Quentin llevaba preguntándose por el misterio del cuarto curso desde que había llegado a Brakebills. Todo el mundo lo hacía. Los hechos básicos eran de conocimiento común: cada año, por septiembre, la mitad de los alumnos de cuarto desaparecía rápida y misteriosamente de la Casa en mitad de la noche. Los desaparecidos reaparecían a finales de diciembre mucho más delgados, agotados y meditabundos, sin dar la menor explicación sobre su ausencia. Se consideraba de mal gusto comentar nada al respecto. Volvían a mezclarse con los residentes de Brakebills y eso era todo. El resto del cuarto curso desaparecía en enero y regresaba a finales de abril.
El primer semestre del cuarto curso llegaba a su fin, y Quentin no había conseguido descubrir absolutamente nada de lo que ocurría durante esa ausencia. El secreto del lugar al que iban y de lo que hacían allí —o de lo que les hacían a ellos— se mantenía increíblemente bien guardado. Incluso los alumnos que no se tomaban en serio Brakebills se mostraban apasionadamente firmes en ese punto: «Tío, no pienso hacer una sola broma al respecto, así que no quiero que me preguntes nada de ese tema…».
El desastre de la Bestia había alterado la planificación del año anterior. El contingente regular de alumnos de cuarto se marchó durante el primer semestre, pero el grupo del segundo semestre —que incluía a Eliot, Janet y Josh— terminó el año en Brakebills como si fuera un curso normal. Cuando especulaban sobre el tema, se llamaban a sí mismos los Perdonados. Aparentemente, fuera lo que fuese lo que el profesorado les reservaba durante esa desaparición, ya era bastante malo sin tener que añadir la amenaza de un carnívoro interdimensional.
Ahora, todo había vuelto a la normalidad. Ese año la mitad del cuarto curso había partido en las fechas señaladas junto a un puñado de estudiantes de quinto. Los diez Perdonados se dividieron en dos grupos de cinco. Ya fuera accidental o calculadamente, los Físicos partirían todos juntos en enero.
Ése era un tema habitual de conversación en torno a la maltrecha mesa de billar de la Casita.
—Te hago una apuesta —propuso Josh un domingo de diciembre por la tarde. Estaban combatiendo la resaca con vasos de Coca-Cola y enormes cantidades de bacón—. Te apuesto lo que quieras a que nos llevan a un colegio normal, a alguna escuela estatal elegida al azar, en la que tendremos que leernos Cannery Row, de Steinbeck, y debatir sobre la Ley del Timbre. Y al segundo día, Eliot estará en el cuarto de baño llorando, suplicando que le devuelvan su foie-gras y su vino francés mientras algún cachas lo sodomiza con un stick de hockey.
—Mmm, ¿ésa es tu fantasía gay? —preguntó Janet.
—Lo sé de buena fuente. —Eliot intentó que la bola blanca saltara por encima de la 8, pero falló y embocó las dos, lo que tampoco pareció importarle demasiado—. Yo creo que el enigma de cuarto es una tapadera, una patraña para asustar a los pusilánimes. Nos pasaremos todo el semestre en la isla privada que tiene Fogg en las Malvinas, contemplando la infinitud del multiverso en finos granos de arena blanquísima mientras sus coolies nos sirven ron y tónicas.
—No creo que tengan coolies en las Malvinas —observó Alice tranquilamente—. Ha sido una república independiente desde 1965.
—Entonces, ¿por qué todo el mundo vuelve tan delgado? —preguntó Quentin.
Janet y Eliot jugaban al billar, mientras el resto estaba tumbado en los sofás Victorianos. El salón era lo bastante pequeño como para que, de vez en cuando, tuvieran que apartarse a un lado para evitar el extremo de los tacos de billar.
—Eso es por culpa de bañarse en pelotas.
—Oh, oh, oh —se burló Janet.
—Seguro que Quentin es bueno en eso —apuntó Josh.
—A tu gordo culo le iría bien que te bañases en pelotas.
—Yo no quiero ir —se empeñó Alice—. ¿No puedo conseguir una dispensa médica o algo así, como cuando permiten que los jóvenes cristianos no acudan a las clases de educación sexual? ¿A nadie más le preocupa?
—Oh, yo estoy aterrorizado. —Si Eliot bromeaba, no mostraba el menor signo de ello. Le colocó la bola blanca a Janet. Estaba decorada con cráteres lunares trompe-l’oeil para que pareciera la luna—. No soy tan fuerte como vosotros. Soy débil. Soy una delicada florecilla.
—No te preocupes, delicada florecilla —dijo Janet entre risas. Lanzó su bola sin apartar la mirada—. Sufrir curte.
* * *
Fueron por Quentin una noche de enero.
Sabía que sería de noche, siempre advertían la desaparición de los de cuarto durante el desayuno. Debían de ser las dos o las tres de la mañana, pero cuando la profesora Van der Weghe llamó a su puerta, se despertó instantáneamente. El sonido de su ronca voz europea resonando en la oscuridad le recordó su primera noche en Brakebills, cuando lo acompañó hasta su cama tras el Examen.
—Ha llegado la hora, Quentin —informó—. Vamos al tejado. No traigas nada.
Se puso las zapatillas y salió de su cuarto. En las escaleras se topó con una fila de alumnos silenciosos y somnolientos.
Nadie pronunció una palabra cuando la profesora Van der Weghe los condujo a través de una puerta abierta en un muro —que Quentin habría jurado que el día anterior era sólido—, situada entre un par de óleos de tres metros de altura mostrando veleros del siglo XIX navegando entre tormentas. Eran quince alumnos —los diez de cuarto y cinco de quinto— que arrastraban los pies sobre los oscuros escalones de madera, todos con el pijama azul marino de Brakebills. A pesar de las órdenes de Van de Weghe, Gretchen se aferraba a un osito de peluche negro además de a su bastón. La profesora mantuvo abierta una trampilla de madera para que salieran al tejado.
Éste formaba una larga, estrecha y ventosa franja que por ambos lados caía abruptamente al vacío. Tenía un borde extraño, recorrido por una pequeña verja de hierro que no ofrecía la menor protección o seguridad; es más, si pretendías apoyarte en ella tenía la altura perfecta para destrozarte las rodillas. El frío era cortante y las rachas de viento no ayudaban en nada. Hasta el cielo parecía congelado, iluminado por una luna casi llena y cubierto de nubes altas que el viento arrastraba velozmente.
Quentin se estremeció. Nadie había abierto la boca todavía, ni siquiera cruzado miradas. Era como si aún estuviesen medio dormidos y una sola palabra pudiera destrozar aquel delicado sueño. Incluso los otros Físicos eran como extraños.
—Quitaos los pijamas —ordenó la profesora Van der Weghe.
Obedecieron sin rechistar. Todo era tan surrealista, que tenía perfecto sentido que chicos y chicas se desnudaran a la vez en medio de aquel frío glacial sin un ápice de vergüenza. Más tarde, Quentin recordaría que Alice incluso apoyó una cálida mano en su hombro desnudo para no perder el equilibrio mientras se quitaba los pantalones del pijama. No tardaron en estar desnudos y tiritando. Las luces del campus titilaban bajo ellos con la negrura del bosque como telón de fondo.
Algunos de los alumnos seguían aferrando sus pijamas con ambas manos, pero Van der Weghe ordenó que los tiraran al suelo. Quentin lanzó el suyo con violencia y desapareció más allá del borde, pero ella no intentó impedirlo. No importaba. Recorrió la fila, aplicándoles con el pulgar una generosa cantidad de una pasta blanca en la frente y en los hombros a medida que pasaba frente a ellos. Cuando hubo terminado, volvió a recorrer la fila en sentido contrario revisando su trabajo, asegurándose de que se mantuvieran firmes. Finalmente, soltó una sola y áspera sílaba.
Al instante, un enorme peso cayó sobre los hombros de Quentin, obligándolo a inclinarse hacia delante. Se agachó, intentando resistirse, luchar contra él, erguirse de nuevo. ¡Lo estaba aplastando! Un aguijonazo de pánico recorrió todo su cerebro —¡la Bestia había vuelto!—, pero no, esto era distinto. Mientras se doblaba, sintió que sus rodillas se plegaban contra su vientre, se fundían con él. ¿Por qué no los ayudaba la profesora Van der Weghe? Quentin estiró más y más el cuello hacia delante sin poder evitarlo. Era un sueño grotesco, horrible. Quería vomitar, pero no podía. Los dedos de los pies se fundían y fluían, los de las manos se alargaban y extendían enormemente, y algo blando y cálido surgía de sus brazos y de su pecho recubriéndolo por completo. Sus labios se alargaron grotescamente y se endurecieron. La estrecha cinta del tejado se alzó a su encuentro.
De repente, el peso desapareció. Seguía agachado en el tejado gris, respirando pesadamente, pero ya no sentía frío. Miró a Alice y Alice lo miró a él. Pero ya no era Alice. Se había convertido en un enorme ganso gris. Y él también.
Van der Weghe volvió a recorrer la fila. Cogió a cada alumno por turno con ambas manos y lo lanzó al aire desde el tejado. Todos ellos, a pesar del shock —o quizás a causa de él—, abrieron las alas por reflejo y capturaron el aire antes de estrellarse contra las copas de los árboles de abajo. Uno a uno alzaron el vuelo en la noche.
Cuando llegó su turno, Quentin graznó para protestar. Las manos de Van der Weghe le resultaban duras, temibles y ardientes a pesar de la protección de sus plumas. Se cagó encima de pánico. Pero, de repente, se encontró en el aire y cayendo. Extendió las alas y las batió intentando recuperar altitud, hasta que el aire lo sostuvo. Era imposible que no lo hiciera.
El nuevo cerebro de ganso de Quentin no era dado a la reflexión. Sus sentidos sólo captaban un puñado de estímulos clave, pero muy, muy agudamente. Aquel cuerpo estaba hecho para sentarse o volar, no mucho más, y Quentin estaba de humor para volar. Para ser sincero, deseaba volar más que ninguna otra cosa que hubiera deseado jamás.
Sin consciencia o esfuerzo aparente, sus compañeros y él adoptaron la clásica formación en forma de uve irregular, con una alumna de cuarto llamada Georgia ocupando el vértice. Georgia era hija del recepcionista de un vendedor de coches de Michigan, y estaba en Brakebills en contra de la voluntad de su familia. A diferencia de Quentin, le había confesado a sus padres la verdadera naturaleza de Brakebills y, como recompensa por su honestidad, esos padres intentaron llevársela de la escuela. Gracias a un sutil hechizo de Fogg, los padres de Georgia terminaron creyendo que su hija acudía a un instituto vocacional para adultos problemáticos. Ahora, Georgia —cuya disciplina era una oscura rama de Curación, análoga en cierta forma a la endocrinología—, que solía llevar su rizada melena negra recogida con un pasador en forma de caparazón de tortuga, los guiaba hacia el sur, batiendo vigorosamente sus recientemente adquiridas alas.
Cualquiera hubiera podido liderar la bandada. Quentin era vagamente consciente de que, aunque había perdido la mayor parte de su capacidad cognitiva en la transformación, había descubierto un par de sentidos nuevos. Uno tenía que ver con el aire: podía percibir la dirección y velocidad del viento, así como la temperatura ambiental, tan nítidamente como un torbellino de humo en un túnel de viento. Ahora, el cielo le parecía un mapa tridimensional de corrientes y remolinos: los cálidos lo alzaban amistosamente, mientras que los fríos provocaban peligrosas zambullidas. Podía captar el picor de los distantes cúmulos intercambiando estallidos de cargas eléctricas positivas y negativas. El sentido direccional de Quentin también se había agudizado, hasta el punto que le parecía tener una brújula perfectamente calibrada flotando en aceite dentro de su cerebro.
Podía captar caminos y raíles invisibles extendiéndose en la lejanía y en todas direcciones. Eran las líneas de fuerza magnética de la Tierra, y Georgia los guiaba a lo largo de uno de esos raíles en dirección sur. Al amanecer, volaban a un kilómetro y medio de altura, y a una velocidad de noventa kilómetros por hora, adelantando a los coches que circulaban bajo ellos por la autopista Hudson.
Atravesaron el cielo de Nueva York, una pétrea incrustación chisporroteante de calor y chispazos eléctricos, exudando una flatulencia tóxica. Siguieron la costa durante todo el día, pasando por Trenton y Filadelfia. En unas ocasiones sobrevolaban el mar, en otras, campos helados, deslizándose siempre entre los gradientes de temperatura, aguijoneados por las corrientes ascendentes, cambiando de corriente en corriente cuando una se agotaba para seguir impulsándose con la siguiente. Se sentía fantástico. Quentin ni siquiera pensaba en detenerse. No podía creerse lo fuerte que era y cuántos aleteos almacenaba en los músculos de su pecho. No podía contenerse. Tenía que hablar de ello.
—Honk —graznó—. Honk, honk, honk, honk, honk, honk, honk.
Sus compañeros asintieron.
Quentin se veía arrastrado adelante y atrás dentro de la uve de una manera ordenada, más o menos como la rotación de un equipo de voleibol. A veces descendían y descansaban, alimentándose en un embalse, en la mediana de una autopista o en un terreno mal drenado de un parque de oficinas del extrarradio de cualquier ciudad (los errores de paisaje eran oro puro para los gansos). Con cierta frecuencia compartían aquellos inapreciables pedacitos de naturaleza con otros gansos que, sintiendo su transformada naturaleza, los miraban con cortés diversión.
Quentin no podía asegurar cuánta distancia habían cubierto. Cierta vez captó una formación de tierra que le pareció familiar, e intentó calcular el tiempo y la distancia. Si volaban a tal y tal velocidad, y la bahía de Chesapeake estaba a tantos kilómetros al sur de Nueva York, entonces los días que debían de haber pasado desde… ¿desde cuándo exactamente? Su cerebro se negaba tercamente a completar las operaciones matemáticas que le indicarían el tiempo o la distancia. No bailaban a su ritmo. El cerebro avícola de Quentin no tenía el hardware necesario para manejar números, ni estaba interesado en el resultado que podían dar esos números.
Volaron hacia el sur lo suficiente como para que el clima se tornara perceptiblemente más cálido. Siguieron viajando sobre los cayos de Florida; pequeños pedazos de tierra seca y dura que apenas emergían del incesante regazo turquesa; después cruzaron el Caribe, pasando por Cuba más al sur de lo que se atrevería cualquier ganso cuerdo; sobrevolaron el canal de Panamá, provocando sin duda que algún estudioso ornitólogo agitara su cabeza incrédulo al contemplar la pequeña uve mientras anotaba ceremoniosamente el dato en su cuaderno de campo.
Pasaron días y semanas, quizá meses y años. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Quentin nunca había experimentado una paz y una satisfacción como aquélla. Olvidó su pasado humano, olvidó Brakebills, y Brooklyn, y a James, y a Julia, y a Penny, y al decano Fogg. ¿Para qué recordarlos? Él ni siquiera tenía ya un nombre, ni identidad individual, y tampoco los quería. ¿De qué servían los artefactos humanos? Era un animal. Su trabajo consistía en convertir plantas e insectos en músculo, grasa y plumas, y volar y volar devorando kilómetro tras kilómetro. Sólo servía a sus compañeros de bandada, al viento, y a las leyes darwinianas. Y servía a cualquier fuerza que le permitiera planear a lo largo de los invisibles raíles magnéticos, siempre hacia el sur, sobre las pedregosas costas de Brasil, sobre los picos más altos de los Andes y más tarde sobre el extenso océano Pacífico. Jamás había sido tan feliz.
Aunque cada vez resultaba más duro. Amerizaban cada vez menos y en lugares más exóticos, amplios parajes que debían de haber sido previamente elegidos para ellos. Cuando volaba a más de dos kilómetros y medio de altura sobre los rocosos Andes, sintiendo su estómago vacío y el dolor de sus músculos pectorales, si algo centelleaba en un bosque a ciento cincuenta kilómetros de distancia, estaba seguro de que pasarían por encima de un campo de fútbol recién regado o de una piscina abandonada en alguna mansión abandonada de un señor de la guerra sudamericano, donde el agua de lluvia había disuelto el picante olor químico del cloro hasta hacerlo casi desaparecer.
Tras el largo interludio tropical volvía a hacer frío. Brasil dio paso a Chile y sus pampas patagónicas batidas por el viento. Ahora formaban una bandada flaca, con sus reservas de grasa prácticamente agotadas, pero ninguno de ellos se rindió o dudó un solo segundo mientras seguían avanzando de forma suicida hacia el sur, del cabo de Hornos al terrible caos azulado del estrecho de Magallanes. La invisible autopista que seguían no giraba de forma brusca.
Ya no era una bandada pletórica y ruidosa. Quentin miró una vez hacia el ala opuesta de la uve y vio el negro ojo de Janet ardiendo con furiosa determinación. Pasaron la noche en una milagrosa barcaza a la deriva en las profundas aguas del pasaje de Drake, cargada de sabrosos manjares: berros, alfalfa y tréboles. Cuando la inhóspita orilla gris de la Antártida apareció en el horizonte, no la vieron con alivio sino con una colectiva resignación. No existía un nombre en el lenguaje ganso para aquel país, porque los gansos nunca llegaban hasta allí o, si lo hacían, jamás regresaban. Podía ver cómo las líneas magnéticas convergían en un punto, como los trazos que indican la longitud en un mapa convencional del globo terráqueo. La uve de Brakebills volaba alta, con las olas grises meridianamente claras extendiéndose a través de tres kilómetros de aire seco y salado.
En lugar de playa, vieron una costa de peñascos desmenuzados, atestados de extraños e ininteligibles pingüinos; después, hielo blanco, el cráneo congelado de la Tierra. Quentin estaba agotado. El frío desgarraba su cuerpecito, colándose entre su chaqueta de plumas. Ya no sabía qué lo mantenía en movimiento; sólo que si uno de ellos caía, todos se rendirían, plegarían sus alas y se zambullirían en la blanca nieve que los devoraría felizmente.
Entonces, el raíl que seguían se dobló como la varita de un zahorí, se anguló hacia abajo y ellos lo agradecieron, aceptaron perder altitud a cambio de mayor velocidad y el bendito alivio de no tener que esforzarse en mantener la altura con sus alas doloridas. Quentin vio una casa de piedra erigida en medio de la nieve, una anomalía extraña en aquella monótona llanura. Era un lugar construido por el hombre, y normalmente Quentin lo hubiera temido, se hubiera cagado sobre él, y después alejado y olvidado.
Esta vez, no. El sendero terminaba allí, enterrándose en uno de los muchos tejados nevados de la casa de piedra. Ya estaban lo bastante cerca como para que Quentin pudiera ver a un hombre de pie en uno de ellos sosteniendo un largo báculo, esperándolos. El instinto de alejarse de él era fuerte, pero el cansancio y por encima de todo la lógica magnética del sendero resultaban todavía más fuertes.
En el último segundo ahuecó las doloridas alas, captando el aire como una vela, agotando los últimos restos de energía cinética y amortiguando su caída. Rebotó ligeramente contra el tejado nevado y permaneció allí, boqueando en la tenue atmósfera. Sus ojos estaban apagados. El humano no se había movido. Bueno, que le dieran. Podía hacer lo que quisiera con ellos: desplumarlos, limpiarlos, rellenarlos y asarlos. A Quentin ya no le importaba nada, excepto disfrutar de uno de los benditos y escasos momentos de descanso para sus doloridas alas.
El hombre pronunció una extraña sílaba con sus labios pálidos y sin pico, y golpeó el tejado con la base de su báculo. Quince adolescentes pálidos y desnudos aparecieron en la nieve bajo el blanco sol polar.
* * *
Quentin despertó en un dormitorio, sin ser consciente de que había estado durmiendo casi veinticuatro horas seguidas. Sentía el pecho y los brazos magullados y doloridos; se miró las manos rosadas, humanas, con rechonchos dedos sin plumas, y se tocó la cara con ellos. Suspiró y se resignó a ser de nuevo humano.
La habitación estaba escasamente amueblada y todo en ella era blanco: las sábanas, las paredes, el basto pijama que llevaba puesto, la cabecera metálica de la cama, las zapatillas que le esperaban en el frío suelo de piedra… Gracias a una pequeña ventana cuadrada, Quentin comprobó que se encontraba en un segundo piso. La vista era de campos nevados bajo un cielo blanco que se extendía hasta el horizonte, una abstracta línea blanca sin sentido a una distancia imposible de calcular. Dios mío, ¿dónde se había metido?
Se aventuró por el pasillo, todavía con el pijama y una delgada bata que encontró colgada de un gancho tras la puerta del dormitorio. En la planta baja descubrió un salón tranquilo y espacioso con techo de madera, idéntico al comedor de Brakebills, pero con un aire diferente, más similar a un refugio alpino. Una larga mesa con bancos ocupaba la mayor parte de la longitud del salón.
Quentin se acomodó en uno de los bancos. Un hombre estaba sentado en uno de los extremos de la mesa y contemplaba sombrío los restos de un desayuno espléndido. Era alto pero cargado de espaldas, con un cabello rubio rojizo, unos ojos de un azul pálido y acuoso, una fina mandíbula y un poco de estómago. Su ropa parecía mucho más blanca y suave que la de Quentin.
—Te he dejado dormir —le dijo—. La mayoría de los otros se despertó hace rato.
—Gracias.
Quentin cambió de posición en el banco para quedar frente a él. Buscó un tenedor limpio entre los platos y las fuentes.
—Estás en Brakebills Sur. —La voz del hombre era extrañamente átona pero con un ligero acento ruso, y no miraba directamente a Quentin mientras hablaba—. Estamos a ochocientos kilómetros del polo Sur. Volasteis sobre el mar de Bellinghausen desde Chile, atravesando una región llamada Tierra de Ellsworth. A esta parte de la Antártida la llaman la Tierra de Marie Byrd. El almirante Byrd le puso el nombre de su esposa.
Se rascó la despeinada melena casi inconscientemente.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Quentin. No creyó necesario ser formal, dado que ambos iban en pijama. Y las croquetas frías de patata estaban increíblemente deliciosas. No se había dado cuenta de que estuviera tan hambriento.
—Les he dado la mañana libre. Comenzaremos las clases por la tarde.
Quentin, con la boca llena, asintió.
—¿Qué tipo de clases? —logró mascullar.
—¿Qué tipo de clases? —repitió el hombre—. Aquí, en Brakebills Sur aprenderéis magia. ¿O creías que ya lo estabas haciendo con el profesor Fogg?
Preguntas como aquélla confundían a Quentin, así que decidió ser sincero.
—Sí, lo creía.
—Estáis aquí para interiorizar los mecanismos esenciales de la magia. Creías… —su acento lo convirtió en greías— que estabas aprendiendo magia. Medzhik. Sólo has estado practicando a Popper y memorizando sus conjugaciones, declinaciones y modificaciones. ¿Cuáles son las cinco Circunstancias Terciarias?
—Altitud, Era, Posición de las Pléyades, Fase de la Luna y Estanque de Agua más cercano.
—Muy bien —dijo el otro en tono sarcástico—. Magnífico. Eres un genio.
Quentin decidió no dejarse provocar, aunque para ello tuvo que esforzarse al máximo. Aún disfrutaba de la emoción de haber sido un ganso. Y de las croquetas.
—Gracias.
—Has estado estudiando magia igual que un loro recita a Shakespeare, como si recitases el juramento a la bandera… pero sin comprender lo que decías.
—¿Ah, no?
—No. Para convertirte en mago tendrás que hacer algo muy distinto —explicó el hombre. Se notaba que dominaba aquel discurso—. No puedes estudiar magia, no puedes aprenderla. Debes ingerirla, digerirla. Debes fundirte con ella. Y ella contigo.
»Cuando un mago lanza un hechizo, no revisa mentalmente las Circunstancias Mayores, Menores, Terciarias y Cuaternarias. No mira su alma para determinar la fase de la Luna, y el agua más cercana, y la última vez que se limpió el culo. Cuando desea lanzar un hechizo, simplemente lo lanza. Cuando desea volar, simplemente vuela. Cuando quiere lavar los platos, simplemente los lava.
El hombre susurró algo, dio unos rítmicos golpecitos en la mesa, y los platos sucios comenzaron a apilarse ruidosamente movidos por una fuerza invisible.
—Necesitas algo más que memorizar, Quentin. Debes aprender los principios de la magia con algo más que tu cerebro. Debes aprenderlos con tu sangre, con tu hígado, con tu polla. —Se cogió el escroto con una mano por encima del pijama y lo sacudió una vez—. Enterraremos el mecanismo del lanzamiento de hechizos tan profundamente en tu ser que siempre lo tendrás, dondequiera que te encuentres y siempre que lo necesites, no sólo cuando lo hayas estudiado para un examen.
»Esto no va a ser una aventura mística, Quentin. El proceso será largo y doloroso, y humillante, y muy, muy aburrido. —Prácticamente gritó las últimas palabras—. Es una tarea que necesita silencio y aislamiento. Ésa es la razón de vuestra presencia aquí. No disfrutaréis del tiempo que paséis en Brakebills Sur, ni os animaré a que lo intentéis.
Quentin escuchó en silencio. No le gustaba especialmente aquel hombre que hablaba con demasiada libertad de su pene y cuyo nombre aún no sabía. Apartó ese detalle de su mente, y se concentró en su envarado y agotado cuerpo.
—¿Y cómo hago eso? —murmuró Quentin—. Aprender cosas con mi hígado o con lo que sea.
—Es muy duro. No todo el mundo lo hace. No todo el mundo puede hacerlo.
—Ajá. ¿Qué pasará si no lo consigo?
—Nada. Volverás a Brakebills, te graduarás y serás un mago de segunda fila el resto de tu vida. Muchos lo hacen. Probablemente nunca te darás cuenta. Incluso el hecho de que hayas fallado aquí estará más allá de tu comprensión.
Quentin no tenía intención de dejar que eso le pasara, aunque se le ocurrió que probablemente nadie querría que le pasara y, hablando estadísticamente, tenía que pasarle a alguien. Las croquetas ya no sabían tan deliciosas. Dejó el tenedor.
—Fogg me dijo que eres bueno con las manos —comentó el hombre, transigiendo un poco—. Hazme una demostración.
Quentin todavía sentía los dedos rígidos y doloridos tras haberse convertido en alas, pero cogió un cuchillo afilado que parecía decentemente equilibrado, lo limpió cuidadosamente con una servilleta y lo sostuvo entre el anular y el meñique de la mano izquierda. Lo hizo girar entre ellos, dedo tras dedo hasta el pulgar, y lo lanzó hasta casi tocar el techo —todavía girando, dejando que pasara cuidadosamente entre dos vigas— con la intención de que al caer se clavara en la mesa, entre los dedos corazón y anular de su abierta mano izquierda. Lo hizo sin mirar, manteniendo contacto visual con su «público» para conseguir el máximo efecto.
El compañero de mesa de Quentin cogió una barra de pan y tendió el brazo para que el cuchillo se clavara en ella al caer. Lanzó el pan y el cuchillo despectivamente sobre la mesa.
—Corres riesgos estúpidos —dijo el hombre, gélidamente—. Ve a reunirte con tus amigos. Creo —greo— que los encontrarás en el tejado de la torre oeste —señaló una puerta—. Empezaremos al atardecer.
«Vale, míster Alegrías —pensó Quentin—. Tú eres el jefe».
Se levantó. El extraño hizo lo mismo y se dirigió en otra dirección. Tenía el aspecto de alguien defraudado.
* * *
Brakebills Sur era exactamente igual a la Casa de Brakebills, piedra a piedra, tablón a tablón. En cierto modo resultaba tranquilizador, aunque también incongruente, encontrar una casa de campo inglesa del siglo XVIII en medio de la desierta inmensidad de la Antártida. El tejado de la torre oeste era amplio, redondeado y pavimentado con pulidas losas de piedra, un muro también de piedra rodeaba el borde. Estaba expuesto a los elementos, pero algún tipo de hechizo mantenía el recinto cálido, húmedo y protegido del viento… o casi protegido. Quentin pudo sentir un profundo frío anidando bajo la calidez, en alguna parte. El aire era tibio, pero el suelo, el mobiliario, todo lo que tocaba, parecía frío y húmedo. Era como estar en un cálido invernadero en pleno invierno.
Tal como le habían prometido, todo el grupo de Brakebills se encontraba allí dividido en grupitos de tres o cuatro alumnos, bañados por la espectral luz antartica, contemplando el paisaje nevado y hablando en voz baja. Parecían distintos. Su cintura era más estrecha, y sus hombros y pecho más sólidos, más anchos. Durante su viaje al sur habían perdido grasa y creado músculo. Su mandíbula y sus pómulos eran mucho más definidos. Alice parecía más adorable, más demacrada… y más perdida que nunca.
—Honk honk honkonk honk… honk —graznó Janet al verlo. Los demás rieron y Quentin tuvo la impresión de que no era la primera vez que hacía la misma broma.
—Eh, tío —lo llamó Josh, intentando parecer despreocupado—. ¿Este lugar te ha agilipollado o qué?
—No parece tan malo —respondió Quentin—. ¿Es hora de bañarse desnudos?
—Eso sería pasarse de la raya —dijo Eliot pesimista, tampoco probablemente por primera vez—. De todas formas, ya estuvimos todos desnudos.
Llevaban pijamas idénticos. Quentin se sintió como el interno de un manicomio. Se preguntó si Eliot echaba de menos a su pareja secreta, quienquiera que fuese entonces.
—Abajo me he encontrado con la enfermera Ratched —dijo. Los pijamas no tenían bolsillos y Quentin buscó dónde meter las manos—. Me soltó todo un discurso sobre lo estúpido que soy y lo desgraciado que me hará sentir aquí.
—Estabas dormido durante nuestra pequeña charla de bienvenida. Es el profesor Mayakovsky.
—¿Mayakovsky? ¿Como el decano Mayakovsky?
—Es su hijo —aclaró Eliot—. Siempre me pregunté qué le había pasado. Ahora ya lo sabemos.
El Mayakovsky original había sido el mejor mago de todo un grupo de profesores internacionales que llegaron a Brakebills durante los años treinta y cuarenta. Hasta entonces, allí se había impartido casi exclusivamente magia inglesa y norteamericana; pero, en los años treinta, una ola de moda «multicultural» barrió la escuela e importaron profesores de todo el mundo a un precio enorme, y cuanto más remotos, mejor: chamanes de Micronesia con faldita, magos enjutos y fumadores de pipas de agua de las cafeterías de El Cairo, nigromantes tuaregs de rostro azul del sur de Marruecos… La leyenda decía que Mayakovsky padre había sido reclutado en alguna remota aldea siberiana, un puñado de congeladas casitas soviéticas donde las tradiciones chamánicas locales se habían fusionado con sofisticadas prácticas moscovitas, llevadas hasta allí por los desterrados al Gulag.
—Me pregunto qué habrá hecho de malo para enviarlo aquí —susurró Josh.
—Quizá pidió el puesto —replicó Quentin—. Quizá le gusta estar aquí. El tipo parece a sus anchas en este escalofriante paraíso de soledad.
—Creo que tiene razón, y también creo que seré el primero en fallar —apuntó Eliot, como si estuviera teniendo una conversación distinta. En su mejilla sentía el suave picor de una incipiente barba—. Esto no me gusta nada. Me produce sarpullido. —Señaló el material de los pijamas de Brakebills Sur—. Creo que el mío tiene una mancha y todo.
—Estarás bien —lo consoló Janet, frotándole el brazo amistosamente—. Sobreviviste a Oregón. ¿Te parece esto peor que Oregón?
—Si se lo pido amablemente, puede que vuelva a convertirme en ganso.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Alice—. Nunca más. ¿Os dais cuenta de que comimos insectos? ¡Comimos insectos!
—¿Qué quieres decir con eso de «nunca más»? ¿Cómo crees que volveremos a Brakebills?
—¿Sabéis lo que me gustaba de ser ganso? —preguntó Josh—. Ser capaz de cagarme donde quisiera.
—Yo no volveré. —Eliot lanzó un guijarro blanco hacia la desolación blanca. Se volvió invisible antes de caer en ella—. Cruzaré el polo Sur y llegaré hasta Australia. O hasta Nueva Zelanda, los viñedos deben de estar madurando ahora. Algún criador de ovejas me adoptará, me alimentará con Sauvignon blanco y convertirá mi hígado en un foie-gras maravilloso.
—Quizás el profesor Mayakovsky te convierta en un kiwi —apuntó Josh animosamente.
—Los kiwis no pueden volar.
—Pues vale. El caso es que no me parece que esté dispuesto a hacernos un montón de favores —replicó Alice.
—Debe de pasar mucho tiempo solo —dijo Quentin—. Quizá deberíamos sentir lástima por él.
Janet resopló.
—¡Honk honk… honk honk… honk!
* * *
En Brakebills Sur no tenían manera de medir el tiempo. No había relojes y el sol era una fosforescencia blanca permanentemente colgada unos centímetros por encima del horizonte. Eso hacía que Quentin pensara en la Relojera y en cómo intentaba siempre detener el tiempo. Aquel lugar le hubiera encantado.
Esa primera tarde charlaron en el tejado de la torre oeste durante lo que les parecieron horas, apiñándose para afrontar unidos el extraño ambiente. Nadie pensó en descender a la planta baja, ni siquiera después de hartarse de esperar y agotar los temas de conversación, así que se sentaron en el suelo, con la espalda contra el muro de piedra, y se limitaron a contemplar la pálida y brumosa distancia, bañada por la extraña luz blanca que se reflejaba en la nieve.
Quentin apoyó la espalda contra la fría piedra y cerró los ojos. Sintió cómo Alice apoyaba la cabeza en su hombro. Podía confiar en ella. Aunque todo cambiase, siempre sería la misma. Descansaron juntos.
Más tarde —pudieron ser minutos, horas o días—, él abrió los ojos, intentó decir algo y descubrió que no podía hablar.
Algunos ya estaban en pie. El profesor Mayakovsky había aparecido en lo alto de las escaleras, con el cinturón de su albornoz blanco atado sobre su barriga. Se aclaró la garganta.
—Me he tomado la libertad de privaros del habla —anunció. Se tocó con un dedo la nuez de Adán—. En Brakebills Sur no se necesita hablar. Es lo más difícil a lo que tendréis que acostumbraros, y he descubierto que si evito que habléis durante la primera semana, eso facilita la transición. Podréis vocalizar para lanzar hechizos, pero nada más.
Los alumnos de cuarto lo contemplaron mudos. Mayakovsky parecía más cómodo, ahora que nadie podía responderle.
—Venid abajo conmigo, es hora de vuestra primera lección.
Una cosa sobre la magia que siempre había confundido a Quentin cuando leía novelas era que nunca parecía particularmente difícil. Encontrabas montones de cejas fruncidas, y libros gruesos, y largas barbas blancas, y todo ese rollo, pero cuando llegaba el momento de lanzar un hechizo —leyéndolo en un manuscrito o en la página de un libro si era demasiado complicado—, recolectabas las hierbas, movías la varita mágica, frotabas la lámpara, mezclabas los ingredientes de la poción, recitabas el hechizo y las fuerzas del más allá se encargaban del resto. Era como aliñar una ensalada o montar un mueble de Ikea: una habilidad que podías aprender. Necesitabas tiempo y esfuerzo, pero comparado con… el cálculo, por ejemplo, o con tocar el oboe… bueno, realmente no había comparación. Cualquier idiota podía hacer magia.
Quentin se sintió perversamente aliviado al descubrir que la verdadera magia era más que eso. Hacía falta talento —ese silencioso e invisible esfuerzo que sentía en su pecho cada vez que un hechizo salía bien—, pero también trabajo, mucho trabajo y muy duro. Cada hechizo tenía que ajustarse y modificarse de cien maneras según las Circunstancias —en Brakebills adornaban la palabra con una «C» mayúscula— bajo las que se lanzaba. Esas Circunstancias podían referirse a cualquier cosa: la magia era un instrumento complejo y complicado, que tenía que ser calibrado con exactitud en el contexto donde operaba. Quentin se sabía de memoria docenas de páginas de tablas y diagramas de las Circunstancias Mayores y cómo afectaban a los encantamientos. Y después, una vez que podías recitarlas de carrerilla, tenías que memorizar cientos de Corolarios y Excepciones.
Lo más parecido a la magia era un idioma. Y, al igual que un idioma, los profesores y los libros de texto trataban de sistematizarlo para poder enseñarlo, pero en realidad era algo complejo, caótico y orgánico. Obedecía a unas reglas, únicamente mientras tú te atuvieras a ellas, pero existían tantos casos especiales y tantas variaciones como reglas. Esas Excepciones estaban indicadas en filas y filas de asteriscos, dagas y demás fauna tipográfica que invitaban al lector a examinar detenidamente las muchas notas a pie de página que atestaban los márgenes de los libros de referencia, como ocurre con los comentarios talmúdicos.
La intención de Mayakovsky era que memorizasen todas aquellas minucias. Y no sólo que las memorizasen, sino que las absorbieran y las interiorizasen. Los mejores magos tenían talento, explicaba a su público cautivo y silencioso, pero también algo fuera de lo común bajo la maquinaria mental, la delicada pero poderosa correlación y verificación necesarias para acceder, manipular y manejar ese vasto cuerpo de información.
Esa primera tarde, Quentin esperaba una conferencia en toda regla; pero, en vez de eso, cuando Mayakovsky terminó de maldecir sus inútiles laringes, les mostró a cada uno de ellos lo más parecido a la celda de un monje, una pequeña habitación de piedra con una sola ventana en lo alto y llena de barrotes, una simple silla, una mesa cuadrada de madera y un estante lleno de libros de magia de referencia atornillado a un muro. Tenía el aspecto limpio e industrial de un cuarto que acabara de ser vigorosamente barrido con una escoba de mango de abedul.
—Siéntate —ordenó Mayakovsky.
Quentin obedeció. El profesor se situó frente a él como ante un tablero de ajedrez. Entre los dos había un martillo, un pedazo de madera, una caja de clavos, una hoja de papel y una cajita envuelta en una pálida vitela.
Mayakovsky le dio unos golpecitos al papel.
—El hechizo Martillo de Legrand —le dijo—. ¿Lo conoces?
Todo el mundo lo conocía, era un hechizo estándar. Aunque simple en teoría —sólo tenías que asegurarte de que el clavo atravesara la madera de un solo golpe— era extraordinariamente delicado. Existían literalmente miles de permutaciones que dependían de las Circunstancias. Lanzar un Legrand era, probablemente, más difícil que clavar el maldito clavo al estilo tradicional, pero resultaba muy útil para propósitos didácticos.
Mayakovsky le dio unos golpecitos al libro con un dedo.
—Cada página de libro describe conjunto diferente de Circunstancias. ¿Entendido? Lugar, clima, estrellas, estación… en fin, tú ya sabes. Giras página y lanzas hechizo según conjunto de Circunstancias que indique. Buena práctica. Volveré cuando termines con última página de libro. Khorosho?
A medida que el día avanzaba, el acento ruso de Mayakovsky se hacía más y más marcado, empezando por despreciar las contracciones y los artículos determinados, y terminando por comerse palabras enteras.
El profesor se marchó cerrando la puerta tras él, y Quentin abrió el libro. Alguien no muy creativo había escrito en la primera página: QUE ABANDONE TODA ESPERANZA AQUEL QUE ENTRE AQUÍ. Algo le dijo que Mayakovsky estaba al corriente de aquella inscripción, pero que no se molestaba en borrarla.
Quentin no tardó en conocer el hechizo del Martillo de Legrand mejor de lo que conociera nunca hechizo alguno. Página tras página, las Circunstancias listadas en el libro eran más y más esotéricas y rebuscadas. Lanzó el hechizo a mediodía y a medianoche, en verano y en invierno, sobre picos montañosos y a mil metros bajo la superficie de la Tierra, bajo el agua y sobre la superficie de la Luna, y a primeras horas de la tarde en medio de una ventisca que azotaba una playa de la isla de Mangareva… algo que nunca sucedería, ya que Mangareva formaba parte de la Polinesia francesa en el sur del Pacífico. Lanzó el hechizo como hombre, como mujer y una vez —¿era realmente tan importante?— como hermafrodita. Lo lanzó enfurecido, ambivalente y con amargo arrepentimiento.
Para entonces, Quentin tenía la boca completamente seca y las puntas de los dedos entumecidas. Se había golpeado el pulgar con el martillo cuatro veces, y el bloque de madera estaba atestado de clavos machacados. El chico gruñó y apoyó la cabeza contra el duro respaldo de la silla. La puerta se abrió y el profesor Mayakovsky entró, llevando en las manos una tintineante bandeja.
Dejó la bandeja sobre la mesa. En ella traía una taza de té caliente, un vaso de agua, un plato con una porción de mantequilla y una gruesa rebanada de pan, más otro vaso conteniendo dos dedos de lo que resultó ser vodka con pimienta, la mitad del cual se bebió el propio profesor antes de dejar el vaso sobre la mesa.
Cuando terminó, le soltó una bofetada a Quentin.
—Eso por dudar de ti mismo —sentenció.
Quentin se quedó contemplándolo, entre asombrado y dolorido. Levantó la mano hasta su mejilla pensando: «Este tío está completamente loco. Puede hacer con nosotros lo que le dé la gana».
Mayakovsky abrió el libro por la primera página. La pasó y señaló el reverso. En él estaba escrito otro hechizo: la Extracción de Clavos de Bujold.
—Vuelve a empezar, por favor.
Dar cera, pulir.
Cuando Mayakovsky se marchó, Quentin se levantó desperezándose. Las rodillas le crujieron. En lugar de volver a empezar, como le habían ordenado, se dirigió a la pequeña ventana para contemplar aquella especie de paisaje lunar nevado. Su monocromatismo hizo que empezase a alucinar en colores. El sol seguía inmóvil en el cielo.
* * *
Así pasó Quentin su primer mes en Brakebills Sur. Los hechizos cambiaban y las Circunstancias diferían, pero la habitación seguía siendo la misma y los días eran siempre, siempre, siempre iguales: vacíos e implacables, con interminables eriales de repeticiones. La ominosa advertencia de Mayakovsky resultaba plenamente justificada y, comprensiblemente, un tanto subestimada. Incluso durante sus peores momentos en Brakebills, Quentin tuvo la sospecha de que no se perdía nada estando allí, que los sacrificios que le exigían sus instructores, aunque grandes, palidecían si los comparaba con las recompensas de su posterior vida como mago. En Brakebills Sur, por primera vez, sentía que se estaba ganando a pulso cualquier recompensa futura.
Y comprendió el motivo de que los enviaran allí. Lo que Mayakovsky les pedía era imposible. El cerebro humano no estaba preparado para absorber aquellas ingentes cantidades de información. Si Fogg hubiera intentado imponer aquel régimen de estudios en Brakebills, se hubiera encontrado con una insurrección entre las manos.
Era difícil calcular cómo lo llevaban los demás. Se veían a las horas de comer, pero a causa de la prohibición de hablar no intercambiaban experiencias, sólo miradas y encogimientos de hombros. Nada más. Sus ojos se encontraban por encima de la mesa durante los desayunos, pero los apartaban rápidamente; los de Eliot parecían vacíos, y Quentin suponía que los suyos probablemente tenían el mismo aspecto. Incluso los rasgos de Janet, normalmente animados, ahora eran rígidos, como congelados. Ni siquiera intercambiaban notas. El encantamiento que les impedía hablar era general: sus bolígrafos tampoco podían escribir.
De todas formas, Quentin había perdido todo interés en comunicarse con los demás. En teoría, tendría que estar ansioso por cualquier contacto humano, pero la verdad es que se distanciaba cada vez más de los otros. Arrastraba los pies por los pasillos de piedra como un prisionero, de su cuarto al comedor y de allí a la solitaria aula, bajo la tediosa e imperturbable mirada del sol blanquecino. Una vez subió al tejado de la torre oeste y se encontró con uno de los otros, un chico extrovertido llamado Dale, haciendo de mimo para un público indiferente, pero ni siquiera volvió la cabeza para seguir sus movimientos. Su sentido del humor había muerto en aquella vastedad blanca.
El profesor Mayakovsky estaba seguro de lo que ocurriría. Tras las primeras tres semanas, anunció la anulación del hechizo que les impedía hablar, pero la noticia fue recibida en silencio. Nadie se había dado cuenta.
Entonces, Mayakovsky varió la rutina. La mayor parte de los días seguían peleándose con las Circunstancias y sus interminables Excepciones, pero de vez en cuando introducía otros ejercicios. En una sala vacía creó un laberinto tridimensional con anillos de alambre: los alumnos tenían que hacer levitar objetos y moverlos a través de ellos, cada vez a mayor velocidad, para agudizar sus poderes de concentración y control. Al principio utilizaron canicas, pero después pasaron a bolas de acero apenas más pequeñas que la circunferencia de los anillos. Cuando una de las bolas rozaba un anillo, saltaba una chispa, y el lanzador del hechizo recibía una sacudida eléctrica.
Más tarde tuvieron que guiar luciérnagas a través del mismo laberinto, valiéndose para ello de su propia fuerza de voluntad. Se observaban unos a otros en silencio, sintiendo envidia por los éxitos ajenos y desprecio por los fallos. El régimen los había dividido y enemistado. Janet era particularmente mala en aquellos ejercicios, ya que tendía a sobrecargar a sus luciérnagas, hasta el punto que empezaban a crepitar en pleno vuelo y se consumían en una nube de humo y cenizas. Mayakovsky le indicaba mediante un gesto casi imperceptible que volviera a comenzar, mientras lágrimas de muda frustración recorrían el rostro de la chica. Aquella tortura podía durar horas, nadie abandonaba la sala hasta que todos y cada uno completaba el ejercicio. Más de una vez durmieron allí.
A medida que pasaban las semanas, fueron profundizando cada vez más en ciertas áreas mágicas para las que Quentin nunca creyó tener suficientes agallas. Transformaciones, por ejemplo. Aprendieron a desmontar y a analizar sintácticamente el hechizo que los convirtiera en gansos (gran parte del truco consistía en prescindir de parte de su masa, almacenarla y después restaurarla de nuevo). Pasaron una tarde hilarante convertidos en osos polares recubiertos de capas y más capas de piel y grasa, trotando torpemente en manada sobre la compacta nieve y azuzándose inofensivamente con gigantescas zarpas amarillentas. Sentían el cuerpo torpe y demasiado pesado, lo que provocaba constantes encontronazos accidentales. Más hilaridad.
Mayakovsky no le gustaba a nadie, pero era evidente que no se trataba de ningún fraude. Podía hacer cosas que Quentin jamás habría soñado en Brakebills, cosas que no creía que se hicieran en el mundo real desde hacía siglos. Una tarde les mostró un hechizo —aunque no les permitió practicarlo— que revertía el flujo de la entropía. Destrozó una esfera de cristal y la restauró, como si rebobinara una película. Hizo estallar un globo de helio y después lo reconstruyó con los mismos átomos de helio en su interior, extrayéndolos incluso del interior de los pulmones de los espectadores que los habían inhalado. Utilizó alcanfor para asfixiar a una araña —sin mostrar ningún remordimiento— y después, frunciendo el ceño por el esfuerzo, la resucitó. Quentin miró cómo aquella cosita se movía en círculos sobre la mesa, traumatizada, realizando aturdidas maniobras, para terminar retirándose a un rincón, encorvada y nerviosa, mientras Mayakovsky simplemente cambiaba de tema.
Cierto día, más o menos a mitad del semestre, Mayakovsky anunció que por la tarde tendrían que transformarse en zorros árticos. Era una elección extraña; ya que habían probado con diversos mamíferos y no era más complicado que convertirse en gansos. Pero ¿por qué discutir? Ser un zorro ártico podía ser divertido. En cuanto cambiaron, Quentin salió disparado sobre sus cuatro ágiles patas. Su cuerpecito de zorro era tan veloz y sus ojos estaban tan cerca de la nieve, que era como volar en un avión a ras del suelo. Las pequeñas crestas de nieve eran como montañas y peñascos. Saltaba por encima de ellas, las rodeaba o directamente las atravesaba. A veces, aunque intentase esquivarlas, su velocidad hacía que resbalase y se estrellase contra ellas, convirtiéndolas en enormes penachos de nieve. Entonces, el resto de los alumnos se lanzaba sobre él, gañando, aullando y chasqueando.
Resultó ser un sorprendente estallido de alegría colectiva. Quentin había olvidado que fuera capaz de sentir tal emoción, de la misma forma que un espeleólogo perdido cree que nunca más verá un rayo de sol, que es una ficción cruel. Se persiguieron mutuamente en círculos, jadeando, correteando y comportándose como idiotas. Sí, fue muy divertido. A pesar de su estúpido cerebro en miniatura, Quentin estaba seguro de reconocerlos a todos en sus nuevas formas. Aquel con los dientes torcidos era Eliot, el blanco azulado más gordito tenía que ser Josh, y el espécimen pequeño y sedoso de grandes ojos era Alice.
En un momento dado el juego evolucionó espontáneamente. Empujar un pedazo de hielo con las garras y el hocico lo más rápido posible tenía algo de irresistible. La función del juego no estaba muy clara aparte de eso, pero lo empujaron frenéticamente o empujaron al que lo estaba empujando antes que ellos, y seguían empujando hasta que otro les empujaba a ellos.
Pero los zorros árticos no sólo podían fanfarronear por la agudeza de sus ojos, su hocico también era increíble. La nueva nariz de Quentin era una obra maestra del arte sensorial. Era capaz de reconocer a sus compañeros por el olor de su piel, incluso en medio de la refriega; y poco a poco un olor se fue imponiendo por encima de los demás, un olor acre, almizcleño, que probablemente se parecía más al de la orina de gato que al de un ser humano, pero que para un zorro era como una droga. En medio de la refriega captaba sus destellos cada pocos minutos, y cada vez atraía toda su atención, sacudiéndolo como un pez atrapado en un anzuelo.
De repente, el juego perdió cohesión. Quentin seguía, pero cada vez menos compañeros jugaban con él. Eliot desapareció entre las dunas de nieve en un santiamén. La manada se redujo a diez ejemplares, después a ocho. ¿Dónde se metían? El cerebro zorruno de Quentin aulló. ¿Qué diablos era aquel aroma tan jodidamente increíble que seguía embriagándolo? Ahí estaba otra vez. Logró localizar la fuente del olor y enterró su sensible hocico en aquella piel porque, por supuesto, la poca consciencia que le quedaba había sabido todo el tiempo que quien exhalaba aquel aroma era Alice.
Aquello iba contra las reglas, pero quebrantar las reglas era mucho más divertido que seguirlas fielmente. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Los otros jugaban de una forma cada vez más violenta e incontrolada —ya ni siquiera le hacían caso al pedazo de hielo— y el juego se desintegraba en pequeñas parejas de zorros peleándose, de la misma forma que él con Alice. Sus instintos y sus hormonas estaban dominándolo, apoderándose de él, ahogando lo poco que quedaba de su mente humana racional.
Clavó sus colmillos en la gruesa piel del cuello de Alice. No pareció hacerle daño o, por lo menos, no en una forma fácilmente distinguible del placer. Una urgencia demente se apoderó de él y no tenía forma de controlarla; o probablemente sí, pero ¿para qué? No tenía sentido controlarse, era como intentar controlar los impulsos humanos hacia los que su pequeño cerebro de zorro no sentía sino desprecio.
Captó un chispazo de terror en los oscuros ojos de Alice, antes de que los entrecerrara de placer. Sus alientos se expandían en el aire como nubecillas blancas para desaparecer a continuación rápidamente. El blanco pelaje de Alice era suave y áspero al mismo tiempo, y emitía pequeños gañidos cada vez que se introducía más profundamente dentro de ella. Quentin no quería controlarse.
La nieve ardió bajo ellos, brillando como un lecho de ascuas. Estaban ardiendo y dejaron que el fuego los consumiera.
* * *
A un observador imparcial, el desayuno del día siguiente no le hubiera parecido distinto del de otros días. Todos volvían a arrastrar los pies, embutidos en sus blancos y holgados uniformes de Brakebills Sur, volvían a sentarse sin mirarse o hablar entre ellos y volvían a comerse lo que les servían. Pero a Quentin le daba la impresión de caminar sobre la Luna, de dar pasos gigantescos a cámara lenta en medio de un silencio ensordecedor, con el vacío rodeándolo y un público televisivo de millones de espectadores. No se atrevía a mirar a nadie. Y menos que a nadie, a Alice.
Ella se sentaba frente a él, tres lugares a la izquierda, impasible e imperturbable, tranquilamente concentrada en su comida. No podía ni imaginarse lo que pasaba por su cabeza, pero sí por la cabeza de todos los demás. Estaba seguro de que todos sabían lo que había pasado. ¡Por el amor de Dios, había ocurrido a campo abierto, a la vista de todos! ¿O tal vez todos estaban haciendo lo mismo? ¿Todos habrían buscado pareja? Notó que se ruborizaba. Ni siquiera sabía si ella era virgen cuando… O si, de haberlo sido, seguiría siéndolo en su forma humana.
Todo resultaría mucho más sencillo si comprendiera lo ocurrido, pero no era así. ¿Estaba enamorado de Alice? Intentó comparar lo que sentía por ella con lo que había sentido por Julia, pero las dos emociones eran mundos aparte. Las cosas se habían desmadrado, eso era todo. No fueron ellos, sino sus cuerpos de zorro. Nadie tenía que tomárselo demasiado en serio.
Mayakovsky se sentó en la cabecera de la mesa con aspecto petulante. «Sabía lo que pasaría», pensó Quentin, furioso, apuñalando su pedazo de queso con el tenedor. Encierra a un puñado de adolescentes en la Fortaleza de la Soledad durante un par de meses, mételos de repente en los cuerpos de unos mamíferos estúpidamente cachondos y suéltalos. Era lógico que se volvieran locos.
Cualquiera que fuese la pervertida satisfacción personal que Mayakovsky obtuviera de lo sucedido, durante la semana siguiente resultó obvio que también había sido una lección práctica de cómo manejar al personal, porque Quentin volvió a aplicarse en sus estudios mágicos con la concentración de alguien desesperado por evitar encontrarse con los ojos de otro o pensar en lo realmente importante: sus sentimientos por Alice. ¿Quién había tenido realmente sexo con ella sobre el hielo, el zorro o él? De vuelta a la trituradora, tuvo que luchar contra Circunstancias y Excepciones, y mil mnemotecnias diseñadas para obligar a que el blando tejido de su sobresaturado cerebro se empapase de mil triviales tablas de datos.
Cuando la reducida paleta cromática del mundo antártico terminó por hipnotizarlos, todos cayeron en una especie de trance colectivo tribal. La nieve del exterior reveló brevemente una baja cadena de pizarra oscura, el único rasgo topográfico distintivo en un mundo inacabablemente llano y monótono, y los alumnos la contemplaron como si fuera un espectáculo televisivo. A Quentin le recordó el desierto de la Duna Errante. —¡Dios, no pensaba en Fillory desde hacía siglos!—, y se preguntó si el resto del mundo, de su vida anterior, había sido solamente un sueño morboso. Cuando intentaba imaginarse el mundo, siempre resultaba ser enteramente antártico, una esfera en la que aquel continente monocromático se había metastatizado como un cáncer helado.
Se volvió un poco loco. Todos lo hicieron, aunque en formas diferentes. Algunos se obsesionaron con el sexo. Sus funciones cerebrales más altas estaban tan entumecidas y agotadas, que se convirtieron en animales desesperados por cualquier clase de contacto, de comunicación que no implicara la palabra. Quentin se topo con ese grupo un par de veces; se unían en combinaciones aparentemente arbitrarias, en un aula vacía o en el dormitorio de alguien, formando cadenas semianónimas con sus blancos uniformes a medio quitar o amontonados en el suelo, los ojos vidriosos y aburridos mientras empujaban, se agitaban o bombeaban, pero siempre en silencio. Vio a Janet tomar parte en una de aquellas reuniones. Las fiestas eran tanto para ellos como para todo el que quisiera sumarse, pero Quentin nunca se unió a ningún grupo, ni siquiera se quedaba a contemplar el espectáculo, sólo daba media vuelta y se marchaba sintiéndose superior, y también extrañamente furioso. Quizá sólo se enfurecía porque algo en su interior le impedía participar, pero se sintió desproporcionadamente aliviado al no ver nunca a Alice.
Pasó el tiempo, o eso le pareció a Quentin ateniéndose a la teoría más que a la práctica, porque no vio muchos signos de ello, a menos que contase la extraña parafernalia de bigotes y barbas en los rostros de sus compañeros, incluso en el suyo. Adelgazaba más y más por mucho que comiera, y su estado mental evolucionó de un estado hipnótico a otro alucinado. Cosas pequeñas, minúsculas se sobrecargaban de significado —un guijarro, una escoba, una mancha oscura en una pared blanca…— para minutos después disiparse como si nunca hubiera existido. En ciertas ocasiones, estando en clase, llegó a ver criaturas fantásticas entremezcladas con los demás —un enorme y elegante insecto-palo que sobresalía por encima del respaldo de una silla, un gigantesco lagarto de piel callosa y acento alemán cuya cabeza ardía con un fuego blanquecino…—, aunque después nunca estaba seguro de si sólo los había imaginado. Una vez creyó ver al hombre cuya cara ocultaba la rama, la Bestia en persona… No resistiría mucho más.
Una mañana, tras el desayuno, Mayakovsky anunció que al semestre le quedaban dos semanas y que ya era hora de que pensaran seriamente en el examen final. La prueba era simple: tendrían que ir caminando de Brakebills Sur al polo Sur. La distancia era de unos ochocientos kilómetros. No les daría ni comida, ni mapa, ni ropa. Deberían protegerse y alimentarse por sí mismos mediante la magia. Volar estaba fuera de cuestión, era obligatorio viajar a pie y con la forma de seres humanos, no valía transformarse en osos, pingüinos o algún animal que tuviera una resistencia natural al frío. La cooperación entre estudiantes estaba prohibida. Podían tomárselo como una carrera, si les apetecía, aunque no tenían un tiempo límite mínimo. Eso sí, el examen no era obligatorio.
Dos semanas no era tiempo suficiente para prepararse adecuadamente, pero bastaba para que la decisión pendiera sobre ellos como una espada de Damocles. ¿Sí o no? ¿Dentro o fuera? Mayakovsky les advirtió que las medidas de seguridad serían mínimas. Él haría lo que pudiera para seguirles el rastro, pero no podía garantizar que, si fallaban, llegara a tiempo de rescatar sus lamentables e hipotérmicos culos.
Había mucho que tener en cuenta. ¿Sería un problema las quemaduras solares? ¿La ceguera de la nieve? ¿Debían endurecer la planta de sus pies o intentar crear alguna especie de zapatilla deportiva mágica? ¿Había alguna forma de conseguir de la cocina la grasa de cordero que necesitaban para lanzar el Calor Envolvente de Chkhartishvili? Y si la prueba no era obligatoria, ¿por qué presentarse? ¿Y si no la superaban? Sonaba más a un ritual que a un examen final.
* * *
La última mañana antes de la prueba, Quentin se levantó temprano con la idea de infiltrarse en la cocina y reunir algunos componentes para sus hechizos. Había decidido competir, quería saber si era capaz de sobrevivir al reto. Así de sencillo.
La mayoría de los armarios de las vajillas estaban cerrados —seguro que no era el primer alumno que había pensado en ello—, pero consiguió llenarse los bolsillos con harina, un tenedor de plata y unos brotes de ajo que de algo le servirían, aunque en ese momento no sabía exactamente de qué. Bajó las escaleras.
Alice le estaba esperando en el rellano entre dos pisos.
—Tengo que preguntarte algo —anunció, con un tono de seca determinación—. ¿Estás enamorado de mí? Si no lo estás, no importa… pero quiero saberlo.
Soltó todo su discurso de corrido, pero no pudo evitar que la última frase se convirtiera en un simple susurro.
Ni siquiera le había mirado a los ojos desde la tarde en que se convirtieran en zorros. Tres semanas por lo menos. Ahora estaban juntos, abyectamente humanos, pisando el suave pero helado suelo de piedra. ¿Cómo podía una persona que no se había lavado o cortado el pelo en cinco meses parecer tan hermosa?
—No lo sé —respondió. Su voz sonó rasposa por la falta de uso. Las palabras eran más terroríficas que cualquier hechizo que hubiera lanzado—. Quiero decir, que se supone que debería saberlo, pero no lo sé. Sinceramente, no lo sé.
Intentó adoptar un tono más frívolo, más ligero, pero no pudo. Todo él se sentía pesado. En ese momento, cuando más lúcido debiera estar, no tenía ni idea de si estaba mintiendo o diciendo la verdad. Todo el tiempo que había pasado estudiando allí, todo lo que había aprendido, ¿y ni siquiera sabía eso? Les fallaba a los dos, a Alice y a sí mismo.
—Está bien —dijo ella, con una rápida sonrisa que tensó los ligamentos que sostenían el corazón de Quentin en su pecho—. No creo que lo estés, pero me preguntaba si me mentirías.
Él se sentía perdido.
—¿Se supone que debía mentir?
—Está bien, Quentin. Estuvo bien. El sexo, quiero decir. Cuando pasan cosas como ésa, te das cuenta de que a veces tienes derecho a disfrutar de algo bonito, ¿no crees?
Ella lo salvó de tener que responder al ponerse de puntillas y besarlo suavemente en los labios. Los tenía secos y rasposos, pero la punta de su lengua era blanda y cálida. Creyó que era lo más cálido del mundo.
—Intenta no morir —le advirtió.
Alice le dio unas palmaditas en la mejilla y desapareció por las escaleras en la penumbra del anterior amanecer.
* * *
Tras aquella terrible experiencia, el examen resultó casi frustrante. Partieron por separado y a intervalos regulares para desalentar la colaboración. Mayakovsky hizo que Quentin se quitase toda la ropa —adiós a la harina, al ajo y al tenedor de plata— y que después caminara desnudo hasta más allá de los hechizos protectores que mantenían a un nivel soportable la temperatura de Brakebills Sur. Al traspasar el invisible perímetro, el frío le golpeó con una crudeza más allá de lo imaginable. Todo el cuerpo de Quentin se contrajo espasmódicamente como si hubiera sido arrojado a un charco de queroseno ardiendo. El aire le desgarró los pulmones. Se dobló sobre sí mismo con las manos en las axilas.
—Feliz viaje —dijo Mayakovsky, lanzándole una bolsa llena de algo gris y grasiento. Grasa de cordero—. Bogs’vami.
Lo que fuera. Quentin era consciente de que apenas tenía unos segundos antes de que sus dedos se embotaran lo suficiente como para impedirle lanzar hechizos. Abrió la bolsa, metió las manos en ella y tartamudeó el Calor Envolvente de Chkhartishvili. En cuanto surtió efecto, lo demás fue más fácil. Lanzó el resto de los hechizos por turno: protección del viento y del sol, velocidad, piernas fuertes y resistentes, y pies endurecidos. Después le tocó el turno al hechizo de navegación y una enorme brújula luminosa, que sólo él podía ver, apareció en el cielo blanco.
Quentin conocía la teoría de los hechizos, pero nunca los había probado todos juntos y a toda potencia. Se sintió como un superhéroe. Se sintió biónico. Estaba en marcha.
Giró hasta encarar la S de la brújula y, tras rodear el edificio que acababa de abandonar, trotó hacia el horizonte a toda velocidad, con sus pies descalzos hundiéndose silenciosamente en aquel polvo blanco. Gracias a los hechizos de fuerza y resistencia, sus muslos parecían pistones neumáticos; sus pantorrillas, puro acero; sus pies, unos zapatos de kevlar tan duros como insensibles.
Después no recordaría casi nada de la semana que siguió. Todo fue muy frío, muy desapasionado. Reducido a su esencia técnica, el examen consistió en un problema de administración de recursos: alimentación, vigilancia, protección y mantenimiento de la pequeña llama vital y la consciencia dentro de su cuerpo, mientras todo el continente antártico intentaba absorberle el calor, el azúcar y el agua que lo mantenía en funcionamiento.
Durmió muy poco y muy ligeramente. Su orina se transformó en un líquido de color ámbar oscuro antes de cesar de fluir. La monotonía del paisaje era implacable. Cada vez que coronaba una pequeña cresta, veía un paisaje idéntico al que acababa de dejar atrás, ordenado en una pauta de infinito retorno. Sus pensamientos vagaban en círculos y perdió la noción del tiempo. Canturreó el tema de la serie de Los Simpson. Habló con James y Julia. La grasa desapareció de su cuerpo y las costillas se hicieron más prominentes, como si intentaran abrirse paso a través de su piel. Debía tener cuidado, su margen de error era muy pequeño. Los hechizos que utilizaba eran potentes y muy duraderos, prácticamente tenían vida propia. Podía morir, y seguramente su cadáver seguiría corriendo hacia el polo por su cuenta.
Una o dos veces al día, a veces incluso más, una grieta azul se abría bajo sus pies y tenía que rodearla o cruzarla de un salto ayudado por la magia. En una ocasión reaccionó demasiado tarde y cayó quince metros hacia una oscuridad teñida de azul. Los hechizos protectores que circundaban su cuerpo pálido y desnudo eran tan espesos que apenas notó la caída. Se limitó a permanecer unos segundos recuperando el aliento entre dos muros helados, y después ascendió de nuevo como el Lorax, el personaje del doctor Seuss, para seguir corriendo.
Cuando su fuerza física empezó a agotarse, se apoyó en la confianza mágica lograda durante sus estudios con el profesor Mayakovsky. Ahora ya no creía que la magia funcionara por chiripa. Los mundos mágicos y físicos eran igualmente reales y presentes para él, e invocaba hechizos sencillos sin apenas ser consciente de ello. Sabía recurrir a su fuerza mágica interna de forma tan natural como recurría al salero en las comidas. Incluso había aprendido a improvisar un poco, a intuir las Circunstancias mágicas aun cuando no supiera todos los detalles. Las implicaciones eran asombrosas: la magia no era algo librado al azar, tenía forma; era una forma fractal, caótica, pero subconscientemente, tanteando a ciegas, las puntas de sus dedos mentales habían comenzado a analizarla.
Recordó una clase que les diera Mayakovsky semanas atrás y a la que, en aquellos momentos, no prestó mucha atención. En cambio ahora, mientras corría interminablemente hacia el sur por aquellas llanuras heladas, la recordó palabra por palabra.
—Sé que no os gusto. Sé que estáis hartos de verme, skraelings. —Así los llamaba, skraelings. Era una palabra vikinga que más o menos significaba «desgraciados»—. Pero si tuvierais que escucharme una vez, una sola vez en vuestras vidas, hacedlo ahora. Una vez que lleguéis a cierto nivel de fluidez como magos, empezaréis a manipular la realidad. No todos vosotros lo conseguiréis… Creo que tú, Dale, nunca lograrás cruzar ese Rubicón. Pero, para algunos de vosotros, llegará el día en que los hechizos os resulten fáciles, casi automáticos, sin apenas esfuerzo consciente.
»Cuando llegue ese cambio, sólo os pediré que sepáis a qué se debe y que seáis conscientes de ello. Para el verdadero mago no existe una línea muy marcada entre lo que sucede en el interior y el exterior de su mente. Si deseas algo, ese algo se materializa; si lo desprecias, lo destruyes. A ese respecto, un mago experto no es muy distinto de un niño o un loco. Se necesita una mente muy clara y una voluntad muy fuerte. Y muy pronto descubriréis si tenéis esa claridad y esa fuerza.
Mayakovsky contempló fijamente los rostros de sus alumnos con un nada disimulado disgusto, y después retrocedió un paso en su tarima.
—La edad —oyó Quentin que susurraba—. Se malgasta con los jóvenes. Igual que la juventud.
Cuando por fin cayó la noche, las estrellas ardieron salvajemente sobre él con una ferocidad y una belleza imposibles. Quentin siguió corriendo con la cabeza erguida, alzando las rodillas, sin sentir nada por debajo de la cintura, gloriosamente aislado, perdido en el majestuoso espectáculo. Se convirtió en nada, en un fantasma corredor, en una espiral de carne cálida en medio de un universo silencioso de noche helada.
Esa misma noche, durante unos cuantos minutos, la oscuridad se vio perturbada por un parpadeo de luz cerca del horizonte. Comprendió que debía de tratarse de otro alumno, de otro skraeling como él, que avanzaba en paralelo aunque mucho más al este, unos treinta o cuarenta kilómetros, y un poco por delante de él. Incluso pensó variar el rumbo para acudir a su encuentro, pero ¿para qué? ¿Debía arriesgarse a ser castigado sólo por saludar a alguien? ¿Para qué necesitaba él, un fantasma, una espiral de carne cálida, a nadie más?
Quienquiera que fuera, pensó desapasionadamente, estaba utilizando un conjunto de hechizos diferente al suyo. A aquella distancia no podía saber cuáles eran, pero despedían una pálida luz rosada.
Ineficaz, pensó. Poco elegante.
Cuando salió el sol perdió de vista aquella luz.
* * *
Un incalculable período de tiempo más tarde, Quentin parpadeó. Había perdido la costumbre de cerrar los ojos, mágicamente escudados de las inclemencias del clima, pero ahora algo lo molestaba. Se sentía inquieto, pero no podía concretar el motivo de forma consciente, coherente. Era como un agujero negro en su campo de visión.
El paisaje se había vuelto más monótono todavía, si eso era posible. Muy por detrás de él, hubo momentos en los que vetas de oscuro esquisto congelado manchaban ocasionalmente la blancura de la nieve. Cierta vez pasó junto a lo que seguramente eran los restos de un meteorito, un montón de algo negro, un pedazo perdido de briqueta. Pero de eso hacía mucho tiempo.
Había llegado muy lejos. Tras días y días sin dormir, era una máquina que vigilaba los hechizos y movía las piernas, nada más. Mientras buscaba alguna falla en sus defensas, notó algo extraño en su brújula mágica. La aguja se movía erráticamente y parecía distorsionada. La N de norte se había hinchado y ocupaba cinco sextas partes del círculo, mientras que las demás habían ido encogiendo hasta casi desaparecer. La S que suponía estar siguiendo apenas era un diminuto garabato en aquella joya microscópica.
La mancha negra era más alta que ancha, y aparecía y desaparecía al ritmo de sus zancadas tal como haría un objeto externo. Al menos no se trataba de una herida en la córnea, pero seguía creciendo más y más. Se trataba de Mayakovsky, erguido en medio de la polvorienta nada con una manta en los brazos, marcando el punto exacto del polo Sur. Quentin había olvidado completamente hacia dónde se dirigía o por qué lo hacía.
Cuando llegó junto a él, Mayakovsky lo sujetó. El profesor gruñó, rodeándolo con la pesada y áspera manta, y lo obligó a tumbarse sobre la nieve. Quentin siguió moviendo las piernas unos cuantos segundos hasta quedar inmóvil, boqueando nerviosamente como un pez atrapado en una red. Era la primera vez en nueve días que dejaba de correr. Vio el cielo dar vueltas a su alrededor y sintió arcadas, pero en el estómago no tenía nada que vomitar.
Mayakovsky se irguió junto a él.
—Molodyetz, Quentin. Buen chico. Buen chico. Lo conseguiste. Volverás a casa.
La voz de Mayakovsky tenía algo extraño. El desdén había desaparecido, reemplazado por una extraña emoción. Una sonrisa retorcida reveló por un instante sus amarillentos dientes. Sujetó a Quentin con una mano, y efectuó un floreo en el aire con la otra. Un portal apareció en medio de la nada, y el profesor empujó bruscamente a Quentin para que pasara a través de él.
Quentin, anonadado, cayó en medio de un psicodélico derroche de verde que lo asaltó con tan violencia, que al principio no reconoció la terraza trasera de Brakebills en un cálido día veraniego. Tras la interminable blancura del hielo polar, el campus era un torbellino alucinante de sonido, color y calidez. Cerró los ojos con fuerza. Estaba en casa.
Rodó sobre la suave piedra caliente hasta quedar tumbado de espaldas. El canto de los pájaros era ensordecedor. Volvió a abrir los ojos para encontrarse con una visión todavía más extraña que los árboles y la hierba: mirando a través del portal, que seguía abierto, pudo ver al enorme mago entre él y el fondo antártico, con la nieve arremolinándose a su alrededor. Unos cuantos copos cruzaron el portal y se evaporaron antes de llegar al suelo. Parecía un cuadro pintado en un lienzo ovalado y colgado en el aire. No obstante, aquella ventana mágica ya se estaba cerrando. «Debe de estar preparándose para regresar a su solitaria mansión polar», pensó Quentin. Alzó la mano para despedirse de él, pero Mayakovsky no se dio cuenta: contemplaba el Laberinto y el resto del campus de Brakebills. La inequívoca añoranza de su rostro era tan espantosa que Quentin tuvo que apartar la mirada.
Entonces, el portal se cerró. Se había acabado. Era finales de mayo y el aire estaba lleno de polen. Tras la rarificada atmósfera de la Antártida, aquélla parecía tan caliente y espesa como una sopa, muy parecida a la del primer día que llegara a Brakebills desde una fría tarde otoñal. El sol era de justicia. Estornudó sin poder evitarlo.
Todos los demás estaban esperándolo. O casi todos: Eliot, Josh y Janet al menos, vistiendo sus viejos uniformes escolares, con un aspecto saludable, feliz y relajado, como si durante los últimos seis meses no hubieran hecho más que permanecer sentados sobre sus culos, devorando bocadillos de queso fundido.
—Bienvenido —saludó Eliot. Estaba comiéndose una pera amarilla—. Hace diez minutos nos avisaron de que volvías.
—Uauh, tío, estás en los huesos —exclamó Josh, con los ojos muy abiertos—. Este mago necesita comer algo enseguida. Y una buena ducha.
Quentin era consciente de que sólo le quedaban un par de minutos antes de estallar en lágrimas y desmayarse. Todavía envuelto en la áspera manta de Mayakovsky, miró sus pies pálidos y helados. No parecían sufrir síntomas de congelación; uno de sus dedos estaba en un ángulo equivocado, pero no le dolía.
Estaba muy, muy cómodo, deliciosamente cómodo, con la espalda contra la cálida piedra y los demás contemplándolo desde su altura. Sabía que probablemente debería levantarse, aunque sólo fuera por cortesía, pero no tenía ganas de moverse. Decidió quedarse allí tumbado otro minuto más. Se merecía un descanso.
—¿Te encuentras bien? —se interesó Josh—. ¿Cómo te ha ido?
—Alice te ha dado una buena patada en el culo —rio Janet—. Volvió hace dos días. Ya se ha ido a casa.
—Tú has tardado una semana y media —le informó Eliot—. Ya estábamos preocupados.
¿Por qué seguían hablando y hablando? Si pudiera quedarse allí contemplándolos en silencio sería perfecto. Sólo mirarlos, escuchar el gorjeo de los pájaros y sentir cómo las cálidas losas del suelo sostenían su cuerpo. Quizás alguien pudiera traerle un vaso de agua, estaba desesperadamente sediento. Intentó transmitir este último pensamiento en forma de palabras, pero tenía la garganta seca y agrietada. Sólo consiguió articular un sonido chirriante.
—Oh, creo que quiere que le contemos cómo nos fue a nosotros —dijo Janet, dándole un mordisco a la pera de Eliot—. Sí, no falta nadie más. Vosotros erais los últimos. ¿Qué? ¿Pensabas que éramos estúpidos?