Lovelady

El resto del tercer curso de Quentin en Brakebills transcurrió bajo una pátina gris de vigilancia casi militar. En las semanas siguientes al ataque, la escuela fue clausurada física y mágicamente. Los miembros del profesorado recorrieron los terrenos volviendo a trazar sus viejos hechizos defensivos, renovándolos y reforzándolos, y lanzando otros nuevos. La profesora Sunderland pasó todo un día caminando hacia atrás por todo el perímetro de la escuela, con sus rollizas mejillas rosadas por el frío y esparciendo polvos de colores sobre la nieve en trazos cuidadosamente trenzados; la seguía la profesora Van der Weghe, que revisaba su trabajo, precedidas por un pelotón de alumnos que desbrozaban el camino, apartaban los troncos caídos, y suministraban el material a medida que se agotaba. Tenía que formarse un circuito ininterrumpido.

Para limpiar el auditorio bastó con hacer sonar unas cuantas campanas y quemar salvia en los rincones, pero las principales aulas de la escuela necesitaron una semana entera; según un rumor estudiantil, todo estaba ligado a un enorme tótem de hierro oculto en una cámara secreta, situada en el mismo centro geográfico del campus, pero que nadie había visto. El profesor March, que desde su terrible experiencia no conseguía librarse de una cierta ansiedad, de una cierta sensación de sentirse acosado, entró y salió de sótanos y subsótanos, de bodegas y catacumbas, donde lanzó hechizos para reforzar los cimientos que aseguraran la escuela contra ataques procedentes del subsuelo. Los de tercero habían preparado una hoguera para la fiesta del equinoccio; ahora, los profesores organizaron una hoguera de verdad, que alimentaban con leños de cedro especialmente tratados, secados, pelados y tan rectos como traviesas de ferrocarril. Fueron colocados formando una figura arcana que recordaba un gigantesco rompecabezas chino y que el profesor Heckler tardó todo un día en preparar. Cuando llegó el momento de prenderlos, utilizó un trozo de papel con palabras garabateadas en ruso, y ardieron como si fueran de magnesio. A los alumnos les aconsejaron que no miraran directamente al fuego.

En cierta forma fue toda una lección en sí misma, una oportunidad de ver cómo funcionaba la magia real, con objetivos reales en juego. Pero no resultó divertido. En las cenas reinaba el silencio, una rabia contenida e inútil, una nueva sensación de terror. Una mañana encontraron la habitación de un alumno de primero completamente vacía, había abandonado, huido a casa durante la noche. No era raro ver cónclaves de tres o cuatro chicas —chicas que, semanas antes, incluso evitaban sentarse al lado de Amanda en el comedor— abrazadas junto a una fuente del Laberinto, llorando e intentando consolarse mutuamente. Estallaron dos peleas más. En cuanto se sintió satisfecho del estado de los cimientos, el profesor March se tomó un descanso sabático y aquellos que aseguraban conocerlo. —Eliot, por ejemplo— estaban convencidos de que sus posibilidades de regresar eran prácticamente nulas.

A veces, Quentin también deseaba huir. Supuso que lo expulsarían por la pequeña broma que le gastó a March en el estrado, pero lo extraño es que nadie volvió a hablar del asunto y él casi deseaba que lo hicieran. No sabía si había cometido el crimen perfecto o un crimen tan público e incalificable que nadie se atrevía a afrontarlo a plena luz del día. Estaba atrapado: no podía llorar adecuadamente a Amanda porque sentía como si la hubiera matado, y no encontraba el modo de expiar su culpa porque no podía confesárselo a nadie, ni siquiera a Alice. No sabía cómo. Así que guardó su parcela de culpa para sí mismo, allí donde pudiera ulcerarse y volverse infecciosa.

Era el tipo de catástrofe que Quentin creía haber dejado atrás el día que penetró en aquel jardín de Brooklyn, cosas como aquélla no pasaban en Fillory. Allí estallaban conflictos, sí, incluso violentos, pero siempre heroicos y nobles; y nadie que fuera realmente bueno e importante terminaba muerto al final del libro. Ahora, en una de las esquinas de su mundo perfecto había aparecido una grieta, y el miedo y la tristeza se vertían por ella como agua sucia a través de una presa rota. Brakebills ya no le parecía tanto un jardín secreto como un campamento fortificado. No era una novela, donde las maldades se corregían automáticamente; volvía a ser parte del mundo real, donde las cosas malas, las cosas amargas sucedían sin razón aparente y la gente pagaba por hechos que no eran culpa suya.

Una semana después del incidente, los padres de Amanda Orloff fueron a recoger las pertenencias de su hija. Pidieron que no se organizara ningún acto especial, pero Quentin los vio una tarde mientras se despedían del decano. Todas las pertenencias de Amanda cupieron en un maletero y una maleta patéticamente pequeña forrada de cachemira.

Quentin sintió que se le paraba el corazón al verlos. Estaba seguro de que podrían captar su culpabilidad, se sentía bañado por ella, apestaba a ella, pero sencillamente lo ignoraron. El matrimonio Orloff parecía más una pareja de hermanos que marido y mujer: ambos medían dos metros de altura, tenían los hombros anchos y el cabello lavado con agua de fregar los platos. Parecían aturdidos. —Fogg los guiaba sujetándolos por los codos, alrededor de algo que Quentin no podía ver— y tardó más de un minuto en comprender que habían sido encantados; ni siquiera ahora se daban cuenta de la verdadera naturaleza de la escuela a la que había asistido su hija.

* * *

Ese agosto, el grupo de los Físicos volvió pronto de las vacaciones veraniegas, y pasó la semana anterior al comienzo de las clases encerrado en la Casita sin estudiar, jugando al billar y dispuesto a vaciar, pelotazo a pelotazo, un viejo, viscoso y repugnante decantador lleno de oporto que Eliot había encontrado en el fondo de un armario de la cocina. Pero su humor era sobrio y apagado. Por increíble que pareciera, Quentin asistiría al cuarto curso de Brakebills.

—Deberíamos organizar un equipo de welters —anunció un día Janet.

—No, no deberíamos —corroboró Eliot, desconcertado.

Estaba tumbado sobre un viejo sofá de cuero, con un brazo tapándose la cara. Se habían reunido en la biblioteca de la Casita, exhaustos de no hacer nada en todo el día.

—Sí, Eliot, en realidad sí —insistió ella, dándole unas amistosas pataditas en las costillas—. Me lo ha dicho Bigby. Van a organizar un campeonato y todo el mundo está obligado a jugar; lo que pasa es que todavía no lo han anunciado oficialmente.

—Mierda —exclamaron todos al unísono.

—Yo me encargo del equipamiento —añadió Alice.

—¿Por qué? —se quejó Josh—. ¿Por qué nos hacen esto? ¡Dios, ¿por qué?!

—Para reforzar la moral —explicó Janet—. Fogg dice que, después de lo que pasó el año pasado, tenemos que animarnos, que levantar la moral. Un campeonato de welters forma parte de su «vuelta a la normalidad».

—Mi moral estaba estupenda hasta hace un minuto. Joder, no aguanto ese juego, es una perversión de la buena magia… ¡una perversión! —protestó Josh, a nadie en particular.

—Lástima, es obligatorio. Cada disciplina debe organizar un equipo, así que somos un equipo. Incluido Quentin «el que no tiene ninguna».

—Gracias por eso.

—Voto a Janet para capitana —propuso Eliot.

—Por supuesto que seré la capitana. Y como capitana, mi deber es informaros de que nuestro primer entrenamiento tendrá lugar dentro de quince minutos.

Todos gruñeron y se movieron inquietos en sus asientos.

—Yo nunca he jugado a welters —dijo Alice—. No conozco las reglas.

Estaba estirada sobre la alfombra, hojeando un viejo atlas lleno de antiguos mapas, cuyos mares parecían llenos de monstruos adorablemente dibujados aunque con las proporciones invertidas; los monstruos eran más grandes y numerosos que los continentes. Durante el verano, Alice había adquirido un par de gafas con unos extraños cristales rectangulares.

—Oh, las aprenderás enseguida —le dijo Eliot—. El welters es divertido… y educativo.

—No te preocupes. —Janet se inclinó hacia ella y le dio un maternal beso en la cabeza—. La verdad es que nadie se sabe las reglas.

—Excepto Janet —aclaró Josh.

—Excepto yo. Os veré a todos allí a las tres.

Y salió alegremente de la sala.

Al final, llegaron a la conclusión de que ninguno de ellos tenía nada mejor que hacer, algo con lo que Janet ya contaba. Se reunieron en el tablero de welters bajo el agobiante calor veraniego, con aspecto desaliñado y poco entusiasta. El sol era tan brillante que apenas podías mirar fijamente la hierba. Eliot sujetaba con firmeza el decantador de oporto con las mangas de la camisa enrolladas. Sólo verlo hacía que Quentin se sintiera deshidratado. El luminoso cielo azul se reflejaba en las casillas de agua. Un saltamontes chocó contra los pantalones de Quentin y se quedó allí enganchado.

Janet subió la escalera de madera con su peligrosa falda corta para sentarse en la silla del juez.

—Bien, ¿quién sabe cómo empezar?

El comienzo, al parecer, consistía en escoger una casilla y lanzar en ella una piedra llamada globo. La piedra era de mármol sin pulir, de color azulado —de hecho se parecía un poco a un globo terráqueo— y del tamaño de una pelota de pimpón, aunque mucho más pesada. Quentin resultó ser extremadamente habilidoso en esa tarea, que repitió varias veces a lo largo del juego. El truco consistía en no caer dentro de una casilla de agua, pues en ese caso perdías la partida. Además, recuperar el globo era un verdadero incordio.

Alice y Eliot formaron equipo contra Quentin y Josh; Janet haría de árbitro. No es que fuera la alumna más diligente de los Físicos —ésa era Alice— ni la que tenía más dones naturales —ése era Eliot—, pero resultaba ferozmente competitiva y muy dispuesta a dominar por completo las complejidades técnicas del welters, que en verdad era un juego sorprendentemente complicado. «¡Sin mí, estaríais perdidos!», solía exclamar Janet. Y era verdad.

El juego era mitad estrategia, mitad lanzamiento de hechizos. Capturabas casillas mediante magia, después las protegías o las recuperabas superando un hechizo de tu contrincante. Las casillas acuáticas eran las más fáciles y las metálicas, las más difíciles, para éstas se reservaban las invocaciones y otros encantamientos igualmente exóticos. Se suponía que, al final, un jugador tenía que pisar físicamente el tablero, convirtiéndose en una pieza más del juego y, por lo tanto, haciéndose vulnerable a los ataques personales directos.

Cuanto más se aproximaba al borde del terreno de juego, el prado que rodeaba a Quentin parecía encogerse y el tablero expandirse, como si se encontrara en el centro de una lente «ojo de pez». Los árboles también perdían parte de su color, tornándose plateados y algo borrosos.

El juego transcurrió con rapidez durante los primeros turnos, y ambos equipos conquistaron casillas libres apropiándose de ellas. Como en el ajedrez, existían una serie de aperturas convencionales que hacía mucho tiempo que se practicaban y optimizaban constantemente. Pero, una vez agotadas las casillas libres, tenían que empezar a batallar por ellas una a una. Cayó la tarde entre largas interrupciones para las muy técnicas explicaciones de Janet. Eliot desapareció durante veinte minutos y volvió con seis finas botellas de un Finger Lakes Eiesling muy seco, sumergidas en dos cubos llenos de hielo picado y que aparentemente había guardado para emergencias como aquélla. No pensó en traer también vasos, así que bebieron directamente de las botellas.

Quentin no soportaba muy bien el alcohol y cuanto más vino bebía menos lograba concentrarse en los detalles de aquel juego diabólicamente complejo; resultaba que era legal transmutar casillas de un tipo en otro, incluso moverlas de lugar e intercambiarlas por otras del tablero. Para cuando los jugadores entraron físicamente en el tablero, todos estaban tan borrachos y confusos que Janet tuvo que indicarles dónde se encontraban, algo que hizo con una condescendencia impresionante, aunque no le importase mucho a ninguno.

El sol empezaba a ocultarse tras los árboles, cubriendo la hierba de sombras, y el cielo se oscureció hasta alcanzar un luminoso verdeazulado. Josh se durmió en una casilla, que se suponía que debía defender, y se tumbó ocupando casi toda una hilera. Eliot hizo una imitación de Janet y ésta fingió enfurecerse. Alice se quitó los zapatos y sumergió sus pies en una casilla de agua que no pertenecía a nadie. Sus gritos se elevaron y perdieron entre las hojas del verano. El vino casi se había terminado y las botellas vacías flotaban en los cubos, ahora llenos de agua, en los que se había ahogado una avispa.

Todos fingieron estar muertos de aburrimiento —quizá lo estaban realmente—, excepto Quentin. Se sentía inexplicablemente feliz, aunque de forma instintiva lo mantenía en secreto; de hecho, se sentía tan alegre que apenas podía respirar. Como un glaciar que se desliza lentamente, la terrible experiencia de la Bestia había dejado tras ella un mundo cambiado, áspero y hecho pedazos, pero la tierra por fin volvía a renacer con nuevos brotes verdes. El estúpido plan de Fogg parecía funcionar, la gris oscuridad que la Bestia había lanzado sobre la escuela estaba en franca retirada. Podían volver a ser adolescentes por un poco más de tiempo al menos. Quentin se sentía perdonado, aunque ni siquiera supiera por quién.

Se imaginó lo que parecerían vistos desde las alturas. Si alguien los contemplase desde un avión que volase bajo o desde un dirigible, vería a cinco chicos diseminados por un tablero de welters en los terrenos de un exclusivo enclave secreto, gritando con voces apagadas e ininteligibles a causa de la distancia, y tan satisfechos con ellos mismos como el observador quisiera creer. Y en realidad era cierto, de modo que el observador tendría razón. Todo era real.

—Sin mí estaríais perdidos… —repitió Janet, secándose lágrimas de risa con el dorso de la mano.

* * *

Si el welters restableció parte del perdido equilibro de Quentin, para Josh representó un nuevo tipo de problema. Siguieron practicando durante todo el primer mes del semestre, y Quentin fue cogiendo poco a poco el tranquillo del juego. En realidad no se trataba de dominar los hechizos o la estrategia, aunque también necesitaras hacerlo, sino que era más importante lanzar los hechizos correctamente cuando te tocaba el turno, y era mucho más importante la sensación de poder que sentías en el pecho al utilizar un hechizo potente y vital. Cualquiera que fuese, tenías que lanzarlo cuando lo necesitabas.

Josh nunca sabía qué esperar. En uno de los entrenamientos, Quentin lo observó atentamente mientras competía con Eliot por una de las dos casillas de metal del juego. Estas eran de un material pulido semejante a la plata —una era realmente de plata y la otra de paladio, lo que quiera que esto fuese— con finas líneas ondulantes y pequeñas palabras grabadas en ellas.

Eliot escogió un encantamiento bastante básico, que creaba un globo pequeño, suave y brillante. Josh intentó un contrahechizo, susurrando con cierta desgana mientras hacía unos cuantos gestos rápidos con sus dedos regordetes. Siempre parecía avergonzado cuando lanzaba hechizos, como si no creyera que fuesen a funcionar.

Pero cuando terminó, el día adquirió un tono sepia ligeramente difuminado, como si una nube se interpusiera entre ellos y el sol, o como si estuvieran asistiendo a los primeros instantes de un eclipse.

—¿Qué diablos…? —exclamó Janet, mirando hacia el cielo y bizqueando.

Josh había conseguido defender con éxito la casilla —anulando la reluciente esfera de Eliot—, pero había ido demasiado lejos. De algún modo había creado su inverso, un agujero negro, y la luz estaba siendo aspirada por él. Los cinco Físicos se reunieron en torno a aquel agujero, contemplándolo como si fuera un insecto extraño y potencialmente venenoso. Quentin nunca había visto nada semejante. Era como si un aparato de uso industrial hubiera sido enchufado en alguna parte y estuviera absorbiendo la energía necesaria para iluminar el mundo, provocando una bajada de tensión local.

Josh era el único que no parecía preocupado por aquello.

—¿Qué os parezco ahora? ¿Eh? —dijo, bailando una danza de la victoria—. ¿Qué os parece Josh ahora?

—¡Guau! —exclamó Quentin, retrocediendo un paso—. Josh, ¿qué es esa cosa?

—Ni idea. Sólo he movido mis deditos y… —Los movió frente al rostro de Eliot, levantando una cálida brisa.

—Vale, Josh, me has derrotado —admitió Eliot—. Ahora, apágalo.

—¿Te rindes? ¿Es demasiado para ti, mago de pacotilla?

—En serio, Josh —intervino Alice—. Deshazte de esa cosa. Nos está poniendo nerviosos.

A esas alturas, todo el campo parecía sumido en el crepúsculo a pesar de que sólo eran las dos de la tarde. Quentin no podía mirar directamente al espacio situado sobre la casilla de metal. El aire a su alrededor parecía ondulante y distorsionado; la hierba, a sus espaldas, distante y borrosa. Debajo, formando un círculo tan perfecto que parecía trazado con un compás, la hierba estaba completamente rígida, como astillas de cristal verde. El vórtice derivó con lentitud hacia un lado, hacia el borde del tablero, y un roble cercano se inclinó hacia él con un monstruoso crujido.

—Josh, no seas idiota —masculló Eliot.

Josh había dejado de bailar y contemplaba nervioso su propia creación. El árbol gruñó y se escoró ominosamente hacia el agujero negro. Las raíces surgieron del suelo con un sonido similar a ahogados disparos de rifle.

—¡Josh! ¡Josh! —gritó Janet.

—¡Está bien! ¡Vale, está bien!

Josh deshizo el hechizo y el agujero desapareció.

Estaba pálido, arrepentido, pero también resentido: le habían estropeado su fiesta. Permanecieron silenciosos en semicírculo alrededor del roble. Una de las ramas más largas casi tocaba el suelo.

* * *

El decano Fogg programó un campeonato de welters, cuyos partidos se celebrarían los fines de semana, y que culminaría en una gran final a finales de semestre. Ante su propia sorpresa, los Físicos fueron ganando todos sus partidos; incluso derrotaron al equipo distante y snob de los Psíquicos, quienes compensaban cualquier déficit en su habilidad para lanzar hechizos con sus increíbles instintos estratégicos de presciencia. La racha de éxitos duró hasta octubre y su único rival serio fue el equipo de Magia Natural, que a pesar de su proclamado y pacifista ethos resultaban molestamente hipercompetitivos jugando al welters.

Poco a poco, a medida que las tardes se hacían más cortas y más frías, y las exigencias del juego empezaron a entrar en conflicto con el ya aplastante trabajo académico, la atmósfera veraniega de suave afabilidad se evaporó. Tras un tiempo, el welters se convirtió en una tarea más, sólo que con menos sentido. Mientras que a Quentin y a los demás miembros de los Físicos les fallaba el entusiasmo, Janet se volvía más chillona y exigente con el juego, y su agresividad dejó de ser simpática; ella no podía evitarlo, teniendo en cuenta su neurótica necesidad de controlarlo todo, pero seguía siendo un verdadero grano en el culo. Teóricamente podrían librarse de todo aquello dejándose ganar un partido —con uno bastaría—, pero no lo hicieron. Nadie tenía corazón… o agallas para hacerlo.

La inconsistencia de Josh seguía siendo un problema, y en la mañana del último partido de la temporada no se presentó.

Era un sábado de primeros de noviembre, y jugaban por el campeonato escolar que Fogg había bautizado pomposamente como la Copa Brakebills, aunque de momento no existiera ningún objeto físico que respondiera a ese nombre. La hierba que rodeaba el terreno de juego estaba ocupada por dos filas de tribunas de madera, que parecían salidas de los viejos noticiarios deportivos y que, probablemente, habían permanecido desmontadas en algún inimaginable almacén durante décadas. Contaban incluso con un palco VIP, ocupado por el decano Fogg y la profesora Van der Weghe, que aferraba una taza de café humeante entre sus manos enguantadas.

El cielo era gris y un fuerte viento azotaba las hojas de los árboles. Los estandartes alineados tras las tribunas (con el azul y marrón de Brakebills) ondeaban y chasqueaban, la hierba crujía bajo el rocío helado.

—¿Dónde mierda se ha metido? —Quentin daba saltitos para entrar en calor.

—No lo sé. —Janet tenía los brazos alrededor del cuello de Eliot, aferrándose a él en busca de calor, lo que irritaba al chico.

—Que se joda. Empecemos sin él —dijo—. Quiero acabar con esto de una puñetera vez.

—No podemos empezar sin Josh —protestó Alice con firmeza.

—¿Quién lo dice? —retó Eliot, mientras intentaba zafarse de Janet sin lograrlo—. Al fin y al cabo, somos mejores sin él.

—Prefiero perder con él que ganar sin él —aseguró Alice—. De todas formas no es que haya muerto, lo he visto después del desayuno.

—Si no aparece pronto, nos moriremos de frío. Será el último de nosotros que quede vivo para proseguir nuestro glorioso combate.

La ausencia de Josh preocupaba a Quentin.

—Iré a buscarlo.

—No seas ridículo. Seguramente…

En ese momento, uno de los profesores, un hombre fuerte como un roble y de rostro pétreo llamado Foxtree, corrió hacia ellos envuelto en una parka que le llegaba hasta los tobillos. Los alumnos lo respetaban a causa de su buen humor y porque era un nativoamericano.

—¿Por qué el retraso?

—Nos falta un jugador, señor —explicó Janet—. Josh Hoberman.

—¿Y? —El profesor Foxtree se abrazó a sí mismo y se dio vigorosas palmadas en los costados. De la punta de su larga nariz ganchuda colgaba una gota—. Pongámonos en marcha, me gustaría volver con los del último curso antes de la hora de comer. ¿Cuántos sois ahora?

—Cuatro, señor.

—Tendrá que bastar.

—En realidad, sólo somos tres —explicó Quentin—. Lo siento, señor, pero tengo que encontrar a Josh. Debería estar aquí.

No esperó respuesta, sino que se dirigió a la Casa corriendo, con las manos metidas en los bolsillos y el cuello de su abrigo levantado para protegerse las orejas del frío.

—¡Vamos, Q! —oyó que gritaba Janet. Y después, cuando era obvio que no iba a volver, agregó—: ¡Mierda!

Quentin no sabía si enfadarse con Josh o preocuparse por él, así que hizo ambas cosas. Foxtree tenía razón, no es que realmente importase el juego. Quizás el muy cabrón sólo se había quedado dormido, pensó mientras recorría el helado Mar. Al menos, ese gordo cabrón tenía su grasa para protegerlo del frío.

Pero Josh no estaba en su cama. Su dormitorio era un caos de libros, papeles y ropa sucia, como siempre, parte de todo ello flotando libremente en el aire. Se dirigió al solárium, pero su único ocupante era el anciano profesor Brzezinski, el experto en pociones, que se encontraba sentado en una de las ventanas bañadas por el sol, con los ojos cerrados y la barba blanca extendida sobre su viejo y manchado delantal. Una enorme mosca rebotaba una y otra vez contra uno de los cristales de la ventana. Parecía dormido, pero cuando Quentin dio media vuelta para marcharse, le preguntó:

—¿Buscas a alguien?

Quentin se detuvo en seco.

—Sí, señor. A Josh Hoberman. Llega tarde al partido de welters.

—¿Hoberman? ¿El gordito?

El anciano metió una mano llena de protuberantes venas azules en uno de sus bolsillos, y extrajo un lápiz y una fina hoja de papel. Brzezinski bosquejó un somero plano del campus de Brakebills con trazos rápidos y seguros, musitó unas cuantas palabras en francés e hizo un signo sobre él con la mano, como si sujetase una brújula.

Se lo tendió a Quentin.

—¿Qué te dice?

Él había esperado un efecto mágico de algún tipo, pero allí no había nada. Un rincón del mapa estaba manchado de café.

—No mucho, señor.

—¿En serio? —El anciano estudió el papel por sí mismo y pareció desconcertado. Olía a ozono, como si recientemente hubiera caído un rayo—. Es un hechizo localizador muy bueno. Míralo otra vez.

—Sigo sin ver nada.

—Exacto. ¿En qué lugar del campus no funciona un hechizo localizador muy bueno?

—No tengo ni idea. —Admitir ignorancia era la forma más rápida de conseguir información de un profesor de Brakebills.

—Prueba en la biblioteca. —El profesor Brzezinsky volvió a cerrar los ojos, como una vieja morsa en su soleada roca—. Hay muchos viejos hechizos flotando por esa sala, y sin embargo, nunca puedes encontrar nada.

Quentin había pasado muy poco tiempo en la biblioteca de Brakebills; casi nadie lo hacía si podía evitarlo. A lo largo de los siglos, muchos de sus usuarios más eruditos fueron tan agresivos con los hechizos localizadores para encontrar los libros que buscaban, y con los hechizos de ocultación para esconder esos mismos libros de eruditos rivales, que toda la zona era más o menos opaca a la magia, como un palimpsesto que hubiera sido escrito una y otra vez hasta cruzar el punto de la legibilidad.

Para empeorar las cosas, algunos de los libros se habían vuelto migratorios. En el siglo XIX, Brakebills contrató a un bibliotecario que poseía una imaginación muy romántica y que proyectó una biblioteca móvil, en la que los libros revolotearan de un estante a otro como pájaros, reorganizándose espontáneamente en respuesta a las búsquedas de los usuarios. Durante los primeros meses el efecto fue bastante espectacular. Incluso sobrevive una pintura de la escena en forma de mural, tras el mostrador de recepción, en la que pueden verse enormes atlas sobrevolando el lugar como cóndores.

Pero el sistema resultó absolutamente impracticable a largo plazo. El desgaste de los lomos, de tanto abrirse y cerrarse, era demasiado costoso y los libros se volvieron terriblemente desobedientes. El bibliotecario imaginó que podría convocar un libro para que acudiera hasta su mano gritando su número de referencia, pero algunos resultaron ser demasiado tercos y otros incluso activamente depredadores. El bibliotecario fue rápidamente depuesto de su cargo, y su sucesor tuvo que volver a domesticar los libros. En la actualidad todavía quedaban algunos rebeldes, sobre todo Historia de Suiza y Arquitectura 300-1399, que seguían revoloteando tozudamente cerca del techo. Algún día, toda una subsubcategoría que se creía segura y a salvo, alzaría el vuelo entre un indescriptible susurro de papel.

Así que la biblioteca solía estar casi siempre vacía, y no le fue difícil localizar a Josh en un rincón del segundo piso, sentado ante una pequeña mesa cuadrada. Frente a él se hallaba un hombre delgado, casi cadavérico. Los pómulos parecían cincelados y llevaba bigote. Su traje negro era demasiado holgado. Parecía un sepulturero.

Quentin reconoció al hombre, era un vendedor de baratijas que llegaba a Brakebills una o dos veces al año en su carromato de madera, cargado con una bizarra colección de amuletos, fetiches y reliquias de todo tipo. No le gustaba particularmente a nadie pero todos lo toleraban, aunque sólo fuera porque resultaba involuntariamente divertido y porque hacía enfadar a los profesores, que siempre estaban a punto de prohibir sus ventas de forma permanente. No era un mago, y tampoco capaz de distinguir la diferencia entre lo genuino y la basura, pero se tomaba a sí mismo —y a su mercancía— muy en serio. O eso pensaba Quentin.

—Hola —saludó Quentin. Pero mientras se acercaba a ellos, chocó contra una barrera invisible.

Fuera lo que fuese, resultaba frío como el cristal. Y a prueba de sonidos. Podía ver a los otros mover los labios, pero todo seguía en silencio.

Josh advirtió su presencia e intercambió unas cuantas frases rápidas con Lovelady, que miró hacia Quentin por encima de su hombro. El buhonero no pareció precisamente feliz, pero cogió de la mesa lo que parecía un vaso boca abajo de cristal normal y le dio la vuelta. La barrera desapareció.

—Hola —dijo Josh, huraño—. ¿Qué sucede?

Tenía los ojos enrojecidos y unas profundas ojeras. Tampoco parecía especialmente feliz de ver allí a Quentin.

—¿Que qué sucede? —Quentin ignoró a Lovelady—. Sabes que esta mañana tenemos un partido, ¿no?

—Oh, tío, es verdad. El partido. —Josh se frotó el ojo derecho con el dorso de la mano. Lovelady los miró a los dos, procurando conservar su dignidad—. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—Ya llegamos media hora tarde.

—Oh, tío —repitió Josh. Apoyó la frente en la mesa y miró repentinamente a Lovelady—. ¿Tiene algo para viajar a través del tiempo, que me haga retroceder o algo así?

—Esta vez no —respondió Lovelady con gravedad—. Pero preguntaré por ahí.

—Sí, claro. Estupendo. —Josh se puso en pie y lo saludó con elegancia—. Envíame un búho si encuentras algo, ¿vale?

—Vamos, nos están esperando. A Fogg se le está helando el culo ahí fuera.

—Que se aguante. Ese tío tiene demasiado culo.

Quentin sacó a Josh de la biblioteca y logró llevarlo hasta la parte trasera de la Casa, aunque éste se movía con lentitud y tenía una preocupante tendencia a chocar contra los marcos de las puertas, incluso contra Quentin.

Hasta que frenó de repente.

—Espera, tengo que ir a buscar mi disfraz de quidditch. Quiero decir, mi uniforme. Quiero decir, de welters.

—No tenemos uniformes.

—Ya lo sé —dijo Josh—. Estoy borracho, no es que vea visiones. Pero igualmente necesito mi abrigo.

—Tío, ni siquiera son las diez. —Quentin no podía creer que se hubiera preocupado por él. ¿Ese era el gran misterio?

—Experimento. Ya me relajaré después del gran partido.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? ¿Y te funciona?

—¡Sólo he bebido un poco de whisky, por el amor de Dios! Mis padres me enviaron una botella de Lagavulin por mi cumpleaños. El alcohólico es Eliot, no yo. —Josh lo miró con su astuta y barbuda cara de mono—. Tranquilo, no es nada que no pueda manejar.

—Sí, ya lo veo. Lo estás manejando de cojones.

—¡Oh, ¿a quién le importa una mierda?! —Josh se estaba volviendo desagradable. Si Quentin se había enfadado, él podía enfadarse todavía más—. Probablemente esperabas que no me presentara y estropease tu precioso partido. Ojalá tuvieras huevos para admitirlo. Dios, deberías saber lo que dice Eliot de ti a tus espaldas. Eres una especie de animadora como Janet, sólo que ella es más adecuada. Tiene tetas.

—Si sólo quisiera ganar te habría dejado en la biblioteca —dijo Quentin fríamente—. Otro lo hubiera hecho.

Esperó furioso en la puerta, con los brazos cruzados, mientras Josh recogía su abrigo del respaldo de una silla, con la suficiente violencia como para volcarla. La dejó allí tirada. Quentin se preguntó si sería verdad lo que había dicho sobre Eliot. Si Josh pretendía herirlo, sabía dónde clavar el cuchillo.

Salieron de la biblioteca en silencio.

—Está bien —aceptó finalmente Josh, suspirando—. Oye, sabes que soy un capullo, ¿verdad?

Quentin no dijo nada. No tenía ganas de seguirle el juego y entrar ahora en sus dramas personales.

—Bueno, pues lo soy —continuó Josh—. Y no me vengas con el rollo de la autoestima, no cuela. Estoy más jodido de lo que te imaginas. Siempre he sido un listillo, pero un listillo de andar por casa, incapaz de pasar unos exámenes exigentes. Si no fuera por Fogg, me habrían echado a patadas el semestre pasado.

—Vale.

—Mira, vosotros podéis jugar a ser Míster y Miss Perfectos, por mí vale, pero yo tengo que partirme el culo para seguir aquí. Si vieras mis notas… Vosotros ni siquiera sabéis cuántos números existen que valen menos de cero.

—Todos tenemos que esforzarnos —apuntó Quentin, un poco a la defensiva—. Todos menos Eliot.

—Sí, bueno, vale. Pero para vosotros es divertido, lo pasáis bien. Es lo vuestro. —Josh se abrió camino a través de las puertas francesas para salir a aquella mañana otoñal, intentando ponerse el abrigo al mismo tiempo—. Joder, qué frío. Mira, me encanta esto, pero no lo conseguiré sin ayuda. No sé qué hacer.

Sin previo aviso, cogió a Quentin de las solapas del abrigo y lo empujó contra los muros de la Casa.

—¿No lo entiendes? ¡No sé qué hacer! ¡Cuando lanzo un hechizo, nunca sé si funcionará! —Su expresión, normalmente plácida, se había convertido en una máscara de furia—. Tú buscas el poder y ya está, ahí lo tienes. Yo nunca lo sé, nunca sé si estará ahí cuando lo necesito. ¡Viene y se va, y ni siquiera sé por qué!

—Vale, está bien. —Quentin puso sus manos en los hombros de Josh, intentando calmarlo—. Cristo, me haces daño en mis tetas de animadora.

Josh lo soltó y se encaminó hacia el Laberinto. Quentin lo siguió.

—¿Y crees que Lovelady te puede ayudar?

—Creí que podría… —Se encogió de hombros desalentado—. No sé, darme algo que me estimulara un poco, que me hiciera marcar la diferencia.

—Comprando esa basura que saca de e-Bay…

—Tiene contactos interesantes, ¿sabes? —Al parecer Josh empezaba a recuperar su sentido del humor. Siempre lo hacía—. Cuando los alumnos estamos delante, a los profesores les gusta mostrarse superiores, pero por detrás también le compran cosas a Lovelady. Dicen que, hace un par de años, Van der Weghe le compró una vieja aldaba de bronce que resultó ser una Mano de Oberón. Chambers la utiliza para podar árboles alrededor del Mar.

»Creí que podría venderme un amuleto, algo que me ayudara a subir un poco las notas. Sé que hago ver que no me importa, pero quiero seguir aquí, Quentin. ¡No quiero volver al mundo exterior!

Señaló vagamente a la lejanía, en dirección al mundo que había más allá de Brakebills. La hierba estaba húmeda y semicongelada, y el Mar aparecía cubierto de niebla.

—Yo también quiero quedarme —reconoció Quentin. Su rabia también se había aplacado—. Pero, Lovelady… ¡Dios, a veces pareces idiota! ¿Por qué no le has pedido ayuda a Eliot?

—¿Eliot? Ja. Es el último al que se la pediría. ¿No has visto cómo me mira en clase? Un tipo así… Vale, es duro en muchos aspectos, pero no puede comprender este tipo de cosas.

—¿Qué te intentó vender Lovelady?

—Un montón de viejos huesos de conejo pulverizados. El muy cabrón me dijo que eran las cenizas de Aleister Crowley.

—¿Y qué pensabas hacer con ellas? ¿Esnifártelas?

Se abrieron camino a través del telón de árboles que bordeaban el campo de juego. Eliot y Janet estaban acurrucados en un extremo del tablero con aspecto desaliñado y aterido. La pobre Alice estaba en una casilla de piedra, abrazándose a sí misma para conservar todo el calor posible. El equipo de Magia Natural, a pesar del déficit de jugadores de los Físicos, había colocado a sus cinco jugadores, algo muy poco deportivo. Costaba distinguir sus caras, pues, en un intento de intimidar a sus contrincantes, llevaban túnicas druídicas con la capucha puesta, confeccionadas a partir de unas cortinas de terciopelo verdes. No estaban pensadas para un ambiente húmedo.

Cuando aparecieron Quentin y Josh, los Físicos irrumpieron en vítores y aplausos.

—¡Mis héroes! —exclamó sarcásticamente Janet—. ¿Dónde lo has encontrado?

—En un lugar cálido y seco —se limitó a responder Josh.

Estaban siendo vapuleados, pero la sorpresiva aparición de Josh revivió su espíritu combativo. Durante su primer turno, Josh cayó en una casilla plateada y, tras cinco minutos de sólidos cantos gregorianos, invocó imprevistamente a un potente elemental, una salamandra gruesa como un árbol, que parecía creada a partir de una brillante ascua anaranjada y que ocupó dos casillas adyacentes gracias a su enorme tamaño. Se asentó sobre sus seis patas y ardió sin llama. Siguió el resto de la partida dejando caer babas siseantes y desprendiendo escamas chamuscadas.

La llegada de los dos Físicos tuvo el desafortunado efecto de alargar el juego más allá de toda posibilidad de disfrute. No sólo resultó ser la partida más larga que jamás hubieran jugado en toda la temporada, sino la más larga que nadie recordaba. Por fin, tras otra hora de juego, el capitán de los Naturales —un guaperas de aspecto escandinavo con el que, creía Quentin, estaba saliendo Janet— pisó el borde de la casilla de arena donde se encontraba, recogió su húmeda capa de terciopelo con gesto regio y creó un elegante y retorcido olivo, que ocupó una casilla de hierba en la hilera de partida de los Físicos.

—¡Chupaos ésa! —gritó.

—Es un movimiento ganador —anunció el profesor Foxtree desde la silla del juez de pista. Estaba prácticamente catatónico de aburrimiento—. A menos que los Físicos podáis igualarlo. Si no, este maldito partido ha terminado. Que alguien lance la bola.

—Vamos, Q —lo animó Eliot—. Tengo las puntas de los dedos azules. Y probablemente los labios.

—No te olvides de tus pelotas —apuntó Quentin, recogiendo la pesada bola de mármol de la casilla de piedra donde se hallaba, en el límite del tablero.

Miró a su alrededor, a la extraña escena en cuyo centro se encontraba. Estaban en desventaja, pero casi todo el partido lo habían estado y él apenas fallaba con la bola. Afortunadamente no había viento, pero la niebla se estaba espesando y era difícil ver el extremo más alejado del terreno de juego. No se oía ningún ruido, excepto el de las gotas de agua que caían de los árboles.

—¡Quentin! —le llegó una voz de ánimo desde las tribunas—. ¡Quentin!

El decano seguía en su palco VIP, gesticulando con entusiasmo. Se sonó la nariz ruidosamente con un pañuelo de seda. El sol era un recuerdo lejano.

De repente, una sensación agradable de luz y calidez bañó a Quentin… era tan vívida, tan extraña en aquella atmósfera gélida, que se preguntó si alguien habría lanzado un hechizo subrepticiamente. Miró de reojo a la fundente salamandra, pero ésta lo ignoró. Tuvo la familiar sensación de que el mundo se estrechaba hasta los límites del tablero, de que los árboles y la gente de su alrededor se encogían y curvaban, volviéndose plateados, solarizados. La mirada de Quentin pasó del pobre Josh, en el límite del tablero y respirando agitadamente, a Janet, que lo contemplaba feroz, ansiosamente, con las mandíbulas encajadas y un brazo por encima de los hombros de Eliot, cuyos ojos parecían fijos en algún otro escenario invisible situado más allá del terreno de juego.

Se sintió lejos de allí, nada de todo aquello importaba. Y eso era lo más divertido, resultaba increíble que nadie lo hubiera visto antes. Quizá pudiera intentar explicárselo a Josh. El día de la muerte de Amanda Orloff hizo algo terrible en clase que aún no había superado, aunque sí aprendido a vivir con ello. Sólo tenías que descubrir lo que importaba y lo que no, e intentar no vivir atemorizado por lo que no. O algo parecido. Si no, ¿de qué servía? No estaba seguro de poder explicárselo a Josh, pero quizá podría mostrárselo.

Quentin se quitó el abrigo, como si se desembarazara de una piel demasiado pequeña, e hizo rodar sus hombros. Sabía que no tardaría ni un minuto en congelarse, pero de momento le resultaba refrescante. Se centró en el jugador rubio del equipo Natural con su estúpida túnica, se inclinó a un lado y lanzó la bola apuntando a su rodilla. Esta dio contra el pesado terciopelo con un golpe sordo.

—¡Ay! —El capitán de los Naturales se llevó las manos a la rodilla y contempló a Quentin con expresión ultrajada. Le había dolido—. ¡Falta!

—¡Chúpate ésa! —exclamó Quentin.

Se quitó la camisa por encima de la cabeza. Ignorando los cada vez más numerosos gritos de consternación que surgían de todas partes —es tan fácil ignorarlos cuando sabes el poco poder que tienen sobre ti—, caminó hasta la posición de Alice sin pronunciar palabra. Más tarde probablemente lo lamentaría, pero ¡dios, a veces era estupendo ser mago! Se cargó la chica al hombro, al estilo bombero, y saltó con ella al agua helada y purificadora.