, según la leyenda, no podía ser capturada. Si la atrapabas —dejando de lado toda lógica—, se suponía que podía concederte aquello que tu corazón más anhelase. La Bestia Buscada la arrastraba a una cacería complicada que, de algún modo, la hacía entrar y salir constantemente de los tapices encantados que adornaban la biblioteca del castillo Torresblancas, pero sólo conseguía vislumbrarla brevemente detrás de un arbusto bordado, antes de desaparecer en un parpadeo de pezuñas hendidas.

Al final, como siempre, aparecían los gemelos Ember y Umber, un par de siniestros policías rumiantes. Formaban parte de las fuerzas del bien, por supuesto, pero con una cualidad ligeramente orwelliana en su ansia por proteger Fillory: sabían todo lo que pasaba y sus poderes no tenían limites obvios, aunque raramente intervenían activamente para beneficiar a las criaturas a su cargo. En la mayoría de ocasiones se limitaban a regañar a todos los involucrados en los desastres, terminando uno las frases del otro y obligando a que todo el mundo renovase sus juramentos de fidelidad, antes de marcharse a cosechar los campos de alfalfa de algún desafortunado granjero. También devolvían a Rupert y a Helen al mundo real, a las aulas húmedas y frías de sus respectivas escuelas como si nunca las hubieran abandonado.

Quentin incluso volvió a leerse La duna errante, el quinto y último volumen de la serie (último para todo el mundo, excepto para Quentin), no precisamente su preferido. Era mucho más largo que cualquiera de los otros y tenía de protagonistas a Helen y a la menor de los Chatwin, la inteligente aunque introvertida Jane. El tono de La duna errante era distinto del de las primeras novelas: tras pasar los dos últimos tomos buscando sin éxito a su perdido hermano Martin, el habitual e indomable entusiasmo inglés de los Chatwin se veía atemperado por la melancolía. Al llegar a Fillory, las dos chicas se topaban con una misteriosa duna de arena capaz de moverse por sí misma. Ascendían por la duna y viajaban en ella por el verde paisaje filloriano hasta llegar a un desértico erial en el lejano sur, donde pasaban casi todo el resto de la novela.

En realidad no pasaba casi nada. Jane y Helen llenaban las páginas con interminables conversaciones sobre el bien y el mal, metafísica cristiana adolescente, y sobre si sus verdaderos deberes eran con la Tierra o con Fillory. Jane estaba desesperadamente preocupada por Martin, pero, como Quentin, también un poco celosa: cualquiera que fuera la ley que impedía a los Chatwin quedarse en Fillory, Martin parecía haber encontrado una forma de eludirla o bien la forma lo había encontrado a él. Vivo o muerto, había conseguido quedarse más tiempo del que le permitía su visado de turista.

Pero Helen era una rencorosa y sentía mucho desdén hacia Martin. Creía que se ocultaba en Fillory para no tener que volver a casa. Era el niño que no quería dejar el recreo o irse a la cama. Era Peter Pan. ¿Por qué no podía crecer y enfrentarse al mundo real? A ella le parecía un egoísta demasiado indulgente consigo mismo, «el más infantil de todos ellos».

Al final, las hermanas eran recogidas por un majestuoso clíper que navegaba por la arena como si fuera agua. La tripulación de la nave estaba compuesta por conejitos de gran tamaño, abiertamente adorables (los que odiaban La duna errante siempre los comparaban con los ewoks de La guerra de las galaxias) de no ser por su obsesiva y agobiante atención a los detalles técnicos que permitían la manipulación de su complejo navío.

Los conejitos les ofrecían a Helen y Jane un regalo, un conjunto de botones mágicos que podían utilizar para transportarse de la Tierra a Fillory y viceversa. Al volver a Inglaterra, Helen, en un arranque de santurronería, escondía los botones sin decirle a Jane dónde, por lo cual la pequeña la denigraba durante casi todo un verano, mientras revolvía la casa de arriba abajo sin conseguir encontrar los botones. Y con esa nota tan poco gratificante, el libro —y toda la serie— concluía.

Aunque no resultara ser el último tomo, Quentin se preguntó qué argumento habría planteado Plover en Los magos. Por una parte, se había quedado sin los Chatwin: las primeras novelas siempre presentaban dos hermanos, uno mayor, que ya había aparecido en el volumen previo, y otro más joven, nuevo para los lectores. Pero la morena y guapa Jane era la última Chatwin, la más joven. ¿La enviaría sola a Fillory? Eso rompería la pauta. Por otra, la mitad de la diversión de las novelas era descubrir cómo y cuándo llegaban los Chatwin a Fillory, porque la puerta mágica se abría única y exclusivamente para ellos. Sabías que lo conseguirían, pero siempre te sorprendías cuando lo lograban. Ahora, con los botones, podrían ir y volver a voluntad. ¿Dónde estaba lo maravilloso? Quizás Helen los había escondido por eso. Ya puestos, Plover bien podría haber creado un metro hasta Fillory.

* * *

Las conversaciones de Quentin con sus padres eran tan circulares y contradictorias que parecían teatro experimental. Por las mañanas prefería quedarse todo el tiempo posible en la cama para no desayunar con ellos, pero siempre lo esperaban. No había forma de ganar, ellos aún tenían menos cosas que hacer que él. A veces se preguntaba si llevaban a cabo un juego perverso del que sólo ellos conocían las reglas.

Cuando bajaba, los encontraba sentados ante una mesa cubierta de migas de pan, pieles de naranja y cajas de cereales. Mientras fingía interesarse por lo que decían en el Chesterton Chestnut, buscaba desesperadamente algún tema de conversación por remotamente plausible que fuera.

—¿Seguís pensando hacer un viaje a Sudamérica?

—¿Sudamérica? —Su padre lo miró sorprendido, como si hubiera olvidado que Quentin estaba allí.

—¿No ibais a viajar a Sudamérica?

—A España. Íbamos a ir a España y Portugal.

—Oh, a Portugal. Sí, claro. No sé por qué, había pensado en Perú.

—España y Portugal. Por tu madre. Hay un intercambio de artistas con la Universidad de Lisboa. Desde allí navegaremos en barco por el Tigris.

—El Tajo, querido —lo corrigió la madre de Quentin con cierto retintín—. El Tajo. El Tigris está en Iraq.

Metió una tostada con uva entre sus enormes incisivos.

—Bueno, hijo, ya lo ves. No creo que naveguemos por el Tigris en un futuro próximo. —El padre de Quentin rio a carcajadas, como si aquella idea fuera muy divertida; después hizo una pausa, para añadir, pensativo—: Cariño, ¿recuerdas aquella semana que pasamos en una casa junto al Volga?

Siguió un largo intercambio de recuerdos rusos, un dueto puntuado por significativos silencios, que Quentin interpretó como mudos recuerdos de ciertas actividades sexuales sobre las que prefería no saber nada. Aquello era más que suficiente para envidiar a los Chatwin, ellos tenían a su padre en el ejército y a su madre en el manicomio. Mayakovsky habría sabido qué hacer con aquel tipo de conversación, habría sabido qué hacer para que se callaran. Se preguntó si aquel hechizo de silencio sería difícil de aprender.

Cada mañana, alrededor de las once, la paciencia de Quentin llegaba a su límite y huía de casa para refugiarse en la relativa seguridad de Chesterton, que se negaba tozudamente a albergar el más mínimo atisbo de misterio o intriga bajo su exterior verde y autosuficiente. Nunca había aprendido a conducir, así que utilizaba la bicicleta blanca de su padre, un armatoste de los años setenta que pesaba aproximadamente una tonelada, para ir hasta el centro de la ciudad. Sin deferencia a su glorioso pasado colonial, la ciudad se regía por un conjunto de leyes draconianas que lo mantenían todo en un estado pintoresco, tan permanente como antinatural.

Como no conocía a nadie, ni tenía predilección por nada en particular, Quentin se dio una vuelta por la residencia de techos bajos y madera de alguna luminaria revolucionaria, inspeccionó una iglesia Unitaria pintada de blanco y erigida en 1766, y visitó las praderas en las que los irregulares ejércitos continentales se enfrentaron contra los bien pertrechados y bien instruidos Chaquetas Rojas, con resultados más que predecibles. Detrás de la iglesia topó con una agradable sorpresa: un adorable y semioculto cementerio del siglo XVII, un pequeño terreno cuadrado de hierba ultraverde, salpicado de húmedas hojas color azafrán y rodeado por una verja de hierro. En él se podía estar fresco y relajado.

Las lápidas estaban adornadas con cráneos alados y dedicatorias en forma de cuartetas sobre familias enteras destrozadas por la fiebre, algunas tan erosionadas que resultaban casi ilegibles. Quentin se puso en cuclillas para intentar descifrar los versos de una muy antigua, un rectángulo de pizarra azulada rajada por la mitad y semihundida en la hierba.

—Quentin…

Se irguió de inmediato. Una chica de su edad había entrado en el cementerio.

—¿Sí? —dijo con cautela. ¿Cómo sabía su nombre?

—Supongo que no creías que pudiera llegar a encontrarte —respondió insegura—. No lo creías, ¿verdad?

Ella se le acercó. En el último momento, demasiado tarde para reaccionar, comprendió que la chica no guardaría las distancias. Y no lo hizo. Lo sujetó por las solapas de su parka y lo empujó hacia atrás, hasta que su espalda chocó contra las aromáticas ramas de un ciprés. Su rostro, peligrosamente cerca del de Quentin, era una máscara de furia. Había estado lloviendo toda la noche y los árboles estaban empapados de agua.

Él resistió el impulso de resistir la embestida. No ganaría nada peleándose con una chica en pleno cementerio.

—¡Eh, eh, eh! —protestó—. Calma. Cálmate.

—Pues bien, aquí estoy —exclamó ella, intentando recuperar la compostura—. Aquí estoy y vas a tener que hablar conmigo. Vas a tener que escucharme.

Ahora que la tenía muy cerca podía ver las señales de alarma. Todo su cuerpo gritaba desequilibrio. Estaba demasiado pálida y demasiado delgada, sus ojos demasiado abiertos desesperados, y su largo cabello oscuro y lacio olía a suciedad. Llevaba un traje de estilo gótico, con los brazos envueltos en lo que parecía cinta aislante negra. También pudo ver arañazos enrojecidos en el dorso de sus manos.

Casi no la reconocía.

—Yo estuve allí y tú también —gruñó la chica, mirándolo directamente a los ojos—. Estuviste, ¿verdad? En aquel lugar. En aquella escuela o lo que fuera. Te admitieron, ¿verdad?

Entonces, recordó. Así que después de todo había estado en el Examen, como creyó en su momento, pero no había pasado el corte. La habían elegido para la primera ronda, para el examen escrito de selección.

Algo había salido mal. Se suponía que esto no debía pasar y se tomaban medidas para evitarlo, se suponía que cualquiera que hubiera suspendido el Examen, vería su mente suave y delicadamente nublada por un miembro del profesorado, y después reescrita con una coartada plausible. No era fácil, ni especialmente ético, pero los hechizos eran humanitarios y se aceptaba su necesidad. Y siempre funcionaban, excepto en este caso… o no habían funcionado del todo.

—¡Julia! —exclamó por fin. Sus rostros estaban muy próximos y pudo oler la nicotina en su aliento—. Julia, ¿qué haces aquí?

—¡No finjas conmigo! ¡No te atrevas a fingir conmigo! Estás en esa escuela, en esa escuela mágica, ¿verdad?

Quentin mantuvo una expresión neutra. Era una regla básica de Brakebills no hablar de la escuela con gente del mundo exterior, podía significar la expulsión. Pero si los hechizos de Fogg habían fallado, no era culpa suya. Y era evidente que habían fallado. La adorable cara pecosa de Julia, tan cerca de la suya, parecía mucho más vieja y su piel estaba llena de manchas. Vivía una agonía.

—Está bien, vale —aceptó a regañadientes—. Sí, estudio en esa escuela.

—¡Lo sabía! —aulló Julia triunfante, lanzando una patada contra la hierba del cementerio. Por su reacción, supo que no había estado del todo segura—. ¡Sabía que fue real, sabía que fue real! —repitió, más que nada para sí—. ¡Sabía que no fue un sueño! —añadió entre sollozos.

Quentin aspiró profundamente, ajustándose la parka.

—Escúchame, Julia —dijo amablemente, mientras ella seguía sollozando—. Se supone que no deberías recordar nada de todo eso. Se supone que si no te admiten, hacen que te olvides de todo.

—¡Pero tendrían que haberme admitido! —Lo miró con los ojos enrojecidos y la seriedad de una demente—. Se suponía que debía entrar, lo sé. Seguro que fue un error. Lo fue, créeme. —Taladró a Quentin con la mirada—. Soy como tú, puedo hacer magia de verdad. Soy como tú. Por eso no han logrado que me olvide, ¿no lo ves?

Quentin lo veía. Lo veía todo. No era extraño que estuviera tan alterada. Ese simple vistazo tras la cortina del mundo bastó para sacarla de sus casillas, ya no podía prescindir de él. Brakebills la había destrozado.

Hubo un tiempo en el que habría hecho cualquier cosa por ella. Y quizá aún deseaba hacerlo, pero no sabía qué. ¿Por qué se sentía tan culpable? Aspiró profundamente.

—No es así como funcionan las cosas. Aunque puedas hacer magia, no significa que seas más resistente a los hechizos de memoria que cualquier otro.

Ella lo contemplaba con ansiedad. Todo lo que estaba diciendo confirmaba lo que creía, lo que quería creer, que la magia era real. Él retrocedió para poner algo de distancia entre ellos, pero Julia lo sujetó por la manga.

—Oh, no, no, no, no, no —negó con una tensa sonrisa—. Quentin, no, por favor. Espera. No. Tienes que ayudarme. Por eso he venido aquí.

Alice se había teñido el pelo. Ahora tenía un aspecto seco, quemado.

—Me gustaría, Julia, pero no sé qué puedo hacer.

—Mira esto. Mira.

Ella le soltó el brazo a regañadientes, como si temiera que fuese a desaparecer o a huir en cualquier momento. Por increíble que fuera, Julia lanzó una versión bastante correcta de un hechizo óptico vasco llamado Espray Prismático de Ugarte.

Lo habría sacado de internet. En el mundo «normal» circulaba alguna información mágica genuina, sobre todo en internet, aunque enterrada entre tanta basura que difícilmente podía extraerse aunque sí utilizarse. Quentin había visto en e-Bay hasta ofertas de chaquetones de Brakebills. Era muy raro, pero no insólito, que la gente normal lograra dominar uno o dos hechizos, nada importante por lo que sabía Quentin. Los verdaderos magos los llamaban brujos encubiertos. Unos cuantos se habían forjado una carrera como magos de salón o fundado cultos que los trataban como semidioses y reuniendo congregaciones de seguidores, satanistas o bichos raros cristianos.

Julia recitó las palabras del hechizo de una forma teatral, sobreactuando, como una aficionada en una representación veraniega de Shakespeare. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Quentin miró nerviosamente la puerta del pequeño cementerio.

—¡Mira! —gritó Julia.

Mantuvo su mano alzada en actitud desafiante. El hechizo había funcionado, más o menos. Las puntas de sus dedos dejaban un rastro multicolor en el aire. Los movió como una bailarina, haciendo supuestos gestos místicos. El Espray Prismático de Ugarte era un hechizo completamente inútil. Quentin sintió una punzada cuando pensó en los meses, incluso años, que le habría costado dominarlo.

—¿Lo ves? ¡¿Lo ves?! —exigió, al borde de las lágrimas—. Lo estás viendo, ¿verdad? No es demasiado tarde para mí. No pienso ir a una universidad normal. Díselo. Diles que estoy dispuesta a ir a su escuela.

—¿Lo sabe James?

Ella negó con la cabeza.

—No lo entendería. Ya no salgo con él.

Quentin quería ayudarla, pero no podía hacerlo. Era demasiado tarde. Era mejor ser directo. «Podría haber sido yo», pensó. Casi fui yo.

—No creo que pueda hacer nada por ti —confesó—. No depende pende de mí. Que yo sepa, nunca han cambiado de opinión… no conozco a nadie que haya accedido a un segundo Examen.

Pero Alice había ido a uno sin ser invitada.

—Puedes hablar con ellos. Sé que no tienes poder de decisión, pero al menos puedes hablar con ellos. Puedes decirles que sigo aquí, ¿vale?, que estoy dispuesta a intentarlo otra vez. ¿Puedes decirles eso al menos?

Volvió a sujetarlo del brazo y él tuvo que musitar un rápido contrahechizo para deshacer el Espray Prismático, podía terminar devorando el tejido de la realidad.

—Diles que me has visto —insistió ansiosa, con los ojos llenos de esperanza—. Por favor, díselo. He estado practicando. Y tú puedes enseñarme, seré tu aprendiza. Haré todo lo que me pidas. Tengo una tía en Winchester y puedo irme a vivir con ella. ¿Qué necesitas, Quentin? —Se acercó un poco a él y sus rodillas se tocaron. A su pesar, volvió a sentir que la electricidad surgía entre ellos. Julia intentó una sonrisa insinuante y dejó que él se imaginase el resto—. Quizá podamos ayudarnos mutuamente, solías querer que te ayudase…

Quentin se enfureció consigo mismo por sentirse tentado y se enfureció con el mundo por ser como era. Tenía ganas de gritar obscenidades. Ya era bastante horrible ver a una persona tocar fondo de aquella manera, pero precisamente a ella… Podía ser cualquiera, pero no ella. «Ha visto más infelicidad de la que yo veré en toda mi vida», pensó amargamente.

—Mira, Julia… —terminó diciendo—. Si les hablo de ti, te buscarán y te borrarán la memoria. Y esta vez no fallarán.

—Que lo intenten —replicó la chica ferozmente—. ¡Ya lo intentaron antes!

Resoplaba agitadamente por la nariz.

—Al menos dime dónde está la escuela. Dime dónde estuvimos. La he estado buscando, pero no la he encontrado. Dime dónde está la escuela y te dejaré en paz.

Quentin no podía ni imaginar el lío en el que se metería, si Julia aparecía en la Casa para matricularse y decía que él la había ayudado a encontrarlos.

—Está en el estado de Nueva York, en algún lugar a orillas del Hudson, pero no sé dónde exactamente. En serio. Sólo que está cerca de West Point. Tiene un hechizo de invisibilidad y ni siquiera yo sé dónde buscarla. Pero si eso es lo que quieres, les hablaré de ti.

Sólo estaba empeorando las cosas. Quizá debería haberlo negado todo, mentir desde el principio. Demasiado tarde.

Ella lo rodeó con sus brazos, como si estuviera demasiado agotada por la desesperación para seguir de pie, y él la sostuvo. Hubo un tiempo en que aquel gesto era todo cuanto ansiaba.

—No consiguieron que me olvidara —susurró Julia en su pecho—. ¿No lo comprendes? No pudieron hacer que me olvidara, eso tiene que significar algo.

Sentía el corazón de la chica latiendo contra su pecho, y cada latido parecía decir: «Dolor, dolor, dolor». Se preguntó por qué no la habrían elegido. Si alguien debió entrar en Brakebills era ella, no él. «Esta vez le borrarán la memoria de verdad», pensó. Fogg se aseguraría de ello. En el fondo, así sería más feliz. Podría volver a su vida, a la universidad, a James. Era lo mejor.

* * *

A la mañana siguiente regresó a Brakebills. Los otros ya estaban allí y hasta se sorprendieron de que hubiera tardado tanto. La mayoría apenas aguantó cuarenta y ocho horas en sus casas. Eliot, como siempre, ni siquiera se había movido de la escuela.

En la Casita se sentían a gusto y tranquilos, y Quentin volvía a sentirse seguro. Había vuelto al lugar al que pertenecía. Eliot se encontraba en la cocina con una docena de huevos y una botella de brandy, intentando preparar unos batidos que nadie quería, pero él insistió en preparar. Josh y Janet jugaban a un estúpido juego de cartas llamado Ofensiva —el equivalente mágico del póquer—, increíblemente popular en Brakebills. Quentin solía aprovecharlo para demostrar su habilidad con los naipes y nadie quería jugar con él.

Janet aprovechó para narrar la terrible odisea de Alice en la Antártida, a pesar de que todo el mundo —excepto Quentin— ya la conocía y que la propia Alice estaba sentada junto a la ventana, leyendo un viejo herbario. Quentin había estado preocupado tras el desastre de su última conversación en Brakebills Sur, poco antes del Examen final. Pero, a pesar de que todo indicaba lo contrario, no se sintió en absoluto extraño. Su corazón se llenó de silenciosa felicidad al verla y todo fue perfecto.

—Y entonces, cuando Mayakovsky intentó darle la bolsa con grasa de oveja… ¡ella se la arrojó a la cara!

—Sólo quería devolvérsela —aclaró Alice tranquilamente desde la ventana—. Lo que pasa es que tenía tanto frío y temblaba tanto, que prácticamente me saltó de las manos. ¡Se quedó chyort vozmi!

—¿Por qué no la querías?

—No lo sé. —Cerró el libro—. Ya tenía hechos mis planes sin contar con ella. Además, estaba desnuda y quería que dejara de mirarme. De todas formas, no sabía que nos iba a dar la grasa. Ni siquiera me había preparado el Chkhartishvili.

Eso era una mentira piadosa. Quentin se dio cuenta de cuánto la había echado de menos.

—Entonces, ¿qué hiciste para mantenerte caliente? —le preguntó.

—Intenté usar algunos de esos hechizos termogenéticos alemanes, pero desaparecían cada vez que me dormía. La segunda noche me despertaba cada cuarto de hora para asegurarme de que seguía viva. Al tercer día me estaba volviendo loca, así que terminé utilizando la Bengala Miller.

—No lo entiendo —la interrumpió Josh, frunciendo el ceño—. ¿Cómo se supone que eso ayuda?

—Si la potencias un poco deja de ser eficaz, pero la energía extra que desprende no es lumínica sino calorífica.

—¿Sabes que podías haberte incinerado accidentalmente? —preguntó Janet.

—Sí. Pero cuando me di cuenta de que los hechizos alemanes no iban a funcionar, no se me ocurrió otra cosa.

—Creo que una vez te vi —apuntó Quentin—. Era de noche.

—No me extraña. Parecía la farola de una autopista.

—Una farola desnuda —apuntó Josh.

Eliot volvió de la cocina con una sopera llena de un líquido viscoso y de aspecto nada apetecible que empezó a verter en unas tazas. Alice recogió su libro y se encaminó a las escaleras.

—Espera, que ahora traigo más —le gritó Eliot, ocupado en desmenuzar un poco de nuez moscada.

Quentin no esperó. Siguió a Alice.

Al principio creyó que todo sería distinto entre Alice y él, y después que todo volvería a la normalidad. Ahora se daba cuenta de que no quería volver a la normalidad. No podía dejar de mirarla, a pesar de que ella se diera cuenta y tuviera que apartar la mirada avergonzado. Era como si se hubiera cargado eléctricamente y lo atrajera de forma incontrolable. Podía sentir su cuerpo desnudo dentro de su vestido, la olía como un vampiro huele la sangre. Quizá Mayakovsky no había conseguido eliminar todo rastro de zorro en él.

La encontró en uno de los dormitorios del piso superior. Estaba leyendo, tumbada en una de las camas gemelas. El cuarto estaba lleno de un mobiliario antiguo y extraño —una silla de mimbre con el asiento roto, un tocador con un cajón atrancado—, empapelado de un rojo oscuro que no combinaba con ninguna de las otras habitaciones de la Casa, y el techo se inclinaba en un ángulo extraño. Hacía calor y Quentin intentó abrir la ventana hasta que emitió un chirrido indignado. Se dejó caer en la otra cama.

—¿Puedes creerte que estaban aquí? La colección completa. Dentro de una caja en el lavabo. —Sostuvo en alto el libro que estaba leyendo. Increíble. Era un ejemplar de El mundo entre los muros—. Yo tenía esta misma edición. —La cubierta mostraba a Martin Chatwin entre dos mundos entrando en el reloj de su abuelo, con los pies todavía en la Tierra y su sorprendida cabeza ya en Fillory, que parecía una discoteca de los años setenta—. No había visto uno de éstos desde hacía años. Dios, ¿te acuerdas del Caballo Confortable, ese caballo de terciopelo que te podía llevar a todas partes? Cuando era pequeña, me moría por tener uno. ¿Los has leído?

Quentin no estaba seguro de si debía revelar su obsesión por Fillory.

—Puede que les echara un vistazo…

—¿Por qué sigues creyendo que puedes guardarme un secreto? —Alice sonrió, y volvió a centrarse en el libro.

Quentin cruzó las manos detrás de la cabeza, la apoyó en la almohada y contempló el techo bajo e inclinado. Aquello no iba bien. Entre ellos flotaba una sensación de hermano y hermana.

—Espera. Muévete un poco.

Cambió de cama y se acostó junto a Alice, empujándola un poco con la cadera para hacerse sitio en la estrecha cama. Leyeron unas cuantas páginas del libro juntos, con sus hombros y sus antebrazos tocándose. Quentin sentía que la cama era un tren lanzado a toda velocidad, y estaba seguro de que si miraba por la ventana vería pasar velozmente el paisaje. Ambos intentaban controlar su respiración.

—Nunca me gustó demasiado el Caballo Confortable —comentó Quentin—. Para empezar, sólo había uno. ¿Por qué no una manada en alguna parte? Además, resultaba demasiado conveniente. Es de suponer que alguien se hubiera propuesto domesticarlo, ¿no?

Ella le golpeó la cabeza con el lomo del libro. Poco delicadamente.

—Alguien malvado. No puedes domesticar al Caballo Confortable, es un espíritu libre. Además, es demasiado grande. Siempre pensé que era mecánico… que alguien lo construyó.

—¿Alguien como quién?

—No lo sé. Un mago. De todas formas, el Caballo Confortable es una cosa de chicas.

Janet se asomó a la habitación. Aparentemente, el éxodo era general abajo.

—¡Ja! —rio Janet—. No puedo creer que estéis leyendo eso.

Quentin no se movió, pero Alice se apartó unos centímetros de él instintivamente.

—¡Como si tú no lo hubieras hecho! —replicó Quentin.

—¡Claro que sí! Cuando tenía nueve años obligué a mi familia a que me llamara «Fiona» durante dos semanas enteras.

Se marchó, dejando tras ella un cómodo silencio. A medida que el aire caliente ascendía y escapaba por la ventana medio abierta, el ambiente se fue enfriando. Quentin se imaginó elevándose en el azul del cielo como una pluma invisible.

—¿Sabes que existió una familia Chatwin? —preguntó él—. En la vida real, quiero decir. Se supone que eran vecinos de Plover.

Alice asintió con la cabeza. Ahora que Janet se había ido, volvió a acercarse a Quentin.

—Es triste.

—¿Por qué?

—¿No sabes lo que les pasó?

Quentin negó con la cabeza.

—Hay un libro que trata de ese tema. La mayoría de los hijos creció para convertirse en personas muy aburridas: amas de casa, agentes de seguros y cosas así. A uno de los hijos lo mataron en la Segunda Guerra Mundial, y otro se casó con una heredera. Pero ¿sabes lo de Martin?

Quentin volvió a negar con la cabeza.

—Bueno, ¿te acuerdas cómo desaparece en el libro? Pues lo mismo. Huyó, sufrió un accidente o algo. Un día desapareció después de desayunar y no regresó nunca más.

—¿El Martin real?

—El Martin real.

—Dios, qué triste.

Intentó imaginárselo. Una familia inglesa de rostros juveniles y melenas cortas —podía imaginarse su retrato en color sepia—, con un vacío abierto en medio del grupo. El sombrío anuncio. La lenta y decorosa aceptación. El prolongado dolor.

—Me hace pensar en mi hermano —dijo Alice de repente.

—Lo sé.

Lo miró fijamente, con dureza, y él le devolvió la mirada. Era cierto, lo sabía.

Se incorporó sobre un codo para mirarla desde una cierta altura. En el aire que los separaba se arremolinaron excitadas motas de polvo.

—Cuando era pequeño —comentó lentamente—, incluso cuando ya no era tan pequeño, envidiaba a Martin.

—Lo sé —respondió ella, sin poder evitar una sonrisa.

—Creía que lo había conseguido. Ya sé que se supone que su desaparición es una tragedia, pero para mí había reventado la banca, había vencido al sistema. Logró quedarse en Fillory para siempre.

—Lo sé, te entiendo. —Apoyó una mano en su pecho—. Eso es lo que te hace distinto del resto de nosotros, que sigues creyendo realmente en la magia. ¿Te das cuenta de que ahora ninguno de nosotros cree en ella? Quiero decir, sabemos que la magia es real, existe, pero tú crees realmente en ella, ¿verdad?

—¿Acaso es algo malo? —preguntó nervioso.

—Sí, Quentin, es algo malo —respondió, sonriendo todavía más ampliamente.

Él la besó, suavemente al principio. Se levantó y cerró la puerta.

Así empezó todo. En realidad había empezado mucho antes, por supuesto. Al principio creyeron que no podrían seguir adelante, que alguien o algo los detendría. Cuando no sucedió nada, cuando vieron que no tenía consecuencias, perdieron el control: se arrancaron la ropa tosca, frenéticamente, no sólo locos de deseo el uno por el otro, sino locos de deseo por perder el control. Fue como una fantasía. El sonido de sus respiraciones y el susurro de sus ropas resonaban como truenos en el pequeño y, hasta entonces, casto dormitorio. Sólo Dios sabía lo que estarían oyendo allá abajo. Él la presionaba para ir más allá, ver si ella estaba tan dispuesta como él, averiguar lo lejos que estaba dispuesta a llegar y lo lejos que le dejaba llegar a él. Ella no sólo no lo detuvo, sino que también lo presionó, incluso más allá de sus expectativas. No era su primera vez, ni siquiera su primera vez con Alice técnicamente hablando, pero sí fue distinta. Esta vez era sexo humano, real y mucho mejor porque no eran animales, sino seres humanos civilizados, y remilgados, y cohibidos, que se transformaban en bestias desnudas, y sudorosas, y lujuriosas, y no mágicamente porque, a cierto nivel, lo deseaban, lo habían estado deseando desde hacía mucho tiempo.

Intentaron ser discretos —en público apenas se dirigían la palabra—, pero los otros lo sabían y siempre encontraban excusas para dejarlos solos. Quentin y Alice las aprovechaban, probablemente aliviados al ver que la tensión entre ellos por fin había desaparecido. A este respecto, que Alice deseara a Quentin tanto como él la deseaba a ella, le pareció tan milagroso como tantas cosas desde que llegara a Brakebills e incluso más difícil de creer, aunque no tuviera otro remedio que hacerlo. Su amor por Julia había sido pasivo, un impulso peligroso que lo remitía al frío y desierto Brooklyn; el amor de Alice era mucho más real, y lo ligaba a su nueva vida, su vida real en Brakebills. Allí y a ningún otro lugar. No era una fantasía, sino algo de carne y hueso.

Y ella lo comprendía. Parecía saberlo todo sobre Quentin, lo que pensaba y sentía, a veces incluso antes que él, y lo quería a pesar de ello… lo quería por ello. Colonizaron sin miramientos el piso superior de la Casita, y sólo salían del dormitorio por asuntos indispensables, dejando bien claro que los intrusos se verían expuestos a intensas demostraciones de amor mutuo, maltrato verbal, y la visión de toda clase de ropa interior desperdigada por los suelos.

* * *

No fue el único acontecimiento milagroso de aquel verano. Los tres Físicos mayores se graduaron en Brakebills, incluido Josh, a pesar de sus malas notas. La ceremonia oficial tendría lugar la semana siguiente, una ceremonia privada a la que el resto del grupo no estaba invitado. Por tradición, a los graduados se les permitía permanecer en Brakebills el resto del verano, pero después se verían arrojados al mundo exterior.

Quentin estaba aturdido por ese giro de los acontecimientos. Todos lo estaban. Era difícil imaginarse la vida en Brakebills sin ellos, apenas habían hablado de lo que harían después; al menos, no con Quentin presente.

No era algo de lo que alarmarse. La transición de Brakebills al exterior estaba bien organizada. Existía una extensa red de magos operando en el mundo y, siendo también magos, no corrían peligro de morirse de hambre. Podían hacer más o menos lo que les apeteciera mientras no interfiriera con el trabajo de los demás, el verdadero problema era descubrir lo que te apetecía. Algunos de los alumnos terminaban en servicios públicos —promocionando silenciosamente el éxito de causas humanitarias, manipulando sutilmente el equilibrio de distintos ecosistemas enfermos o participando en el gobierno de la sociedad mágica tal y como era—; otros se decantaban por la investigación: muchas escuelas de magia —aunque no Brakebills— ofrecían programas de estudios para posgraduados y concedían varios títulos avanzados. Unos cuantos incluso se matriculaban en universidades normales, no mágicas. Las aplicaciones de la ciencia convencional a las técnicas mágicas, especialmente la química, era un campo muy solicitado. ¿Quién sabía qué exóticos hechizos podías crear utilizando los nuevos elementos transuránicos?

—He pensado en comentarle el tema al dragón del Támesis —soltó despreocupadamente Eliot una tarde. Estaban sentados en el suelo de la biblioteca, hacía demasiado calor para las sillas.

—¿Con quién? —preguntó Quentin, desconcertado.

—¿Crees que te recibirá? —se interesó Josh.

—Si no lo intento, nunca lo sabré.

—Un momento, un momento —interrumpió Quentin—. ¿Quién o qué es el dragón del Támesis?

—Pues el dragón del Támesis —repitió Eliot—. Ya sabes, el dragón que vive en el Támesis. Seguro que tiene un nombre, un nombre de dragón, pero dudo que podamos pronunciarlo.

—¿Qué estáis diciendo? —Quentin miró a su alrededor en busca de ayuda—. ¿Un dragón de verdad? ¿Estáis diciendo que los dragones existen de verdad? —Nunca sabía si Eliot hablaba en serio o le estaba tomando el pelo.

—¡Vamos, Quentin! —se burló Janet. Habían llegado a la fase de Ofensiva donde se lanzaban cartas a un sombrero. A falta de uno, utilizaban una ensaladera de la cocina.

—Hablo en serio.

—¿De verdad no lo sabes? ¿Es que no te has leído el McCabe? —Alice lo miró incrédula—. Lo tenía Meerck en su clase.

—Pues no, no he leído el McCabe —aseguró Quentin. No sabía si sentirse furioso o excitado—. Podías haberme dicho que los dragones existían.

—Nunca surgió el tema.

Aparentemente sí, los dragones existían aunque eran raros. La mayoría eran dragones de agua, criaturas solitarias que raramente ascendían hasta la superficie y que pasaban la mayor parte del tiempo durmiendo enterrados bajo el fango del lecho. Todos los ríos importantes tenían uno —no más— y, al ser inteligentes y prácticamente inmortales, tendían a repartir toda suerte de perlas de sabiduría. El dragón del Támesis no era tan sociable como el del Ganges, el del Misisipí o el del Neva, pero sí mucho más inteligente e interesante. El Hudson tenía un dragón propio que pasaba la mayor parte del tiempo en un profundo y oscuro remolino a un par de kilómetros de Brakebills, pero hacía casi un siglo que nadie lo veía. El dragón más grande y más viejo conocido era uno blanco y colosal que vivía enroscado en un enorme acuífero de agua potable bajo la capa de hielo antártica y que en toda la historia registrada nunca había hablado con nadie, ni siquiera con uno de su propia especie.

—¿En serio crees que el dragón del Támesis va a darte consejos sobre tu carrera futura? —preguntó Josh.

—No lo sé —reconoció Eliot—. Los dragones son muy raros con esas cosas. Tú quisieras preguntarles sobre temas profundos, de dónde viene la magia, si existen seres extraterrestres o cuáles son los siguientes diez números primos de Mersenne; en cambio, ellos sólo quieren jugar a las damas chinas.

—Me encantan las damas chinas —exclamó Janet.

—Vale, entonces quizá deberías ir tú a hablar con el dragón del Támesis —respondió Eliot, irritado.

—Quizá lo haga —dijo ella alegremente—. Creo que tendríamos muchos temas de que hablar.

* * *

Quentin tuvo la impresión de que los Físicos se estaban enamorando unos de otros, no sólo Alice y él. Por la mañana dormían hasta tarde, por las tardes se bañaban en la piscina o navegaban por el Hudson, interpretaban los sueños de los demás o debatían detalles insignificantes de la técnica mágica: discutían sobre las distintas intensidades y resonancias de sus resacas, y competían acaloradamente sobre quién era capaz de hacer la observación más aburrida. Josh se enseñaba a sí mismo a tocar el piano que tenían en el piso superior y se tumbaban en la hierba escuchando su titubeante versión de Heart and Soul, una y otra y otra vez. En teoría tenía que ser aburrido pero no lo era, no sabían por qué.

A aquellas alturas contaban con la complicidad del mayordomo, Chambers, que regularmente les suministraba botellas especiales de la bodega de Brakebills, atestada y necesitada de espacio libre. Eliot era el único que poseía sofisticados conocimientos de enología, e intentaba inculcárselos a los demás, pero Quentin toleraba poco el alcohol y por principios se negaba a escupirlo, así que siempre terminaba borracho por las noches y olvidaba lo que fuera que se suponía que debía aprender. Al día siguiente tenía que volver a empezar de cero. Cada mañana, al despertar, le parecía imposible que pudiera beber una sola gota más de alcohol, pero esa convicción se evaporaba hacia las cinco de cada tarde.